Artículo orginales de investigación
Recepción: 16 Noviembre 2023
Aprobación: 21 Enero 2024
Resumen: El trabajo pretende determinar el papel que puede desempeñar la música juvenil marroquí en la construcción de un ideal identitario disidente. Partiendo del análisis del discurso musical de varios grupos contraculturales buscamos caracterizar el papel de sus formulaciones subversivas de nociones como la pertenencia y la identidad para crear fisuras en la construcción canónica de todo el paradigma cultural. Pretendemos llegar a la conclusión de que tal labor marginal y erosiva abre expectativas de cambio a todo el modelo cultural marroquí marcado por patologías y desajustes crónicos que impiden su regeneración y su metamorfosis.
Palabras clave: música marroquí, canon identitario, heterodoxia marginal, contraculturalidad.
Abstract: The work aims to determine the role that Moroccan youth music can play in the construction of a dissident identity ideal. Based on the analysis of the musical discourse of various countercultural groups, we seek to characterize the role of their subversive formulations of notions such as belonging and identity to create fissures in the canonical construction of the entire cultural paradigm. We intend to reach the conclusion that such marginal and erosive work opens expectations of change to the entire Moroccan cultural model marked by pathologies and chronic maladjustments that prevent its regeneration and metamorphosis.
Keywords: Moroccan music, identity canon, marginal heterodoxy, counterculturality.
Introducción
En 2009, a un año del estallido de las revueltas árabes, en uno de los espectáculos del famoso festival baidaní L’boulvard (la avenida) ocurrió una anécdota que de alguna manera sintetiza los propósitos del presente trabajo. Los espectáculos del festival atraían habitualmente a los jóvenes aficionados a la música contracultural. En contra de la tendencia general, un hombre entrado en edad que llevaba una típica chilaba marroquí se sumó a uno de los círculos eufóricos. Se lo veía venir desde lejos, atravesar la calle y sumarse por uno de los laterales de la multitud. Sin repararse en la reacción de quienes lo rodeaban se unió al movimiento extático de los presentes.Por el atuendo que llevaba, su presencia se contrastaba con todo el ambiente: cortes al estilo punk, indumentaria a lo beatnik, maquillajes al estilo gótico, pero sobre todo una arrasadora actitud propia de la cultura musical noise. Venía curioseando y no tardó en integrarse en el movimiento colectivo. Improvisaba un baile que, por muy cómico que era, sintetizaba toda la realidad cultural de un país en la encrucijada. En su actuación, por un momento dos formas de representar la marroquidad se olvidaron de su antagonismo y cohabitaron. El comportamiento hilarante del hombre expresó la mezcla propia de Marruecos: ni una modernidad alienadora ni un tradicionalismo mutilador.
Como tantas otras formas bellas de nuestro país, su espectáculo duró muy poco. Se cansó y se fue por donde vino, dejando atrás tanto la admiración de quienes estaban al lado y n mí, como la vana sensación de satisfacción que nos dejan ciertos detalles efímeros del arte. Era, por momento, la atracción del espectáculo. Al salir del círculo de jóvenes, se demoró bromeando con quienes estaban cerca. Recuerdo los detalles de la charla porque estaba muy cerca: “nāyḍa a ‘amī lḥaŷ” –le dijeron unos curiosos jóvenes–.[1] No tardó en contestar: “hadī māši nāyḍa, hadī Nahḍa”.[2] Tan rápido como vino se fue.
No sé si el hombre era consciente del alcance de sus palabras. Dudo también si sus interlocutores prestaron demasiada atención a su aseveración. Su sentencia se esfumó tan pronto como él desapareció, dejando atrás el silencio. Había otros ruidos en la plaza, pero en mi imaginación sus palabras lo eclipsaron todo. La capacidad de ciertas circunstancias espontáneas del espectáculo de la vida de marcarnos es singular. Creo que la resaca socio-económica que había dejado la crisis de 2008 y el malestar general que causaba el fracaso de la década transicional (1999-2010) acentuaron aún más la sonoridad de sus palabras. Como cultura, estábamos ansiosos de hallar la luz que por fin nos sacaría del túnel de nuestros eternos fracasos. Su última palabra, “Nahḍa”, era lo que todos anhelábamos y ninguno sabía cómo lograr. Cuanto más creemos que la hemos encontrado, terminamos descubriendo que lo que consideramos que es por fin nuestra modernidad es tan solo su semblanza, un espejismo. En aquel 2008 estábamos cayendo otra vez tras la experiencia transicional fallida. Muchos de los presentes en los espectáculos de 2009 llevaban las marcas del fracaso de todo un decenio. En sus bailes extáticos quedaban todavía patentes rastros de la frustración y la impotencia de toda una generación. Allí, y más concretamente en las revueltas de 2010, nos levantamos de nuestra enésima caída, sacudimos el polvo de nuestro fracaso y como siempre nos preguntamos: ¿turāṯ . ḥadāṯa? (tradicionalismo o progresismo). Desde su actuación, el hombre viejo parecía haber resuelto el dilema de los paradigmas enfrentados. Él se decidió por lo que tenía que ser la Nahḍa-respuesta. una resiliencia.
La anécdota fue enterrada en el olvido, hasta el día en que me propuse redactar el presente trabajo. La memoria tiene sus caprichos. Procediendo de algún lugar del olvido, la escena irrumpió ante mí. Sus palabras se volvieron imponentes y casi determinaron el curso de mi reflexión. Lo que en principio era un trabajo que se proponía explorar la enunciación del paria urbano y sus metáforas devino en una reflexión en torno a la relación de un género musical suburbano con nociones complicadísimas en el mapa cultural arabo-marroquí: identidad y Nahḍa. Hoy, igual que aquella tarde de 2009, como cultura seguimos demorándonos en la misma encrucijada. Las secuelas económico-sociales pospandémicas y la larga sombra de la actual recesión mundial facilitaron el cometido de la memoria. En los estados de bancarrota las palabras por sí solas llegan. Apuntan siempre al mismo cuerpo cultural caducado, y es cuando resurgen las dos palabras erguidas y acuciantes. Sin identidad resiliente no hay ninguna Nahḍa. En mi caso, es cuando las palabras y la actuación del viejo me asaltaron. Hoy, su actuación es mi propuesta para desdibujar los muros del dédalo de nuestros fracasos: el arte es nuestro camino para hallar tal resiliencia.
El propósito del presente trabajo es rescatar aquella frase del olvido, y reconstruir el itinerario del viaje secreto que una manifestación artística marginal y suburbana puede emprender para asaltar estas dos nociones o cotos privados. Sin las construcciones contraculturales, la identidad y la Nahḍa seguirán siendo lo que fueron en nuestra historia reciente: un campo minado que siempre estalla en nuestra cara. El arte y, más específicamente, el contracultural ofrecen una reconstrucción alternativa capaz de superar muchas de nuestras patologías crónicas. Como lo fue la actuación espontánea del hombre con chilaba, la resolución de los grandes desajustes culturales depende de detalles pequeños, pero cruciales. Las identidades culturales y sus construcciones son enormes engranajes que implican infinitos detalles. Yo, al igual que el hombre con chilaba, pienso que el arte es una pieza clave para reparar los entuertos que persistimos en generar. Entre el arte contrahegemónico, la identidad y el cambio hay varios hilos invisibles. Sin pretender abarcarlos todos, intentamos revelar algunos.
Los Jóvenes en la Sociedad Marroquí: Breve Radiografía de un Futuro Presente ya
Según datos de la ONU, los jóvenes menores de 25 años representan el 43% de la sociedad marroquí en el año 2019. Una importancia que irá aumentando y muy pronto cobraría dimensiones aún más transcendentales. Se prevé que para el 2030 este grupo sea el mayoritario y constituya el núcleo básico de la pirámide de la sociedad marroquí (Naciones Unidas, 2019). Este podría ser el mayor de los cambios de nuestra sociedad en su historia moderna. Las implicaciones de tal situación afectarían no solo al aspecto demográfico, sino a todo el edificio cultural. Pronto sufriremos las consecuencias de la tiranía de la juventud. Una de ellas es inminente. Las características futuras de lo que será la idiosincrasia sociocultural marroquí están manifestándose desde ya en muchos de los quehaceres de este grupo. Lo que seremos en un futuro próximo ya lo presenciamos en las líneas y entrelineas del flow de muchos cantantes en las barriadas de las ciudades marroquíes más urbanizadas. Con todo el peso de su marginalidad, el discurso de esta juventud arremete contra un paradigma cultural y sus innumerables patologías. Nuestro futuro cultural depende de la suerte de muchas formulaciones identitarias de estos agentes marginales. El futuro es ya un presente.
De hecho, junto a los desajustes habituales en las estructuras políticas y sociales de los países subdesarrollados (educación, acceso al empleo, formación, calidad de vida, entre otros) existe una que pasa inadvertida a la hora de enfocar el tema de la llegada de una generación con un perfil particular. El fracaso de las políticas educativas, las escazas expectativas laborales y los problemas derivados de la marginalización afectan estructuralmente a toda una generación. Las presiones socioculturales terminarían marcando la propia identidad de estos jóvenes y, por lo tanto, en un futuro muy próximo, la de todo el país. Estamos gestando desde el fracaso las malas condiciones educativas, la marginalidad y la invisibilización social, lo que pronto seremos como cultura. El perfil actual de la juventud podría definir pronto el conjunto de los rasgos socioculturales de la realidad marroquí. Lo que hoy se da como un conjunto de características propias de fenómenos marginales pronto será un rasgo distintivo de toda la sociedad. En una de las ocupaciones fundamentales de la vida juvenil, la música y el arte se está elaborando todo el perfil contestatario de una cultura que desde sus orígenes modernos arrastra un número considerable de desajustes. Lo que hoy se reconoce como una práctica contracultural y marginal probablemente será la condición más destacada de toda la cultura. Tanto en lo cultural como en lo social, estamos ante el futuro de una sociedad que se manifiesta ya desde el presente. El cuestionamiento de un paradigma canónico se teje con hilos musicales invisibles.
Los antecedentes más inmediatos de la historia moderna de nuestro país refuerzan tal hipótesis. Previamente a la explosión de las revueltas del mal llamado al-rrabīʿ al- ʿarabī (Primaveras Árabe –que no tienen nada de primavera–), el eco de un malestar general se daba desde los principios del nuevo milenio en las actuaciones de muchas bandas musicales marginales. Sus gritos eran vanos. Llevábamos toda una década obviando el tic-tac de una bomba que no tardó en estallar. Fuera de nuestro país, en las zonas donde había más intolerancia a tal género, el estallido fue más duro. Curiosa situación. Las sociedades árabes conservadoras que persistían en cerrar sus oídos a tantos reclamos terminaron abrazando casi los mismos en las revueltas callejeras de 2010. Muchas de las imágenes de frustración, desilusión y muchas de las reivindicaciones de los manifestantes eran el tema habitual de producciones musicales contraculturales. Es cierto que en sus composiciones no ostentaban el famoso lema de yasquṭ al-niẓām (¡Que caiga el régimen!) ni tenían un claro carácter reivindicativo, pero eran un timbre de alarma y reclamaban el fin de un paradigma obsoleto. Nos advertían que veníamos caminando en un callejón sin salida. No les hicimos caso. Luego, cuando estallaron las revueltas, nos dimos cuenta de nuestro error. El título de uno de los temas del grupo pionero tangerino Zanka Flow, que comentaremos más adelante, es muy significativo de este timbre de alarma: Lḥaṣla .impasse). La música heterodoxa nos advertía de nuestro impasse. Nosotros, tan narcisistas e hipócritas, considerábamos su voz como queja de una juventud paranoica.
Me pregunto si escuchando sus reivindicaciones no hubiéramos podido evitar muchas de las consecuencias dramáticas de las revueltas, sobre todo en aquellas regiones donde el giro de las reivindicaciones se fue por senderos pedregosos: guerras fratricidas aquí, auge de integrismo allí, infinitas olas de parias y emigrantes allá, y, aún peor que todos estos males, la larga y casi infinita sombra de frustración e impotencia. Podríamos alargar aún más la lista de dramas que habríamos podido evitar si hubiéramos entendido estos timbres de alarmas y hubiéramos reaccionado. Las olas del estallido árabe marcaron toda la cuenca mediterránea, y en la actualidad sus olas son visibles en muchos desajustes políticos, culturales y económicos de toda la región. Me pregunto, otra vez, si el triste espectáculo de la depredadora prepotencia occidental en tierras árabes, el resurgimiento –descarado, debo decir– de la extraña mezcla de despotismo, oligarquía, nepotismo, plutocracia y demás entidades parásitas que marcan nuestro triste panorama no han derivado de nuestras inercias identitarias. Sobran las razones para vincular las dos realidades. Evidentemente no podemos modificar el curso de la historia, pero podemos aprender mucho de sus sabias enseñanzas.
Hoy en día, me temo que no hemos aprendido nada. Absolutamente nada. Por algo seguimos girando en el mismo dédalo. No hemos sido capaces de reconstruir críticamente nuestra memoria y su modelo cultural canónico y hegemónico. El centro de nuestro edificio cultural está ocupado por ideales heredados de siglos cargados con patologías como el conservadurismo, el turāṯismo[3] la esquizofrenia identitaria, entre otros. con una instrumentalización de realidades históricas, confesionales para fines ideológicos y políticos. Todas aquellas manifestaciones que no compartían los valores de este mainstream cultural están condenadas a una marginalidad. Sin los recursos necesarios de los que disfrutan las otras manifestaciones artísticas alienadas por los ideales del centro, la música contracultural hace de su condición periférica su único argumento para valerse en un edificio cultural sitiado. Su voz marginal se eleva como una forma de resistencia no solo a los instaurados modos de producción musical, sino también a toda la condición epistemológica que sustenta esta producción. La música se convierte en el centro de una disputa de formulaciones en torno a la identidad, la memoria y, con ello, se pone en evidencia la importancia de las actuaciones callejeras de raperos, roqueros y otros géneros musicales marginales. Su marginalidad es la voz inquieta que nos avisa del malestar invisibilizado que estas patologías crean.
Hoy me temo que también perpetuamos el mismo error de hace una década: estamos regidos por un paradigma cultural maniqueísta que estigmatiza lo diferente; encerramos esta producción en la burbuja de lo invisibilizado y la marginalidad. Gran parte del enfoque con el que nos acercamos a esta producción se limita al estéril debate de si es ḥalal o ḥarām (lícito o ilícito). La música, cualquiera sea su forma, sigue siendo única y básicamente una bidʿa (invención) no muy necesaria.[4] Hoy, las plataformas de acceso abierto por internet hacen que cualquiera pueda montar su propio flow, difundirlo y alcanzar niveles de impacto inimaginables. Censurar su voz es casi imposible. Nos queda por lo tanto la evidencia: escucharlos y comprenderlos. Su ensayo marginal puede ser nuestra salvación.
Descartografiando la Identidad: el Último Servicio de la Heterodoxia Musical
En páginas anteriores nos hemos referido a una composición pionera del grupo tangerino Zanka Flow que sintetiza todo el sentimiento de una generación atrapada en una marginalidad socioespacial. El título Lḥaṣla es la síntesis de toda una época. Es también una palabra que ejemplifica una marginalidad de otro orden. La ḥaṣla (atrapados) significa en este contexto una existencia de “estar atrapados” entre dos sistemas y dos modos de representación de la identidad y la pertenencia. Las palabras que describen tal situación son muy elocuentes de lo asfixiante, aniquilador y abrumador que se siente al estar fuera de un sistema cultural, sus valores y evidentemente sus políticas públicas. La ḥaṣla es el eslogan de la marginalidad, tanto en su dimensión socioespacial como la cultural-identitaria, es un ŷaḥīm fuq lʾarḍ:
balʿatni al-ʾarḍ w tšaddat/ bqit nʿūm f lkḥūla/ li lbibān fiha tḥallāt/ wqaft ḥāyr šmn bāb nšad/(…) ay jayṭ byāḍ kant nšadū nŷabru rāši/ hakda bqa lḥāl biya māšī/ ḥta ṣadfat wadnī ṣawt maṣdar diyālū maŷhūl /(…) wqaft f mawdʿi w awwal marrat nšūf šūfa ʿmīqa/ murāha qdart nawṣal lilḥaqīqat bellī kāyn ŷaḥīm fuq lʾarḍ/ w ḥna f waṣtu ʿayšīn… (Muslim, 2011, 3:40).
Me ha engullido la tierra y cerró todas sus puertas/ me quedé bañándome en su oscuridad/ cuyas puertas se abrieron/ me quedé perplejo sobre cuál elegiría/ cualquier hilo de esperanza que agarraba lo encontraba desvencijado/ me quedé así eternamente/ hasta que me llegó al oído una voz desconocida/ (…) me paré, y por primera vez en mi vida pude ver profundamente lo que pasaba/ llegué a la verdad de que en esta tierra hay un infierno terrestre/ y nosotros dentro estamos… (traducción personal).
Las palabras anteriores podrían parecer simples balbuceos de una juventud paranoica que cree en una supuesta conspiración y que recurre a un freestyle grabado con recursos musicales rudimentarios para exteriorizar su malestar. Las apariencias, lo dice el refrán, engañan. El arte en general y el musical en particular nunca han sido un elemento ornamental que solo sirve para la exteriorización de problemas individuales. Si fuera así, sería un tosco y vulgar cuadro de quejas. La música, desde sus orígenes, como ya lo advirtieron Fernando Savater y Luis Antonio de Villena (1989) siempre ha sido un elemento fundamental para el desarrollo de la actividad humana en general como una forma de comunicación que incluso antecede al lenguaje verbal (Chomsky, 1989). Sus funciones han venido cambiando, siguiendo la evolución de la sociedad humana. De una utilidad rudimentaria ha pasado a ser uno de los claves avatares de la condición humana y una de las formas de expresión cultural que mejor consolidan las construcciones canónicas de la identidad. Hoy, en tiempos de las sociedades líquidas (Bauman, 2015) y postdisciplinarias (Han, 2022), la música ya no es una manifestación aislada de la gestación de los fenómenos socioculturales. Es, en cambio, una pieza clave en el ajedrez de una sociedad que cada vez valora más lo ocioso y lo lúdico, convertidos en el epicentro de la existencia. Es uno de los terrenos más importantes que genera sus propios cambios y participa en los que ocurren desde otras áreas. Las marginales se destacan por otra función. Son el terreno de la cristalización de muchas patologías de nuestras sociedades modernas. En el suelo marroquí, como lo es todo en nuestra producción cultural moderna, el discurso musical contracultural está marcado por una de nuestras patologías elementales: la búsqueda de una identidad.[5] Evidentemente emprende tal búsqueda en direcciones diferentes a las que ha tomado el relato dominante. Es una búsqueda que empieza y termina en la marginalidad y que, por lo tanto, es otro relato disidente y contrahegemónico donde la mayoría de los elementos constitutivos de lo que hoy se denomina como tamaġrabīt (marroquidad) pierde vigencia.[6]
En el relato dominante, la respuesta a la pregunta “¿quiénes somos?” se hace desde el lugar de pertenencia a supuestos elementos comunes (históricos, geográficos, culturales, valores, tradiciones, entre otros). En cambio, en las construcciones contranarrativas, todos estos elementos pierden fuerza y son vaciados de su consistencia hegemónica. Hacen que toda la construcción de la noción de identidad quede dislocada y desmantelada. La fuerza de esta enunciación disidente subvierte y descartografía la noción de identidad. Más que construir uno nuevo, deconstruye el relato dominante, muestra sus fisuras y desde allí esboza una nueva forma de entender la misma. En este caso, la respuesta a la más básica de nuestras preguntas es una cadena perpetua de no-es: no-pertenencia, no-waṭan (nación), no-hawiyyat (identidad). En realidad, la identidad misma es una no-identidad. Descartografiar la identidad implica abrir nuevas formas para negociar la noción del cambio y de las metamorfosis socioculturales desde nuevas perspectivas.
Casi diez años después de la aparición de la composición con que hemos iniciado el presente apartado, otra de un grupo musical baidaní retoma el mismo hilo de la contranarrativa identitaria. En sus palabras resaltan no solo las mismas actitudes de disidencia y ahogo identitario sino también una crítica de nuestro statu quo cultural irreversible. Como cultura estamos instaurados en un paradigma sitiado cuya condición caótica, esquizofrénica y anacrónica nos está llevando al fracaso, esa ḥāffat (precipicio) que nos espera al final de nuestro camino:
ḥnaya mkarkbīn wu ḥnaya mderdbīn/ zalqa jāyba, carrūsa māyla/ ḥnaya mkarkbīn, mkarbʿīn wu našṭīne (…)/ḥit kūlši ġādi, ġādi ymšī fiha/ direct lḥāffat ya rebbi hfadna … / lašaw lfranāt/ wu ṭārū rwiḍāt/ wu ḥnaya mkarkbīn (…)/ mkarkbīn fi lhabta wu lḥīt nšūf fīh qūddāmi/ ki ndīr ana? fi bladi ana? (Hoba Hoba Spirit, 2018, 0:28).
Vamos rodando por una pendiente/ una muy resbalosa, metidos en un vehículo desvencijado/ caminamos rodando, caemos estrepitosamente y muy alegres seguimos/ todos vamos, pero al suelo vamos/ directamente al precipicio vamos, ¡que Dios nos salve...!/ sin frenos/ sin neumáticos, vamos/ como nada pasa, caminamos rodándose (…)/ caminamos rodando en una pendiente, yo solo, veo el muro contra que pronto nos estallamos/ ¿Qué haré? ¿en mi país...? (traducción personal).
Entre Lḥaṣla y la ḥāffat hay una continuidad. Son imágenes que mejor dibujan desde un modo alternativo todo el propósito de la contranarrativa heterodoxa. desde su condición subalterna y su Lḥaṣla en el subsuelo cultural, esta narrativa busca manifestar los desajustes que más causan nuestros males colectivos. Los desajustes culturales tienen que ver con la condición identitaria de nuestra cultura y su caminar hacia una ḥāffat. También ambos términos apuntan al modo en que la deconstrucción de nuestras formaciones identitarias nos podría permitir desviar el camino coercitivo hacia el lḥīt (muro) que al final nos espera. Deconstruir en este caso es una recartografía de la identidad en parámetros de la no-pertenencia. Con “no-pertenencia” nos referimos a esa representación disidente de los valores básicos que configuran la cultura y la identidad colectiva. Es una actitud terca que rechaza definirse en términos de lo ya establecido canónicamente por la comunidad y un desdibujo de muchas de las raíces que atan el individuo a su comunidad. El agente contracultural en este caso está más fuera que dentro de las construcciones culturales y hace de la música un martillo para demoler la sólida textura de los relatos dominantes. Más que derribar muros narrativos, crea fisuras y grietas. Muchas de éstas operan en el plano subjetivo del propio agente marginal. Aquí, y contrariamente a lo que implican las construcciones canónicas, el individuo es una entidad moldeada por sentimientos de pérdida, desenraizo y esquizofrenia. La no-pertenencia es la forma de pertenencia de la marginalidad.
La precariedad social de la mayoría de estos jóvenes se suma a su marginalidad espacial en tanto que moradores del suburbio para causar otra marginalidad afectiva. De una periferia socioespacial pasamos a una marginalidad epistemológica que se convierte en un desligamiento cultural. La no-pertenencia por lo tanto es una forma de responder artísticamente, desde un plano verbal y simbólico, a una violencia física.[7] Mediante el verso y la palabra se inventa un modelo donde todos los parámetros de la identidad son desmantelados y reducidos a sus nulos efectos hegemónicos. En la no-pertenencia, ningún relato dominante es válido. Por lo tanto, salvando la aparente paradoja, la no-pertenencia es más una contranarrativa que una anulación de la pertenencia en sí. La narrativa heterodoxa nos enseña nuevas y alternativas formas de pertenencia. Hacerlo implica situarse evidentemente fuera de la identidad. Por eso es el mayor signo de lo que hemos denominado no-identidad.
Las manifestaciones de lo que entendemos en el presente trabajo con no-pertenencia en el discurso underground de la juventud marroquí son múltiples. Por los imperativos de brevedad resaltamos sus caras más visibles. La más evidente es quizás el sema /+ estar perdido/ y que lo ejemplifica perfectamente el título de otra canción del grupo que acabamos de citar: Lost (perdido). La sensación de estar perdido es un tópico común a casi todas las composiciones contraculturales. La ciudad-bosque es la mejor metáfora para materializar un sentimiento de orden sociocultural. La ciudad es la representación del statu quo hegemónico. La odiamos con todo nuestro corazón, pero corremos a abrazarla. En la ciudad nadie puede presumir de que tiene una identidad propia. Es ella quien nos moldea, nos cambia y nos marca con sus peculiaridades. Presumimos de que habitamos la ciudad y en realidad es ella quien nos habita. Los modelos culturales funcionan del mismo modo. La ciudad es el espacio de las narrativas dominantes, el suburbio es el de las heterodoxias donde las construcciones canónicas pierden vigencia y valor. La ciudad implica pertenencia a un centro; la periferia, una no-pertenencia.
En el discurso, contracultural la ciudad es sinónimo de la pérdida del control, la libertad y la posibilidad de elegir el propio destino. Es el escenario de la perdida de la individualidad, la masificación de la existencia humana y el encierro en un dédalo sin salida. Una sensación que se parece a una errancia ad infinitum. El individuo es minimizado. Es una entidad borrosa que pulula en un marco hostil. En cambio, la ciudad es opulenta y asfixiadamente masificada. De un desdibujo de las esencias espaciales y de las características inherentes al espacio urbano pasamos a otra tergiversación de las premisas canónicas de las construcciones identitarias. Para la música contracultural la ciudad es el ogro que acecha al individuo y lo arroja a este sentimiento de nada. Las palabras de una composición del grupo Casa Crew, un grupo creado en 2003 por cuatro cantantes, ejemplifican mejor este desarraigo en la no-pertenencia:
Yaw tānī marra bḥāl dayman/ drārī tešqa, drārī harrba fi lisār w limen/ (…) ŷathum fi lgana dmūʿ, nās kārma fi lddarb/ zgāw w bqāw hakdāk/ bhāyim tākul w tašrab … drārī dyālna kamyīn lhūfa men zanqa l zanqa/ massmūmin w nzīdo f ssam w ḥalna hakda yabqa/ škūn yašʿal nūr/ škūn ygād lasstūr (Caprice, 2021, 4:24).
Eh, de nuevo como siempre/ los jóvenes sufriendo, perdidos en los caminos/ (…) por donde van, las lágrimas les esperan, muertos en las calles de la ciudad/ nos quieren siempre así/ animales que viven por lo instintivo… perdiendo la vida en drogas y enterrándonos en la ciudad/ nos envenenan, persistimos en drogarnos y así nos quedamos eternamente perdidos/ ¿Quién nos iluminará el camino?/ ¿Quién nos guiará? (traducción personal).
Es enorme la cantidad de violencia verbal que se desprende de los versos. Un inventario de las voces relacionadas con el sema /+ espacio de sufrimiento/ dejaría en evidencia el desarraigo, la sensación de dolor y aniquilamiento de individuos en la ciudad (“drārītešqa” “dmūʿ”, “kārma fi lddarb”, “bhāyim”, “lhūfa”, “massmūmin”). Las implicaciones de tales sensaciones son evidentes. El final de la cita es elocuente: “škūn yašʿal nūr/ škūn ygād lasstūr” (¿Quién nos iluminará el camino?/ ¿Quién nos guiará?). En la ciudad, la existencia humana es un deambular azaroso en la penumbra, sin guía ni salida. Estar perdidos en la ciudad es una realidad inevitable porque ella misma nos aborda y viene a nuestro encuentro en todo momento con todas sus patologías. Su presencia imponente es una violencia simbólica que se suma a sus otras vejaciones físicas visibles. Tener que vivir en la ciudad es una cadena perpetua de maltratos que terminan desindivualizando a todos. El individuo es tan solo un objeto manipulado por una red de circunstancias que anulan su subjetividad. La no-pertenencia se torna una reacción desde el arte para destejer todos los vínculos que lo pueden unir al espacio urbano. Detrás de la ciudad-bosque está la cultura-selva. La violencia urbana es solo el preámbulo de otra más profunda que nos lleva al tercer sema que materializa la sensación de no-pertenencia: /+ espacio de aniquilamiento/. El aniquilamiento viene de muchas manifestaciones de la sociedad y de la cultura como, por ejemplo, la condición esquizofrénica de las dos.
La no-pertenencia está de algún modo tejida también del sentimiento de incomprensión de una construcción cultural que bajo su aparente pluralidad oculta enormes desajustes. Estos desajustes cercan el estrecho de la violencia aún más en la ciudad. El individuo, el artista en este caso, los interioriza y se materializan en su propia psique. Muchas de las luchas individuales son escenarios de otras luchas culturales entre modelos antagónicos (un modelo identitario dominante pero mitologizado, y otro moderno impotente y sin delimitación clara). Entre un paradigma mitologizado e inoperante y otro imposible de codificar se instaura la perdida como certera realidad. Realidades de tal tipo no le piden permiso a nadie. Llegan y se instalan en la vida de todos. Luego, muchas de ellas continúan su viaje a las composiciones musicales. El verso es el campo de una catarsis. Los autores que resisten a tal interiorización se liberan de su peso revolcándolas en palabras y mostrando su textura. Las composiciones contraculturales son el escenario paralelo de los combates físicos que se viven diariamente en la ciudad. El verso contracultural mismo es tan suburbano como la periferia. La sensación de estar atrapado en un estado esquizofrénico que anula toda forma de elección alternativa es evidente. Es el signo más claro de la condición no-identitaria.
Uno de los artistas que mejor plasma estos desajustes identitarios es Cheb.[8] Su composición Fī ṭabīʿatin mā (En algún cuadro natural) —autotraducido acertadamente con Funambule (funámbulo).recrea mediante sugestivas imágenes muchas de las formas de las luchas invisibles que hacen imposible cualquier equilibrio entre dos paradigmas culturales antagónicos. Usando un lenguaje musical, el autor narra el funambulismo cotidiano de quienes viven en las marginalidades culturales el cuadro casi natural de la desilusión, el fracaso y el quimérico equilibrio. Muchos sufren la presión de las desilusiones y de los sueños frustrados, pero los obvian en la cotidianidad. Como ocurre en muchos casos, las caídas de los funambulistas pueden resultar mortales. Este es el caso del alter ego del cantante. Buscar el equilibrio y la identidad personal es la odisea del cada día, es la ṭabīʿat (naturaleza) de vivir en la ciudad-bosque, como lo refleja el título de la composición.
La composición muestra a los jóvenes como entidades fantasmagóricas que la ciudad aniquila y condena a una vida imposible. En la ciudad, los sueños nacen muertos, el individuo se ahoga y lo utópico se torna distópico. La ciudad-paradigma cultural les persigue incansablemente y diluye todos sus intentos de liberación. El equilibrio entre sus sueños y su vida real es una quimera. La condición esquizofrénica de la ciudad vence su resistencia y el mundo de los sueños. Lo esquizofrénico es una realidad imponente. Esta realidad queda plasmada en la estructura formal del mismo texto dividido, a modo de piezas teatrales, en dos actos. La forma es contenido. El autor nos introduce en el mundo de la esquizofrenia y las bipolaridades desde la forma misma. Las imágenes metafóricas vienen a reforzar tal realidad. El texto, igual que su autor, es una conciliación imposible de dos mundos antagónicos que se anulan mutuamente.
En el primer acto abundan las manifestaciones utópicas tales como el amor, la felicidad, la paz y la bienaventuranza. Los primeros versos corresponden al mundo de los deseos y sueños. Es la esperanza en una vida mejor. Transcurre en un espacio ficticio, abierto e infinito. Aquí todo es excesivamente ideal y bello. El amor es el lema: la amada está “maġṭa fi rrbī’” (tendida en la hierba), “mbaḥlqa fi smā” (mirando el cielo), el amado está ocupado en “lqṭ lbalūṭ” (recogiendo roble), la “šamš mbugṣa w ḥnīna” (el sol es bello y cálido) y el viento “ġīr bel hdawa ṭsūṭ” (sopla suavemente). La idealización de la naturaleza refleja de alguna manera los deseos más profundos de los individuos de vivir la libertad en lo ficcional. El campo abierto es el símbolo de la liberación. En cambio, en la segunda parte, la ciudad asalta el paisaje. Irrumpe en el poema con su opulencia y sus violencias que encierran al individuo en la soledad. El orden de las imágenes cambia. Lo claustrado y distópico domina las metáforas del segundo acto. Se muestra al protagonista en “bitī fi lmdīna” (encerrado en una habitación). El ambiente es sofocante, el amor ha desaparecido y la sensación de tranquilidad es sustituida por un terrorífico sentimiento de soledad, impotencia e inestabilidad psíquica: “wafī riwāyat ʾujra/…ma kayna la ntī la hūma/ la ṭabīʿa la maŷra/ w šamš kašfa w ḥzīna/ w ana fi bītī flmdīna/ ḥawlt ġi ʿla dwāya nṣūm/ ma biġīt našrab lkīna…” (Cheb, 2020, 2:12) (en otro relato/ … no hay ni ti ni ellos/ ni naturaleza ni arroyos/ el sol es pálido y triste/ y yo encerrado en mi habitación en la ciudad/ intentando deshacerme de los antidepresivos/ no quiero tomar ninguno más…; traducción personal). No resultaría tan difícil constatar el contraste entre los dos actos. La esquizofrenia lo determina todo.
Lo que refuerza la sensación de impotencia, frustración y no-pertenencia no es solamente esta esquizofrenia identitaria que experimenta el autor-protagonista, sino también la imposibilidad de hallar un equilibrio entre el mundo de los sueños y el de la realidad. La distópica ciudad pesa mucho, y muchas veces vence cualquier resistencia desde la dedicación artística. El resultado es una entidad aplastada por una ciudad-paradigma cultural que les inculca sus patologías y sus desajustes. Él mismo termina siendo desenraizado y aplastado por una sensación de escisión identitaria. Las imágenes que describen su caída, al no poder mantener el equilibrio, son paradigmáticas de todo el desarraigo que crean las patologías colectivas: “ġay tfargaʿ rāsī ġanttsangaʿ w ġanargaʿ ta ġa nʿgār ljāyṭ/ ytzaʿzaʿ ntbjaʿ ntfaʿfaʿ w nṭīḥ” (Cheb, 2020, 4:08) (siento que mi cabeza va a estallar, no me siento muy bien, me revuelco, el hilo se mueve/ pierdo el equilibrio, me caigo y me quedo aplastado; traducción personal). La sucesión de los verbos de acción (ġanargaʿ, nʿgār, ytzaʿzaʿ, ntbjaʿ, ntfaʿfaʿ, nṭīḥ) crea la sensación de una precipitada caída. Todos los verbos están conjugados en el tiempo mudāriʿ (el presente duradero), creando así una sensación de continuación eterna. La aliteración de la fricativa, faríngea y sonora ([ʿ], /ʕ/) crea la ilusión de un aplastamiento y sofocamiento. La caída se asocia con el aplastamiento y aniquilamiento. Ambos son eternos. En el suelo, espera al cuerpo caído un inframundo de frustración. Salir del impasse que crean las patologías colectivas es casi imposible: “w bāqa trīq ṭwīlat/ w ŷiti mā ŷiti/ raŷliya ṭwīla/ gurŷa w šadha ṭawwala/ w buḥdi ġādi w nšāli/ alʿagbat tunādi…” (Cheb, 2:53) (el camino es muy largo/ puedo llegar o no/ no tengo más que caminar/ el camino es eterno, eternamente largo/ solo camino, pidiendo ayuda, camino/ la subida me acude, ella sola me acude…; traducción personal). Volver o escapar a sus trabas es imposible. Vivir las patologías de la ciudad se parece a un caminar eterno en un sendero infinito que además es una ʿagbat (una subida). Los versos anteriores son el estribillo de la canción, un auténtico bucle que encierra al auditor en el mundo distópico, y lo imposible que experimenta el cantautor. En este contexto nada es más útil para afirmarse que renunciar a todos los orígenes de esta esquizofrenia. El flow apunta a uno: las construcciones mitologizantes que el músico denomina “halāwīs” (alucinaciones). En este caso cantar la esquizofrenia cultural se parece a un ejercicio de amnesia intencionada: “nsa lʿiyaša[9]w ljuwāša w lġašaša w gāʿ hadūk/… w gaʿ sḥāb lbarūk” (Cheb, 2020, 3:28) (olvídate de los ʿiyaša, los oscurantistas, los corruptos y los de su tipo/… y todos quienes creen en las supersticiones; traducción personal). Poca relevancia tienen en este contexto los sentidos de pertenencia y de lo propio. La identidad misma es anulada.[10]
El discurso heterodoxo no solo renuncia y deconstruye elementos relacionados con el contexto más inmediato –la ciudad– sino que lo hace con aspectos de lo macroreferencial: la patria. La patria en la contranarrativa es lo que hemos llamado “no-waṭan”. Los constructos culturales como los mitos, los símbolos y todas aquellas elaboraciones hechas colectivamente que fundamentan el lazo afectivo de la pertenencia a una entidad común, la patria, quedan casi sin efecto en los márgenes. Para una canción de Muslim[11] la noción de patria, waṭan, es tan solo un tajrīf (alucinación): “ḥub lwaṭan ġir tajrīf” (Muslim, 2014, 1:49) (para ellos –quienes viven en el margen– el amor de la patria es tan solo un delirio; traducción personal). Los sentimientos de frustración, impotencia y disidencia son mayores que los que generalmente vinculan el sujeto marginal con tales construcciones referenciales. Aquí también la pertenencia a al-waṭan es una entidad afectivamente vacía. La patria no les representa nada. Para ellos, estos parentescos culturales, más que unir, vehiculan el entramado de opresión y desigualdad. Quienes viven en la marginalidad estarán eternamente, como lo dice el título de otra canción de Muslim: Mūr sūr (detrás del muro). Hablar de pertenencia y de amor a la patria no tiene ningún sentido. Es tan solo una wašma:
Ṣʿīb tabġi blād ma ʿandak fīha ta rradmat/ ʿtatek lbard w alŷūʿ w mā ʿtatek ljadma/ ʾidā kunti baġī tʿiš jallaṣ ḍū w lmā/ ʾidā kunti baġī tmūt mut f ḍelma/ melī kanti sġīr w nta tarṣam f naŷma[12]/ daba melī kbarti, kbrāt mʿāk wašma/ naŷma dyman fuq ʿaliya fi smā/ w nta fuq lʾarḍ mkali ġir b zzaṭma. (Muslim, 2014, 0:18).
Es difícil querer a una patria donde no tienes ni un espacio para tu tumba/ te dio indiferencia y hambruna y ni una oportunidad de trabajo/ si quieres vivir consíguete tú mismo un vida digna/ si quieres morir, hazlo en la penumbra/ desde pequeño dibujabas la naŷma/ y ahora que eres mayor, la naŷma se convirtió en una wašma/ la naŷma siempre está allá arriba en el cielo/ y tú en la faz de la tierra pasando apuros (traducción personal).
En otras composiciones esta renuncia se torna en una actitud crítica hacia algunos de los fundamentos culturales que de una manera u otra entretejen el sentido de lo comunitario. Aquí, la no-pertenencia toma la forma de una sistemática desmitologización de la noción de tamaġrabīt (marroquidad), destejiendo muchos de sus relatos fundacionales. En el discurso heterodoxo de la música, desvincularse de las construcciones identitarias colectivas toma en este caso un orden contranarrativo que critica, subvierte y deconstruye estos relatos dominantes. Para una generación creada en tiempos de malestar epistemológico, muchos de estos relatos son construcciones anacrónicas, modelos que ya no sirven. Desvincularse de tales relatos dominantes sin tener otros propios crea una realidad de inquietud que en las composiciones musicales se traduce en una perplejidad. En Nefṣw nīya, una canción del grupo rockero Hoba Hoba Spirit,[13] tal perplejidad se traduce en una canción-pregunta: “škūnlī ʿāref waš kemmalna wū lla ʿād bdīna/ škūn lī ʿāref waš jserna wū lla rbḥna (…)/ škūn lī ʿāref waš hadi triqna wū lla tlefna/ škūn lī ʿāref waš qarrabna wū lla mazala ʿagba/ (…)wāš dṣerna bazzāf/ walā ṣbarna bazzāf” (Hoba Hoba Spirit, 2022, 0:23) (¿quién sabe si hemos terminado o acabamos de empezar?/ ¿Quién sabe si hemos ganado o hemos perdido? (…)/¿Quién sabe si vamos en el camino correcto o estamos perdidos?/ ¿Quién sabe si nos hemos acercado o todavía hace falta pasar cuestas? (…)/ ¿hemos sido arrogantes?/ o ¿hemos sido pacientes por mucho tiempo?; traducción personal). La respuesta a tal perplejidad está en la reconstrucción del pasado y la memoria. La consigna de esta reconstrucción crítica de la memoria la presenta la misma canción: una contranarrativa deconstructivista. Reconstruir el pasado es más fundamental que construir el presente y el futuro. No podemos vivir los dos si no hemos sido capaces de destejer nuestra memoria y desmitologizarla: “mā nšufu guddāmna/ tantfahmū binatna/ ʿlā… / aš ġan njalliw murana” (Hoba Hoba Spirit, 2022, 0:46) (no podemos mirar adelante/ si no nos ponemos de acuerdo/ de…/ lo que dejaremos atrás; traducción personal).
En otras composiciones encontramos más detalles de esta labor de desmitologización del pasado. En una canción de Cheb titulada Kutūkutū, la deconstrucción va orientada a uno de sus componentes fundamentales: el salafismo.[14] El tema muy probablemente fue compuesto en la sombra del auge político de uno de los componentes de este paradigma (las dos legislaturas lideradas por el Partido de Justicia y Desarrollo -PJD-),[15] pero debajo de tales consideraciones circunstanciales subyace la intención del autor de desmantelar muchas de las prácticas, creencias, y cosmovisiones que ostentan todo el modus operandi del actual paradigma cultural marroquí. La composición cuestiona la validez de tal modelo, su anacronismo, su estatismo y su actitud ortodoxa frente a una realidad mutante. Las patologías del salafismo tales como el dogmatismo, la fe ciega en verdades absolutas, la hegemonía del turāṯ y su hermenéutica tautológico-ortodoxa, entre otras, son elementos censurados. Cheb se dirige apócrifamente a un interlocutor que representa todo el paradigma y le muestra muchos de estos hilos mitologizantes que hacen de este paradigma un modelo cultural anacrónico, esquizofrénico y, en definitiva, como lo dice el título autotraducido Trash (basura): “Kūn ma kunti marbūṭ ma taḥtaŷ lḥīlat/ kūn ma kanti mazʿūṭ tŷīk liyām ṭwīla/ kun ma kanti madġūṭ ma tadwī bjhālat/ w kun ma kanti malhuṭ kun gaʿ ma dartī ḥalat” (Cheb, 2019, 0:10) (si no fueras un subordinado no necesitarías engaños para liberarte/ si no tuvieras tantas ganas de mantenerte en el gobierno, tu tiempo en el poder te parecería muy largo/ si no estuvieras presionado, no hablarías arbitrariamente/ y si no estuvieras ahínco por el poder, no harías tantos espectáculos; traducción personal).
Cada uno de los versos remite a una de las condiciones de tal paradigma. El primero remite a la más básica de sus condiciones: la autoesclavización. Con ello se refiere a la tendencia de tal sistema a la autocensura y la autoprivación deliberada de toda facultad crítica. Por estar “marbūṭ” (atados) a valores irreversibles, continuamente sus representantes están recurriendo a la “lḥīlat” (truco, engaño o trampa) para interactuar con su realidad. Su vertiente política busca perversamente el poder y la dominación. Aquí la noción de poder remite a la manifestación política (gobierno), pero sobre todo a la dimensión hegemónica en lo cultural. La trampa en este caso es el manejo populista del pasado y del legado islámico buscando la hegemonía en lo sociocultural y la dominación en lo político. Esta realidad es explicada en la metáfora del cuarto verso. Su razón de ser es su “lhṭa” (obsesión compulsiva) por el poder que acompaña todo el show populista del partido y evidentemente todo el paradigma.
Estos cuatro versos encierran toda una contranarrativa que muestra las carencias de un paradigma que se autoproclama como una salvación. Contrariamente a sus pretensiones, el salafismo es un sistema en sí mismo encerrado en el famoso lema –sobre el que me permito una sustancial modificación–: “el turāṯ es la solución”.[16] La propuesta que pretende salvarnos de nuestra decadencia, vista desde el ángulo contracultural, es una de las fuentes de nuestro mal transversal. Su representación esquizofrénica de la identidad se extrapola a todo el proyecto cultural colectivo. Nuestra condición esquizofrénica la heredamos en gran parte del modelo cultural que hemos adoptado. El paradigma dominante, el turāṯismo en este caso, es un claro ejemplo. Nuestra cultura se parece a “ʿkar fāsī fuq jnūnat/ (…) tgallag w naqī mn barra/ jšī zaġba taḥt darrat…” (Cheb, 2019, 0:41) (como quien cuida solamente las apariencias/ sucio por dentro, limpio por fuera/ en lo religioso, solo importan las formas; traducción personal). Tal condición esquizofrénica transversal es comparada en otra composición del mismo autor a una “ḍbāba” y un “ʿmaš” (neblina y legañas) que nublan nuestra visión y nos impiden ver críticamente muchas de nuestras patologías. Somos una cultura que eligió vivir intencionadamente en la ceguera, nuestra representación turaṯista del pasado. La canción titulada Waṣlātkum ši ḥaŷa man šamš es una epístola dirigida a las futuras generaciones preguntándoles si hemos logrado liberarnos de muchos de nuestros mitos-fantasmas: “Sḥābi li ma kanʿrafhūmš/ (…) wslatkum ši haŷa man šamš?/ w la baqa ḍbāba wla kraf?/ ʿla ʿaynīna ḍbāba dāzt waʿt?/ ʿmāt ʿaynīna lbābat f ṭarf jubz/ ʿmāt ʿaynīna ḍbāba ma katnʿasš/ ʿma ʿaynīna ʿmaš” (Cheb, 2021, 0:39) (mis amigos que nunca llegaría a conocer/ (…) ¿os habéis logrado liberar?/ o ¿todavía seguimos viviendo en la neblina? O ¿es peor?/ ¿se ha disipado la neblina que nubla eternamente nuestra visión?/ ¿seguimos buscando solo lo más elemental de la vida?/ ¿seguimos viviendo en la penumbra de la niebla que nunca se disipa?/ ¿tenemos todavía en los ojos legañas?; traducción personal).
La importancia de esta canción radica no solo en su constante tono crítico, sino también en su afán de hacer de la marginalidad un lugar de enunciación de una nueva forma de parentesco y de identidad. Las voces marginales del propio poeta-compositor-cantante reclaman un relato diferente de la identidad, el pasado y nuestra realidad, y en definitiva de todo el waṭan. Sin ánimo de alargar aún más este apartado, concluiré con los versos finales de la misma canción donde se plasman con claridad la significación de este no-waṭan, no-pertenencia y no-identidad: “kuna hanna māšī ŷalīŷ wū gabs/ kuna hnna māšī kaʿb ġzāl w graṣ/ kana hanna māšī ġa ḥlīb w tmar/ la mašī ṭarbūš ḥmar/ ḥna māšī ġa ṭnāʿš lqarn/ la mašī ta rbaʿṭaš/ (…)/ la makanaš ġa lʾalat sbāḥ lʿīd/ balatī waš bāqi ʿid lʿarš? w la waṣlatkum ši haŷa men šamš?” (Cheb, 2021, 1:36) (no todos éramos blandos ni torpes/ ni éramos fáciles de moldearse/ ni recibíamos todo dócilmente/ ni nos identificábamos con los símbolos canónicos/ ni creíamos el relato oficial de que tenemos tan solo doce siglos/ ni aún menos catorce/ ni nos identificábamos con su tradición musical y sus rituales festivos/ Espera, ¿Todavía se celebra la Fiesta del Trono? U ¿os habéis conseguido liberar?; traducción personal).
Los citados versos vacían la noción de waṭan de toda su significación simbólico-afectiva. La composición-epístola manifiesta el rechazo de su autor a identificarse con muchas de las construcciones fundacionales de la identidad. La pregunta final es toda una declaración de inconformismo, heterodoxia y disidencia. Debajo de la aparente pregunta retórica de si seguimos celebrando la Fiesta de Trono hay una declaración de renuncio al mayor de los relatos que define la pertenencia colectiva: el walāʾ (lealtad) que según el relato dominante es la forma que une a los marroquíes por detrás del Imam, líder de la ʾimārat al-lmuʾ minīn (Reino de los creyentes). En Marruecos, esta forma de pertenencia es ejemplificada por los rituales de la bayʿa (juramento de lealtad), cúspide de las celebraciones de la Fiesta del Trono. Preguntar si todavía existe esta tradición es una forma de cuestionar su validez y la de todo el modelo cultural que preconiza tales prácticas.
Ahora bien, a estas alturas de la reflexión una pregunta urgente se impone: ¿qué efectos tienen estas elaboraciones marginales en la realidad cultural del país y su búsqueda incesante de un modelo de Nahḍa? La música ya lo dijo el anciano de la anécdota con que iniciamos el trabajo, que puede ser un lugar de enunciación para formular propuestas alternativas a una de nuestras preguntas básicas como cultura: ¿por qué, a pesar de todos nuestros intentos, seguimos estancados en el fracaso?
Primero la No-Identidad, luego la Nahḍa: Cuestión de Paradigmas
Hoy casi se cierran dos siglos desde que empezaron a gestarse las circunstancias que nos llevaron a plantear esta pregunta. Solo ha cambiado la forma de expresarla y las circunstancias que nos empujan a esbozarla. Curiosamente, todas nuestras respuestas han sido parciales o han ido en direcciones erróneas. En sus palabras, el viejo muestra la más evidente y obviada de las respuestas que debimos dar: la cultural. Hace falta más de una nāyḍa cultural para que haya una Nahḍa. Hace falta una nueva formulación identitaria, un cambio del paradigma para que el sistema pueda funcionar. Nuestras respuestas deberían empezar por la lección magistral de la actuación improvisada: las resiliencias identitarias.
Desconozco si el hombre de la anécdota estaba al corriente del alcance de sus palabras y su trasfondo filosófico. Las asociaciones del arte con la idea de la deconstrucción de las formulaciones del conocimiento y de la identidad no son elaboraciones de hoy día. Esta asociación es la base misma del arte alternativo. Creo que el viejo expresaba espontáneamente toda una condición real del hombre transmoderno –en el sentido que Dussel (2016) plantea– y su búsqueda de formas de conocimiento, en este caso, artístico, inclusivo y global. Su actuación expresa en términos sencillos toda una utopía humana, la de deconstruir para reconstruir, especialmente aquellas elaboraciones que hacen de la periferia un centro alternativo de las formas del saber-poder. El arte contracultural es, de hecho, una propuesta tan trans en su alcance y en su modo para la liberación de la gnosis humana en general, y en el caso estudiado la superación de lo que podemos llamar ciclocentrismo. Entendemos mejor la importancia de este laboratorio marginal si tomamos en consideración que en Marruecos, por razones obvias, todo el edificio está afectado por lo que Boaventura de Sousa Santos considera “colonialismo y capitalismo globales” (2009, p. 12). La formulación de la identidad, en su versión canónica, acusa este mal transversal. Heredamos no solo un macromodelo epistemológico, sino también sus microformas. La colonialidad es una entidad fractal.
Salvando las diferencias circunstanciales y la forma de hacerlo, lo que hizo el viejo ya lo venían enfatizando autores como Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Michael Foucault y Jacques Derrida, entre otros. En los postulados de todos estos filósofos se le asigna al arte un papel capital en el trabajo deconstructivista de las formulaciones tradicionalistas y hegemónicas del saber.[17] En la actualidad sigue siéndolo. Byoung-Chul Han lo ha demostrado en la formulación de sus teorías sobre los trastornos de nuestras sociedades postdisciplinarias.[18] Dudo de si el hombre mayor conoce esta genealogía filosófico-epistemológica de su afirmación, pero en sus palabras hay un hilo conductor que le une a todo el trabajo hecho para anclar el arte en las elaboraciones contraculturales de la identidad.
El arte, sobre todo el marginal, puede convertirse en una herramienta útil para la crítica de muchas elaboraciones hegemónicas. Esta crítica puede resultar tan fundamental para la vida de las culturas como lo son las mismas elaboraciones canónicas. El arte contracultural es clave para las contranarrativas, la subversión y la deconstrucción de muchas prácticas culturales. Puede mostrar las carencias y las fisuras de los sistemas culturales invisibilizadas en la automatización canónica. Su labor, como lo es para el caso de la cultura árabe, puede resultar clave para el cambio de los paradigmas. Las construcciones culturales muchas veces llevan el antídoto de sus males en sus márgenes. Este es el caso del tema de la identidad y la Nahḍaen el pensamiento árabe moderno. Las formulaciones disidentes de las nociones de pertenencia y de identidad hechas desde la música underground podrían ser claves en este sentido. Podríamos hallar ricas respuestas a nuestros dilemas existenciales si podemos escuchar la enunciación marginal de estas voces obviadas. Podríamos empezar el cambio de todo nuestro paradigma cultural desde sus umbrales. Primero, creo, deberíamos empezar a mirar nuestra identidad desde un ángulo diferente. Luego, podremos hallar respuestas a las preguntas anteriores y por lo tanto el inicio de todo nuestro proyecto de Nahḍa.
En el pensamiento árabe moderno la idea de la Nahḍaes quizás la piedra angular más importante de todo el proyecto cultural que venimos elaborando desde que dimos cuenta de nuestro atraso. Es la meta de todo el paradigma cultural. Visto el panorama actual, casi todas las propuestas de cambio de tal modo han derivado en trastornos genéticos que engendran malformaciones congénitas. El fundamentalismo yihadista y las dictaduras constitucionales post-revueltas de 2010 son la cara más visible de estas malformaciones congénitas. Los trastornos de los paradigmas culturales pueden tener consecuencias tan trascendentales. Lo ocurrido en este último decenio no es un caso nuevo. Desde nuestros orígenes modernos, este nacimiento por cesárea ocurrido en el traumático encuentro con nuestra otredad euroccidental, nuestra idea de Nahḍa se convirtió en un continuo cookingoff. Más que cambiar el paradigma cultural responsable de nuestra decadencia, hemos engendrado sucesivos monstruos culturales bastardos que nos sumergieron en una pesadilla interminable.
Todas nuestras ideas de cambio han pecado de salafismo excesivo. La idea árabe del renacimiento en sus orígenes y en sus diferentes elaboraciones siempre ha sido turāṯista. Lleva en sí la huella teológica que le dio forma original. Nuestros primeros reformistas fueron esencialmente de formación teológica. Tanto en el caso del progresismo como el conservadurismo la idea del cambio se formuló desde la imitación de algún modelo. En el caso del conservadurismo este modelo se sitúa en el pasado, en el salaf, y para el progresismo el modelo a seguir siempre lo fue la cultura occidental. En ambos casos el cambio debería pasar por un procedimiento imitativo. La Nahḍa hasta la actualidad representa un modelo de modernidad que introduce pequeños cambios para que todo el paradigma siga siendo igual. Nuestra Nahḍa es un digno episodio del absurdismo beckettiano: un cambio que no cambia nada. Los dos modelos que han protagonizado nuestras propuestas de cambio (ḥadāṯa vs turāṯ) se parecen a los dos personajes del famoso pasaje de Esperando a Godot. Nuestro Godot es esta Nahḍa que probablemente nunca llegará y que queda petrificada en aquel “no se mueven” (Becket, 2003, p. 138). En nuestra vida lo absurdo es real. Es, incluso, más real que la propia realidad. Nuestras reformas han terminado siempre en deformaciones que nos llevan a un impasse que empieza por una mala pregunta: ¿cómo avanzamos? Y ¿cómo llegamos al anhelado progreso?
Personalmente, sin pretender poseer la solución mágica que de repente nos arrojaría a nuestra utópica Nahḍa, creo que hemos equivocado de pregunta. Antes de estas dos anteriores y muchas otras, deberíamos primero contestar la más básica de las preguntas: ¿quiénes somos? Una lección heideggerana magistral: las respuestas ontológicas siempre surgen de preguntas equivocadas. Lejos de lo que esperaría el lector del presente trabajo, no me corresponde contestar tal pregunta. Es una respuesta colectiva que todos debemos dar. Seguramente en otros momentos de nuestro declive nos hemos planteado tal pregunta, pero casi todas nuestras respuestas han sido elaboraciones distorsionadas marcadas por nuestro uroborismo. Para contestarla siempre, al igual que la criatura mitológica uróboros (una serpiente que engulle su cola), hemos adoptado una existencia cíclica. Somos una cultura que vive eternamente el pasado. Nos definimos y planteamos nuestras respuestas recurriendo al pasado. A la pregunta de ¿quién somos? siempre hemos contestado colectivamente: lo que fuimos. De allí que todo el proyecto de la Nahḍa ha sido siempre una respuesta salafista: recuperar ese lo que fuimos (el conservadurismo) o buscar lo que fuimos en identidades ajenas (progresismo). La realidad, nuestra realidad presente y sus exigencias son obviadas a favor de este modelo turaṯista. Somos muy salafistas a pesar de nuestra apariencia moderna. En Marruecos, el modelo identitario nacional canónico ejemplifica mejor lo que venimos diciendo. Sus formulaciones evidencian su condición salafista: la tamaġrabit la entretejen muchos de los patrones, valores, tradiciones y leyendas elevados al rango de propiedades de lo que somos… perdón, lo que fuimos. En tales esquemas no resultaría tan difícil determinar nuestro modelo de cambio.
Una propuesta alternativa a la idea del cambio podría partir de una deconstrucción de la noción de la identidad. Buscar respuestas a la pregunta sobre quiénes somos podría ayudar a fundamentar un modelo alternativo de Nahḍa. Probablemente la atribución de tal misión exclusivamente a un género marginal podría parecer un disparate. Creo que más que subvertir, lo que puede hacer una manifestación artística periférica es ensayar un ejercicio de construcción identitaria fuera de la norma. Situarse en la periferia de un paradigma implica también adoptar una actitud crítica para mostrar las patologías y los desajustes culturales que la automatización cultural invisibiliza. Es de alguna forma adscribirse a la identidad colectiva, pero teniendo una forma de parentesco deconstructivista. Es pertenecer y no-pertenecer.
Una de las formas para lograrlo, sin pretender ser exclusivista, es explorar vías alternativas para representarla. La música heterodoxa con su énfasis en buscar formas de pertenencia fuera de lo canónico lleva el tema de la identidad a sus límites, demuestra sus carencias, y muestra el camino que debería tomar todo proyecto de cambio: deconstruir y reconstruir. Esta doble práctica muestra lo equivocadas que han sido nuestras respuestas a nuestros dilemas. La nāyḍa, efectivamente, como dijo el viejo de la anécdota, puede ser un esbozo de Nahḍa.
Conclusión
En conclusión, creemos que nadie puede prescindir de las construcciones colectivas. Del mismo modo, nadie puede jactarse de haber inventado un paradigma cultural de la nada. En el presente trabajo tampoco buscamos presentar a una marginalidad musical como un contraparadigma alternativo. Como todo lo humano, ya lo dijo Heidegger (1993), los paradigmas culturales están moldeados por el factor temporal. En el mundo árabe, el tiempo es una dictatura. Nuestras elaboraciones colectivas lo son también. Nuestra cosmovisión de nosotros mismos y de nuestra identidad se han construido durante largos siglos. La identidad, y nuestra concepción del cambio son también criaturas longevas. Subvertir los efectos de tales construcciones requiere otros tantos. La contraculturalidad musical con toda su carga epistemológica periférica ofrece unas expectativas para ensayar el ejercicio de la pertenencia, la identidad y el cambio fuera de lo normalizado. Desestabilizar el imperio de ciertos imaginarios siempre ha sido la mayor fuerza de las marginalidades proteicas. Su antagonismo y su terquedad de definirse en términos de lo canónico puede terminar moviendo las aguas estancadas de nuestro modelo cultural. Una simple manifestación artística, una nāyḍa, podría en este caso ser el primer eslabón en un cambio. La nāyḍa, ya lo dijo el viejo, puede ser una Nahḍa. Una utopía, cierto, pero todo cambio mayor empieza por pequeños detalles. Este detalle debe existir en algún lugar. Si no existe, debemos inventarlo. Estamos hartos de los cambios que no cambian nada. Me gustaría imaginar que tal detalle viene del arte y del baile improvisado de un viejo en una tarde intrascendente en el 2009. Un acto banal por cierto, pero sus significaciones simbólicas son evidentes: en los umbrales de nuestro paradigma probablemente caben rastros de lo que tanto buscamos.
Referencias
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Notas