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Recepción: 01 Septiembre 2021
Aprobación: 19 Octubre 2021
Resumen: En este artículo se presenta el estado de conocimiento actual de la música afroargentina en base a la etnografía del autor en las últimas tres décadas en las provincias de Corrientes, Chaco, Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Esta actualización se contrasta con el dictamen sobre el tema expedido con premura por la academia ortodoxa pues hasta fines del siglo XX afirmaba que no existía y, de hecho, tampoco los que originaron esta música, los afroargentinos del tronco colonial. Tal disociación entre realidad y relato es explicada desde un marco teórico que permite entender al silencio como espacio de poder que dicha academia se reservó en su estudio de los grupos no-blancos preexistentes al Estado, desatendiendo el método científico en obsecuencia a proyecto de los grupos hegemónicos en el poder que bregaban por una Argentina “blanca” a espejo de las metrópolis europeas y los Estados Unidos de América.
Palabras clave: música afroargentina, racismo científico, silencio.
Abstract: This article presents the current state of knowledge of afroargentine music based on the author´s ethnographies in the last three decades in the provinces of Corrientes, Chaco, Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires and Ciudad Autónoma de Buenos Aires. This update is contrasted with the opinion on the subject hurriedly issued by the orthodox academy, since until the end of the 20th century it affirmed that such music did not exist and neither did those who originated this music: the afro-argentines of the colonial trunk. Such dissociation between reality and story is explained from a theoretical framework that helps to understand silence as a space of power that the aforementioned academy reserved in its study of non-white groups that pre-existed the State, disregarding the scientific method in obedience to the project of the hegemonic groups in power that upheld a "white" Argentina mirroring the European metropolises and the United States of America.
Keywords: afro-Argentine Music, scientific racism, silence.
1. Introducción
A los negros siempre nos cascotearon el rancho,
ahora que se la banquen. Mi padre me decía,
“cuando vengan a preguntarles algo, ustedes se
callan”
Fuente: Horacio Rodolfo Pérez, afroporteño,
2015
La Argentina no se diferencia del resto de América por no tener población afrodescendiente sino por no reconocerla como parte fundacional de su historia, cultura y presente. Ella se remonta al arribo de los conquistadores europeos que trajeron sursaharianos esclavizados como cuerpo de obra y marcadores de estatus. Estamos hablando de un sistema-mundo esclavodependiente que hizo con la triangulación comercial Europa-África-América una acumulación de capital durante 350 años que posibilitó el posicionamiento de Europa como Primer Mundo y la Revolución Industrial (Mignolo, 2001). Más allá de su cuantificación, el país hasta 1861 (año final de su abolición) participó y se benefició de ese comercio, por lo que parte de nuestra riqueza material y cultural se debe a esta población cuyos descendientes hoy se autodenominan, entre otros términos equivalentes, afroargentinos del tronco colonial (Cirio, 2015a). Es un recordatorio sombrío porque el Estado-nación, las instituciones educativas y la sociedad en general han reducido su memoria al mínimo, confinando al silencio todo lo que tuviera que ver el tema. La Generación del 80, responsable de las bases del ser nacional en tareas medulares como escribir la Historia, lo excluyó al posicionarnos potencia emulando a las metrópolis. Hoy, la visión generosamente monocromática de “lo nuestro” desestima cualquier grupo no-blanco sea negándolo, minimizándolo o extranjerizándolo (Segato, 2007).
Si la música es un modo de comunicación estética, pues requiere de un destinatario para cumplir su función, el silencio es más que la ausencia de éste o del emisor. También puedo entenderlo como una expresa coerción para silenciar la música afroargentina, un desinterés hegemónico en considerarla valiosa, pertinente y contemporánea que llevó a un estado de su no-estudio hasta hace pocos años (Cirio, 2007c). El silencio opera, así, cual metáfora de una violencia tendiente a anular el incómodo recordatorio de un pasado esclavista y una contemporaneidad mestiza donde los afroargentinos se empoderan interpelando esta narrativa, acción que resumen en la frase “queremos de parte del Estado el reconocimiento a nuestro aporte a la historia argentina” (Lamadrid, 2011: 27).
En este artículo analizo esta tensión con el silencio hegemónico porque, en verdad éste no es tal sino que, como sostiene Elizabeth Jelin (2002), los grupos que disputan la legitimación de cierta narrativa no entablan su lucha en términos de “memoria contra olvido” sino de “memoria contra memoria”. Se trata de una historia contada desde el sufrimiento de la inexpresión, de la no-escucha, desde el “vacío” documental. Es una lectura incómoda para la narrativa dominante pues procuro explicar cómo esta música fue y es (des)apercibida y (des)entendida por la sociedad envolvente, el Estado y, salvo excepciones, la academia. Si sus cultores estiman al tambor su álef identitario, sostengo que cuando lo tocan no solo lo hacen por divertimento o solaz (suscribiendo al entendimiento occidental del hacer musical), también tiene implicancias políticas, en el sentido de procurar respeto y reconocimiento. No es de extrañar que esa también fuera -aunque en sentido contrario- la estrategia de esclavócratas en bandos como éste, porteño, de 1766:
Se prohiven los bayles indesentes que al toque de su tambor acostumbran los negros; si bien podran publicamente baylar á quellas danzas de que usan en la fiesta que celebran en esta Ciu.d assi mismo se prohiven las juntas que estas, los mulatos, indios, y mestizos tienen para los juegos que ejercitan en los huecos, vajo del rio, y extramuros […]: todo bajo de la pena de doscientos azotes, y de un mes de barranca á los que contrabiniesen (AGN, Sala X, 8-10-3).
Unos y otros sabían que el tambor era menos inofensivo de lo que parecía. La trasgresión de su silencio estaba expresamente condenada, mas el tambor sigue sonando.
La teoría que guía mi análisis es la descolonialidad del poder pues, si "El etnocentrismo y el cientificismo constituyen dos figuras -perversas- del universalismo" (Todorov, 2009: 53), desbrozar el cientificismo a favor de una ecología de saberes -opción epistemológica y política superadora del pensamiento abismal-, redituará en esta parte del mundo enriqueciéndonos con saberes de grupos excluidos como el afroargentino, rehabilitando subjetividades racializadas reprimidas. Para Ramón Grosfoguel (2008, en Carballo y Mignolo, 2014: 46) hay jerarquías constitutivas de la matriz colonial, entre ellas “Una jerarquía epistémica donde se privilegian los conocimientos occidentales sobre cosmogonías y conocimientos no-occidentales institucionalizados a través del sistema global de universidades; los ‘otros’ producen religión, folklore, mitos, pero nunca teoría o conocimientos”. Siguiendo a De Sousa Santos (2010: 37), como “ningún tipo de conocimiento puede dar explicación a todas las intervenciones posibles en el mundo, todos ellos son incompletos en diferentes modos”, al ampliar el horizonte de posibilidades honramos nuestro pensamiento mestizo pues el saber no debe entenderse “como-una-representación-de-la-realidad” sino “como-intervención-de-la-realidad” (De Sousa Santos 2010: 36). A esta altura es claro que saber y poder se correlacionan inversamente y ello se agranda cuando la hegemonía maximiza su desprecio por el Otro declarando a sus saberes inexistentes (epistemicidio), minorizándolo vía disciplinas creadas ad hoc (como el folclore) o exterminándolo (genocidio). Esto jaquea el concepto de Verdad, cuya definición más provocativa quizá sea la de Michael Foucault (1992: 9): “especie de error que tiene para sí misma el poder de no poder ser refutada sin duda porque el largo conocimiento de la historia la ha hecho inalterable”.
El artículo se divide en cinco partes. Luego de esta introducción despliego el marco teórico desde el cual atenderé el problema planteado. En la tercera presento el estado del arte de la música afroargentina profundizando en las tres áreas en las que vengo realizando mi investigación. En la cuarta parte trato de responder la pregunta disparadora de este artículo, ¿por qué una historia social del silencio? Dado el estado del arte alcanzado sobre la música afroargentina, buena parte de la academia sigue renuente a aceptar su existencia, reproduciendo verdades de escritorio desde un racismo científico ya insostenible. Finalmente, cierro con las conclusiones donde realizo un punteo de cómo estas dos memorias sonoras dinamizan su pugna, esto es, el programa interpelador que operan los afroargentinos hacia el Estado, la academia ortodoxa y la sociedad en general para hacerse oír en tanto signo de presencia de un grupo constitutivo del país que se había dado por extinto y, con ello, sus prácticas culturales como la musical. Ilustro esto con un caso que, de hecho, fue el que me incentivó a escribir este artículo, cómo fue representada la música afroargentina en la exposición Música en Argentina 200 años, realizada en Buenos Aires en 2012.
2. Hacia una descolonialidad del silencio
La teoría de la descolonialidad del poder, formulada por el sociólogo peruano Aníbal Quijano a fines del siglo XX, hoy es una de las cuatro teorías latinoamericanas que cruzó la frontera epistémica hacia el norte geopolítico (Segato, 2014: 13). Ella permite desbrozar los caminos que llevaron, desde el gesto colonial que implicó la invasión ibérica a lo que hoy es la Argentina, la construcción de conceptos como raza, color, nación, conocimiento científico, identidad nacional y narrativa histórica -entre otros- en el marco del surgimiento de tres grandes categorías que rigen nuestro sentir-en-el-mundo, América, capitalismo y modernidad, siendo ésta, a su vez, integrada por la trilogía capitalismo, colonialismo y europeísmo (Dussel, 2014: 38-40). Esta teoría permite problematizar el criollismo como estrategia identitaria que nació y se impuso hegemónicamente operando sobre el gaucho una tradición selectiva de lo que creía conveniente, quedando expulsados de casi toda representación a los pueblos originarios y los afroargentinos del tronco colonial. Oscar Chamosa (2012) analizó esta cuestión, interpelando las décadas de producción académica al respecto a la construcción, imposición, naturalización y divulgación de la llamada música folclórica. La descolonialidad del poder ayuda a entender este enigma echando luz pues aboga por reconstruir y restituir “historias silenciadas, subjetividades reprimidas, lenguajes y conocimientos subalternizados por la idea de totalidad definida bajo el nombre de modernidad y racionalidad” (Segato, 2014: 18). Ello fue porque
“El estado-nación moderno europeo es una etno-clase: la emergente burguesía blanco-europea, cristiana, en sus variadas ramas […]. En consecuencia, el estado se corresponde con una nación y esa nación es la etno-clase blanca, cristiana, europea y burguesa. De tal modo que el estado le pertenece a una nación y deja fuera y en silencio otras naciones […]. Hay una identificación entre El estado y Una nación de tal manera que todavía hoy es común hablar de nación para referirse al estado” (Carballo y Mignolo, 2014: 123).
En todos los órdenes de la Argentina finisecular la estrategia de la elite no difirió, en sustancia, a la del resto del continente: convertirla en un país blanco por la triple operatoria de la “regeneración de la raza” vía la inmigración ultramarina, el extermino y confinamiento de los pueblos originarios y, respecto a la población afro, el silencio historiográfico en la certeza de que “desaparecería sola” por la citada inmigración e improcedencia de sus costumbres (Andrews, 1989; 2007). Se trató de un olvido vía el silencio historiográfico para, en términos de Maurice Halbwachs (2011), cortar los lazos sociales de la memoria. Para ello deben comprenderse algunas relaciones entre memoria y los procesos por los que los implicados se disputan sentidos, como la memoria subterránea de los marginados, los excluidos y los grupos minoritarios, generalmente desconsiderada por la Historia hasta hace poco pero sustantivada por la historia oral (Schwarzstein, 1991). Tal perspectiva clarifica el carácter opresor, totalitario y uniformador que suele arrogarse, siendo necesario recuperar tales memorias para democratizar el juego de voces en el inacabable proceso de dar sentido al pasado y comprender el presente de modo plural. El silencio es un fecundo campo analítico si no se lo toma como ausencia de contenido porque, en tanto dador de significado, la abstención sonora, electiva u obligatoria, es sintomática desde la etnografía del habla al ser parte del comportamiento verbal (Burke, 2001; Basso, 2000) y permite entender cómo en el último milenio “las realidades del poder en el sistema-mundo moderno han moldeado una serie de ideas legitimadoras que han permitido mantenerse en el poder a los que lo ocupan” (Wallerstein, 2007: 92).
3. Estado del arte de la música afroargentina
Dado el desconocimiento sobre el tema es pertinente precisar qué se entiende por afroargentino del tronco colonial y qué es la música que reconocen propia. La categoría afroargentino del tronco colonial es la resultante de un proceso originado en la Asociación Misibamba (Merlo y Ciudad Evita, Buenos Aires) en 2008. Se fundamenta en una serie de objeciones a la terminología que venía utilizándose para con esta población pues resultaba obsoleta por su carga semántica peyorativa, fruto de un discurso histórico separatista basado en castas (negro, mulato, etc.), por estar en desuso o hacer referencia a una condición estamental, legal y simbólica perimida (negro, esclavo, etc.) o por la vaguedad de términos que pretenden abarcar con inexactitud histórica y cultural la diáspora africana en América (afrodescendiente, afro). Centrándose en el prefijo afro en cuanto denotación de origen, se agregó argentino como expresión de adscripción geopolítica y en la consideración de que el nombre contrarrestaría nuevos intentos de extranjerización. Del tronco colonial testimonia la filiación sociohistórica de sus ancestros. Así, estimando que el uso correcto de las proposiciones hace a la diferencia, se enfatiza que no están en la Argentina sino que son de la Argentina. En otras palabras, explica que en el país hay, además de colectividades de sursaharianos y afroamericanos, descendientes de una población preexistente a la nación y formadora de ella. Si bien los ancestros de los afroargentinos del tronco colonial también habían “bajado de los barcos” éstos venían de África, eran negreros y no traían inmigrantes sino secuestrados.
Con el tiempo esta población fue generando una cultura sui generis, resultante de su africanía y del contacto con la sociedad blanca/criolla y con pueblos originarios, con diferentes intensidades y matices en cada provincia. Entiendo, pues, por cultura afroargentina el conjunto de saberes y prácticas reconocidas como propias por los afroargentinos del tronco colonial con elementos concretos y/o estructurales que permitan asociarlos -con relativo grado de certeza- con la matriz afrocéntrica (probada o atribuida), que signó el denominado Atlántico Negro (Gilroy, 1993) y los generados tras la esclavitud en un contexto americano cada vez más interconectado de la diáspora africana hasta el presente. A este universo de saberes y prácticas intangibles deben agregarse aquellos bienes tangibles sucedáneos. En perspectiva histórica responde a esa caracterización todo objeto (escritos, inmuebles, restos arqueológicos, etc.) destinado a, o producido por, esclavizados y descendientes (Cirio, 2011a).
Para la academia formativa del canon historiográfico, antropológico y musicológico los afroargentinos fueron de escaso interés hasta fines del siglo XX. Aunque su estado del arte pueda parecer alentador por la cantidad de publicaciones, al evaluarlo cualitativamente advierto que: 1) La mayoría son de corte histórico y corresponden al período “de oro” de la esclavitud; 2) Hay carencia de marcos teóricos que permitan interpretaciones superadoras de lo empírico pues su mera exposición no es autoexplicativa; 3) Los trabajos de corte social son los menos y es fuerte la presencia de procederes ajenos al pensamiento científico (especulación, informaciones parciales dadas por generales -incluso tomando hechos de otros países como propios-, consideración de textos literarios como reales, uso de datos de terceros sin verificar e, incluso, dándolos por propios; análisis de la realidad reemplazando la etnografía por información mediática de cualquier fuente, anecdotario, opiniones impresionistas y/o fuera de lugar, análisis descontextualizados y, lo fundamental, etnografía asistémica); 4) Poca autocrítica a favor de entronizar a ciertos autores; 5) Suscripción a una concepción estrecha, atemporal y asocial de la música afroargentina reducida a estereotipos, sin entenderla como la resultante sincrética del contacto del afro con otros grupos y desestimando la capacidad de agencia de sus cultores. Esto fue contraproducente, por ejemplo, al analizar su implicancia en el origen del tango y otras música intuitivamente no asociadas a lo afro, como la académica y folclórica (Cirio, 2006, 2007d, 2010a, 2012a); y 6) Excepto por algunos estudios históricos la producción se ciñe al ámbito porteño, lo cual alimenta una visión unitaria de lo afroargentino, tomando la parte por el todo.
Este panorama comenzó a mejorar en los 90. La bisagra es el libro The Afro-Argentines of Buenos Aires : 1800-1900, de George Reid Andrews (1980). Además de su renovada interpretación del pasado, abre un tema que parecía cerrado: los afroargentinos hoy. En musicología hubo que esperar hasta 1993, cuando Alejandro Frigerio publicó el artículo “El candombe argentino: crónica de una muerte anunciada”, para atender un fenómeno que todos calificaban irrelevante, un género musical dado por desaparecido hacia 1850 y cosificado en una forma, función y simbología especulativas, por ejemplo tomando como referente modélico al candombe montevideano, sin fundamento alguno. Frigerio examinó el estado del arte, hizo una lectura crítica de las fuentes y, lo más novedoso, aportó conocimiento original desde la historia oral entrevistando a un afroargentino cultor del género. Con todo, el conocimiento que hay de la música afroargentina es desparejo en tiempo y espacio, lo que impide dar un panorama integral. Dado este panorama, me centro en lo que se conoce con mayor profundidad: el presente en las provincias de Chaco, Corrientes, Santa Fe y Entre Ríos y la ciudad de Buenos Aires y alrededores.
3.1. El culto a San Baltazar (Corrientes, noroeste de Santa Fe y este de Chaco)
Este culto celebra su día el 6 de enero, aunque hoy se vincula menos con la fiesta católica de la Epifanía del Señor o “Santos Reyes” que con la advocación al tercero de esa terna regia, Baltazar. La bifurcación comenzó en la Cofradía de San Baltazar y Ánimas (1772-1856) en la Parroquia de Nuestra Señora de la Piedad del Monte Calvario, Buenos Aires (Cirio, 2000, 2000-2002), creada por la Curia Eclesiástica y la Corona para evangelizar a los afros en tanto herramienta de deculturación y dominación. Por documentos suyos sabemos que sus cofrades, lejos de asimilarse, rendían culto con modos propios en los que la música era su elemento nuclear. Eso les acarreó problemas con la autoridad, que entendía a tal comportamiento como ruidosas supervivencias paganas. Prueba de su éxito en mantener algunas prácticas es su vigencia en el culto litoraleño (Quereilhac de Kussrow, 1980; Cirio, 2000, 2002, 2011a). Del antiguo culto en el noreste poco se sabe. Aunque en los archivos locales no hallé documentación relevante, por historia oral la referencia más antigua es de principios del siglo XVIII en Chavarría (Corrientes).
A diferencia de la Cofradía, hoy esta devoción es mantenida de modo paralitúrgico en capillas y altares familiares, mayormente por personas que no se reconocen, al menos públicamente, como afrodescendientes o, en guaraní, cambá (persona negra). Con todo, el eje del culto identitario sigue siendo la negritud. Lo que tiene en común con la Cofradía es la figura del santo y el modo de expresar la fe, con música y baile, pues para los devotos él, “por ser negro”, es aficionado al candombe y patrono de la alegría y la diversión. La negritud se manifiesta en tres cuestiones: el saber que la génesis de la devoción fue en contexto afro, en las reflexiones que suscita el fenotipo del santo y de algunos fieles, y porque el modo más preciado de festejar su día es con música y danza, considerando a las de matriz afro su epítome. Si bien el modo devocional por excelencia es la música y el baile, cada capilla es autárquica respecto a cuáles realiza, lo que da una amplia gama performática. En este culto las manifestaciones musicales se dan solo durante el ciclo festivo (25 de diciembre al 6 de enero). No pudiendo dar cuenta de todas, trato la charanda o zemba, los cambara’angá y el toque de la tambora.
La charanda o zemba se realiza solo en la localidad correntina de Empedrado. Es una danza religiosa para agradecer y/o solicitar favores al santo, para que su espíritu “baje” a su imagen y para influir sobre fenómenos naturales, como detener o provocar una tormenta (para esta última finalidad basta con la ejecución musical). La coreografía actual es con parejas enlazadas independientes, integradas por una mujer y un hombre que se colocan uno al lado del otro tomados de la cintura y van describiendo círculos en cuatro pasos para luego volver de igual forma sobre lo andado. Realizan pequeños trazos rectos y es casi imposible que las parejas no se choquen entre sí pues no hay sincronía grupal. También, realizando los mismos pasos, se baila de a tres (hombre al centro y dos mujeres a sus costados), o más. Cuando es para agradecer o solicitar un milagro para un hijo pequeño, éste suele ser llevado en brazos. La ejecución es vocal-instrumental. La parte vocal se compone de un ciclo de siete cantos cuya externación es semiindependiente y su orden aleatorio. Las letras son breves, están en español con algunos vocablos en guaraní y otros de origen y significado dudoso o desconocido. No tienen metro fijo ni rima y los devotos afirman que -excepto Gallo cantor, del charandero mayor Rufino Wenceslao Pérez- fueron compuestos por el santo, quien se los enseñó en un tiempo primordial. En la parte instrumental intervienen una o dos guitarras, un triángulo y un “bombo” ambipercusivo, los que, invariable e ininterrumpidamente acompañan rítmicamente el canto con la célula binaria. El tempo es= 100, todos están en modo mayor, en 2 x 4, y su perfil melódico describe una curva que comienza alto y desciende paulatinamente hasta finalizar en tónica. El “bombo” se percute con las manos y su único ejemplar es el de Empedrado. Mide 1,13 cm de largo, está realizado en una sola pieza de tronco ahuecado de forma tronco-cónica abarrilada y sus dos bocas están cubiertas con parches de perro o chivo, sin pelo. Cada parche está sujeto al cuerpo por un aro de metal y corre entre ellos una soga en zigzag (Cámara; 1991, Cirio, 2000, 2002, 2003b).
Por su parte, los cambara’angá son devotos que, en agradecimiento por favores realizados a ellos o a familiares, para el ciclo festivo visten trajes ceremoniales que ocultan su identidad. Su presencia la comprobé en cuatro capillas del sudoeste correntino: El Batel (Dto. Goya), Ifran, Yataity Calle y Cruz de los Milagros y, según terceros, en Mercedes (Corrientes) y General Obligado (Santa Fe). Conforman un resorte lúdico clave en la fiesta, pues deben animarla con gritos y peleas pantomímicas, incitar a los concurrentes a bailar danzando solos, entre ellos y/o armando parejas (bastonero), así como a ayudar en los menesteres necesarios para la celebración. No tienen un baile o una música propia. Su deber es bailar mientras haya música, sea chamamé, “valseado” o cumbia, los tres géneros danzarios de las capillas citadas. Sus movimientos son histriónicos, no pueden ingerir bebidas alcohólicas ni hablar con las damas. Según sus habilidades tocan en los conjuntos de chamamé que se forman ad hoc, mas no advertí que canten, lo cual debería ser en falsete, una única textura vocal permitida para este cargo devocional el cual, por otra parte, casi siempre asumen varones jóvenes y niños. Para adquirir tal condición los postulantes deben participar en un rito de pasaje -“El nombramiento”- al inicio del ciclo festivo, o sea el primer día de la Novena. Durante la procesión algunos montan a caballo y simulan luchas ecuestres con jinetes no enmascarados, donde siempre éstos resultan perseguidos y alcanzados. Cambara’angá puede traducirse como “espíritu de negro”, pues los devotos están personificando al santo. El atuendo consiste en máscara de cabeza, capa, delantal y polainas, con predominio del rojo y el amarillo, por ser los colores del santo. Todas las prendas están atiborradas de apliques: juguetes de plástico, lentejuelas, adornos de Navidad, espejitos, afeitadoras descartables, relojes de juguete, pequeñas luces accionadas a pila, etc. Para las peleas pantomímicas usan revólveres de juguete y boleadoras de lana y espadas de madera o plástico. Dada la importancia de ocultar su identidad, además del uso del falsete ante la pregunta sobre sus nombres los niegan, debiéndoseles llamar cambara’angá, cambacito o cambá (Cirio, 2003a y c).
Otro instrumento exclusivo del ciclo festivo del santo es la tambora, vigente en unas diez de capillas del centro-oeste correntino y norte santafesino, zona en que están la mayoría de las capillas con cambara’angá. Hay un modelo autóctono de c. 35 cm de alto por 30 de diámetro. El cuerpo consta de una serie de duelas de madera atadas por su interior con alambre a dos aros de hierro, los que vienen a conformar el tamaño de sus bocas y son internos. Las duelas (no se emplea ninguna madera en particular, se usan las de cajones de verdulería) solo están adosadas, quedando entre ellas un pequeño intersticio de luz. Los parches pueden ser de guazuncho, perro, vaca o ciervo de los pantanos. No solo cubren las dos bocas, también retoban parcialmente su cuerpo y están sujetos entre sí por correas de tiento del mismo tipo de cuero. También, en algunas capillas se usan bombos tubulares del centro-norte del país (en su tamaño natural o pequeño, de juguete), y, en una capilla, un antiguo redoblante militar. En todos los casos el ejecutante se cuelga la tambora en banderola y percute con dos baquetas uno de sus parches. El que integre la instrumentación de los géneros danzarios tradicionales para san Baltazar (chamamé y “valseado”), al que también se suma desde los 80 la cumbia, es algo fuera de lo común en la música de la región. En la textura sonora sobresale asumiendo el rol principal, pues los actores afirman que es “la voz del santo” y “el símbolo de lo africano”. Así, a diferencia del común de los instrumentos de percusión, no se limita a acompañar sino que es acompañada por los demás. Por ello su toque se considera la presencia del santo en la fiesta, tiñendo de sentido religioso sus performances musicales y activando un proceso simbólico de africanización entendido por los actores sociales implicados solo en este contexto religioso (Cirio y Rey, 2008).
3.2. Las ciudades de Santa Fe y Paraná
Los afrosantafesinos se articulan, básicamente, en torno a la Casa de la Cultura Indo-Afro-Americana “Mario Luis López”, ONG fundada por el matrimonio de Lucía Molina y Mario Luis López el 21 de marzo de 1988. Su política de trabajo es tanto puertas adentro del grupo como puertas afuera. Desempeña una amplia labor cultural y de contención social. Tiene una biblioteca especializada, da cursos temáticos y asesoramiento jurídico por cuestiones de discriminación y racismo. Sus fundadores (Mario falleció en 2010) son invitados a disertar en eventos académicos (inter)nacionales afines a la temática. Publican trabajos científicos y de difusión (Molina y López, 2010), durante muchos años emitieron el programa Indoafroamérica. Un programa por el derecho de las minorías por LRA 14 AM 540 Radio Nacional, y difunden sus actividades en pos de la visibilidad de la temática y la mayor concientización de la raíz afro.
Una de las actividades en las que la Casa se comprometió fue asesorar e instrumentar la Prueba Piloto de Afrodescendientes reseñada. Otro logro fue en 2011, cuando el 17 de abril, por su iniciativa, el Gobierno de Santa Fe descubrió la placa que cambia la denominación “Paseo de las dos Culturas” por “Paseo de las Tres Culturas” (incluyendo la herencia afro) en el espacio existente entre el Museo Etnográfico y Colonial “Juan de Garay” y el complejo franciscano en la calle San Martín y 3 de Febrero. Con motivo de tan trascendental e inédito reconocimiento del Estado respecto a su histórica población afro, se proclamó el 17 de abril como Día del Afroargentino del Tronco Colonial.
La vida musical de esta comunidad es pequeña y pueden discernirse tres cauces. Por una parte, la Casa desarrolla un trabajo de investigación para recuperar la tradición candombera local, vigente por lo menos hasta 1950, último año en que participó del carnaval la Sociedad Coral Carnavalesca - Negros Santafesinos, creada y dirigida por el afroparanaense Demetrio Acosta, conocido como “el Negro Arigós”, en 1900. Llegó a contar con 200 integrantes y era tal su calidad que fue reiteradamente premiada (López 2010). En este plan se conocen, a través de fuentes secas y vivas, cerca de una docena de obras de su repertorio, aunque mayormente solo su texto. En el segundo cauce están los tres hijos del matrimonio López-Molina y otros cogeneracionales que están (re)aprendiendo el candombe local. En esta línea, desde 2011 la institución tiene un grupo propio, Balikumba, que recrea la música afro local. Finalmente, algunos afrosantafesinos practican hip hop y, en concordancia con la estética fuertemente crítica e impugnadora del rap, versan sobre la problemática afro local (Cirio, 2007c).
Por su parte, Paraná tuvo una nutrida población afro que vivió principalmente en el barrio de San Miguel, periférico y anegadizo hasta comienzos del siglo XX y hoy integrado al casco urbano, con la iglesia del mismo nombre como epicentro. Poco se sabe de la música que se practicaba allí a no ser por algunas referencias -anecdóticas las más- de historiadores y memoralistas, con cita de algunas letras. El haber realizado pocos trabajos de campo allí me limita a dar un diagnóstico: 1) La población afroparanaense está atomizada y es excepcional el registro etnográfico de su música e información concomitante; 2) Pese a ello, se sabe que se componía de cantos y bailes, entre ellos un tipo de candombe autóctono, ejecutado con tambores tocados con las manos y quijadas y con cantos al unísono en idiomas africanos, en español o en combinación (lo que concuerda con los escasos testimonios escritos disponibles); 3) Desde 2001 hay un proceso de revitalización musical vía Pablo Suárez, músico e investigador local, autoidentificado como blanco. Frutos suyos son el CD-ROM Tangó de San Miguel (2008) y el DVD Zemba (2009), sobre las batucadas de su ciudad; 4) También, a iniciativa suya, desde 2002 y hasta 2009 el contrafestejo local por el 12 de octubre contó con la solidaridad presencial de la música afro; y 5) Por vínculos históricos con la vecina Santa Fe, Suárez colabora con la entidad santafesina reseñada.
3.3. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires y alrededores
Esta ciudad es el eje gravitacional de buena parte del país y sede del gobierno federal. En ella habita, desde el comienzo de la colonización española, uno de los enclaves afroargentinos más numerosos y antiguos. Si algo se sabe del tema proviene, básicamente, de aquí, aunque paradójicamente es donde más se niega su contemporaneidad y donde el proceso de invisibilización caló con más fuerza en el imaginario social. Actualmente es un grupo pequeño con fuerte cohesión interna que, sumada a su interés por ocultar a la sociedad envolvente sus rasgos distintivos, generó resultados opuestos: por un lado, reforzó el discurso sobre su desaparición pero, por otro lado, le permitió preservar tradiciones vernáculas que, de haber sido mayor su apertura, quizá hubieran perdido. Debido a las crisis por las que atravesó el país y al aumento del costo de vida desde principios del siglo XX los afroporteños se vieron implicados en un proceso de relocalización a localidades del Gran Buenos Aires. Los afroporteños hacen de la expresión musical una instancia estética generadora y afirmadora de su identidad, cuyo álef cifran en el tambor, que indisociablemente unen al concepto de familia. Con todo, no debe caerse en un esencialismo en la relación afroporteños-música ancestral ya que, al menos desde mediados del siglo XIX, se dividen en dos estamentos: “negro usté” y “negro che” (Cirio 2016). Los primeros son minoría y gozan de una posición de bienestar a costa de desentenderse de su africanía, al tiempo que comenzaron a cultivarse y desempeñarse en los mismos ámbitos laborales e intelectuales en los que se promocionan los blancos. Los “negro che” son mayoría y pertenecen a los niveles sociales medio-bajo y bajo. Pocos superan el nivel elemental de escolaridad, por lo que tienen escasa o nula instrucción. Eso los lleva a trabajar en el sector privado como obreros de baja especialización en condiciones no siempre legales, mal remunerados. Culturalmente son éstos quienes han sabido mantener la memoria de sus mayores a través de la práctica comunitaria de su música tradicional pues su vivencia performática constituye un sentido articulador comunicacional con el supramundo de los ancestrales y, por ende, con África.
El canto y el baile son recurrentes entre los afroporteños. En lo que consideran tradicional el candombe es su expresión más alta, aunque hubo y hay otros géneros anteriores y posteriores a su emergencia. Asimismo, tienen canciones de carnaval, para velorios de angelito y de adulto, juegos infantiles, arrullos, etc. (Cirio, 2016a). Esta vida musical familiar también cobra dimensión social en entidades propias. En los dos últimos siglos fueron las “naciones” o “sitios de nación”,1el “tambor”, las “sociedades carnavalescas” -o “comparsas”- y las sociedades de ayuda mutua, culturales, laborales y políticas (Cirio, 2009b). Por razones de espacio daré cuenta de la que la memoria contemporánea conserva mayores recuerdos y que, como veremos, fue foco de protesta: el Shimmy Club. Esta entidad fue fundada por Alfredo Núñez en 1882 como Carlton Club para hacer bailes para la comunidad. A diferencia de otras entidades propias, desde su inicio pareció no disponer de sede, por lo que para sus fiestas alquilaba salones ad hoc. Desde fines de los 20 hasta c. 1978 tuvo como sede la Casa Suiza. Si bien el Shimmy Club nació como exclusiva para afroporteños, desde los 50 fue abriéndose a otras clientelas, como la blanca. La dinámica del carnaval allí era la siguiente: dado que tiene fecha variable (de fines de enero a principio de marzo, según el año), se elegían entre 5 y 8 noches. El baile formal era en el salón principal de la planta baja amenizado por dos orquestas (una de tango y otra de jazz/característica/tropical, según la época) por períodos de 45 minutos de baile y 45 de descanso. Cuando transcurrían los 45 minutos del descanso orquestal el salón tendía a menguar su concurrencia en favor de la terraza y, sobre todo, del subsuelo, donde funcionaba el bufé. Era allí donde ocurría lo trascendental de la vida afroporteña que propiciaba el Shimmy Club: el baile del candombe porteño y la rumba abierta (Cirio, 2016a). Muchas familias llevaban sus tambores, los que tocaban por turnos ad hoc. A diferencia del practicado en las casas (vocal-instrumental), aquí era básicamente instrumental. Casi toda la memoria oral y las fotografías documentadas se centran en este ámbito subterráneo, lo cual lo posiciona como un locus generador, difusor y afirmador identitario. No hay concierto de opinión sobre cuándo cerró el Shimmy Club, aunque parece que fue en 1978. Hay varias respuestas, siendo la más común el alto costo de vida de entonces, amén de la prohibición del carnaval por los militares en 1976. Con todo, vivió unos carnavales más, pues sus organizadores volvieron a la vieja práctica inicial, el nomadismo festivo, mas la modalidad no prosperó pues la concurrencia ya estaba ligada a la ubicación y las disponibilidades de la Casa Suiza con afecto. Al ordenar el repertorio vigente (un centenar de obras) en perspectiva diacrónica, obtuve cuatro grupos que denominé, tentativamente y a fines analíticos: 1) Ancestral africano; 2) Tradicional afroporteño; 3) Tradicionalizaciones modernas, y 4) Contemporáneo afroporteño (Cirio, 2007b):
1) Ancestral africano (10 cantos y 3 toques instrumentales): Es el repertorio tenido por los informantes como más antiguo porque lo asocian al período esclavista e, inclusive, suponen fue gestado en África. Los rasgos de los cantos son compás binario, estructuración sobre la clave 3-3-4-2-4, ámbito reducido, melodía neumática y formas solista-coro y coro-coro. Sus textos, más bien breves, están en lenguas africanas desconocidas por sus cultores, por lo que los hacen según una fonética comunalmente consensuada, solos o con tambores. Además de un par de cantos infantiles, uno de trabajo y otro par del que se desconoce su función, el repertorio estuvo asociado a prácticas religiosas de matriz afro como “bailar el Santo”, o sea entrar en un estado alterado de conciencia mediante la danza para la comunicación con los ancestrales, recibiendo la categoría emic de candombe “en africano”. Los toques instrumentales son con tambores: la zemba (en 2 x 4,= 90), la makumba (en 12 x 8,= 80) y “la sangre negra” (en 2 x 4,= 140), todos binarios. Algunos cantos y toques instrumentales pueden ser bailados por personas de ambos sexos de manera individual o en grupo (en este caso, suelto), basándose el desarrollo coreográfico en la improvisación y, como es norma en las performances artísticas afroamericanas, variando notablemente según el/la performer.
2) Tradicional afroporteño (42 cantos, 4 expletivos, 2 señales sonoras y 1 toque instrumental). El género predominante es el candombe, aunque también hay canciones de cuna, valses, milongas, habaneras, canciones de comparsa, etc. Los textos están en español, ocasionalmente con algún término en “africano” y se estructuran en cuartetas octosilábicas con rima consonante, aunque no son extraños otros metros y la versificación libre. Las temáticas recurrentes son la amatoria y la lúdica, en tono jocoso y cándido. Las obras son breves y suelen hacerse en encadenamientos ad hoc. Melorítmicamente tienen parecido con el tango y la milonga urbana (de hecho algunas obras modulan de sección a sección a la tonalidad paralela), condicionando la clave 3-3-4-2-4 y célula o sus variantes el discurso melódico. El candombe es básicamente vocal-instrumental, el tempo ronda la = 95, lo que requiere de figuras coreográficas cadenciosas, lo bailan hombres y mujeres de manera suelta, con alto grado de improvisación. La interpretación instrumental responde a la organización de matriz afro en términos de funciones (clave, base e improvisación), los tambores -en juego de dos (tambor mayor, tumba base, llamador o quinto y repicador, repiqueteador, contestador o requinto), el primero más pequeño- se tocan con las manos y la parte vocal suele estructurarse como un diálogo entre dos personas o solista y coro.
3) Tradicionalizaciones modernas (43 cantos y 1 toque instrumental). Repertorio fundamentalmente bailable en pareja suelta que, salvo excepciones, son de origen caribeño y estuvieron de moda a partir de 1930. Los afroporteños los aprendieron de los medios masivos de comunicación o de otros músicos -incluso caribeños residentes en el país- en los espacios de sociabilización en que interactuaban. El proceso de tradicionalización se activó, entre otros motivos, por sentirse identificados al ser el autor afrodescendiente, porque el texto versa sobre lo negro y/o al advertir empatía de forma y/o contenido con la música afroporteña. De este modo, por dicho proceso terminó situando a las obras resultantes en un género único, propio y sui géneris, que llaman rumba abierta. Desde la dinámica del tamboreo consiste en tocar la rumba cubana pero con la clave del son, coincidente con la del candombe porteño. Dada la diversidad de fuentes es un repertorio ecléctico, aunque predomina compás binario, de tempo vivaz (= 120 a 140), silábicas y melodiosas, ideal para cantarlas en grupo -siempre al unísono-, con tambores, bongó, clave y, ocasionalmente, otros instrumentos de percusión, a modo de pequeña batería.
4) Contemporáneo afroporteño (18 cantos). Están en español, en metros españoles o versificación libre y sin rima. Son de creación reciente (del 2000 en adelante), sus letras tienen carácter autoreferencial, reivindicatorio de lo afroargentino y críticas de la sociedad blanca. Algunas se interpretan vocalmente y otras suscribiendo a la dinámica de los repertorios 2 y 3. Mayormente tienen amplia libertad melorítmica, lo que coarta su externación en grupo, excepto el estribillo (cuando lo hay), pues es más sencillo.
4. ¿Por qué una historia social del silencio?
Hablar de una historia social del silencio no es un oxímoron. Desde lo histórico y antropológico el silencio no es ausencia de sonido, puede resultar tanto o más expresivo que la palabra ya que, según su contexto y los actores intervinientes, reviste de significados propios. Maurice Halbwachs fue pionero en el estudio de la memoria colectiva (de hecho creó el concepto) y la relación que entabló entre memoria individual y colectiva es referente para los investigadores que lo sucedieron. Su propuesta puede entenderse con la frase “nunca estamos solos” (Halbwachs, 2011: 164), pues nuestros recuerdos son intrínsecamente colectivos, más allá de que su vivencia no haya sido interferida por terceros. Si el humano es un ser social, es dable que exista intercambio entre ambas memorias. Aunque cada individuo tenga una visión única del pasado, los lazos que le dan sentido de pertenencia en los grupos donde vive y actúa proveen los necesarios marcos colectivos de la experiencia, generando corrientes de pensamiento. Dado este vínculo psicosociológico entre presente y pasado es por estas corrientes de pensamiento que recordar nunca es un acto individual. Puesto que cada individuo pertenece y/o actúa en muchos grupos pueden existir divergencias sobre el pasado. Para Halbwachs la estructura de los marcos sociales de la memoria permite organizar y estabilizar los recuerdos, conocer el pasado para darle sentido y conferir función social al recuerdo individual. El olvido irrumpe tras la desvinculación social entre uno o varios grupos, los recuerdos se diluyen al dejar de comunicarse las memorias, tras extinguirse la base de su construcción colectiva, siendo el puente entre lo individual y lo social lo que posibilita la generación, reconocimiento y reconstrucción de recuerdos. Redimensionado a los proyectos de los Estados-nación. Según Benedict Anderson (2000) el museo fue utilizado junto a otras dos instituciones, el censo y el mapa, para la construcción de la memoria nacional:
El censo, el mapa y el museo analiza, por tanto, el modo en que, en forma del todo inconsciente, el Estado colonial del siglo XIX (y las políticas que su mentalidad favoreció) engendraron dialécticamente la gramática de los nacionalismos que, a la postre, surgió para combatirlos. De hecho, podríamos llegar hasta decir que el Estado imaginó a sus adversarios locales […] mucho antes de que cobraran auténtica existencia histórica. A la formación de estas imágenes, la abstracta cuantificación/serialización de personas, hecha por el censo, la logoización del espacio político debida a los mapas, y la ‘ecuménica’ y profana genealogización del museo hicieron contribuciones entrelazadas (Anderson 2000: 14-15).
Aunque centró su estudio en el sudeste asiático, si tomamos para la Argentina el decenio de 1820 que da para el generalizado “atávico fantasear de la mayor parte del pensamiento nacionalista” (Anderson, 2000: 15), nuestra incipiente libertad coincidió con la necesidad de urdir una Historia digna de ser exhibida en nuestros también incipientes museos, construyendo sus otredades indignas de recuerdo, inclusión y pervivencia. Conjugando la triple articulación censo-mapa-museo de Anderson, el Estado argentino conjuró a su población afro a la ausencia: no hay qué contar, no hay dónde ubicarlos, no hay cómo (ni por qué) representarlos, por eso casi no hay lugares en la memoria sobre ellos, cuestión que se entronca al pensamiento de Halbwachs.
La participación argentina en el genocidio africano puede entenderse como una tragedia de equivocaciones cuyas reverberancias llegan a hoy, teniendo como actores involuntarios a esclavizados y afrodescendientes, por un lado, y a los esclavócratas y la sociedad envolvente, por el otro. En conocimiento de la dimensión de este genocidio huelga explicar por qué tragedia; con la adjetivación de equivocaciones. Desde la plataforma teórica elegida procuro dar cuenta del lugar marginal -en el mejor de los casos- al que se confinó al afro en la narrativa dominante, cifrando el silencio su común denominador. Fue el silencio impuesto a los esclavizados a fuerza de dominarlos, fue el silencio de los historiadores lo que permitió minimizar y dar una pátina de trato bondadoso a ese pasado; fue el silencio de los investigadores sociales quienes, incumpliendo con el método científico, obraron en obsecuencia al pensamiento conservador y tornaron irrelevante la cuestión, instalando un vacío avalado por su autoridad (Cirio, 2007c); fue el silencio devenido en sentido común en la sociedad envolvente, que aún cree improcedente pensar la afroargentinidad (Frigerio, 2006, 2008) y, paradójicamente, también fue el silencio autoimpuesto de los afroargentinos frente a la sociedad mayor, urdido como estrategia para la defensa de sus tradiciones distintivas (Cirio, 2009a, 2016a). Cada uno de estos silencios demanda un análisis que excede a este artículo, de ahí la especificación en el título que se trata de “apuntes”. Sumado a ello, el aún precario estado del arte sobre este grupo, en general, y su música, en particular, impide generalizar. Con todo, siguiendo la teoría de la descolonialidad del poder aplicada a lo musical, me centro en dos dimensiones del uso social del silencio: su carga de violencia y su capacidad protectora. De los tipos de violencia que pueden entablarse entre los individuos quizá la simbólica sea la menos conocida y una de las más nocivas y complejas de desmantelar. Cuando se entabla en el sutil juego del silencio (auto)impuesto se suspenden los significados y se rompe, en términos de Halbwachs, todo vínculo social. Así, al dejar de comunicarse saberes se desestructuran de los marcos sociales de la memoria que permiten organizar los recuerdos. En el silencio impuesto desde el Estado-nación la violencia se complejiza por su relación asimétrica con los afroargentinos. Su ausencia en censos, mapas y museos es la punta del iceberg de la estrategia de borrar un pasado comprometedor y un presente desestimado por indeseable. Es aquí donde la descolonialidad del poder se hace operativa para someter a vigilancia epistemológica conceptos dados por neutrales por la ciencia pues, con siglos de carga racista en tanto estrategia metropolitana de conquista y colonización, permearon al sentido común, naturalizando relaciones racializadas históricamente construidas. Por ello es común hallar en las fuentes sobre música afroargentina descripciones como primitiva, monótona, que no llegaba sino al estatus de ruido y que los afroargentinos aullaban en vez de cantar (Cirio, 2007b). Animalización y primitivismo devino en el tándem de este epistemicidio, sesgado una nutriente ecología de saberes pues, si una de las incertidumbres del mundo es la paradoja de su diversidad, no menor es la paradoja de que esta perspectiva ya no satisface la urgencia de un cambio civilizacional en pos de un mundo mejor, debiendo (re)aprenderse saberes desestimados por el poder hegemónico, ciencia incluida (De Sousa Santos 2010: 64). Cabe recordar que la modernidad incluye el concepto racional de emancipación y el mito irracional de la justificación de la violencia genocida vía el terror racial (Gilroy, 1993; Mignolo, 2014). Para Rita Segato (2007) quienes, desde los estamentos de poder, fraguaron el ser nacional se caracterizaron menos por lo que incluyeron que por lo que excluyeron, expulsando de toda representatividad a los grupos marcados por la colonialidad, cuestión que incumbe a lo que se entiende por nacionalismo musical argentino (Plesch, 2008: 101).
Respecto a los tres estudios de caso desplegados, si bien el culto a san Baltazar es público y en la religiosidad popular litoraleña uno de los más populares, que sus prácticas musicales se ciñan a unos pocos días al año, la desconsideración del establishment local de que es un culto “de pobres, de última”2 y la desatención que aún padece el Litoral respecto a otras regiones de cara a la identidad nacional, lo torna irrelevante. Otro uso social del silencio, la autoimposición, implica la necesidad de apartarse de la exposición pública. Ello se dio con fuerza en los afroporteños, quienes mantienen -aunque cada vez con menor intensidad- un pacto intracomunitario de silencio labrado por sus mayores a fines del siglo XIX y que recién quebraron de modo sistémico en 2007 (Cirio, 2019). La máxima familiar Ver, oír y callar testimonia la tensión puertas adentro respecto a qué podía trascender si no, lo más sugestivo, al deseo de que ese saber no fuera aprendido por los niños pues les resultaría inoperante, y hasta contraproducente, en un país con un sistema de promoción basado en la blanquedad. De eso no se habla, es otro modo de expresarlo que documenté entre afrosantafesinos.3 A primera vista parecería que el silencio autoimpuesto terminó haciendo el juego al impuesto por el establishment. Sin embargo, su evaluación desde el presente permite comprender que les fue redituable: lograron mantener algunas instituciones de matriz afro -como la música- y, de unos años a esta parte, cuando las circunstancias contextuales (inter)nacionales comenzaron a serles favorables, instrumentaron políticas de cara a su visibilización, interpelando al Estado y buscando su reconocimiento en la esfera ciudadana.
5. Conclusiones. “¡Y al olvido, condena!”
Éste era el lema del conjunto de candombe porteño Bakongo, creado en 2006. Con él solían cerrar sus espectáculos, como arenga. Disuelto a mediados de 2010, Bakongo fue emblemático para el reposicionamiento afroporteño al ser el primer conjunto de música afroargentina integrado, básicamente, por afrodescendientes que reivindicó esta cultura. Su debut, en 2007, fue un punto de inflexión en la ausencia afroporteña en la arena pública (Cirio, 2009a) y su ejemplo inspiró el surgimiento de otros grupos en Buenos Aires (Comparsa Negros Argentinos y Bum Ke Bum, de la Asociación Misibamba), Entre Ríos (Tambores del Litoral, de Pablo Suárez) y Santa Fe (Balikumba, de la Casa de la Cultura Indo-Afro-Americana “Mario Luis López”). Así, se inició una nueva etapa de visibilización y sonorización que procuró retomar o, mejor dicho, iniciar un diálogo con la sociedad envolvente y el Estado-nación, imprescindible para su reposicionamiento al recuperar su agencialidad. En esta línea las actividades de la Asociación Misibamba vienen siendo decisivas. Por ejemplo, el 6 de enero -día de san Baltazar- de 2012, acaso por primera vez, los afroargentinos hicieron una protesta pública. Fue en la vereda de la Sociedad Filantrópica Casa Suiza, en Buenos Aires, pues su demolición era inminente. Con ayuda de vecinos y la Asociación Basta de Demoler lograron un recurso de amparo para que la autoridad competente revea la autorización de demolición, dado su valor (in)material ya que era el último edificio de la ciudad directamente vinculado con la cultura afroporteña. La protesta fue replicada el 17 de abril siguiente -día del afroargentino del tronco colonial- pero fue en vano: la especulación inmobiliaria, con el aval del Gobierno de la Ciudad de Mauricio Macri, logró su cometido.
En este artículo procuré dar cuenta de la música afroargentina atendiendo a su dimensión de ausencia, de silencio y de “vacío” documental en una musicología que privilegió atender la necesidad de una identidad nacional homogénea promovida por un Estado deseoso de un país “blanco”, por ejemplo a través del criollismo y la disolución de toda diferencialidad étnica inmigrante desde el tropos “crisol de razas” (Chamosa, 2012). Considerando esto, es preciso comprender la diversidad cultural de su población de manera holística, lo que incluye a las minorías y a los adversarios locales del proyecto racial eurocentrado, entiendo que la música afroargentina nunca estuvo ausente, nunca permaneció en silencio y el vacío de información fue por a priori convertidos en prejuicios por investigadores que desestimaron obrar con oficio al construir y legitimar una historia incompleta. Cuando nadie se interesaba por ellos, cuando eran condenados al pasado y al olvido social, cuando la academia sentenciaba que no sabe nada de su música porque desapareció con ellos a fines del siglo XIX, los afroargentinos demostraron tener una carta más por jugar: su capacidad de agencia, entrando a escena exclamando, como escribió Lucía Molina en 1998, “¡Aquí nos trajeron! / ¡Aquí nos quedamos! / ¡Y ahora… AQUÍ ESTAMOS / luchando por nuestros derechos!”4 y, por supuesto, haciendo tronar sus tambores para callar al silencio.
Para finalizar sitúo con un ejemplo vivido en primera persona cómo el racismo científico se mantiene intacto. Decepcionado, por utilizar un término suave, salí de la por entonces recientemente inaugurada exposición Música en Argentina 200 años en la Casa Nacional del Bicentenario, en Buenos Aires, en 2012. ¿Por qué?, porque esperaba que hubiera sido incluida a los afroargentinos del tronco colonial conforme a su estado del arte. Como investigador dedicado hace tres décadas a estudiarla, el director del Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega” me pidió que prepare los documentos necesarios. Sin embargo, no hallé nada de ellos sino una historia elemental reducida en tiempo y espacio a casi una anécdota del pasado rosista y en parte extranjerizada, fruto de una ideología que atrasa más de un siglo, como se aprecia en su catálogo (Ministerio de Cultura de la Nación 2012: 38-39). Mi decepción tiene que ver menos con el celo académico que con el compromiso asumido hacia sus cultores. Así, la academia ortodoxa, renunciando al método científico con que debe producir un conocimiento que se precie de vanguardia, desde el musicólogo Carlos Vega al presente viene liquidando la “cuestión negra” con superficiales y escuetas afirmaciones apriorísticas, frutos instantáneos y descuidados propios de verdades de escritorio, lecturas sesgadas y acríticas de fuentes secas y especulación sobre cómo debieron ocurrir los hechos antes de corroborarlos. Esta línea argumental sostiene que aquí se trajo a pocos esclavizados, “se los trató bien y hasta con cariño”, que practicaron algunas tradiciones musicales pero que se extinguieron conforme desaparecían. De este modo, al menos respecto a la música, la identidad nacional se redujo “naturalmente” de tres a dos raíces fundacionales: la aborigen y la criolla, por presentarlas en orden cronológico. Este doble certificado de defunción (no pudieron reproducirse a sí mismos y ningún aspecto de su cultura influyó ni se mantuvo en el presente) fue rebatido con investigaciones propias a través del método etnográfico en aproximadamente un tercio del territorio nacional (provincias de Corrientes, Chaco, Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires y Ciudad Autónoma de Buenos Aires) y la investigación histórica en casi todos los órdenes de la música tradicional o folclórica, académica, popular (jazz, rock y tango). Sin embargo nada de ello pareció suficiente para su representación en una muestra que se presentó como un recorrido integral de los dos últimos siglos de nuestra música. ¿Cuál fue el guión? El tema se sustantivó en la reproducción de dos cuadros al óleo: una de las tres versiones de Candombe federal, época de Rosas (c. 1905), de Martín Boneo, y Candombe (1936) de Pedro Figari. La única coordenada témporo-espacial para situar la música afroargentina fue el pasado, siendo su límite el período y rosista, cuando el candombe estaba vigente y era fomentado por “el Tirano”, mientras que unitarios como José María Ramos Mejía -autor de uno de los dos textos citados- lo menospreciaba por lascivo y demoníaco. Aquí viene el segundo lugar común del pensamiento académico orotodoxo: el candombe montevideano es pertinente para explicar el porteño al dar por sentado que ambos márgenes del Plata forman una unidad de sentido, la ”música rioplatense” (Ratier 1977, Frigerio 1993). Así, al menos en este aspecto la exposición no estuvo a la altura del estado del arte del tema, pues atrasó más de un siglo y socialmente no satisfizo a casi nadie, empezando por los afroargentinos que visitaron la muestra. Expresé mi disconformidad ante las autoridades instando a que, a fin de que se subsane el “descuido” y diera cuenta cabal de lo que deseaba ser, un recorrido de los últimos 200 años de música argentina sin discriminación, donde todas nuestras músicas tengan lugar. Pero el reclamo no prosperó: mantuvieron intacto lo exhibido y se me encargó un texto para un libro académico complementario al catálogo pero, como no se publicó, terminó siendo este artículo. La música afroargentina sigue siendo el secreto mejor guardado.
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Notas
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