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Organología. Visibilidad, técnica y cultura
Organology. Visibility, technique and culture
Revista del Instituto Superior de Música, núm. 24, e0052, 2023
Universidad Nacional del Litoral

Revista del Instituto Superior de Música
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 1666-7603
ISSN-e: 2362-3322
Periodicidad: Semestral
núm. 24, e0052, 2023

Recepción: 22 Mayo 2023

Aprobación: 14 Noviembre 2023


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: Hasta hace unas pocas décadas, la organología era tenida en cuenta solamente como el estudio sistematizado de los instrumentos musicales en lo referido a la historia de su diseño y construcción, a las formas de ejecución en relación con sus características acústicas y a su orden al interior de diversos sistemas clasificatorios.

En los últimos años, sin embargo, ha tomado fuerza una nueva concepción de organología que es mucho más permeable a otras variables extra musicales relativas a los contextos en los cuales los instrumentos musicales se inscriben. Gracias a la profundización en esta dirección se conoce, hoy por hoy, valiosa información sobre una diversidad de características que incluso permite repensar a los instrumentos actuales y pasados, en relación con su interpretación y función dentro de su propia cultura.

Este artículo parte de una perspectiva histórica sobre la organología que podríamos denominar tradicional y que ha ido poco a poco abrazando la incorporación de las prácticas sociales que atraviesan a la disciplina, proponiendo luego una lectura a través de los conceptos de visibilidad, técnica y cultura, como posibles lentes complementarios para avanzar en la comprensión la compleja relación dialéctica que existe entre arte, tecnología y sociedad.

Palabras clave: Tecnología, instrumentos musicales, sociedad.

Abstract: Until a few decades ago, organology was considered only as the systematized study of musical instruments in terms of the history of their design and construction, the forms of execution in relation to their acoustic characteristics and their order within various classification systems.

In recent years, however, a new conception of organology that is much more permeable to other extra–musical variables related to the contexts in which musical instruments are inscribed has gained strength. Thanks to the deepening in this direction, valuable information is now known about a diversity of characteristics that even allows us to rethink current and past instruments, in relation to their interpretation and function within their own culture.

This article starts from a historical perspective on organology that we could call traditional and that has been gradually embracing the incorporation of the social practices that cross the discipline, proposing then a reading through the concepts of visibility, technique and culture, as possible complementary lenses to go towards the understanding of the complex dialectical relationship that exists between art, technology and society.

Keywords: Technology, musical instruments, society.

1. La concepción tradicional

A lo largo de la historia los instrumentos musicales se han valido de diferentes tecnologías para su desarrollo. Es necesario entender que los procesos tecnológicos que están involucrados en su evolución son sistemas en desarrollo constante que —desde una concepción heredada occidental y eurocéntrica— nunca están completos, o mejor dicho, nunca son controladas todas las variables que los intervienen, ya que la evaluación de dichos procesos es una compleja cuestión que solo se puede precisar con la aparición de nuevos conocimientos y nuevas tecnologías (Quintanilla, 2017). Precisamente por este motivo, la clasificación de los instrumentos musicales ha sido compleja desde sus inicios, lidiando con un desarrollo constante que se refleja en los cambios, mejoras e incorporaciones tecnológicas de los mismos.

Podemos decir que la tradición organológica nace a fines del siglo XIX: Víctor Charles Mahillon construyó una clasificación que el Conservatoire Royal de Musique de Bruselas publicó en 1880, en la que en lugar de atender a la forma de tocarlos, que era como se los clasificaba habitualmente hasta el momento, catalogó la colección de instrumentos en cuatro grupos: cuerdas, vientos, percusión y otros tipos de instrumentos de percusión, atendiendo esta última categoría a aquellos pequeños accesorios con los que contaba el Conservatorio.

A partir de esta esquematización de Mahillon, Erich Hornbostel y Curt Sachs, también pioneros en el estudio del funcionamiento de los instrumentos musicales, crearon un sistema que publicaron en 1914 que ordenaba a los instrumentos por el material o aquella parte del dispositivo que produjera el sonido. De esta manera, denominaron idiófonos a aquellos instrumentos en los cuales el sonido es originado en alguna parte del cuerpo vibrante; membranófonos a aquellos en los que el sonido es originado en una membrana; cordófonos, a aquellos en los que el sonido es originado en cuerdas; y aerófonos, a aquellos en los que el sonido es producido por la vibración del aire.

Luego de poco más de una veintena de años, en 1936, el musicólogo y organólogo Andrée Schaeffner propuso un nuevo modelo clasificatorio con varios puntos divergentes respecto al de Hornbostel y Sachs: eligió como variables a la naturaleza física del cuerpo vibratorio —si es un sólido o el aire en sí mismo—, su tensión, la ubicación del aire, los materiales de construcción y sus cualidades, la modalidad de ejecución y el tipo de embocadura. Y resulta notable que también reflexiona sobre las múltiples formas de ejecución de un mismo instrumento (Grebe, 1971), algo no muy tenido en cuenta hasta el momento.

Años más tarde, prácticamente con la aparición de la electrónica, surgieron instrumentos musicales que hicieron uso de ella. Esto llevó a una crisis y posterior revisión de las clasificaciones anteriores, junto a modificaciones, como la que fue realizada por el propio Curt Sachs en el año 1940, que definió a estos instrumentos como electrófonos entendiéndolos en un sentido muy amplio como aquellos que incluyeran efectos eléctricos, utilizaran amplificación eléctrica o se valieran de la tecnología radioeléctrica. Pasarían más de veinte años, para que en 1966, Pierre Schaeffer propusiera en su Tratado de los objetos musicales una clasificación superadora, basada en la problemática que generó la aparición de los instrumentos electrónicos: los sistemas previos por familias, materiales y formas de ejecución tienen una estrecha relación con el timbre y con un resultado sonoro que se espera predecir a partir de esas características; mientras que con estos nuevos instrumentos electrónicos era factible modificar el timbre con posibilidades infinitas y por lo tanto, en algún sentido: impredecibles. De hecho, Schaeffer menciona a este suceso como uno de los grandes desafíos y problemáticas con los cuales la musicología contemporánea ha tenido que lidiar:

Cualquiera que sea la tendencia de los musicólogos para encuadrar en nuestras normas los instrumentos arcaicos o exóticos, se encuentran bruscamente desarmados ante las nuevas fuentes de sonidos concretos o electrónicos que ¡oh sorpresa! hicieron alguna vez buena pareja con los instrumentos africanos o asiáticos. (Schaeffer, 2003:21)

Consciente de esto, Pierre Schaeffer propone una definición general que le permite clasificar tanto a fuentes instrumentales como a objetos sonoros producidos por esas mismas fuentes. Así, postula sus cinco criterios: si es de aplicación rítmica o melódica; si es de sonido predeterminado o de alturas continuas; según su diagrama en bloques; según su manejo de los registros, y por último, el criterio de permanencia o variación que contempla la validación cultural de un instrumento y su reconocimiento como tal a pesar de la multiplicidad de sonidos diversos que este pueda producir.

Tras este aporte ordenador, el progresivo desarrollo de los instrumentos electrónicos se vio potenciado con el advenimiento de la era digital (Miyara, 2006), que disminuyó costos y maximizó las posibilidades de producción hacia segundas y terceras marcas que se diseminaron por los escenarios musicales de todo el mundo. Tal como plantea Alan Durant (1994), la llegada de estos nuevos equipos digitales explotó nuevas técnicas y formas de hacer música floreciendo también el uso de la computadora tanto para la producción directa del sonido como para operar controladores, sintetizadores, consolas y otros periféricos.

Este suceso dio lugar a la aparición de muchos discursos en torno a los nuevos modos de producción musical, en donde la presencia de determinada tecnología electrónica —o bien digital— comenzó a ser vista en términos negativos por ser un indicador de la supresión de la acción humana en la producción musical (Gilbert y Pearson, 2003), volviendo a empantanar así la clasificación, llevándola a niveles de discusiones ontológicas. Pero no es sino a raíz de estos conflictos y discusiones, que proliferó una nueva concepción de la organología en la que, entre otros, se inscriben Sue DeVale (1990), que entiende que su propósito debe ser ayudar a explicar la sociedad y la cultura ya que los instrumentos contienen su esencia; Eliot Bates (2012), que plantea que nuestra comprensión de la música puede enriquecerse mediante una mayor comprensión de los medios de producción de sonido, lo que requiere igualmente una atención a los objetos, tema que no se ha estudiado y teorizado adecuadamente debido a la escasa atención prestada al modo en que se modifican las relaciones sociales en torno a los objetos materiales y al poder simbólico que las cosas que poseen; Julio Mendívil (2020), que aporta que los instrumentos musicales pueden ser entendidos como herramientas de cultura; o Coriún Aharonián (2011), que los relaciona con el concepto de ideología:

Los instrumentos son portadores de ideología (...). Cada artefacto productor de sonido es el resultado de un pensamiento, es decir, de una concepción del uso del sonido producido. Del uso meramente acústico y de las posibilidades de estructuración de los resultados sonoros. Cada artefacto, en función de ese pensamiento que le dio origen, privilegia determinados parámetros en detrimento de otros, determinados gestos en detrimento de otros, determinadas posibilidades técnicas en detrimento de otras. (Aharonián, 2011:39)

Poco a poco, los aportes en esta dirección fueron brindando un nuevo cruce con lo antropológico, o bien, una mirada más holística que permitió abordar ya no solo a los instrumentos como objetos sonantes sino como el complejo fenómeno que son en relación con las culturas que los abrazan.

2. La consideración de los entornos

Ya en el quinto criterio de clasificación propuesto por Schaeffer —que planteaba la aceptación o no del instrumento musical como tal por parte de una determinada cultura— se puede vislumbrar el germen de lo que años después se volvió una concepción recurrente. Y es en este sentido que Julio Mendívil (2020), postula que los instrumentos musicales jamás aparecen aislados de la vida social, y por lo tanto, es válido afirmar que ellos, como cultura material, contienen no solo su forma, sino también creencias, saberes tecnológicos y estéticos, pudiendo referir a historias sobre quienes los construyen, los utilizan y los escuchan. En consonancia con esta postura, encontramos, por ejemplo, esta historia protagonizada por Bob Dylan:

En junio de 1965, dos semanas después del lanzamiento de su sencillo eléctrico de siete minutos «Like a Rolling Stone», Bob Dylan subió al escenario del Festival de Folk de Newport con una guitarra eléctrica y una banda al completo y empezó a tocar «Maggie’s Farm». Numerosos asistentes al concierto empezaron a increparlo por traicionar el primer dictado de la ideología del folk: que debía interpretarse con instrumentos acústicos en vez de con instrumentos eléctricos. (Fred Goodman, 1997 en Gilbert y Pearson, 2003:212)

Esta curiosa anécdota no es más que una de esas tantas historias arriba mencionadas que reconfirma la idea de que resulta por lo menos sesgado estudiar a los instrumentos musicales como algo independiente de las culturas que los acuñan. Y si bien la historia y evolución de los instrumentos es en rigor la historia de las tecnologías disponibles en cada época aplicadas a su construcción, la familiaridad histórica, la aceptación popular y el contexto inmediato en el que se inscriben, provocan que algunos se consideren más tecnológicos que otros, provocando situaciones como la que sufrió Dylan.

Jeremy Gilbert y Ewan Pearson (2003) toman este fenómeno y para estudiarlo hablan de la existencia de un índice de visibilidad que permite entender qué tan tecnológico es considerado un instrumento.

Según este esquema, una caja de ritmos es más tecnológica que una batería, un sintetizador es más tecnológico que una guitarra eléctrica. (...) la presencia de un sintetizador o un ordenador en el arsenal de una banda o de un productor degrada el estado ontológico de la música que crean: es artificial, ya que se opone a las músicas que son reales. (Gilbert y Pearson, 2003:210)

Tal es así, que la base del reclamo por esta legitimidad que el público pretendía de Dylan —el folk contra el rock— luego la hemos visto entre el rock y el pop, el rock y la música dance o electrónica bailable, que también es extrapolable a nuestros días poniendo sobre la mesa todo lo que el trap trae consigo. Y ni hablar de la evolución de la música académica, que avanzó hacia la música concreta, la electrónica y la electroacústica, valiéndose generalmente en los conciertos de la reproducción de piezas ya prefijadas sobre soporte dependiendo estas presentaciones casi exclusivamente de tecnología de alta visibilidad. Ahora bien, ¿de qué manera podemos entender la lógica de la arbitrariedad de este fenómeno que divide las aguas entre los avances que se suponen buenos y aquellos que son malos para la cultura? Avancemos un paso más hacia algunas definiciones transversales que funcionan como propuesta para ayudarnos a completar el panorama.

3. Técnica y cultura

El filósofo francés Gilbert Simondon fue un estudioso de la técnica. Lo troncal de su aporte es que su posición fue crítica a la concepción de la técnica que había para mediados del siglo pasado, ligada principalmente a una racionalidad instrumental. Simondon, en cambio, la concibe como parte integral e indivisible de la cultura, entendiendo a la misma como a la crianza del hombre por parte del hombre. Amplío con una cita de Andrea Bardin que hecha luz sobre esta idea:

La actividad técnica se puede concebir entonces sea como una actividad directa, sea como una actividad indirecta, es decir, o bien como cultura que actúa directamente sobre los individuos, o bien como técnica que actúa sobre su medio; en ambos casos, se trata de una actividad de grupos humanos que actúan sobre ellos mismos. (Bardín, 2015:38)

Además, entendida así, la cultura guarda ciertos comportamientos particulares, como el hecho de cerrarse cuando un grupo humano se aísla: esto le asegura, por un lado, cierta estabilidad que le permite sobrevivir; pero por otro, si ese grupo se queda sin vínculo con el medio y deja de comprender lo que sucede a nivel contextual, la cultura estará «en la base de un proceso de degradación cuya salida puede ser fatal» (Simondon, 2015:25).

Podemos tomar esto e intentar avanzar un paso más, haciendo entonces dos paralelismos entre la definición simondoniana de cultura y la cerrazón de la que habla en los términos de lo que este artículo aborda: por un lado con todas las culturas realmente cerradas —generalmente definidas como no occidentales—, que encontraron el techo de sus desarrollos técnicos en la resolución de sus problemáticas cotidianas pertenecientes a lógicas preindustriales; pero por otro, con todos los grupos conservadores que encontramos dentro de las culturas occidentales que pugnan por el sostenimiento de las producciones culturales del pasado y del presente a costa de desconocer los nuevos avances tecnológicos que sistemáticamente seguirán apareciendo y provocando nuevas músicas. Y aunque aquí hay grados de cerrazón —podríamos discutir, por ejemplo, si el público de la anécdota de Bob Dylan es en efecto conservador o simplemente consideraba que la guitarra eléctrica, pudiendo existir como tal, no tenía lugar en ese festival por ser un espacio dedicado al folk—, la realidad es que las nuevas músicas aparecerán independientemente de si el público las acepta o no. Estos nuevos aportes culturales resultantes de los desarrollos de cada época, son según Simondon el resultado de la evolución humana a través del gesto técnico:

(...) un cierto efecto físico se incorpora a aquello que es como el medio interior del grupo humano; este efecto se convierte en disponible, reproducible a través de la implementación de un dispositivo técnico, y esta disponibilidad equivale a la incorporación del efecto al organismo colectivo: es una función suplementaria. (Simondon, 2015:28)

Entendiendo a los instrumentos musicales como estos gestos técnicos de los que habla el autor, podemos hacer extensiva también la analogía con la siguiente cita:

La tecnicidad del automóvil no reside por completo en el objeto automóvil; consiste en la correspondencia adaptativa del automóvil con el medio recorrido a través de ese intermediario que es una red de caminos; se produce un incremento de la perfección técnica por medio de una simplificación del objeto: mejores caminos permitirían el empleo de automóviles que tuvieran una suspensión más simple y amortiguada, con un centro de gravedad ubicado más abajo. (Simondon, 2015:30)

Viéndolo bajo este lente, los instrumentos musicales siempre dependieron de su red: basta pensar en las sonatas da camera y da chiesa barrocas —clasificadas según el tipo de recinto para el cual estaban pensadas—, las grandes composiciones corales pensadas para llenar cada cavidad y cúpula de una catedral o bien las músicas tribales o la electrónica bailable, dependientes también de espacios y contextos muy específicos. En relación con la actualidad, podríamos hacer extensiva esa red a los sistemas y soportes de grabación, a las plataformas de distribución —principalmente las que posibilitan el streaming, pero también las que aún permiten las ediciones físicas— y a los medios de reproducción. Desde este razonamiento, la aparición de nuevas músicas y nuevos roles para quienes las producen —con un alto índice de visibilidad, podríamos decir—no son otra cosa que el resultado de estos gestos técnicos asumidos como un aporte novedoso y valioso por parte de una cultura. El planteo de Mercedes Bunz (2007) coincide con esta lógica:

Lo que entendemos por un DJ sería, por ejemplo (...), un invento del crossfader. Efectivamente, sin este regulador que permite una mezcla sin escalonamientos entre dos tocadiscos, el DJ no hubiera dejado nunca de ser literalmente un Disc Jockey, es decir alguien que pone un disco después de otro y salva las pausas con frases divertidas. (Bunz, 2007:118)

En este sentido, el conflicto aparente entre técnica y cultura es más bien un conflicto entre dos niveles técnicos —que se corresponde además con las concepciones de alta y baja visibilidad de Gilbert y Pearson— y la posibilidad por parte de cada cultura de asumir los avances en un sentido evolutivo o descartarlos queriendo conservar el status quo del pasado: se sigue tratando de una actividad de grupos humanos que actúan intentando regularse a sí mismos.

4. Vigilancia epistemológica

Dicho esto, el aporte de la óptica simondoniana es solo uno de muchos otros posibles que podríamos seguir en la noble tarea de caracterizar un objeto de estudio contemporáneo. La labor metodológica que acompaña esta tarea no es para nada despreciable y es por eso que este último apartado apunta en esa dirección. En este sentido, también huelga decir que esta encrucijada en la que encontramos a la organología como disciplina de estudio, donde existe una tensión entre la concepción heredada y los posibles caminos para ampliar las perspectivas no es propia ni única de la organología, sino que es parte de una crisis general que han atravesado —y que según cómo lo pensemos, aún atraviesan— las ciencias sociales a partir de que los contenidos disciplinares se compartimentaran para poder organizarse:

La historia intelectual del siglo XIX está marcada principalmente por esa disciplinarización y profesionalización del conocimiento, es decir, por la creación de estructuras institucionales permanentes diseñadas tanto para producir nuevo conocimiento como para reproducir a los productores de conocimiento. (Wallerstein, 2006:9)

Ahora bien, esa compartimentación que pretendía ser eficaz se volvió, con el paso del tiempo, una barrera autoimpuesta. Es oportuno entonces recuperar el concepto de vigilancia epistemológica (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 2004), ya que es, precisamente, una propuesta de posible salida a la situación que enfrentan una y otra vez las ciencias sociales cuando los conceptos teóricos de los que se valen se agotan, en tanto ya no pueden describir la realidad de una determinada disciplina necesitando cierta renovación y actualización. Cuando esto sucede, mencionan los autores que quien oficia de especialista en el área debe dar un paso hacia atrás y, con una mirada de pretendida objetividad, intentar poner en perspectiva otras posibles líneas de investigación que permitan hacer frente a estos nuevos obstáculos de manera coherente, restituyendo o bien ampliando los conceptos teóricos y su fuerza heurística. En otras palabras: proponer los caminos posibles para salir de la antes mencionada encrucijada.

Esto tiene una estrecha relación con la capacidad de traducir métodos y conceptos provenientes de otros marcos teóricos, teniendo por objetivo el hecho de que, en un nuevo contexto, estos adquieran nuevos significados. A los procedimientos lógicos que operan de esta manera también los encontramos actualmente bajo el paraguas de distintos enfoques transdisciplinares, siendo el resultado de un pensamiento complejo que relaciona a dos o más disciplinas de diferente naturaleza «haciéndolas dialogar focalizando en aquello que las reúne, con la idea de trascenderlas, aportando distintas visiones —una por cada disciplina involucrada—del objeto de estudio» (Brianza, 2016:91).

Poniendo el esfuerzo en trasladar este razonamiento de corte transdisciplinar a las problemáticas que arrastra la llamada organología tradicional hasta nuestros días, se vuelve relativamente sencillo pensar en el salto que permite proponer nuevas categorías de análisis —en lo que compete a este artículo: visibilidad, técnica y cultura, pero podrían proponerse otras tantas— que colaboren con la definición de estos nuevos problemas, de las concepciones de los instrumentos y consecuentemente, de la música en términos amplios. Solo requiere un rol activo de quienes llevamos adelante la disciplina y que seamos consecuentes y comprometidos para repensarla y actualizarla de la manera más abierta posible, en los términos de los avances que se pongan de manifiesto de diversas maneras en los contextos contemporáneos.

5. Comentarios finales

Hemos recuperado brevemente los grandes hitos de la organología tradicional, entendiendo cómo la aparición de la electrónica marcó un antes y un después para cualquier clasificación instrumental. De allí se han desprendido por un lado tendencias más conservadoras, que buscaron sostener las categorías impuestas hasta ese entonces; por otro lado, también aparecieron perspectivas más amplias, que contemplando los entornos particulares de cada desarrollo hicieron sus aportes para darles a estos avances el lugar y reconocimiento que merecen. En este gesto, es destacable una revalorización de las lecturas más holísticas, de lo transdisciplinar: los sistemas científicos de la mayoría de las disciplinas de estudio se dividieron y compartimentaron para permitir el estudio en detalle de cada fenómeno que hiciera parte de ellos; sin embargo, cabe decir que esa tendencia de división y profundización también es limitante en tanto se pierde el horizonte del todo que, a su vez, como disciplina compone. Es por eso que, en lo que nos atañe, los cruces con enfoques antropológicos, sociológicos y de estudios culturales —como los conceptos aquí recuperados de Jeremy Gilbert y Ewan Pearson—, o bien de corte más filosófico —como lo traído por parte de Gilbert Simondon o bien la lectura de Bardin sobre su obra— son, en general, tan beneficiosos para romper estas barreras: brindan una bocanada de aire fresco a la organología contemporánea y permiten contemplar tanto a los instrumentos musicales como a la música hecha con ellos y el rol que cumplen dentro de las culturas que los acuñan.

En este sentido, un camino posible para destrabar la situación es precisamente el de ser agentes activos de esa vigilancia epistemológica tan necesaria: conocer los desarrollos teóricos de la época y asumir el presente con todas sus particularidades sonoras, para empujar a la organología hacia una concepción amplia que incorpore posturas como, por ejemplo, las de visibilidad, técnica y cultura, y que le permita estar a la altura de los avances, tendencias y tecnologías por venir.

Referencias bibliográficas

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Notas de autor

* Alejandro Brianza es compositor, investigador y docente. Magíster en Metodología de la Investigación Científica, Licenciado en Audiovisión, Técnico en sonido y grabación y flautadulcista. Actualmente, candidato a doctor en Humanidades–Música por la Universidad Nacional del Litoral. Es docente en la Universidad del Salvador, Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Lanús, donde además forma parte de investigaciones relacionadas a la tecnología del sonido, la música electroacústica, la investigación artística y los lenguajes contemporáneos, de las cuales ha dado charlas, conferencias y talleres en congresos, festivales y distintos encuentros del ámbito académico nacional e internacional. Sus producciones fueron presentadas en Argentina, Brasil, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, México, Estados Unidos, Canadá, España, Reino Unido, Francia, Mónaco, Austria y Japón. Es integrante de la plataforma colaborativa Andamio, coordinador del Grupo de Estudio en Paisaje Sonoro y miembro de la Red de Artistas Sonoros Latinoamericanos.


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