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Recepción: 01 Abril 2022
Aprobación: 01 Mayo 2022
Resumen: Todos formamos parte de una red compleja de relaciones de cuidado, aun cuando las últimas tendencias nos llevan a pensar que el ser humano está llamado a la autosuficiencia. La discapacidad evidencia esta necesidad de cuidar y ser cuidado, de una realidad que ha de ser atendida con suma responsabilidad, obligación social que nos concierne a todos. De los distintos modelos de atención propuestos, el modelo asistencial a través de la familia no solo es el más garantista, sino también el más completo. Con todo, el cuidado es un derecho básico cuya protección y amparo debe ser siempre exigible al Estado. La llegada de la discapacidad a la familia supone una radical transformación del proyecto en común. Dentro del núcleo familiar, los hermanos de la persona con discapacidad serán los mayores apoyos de éste. A pesar de que para ellos la discapacidad habrá podido ser asumida con naturalidad, su predisposición al cuidado no debería ser tomada como imperativa. Suelen ser los grandes olvidados, tanto para la literatura académica como para sus familias. La discapacidad también determinará toda su vida. Se trata de una realidad que, como cualquier otra, tiene innumerables caras.
Palabras clave: Discapacidad, dependencia, hermanos, familia, autonomía.
Abstract: We are all part of a complex network of caring relationships, even though the latest trends lead us to believe that the human being is called to self-sufficiency. Disability is evidence of this need to care and be care, of a reality that must be addressed with great responsibility, a social obligation that concerns us all. Of the different care models proposed, the assistance model through the family is not only the most guaranteeing, but also the most complete. However, care is a basic right whose protection and protection must always be enforceable against the State. The arrival of disability in the family is a radical transformation of the common project. Within the family unit, the siblings of a person with a disability will be their biggest support. Although for them the disability could have been assumed naturally, their predisposition to care should not be taken as imperative. They are often the great forgotten, both for academic literature and for their families. Disability will also determine their whole lives. It is a reality that, like any other, has innumerable faces.
Keywords: Disability, dependency, siblings, family, autonomy.
1. INTRODUCCIÓN
¿Por qué la discapacidad sigue provocando rechazo en nuestra sociedad? ¿por qué nos cuesta tanto empatizar con este tipo de situaciones? ¿qué significa convivir con la discapacidad? Quizá es un poco pretencioso querer abordar uno de los temas más amplios que existen, que más desconocimiento supone y que a mayor número de personas afecta. Quizá solo sea necesario hacer ruido y permitir que una realidad tan olvidada siga cogiendo fuerza. O quizá sea simplemente pertinente conocer y acoger la discapacidad de forma natural para poder llegar a entenderla.
La discapacidad y todo lo que la envuelve, rompe completamente con los esquemas del mundo moderno. Temas como la dependencia, la autonomía o la libertad han de abordarse necesariamente desde otra perspectiva cuando la discapacidad entra en juego. Las relaciones que se dan entre cuidador y la persona cuidada evidencian que todos necesitamos de otra persona para ser nosotros mismos, que nuestra identidad se construye cuando se pone en relación con otro.
A través de un estudio bibliográfico y partiendo de la experiencia, la mía propia y la de otras personas cercanas, se han orquestado cinco grandes bloques explicativos. En primer lugar, se ha puesto en contraste los conceptos dependencia-independencia, la discapacidad como ruptura de la tendencia autosuficiente de nuestro tiempo. En segundo lugar, se ha ahondado en la importante tarea del cuidador, planteando los dos posibles modelos que pueden ser asumidos, para acabar introduciendo la figura del cuidador familiar. En tercer y cuarto lugar, se ha tratado de explicar cómo influye la discapacidad en el seno de una familia y, más concretamente, cómo afecta ésta al resto de los hermanos. Ellos son los verdaderos proveedores de cuidados y apoyos. La discapacidad, aunque no en primera persona, también ha marcado el resto de su vida. Se trata de poner realismo a una circunstancia que a muchos les ha tocado vivir.
2. METODOLOGÍA
Los resultados y conclusiones expuestas son el resultado de una revisión bibliográfica puesta en contraste con los testimonios de diferentes familias que viven en primera persona esta realidad. Tanto los textos académicos como el perfil de las familias se han definido alrededor del perfil de la discapacidad intelectual. Si bien la concurrencia de otro tipo de discapacidad no descarta ninguno de los datos y las hipótesis aquí plasmadas, era necesario partir de un modelo muy concreto de familia para un estudio integral. Solo aquellos que, desde el nacimiento de su hermano con discapacidad se han visto envueltos en esta realidad, pueden entender cada una de las caras de la misma. Lo que no quiere decir, que otros en situaciones parecidas, aunque no idénticas, hayan podido compartir dichas experiencias en uno u otro contexto. El estudio bibliográfico en este sentido ha sido acompañante, dotando de estructura y sistematización a las vivencias previamente observadas.
3. LA EMANCIPACIÓN DE LA DEPENDENCIA COMO FENÓMENO SOCIAL Y LA DISCAPACIDAD
Si algo caracteriza el ánimo del mundo actual es el deseo enfermizo por la autosuficiencia y la independencia. El hombre contemporáneo es aquél que dice construirse a sí mismo y que no necesita de nada ni de nadie para realizarse. Que no nos sorprenda si la soledad es el continente de batalla al que se enfrenta nuestro siglo. Sin embargo, la naturaleza del ser humano tiene un fuerte y significativo componente social, y ya no solo en relación con su incuestionable vertiente evolutiva, sin la cual ninguna especie lograría sobrevivir, sino en particular con respecto a la construcción de la propia identidad de la persona. No se trata de ser revolucionarios, pero lejos nos queda ya el convencimiento de que necesitamos de los demás para ser nosotros mismos.
¿Por qué ocurre esto? ¿por qué nos da miedo pedir ayuda? Tanto la teoría como la práctica asimilan el concepto ‘dependencia’ con una pérdida de autonomía y de libertad. Eso, a ojos de una sociedad fundada sobre el ideal de que somos los autores de nosotros mismos, es lo más parecido a la fragilidad y al fracaso. Así, la respuesta es sencilla, nos da miedo pedir ayuda porque nos hace sentir vulnerables. Sin embargo, reflexionar sobre la vulnerabilidad implica, cuanto menos, caer en la cuenta de que, aun siendo adultos, autónomos e independientes, somos igualmente frágiles (Martín-Palomo, 2010). Todos y cada uno de nosotros necesitamos (en pasado y presente) y necesitaremos atención y cuidados en algún momento de nuestra vida. La única diferencia radica en que algunas personas los demandan más necesaria y habitualmente que otras.
«Existe una continuidad entre los diferentes grados de cuidados de los que cada persona tiene necesidad. No se trata, pues, de una división estanca entre personas cuidadas por otras y personas que cuidan, sino que cada persona es el centro de una red compleja de relaciones de cuidado, en la que generalmente cada una es cuidada y cuidadora, según el momento o las circunstancias. Sin embargo, ésta es una idea que no suele ser considerada. Aceptarla supone asumir que todos y todas somos vulnerables, y revisar el ideal de total autonomía que preconiza un cierto pensamiento» (Martín-Palomo, 2010).
Autónomo es todo aquél que de forma consciente es capaz de guiar su comportamiento racionalmente. Cuando esto ocurre, solamente entonces, existe una verdadera conexión entre razón, acción y consecuencia. En otras palabras, la autonomía es la capacidad de una persona de elegir por sí misma las reglas de su conducta, la orientación de sus actos y los riesgos que se encuentra dispuesta a asumir (El Instituto de Mayores y Servicios Sociales, 2005). La libertad, por su parte, es un concepto abstracto que germina en la medida en que uno es responsable de sus propias acciones, lo que implica necesariamente que su impulso haya sido efectuado con total independencia del exterior. Es, por tanto, totalmente autónomo aquél que libremente guía las reglas de su propia conducta y, de la misma forma, no lo es aquél que dependa (aunque mínimamente) de algún factor externo.
Esta capacidad que permite a las personas actuar de forma independiente y conforme a su propio criterio es un aspecto muy importante en la formación de la vida privada. La autonomía influye, no solo al desarrollo de las actividades más básicas del día a día (v. gr. relativas a la alimentación, a la higiene personal, al descanso y a la vestimenta), sino también a la creación y puesta en marcha de un proyecto de vida propio (v. gr. educación, carrera profesional o formar una familia). Constituirnos como personas significa ir afrontando cada día de nuestra vida como un continuo de elecciones, de preferencias y de criterios propios. Ese deseo enfermizo por la independencia no trae otra causa que la importancia que tanto la autonomía como la libertad tienen para el buen desarrollo extenso de la vida particular. Perderlas es algo que no estamos dispuestos a asumir.
Llegados a este punto se hace inevitable hablar de la discapacidad ya que, aunque se trata de un término completamente diferente al de dependencia, se encuentra íntimamente ligado a éste. Para poder definir de forma completa este fenómeno es, a su vez, pertinente distinguir otros tantos: «la ‘deficiencia’ es la pérdida de una función corporal normal, la ‘discapacidad’ es algo que no puedes hacer en tu entorno como resultado de una deficiencia y la ‘minusvalía’ es la desventaja competitiva resultante» (Nussbaum, 2007).
Además, no conviene confundir las palabras ‘síndrome’, ‘trastorno’ y ‘enfermedad’, que en el habla popular acostumbran a utilizarse casi como si fueran sinónimos. Bajo el término ‘discapacidad’ se reúne a un colectivo notablemente heterogéneo, en el que se incluyen (1) deficiencias intelectuales o mentales, (2) psíquicas o conductuales, (3) sensoriales y (4) físicas. Todas ellas afectan en mayor o menor grado a la persona, todas ellas interesan y presentan retos a los que la sociedad ha de hacer frente. Pero es también cierto que no siempre son equiparables entre sí (Aguirre, 2010). Aquellas que suponen un grado mayor de dependencia requerirán una atención mayor.
Sin intención de convertirlo en una regla dominante, hemos de centrarnos en las discapacidades intelectuales y psicológicas, por el simple hecho de que la deficiencia incide directamente en la capacidad para tomar decisiones, es decir, en lo que se conoce como la capacidad natural de autogobierno (o capacidad natural de conocer o querer). También otras discapacidades en los grados más altos pueden incidir en esta esfera del autogobierno y de la autonomía. Así es el caso, por ejemplo, de un sordociego de nacimiento, a quien esa discapacidad sensorial en muchas ocasiones le puede privar de su capacidad natural de discernimiento (Aguirre, 2010). Estas personas, que necesariamente precisarán de ayuda para decidir y discernir, serán más influenciables que el resto y, consecuentemente, más vulnerables.
Al margen de cualquier radiografía teórica, la discapacidad es ante todo una realidad, una realidad que configura la minoría más mayoritaria del planeta y que debe salvar un sinfín de obstáculos para el ejercicio efectivo de sus derechos universales reconocidos (de Asís Roig & Barranco Avilés, 2010). Una realidad que, lejos de participar en la carrera de la independencia autosuficiente, durante muchos años se ha visto excesivamente protegida, relegada de sus propias decisiones y apartada de la sociedad. Desde el modelo médico o rehabilitador se consideraba la discapacidad como un problema propio del individuo que la padece, mientras que la sociedad fijaba todo su empeño en curarlo para posteriormente reintegrarse.
Superado este paradigma se propone el modelo social y se trabaja desde las posibilidades funcionales que tiene cada individuo para el máximo desarrollo de su autonomía (Martín- Palomo, 2010). La existencia de la deficiencia biológica no implica necesariamente una discapacidad, sino que ésta es consecuencia de la coexistencia junto a barreras sociales que no tienen en cuenta las diferencias. En este sentido, ha adquirido especial relevancia el movimiento por la vida independiente de las personas con discapacidad (Martín- Palomo, 2010) que promueve, entre otros, los principios de no-discriminación, accesibilidad universal, respeto por la diversidad humana y la autonomía de la persona para decidir acerca de su propia vida (Aguirre, 2010). Manifestaciones de este son, por ejemplo, la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia y la reciente Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica.
Asimismo, se rompe con el tradicional criterio del bien superior, en favor de la atención directa a la voluntad, deseos y preferencias de la persona con discapacidad. La vida de cada persona puede mejorar si ésta dispone de un sistema de apoyos personalizados y orientados a reducir o compensar las barreras que el entorno presenta y/o mejorar su capacidad de autogobierno en la toma de decisiones. Esos apoyos se deberán confeccionar como un “traje a medida” que permita adecuarse y adaptarse totalmente a las necesidades de cada persona y que potencie su autonomía.
Mientras la actual tendencia social es a ocultar esa dependencia que el hombre tiene por naturaleza hacia el otro, existen ciertas personas que, por la circunstancia que les ha tocado vivir, evidencian esa “idea que no suele ser considerada”, la de que todos necesitamos ayuda. Esa circunstancia no les hace ni mejores ni peores, sino diferentes. Viven una realidad inusual, en ocasiones complicada y bastante desconocida.
4. LA ATENCIÓN A LA DEPENDENCIA: UNA RESPONSABILIDAD. LA REALIDAD DE CUIDAR Y SER CUIDADO
Un carácter distintivo del verbo cuidar es el de que necesariamente hay dos sujetos implicados: quien necesita cuidados y quien los presta. A lo largo del texto se utilizará ‘cuidar’ para hacer alusión a las distintas actividades y servicios relacionados con la atención a la dependencia, tales como: guardar o vigilar, ayudar a realizar actividades básicas de la vida diaria y cualesquiera apoyos que sean necesarios para el desarrollo de la autonomía personal.
A lo largo del primer epígrafe se ha puesto de manifiesto que en ciertas ocasiones el cuidado es consecuencia de un estado real de necesidad. Es preciso hacer hincapié en que en materia de discapacidad dicha necesidad no vendrá determinada por la frecuencia o habitualidad con que se demande la ayuda (tal y como enuncia la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, al definir la dependencia como “el estado de carácter permanente” en que se encuentran ciertas personas que precisan de la atención o ayuda de otras para realizar actividades básicas de la vida diaria o de apoyos para su autonomía personal), sino por lo imprescindible que esta sea para el completo desarrollo de la persona. En este sentido, presentan igual estado de necesidad un Síndrome de Down que dependa de su apoyo para todos los ámbitos de la vida privada, un trastorno psicótico de tipo paranoide con intervalos de lucidez y de psicosis, que precise mayores o menores apoyos en función de los mismos, o una enfermedad degenerativa en la que se irá incrementando la necesidad de apoyo progresivamente. Esta combinación dependencia-necesidad configura ese carácter especialmente vulnerable y de indefensión, lo que hace que su cuidado se convierta en una verdadera responsabilidad.
La palabra responsabilidad viene de responsum, que es una forma latina del verbo responder (dar correspondencia a lo prometido). Sus componentes léxicos son: el sufijo - idad (de cualidad), el sufijo -bilis (que es capaz de) y el prefijo re- (reiteración, vuelta al punto de partida). Por eso responsabilidad es la cualidad o habilidad de aquél que es capaz de responder una y otra vez de sus compromisos. La responsabilidad de cuidar a personas en situación de dependencia implica, por tanto, la cualidad de responder reiteradamente con ese cuidado y prestación de ayuda, sin que quepa a veces casi la posibilidad de negarse al ofrecimiento.
Planteada la premisa, es imperante la pregunta: ¿a quién corresponde entonces la responsabilidad de ese cuidado? A lo largo del epígrafe se dará respuesta a la misma atendiendo principalmente a dos factores: el compromiso y la idoneidad.
El cuidado de las personas que presentan cualquier discapacidad nos corresponde a todos, ya que esa responsabilidad no es otra cosa que un compromiso asumido tanto por los poderes públicos como por la sociedad en general. A este respecto es propio mencionar el contenido previsto en el artículo 49 de nuestra Constitución por el que se obliga a los poderes públicos a realizar una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de (como dice su tenor literal) “los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos”, matizando así la característica del cuidado como un derecho básico cuya protección y amparo es exigible al propio Estado. Son igualmente destacables algunas disposiciones civiles, laborales, educativas o tributarias como manifestaciones legales de esta solidaridad social (v. gr. obligación de asistencia entre familiares, inclusión laboral para las personas con discapacidad, prestaciones y bonificaciones impositivas tanto estatales como autonómicas, y las relativas a la educación especial, entre otras).
El reparto de responsabilidades dependerá del modelo de cuidado que siga cada país, las alternativas son dos: que los servicios de cuidado sean suministrados principalmente por el Estado o que lo sean por las familias. La propuesta legislativa española pretende potenciar los servicios sociales para hacer que el cuidado familiar se convierta en algo excepcional, sin embargo, en la aplicación práctica del sistema de atención a la dependencia la realidad ha sido otra (Miera, 2015). No solo se trata de una propuesta muy voluntarista, puesto que nace sin el acompañamiento de los recursos necesarios para una adecuada implantación, sino que además entra en conflicto con el tradicional sentimiento de confianza familiar que ha ido comportando nuestra sociedad. La gran diferencia entre ambas posibilidades versa en que los cuidados ofrecidos desde el seno de las relaciones familiares no solo suministran una asistencia, sino que simultáneamente son proveedoras de afectos.
Sin embargo, y volviendo al mencionado artículo constitucional, el cuidado para una persona con discapacidad es no menos que un derecho básico cuya protección y amparo es siempre exigible al Estado.
«El afecto no puede ser cubierto extensivamente por los servicios públicos, y en realidad depende de factores particulares en cada caso. Sin embargo, la obtención de los cuidados necesarios para suplir la falta de autonomía funcional es un derecho elemental, y como tal debe (y puede) ser garantizado por los servicios públicos. Parece sensato partir de la premisa de que ninguna persona dependiente debe sentirse desamparada de ese derecho de autonomía» (Miera, 2015).
Se trata así de establecer una relación entre el individuo, la familia y el Estado basada en la responsabilidad social. Como segundo factor y desde la aproximación de ese deber a la perspectiva de la colaboración social, ha de tenerse en cuenta que no se trata de una obligación de carácter personalísimo, es decir, lo que se espera de la sociedad es una colaboración que no necesariamente tiene que entenderse como un servicio directo de cuidado (Miera, 2015). Esto se debe a que no todas las personas nacen con la vocación de cuidador y en el ámbito de la discapacidad se requieren, más especialmente que en el resto de los ámbitos, de unas habilidades y aptitudes especiales y determinadas (incluso existe formación especializada para un mejor trato y cobertura de servicios). La aproximación de esta idoneidad al plano concreto se desarrollará más profundamente en los siguientes apartados.
5. EL CONCEPTO DE ‘FAMILIA’ Y DISCAPACIDAD EN EL ÁMBITO FAMILIAR
La familia es la institución básica sobre la que se asienta nuestro modelo de convivencia. Es incluso más antigua que la propia organización en sociedad, si bien durante las últimas décadas ha sufrido importantes transformaciones como consecuencia de cambios culturales. Como ya se anunciaba, cada vez más vivimos en una sociedad tendente hacia el aumento de la individualidad en cualquier proyecto de convivencia (Gallego, 2007).
Se entiende por familia extensa aquella que reúne a todos los parientes y personas con vínculos reconocidos como tales (v. gr. como el matrimonio o la adopción). Se configura mediante distintos núcleos con números variables de miembros, en los que cada hogar se caracteriza por formas de organización, conductas, principios y valores diferentes. Algunos autores se decantan por diferenciar entre los conceptos ‘familia’ y ‘hogar’, ya que formas de familia hay tantas como dos o más personas quieran convivir, lo que evidencia la dificultad de recogerlas a todas ellas en una única definición.
La unión familiar tiende a asegurar a sus componentes una estabilidad emocional, social y económica. En general, se tiende a subordinar las necesidades de sus miembros individuales al bienestar y desarrollo del grupo (Garzón, 1998). Igual que las personas, la familia tiene un ciclo de vida y, a medida que se desarrolla, va cumpliendo etapas. Cualquier cambio al que se enfrente producirá un impacto entre sus miembros que deberá ser afrontado hasta lograr de nuevo dicha estabilidad. Así, el matrimonio, la llegada de un hijo, la llegada del segundo, el cambio de trabajo, la jubilación, la adopción de una o varias mascotas, la muerte de un familiar, la enfermedad de otro, las dificultades económicas, las separaciones o divorcios, la adolescencia de los hijos, etc. son algunos de los retos a los que el núcleo familiar se deberá enfrentar y que producirán una reorganización del mismo, alcanzando una nueva etapa dentro de su particular historia.
Sin embargo, la llegada de la discapacidad al día a día de una familia (como consecuencia del nacimiento de un hijo, una enfermedad, un accidente, la vejez o cualquier otra situación) no solo supone uno de los mayores desafíos a los que algunas personas deberán enfrentarse, sino que, además, presume una radical transformación del proyecto en común. En primer lugar, se produce un cambio de rutinas y una ruptura de la estabilidad. Cada miembro de la familia deberá adaptarse a esa nueva situación que requiere su entorno, ya sea ofreciendo disponibilidad, cediendo o apartándose. En segundo lugar, la singularidad de esta situación supondrá desconocimiento y desinformación. El sentimiento de soledad e incomprensión son habituales en estos casos. Es difícil encontrar un apoyo externo o un referente al que preguntar ya que se trata de una realidad minoritaria.
Además, las expectativas creadas consecuencia de la idea preconcebida de lo que significa el arquetipo de lo “normal” juega una mala pasada en estos casos. Aprender y aceptar son las principales armas para hacer frente a lo diferente, lo que implica necesariamente paciencia y constancia. Por último, la discapacidad implica necesariamente una mayor exigencia de cuidado, en función del grado de dependencia en que se incurra. Para muchas personas esto supone una responsabilidad añadida, una obligación no elegida y un sacrificio que no están dispuestos a asumir.
No todas las familias reaccionan y se ajustan de la misma forma frente a la discapacidad. Mientras que unos la acogen con total normalidad y la incorporan en sus rutinas como cualquier otra circunstancia de su vida, otros muchos reaccionan desde la sobreprotección y el frenesí (Orgaz, 2011). La discapacidad pasa a colocarse como protagonista de las vidas de todos los miembros de la familia. Esto no solo agota la disponibilidad de las personas cuidadoras, sino que además las propias personas en situación de dependencia ven cada vez más restringida su autonomía (Miera, 2015). La familia es invadida totalmente por la discapacidad, no viendo a la persona que se encuentra detrás de ella. Lo demás pasa a un segundo plano (Orgaz, 2011). Otra posible reacción puede ser, como expresa García Orgaz, la pasividad y el desaliento. Ante lo inesperado, lo diferente y lo complicado, responder con oposición o resignación: sin llegar a asumir la realidad o apartándose de familiares y amigos por sentir vergüenza.
Como consecuencia de la noticia de un nuevo miembro en la familia, la imaginación y las expectativas se disparan. En torno a un acontecimiento como este es inevitable proyectar unos deseos fantasiosos, unos ideales, que pueden verse truncados o frustrados cuando se conoce que es un niño con discapacidad. Este choque entre realidad y expectativas puede producir lo que algunos autores han denominado estado de duelo. Hablar de discapacidad dentro de una familia es hablar del duelo de los padres, del duelo del hijo con discapacidad, del duelo del resto de miembros de la familia y, en definitiva, del duelo del ideal de familia. Se trata, al fin y al cabo, de un duelo por el hijo que no tuvieron. (Hernández Núñez-Polo, Alemany Carrasco, Berenguer Muñoz, Recio Zapata, & Martorell Cafranga , 2016)
Ese aspecto social que incide en la construcción de identidad y personalidad de cada uno adquiere especial relevancia en el seno de la familia. Si la familia no gestiona el duelo derivado de ese hijo anhelado, se podrían producir desajustes en los mecanismos de desarrollo de la identidad personal de cada uno: tanto del hijo con discapacidad que se identificará únicamente con sus limitaciones (Hernández Núñez-Polo, Alemany Carrasco, Berenguer Muñoz, Recio Zapata, & Martorell Cafranga , 2016), como del resto de hijos cuya unicidad podría quedar relegada en la de su hermano. Lo que podría haberse asumido como una de tantas vicisitudes de la vida quedaría catalogado con la etiqueta de la discapacidad por tiempo indefinido.
No existe un manual de instrucciones o una pauta de comportamiento que de forma objetiva permita tener la respuesta perfecta. Además, los valores, los recursos y las habilidades que posea cada familia de origen influirán esencial e inevitablemente en las distintas respuestas y en la nueva reorganización del núcleo familiar. Así, una familia que posea un nivel socioeconómico mayor podrá permitirse la contratación de servicios de apoyo externos, o una cuya familia extensa se implique en la medida en que sea necesario poseerá una mejor cobertura para ejercer el suyo propio. Igualmente, no todas las personas cuentan con ese carisma vocacional necesario para ejercer los cuidados que se demandan.
Serán necesarias poseer aptitudes como la paciencia, la sensibilidad, la comunicación, la constancia, la flexibilidad o la empatía. De hecho, una mala aproximación podría llegar a ocasionar sobrecargas y consecuencias muy negativas, incluso aunque se prestara por razones altruistas y por la única razón del afecto entre familiares. Esto sucede especialmente si el apoyo o el cuidado se realiza en soledad, sin ayuda y con una larga duración. No son infrecuentes cuidadores que ven reducida su salud y calidad de vida, con una gran inestabilidad emocional, que les cuesta mantener sus relaciones sociales y afectivas.
De forma muy acertada Carral Miera explica la figura del “cuidador familiar” o “no profesional” haciendo alusión a que la carrera de este tipo de cuidadores no es generalmente deseada, elegida o prevista, sino que, de alguna manera se les ha impuesto como consecuencia de las circunstancias de su propio entorno. Mientras que las personas con discapacidad o en situación de dependencia ven cada vez más protegidos sus derechos, los de los cuidadores no profesionales han ido tomando más bien el sentido contrario. La figura del cuidador informal queda en muchas ocasiones relegada y su protección es en ocasiones insuficiente y ambigua. Así, la autora pone de manifiesto la necesidad de poner en un mismo plano horizontal el derecho de cuidar con el de ser cuidado.
Otros muchos textos y autores toman esta misma línea argumentativa haciendo relevante la importancia de “cuidar al cuidador”. Se habla de síndrome del cuidador para denominar el trastorno que se presenta en personas que desempeñan el rol de cuidador informal de una persona dependiente y que se caracteriza por el agotamiento físico y psíquico. El que cuida necesita ser cuidado y el que es cuidado necesita que su cuidador se cuide. De no hacerlo ese apoyo que presta será insuficiente o, incluso, perjudicial. Todos intentan hacerlo lo mejor que saben y pueden. Equivocarse está permitido y aprender, la mejor de las herramientas. Es inevitable que la discapacidad tenga repercusiones sobre cada uno de los miembros de la familia.
6. LA EXPERIENCIA DE LOS HERMANOS
Desde esta perspectiva se hace necesario reparar en los grandes olvidados: los hermanos de las personas con discapacidad. Algunos autores abordan el tema centrándose en los desajustes psicológicos que implica contar en la fratría con un hermano con discapacidad, mientras que otros defienden la ventaja que esta experiencia aporta a las personas que la viven. Es difícil posicionarse a favor o en contra de algo tan absolutamente particular, que depende de numerosos factores y que en cada familia se aborda partiendo de una historia personal concreta.
Los hermanos por lo general son personas que comparten el mismo momento vital por diferencia de pocos años, que han sido educados en los mismos valores y que presentan similares patrones de conducta. Muchos coinciden en intereses, experiencias y recuerdos. A diferencia de lo que ocurre con las relaciones paternofiliales, los hermanos se encuentran en el mismo plano horizontal. Si bien es habitual que los hermanos mayores se conviertan en referentes para sus hermanos pequeños, la figura que aquellos representan para estos es muy diferente al modelo referencial que los padres proporcionan a sus hijos. Y esto sucede por el simple hecho de pertenecer a una misma (o próxima) generación (Nuñez, Rodríguez, & Lanciano, 2005), debiéndose enfrentar en muchas ocasiones simultáneamente y por primera vez a las pruebas que la vida les ponga por delante (v. gr. sufrirán por primera vez la muerte de un ser querido al fallecer el primero de sus abuelos o descubrirán sentimientos como los celos o la envidia fruto de la relación entre ambos). La identidad de uno y otro se habrá ido construyendo dentro de ese mismo contexto, convirtiéndoles no solo en compañeros de aprendizaje, sino también en un gran apoyo mutuo. Esta intimidad que surge dentro del núcleo familiar es difícilmente reproducible fuera de él, por eso los vínculos que puedan nacer entre hermanos suelen ser normalmente mucho más duraderos que los que puedan tener, por ejemplo, dos personas como consecuencia de una amistad.
Si bien todo lo anterior ha de tratarse como generalidad, hemos de partir de dicha hipótesis para plantear la pregunta de cómo afecta la discapacidad a las relaciones en la fratría. Ninguna de las fuentes consultadas aporta datos significativos para concluir una ventaja de las implicaciones positivas sobre las negativas (Iriarte & Ibarrola-García, 2010). Lo que tampoco implica por sí mismo que predominen estas sobre aquellas. Tanto la literatura por un lado y las familias por el otro ponen de manifiesto la aparición tanto de dificultades como de respuestas favorables. Porque el hecho es que puede haber sufrimiento, pero afortunadamente también hay mucho enriquecimiento. Es posible alternar sentimientos y emociones contrapuestas y de forma simultánea frente a una misma realidad. Ni priorizar las ganancias personales sobre las adversidades supone frivolizar la discapacidad, ni exteriorizar y poner de manifiesto las preocupaciones o dificultades, sino que la dinamizan. Ambas son caras de una misma moneda.
Las posibles dificultades de los grandes olvidados
Como consecuencia de estos fuertes lazos y el mejor entendimiento de las circunstancias, en el orden de idoneidad los hermanos de una persona con discapacidad serán los mejores y mayores proveedores de apoyo. Comúnmente se tiende a creer que son los padres de estas personas los proveedores de su cuidado, como así lo han venido haciendo desde su nacimiento. Sin embargo, el papel de los padres es biológicamente limitado y cuando ellos falten serán los hermanos los que continúen con la tarea.
Los hermanos de las personas con discapacidad son llamados a asumir el rol de cuidador y a aceptar un papel determinado en la vida de su hermano desde pequeño. Para ellos la discapacidad ha podido ser asumida con naturalidad y lo que les ha permitido desarrollar habilidades y aptitudes que otra persona en su misma situación no posee. No obstante, la expectativa de tener que cuidar a su hermano se puede volver en su contra:
«Estos hermanos viven desde su infancia una situación que modifica de manera profunda y definitiva las relaciones que tienen tanto con sus padres, sus parejas, sus hijos, sus amistades, sus conocidos, como con el resto del mundo. Culpabilidad, celos, piedad, aislamiento, rechazo, vergüenza, ignorancia, sobreprotección, amor, son sólo algunos de los sentimientos que inspira la diferencia que viven estos hermanos y hermanas. Tanto si se rebelan contra el destino como si lo aceptan, si se reconocen en ese otro a la vez conocido y desconocido, si callan o se expresan de manera franca y directa, no pueden hacer otra cosa que vivir con la discapacidad» (Rumeu, 2009).
Si bien es cierto que son las personas más adecuadas para prestar el apoyo necesario de la persona con discapacidad de la que son hermanos, no debería tomarse esta predisposición como una norma imperativa. De nuevo, no todo el mundo debería asumir esa responsabilidad sin contar con su consentimiento (derecho de no cuidar) y sin tener en cuenta la idoneidad. El hecho de no querer cuidar a un hermano con discapacidad ya sea por no poder o por no querer, no significa necesariamente que se le ame menos. En muchas ocasiones la renuncia a ese cuidado significa mayores ventajas y mejores atenciones.
Suele ser a los padres a quienes se les pregunta por el impacto de la discapacidad en el núcleo familiar, no a los propios hijos, por lo que las investigaciones parten de las informaciones ofrecidas por aquéllos y no de las propias percepciones de los hermanos (Rumeu, 2009). A pesar de ello, hay que ser conscientes de las implicaciones que la discapacidad también puede conllevar para el resto de los hijos.
Uno de los sentimientos que más se cultivan en las relaciones fraternas son la envidia y los celos, consecuencia de sentir que uno recibe menos atención y cariño por parte de sus padres que el resto de los hermanos. Si esto ya ocurre de forma habitual, en las familias en las que uno de sus miembros reclama una mayor atención como consecuencia de esa discapacidad o situación de dependencia, el sentimiento incrementa. Los hermanos con discapacidad tienden a eclipsar la atención de los padres, sus necesidades implican más tiempo y dedicación. En el momento en que esto ocurre, los hermanos se convierten en los grandes olvidados. Que ocurra esto no quiere decir que los hermanos con discapacidad sean egoístas, ni que los padres dejen de querer a los hijos, sino que, como expresa García Orgaz, lo urgente se impone sobre lo importante. No expresar la estima y dedicar tiempo únicamente en función de las capacidades y necesidades superficiales de cada uno supone, de alguna forma, dejar de reconocer el valor que cada hermano tiene por sí mismo.
Por otro lado, los hermanos de una persona con discapacidad suelen adoptar el rol de “hermano mayor” independientemente del orden que ocupen. Tienden a desenvolverse de forma mucho más autónoma y a desarrollarse como personas más maduras, adquiriendo un sentido muy agudo de la realidad y de la vida (Rumeu, 2009). Se les exigen muchas más responsabilidades que a sus iguales y tienden a proteger a su hermano por considerarlo más vulnerable que al resto. Sin embargo, cuando se asume este rol siendo un hermano menor se entra en la contradicción de lo esperable.
El orden en que cada uno llega a la familia influye en el desarrollo de la personalidad. El hermano mayor suele ser el responsable, el líder y el independiente; el hermano del medio, por su parte, asume un papel más rebelde e inconformista; mientras que el menor es el más dependiente y demandante de los padres. Esta relación lógica, en la que el mayor se convierte en un modelo a seguir para el pequeño, se puede romper cuando aquél tiene discapacidad. Algunos incluso se pueden llegar a sentir culpables por progresar mucho más deprisa que sus hermanos. Es en este punto, en el que las diferencias son claras, cuando uno comienza a tomar mayor o menor conciencia de sus capacidades, de sus competencias o limitaciones. Las comparaciones son inevitables. Un ejemplo muy claro es la escolarización, cuando el hermano con discapacidad acude a un centro de educación especial distinto al colegio de sus hermanos.
Otra reacción común es la vergüenza. No es extraño que una persona con un hermano con discapacidad tenga que dar explicaciones, responder a preguntas incómodas y soportar comentarios fuera de lugar (Iriarte & Ibarrola-García, 2010). La apariencia y lo que se supone que es “normal” choca radicalmente con la discapacidad. Algunos esperan el momento mágico de que su hermano cambie, de que sea como el de los otros. Tampoco ayuda el no entender lo que le pasa a ese hermano, qué es lo que le hace diferente. Acoger las diferentes capacidades de forma natural ayuda a que unos y otros entiendan sus necesidades y los instrumentos que tienen en su entorno para un mejor desarrollo. Acudir a un colegio distinto o necesitar una silla de ruedas no es ni mejor ni peor, sino únicamente diferente.
Lo que significa crecer junto a un hermano con discapacidad: una mirada diferente
Al principio de este texto se proponía una “idea que no solía ser considerada”, esto es, la de que todos necesitamos ayuda. La discapacidad evidencia esta condición natural del hombre y no solo desde la perspectiva de aquél que solicita la ayuda, sino también desde el que la presta, y en esto no hay ni puntos “positivos” ni “negativos”. Si desde lo externo uno contemplara ambas vertientes pensaría que el beneficio es difícilmente alcanzable, que no existe tal inclinación positiva. Aquí es cuando el testimonio de quienes son protagonistas cobra verdadera importancia y sentido. Es difícil explicar con palabras, de forma precisa o lógica, lo que supone vivir con la discapacidad.
Como parte de su revisión bibliográfica, Iriarte e Ibarrola-García afirman que la convivencia con la discapacidad ha hecho a los hermanos ser mejores personas y ha supuesto una transformación positiva de sí mismos y del entorno familiar. Además, consideran que la convivencia con la discapacidad aumenta la tolerancia, amplía la conciencia de la diferencia y de la diversidad, así como la naturaleza compasiva y de cuidado. Señalan que los hermanos son luchadores, perseverantes, solidarios, altruistas, compasivos y siempre dispuestos a ayudar a los demás. Por último, es preciso señalar la predisposición que tienen a actuar de forma proactiva, como consecuencia de moverse a diario en una coyuntura de entrenamiento en resolución de problemas, se convierten en personas pragmáticas, resolutivas y estrategas (Iriarte & Ibarrola-García, 2010).
Muchos desarrollan una mayor confianza y una mayor capacidad de superación. Se asimilan e interiorizan valores humanos como la paciencia, la tolerancia, la empatía y la generosidad de forma natural. Se aprende de los miedos y de las diferencias. Se comparten mayores alegrías por las cosas más pequeñas.
A medida que uno crece aprende a lidiar con aquello que en cierto momento se pudo convertir en un “problema”. Los hermanos tienden a cambiar los sentimientos de vergüenza e incomprensión por orgullo y admiración, consideran a sus hermanos unos valientes e incluso unos referentes para su propia vida. Sienten como suyos los logros que consiguen sus hermanos a base de mucho esfuerzo, lo que les ayuda y motiva a superarse cada vez más en sus propias dificultades. Los celos consecuencia de esa mayor atención se convierte en una mayor empatía. Son conscientes de las capacidades y limitaciones que tienen sus hermanos, de la misma forma que entienden las suyas propias.
Pese a toda la literatura favorable que existe en relación con esta materia, los únicos que pueden tomar la palabra son los hermanos.
La hermana de una chica con discapacidad cuenta: “a mí me encanta la palabra ‘hermano’ o ‘hermana’. Creo que cuando resuena esa palabra, en particular a mí la palabra ‘hermana’, es algo que me hace sentir feliz. No existe vida sin ella: ni existe futuro sin ella, ni existe pasado sin ella”.
Una persona dice “mi hermano es lo mejor que me ha pasado en la vida, quien más me ha enseñado. Gracias a él sé lo que quiero ser”. Otra confiesa que su hermana había pasado a ser “una autoridad moral” o de valores por su sencillez de pensamiento “que no olvidaba nunca lo importante” (Orgaz, 2011).
Por último y como ejemplo vivo de todo aquello que ha sido expuesto a lo largo de este texto, se encuentra el testimonio de la hermana de un chico acogido con Síndrome de Down. Se presta a tratar de forma sencilla conceptos como la autonomía o la dependencia, realidades como el cuidar y ser cuidado, así como se hace alusión dificultades externas de los que no comprenden y se termina por hacer hincapié en la gran paradoja de que quién más necesita tu ayuda es aquél que más te hacer ser tú mismo.
«Cuando tenía siete años, mis padres decidieron empezar un proceso de acogida de un niño Síndrome de Down con algún problema médico. Yo no recuerdo ese momento, sólo hacer ciertos preparativos, todo con mucha alegría. Pero tengo grabado un día, poco antes de que mi hermano llegase a casa, que un niño me preguntó “¿por qué vais a tener en casa a un niño que está mal?” Yo recuerdo ponerme a llorar, pero no porque mi hermano estuviese mal o porque a mí me hiciese sufrir su llegada, sino porque ese chico que me preguntaba entendiese que el niño que iban a acoger mis padres era ya un hermano mío e incluso mejor que cualquiera de nosotros. Toda nuestra infancia y adolescencia, aunque esto es algo de lo que me he dado cuenta mucho más tarde, ha estado marcada por él. Era totalmente dependiente, sobre todo los primeros cinco años. Cada poco tiempo pasaba temporadas en el hospital ingresado y, como es lógico, toda la familia giraba en torno a ello. Tengo muy claro que mi experiencia es muy excepcional. Para mí mi hermano siempre ha sido un bien, un bien enorme. Sé de hermanos que se han enfrentado a dificultades por envidia, celos, preferencia, sentirse desplazado… pero no es mi caso. Siempre digo que no sé quién sería yo si él no hubiese aparecido en mi familia. Nosotros éramos cuatro hermanos con caracteres bastante fuertes y tendíamos a distanciarnos. Pero mi hermano es una persona que constantemente te reclama a lo que estás viviendo, así que no vale ir de puntillas. Pienso, por ejemplo, el otro día que estábamos yendo en el autobús los dos por Madrid. A mí me salía ponerme con el móvil y él no paraba de señalarme los coches, los árboles… reclamándome estar con él. Es un misterio porque, aunque sea medianamente autónomo, no es capaz de hacer todas las cosas que harías tú, simplemente existe para recordarte el valor que tiene tanto que él como yo vivamos. A mí mi hermano me ha cambiado la vida, me ha reconvertido el corazón» (testimonio anónimo).
7. CONCLUSIONES: LA DISCAPACIDAD ES ANTE TODO UNA REALIDAD
La discapacidad es como ese viaje a la playa con el que siempre has soñado. Haces planes maravillosos y te imaginas paseando por la orilla. Llega el gran día, preparas tus maletas y, cuando estás a punto de llegar, la carretera se adentra en un bosque. De repente y sin darte cuenta te encuentras en la montaña. Te lleva un tiempo asumir que tus pies no tocarán la arena, sino que deberás calzar unas botas, que lo que pensabas que era horrible es, sin embargo, diferente. Subir una montaña no es fácil, hay esfuerzo y mucho sacrificio, pero en algún momento llegas a un claro por el que se asoman unas vistas que, de haber ido a la playa, nunca habrías podido ver. Esta metáfora procede del vídeo de sensibilización “Playa o Montaña, una historia de superación en torno a las enfermedades raras” creado para la Fundación Mehuer por la agencia creativa Crepes&Texas, bajo la dirección del actor, productor y director Emilio Aragón, e inspirada en la historia de Emily Perl Kingsley.
La discapacidad rompe con los esquemas del mundo moderno, con las expectativas y los ideales del futuro, con la estabilidad y el proyecto de una familia, pero también evidencia una idea que pasa últimamente desapercibida: la necesidad que el hombre tiene del cuidado.
Pese a esta gran revelación, la discapacidad lejos de ser un idílico, es una realidad que, en la mayoría de las ocasiones, va de la mano del sacrificio. Condicionará absolutamente la vida tanto de la persona con discapacidad, como de aquellos que se encuentren en su círculo más cercano. Esto es especialmente relevante para la configuración de la identidad de cada persona. La discapacidad es ante todo una realidad que, como cualquier otra, tiene innumerables caras. Hay cabida para sentimientos contradictorios, aspectos positivos y negativos, malas y buenas aproximaciones. Que exista enriquecimiento no elimina de forma automática todo el trabajo que hay detrás. Porque ir a la playa es incuestionablemente mucho más sencillo que subir una montaña.
El cuidador es igual de esencial para la persona cuidada que lo que esta última supone para aquél. Quien es cuidado nunca llega a ser consciente de cuánto movimiento consigue poner en marcha a su alrededor. Los hermanos de una persona con discapacidad son los más afectados por su temblor, tanto pasiva como activamente. No solo su vida habrá estado marcada por la discapacidad, sino que se convertirán en el primer y, en muchas ocasiones, único recurso del que disponga su hermano. Sin embargo, por la complejidad y responsabilidad que esta materia requiere, es preciso pararse a analizar su idoneidad para realizar esa tarea que aparentemente está llamado a realizar. La no capacidad (o no habilidad) para cuidar puede incluso llegar a afectar mucho más a la persona que su propia discapacidad.
Por último, considero necesario aplaudir la valentía de todos aquellos que un día tuvieron que adentrarse en la montaña. Pocas cosas dan más miedo que enfrentarse a lo diferente y a lo desconocido. Cualquier intento de enfrentamiento, independientemente del resultado, debe ser cuanto menos reconocido.
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