Recepción: 02 Agosto 2023
Aprobación: 14 Noviembre 2023
Resumen:
En esta comunicación abordaré uno de los cambios más significativos que introdujo Carlos Jiménez Rufino en el cuarteto cordobés durante la década de 1980. Me refiero a la incorporación del tópico identitario. Se trata de un tópico que era extraño tanto para el paradigma tradicional como para el paradigma blanqueado. Analizaré las opciones (líricas y musicales) que le permitieron construirlo, e integrarlo a un dispositivo de enunciación particular.
Para esta comunicación se seleccionaron las 14 pistas que participan directamente en la construcción de una narrativa identitaria. Es decir, canciones en las que el enunciador se autoadscribe a un colectivo, a un nosotros, y canciones que complementan la descripción de las características de ese colectivo y de sus miembros. Se las analizó sincrónicamente, buscando las recurrencias y diferencias, y diacrónicamente, poniéndolas en relación con las disputas que en cada momento se estaban dando dentro del campo del cuarteto cordobés, y dentro de la sociedad cordobesa.
La tesis que guía esta comunicación es que la etiqueta cuartetero, que utilizó Jiménez para edificar su propio discurso identitario, existía previamente como discurso alteritario. Es decir, lo que hizo Jiménez fue apropiarse y resignificar esa etiqueta en un diálogo permanente con ese discurso alteritario que estigmatizaba al cuarteto, a sus productores y público. De esa manera, adoptando la identidad cuartetera como valor contribuyó a sobremarcar, en términos de clase social, al cuarteto cordobés.
Palabras clave: La Mona Jiménez, cuarteto cordobés, discurso identitari, discurso alteritario, músicas populares, músicas sobremarcadas.
Abstract:
In this communication I will address one of the most significant changes that Carlos Jiménez Rufino introduced in the Cordoba quartet during the 1980s. I refer to the incorporation of the topic of identity. This is a topic that had been forgotten by both, the traditional paradigm and the «whitewashed» paradigm. I will analyze the options (lyrical and musical) that allowed him to build it, and integrate it into a particular enunciation device.
For this communication, we have selected 14 tracks that directly participate in the construction of an identity narrative. That is to say, songs in which the enunciator assigns himself to a collective, us, and songs that complement the description of the characteristics of that collective and its members. They were analyzed synchronously in order to find recurrences and differences, and diachronically to relate them to the disputes that were taking place on each moment along the field of the Cordovan quartet, and also along the Cordovan society.
The thesis that guides this communication is that the quarteterean label, which Jiménez used to build his own identity discourse, had a previous existence as an alteritarian discourse. In other words, what Jiménez did was to appropriate and resignify that label within a permanent dialogue with that alteritarian discourse, which stigmatized the quartet, its producers, and the public. Thus, adopting the quarteterean identity as a value contributed to overmark, in terms of social class, the Cordovan quartet.
Keywords: La Mona Jiménez, Cordoba quartet, identity discourse, alteritarian discourse, popular music, overstated music.
1.Introducción
El presente trabajo representa un avance parcial de una investigación mayor en la que me propuse reconstruir los principales paradigmas discursivos (Costa y Mozejko, 2007:16; Díaz, 2009: 27–29) del cuarteto cordobés en el período 1970–1991, desde una perspectiva sociodiscursiva (Costa y Mozejko, 2002, 2007). Es decir, abordando el análisis de esa música en tanto práctica discursiva[1]llevada a cabo por un agente social, a través de opciones en un marco de circunstancias objetivas, que lo exceden y condicionan. Desde esta perspectiva, asumimos que las músicas populares no son un reflejo de las condiciones sociales, ni producto de una genialidad individual y natural, sino el resultado de prácticas que realizan agentes sociales que ocupan diferentes lugares en la estructura social, y en un campo en particular, y que han adquirido ciertas competencias a lo largo de su trayectoria que les permiten hacer diferentes apuestas. Lo hacen realizando opciones en un marco de posibles que depende de condiciones sociales, históricas y de otras que son específicas de cada campo particular. Así, cuando un agente social decide componer una canción, elige un género musical (dentro de los que conoce), elige ciertos patrones rítmicos, armonías y melodías, ciertas temáticas (tópicos) para la lírica, elige ciertas estéticas, ciertas retóricas, etc. Al inscribirse dentro de un campo de producción musical (en este caso el del cuarteto cordobés), deberá lidiar con las instituciones consagratorias de ese campo y con las normas específicas que regulan la producción musical en su interior. Algunas de ellas son externas a lo discursivo, como pueden ser las relaciones sociales de producción, los recursos materiales y tecnológicos que se disponen, etc.; mientras que otras son específicamente discursivas. Precisamente, los paradigmas discursivos son ese conjunto de normas, generalmente implícitas, que establecen lo normal para los discursos que se producen en su interior y, también, lo que es bueno y valioso (y lo que resulta extraño o hasta impensable). Estos paradigmas discursivos son los que hacen que encontremos insólito escuchar un cuarteto que hable sobre la nostalgia por el pago provinciano, pero absolutamente esperable dentro del folklore (Díaz, 2009).
En esta comunicación abordaré uno de los cambios más significativos que introdujo Carlos Jiménez Rufino en el cuarteto cordobés, durante la década de 1980. Concretamente, me refiero a la incorporación del tópico identitario. Se trata de un tópico que era extraño tanto para el paradigma tradicional como para el paradigma blanqueado. Analizaré las opciones (musicales y líricas) que le permitieron construirlo, e integrarlo a un dispositivo de enunciación particular.
Para hacerlo construí un primer corpus de análisis compuesto por todos los discos que grabó Jiménez entre 1984 (año de su lanzamiento como solista) y 1990. La fecha de inicio marca el momento en el que Jiménez debía relanzar su carrera, luego de abandonar el Cuarteto de Oro y tras una operación de pólipos en las cuerdas vocales que lo tuvo fuera de los escenarios durante un año. Su alejamiento del Cuarteto de Oro es consecuencia de su ambición personal, pero también de las diferencias que tenía con su tío, Coquito Ramaló, sobre cómo enfrentar el inminente declive del cuarteto tradicional y el avance del cuarteto blanqueado (Chébere, Santamarina, Pelusa, Sebastián, etc.). Así, desde el primer disco solista, Jiménez va a introducir profundas modificaciones, si lo comparamos con el cuarteto tradicional del que formó parte en los años 70. La elección de la fecha de cierre del corpus, el año 1990, responde a que en 1991 se vuelven a producir importantes modificaciones musicales con la incorporación de «Bam Bam» Miranda. En total, desde 1984 a 1990, Jiménez grabó 13 discos con 171 pistas. Se analizaron los elementos musicales, líricos y gráficos de los discos[2] a través de las categorías que brinda el análisis sociodiscursivo, buscando reconstruir el dispositivo de enunciación,[3] e intentando comprenderlo como resultado de las opciones de Jiménez, en el marco de las condiciones sociales que se le imponían en ese momento. Opciones en la selección de ciertos tópicos, de determinadas estéticas, de matrices rítmicas, tímbricas, etc. Producto de ese análisis se identificó un tópico que era nuevo para el cuarteto, y que denomino tópico identitario, y que representa más del 8% del total del corpus.
Para esta comunicación se seleccionaron esas 14 pistas que participan directamente en la construcción de un discurso identitario (Chein y Kaliman, 2014). Es decir, canciones en las que el enunciador se autoadscribe a un colectivo, a un nosotros, y canciones que complementan la descripción de las características de ese colectivo y de sus miembros. Se las analizó sincrónicamente, buscando las recurrencias y diferencias, y diacrónicamente, poniéndolas en relación con las disputas que en cada momento se estaban dando dentro del campo del cuarteto cordobés, y dentro de la sociedad cordobesa.
La tesis que guía esta comunicación es que la etiqueta cuartetero, que utilizó Jiménez para edificar su propio discurso identitario, existía previamente como discurso alteritario (Chein y Kaliman, 2014). Es decir, lo que hizo Jiménez fue apropiarse de ella y resignificarla, en un diálogo permanente con ese discurso alteritario que estigmatizaba al cuarteto, a sus productores y público. De esa manera, adoptando la identidad cuartetera como valor, contribuyó a sobremarcar, en términos de clase social, al cuarteto cordobés.[4] Se trató de una estrategia comprensible atendiendo a sus competencias, a su trayectoria en el campo cuartetero y el estado de las luchas dentro del campo —por imponer las normas de lo verdaderamente cuartetero— y fuera de este — por definir el valor de esa música y de su gente—.
2. Había una vez… el cuarteto cordobés
No siempre el cuarteto fue sinónimo de una identidad cordobesa. Hubo un tiempo en el que la música de los cuartetos de Córdoba amenizaba las fiestas populares sin pretender ser considerada «la» música cordobesa. ¿Cómo llegó a ese lugar? La historia de esa construcción simbólica comienza en los años 80. Hasta entonces los cuartetos de Córdoba habían sido agrupaciones de piano, violín, contrabajo, acordeón, pandereta (o güiro), y voz. Habían nacido de la reducción de orquestas características y tocaban con el solo objetivo animar las fiestas. La estructura musical de sus canciones era simple y bastante repetitiva, con un tempo ágil y marcado, y su principal propósito era brindar un ambiente sonoro que propiciara el baile y la alegría. Los tópicos de las letras giraban, principalmente, en torno a la fiesta, al amor —en su variante más duradera o como expresión liviana del deseo sexual— y al humor. Eran principalmente descriptivas, eufóricas y de estructura simple, y el lenguaje que utilizaban era coloquial, con marcas sociolectales propias de la cultura popular de Córdoba. El enunciador del paradigma tradicional no se consideraba un artista, ni un embajador provincial, sino un trabajador de la música; y construía un vínculo de complicidad con el enunciatario, prototípicamente un varón heterosexual[5] de los sectores populares de los barrios obreros de la periferia cordobesa (Montes, 2022). En el paradigma tradicional del cuarteto, que tuvo su momento de esplendor en los años 70, el enunciador no pretendía encarnar los valores de una identidad regional o del ser nacional, ni pretendía «cantar con fundamento». La música de los cuartetos era una música concebida para amenizar la fiesta obrera, y nada más.
Durante la década de 1970 la dictadura militar instaló una persecución sobre la música de los cuartetos, por considerarla chabacana y de mal gusto, expresión de la baja cultura de los sectores populares de Córdoba (Hepp, 1988; Blázquez, 2009).[6] Se comenzó a instalar la idea, en los sectores culturalmente dominantes, de que la música de los cuartetos era de baja calidad estética e ideológica.
Era juzgada así porque no buscaba la complejidad musical, no abordaba problemáticas existenciales profundas, porque hacía del humor y de la alegría su bastión, porque recurría insistentemente al doble sentido erótico, a una estética del ingenio y a temáticas efímeras propias de los sectores populares, entre otros rasgos (Montes, 2022). Es decir, no abordaba ni las temáticas que los sectores medios e ilustrados de Córdoba consideraban valiosos, ni adoptaba recursos estilísticos extravagantes. Era una música que tenía una función (para bailar y divertirse) que se opone a la percepción estética que los sectores dominantes consideran valiosa (el arte por el arte). Por todos esos motivos, a nadie se le habría ocurrido postular a la música de los cuartetos como embajadora del ser provincial. Era una música demasiado poco prestigiosa para un cargo tan importante.
Hacia finales de los años 70 irrumpió Chébere, una banda de jóvenes músicos con formación de conservatorio que, con su propuesta renovadora, modificó definitivamente al cuarteto. Con los cambios que introdujo se constituyó un nuevo paradigma discursivo que denomino blanqueado, tomando prestado el término de Alabarces y Silba, cuando lo utilizaron para describir un tipo de cumbia surgida a finales de los años 90. Una música «adecentada, estilizada, ‘seleccionada y curada’ de todo aquello más vinculado a su costado plebeyo, incómodo y en parte impugnador (Alabarces y Silba, 2014:71).
Lo que caracteriza al paradigma blanqueado es su búsqueda por desmarcarse, en términos de clase, del resto del cuarteto. Decimos blanquear porque ser negro en Argentina no depende exclusivamente de rasgos fenotípicos, «aunque los incluye sin reducirlos, en una construcción en la que también operan definiciones de clase y cualidades morales» (Martín, 2011:241). La asociación entre racismo y clasismo tiene raíces profundas en nuestro país, pues hay una persistencia histórica de la racialización de las relaciones de clase.[7]
En Córdoba, en particular, el estigma de la negritud funciona en una cadena inferencial basada en creencias discriminadoras, orientadas a justificar las desigualdades sociales estructurales. Dicho en otros términos, aquellas personas que presentan marcas culturales propias de los sectores populares (el tipo de vestimenta, la música que escuchan, el corte de cabello, las bebidas que consumen, la variante lingüística que utilizan, etc.), reciben la etiqueta de «negro» o «negra», y se le adjudican cualidades estéticas y morales descalificadoras: vagos, inútiles, «choros», «fieros» y «putas» (Blázquez, 2014); las cuales los harían merecedores del lugar de subalternidad en el que se encuentran.
Es un argumento ideológico por excelencia, tal y como lo entiende Gruner (2013), en la medida en que presenta las causas como consecuencias y naturaliza algo que, en realidad, es socialmente producido. Lo cierto es que esas marcas de clase son producto de ese lugar de subalternidad en la estructura social, y no su causa; aunque, una vez instaladas, se traducen en tratos discriminatorios que contribuyen a reproducir las relaciones de dominación en una vertiginosa espiral de desigualdad.[8]
Así, la manera específica que tenían los sectores populares de Córdoba de bailar, de cantar, de divertirse y de gozar del tiempo de esparcimiento, marcaron a la música de cuarteto y ésta, a su vez, comenzó a funcionar como un consumo cultural que marcaba a sus productores y público.
La apuesta discursiva del paradigma blanqueado solo se comprende en el marco de la estigmatización social que comenzaba a pesar sobre el cuarteto como música de «negros», puesto que era una apuesta que buscaba sortear el estigma dotándolo de una sonoridad menos autóctona, más cosmopolita y más compleja, adoptando tópicos líricos y musicales provenientes del rock y de la balada romántica (Montes y Andreis, 2022). Este proceso de blanqueamiento comenzó de la mano de Chébere, primero, y de los que siguieron sus pasos durante los años 80: Santamaria, Orly, Sebastián, Pelusa, entre otros.[9]
En el cuarteto cordobés este proceso ocurrió antes y se dio de manera diferente, en comparación con la cumbia. Mientras la cumbia blanqueada de principios del siglo XXI sonaba en las discotecas y reuniones de la clase media, convirtiéndose en un consumo plebeyizante (Alabarces y Silva, 2014), el cuarteto blanqueado de los 80 se mantuvo dentro de campo cuartetero, tocando en los espacios (clubes y estadios) donde se presentaban otros cuarteteros, disputándoles legitimidad en el propio campo. En ese momento el enunciatario del cuarteto blanqueado era una fracción de jóvenes de los sectores bajos y medios–bajos que no se reconocían bajo la etiqueta de «negros», y que aspiraban a despegarse de ese estigma. Aunque, para los sectores dominantes, el cuarteto, en la versión que fuera, era cosa de negros.
Esta propuesta cosechó, en el campo cuartetero, tantos adeptos como detractores. Entre estos últimos, encontramos a los cuarteteros tradicionalistas, que veían con preocupación el éxito que estaban teniendo estas propuestas blanqueadas, especialmente entre los más jóvenes.
En síntesis, podemos decir que a inicios de los 80 el estado del campo del cuarteto cordobés era el siguiente: Por una parte, los bailes de cuarteto se habían consolidado como la forma de esparcimiento nocturno por excelencia de los sectores populares de Córdoba y, en algunos casos, ya llevaban ocupando ese lugar por dos generaciones. Se había conformado un campo de producción musical estable y redituable, que ofrecía puestos de trabajo regular para músicos, lo cual atrajo a nuevos agentes con mayor formación musical y vocal. El campo crecía y se fortalecía y, dentro de este, diferentes agentes empezaban a disputar las normas que determinan lo valioso, lo bueno y lo deseable para el cuarteto. El paradigma tradicional entraba en crisis porque iba perdiendo la capacidad de interpelar a las nuevas juventudes, mientras el paradigma blanqueado se abría camino.
Pero, por otra parte, a medida que la música de los cuartetos ganaba adeptos y visibilidad, también crecía su estigmatización. Con el regreso de la democracia esta estigmatización, lejos de menguar, no hizo más que crecer a la par de su popularidad, que experimentó un boom sin techo. Los medios masivos de comunicación mantenían una relación contradictoria con los cuartetos. No podían, ni querían, obviar su existencia. Los incluían en los programas de TV ómnibus de los sábados y domingos, y en gran cantidad de programas radiales, pues les aseguraban una cuantiosa audiencia y se beneficiaban de la pauta publicitaria que ésta proporcionaba. Pero, al mismo tiempo, el periodismo y los programas radiales de, y para, la clase media, no dejaban de menospreciar al género y a su público.
Porque lo cierto es que, si bien el cuarteto blanqueado suavizaba las marcas de clase, no conseguía eliminarlas por completo. El tunga–tunga, aunque con menor valor dinámico y en parte enmascarado en el bajo eléctrico, seguía estando. Pero por sobre todas las cosas, lo que seguía estando era la fiesta subalterna alrededor de esa música, El baile.
La ineludible visibilidad del cuarteto profundizó el desprecio que los sectores dominantes sentían por esa música en tanto metonimia de su gente. Ocurre que esos sujetos subalternos ya no se limitaban a gozar y celebrar en los bailes de sus barrios periféricos, sino que, ahora, lo hacían en pleno centro de la ciudad[10] y, a través de las pantallas de la T.V, irrumpían en los hogares de las clases medias y altas. Los sábados a la siesta sonaba cuarteto en la televisión de aire[11] y, en sus pantallas, desfilaban músicos en trajes estridentes, con cabelleras llenas de rulos y sus públicos, en las tribunas, cantaban y bailaban sin disimular sus marcas de clase. Esta presencia de la fiesta subalterna alimentó un desprecio clasista que rápidamente encontró en el género musical un chivo expiatorio. A la música de los cuartetos se la calificaba de pasatista, banal, chabacana y carente de valor. Pero con la estigmatización del género lo que se menospreciaba, en realidad, era a sus productores y público.
Poco a poco se fue instalando, en los sectores culturalmente dominantes, el apelativo cuarteteros para referirse tanto a los músicos de los cuartetos como a su público. Cuarteteros, como etiqueta identitaria (alterizante) que transfería una valoración negativa a quien la portaba, convirtiéndose en sinónimo de negros y de pobreza (económica, moral y cultural). Es en este marco general que Jiménez comenzará a adoptar un nosotros cuarteteros en sus canciones.
3. La identidad cuartetera como estrategia de distinción dentro del campo
La puesta en valor del cuarteto, como género, no era nueva. Ya en el paradigma tradicional encontramos algunas canciones que tematizan el valor del «tunga–tunga» como ritmo «picarón», «juguetón» y lo ligan a la fiesta «cordobesa» (Rolán, 1976). Pero en la apuesta discursiva de Jiménez esto se va a volver un lugar recurrente y va a tomar la forma de marca identitaria que apuntala la construcción de un nosotros. Ya no es la publicidad de ese ritmo picarón que bailamos, es orgullo por nosotros los cuarteteros.
«Cuartetero de corazón» (Jiménez, 1985) es la canción que inaugura el tópico identitario en el cuarteto cordobés y de ella toma nombre el disco. Se trata, entonces, de su corte de difusión principal. En ella Jiménez posiciona el ser cuartetero como algo valorado y define ciertas condiciones que debe tener una persona para ser incluida en esa comunidad imaginada. Es decir, postula que no basta con tocar o bailar cuarteto para adquirir el status de cuartetero.
Ser cuartero es cantar
simplezas alegres o tristes
pero fundamentalmente
entregarse al pueblo
con nobleza
para que baile…
para que baile la popular,
porque soy cuartetero, de corazón.
Para ser un cuartetero vos
tenés que haber nacido
con el tunga–tunga adentro
que te da felicidad,
para ser un cuartetero
no hay un límite de horarios,
en centro o en el barrio
muy alegre cantarás
Podrás cantar con sentido,
podrás tener mucha voz,
pero cuartetero nunca,
sino cantás de corazón
De corazón, de corazón
soy cuartetero, sí, de corazón,
de corazón, sí, sí, de corazón,
soy cuartetero de corazón
Para ser un cuartetero
hace falta ser humilde,
no pretenda un cuarteto
que lo lleven al Colón,
lo que quiere un cuartetero
es seguir con voz sincera,
derribando las fronteras
y entregando el corazón
(«Cuartetero de corazón», Jiménez, 1985)
De la mano de la reivindicación del ser cuartetero, viene la apuesta por cambiarle el signo negativo que pesaba sobre esa etiqueta.[12] Para hacerlo, el discurso identitario debe apelar a la puesta en valor de los recursos propios y a la desvalorización, abierta o tácita, de los recursos de los otros, que pasan a ocupar el lugar de exterioridad necesaria para delimitar el nosotros valorado.
Jiménez recupera, en parte, la construcción del enunciador del cuarteto tradicional como un trabajador de la música antes que como un artista, se inscribe en esa tradición y pone en valor su propia trayectoria en el campo. Porque cuando dice «vos tenés que haber nacido con el tunga–tunga adentro» apunta directamente a darle valor a su trayectoria dentro del campo del cuarteto y a distinguirse del cuarteto blanqueado.[13]
Como dije en el apartado anterior, Jiménez estaba relanzando su carrera en un contexto de agotamiento del paradigma tradicional (del que él venía), y de avance del paradigma blanqueado. Jiménez era consciente de que debía producir cambios capaces de interpelar a las nuevas juventudes de los años 80, pero no podía, ni le convenía, deshacerse de todo su pasado en el cuarteto tradicional. No le convenía por varias razones. La primera, porque Jiménez ya era una figura de peso en el cuarteto cordobés cuando se lanza como solista y prueba de esto es que, cuando se produce la ruptura con el Cuarteto de Oro, la mayoría de los músicos y técnicos de este se van con él. El público ya lo conocía, él tenía una imagen construida en coherencia con ese enunciador simpático, trabajador de la música, del cuarteto tradicional (Montes, 2022), de modo que renegar de este para reconstruirse por completo era, cuando menos, arriesgado. La segunda razón es que, aunque el paradigma blanqueado estaba cosechando grandes éxitos, también es cierto que una parte importante del público cuartetero no terminaba de aceptarlo. Es que el cuarteto blanqueado, en su afán de interpelar a las nuevas juventudes, pero, sobre todo, de desprenderse del estigma social que pesaba sobre los cuartetos, había construido una distancia demasiado grande con el cuarteto tradicional. Se había hecho eco de todas las críticas que los sectores dominantes le hacían al cuarteto: que era una música carente de valor artístico, que sus letras eran superficiales y pasatistas, que su humor característico era chabacano, etc. Por esta razón, el paradigma blanqueado había eliminado casi por completo el humor y el doble sentido erótico, había priorizado tópicos sentimentales socialmente mejor valorados (el amor romántico pasional por sobre la fiesta y el deseo), las letras de las canciones narraban sucesos más complejos, utilizaban metáforas por fuera del lenguaje coloquial, limitaban todo lo posible las marcas sociolectales y, en materia sonora, produjeron una mutación enorme. Los cuartetos dejaron de ser, propiamente, cuartetos, aunque retuvieran el nombre. El cuarteto blanqueado Reemplazó el contrabajo por el bajo eléctrico, el piano y los violines, por varios sintetizadores. Introdujo percusión de batería, guitarra eléctrica, un saxofón, varias trompetas y trombón. Finalmente, ya entrando a los años 80, eliminaron el acordeón y agregaron instrumentos de percusión latina como timbales y tumbadoras. Es decir, en lo tímbrico, el cuarteto blanqueado no sonaba a cuarteto. En lo rítmico, el patrón característico del cuarteto tradicional se suavizó y se fusionó con otros ritmos (Florine, 1997; Waisman, 1995). Introdujeron marcadores de tópico[14] del rock, de la balada romántica y de la música tropical. Finalmente, destacaban los cantantes, cuya vocalización se parecía mucho a la de los baladistas de la época.
Esta serie de opciones hablan de una valorización de la complejidad musical —dentro de los márgenes de la música popular—, puesta al servicio de esta búsqueda de distinción dentro del campo cuartetro. Buscaban «sonar mejor», entendiendo ese «mejor» como más parecido al canon de la música nacional —porteña— e internacional. Y el canon de esa música eran las bandas de rock, pop y los baladistas latinos. Hacer música de mayor «calidad» musical, como supo decirme uno de los músicos de este paradigma, buscando «llegar a otro tipo de gente».
El cuarteto blanqueado se mostraba como más profesional, menos local, más cosmopolita; pero sin abandonar por completo la marcación rítmica que le permitía al público bailar y a ellos vivir de los bailes. Lo hacía porque querían hacerlo, pues les permitía distinguirse de los tradicionalistas y desmarcarse en términos de clase; y porque podían hacerlo, es decir, tenían las competencias para llevar adelante esos cambios. La mayoría de los músicos de Chébere, por ejemplo, provenían de Conservatorios musicales (Hepp, 1995:91). En cambio, Jiménez no tenía formación vocal ni musical por fuera de la que había adquirido informalmente dentro del campo cuartetero, al igual que sus primeros músicos.
Entonces, cuando Jiménez reivindica ese nosotros los cuarteteros se refiere, principalmente, a los músicos y cantantes de cuarteto. Se opone a aquellos que provienen de otros campos, aquellos que no son «cuarteteros de corazón», sino por oportunismo, si se quiere, o por conveniencia. Lo hace poniendo en valor su trayectoria en el campo, su cualidad de trabajador de la música antes que de artista (una posición enunciativa que continúa del paradigma tradicional) y el sentimiento de pertenencia —que él tiene—; por encima de cualidades vocales o musicales —que él tiene en menor medida—.
Esto, que nosotros interpretamos como una opción estratégica para poner en valor sus propios recursos frente a los competidores, el discurso de Jiménez lo presenta en términos valorados como lealtad: al cuarteto, a su forma, a su ritmo, a su público y a su fiesta. La lealtad se erigió en una característica del —buen— cuartetero.
Esto se evidencia especialmente en algunas opciones musicales. Con el objetivo de actualizarse sin transformar demasiado, Jiménez reemplazó el piano y el bajo acústicos por instrumentos eléctricos, al igual que las bandas del paradigma blanqueado, pero no incorporó la batería ni la guitarra eléctrica, evitando sonar como banda de rock. El teclado eléctrico ganó protagonismo emulando los violines —string—, a raíz de las dificultades para conseguir violinistas que quisieran sumarse a las bandas de cuarteto, pero también produciendo sonidos nuevos. Sin embargo, a diferencia del paradigma blanqueado, Jiménez se negó a incorporar vientos metálicos, evitando confundirse con una sonora tropical. Jiménez quería seguir sonando claramente como cuarteto, y por esto retuvo el acordeón como símbolo de su inscripción a una tradición cuartetera y popular. Ese instrumento, socialmente tan cargado de marcas de clase, siguió ocupando el protagonismo melódico que tenía en el cuarteto tradicional. El ritmo continuó siendo marcado por el teclado y el bajo, con fuerte staccato y, aunque en términos dinámicos se haya suavizado levemente —en comparación con el cuarteto tradicional—, la presencia del tunga–tunga es constante y tocado en ambas manos sobre el teclado. El tempo de las negras, por su parte, mantuvo el carácter eufórico en todas las canciones.
Es decir, realizó cambios que buscaban actualizar su propuesta, pero sosteniendo fuertes marcas de filiación con el cuarteto tradicional y se negó a incorporar tópicos musicales de otros géneros más cosmopolitas. Y, desde allí, reivindicará lo cordobés como un valor. «No pretenda un cuartetero que lo lleven al Colón», sostiene, y no se refiere solamente a ser considerado un encumbrado artista, sino, especialmente, a adecuarse a los criterios de valor provenientes de Buenos Aires y que el paradigma blanqueado había adoptado sin resistencia.[15] Es desde este lugar que la identidad cuartetera comenzará a asociarse a la identidad cordobesa, porque ese nosotros cuarteteros, no reniega de ser cordobés, sino que se enorgullece.
Aquí nací, aquí crecí,
aquí reí, también lloré,
soy cordobés como es el alfajor,
mi provincia querida,
la llevo prendida en mi corazón
Córdoba, Córdoba, Córdoba,
Córdoba, Córdoba, Córdoba,
sos para mí la vida,
las más divina y la más querida
Córdoba, Córdoba, Córdoba,
Córdoba, Córdoba, Córdoba,
Desde mi nacimiento
te llevo dentro de mi corazón
Aquí nací, aquí crecí,
aquí reí, también lloré,
soy cordobés y a las sierras me voy
a juntar peperina,
con un regio asadito, en un día de sol
(«Te canta un cordobés», Jiménez, 1985)
En resumen, el tópico identitario en las canciones de Jiménez, en este período, va a poner en valor el ser cuartetero y, paralelamente, el ser cordobés. Hasta este momento la identidad cuartetera era una propiedad de los músicos de cuarteto en función de su trayectoria en el campo y por su lealtad este. Pero, hasta aquí, no se postulaba a la música de cuarteto como representante musical de la cordobesitud.
El discurso identitario del cuartetero enaltecía la simpleza, la humildad, la entrega de los músicos a «la popular» —a su deseo, a su fiesta—, a brindar alegría y tocar, y cantar, con sentimiento antes que con corrección técnica. Estos valores se contraponen a la opinión de la crítica, a la validación de Buenos Aires, al pretendido profesionalismo, a la «calidad» musical, o al ego artístico de los músicos. En esta axiología, implícita en las canciones de Jiménez, la opinión que importa es la del público por sobre la de los críticos, ungiendo así al público como institución consagratoria. El enunciador cuartetero se presenta a sí mismo como un servidor del enunciatario. Este último rasgo se volverá predominante a partir del episodio de Cosquín, y la identidad cuartetera tomará nuevos sentidos.
4. El episodio de Cosquín
La estigmatización social de la música de los cuartetos tomó otro status cuando la Comisión Organizadora del festival de Cosquín decidió presentar al Cuarteto Leo, máximo referente del paradigma tradicional, en el Festival de Folklore de 1987. Lo hizo soportando fuertes críticas, porque todavía los folkloristas no estaban dispuestos a aceptar que esa música «pasatista» y «chabacana» fuera considerada folklore. Sin embargo, el gesto de León Gieco de invitar al cuarteto Leo a grabar con él en 1983, le habilitó cierta legitimidad a esa idea. La razón por la que la comisión de Cosquín abrió la plaza Próspero Molina al cuarteto no era ética, ni política, sino económica. El Festival de Cosquín ha tenido problemas de financiamiento casi desde siempre y el cuarteto aseguraba la venta de entradas en una noche —la de los miércoles— de históricas pérdidas. Pese a las quejas de los folkloristas, el show de La Leo transcurrió sin mayores inconvenientes, llenó la plaza de nostálgicos, y le ofreció al festival una noche con saldo positivo de caja. Envalentonados por esa experiencia positiva, para 1988 anunciaron la presencia del convocante Carlitos Jiménez.
Para Jiménez su presencia en Cosquín significaba ser televisado a nivel nacional y, de alguna forma, ser socialmente reconocido. Pisar el escenario máximo del Folklore, aunque más no fuera el miércoles, era ganar una batalla simbólica, o eso creía él. Y su público también lo leyó de esa manera. El solo anuncio de su presencia en Cosquín desató la avalancha de críticas periodísticas que coparon todas las discusiones radiales y televisivas en los meses previos. La polémica estaba servida y, conforme los detractores se ensañaban con el cuarteto, los cuarteteros iban fraguando su contragolpe: en los barrios, en los clubes, en la calle, el público de Jiménez se ilusionaba con copar la plaza Próspero Molina y demostrarle al país cuán popular y masiva era su fiesta. Si conseguían llenar la plaza, entonces, tal vez, ganarían una batalla simbólica.
La Comisión Organizadora esperaba una gran concurrencia, pero no al nivel que tuvo. Mero (1988:10) calculó que las entradas vendidas alcanzaron a estrellas nacionales de la talla de Horacio Guaraní o Mercedes Sosa, cuando fue el retorno a la democracia en 1983. A pesar del maltrato al que sometieron al público cuartetero,[16] este soportó la situación con la ilusión de consagrarse junto a Jiménez en la noche coscoína. Pero al momento del espectáculo, miles de personas quedaron afuera,[17] y la Comisión Organizadora sobrevendió entradas de manera escandalosa. Cuando Jiménez salió al escenario, el público, que duplicaba la capacidad de la plaza, comenzó a adelantarse y a invadir el espacio de los asientos de adelante. La gente no se sentaba, como lo hacía normalmente el público de Cosquín, los cuarteteros querían bailar y acercarse al escenario, como hacían en los bailes, invadiendo la zona de plateas.[18] Estos negros no reconocían a los que más pagan el derecho a tener un mejor lugar. Si Ernesto Sammartino hubiera estado vivo, no habría dudado en calificar la situación como «aluvión zoológico». Hubo empujones, gritos, bastonazos de la policía y algunos heridos, y las personas que habían pagado los asientos de adelante, para ver los números folklóricos, empezaron a trepar, aterrorizados, al escenario. La marea de gente amenazaba con terminar la noche en tragedia y Jiménez, que había alcanzado a cantar un par de canciones, tomó la decisión de finalizar anticipadamente el show. Se despidió del público pidiéndoles que se fueran «tranquilos», recordándoles que esto «era una prueba de fuego» para el cuarteto.
En los días siguientes los principales diarios de Córdoba emitieron su sentencia: los cuarteteros eran unos inadaptados. «Fue el Pandemonium. Familias de turistas corrían despavoridas ante el vandálico accionar de los fanáticos alcoholizados», describía La Voz del Interior en su tapa del día viernes 29 de enero (el destacado es del original). Y en su crónica de la Tercera Sección, bajo el título «Una euforia demencial quebró la quinta luna», insistía en que la responsabilidad era del público cuartetero, y sus hábitos:
El escándalo desatado por las huestes de Carlitos Jiménez escribió una de las páginas más oscuras de la historia del festival.
(…) Más de un centenar de colectivos puestos al servicio del artista por una empresa de transporte, abandonaron al atardecer distintos puntos estratégicos de la capital provincial rumbo a la fiesta que se anunciaba. ¿Quién no podía imaginarlo? Desde entonces, miles de litros de vino comenzaron a derramarse en miles de gargantas ansiosas. Tampoco es un secreto que el de Jiménez, es el público más difícil. (La Voz del Interior, 29 de enero de 1988)
La cobertura del episodio de Cosquín condensó el malestar de los sectores culturalmente dominantes en torno a la presencia ineludible del cuarteto, pero sobre todo de su público, en el espacio social compartido. Ese malestar venía caldeándose desde años anteriores por su presencia en los medios masivos de comunicación y en el centro de la ciudad. Ocupar el Festival de Cosquín terminó por hacer estallar el odio racial y de clase que sentían por los sectores subalternos.
En este marco, entre los meses previos al episodio de Cosquín, cuando se debatía acaloradamente si la Comisión del festival había hecho bien en convocar a Jiménez, y los años siguientes a esa noche malograda, Jiménez sacó varias canciones que se inscriben en el tópico identitario y terminan de configurarlo. En estas composiciones, a diferencia de las anteriores, se va a perfilar un sentimiento de orgullosa subalternidad de clase.
5. La identidad cuartetera como resistencia
La convocatoria del Festival Nacional de Folklore de Cosquín había abierto una caja de pandora. Hasta ese momento los productores de cuarteto no habían reclamado para sí ser embajadores del «ser cordobés» como parte del «ser nacional». Pero la invitación al Cuarteto Leo, y su éxito, había desatado la discusión sobre qué es folklore cordobés y qué no lo es. Ocurre que Córdoba, si bien es sede de los principales festivales folklóricos del país, carece de géneros de música folklórica que sean distintivos de esta provincia —siendo la variante cordobesa del gato, lo más autóctono que tiene—. Ya desde los años 70 folkloristas cordobeses como el Chango Rodríguez comenzaron a mostrar preocupación por dotar a Córdoba de un ritmo que pudieran adjudicarse como propio (Argüello, 2023). Sin embargo, esos intentos no prosperaron y Córdoba quedó carente de un ritmo que pueda reclamar como autóctono. Mientras tanto, el cuarteto avanzaba y ganaba popularidad en las barriadas del obrerío cordobés.
De modo que existía allí, entre las músicas folklóricas regionales, una vacante pasible de ser reclamada. Pero a los productores de cuarteto nunca les interesó, realmente, ingresar al campo del folklore —es decir, someterse a sus lógicas de producción, a sus paradigmas discursivos, a sus instancias de consagración, etc.—. El cuarteto es su propio campo, tiene sus reglas de producción y consumo propias, y mal harían sus productores en someterse a las de otro campo de producción musical. Ni lo necesitaban, ni les convenía. Pero ganarse ese lugar como representante del ser cordobés, a fuerza de apoyo popular, era darse un baño de legitimidad frente a sus detractores.
En el apartado anterior comenté que tanto Jiménez como el público cuartetero habían entendido que Cosquín era una prueba de fuego para el cuarteto, y que el público se convocó multitudinariamente porque entendía que apoyar a Jiménez era apoyar al cuarteto y, en ese gesto, a sí mismos. Entendían que cuando los sectores dominantes repudiaban a su gusto musical era a ellos a quienes repudiaban realmente. Esa identificación entre la música —y músicos— con el público, no fue invento de Jiménez. Siempre que se cuestionó al cuarteto, en realidad se cuestionaba a su público y a sus productores, de modo que esa equivalencia ya estaba implícita en los discursos alteritarios que estaban en circulación.
Lo que va a hacer Jiménez es capitalizarlo a través de las siguientes operaciones discursivas: a) extender ese nosotros cuarteteros a productores y público, apelando a una reciprocidad entre ellos, b) asociar la identidad cuartetera a la —buena— identidad cordobesa, c) invertirle el signo a través de d) asociarle valores positivos que e) convierten al enunciador, no casualmente, en el mayor exponente de esa identidad.
Después de la participación del Cuarteto Característico Leo en Cosquín, e inmediatamente antes de la de él, Jiménez grabó «Nuestro estilo cordobés», una canción que ilustra claramente esa estrategia discursiva y que permite ver, además, que el choque venía caldeándose desde los meses previos al evento de Cosquín.
Yo sé que hay gente que rechaza la verdad
y se avergüenza de esta pura realidad,
al ritmo nuestro no lo van a sepultar,
porque es muy puro, tiene estilo natural
Y defendemos con orgullo y mucho amor
aquella herencia que mi Córdoba me dio,
y desde entonces late en mi corazón
y lo percibe una nueva generación
Buenos Aires tiene el tango, y La Rioja con la Chaya,
los Salteños con la samba, en Corrientes el Chamamé,
En Santiago del Estero gozan de la Chacarera,
Y nosotros los cordobeses, cuarteteamos hasta morir
Al Tunga Tunga Tunga, no lo van a sepultar,
el ritmo del cuarteto nunca, nunca morirá,
Al Tunga Tunga Tunga, no lo van a sepultar,
el ritmo del cuarteto nunca, nunca morirá,
No, no, no, nunca morirá, no, no, no, será siempre inmortal,
Si, si, si, siempre vivirá, si, si, si, te lo puedo asegurar
(«Nuestro estilo cordobés», Jiménez, 1987)
A pesar de lo elocuente de la proclama de cordobesismo de la tercera estrofa, el discurso identitario de Jiménez es cuartetero antes que cordobés. En esta configuración, para ser cuartetero hay que ser cordobés —siendo el cordobesismo tomado como un valor—, pero no cualquier cordobés era cuartetero, ellos bien lo sabían. Éstos, que rechazan la verdad, que se avergüenzan, del ritmo nuestro —es decir, de nosotros— y que lo quieren sepultar —como a nosotros— también eran cordobeses.
Autoproclamarse representante de una identidad cordobesa–cuartetera era una estrategia discursiva comprensible en un campo donde se estaba disputando lo que era verdadero cuarteto, y lo que no lo era. Allí donde el cuarteto blanqueado suavizaba las marcas de lo local, índices de esa subalternidad geográfica y cultural, y donde los sectores culturalmente dominantes repudiaban las marcas de clase del cuarteto, Jiménez las reivindicaba en una estrategia diferenciadora. Orgullosamente cordobés, orgullosamente popular, orgullosamente cuartetero.
Sentí la vibración de nuestros cuarteteros
Es este mi mensaje humilde y sincero,
Esto no es un secreto, no hay ningún misterio,
Nosotros somos pueblo, sentimos lo nuestro
(«Animate flaco», Jiménez, 1988a)
El sentimiento de orgullo es, casi diría por definición, una respuesta posible ante algo o alguien que está poniendo en duda el valor del sujeto. Por eso el orgullo cuartetero apareció, y se intensificó, a medida que crecía su estigmatización. Pero decir que es posible no es decir necesaria. El blanqueamiento del cuarteto también fue una respuesta a esa estigmatización, pero una respuesta que asumió como ciertos los cuestionamientos y accedió a adaptarse. En cambio, blandir el sentimiento de orgullo por sus marcas de subalternidad fue una opción estratégica, una respuesta resistente del cuarteto de Jiménez.
El orgullo identitario forjado en ese nosotros, que ahora incluía a productores y público, posicionaba al enunciador en una relación de comunidad con un enunciatario. Un enunciatario que sentía que el desprecio de los sectores culturalmente dominantes por esa música era un gesto de violencia contra ellos. Y en ese vínculo, el enunciador demandaba a todos los integrantes de ese colectivo, «defender» ese legado —como símbolo de sí mismos— de quienes lo quieren «sepultar».
Es evidente que hay un pueblo cuartetero
que sigue fiel a su más puro sentimiento,
igual que un hincha a su cuadro preferido
o el ciudadano a su partido político
Estamos vivos, sí, estamos vivos, si
gracias al pueblo cuartetero estamos vivos, si
seguimos vivos, si, seguimos vivos, si
gracias al pueblo por haber sido tan fiel, así
(«Gracias al pueblo cuartetero estamos vivos», Jiménez, 1988b)
En este vínculo de reciprocidad que se trama en ese nosotros, el «representante» (el enunciador) y el «pueblo» (el enunciatario) se deben mutua lealtad. La lealtad como valor, el fanatismo, el «aguante», si se quiere, como prescripción de la actitud valorada en el consumo de música, forma parte del pacto que esta identidad cuartetera supone entre productores y público.
Soy un fana
A los cuatro vientos,
Y llevo por mis venas
Sangre de cuarteto
Fanático seré
Hasta el día que me muera,
Dentro de mi cajón
Llevaré mi bandera
Esa que representa
El ritmo del cuarteto,
Quiero de corazón,
porque orgulloso me siento
(«Soy un fana», Jiménez, 1988b)
Lo ha entendido la mayoría,
Los que han aprobado lo nuestro
Yo quiero disfrutar a pleno,
A tope, tope, tope lo que da el cuarteto
Solo hay que ser alegres, como ustedes
Como ustedes lo viven todo el tiempo
Ustedes que lo palpan, que lo sienten
Ustedes, son ustedes, todo el ejemplo
(«Simplemente baila», Jiménez, 1990)
6. Conclusiones. El tópico identitario como estrategia discursiva
Aunque en la actualidad está bastante instalada la idea de que el cuarteto cordobés es el género musical característico de esta provincia, lo cierto es que no fue sino hasta los años 80 cuando esa asociación entre género musical e identidad cordobesa fue asumida por los productores de cuarteto. Hasta entonces no había formado parte del paradigma tradicional ni del paradigma banqueado.
El tópico identitario, como me propuse mostrar, emergió como estrategia discursiva de Carlos Jiménez en el marco de las disputas sociales que se estaban dando dentro del propio campo cuartetero y en la sociedad cordobesa en un nivel más amplio. El agotamiento del paradigma tradicional del que venía Jiménez, el avance del paradigma blanqueado y la creciente estigmatización social del cuarteto, pero principalmente de su público, son las condiciones que lo llevaron a introducir cambios en su propuesta musical.
El tópico identitario le permitía, en un primer momento, poner en valor sus competencias y su trayectoria para diferenciarse del paradigma blanqueado. Ser cuaretero «de corazón» , cantar con sentimiento antes que con corrección y técnica, defender el tunga–tunga, no dejarse influir por los criterios de valoración de Buenos Aires, sostener las marcas sonoras características del género, ser humilde y tener trayectoria en el campo eran los recursos que caracterizaban al —buen— cuartetero. En ese primer momento, cuarteteros designaba a un nosotros los músicos de los cuartetos, pero, conforme avanzaba la década de los 80 y crecía la estigmatización que pesaba sobre el público de los bailes de cuarteto, ese nosotros los cuarteteros se va a extender al público.
La identificación de productores y público en esa etiqueta cuarteteros existía con anterioridad a la apuesta discursiva de Jiménez. Era una etiqueta estigmatizante que utilizaban los sectores culturalmente dominantes para justificar su desprecio de clase bajo la excusa del buen gusto estético y moral. La estrategia de Jiménez fue, entonces, adoptar y resignificar esa etiqueta como algo positivo, presentándose orgullosamente cordobés, orgullosamente cuartetero, orgullosamente subalterno.
Es allí cuando va a construir esa equivalencia entre ser —buen— cordobés y ser cuartetero, ser cuartetero y ser popular. Y ser popular era ser humilde, cantar con sentimiento, vivir con alegría, defender el legado cuartetero, brindarse al público y ser Leal. Este nosotros va a incluir al enunciador en un rol de representante del colectivo —pues es quien, no por casualidad, ostenta esos valores y tiene una trayectoria cuartetera que lo avala— y al enunciatario que, merced a esa lealtad cuartetera y a esa identificación con el enunciador, ya no es un simple consumidor de cuarteto sino un fan.
El tópico identitario en el cuarteto cordobés surge, entonces, en los años 80 como una estrategia diferenciadora de Jiménez. Ser cuartetero será, desde entonces y por varias décadas, sinónimo de negros para algunos y de orgullosa subalternidad de clase para otros.
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Notas
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