Imágenes que suenan. Representación y género en prácticas musicales y performáticas
Sounding images. Representation and gender in musical and performative practices
Revista del Instituto Superior de Música
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 1666-7603
ISSN-e: 2362-3322
Periodicidad: Semestral
núm. 24, e0046, 2023
Recepción: 04 Agosto 2023
Aprobación: 14 Noviembre 2023
Resumen: Nuestros respectivos trabajos de investigación de los últimos años en el campo musicológico han tenido en común el estudio de las imágenes a partir de las cuales resignificamos prácticas musicales y performáticas del pasado o de la contemporaneidad. Partimos de las ideas desarrolladas por Louis Marin en varios de sus textos, escritos entre las décadas de 1970 y 1990, quien propone repensar la noción de imagen como categoría que designa una representación. Proponemos el uso de imagen musical como categoría analítica para referirnos a toda imagen plástico–visual–performática que sostenga una práctica musical; en otros términos, a las representaciones de prácticas musicales contenidas en ellas. Para este fin elegimos dos casos de estudio bien diferentes en su materialidad: las coreografías del ballet Estanciade 2010 sobre la obra de Alberto Ginastera compuesta en 1941 y las fotografías de mujeres músicas publicadas en La Mujer. Revista argentina para el hogar editada en Buenos Aires entre 1935 y 1943. Los abordamos desde la perspectiva de género y nos preguntamos sobre el poder de las imágenes musicales, a partir de las nociones de transparencia y opacidad.
Palabras clave: imagen musical, representación, poder.
Abstract: Our respective research works in recent years in the musicological field have had in common the study of images from which we re–signify musical and performative practices from the past or contemporary times. We start from the ideas developed by Louis Marin in several of his texts, written between the 1970s and 1990s, who proposes to rethink the notion of image as a category designating a representation. We propose the use of musical image as an analytical category to refer to any plastic–visual–performance image that supports a musical practice; in other words, to the representations of musical practices contained in them. For this purpose we have chosen two case studies that are quite different in their materiality: the choreographies of the ballet Estancia de 2010 based on Alberto Ginastera's work composed in 1941 and the photographs of women musicians published in La Mujer. Revista argentina para el hogar published in Buenos Aires between 1935 and 1943. We approach them from a gender perspective and ask ourselves about the power of musical images, based on the notions of transparency and opacity.
Keywords: musical image, representation, power.
1. Imágenes que suenan
Nuestros respectivos trabajos de investigación de los últimos años en el campo musicológico han tenido en común el estudio de las imágenes a partir de las cuales resignificamos prácticas musicales y performáticas del pasado o de la contemporaneidad.[1] Dicho abordaje es válido no solo porque, en algunos casos, las imágenes son el único modo de acceso a la información sobre esas prácticas sino, y al mismo tiempo, porque posibilitan la construcción de sentidos y de niveles de interpretación, siempre abiertos a nuevas lecturas. En este trabajo proponemos el uso de imagen musical como categoría analítica para referirnos a toda imagen plástico–visual–performática que sostenga una práctica musical; en otros términos, a las representaciones de prácticas musicales contenidas en ellas.
Partimos de las ideas desarrolladas por Louis Marin a lo largo de toda su obra producida entre finales de 1960 y principios de la década de 1990. En su libro Des pouvoirs de l’image publicado en 1993 como obra póstuma, revisa la noción de imagen como categoría que designa un modo de ser, una ilusión, un reflejo aparente, una representación.[2] (Marin, 1993:10) Nos preguntamos si dicho abordaje teórico-metodológico que el autor consideró aplicable a gran variedad de objetos —entre ellos, la representación teatral, el paisaje, la cartografía, las ciudades y centralmente, la pintura y la literatura— es pertinente para el estudio de imágenes musicales. En el Ensayo introductorio que Agnès Guiderdoni escribe para la edición en español de Destruir la pintura (Marin, 2015 [1977]) se pregunta si es posible definir a Marin como un «pensador de lo visual» para afirmar, más adelante, que no es un historiador del arte sino «(...) ante todo un pensador de la representación en todas sus dimensiones, sea verbal, visual o musical, que abordó un vasto conjunto de objetos a la manera de un filósofo». (Guiderdoni, 2015:7-9, 17)
Marin propone una epistemología del arte en relación interdisciplinaria con las ciencias sociales y cuestiona las posturas teóricas que pretenden la aplicabilidad de métodos y procedimientos de las ciencias sociales a las artes, ya que las obras de arte producen su propia reflexión teórica al mismo tiempo que son creadas.[3] Por lo tanto, el autor nos ofrece considerar a las producciones artísticas —plásticas, sonoras, lingüísticas— como «conjuntos significantes en tres sentidos: semiótico (semántico), estético (y sensible) y patético (y afectivo)». (Marin, 1990:948–949). A su vez, señala que «las obras de arte no pueden separarse del imaginario individual y colectivo, de los modos y las estructuras en que se organiza la historia y los grupos sociales que le dan sentido». (Marin, 1990:949).
La imagen como categoría fue teorizada por varios autores como Benjamin (2012 [1925]) y Rancière (2011 [2003]). Benjamin vincula dicha noción de modo dialéctico con el pensamiento y la escritura de la historia, por lo que afirma que las imágenes aportan conocimiento. Las mismas contienen aquellas huellas o restos materiales que constituyen un movimiento disruptivo, una emergencia que permite reconfigurar la historia desde el presente. Es este «pensar en imágenes» —Denkbilder— el que contiene su apertura a la legibilidad.[4] (Neuburger, 2015:195)
Por otra parte, la noción de imagen de Marin puede articularse con los entramados hermenéuticos que propone Rancière en El destino de las imágenes (2011). En particular, en lo que respecta a las relaciones complejas, el itinerario de sentidos, las trayectorias, los intercambios y reposos que se dan entre las prácticas artísticas, las formas de visibilidad y los tipos de pensamiento puesto que «ocuparse del estatuto de la imagen, de sus vínculos con la palabra y la representación, de los trabajos de significación que admite y propone, implica necesariamente una actitud polémica».[5] (Bustinduy Amador, 2011:10)
La relación entre imagen y palabra ha sido profundamente estudiada en la historiografía del arte en la Argentina. Para la noción de representación José Emilio Burucúa afirma que la nueva teoría de la representación basada en los trabajos de Louis Marin y de Roger Chartier, de las décadas de 1980 y 1990, es más amplia por el hecho de incluir la idea de lo que se presenta a sí mismo representado, y en este sentido, abarcar fenómenos como los del arte abstracto del siglo XX, la música y cualquier aspecto de la performance (2002:59–60).[6] Por su parte, Laura Malosetti Costa (2002:93) señala que las imágenes [visuales] se presentan como artefactos culturales que contienen una capacidad transformadora más allá de los sentidos evocados y que además de la profusa discursividad que generan a su alrededor, impulsan una serie de prácticas que agregan o quitan significados que determinan ámbitos de exposición, circulación, reproducción en soportes determinados o eventuales abandonos u olvidos. Las historiadoras del arte Andrea Giunta (2003) y Marta Penhos (2005) también han incorporado este enfoque para analizar sus respectivos casos de estudio. Giunta lo considera apropiado para indagar en «las múltiples inscripciones de una imagen y sus consecuencias»[7] (2003:35).
La musicología crítica —desde la década de 1980, en adelante— planteó una diversidad de modelos de análisis, entre ellos: la semiótica musical, la historia social y cultural, los enfoques socio–discursivos, la iconografía musical, la hermenéutica, entre otros. Antoine Hennion (2003 [1993]) tomó ideas centrales de Louis Marin en años posteriores para el caso específico de la música en su libro La pasión musical. A su vez, la musicología feminista revisó categorías y marcos teóricos que ampliaron los enfoques transversales e interdisciplinares. Al respecto, Pilar Ramos López en la Conferencia de la Asociación Argentina de Musicología (2021) subrayó los aportes de la Escuela de los Annales a la historiografía de la cultura y del arte —a la que pertenecen, entre otros, Marin y Chartier— como las nociones de prácticas culturales, apropiación y representación para el abordaje de diversas áreas de estudio en el campo musicológico.
Este trabajo pretende un acercamiento oblicuo —en términos del propio Marin— a los objetos seleccionados con el fin de aproximarnos desde este encuadre teórico y metodológico al análisis de imágenes musicales. Para este fin elegimos dos casos de estudio bien diferentes en su materialidad: las coreografías del ballet Estancia de 2010 sobre la obra de Alberto Ginastera compuesta en 1941 y las fotografías de mujeres músicas publicadas en La Mujer. Revista argentina para el hogar editada en Buenos Aires entre 1935 y 1943. A su vez, para dicho análisis se asume perspectiva de género siguiendo a Scott (2008:30) quien considera que dicha categoría «ofrece una buena manera de pensar sobre la historia, sobre la forma en que se han constituido las jerarquías de la diferencia —inclusiones y exclusiones— y de teorizar la política (feminista)».
Proponemos mirar las imágenes musicales de las versiones coreográficas del ballet Estancia representadas en ocasión de los festejos conmemorativos del Bicentenario de la Revolución de Mayo.[8] La primera se realizó en el Teatro Independencia de la ciudad de Mendoza, el 24 de mayo de 2010, con dirección musical de Ligia Amadio y coreografía a cargo de Rubén Chayán.[9] La segunda, en el Teatro Argentino de la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, el 26 de mayo de 2010, bajo la dirección musical de Rodolfo Fischer y coreografía a cargo de Carlos Trunsky.[10] Ambas versiones estuvieron basadas en la música compuesta por Ginastera cuyo argumento está inspirado en las actividades rurales que se realizan en una estancia argentina y en el que se intercalan textos del poema épico Martín Fierro de José Hernández (1871–79). La primera versión coreográfica fue estrenada en el Teatro Colón de Buenos Aires en el año 1952.[11] Con relación a las versiones seleccionadas sostenemos que cada una de ellas plantea una imagen diferente a partir del mismo material sonoro.
Asimismo, proponemos un recorrido por las imágenes musicales que muestran el vínculo entre la mujer y la música en La Mujer. Revista Argentina para el hogar (1935– 1943), publicación periódica mensual.[12] El primer número menciona como destinataria a la mujer por considerarla «columna del hogar y de la familia» y la publicación es una más dentro del género de revistas femeninas y para el hogar, de gran circulación en las décadas de 1930 y 1940.[13] El corpus de imágenes disponible muestra la representación de las mujeres músicas en la diversidad de prácticas de la época: conciertos, audiciones radiales con público, festivales, números musicales en eventos deportivos y su inclusión como «estrellas» del cine y la radio. Sostenemos que las intérpretes —tanto las dedicadas a los repertorios de música popular como a los de música «de conciertos» — fueron representadas con imágenesque van desde la mujer santa, pasando por la mujer madre y benefactora hasta la mujer prostituta, estereotipos que reproducen los modos de representación de las mujeres en la industria cinematográfica y en la prensa periódica de las décadas estudiadas.[14]
1.1. Transparencia y opacidad
¿Qué es la representación para Louis Marin? En varios de sus escritos el autor fue construyendo esta definición, analizando ejemplos de obras de arte visuales y literarias. Recupera el concepto de representación del Grupo Port Royal del siglo XVII y su equivalencia con la noción de signo «en cualquier nivel que se analizara el lenguaje (término, proposición, discurso) y cualquier ámbito al que ese lenguaje perteneciera (verbal, escrito, icónico)» (Marin, 2009:135). Equipara la noción de imagen y texto y de ese modo se ocupa de la producción de sentidos vinculando el lenguaje y el pensamiento con la imagen y lo visible. Asimismo, les asignó un sentido distintivo al limitar la noción de texto a la producción discursiva, lo legible, lo que puede ser dicho, diferenciándolo de la noción de imagen como aquello que es visible, mostrado, representado, puesto en escena. Por otra parte, deconstruye el término lectura en la utilización que se ha hecho del mismo para designar, comprender o interpretar objetos o formas que no pertenecen al campo de la escritura.[15]
Abordamos la noción de representación en tanto el conjunto de imágenes, textos y otros objetos culturales que poseen dos dimensiones: una transitiva, por la que refieren a algo fuera de sí mismos y otra reflexiva, por la que hablan de sí mismos. Se trata de representaciones que deambulan entre transparencias y opacidades, tensionando los sentidos en los que reside su poder. (Marin, 2006 [1989], 1990, 1993, 1997) En otras palabras, nos referimos a la ambigüedad, la polisemia, lo residual en la cadena de significaciones posibles.
Adentrándonos en el doble sentido que Marin asigna a la representación hallamos que el primero refiere a un valor sustitutivo, es decir, que toma o llena el lugar de algo que no está. Es el efecto de una presencia ante la ausencia. Es el momento transitivo, presenta algo a la imaginación, simula, hace como si fuese la cosa, la re–presenta. El segundo remite a un valor intensivo, dispone a la vista, expone, muestra, redobla la presencia. Es el efecto «de constituir a un sujeto por reflexión del dispositivo representativo» (Marin, 2009 :137), es lo que hace presente el sujeto de la presentación, el momento icónico y reflexivo. (Marin, 1993 y citados anteriormente). Tal como lo explica Guiderdoni (2015:16) en estas dos instancias de la representación reside el poder de las mismas puesto que implican una tensión que determina la profundidad significante de una obra que se dispone entre los efectos de la transitividad y la reflexividad. Para explorar el funcionamiento de la representación y sus problemas teóricos Marin advierte que es preciso considerar cómo se articulan dichas dimensiones: qué procedimientos, configuraciones, metáforas y otros dispositivos de la enunciación se presentan en ellas. (Marin, 2006 [1989]:15).
¿Qué es la opacidad de la representación? La opacidad se define como una de las dimensiones de la representación. Mientras que la mímesis está ligada a la transparencia y a la eficacia del signo por naturaleza o por convención —lo que asegura la comunicación (Marin, 1997:68)—, la opacidad es aquello que hace ruido, un residuo invisible, aquello que emerge por accidente, por azar o por intención de comunicar algo (Marin, 1997:71). La opacidad, en los términos de la pragmática contemporánea que plantea Marin retomando a Panofsky, constituye un aspecto crítico de la representación (Marin, 1997:64 –65). Es la dimensión reflexiva y el autor advierte que es la opacidad la que produce los efectos de placer, goce y afectos como vehículos de la significación (Marin, 1990:954). Reconocemos en este planteo una vinculación estrecha con los abordajes más actuales que consideran lo emotivo–afectivo en el ámbito de las ciencias sociales.
Aunque el autor no incursionó en la representación de lo musical o lo sonoro, reafirmamos nuestro estudio de las imágenes musicales a fin de actualizar la pregunta por el poder que contienen. En este sentido, Marin expresa:
La única manera de conocer la fuerza de la imagen (...) consistirá, por lo tanto en reconocer sus efectos leyéndolos en las señales de su ejercicio sobre los cuerpos que miran e interpretándolos en los textos donde esas señales están escritas en los discursos que los registran, los cuentan, los transmiten, los amplifican, hasta detectar algo de la fuerza que los ha producido. (Marin, 2009:149)
2. Transparencias y opacidades en Estancia del Bicentenario
Consideramos que todos los elementos performáticos «representados» y «presentados», en tanto presencia de una ausencia y en tanto mostración de algo que se presenta a sí mismo conforman la coreografía,[16] que es una imagen en los términos definidos por Marin. Se trata de representaciones coreográficas que aunque comparten material musical construyen un encadenamiento de significaciones posibles entre transparencias y opacidades. ¿Qué poder o fuerza simbólica contienen las imágenes de la obra ginasteriana en el marco de las conmemoraciones por el Bicentenario argentino? Para abordar el análisis de las dos coreografías de Estancia mencionadas se tendrán en cuenta los siguientes materiales: las video filmaciones de ambas funciones, los programas de mano, algunos artículos de prensa periódica y registros de observación etnográfica de las funciones. Nos proponemos analizar cómo funcionan los dispositivos de representación en estas coreografías y especialmente indagar en las opacidades que vinculan la obra con la efeméride nacional.
A partir de los diferentes registros de estas coreografías —música, danza, vestuario, argumento, entre otros— se construyen imágenes gauchescas aludiendo de modo transparente a los ambientes geográficos como la pampa y el campo, a las tareas y costumbres camperas como la doma de caballos, la jineteada, la cosecha, los bailes folklóricos y a los versos de Martín Fierro. Por otra parte y de modo opaco, mientras sugiere tensiones de clase entre personas del campo y la ciudad también contiene diversas expresiones de género tales como la heterosexualidad obligatoria,[17] la masculinidad dominante[18] y la feminidad frágil[19] que a partir de disposiciones corporales y performáticas son performativas[20] y, como tales, son parte constitutiva de las disputas por los sentidos políticos de la nación.
2.1. Estancias en 2010, disputas de sentidos nacionales
Desde el punto de vista musical, para la puesta platense el coreógrafo Trunsky realizó una selección de ocho danzas de la conocida obra ginasteriana integrada por «cinco más vibrantes y tres más líricas» según quedó expresado en el programa de mano. En cambio la versión mendocina coreografiada por Chayán se realizó de manera completa, con un total de doce danzas, agrupadas en cinco cuadros.[21]
Siguiendo a Marin: «El artista consciente o inconscientemente (...) impregna de cuestiones personales, estrategias o tácticas sociales, ideológicas, políticas, psicológicas en la ambigüedad de una imagen o en la imprecisión de un enunciado figurativo». (1997:64–65). Ginastera elige para este ballet la temática gauchesca y toma versos del canonizado poema nacional mencionado para intercalar entre los números de danza y para sostener la trama argumental. El argumento, también creado por el músico, transita un día completo en una estancia pampeana y describe idílicamente la vida cotidiana de los gauchos y paisanas: su forma de vida, el trabajo duro, los momentos de regocijo, su música y folklore, la inmensidad de la llanura y su soledad. Por otro lado, sugiere la dicotomía campo–ciudad como parte de las tensiones sociales y políticas profundas que preocupan a mediados del siglo XX. Entonces, el soporte musical apoyándose en esta referencia textual construye una imagen que, en su dimensión transitiva remite a «lo gauchesco» como metonimia de «lo nacional». (Liut, 2022). Esta obra de Ginastera reúne un conglomerado de convenciones sonoras en torno a la resignificación de la figura del gaucho y de las danzas y músicas folklóricas construyendo un imaginario identitario argentino homogéneo y unificador, propio del nacionalismo musical.[22] Dichas convenciones, para la época, contienen una intención homogeneizadora del discurso acerca de lo nacional en torno al campo y se alinean ideológicamente junto a un modelo de nación ligado a la producción agropecuaria.
La cuestión del campo en Argentina es explorada frecuentemente en los proyectos políticos incluso en la actualidad. El paradigma de país como «granero del mundo», es decir, basado en una economía agroexportadora, sigue siendo una discusión vigente. Sin embargo, el gaucho como héroe nacional presenta aristas y, en este sentido, Adamovsky (2019) al calificarlo como «indómito», advierte que se lo disputan ideologías políticas opuestas, tanto la derecha conservadora como quienes impulsan la cultura popular. Cabe preguntarse cómo funcionan estos entramados de imágenes y discursos en las recientes presentaciones surgidas en el contexto del Bicentenario patrio. ¿Por qué la obra está en sintonía con las fechas patrias? El compositor explica: «por su fuerza natural, por su riqueza intrínseca y su profunda y descarnada belleza, nuestro campo es uno de los ejes de la vida argentina» (Buch, 2003: 8). Pero en términos de Marin, hacen «ruido» estas palabras, por lo que indagaremos en el entramado de opacidades que las coreografías presentan.
En la puesta de la capital mendocina a cargo del coreógrafo Rubén Chayán y concentrando nuestra mirada en los cuerpos, los gestos, los movimientos, el vestuario y los elementos esceno–técnicos se observa un alto grado de transparencia en la representación mimética del gaucho y su ambiente. Los bailarines están caracterizados como tales, considerando la iconografía folklórica: los hombres con sombreros, pañuelos en el cuello, bombachas, botas con espuelas, camisa blanca y chaleco; las mujeres con faldas amplias, con volados y peinadas con trenzas. Aunque los movimientos que las bailarinas realizan son propios de la técnica de la danza clásica se van alternando con figuras, gestos y posiciones de las danzas tradicionales del folklore argentino. En algunas escenas grupales se observan bailarinas que zarandean en puntas de pies, por ejemplo en Pequeña Danza. Cuando ingresan los Peones de la hacienda bailan con herramientas de labriego y simulan realizar la cosecha mientras manipulan a las bailarinas que representan trigos y que al ser cosechadas, se recuestan. En el Idilio Crespuscular la pareja de bailarines invitados —Hernán Piquín y Cecilia Figaredo— interpretan un pas de deux, un baile de galantería amorosa que podemos asociar a la zamba pero que ejecutan priorizando el lenguaje de danza clásica.
En el Malambo final, los hombres de la compañía zapatean con botas al estilo malambo mientras que las paisanas zarandean con gracia y en puntas. En esta coreografía se observa en su dimensión transitiva una gran similitud de «lo gauchesco» entre lo presente y lo ausente expresado en los cuerpos, la danza, el vestuario. También en la escenografía y los decorados el campo se evidencia a través de tranqueras, trigos y en los movimientos pantomímicos de las bailarinas que hacen como si fuesen caballos en La doma, o trigales o estrellas en el Nocturno. La intercalación de los versos del poema Martín Fierro entre los números de danza le agrega aún más transparencia. Aquellos textos fueron encarnados vocalmente por un actor —Jorge Fornés— que los recita cumpliendo la función de narrador. Él aparece en escena caracterizado como gaucho actual con pantalón, pañuelo en el cuello, zapatos y camisa con escarapela, debido a que esta función es una «velada patriótica» por el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Este gaucho actual expresa los versos de Hernández de manera más cercana al habla urbana del presente, ya no se fuerza una declamación gauchesca al modo de una payada. De ese modo se diferencia del barítono Fernando Lázaro quien interpreta los dos fragmentos cantados—Triste pampeano y Nocturno— con un sombrero y pantalón de labriego realizando una interpretación vocal impostada al estilo de un cantante de ópera.
En la puesta platense el coreógrafo Carlos Trunsky asumió una tarea con mayores riesgos, partiendo del lenguaje de la danza contemporánea que permite mayor ductilidad corporal, movimientos de contracción y relajación, pies descalzos y vestuario unisex. El mismo consiste en pantalones anchos y chalecos largos en tonos grises y azules que pueden aludir al vestuario de obreros fabriles. La única diferencia entre el grupo de bailarines que representan a los habitantes del campo de los de la ciudad es el color de sus camisetas: rosa y celeste para mujeres y hombres de la ciudad; naranja y verde, para mujeres y hombres del campo. Ningún bailarín con botas ni mujeres con trenzas ni faldas amplias. En este caso, la presencia en ausencia del gaucho se percibe a través de una representación más sutil, más ambigua, menos mimética.
En esta coreografía se observan danzas de pareja. Por un lado, se sugieren las posturas y disposiciones corporales de danzas folklóricas argentinas como la alineación enfrentada entre bailarines y el palmeo del comienzo o los brazos elevados en forma de corona, por ejemplo, en Los puebleros [Figura 5]. Por otro lado, un pas de deux, es decir, un adagio romántico entre la pareja que entabla el idilio al estilo de los ballets clásicos [Figura 6]. También se intercalan momentos coreográficos grupales generando tanto diálogos como enfrentamientos entre los grupos del campo y de la ciudad, u hostigamientos y simulaciones de tortura por parte de los patrones hacia los trabajadores rurales. El escenario en fondo negro se halla despojado de cualquier referencialidad campestre salvo durante la escena en la que ingresa un televisor enorme y en su pantalla se proyectan escenas de plantaciones de soja.
Por su parte Trunsky incluye textos del poema de Hernández aunque no son los seleccionados por Ginastera en su partitura ni tampoco se personifican en escena. La voz en off aporta un sentido de omnipresencia a los versos del gaucho Martín Fierro y hacia el final, cuando solo quedan palabras sueltas, resuenan como deconstrucción del texto original. En el programa de mano no hay un relato argumental de la obra aunque se evidencia una dramaturgia contenida en las palabras del coreógrafo:
La puesta en escena está pensada como la coexistencia de elementos de naturaleza distintas. (...) La danza no pretende contar una historia, pero sí se enmarca dentro de los parámetros que planteó el compositor: alba–día–tarde–noche–alba, la dicotomía entre el campo y la ciudad. (...) Y finalmente, me doy el permiso de agregar una «Argentina Gringa» que llora a los pies del hombre original de nuestras tierras.
La bailarina se destaca en la obra. La mayoría de sus movimientos se disponen en un lenguaje de danza contemporánea a través de caídas y secuencias en el piso, enlaces con movimientos del torso y gran soltura y expresividad corporal. Esta figura femenina por momentos usa zapatillas de puntas. Este recurso sugiere un «ser/estar» en otro mundo, en otra instancia, como una divinidad, para este caso, como la madre tierra, la Pachamama. En algunos momentos solo deambula por el escenario observando y rodeando a los demás intérpretes como marcando un límite o mapa. En otras ocasiones interviene mediando entre los bandos campo–ciudad —disyuntiva ideológica de nuestro país de largo tiempo—; también se recuesta, agobiada ella misma de tanto dolor, incertidumbre, pelea, desigualdad. Hacia el final parece portar algún poder sanador o espiritual, abraza y recompone al hombre maltratado devolviéndole la voluntad de continuar caminando y dándole esperanzas [Figura 7]. Este personaje funciona, en términos de Marin, como dispositivo de opacidad, ya que presenta múltiples capas de sentidos, centraliza la mirada y exhibe un valor intensivo en su presentación.
El mencionado personaje protagónico femenino desafía, por un lado, al estereotipo del gaucho–macho que demuestra su hombría a través de la exhibición de fuerza y violencia viril como marcas de ejercicio de dominación y poder, expresión de masculinidad hegemónica patriarcal que sostiene el relato sedimentado de la ficción nacional. Y, por otro, subvierte el estereotipo de paisana donosa, sumisa, dispuesta pasivamente a la galantería masculina.[23] Esto se revela especialmente en la Danza Final que contiene el conocido Malambo. Dicha danza folklórica argentina se ha construido performativamente como la más masculina de las danzas folklóricas argentinas. Aquella masculinidad está reforzada musicalmente a través de convenciones sonoras de género que algunos estudios de la musicología feminista han develado, tales como el uso de sucesiones ascendentes de acordes mayores (IV–V–I), la llegada a tiempo fuerte del compás, predominio del aspecto rítmico por sobre el melódico, melodía diatónica, claridad en la textura (McClary, 1991). Ginastera elige esta danza para culminar la obra y dispone de dichas convenciones musicales que producen los efectos sonoros de un final «masculino» espectacular. Sin embargo, sobre este soporte musical, Trunsky sitúa un personaje femenino empoderado que transfigura la dicotomía de clase en impulso y lidera una lucha colectiva mientras se va alcanzando el efectivo desenlace ginasteriano.
3. Mujeres músicas e imágenes: presencias en ausencias
Presencias en ausencias o presencias de sí mismas, las imágenes tienen el poder de traer al presente aquello que quedó oculto en los pliegues del pasado, o más precisamente, en los pliegues del relato histórico. Para el caso de la historia de la música en la Argentina son innumerables las mujeres músicas que no ingresaron a ese relato hasta hace relativamente pocos años. El recorrido por las páginas de La Mujer (1935–1943) nos permite observar el espacio central asignado a las intérpretes de todos los géneros de la música popular: el tango, el folklore argentino y latinoamericano, la música popular española, el jazz, entre otros, y las dedicadas a la música «de conciertos». Como anticipamos, las representaciones de la mujer en las publicaciones femeninas de la época transitan una serie de estereotipos que van desde la femme fatale a la mujer–madre y la mujer–benefactora, pasando por la mujer profesional, el ama de casa moderna, la joven «disponible» de familia de alta sociedad, entre otras categorías. (Ariza, 2009:83). Todas ellas aparecen en las páginas de La Mujer y fueron utilizadas para la representación de las intérpretes, tanto en la dimensión iconográfica como en el uso de categorías difusas e inestables para nombrarlas. Dichas representaciones contienen transparencias y opacidades, las que generan tensiones y ambigüedades en los términos que venimos describiendo.
3.1. La opacidad del retrato
La mayor proporción de imágenes son retratos con las características técnicas y estéticas de las décadas de 1930 y 1940. La mujer fotografiada aparece en primer plano, con mirada lánguida, gesto serio o una sonrisa apenas esbozada, observando algo fuera de cuadro. Sugiere una actitud misteriosa, esquiva o inquietante, entre otros sentidos que podríamos atribuirle. Las mujeres músicas retratadas se asemejan a las divas del cine hollywoodense y la sola observación de sus retratos no nos permite conocer qué repertorios ejecutaban, en qué lugares y circunstancias actuaban o quienes conformaban su público. No hay diferencias con las reproducciones de las «estrellas» de cine nacional e internacional que inundan las páginas y las portadas de la revista. Si bien el retrato es la fotografía de una mujer singular, lo que supone el grado de mayor transparencia en su contemporaneidad —por lo menos, para las lectoras a quienes estaba destinada la revista—, el estudio de series innumerables de retratos y la distancia histórica con las mujeres retratadas muestran su opacidad: imágenes que se presentan a sí mismas, en su dimensión reflexiva. Lo que Marin define como un «efecto de sujeto», es decir, cuando la representación se presenta a sí misma y se constituye en sujeto de la presentación. Coincidimos con Guiderdoni cuando afirma que el modelo teórico y dialéctico que el autor propone es paradójico en tanto una ausencia asociada a la visibilidad, y por el contrario, una presencia asociada a la invisibilidad (2015:16,17–28).
Asimismo, en la repetición de las series de retratos reconocemos la gradación de estereotipos atribuidos a la representación de las mujeres por los estudios feministas y de género: desde las maternales y benefactoras a las prostitutas, en torno al modelo de hogar patriarcal; desde las lánguidas y ausentes a las sensuales y provocadoras, que ocuparon las pantallas del cinematógrafo y las páginas de las revistas. Hacia 1940 comenzaron a incluirse imágenes nuevas, las de las protagonistas del cine norteamericano y local: mujeres deseadas por los hombres y envidiadas, en secreto, por las espectadoras «decentes» tal como lo explica Denise Pieniazek en su análisis del cine clásico argentino (2018:107). Mujeres con cabellera larga y rubia —metáfora de la potencia sexual—, uñas como garras, labios pintados intensos y la piel de blancura extrema, todos símbolos de la mujer vampiresa del cine silente ahora devenida en la femme fatale del cine de géneros. En este punto coincide con Karush en que la «mujer fatal» refuerza el orden patriarcal, moralista y conservador de la época. La mujer libre que satisface sus pasiones y deseos sexuales muestra a las mujeres de la vida cotidiana lo que no deben hacer ya que la pasión y el deseo son sancionados en virtud de la defensa del honor femenino. (Karush, 2013)
Seleccionamos una serie de retratos en los que la honorabilidad femenina dentro del orden patriarcal imperante está a resguardo. Así encontramos a las mujeres lánguidas, con miradas melancólicas, que fijan su atención fuera de cuadro. Cada una en su individualidad, diferentes pero parecidas, se observan los rasgos que se repiten en las intérpretes, ya sean folkloristas, cancionistas —de tango, de jazz, de ritmos centroamericanos—, cantantes líricas o instrumentistas. Nuestras mujeres músicas se convierten en «tristes y ausentes» gracias a los trucos del maquillaje, las cejas delgadas y en arco y los labios simulando un corazón.[24]
De este modo fueron fotografiadas las folkloristas Hilda Rufino, «La Cuyanita», y Mencia Lucero [Figura 8]; las cantantes líricas Eugenia Harrison, Germaine Dupré y Liana Andrade, entre otras [Figura 9]. Las pianistas más destacadas de la época también se parecían a las «estrellas» misteriosas del cine nacional: en este ejemplo, Marisa Regules. La observación del retrato no nos permite saber qué instrumentos y repertorios ejecutaban, qué escenas transitaban, cómo sonaban las músicas que producían. El retrato paradójicamente oculta y se muestra a sí mismo en su mayor grado de opacidad.
3.2. Transparencias en cuerpos de mujer
Como excepción a la preeminencia del retrato aparecen imágenes que hacen visible la relación mujer–música, ya sea en su rol de ejecutantes o en la reconstrucción del imaginario de las músicas que interpretan. Este vínculo se hace evidente cuando aparece el cuerpo de la intérprete, el instrumento que toca y el ámbito donde la ejecución se desarrolla. El mayor grado de información que estas imágenes brindan permite identificar qué rol desempeñaban como intérpretes, qué repertorios ejecutaban y conocer si eran intérpretes de géneros de la música popular o de música «de conciertos». Estudios más recientes en el campo de estudios visuales reafirman que las imágenes tienen tanto peso en la construcción de imaginarios como los discursos lingüísticos. En su trabajo sobre imágenes fotográficas de mujeres publicadas en Caras y Caretas hacia la década de 1930 con relación a las prácticas sociales, espaciales y corporales en tiempo de ocio, Gisela Kaczan propone a las imágenes como «artefactos visuales» y destaca que la imagen fotográfica es siempre una «escena construida» (2017:68 y sig.).
Para nuestro estudio seleccionamos imágenes de las cancionistas Nelly Omar, Zumilda Araya, Dorita Raquena, Chichita Romero y Élida Lacroix, entre otras, cuando aparecen fotografiadas sonriendo frente al micrófono. [Figura 10]. La observación de la serie permite afirmar que las imágenes contienen la doble dimensión que Marin les asigna: por un lado, su transitividad y en ese sentido, la mayor transparencia cuando traen al presente a aquellas mujeres singulares y exitosas que poblaron los estudios de radio de Buenos Aires en su época de apogeo. Al mismo tiempo, la similitud entre las fotografías —en relación con el gesto de las intérpretes, el plano en que la cámara fotográfica las recorta, el micrófono como metonimia del medio radiofónico en su totalidad— y la presencia fuera de cuadro del público asistente a la transmisión en vivo refuerzan la reflexividad de la imagen, su opacidad. (Guiderdoni, 2015:16–18).
Otras imágenes agregan detalles sobre la vestimenta, el peinado o accesorios, que remiten al imaginario de los repertorios que recrean: las folkloristas Virginia Vera, Chola Luna y Rebeca López Godoy, con vestidos de paisanas, trenzas largas, mate y guitarra [Figura 11]; «La Mejicanita», con vestimenta típica y un gran sombrero mexicano; «La Satanela», cancionista española que se muestra con un vestido muy ceñido y los hombros desnudos, afirmando la imagen de femineidad en el escenario. (Green, 2001:58–62)
Se encuentran imágenes de intérpretes de música «de conciertos» en las que se observa la relación con la profesión. Algunas cantantes líricas aparecen cantando frente al micrófono o leyendo partituras. La representación de las mujeres guitarristas —aún hasta épocas bien recientes— merece un comentario: todas aparecen de cuerpo entero o medio cuerpo, en posición de tocar la guitarra, con faldas largas y amplias que cubren totalmente las piernas cruzadas. La guitarra parece constituir una barrera física e ideológica entre el cuerpo de la intérprete y el público que la mira (Ibídem). De este modo aparecen fotografiadas las integrantes del conjunto folklórico «Hermanas Toranzo», Olga Abbiato y María Herminia Antola [Figura 12].
En el estudio mencionado que Gisela Kaczan realiza sobre una colección de fotografías de mujeres en el balneario de Mar del Plata en la década de 1930, comenta las connotaciones que pueden asociarse a la posición de las piernas cruzadas (Kaczan, 2017:72). La autora analiza este punto en términos de «códigos emancipatorios de género» y agrega que la forma de vinculación cuerpo–espacio permitiría descifrar cambios en la condición de subordinación de las mujeres «en transición hacia la emancipación». En el caso de la construcción de imágenes con la disposición de las piernas juntas funcionan como códigos inhibidores del proceso descripto.
La necesidad de resguardar las inquietantes fantasías sexuales que despierta la entrepierna femenina constriñe insinuaciones de separación o apertura que perviven más allá de la actitud de reserva, desenfado o coqueteo de la retratada. Las piernas cruzadas serían un signo inequívoco del ser mujer, conformarían una fórmula de moralidad con el fin de preservar su virtud, más allá de las sugerencias que podría dar el fotógrafo.
Los ejemplos seleccionados nos permiten aplicar la noción de imagen —en el sentido amplio que Marin dio al término—, reconocer la tensión entre transparencia y opacidad que contienen y la apertura de sentidos que dichas imágenes posibilitan. Desde la opacidad del retrato —que no muestra diferencias entre la estrella de cine hollywoodense, la mujer de alta sociedad y la cancionista de tango— hasta la mayor transparencia en la representación de las mujeres guitarristas, las fotografías de mujeres músicas no solo hablan de sí mismas sino también de una política de la imagen en estrecha vinculación con las jerarquías de género, la clase, el clima cultural e ideológico en el que dichas imágenes se produjeron y circularon.
4. El poder de las imágenes musicales
El abordaje de Marin es una propuesta teórico–metodológica que abre posibilidades para la investigación de las prácticas artísticas considerando la noción de representación desde tres ámbitos: desde lo formal, sensible y afectivo; desde los vínculos culturales teniendo en cuenta la recepción, los usos de las obras y el conocimiento que las mismas construyen; y desde el estudio de los discursos relativos a esas prácticas. Estos tres registros implican por un lado, la dimensión descriptiva de las obras; por otro lado, la interpretación que dichas obras disparan y, finalmente, una dimensión meta–teórica a la que Marin denomina opacidad. El autor explora las conexiones entre las imágenes y los textos. Podemos leer las imágenes y pintar con palabras. Estos vínculos e intercambios entre lo visible y lo legible posibilitan profundizar en la dimensión reflexiva de la representación. Entonces, la imagen es una categoría que permite conocer.
Siguiendo con Marin, ¿en qué reside el poder de las imágenes? Esta cualidad dual, la de su transitividad y su reflexividad, es el ser de la imagen, su fuerza y su eficacia: «la personificación de lo ausente como energía de autopresentación » (Marin, 2009:147). La potencia invisible de la poiesis, aquel rumor, ruido, eco o recuerdo que dejan las prácticas artísticas como «resto» y que impulsan el deseo de conocimiento es lo que Marin define como la opacidad de la representación y, en ella, justamente, residen los poderes de la imagen.
¿Cuál es el poder de la obra ginasteriana en el marco de las conmemoraciones por el Bicentenario argentino? ¿Se trata de un poder estético–político? ¿Dónde reside dicho poder: en sus configuraciones sonoras, en las imágenes, en la coreografía, en los relatos? La celebración de 2010 se torna una ocasión especial para revisitar Estancia ya que nos brinda la oportunidad de pensar las capas de sentido de sus imágenes respecto a la relación entre lo nacional y la producción agrícola y revisar las representaciones del gaucho en el siglo XXI en torno a las opacidades que contiene su universo simbólico.
Por lo descripto, el poder de las imágenes para el caso de la propuesta coreográfica de Chayán en Mendoza se halla en la tensión entre la transparencia de su imagen mimética gauchesca tradicional —expresada en la variedad de signos escénicos de la puesta— y la opacidad que une a las imágenes homogeneizadoras que consolidó el llamado nacionalismo musical argentino en torno a la figura del gaucho y el campo. A su vez, que en dicha provincia se elija una imagen más arraigada a la tradición para este evento patrio, acrecienta la mostración del sentido de nación que asume, en este caso, un ideario político conservador ligado al modelo de país como productor agrario, «granero del mundo». En la Danza final: Malambo, la imagen de uno de los símbolos nacionales, la bandera argentina, flamea en manos de uno de los gauchos y luego del eufórico final musical grita: ¡Viva la patria! y el público responde entusiasmado: ¡Viva! [Figura 4].
En cambio, en la versión coreográfica de Trunsky en La Plata sobre el mismo segmento musical se sitúa un personaje femenino empoderado: una matria que lleva adelante la reconciliación de los dos bandos, que impulsa la unión a través de movimientos al unísono de todo el grupo y con ello pone en crisis al gaucho como imagen hegemónica de la identidad nacional.[25] Llegando al final, la bailarina se ubica en el centro de la escena y se arma coreográficamente la bandera argentina: ella toma el lugar del sol mientras que los demás bailarines se alinean en dos bandas horizontales. La tendencia progresista–popular del gobierno argentino de ese período se propuso como política cultural actualizar las visiones sobre los relatos históricos, los símbolos y héroes nacionales mientras que paralelamente acompañó las reivindicaciones de las agrupaciones de los derechos humanos y las luchas de los feminismos.[26] Por lo tanto, la opacidad de esta coreografía es la fuerza simbólica de dicho personaje femenino en ese contexto en el que una mujer preside el país, lo que habilita seguir discutiendo los sentidos de nación tensionando la lógica del sistema patriarcal.[27] En tanto imagen musical esta coreografía tiene la fuerza de impulsar la reflexión sobre sí misma y a su vez, evidencia el poder de subvertir los sentidos unívocos.[28]
¿Cuál es el poder de las imágenes de mujeres músicas publicadas en la prensa periódica femenina de Buenos Aires de las décadas de 1930 y 1940? La reconstrucción de las prácticas y escenas musicales del pasado —y de pasados no tan lejanos— supone la reconstrucción de la sonoridad de una época. Para las décadas estudiadas, cuando ya se contaba con la fabricación y distribución masiva de discos y la reproducción hogareña a través de la radio y de equipos reproductores, es posible acceder a esos mundos sonoros a partir de los registros fonográficos. Sin embargo, proponemos el recorrido inverso: desde la imagen pasando por el texto hacia lo musical y finalmente, lo sonoro.
No todo lo que sonaba en las salas de conciertos, en los estudios de radio con audiciones con público o en las prácticas de la vida social y cotidiana, se grababa. Las imágenes, en este caso, son representación de otra cosa: presencia en ausencia. En su dimensión transitiva nos permiten acercarnos a las prácticas musicales de mujeres que no fueron incluidas en los relatos históricos. Asimismo, el estudio de la representación de las mujeres músicas en la prensa periódica femenina devela que, más allá de que se dedicaran a la música «de conciertos» o a los géneros de la música popular, fueron mostradas a través de estereotipos. Los mismos transitan desde los roles tradicionales de la mujer en el seno del hogar patriarcal hasta los que expresan connotaciones sexuales negativas en el espacio público.
El retrato, como imagen ilusoria de singularidad en la reproducción de aquellas mujeres a las que retrata, es al mismo tiempo paradojal al contener el mayor grado de opacidad. Las fotografías de mujeres reconocibles en su contemporaneidad se presentan a sí mismas como sujeto de enunciación y se constituyen en presencias asociadas a la invisibilidad. Su poder radica en que construyen sentidos que trascienden el contexto en el que fueron producidas y renuevan su vigencia a través de la distancia histórica.
A partir de Louis Marin reflexionamos acerca del poder que las imágenes ejercen en tanto hacen presente una ausencia en la doble dimensión temporal y espacial, y al mismo tiempo, se presentan a partir de su propia materialidad. En este sentido afirmamos que las imágenes musicales como imagen plástico–visual–performática que sostienen una práctica musical contienen una fuerza intrínseca, su opacidad. Estas ideas nos permiten transitar e interrogar los objetos que abordamos y desplegar nuevas interpretaciones transdisciplinares.
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Notas
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