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Recepción: 15 Diciembre 2022
Aprobación: 21 Agosto 2023
Cómo citar este artículo:: APA: Rodríguez, P. U. (2023). Familiaridad consigo mismo, reflexión y desesperación en Kierkegaard. Un comentario a Deleuze, Kierkegaard and the Ethics of Selfhood de Andrew Petzinger. Nuevo Itinerario, 19 (2), 17-34. DOI: https://doi.org/10.30972/nvt.1926998
Resumen: El presente artículo pretende explorar algunos aspectos centrales de la teoría de la subjetividad de Kierkegaard. Con este propósito, procedo a una reconstrucción y discusión de algunos capítulos del libro de Andrew Petzinger Deleuze, Kierkegaard and the Ethics of Selfhood de reciente publicación. En primer lugar y siguiendo a Petzinger, trataré de fijar qué lugar le otorga Deleuze a Kierkegaard en la historia postkantiana de la subjetividad. A continuación, ofreceré una interpretación del primer capítulo de La enfermedad mortal a partir de la noción de «familiaridad consigo mismo».
Palabras clave: Kierkegaard, Deleuze, subjetividad, ética, reflexión.
Abstract: The present article aims to explore some central aspects of Kierkegaard's theory of subjectivity. For this purpose, I reconstruct and discuss some chapters of Andrew Petzinger's recently published book Deleuze, Kierkegaard and the Ethics of Selfhood. First, and following Petzinger, I will try to establish what place Deleuze gives to Kierkegaard in the post-Kantian history of subjectivity. Then, I will offer an interpretation of the first chapter of The Sickness unto Death based on the notion of «familiarity with oneself».
Keywords: Kierkegaard, Deleuze, subjectivity, ethic, reflection.
El libro de Andrew Jampol Petzinger Deleuze, Kierkegaard y las éticas de la ipseidad tiene como principal objetivo acoplar algunos de los conceptos más distintivos de cada uno de estos dos filósofos. A decir de Petzinger, este ensamble (i.) podría contribuir a la construcción de una ética capaz de trascender las categorías convencionales del bien y el mal y (ii.) facilitaría la elucidación de una noción del yo en consonancia con la crítica contemporánea a la metafísica del sujeto de la modernidad. Publicado en 2022 por la editorial de la Universidad de Edimburgo en la colección “Mesetas – Nuevas Direcciones en los Estudios Deleuzianos”, el libro explora un terreno prácticamente virgen. La relación entre Deleuze y Kierkegaard ha recibido escaza atención de parte de los estudios especializados en ambos pensadores. Al margen de algunos artículos que tratan aspectos aislados, prácticamente no existen estudios sistemáticos que se ocupen de la relación entre ambos filósofos.[1] En el ámbito de las publicaciones kierkegaardeanas, y a la base del estudio de Petzinger, destacan dos trabajos. El primero es el artículo con el que el especialista portugués José Justo Miranda colaboró en el tomo II, volumen 11 de la colección Investigaciones sobre Kierkegaard: fuentes, recepción y recursos dedicado a la influencia del danés en la filosofía francoparlante del año 2012. El segundo es un texto del estudioso francés Arnaud Bouaniche que forma parte del libro colectivo Kierkegaard y la filosofía francesa del 2014. Se trata de dos investigaciones minuciosas que pasan revista a las menciones que Deleuze realizó de Kierkegaard a lo largo de su obra. No obstante, cabe señalar en ellas dos déficits significativos. a) Dejan por fuera de sus respectivos análisis el curso ¿Qué es fundar? dictado entre 1956 – 1957 en el Liceo Louis Le Grand y b) tampoco profundizan, al margen de alguna mención a Jean Wahl en el caso de Miranda, sobre las fuentes e intermediarios a los que acudió Deleuze en su acercamiento al filósofo danés. Desde el campo de los estudios deleuzianos baste como prueba de cierto desinterés dos ejemplos. El primero está tomado del ámbito local. La colección “Deleuze y las fuentes de su filosofía”, dirigida por el especialista argentino Julián Ferreyra, hasta el momento no ha incluido ninguna investigación dedicada a Kierkegaard a lo largo de los siete volúmenes ya publicados entre 2014 y 2022. El segundo ejemplo es el libro colectivo titulado At the Edges of Thought. Deleuze and Post-Kantian Philosophy editado por Craig Lundy and Daniela Voss de 2015 publicado por la misma casa editorial que el libro de Petzinger. El libro en cuestión cuenta con un total de 15 capítulos, pero Kierkegaard sólo es mencionado tangencialmente en 2 de ellos.
El retrato canónico de Kierkegaard con el que trabajan los intérpretes del filósofo francés y el perfil teórico de Deleuze que impera entre los lectores académicos del pensador danés explican, en gran medida, la ausencia de estudios especializados conjuntos. Parece que nos encontramos ante caminos filosóficos irreconciliables. El Kierkegaard teólogo del absurdo, profeta de la trascendencia absoluta y cultor de las pasiones tristes y el Deleuze ateo militante, partidario de la inmanencia y defensor acérrimo de la afirmación jovial de la vida tendrían bastante poco para decirse el uno al otro. La intervención de Petzinger pretende romper con estas caracterizaciones tradicionales y procura ofrecer nuevas imágenes de ambos pensadores que hagan posible un diálogo fructífero. Su estrategia consiste en instalar en el seno de cada autor conceptos del otro. Gracias a esta maniobra teórica, Kierkegaard se manifestaría como un teórico de la ética de la inmanencia deleuziana y Deleuze se mostraría receptivo a cierta concepción de la trascendencia kierkegaardeana. En este sentido, las consecuencias del acople entre ambos autores serían sumamente beneficiosas para aquellos que quieren profundizar y extender el pensamiento de Deleuze. El contacto con la obra del danés podría ahorrarles a los deleuzianos ciertas derivas nihilistas. Posar la mirada sobre temas kierkegaardeanos como la “paciencia”, el “amor” y la “humildad” exigiría matizar una recepción de la ética de Deleuze unilateralmente concentrada en las nociones de auto-destrucción y nomadismo.
Nuestra presentación asumirá un objetivo propedéutico. Antes de discutir la propuesta de Petzinger (desarrollada fundamentalmente en los capítulos 3 y 4) creemos que es necesario una consideración de su marco teórico. En este sentido, en esta ocasión nos proponemos un análisis crítico de algunas secciones de Deleuze, Kierkegaard y las éticas de la ipseidad poniendo énfasis en su primer capítulo. Comenzaremos repasando la reconstrucción de lo que Petzinger considera la tradición común a las obras de Kierkegaard y Deleuze: la historia postkantiana de la subjetividad (1.a). Dentro de esta etapa inicial de nuestro artículo también incluiremos una presentación del tratamiento que Petzinger dedica a las primeras páginas de La enfermedad mortal (1.b). A continuación, realizaremos algunas puntualizaciones críticas en torno al enfoque de Petzinger. En primer término, nos concentraremos en algunas citas deleuzianas referidas a Kierkegaard omitidas por Petzinger en su reconstrucción de la tradición postkantiana (2.a). En segundo término, quisiéramos abordar el problema de la autoconciencia para indicar cierta debilidad en el planteo de Petzinger (2.b). Cerraremos nuestro trabajo con una reconstrucción del capítulo inicial de La enfermedad mortal desde una perspectiva estrictamente filosófica. En este último memento del artículo, quisiéramos ofrecer una alternativa de la comprensión que Petzinger brinda de la subjetividad kierkegaardeana (3.). Por último, concluiremos con algunas consideraciones generales sobre la recepción “postmoderna” de Kierkegaard ensayada en Deleuze, Kierkegaard y las éticas de la ipseidad.
1. Reconstrucción del marco teórico de Deleuze, Kierkegaard y las éticas de la ipseidad
A lo largo de su libro, y especialmente en el primer capítulo, el objetivo de Petzinger es mostrar que tanto Kierkegaard como Deleuze abordan el concepto de subjetividad en el marco de una tradición filosófica postkantiana. Este horizonte común explicaría la presencia de dos elementos en la filosofía de ambos pensadores. El primer elemento consiste en la sospecha de que la razón moderna sería incapaz de dar cuenta de forma adecuada de la complejidad y singularidad de la subjetividad. El segundo elemento es la existencia de un vínculo estrecho entre la concepción normativa y formal de la ética y la noción de una identidad personal unívoca y estable. En los próximos apartados presentaremos: por un lado, la historia crítica de la subjetividad moderna en la cual Petzinger inscribe las obras de Kierkegaard y Deleuze (1.a) y, por el otro, la interpretación que Petzinger realiza del análisis kierkegaardeano del sí mismo (1.b).
1.a) La crítica postkantiana de la subjetividad como horizonte de análisis conjunto de Kierkegaard y Deleuze.
El inicio de esta tradición se remonta hasta una tensión inherente al sistema filosófico de Kant. En la Crítica de la razón pura, y permaneciendo dentro de los límites trazados por su análisis de las facultades del conocimiento, Kant se ve obligado a establecer una escisión dentro del sujeto. A través de la apercepción trascendental, el yo es consciente de sí mismo como una unidad activa. No obstante, cuando se vuelve reflexivamente sobre sí mismo el yo no puede acceder a sí mismo tal y como él es, sino que se conoce únicamente tal y como aparece ante sí mismo (cf. Kant, 2007, p. 222). En palabras de Petzinger, el Kant de la Crítica de la razón pura obtura la posibilidad del auto-conocimiento. De acuerdo con la interpretación de Deleuze, el planteo kantiano produce un quiebre hacia el interior del sujeto. Es posible distinguir, por un lado, un yo (Je) que se identifica con la actividad de pensamiento y, por el otro, un yo (Moi) sintiente que se representa aquella actividad sin ejercerla, “que la vive como Otro en él” (Deleuze, 2002, p. 142). Esta cisura, comenta Petzinger siguiendo a Deleuze, tendrá consecuencias devastadoras para las pretensiones de la psicología racional de la metafísica moderna. Como explica Kant en los “Paralogismos de la Razón Pura”, la sustancialidad, la separabilidad, la simplicidad y la identidad en el tiempo que caracterizaban al alma cartesiana son propiedades que no pueden ser utilizadas legítimamente para caracterizar al yo. Ahora bien, el filósofo alemán retrocede ante esta despotenciación y relativización del sujeto implícita en su análisis de la razón teórica y, según lo dicho por Deleuze (cf. 2002, p. 143) en Diferencia y repetición, promueve una suerte de resurrección del yo.[2] La filosofía moral de Kant, explica Petzinger, sólo puede alcanzar su culminación coherente traicionando el principal logro teórico de la primera edición de la Crítica de la razón pura, es decir, desconociendo el carácter opaco, pasivo y fragmentario de la subjetividad. El yo fisurado de la primera crítica no puede convertirse en ese agente práctico pasible de responsabilidad moral que reclama el pensamiento ético kantiano (cf. Petzinger, 2022, p. 18). Por este motivo, las ideas del alma y Dios son convocadas para asegurar al yo en su rol de productor y ejecutor de la ley moral. Dicho con las palabras de Deleuze (cf. 2008, p. 77), el alma y Dios adquieren el rango de condiciones necesarias para la realización del fin moral. La noción de alma retorna como objeto de una «creencia pura práctica». ¿Qué significa esto? Que retorna con un contenido específico que subordina los resultados de la crítica teórica de la metafísica a los intereses y necesidades del sistema ético (cf. Deleuze, 2008, pp. 80 – 81). La idea de alma, entonces, regresa cargada de sus propiedades metafísicas tradicionales. En conclusión, para cumplir con sus obligaciones morales los seres humanos pueden y, más fundamentalmente, deben aceptar el carácter verdadero y real de conceptos tales como la inmortalidad y la unidad del yo a pesar de que desde un punto de vista especulativo no se haya podido comprobar su validez (cf. Petzinger, 2022, pp. 20 – 21).
A continuación, Petzinger presenta a Friedrich Hölderlin como el pensador que prolonga y desarrolla la noción de yo fisurado esbozada en la primera crítica de Kant. Si bien esta caracterización del poeta y filósofo alemán se apoya en Diferencia y repetición (cf. Deleuze, 2002, p. 104 y p. 143); inicialmente la exposición de Petzinger no se concentra, como hace Deleuze, en los escritos de Hölderlin sobre la tragedia griega, sino que toma como referencia principal el fragmento titulado Juicio y Ser. La importancia de Hölderlin radica en su posicionamiento crítico frente al concepto de subjetividad elaborado por Fichte en la Doctrina de la Ciencia de 1794. Fichte, de acuerdo con Petzinger, postula como primer principio filosófico un «Yo absoluto» entendido en los términos de una actividad de auto-posición inmediatamente consciente de sí y previa a la división kantiana entre el yo sujeto y el yo objeto. Este Yo fichteano será el fundamento a partir del cual es producido el mundo de la experiencia en su totalidad. Tan sólo un año después, Hölderlin reaccionará instalando la fractura hacia el interior del yo fichteano. El autor de Juicio y Ser argumenta que la referencia a un objeto es inherente al fenómeno que se denomina “conciencia”; por ende, no es posible pensar con sentido algo así como la “conciencia de sí” sin presuponer la distinción sujeto-objeto. En vistas de lo anterior, es necesario admitir que si el principio supremo del que habla Fichte es previo a la distinción sujeto-objeto, entonces no puede ser concebido coherentemente en los términos de autoconciencia. Al mismo tiempo, Hölderlin también objeta la noción misma de un «Yo absoluto» fundamento de la realidad. Para que el yo pueda captarse como tal precisa de algo que se le enfrente puesto que sin objeto deviene una nada; pero, por definición, lo absoluto es aquello a lo que nada se opone. En conclusión, lo absoluto, lo que antecede a la distinción sujeto-objeto, no puede tener el carácter de yo (cf. Hölderlin, 1976, p. 26). Hölderlin utiliza la palabra “ser” (Seyn) para designar la totalidad previa a toda diferenciación entre sujeto y objeto, pero deja completamente claro que no podemos conocer su naturaleza sin distorsionarla. El resultado de la especulación de Hölderlin se resume, de acuerdo con Petzinger (cf. 2022, p. 27), del siguiente modo: en lugar de una relación con aquello que fundamenta su identidad, el sujeto se encuentra limitado a una reflexión en torno a su mero aparecer; no obstante, dicha reflexión contiene un saber indirecto del carácter paradójico del sujeto. Recuperando el análisis de Jean Beaufret evocado por Deleuze, Petzinger señala que, en sus textos sobre las tragedias de Sófocles, Hölderlin erige a la figura de Edipo en el modelo de la subjetividad. Tras perder su identidad, el héroe trágico se consagra fervorosamente a una búsqueda de sí mismo, pero este proceso deviene un vagabundeo ciego sin fin ni final. La cisura entre la realidad nouménica y fenoménica distancia al yo de sí mismo y lo expone a un derrotero similar al de Edipo. No obstante, de acuerdo con Petzinger (cf. 2022, p. 28), Hölderlin indica que en el seno de esta trayectoria errática el héroe trágico es capaz de asumir e incluso afirmar que esta falta de coincidencia consigo mismo, su alienación, es la más íntima condición de su existencia. La figura de Kierkegaard se inserta en esta etapa de la historia postkantiana de la subjetividad. El pensador danés nos ofrece una imagen de la subjetividad que se opone a la desarrollada por el Fichte de Jena.[3] La característica fundamental del sujeto kierkegaardeano es su falta de transparencia en relación a sí mismo. Kierkegaard, por tanto, se aproxima a Hölderlin[4] en el diagnóstico en torno al padecimiento de la subjetividad: el yo se siente alienado porque está divorciado de un conocimiento lúcido de sí mismo y sospecha que la razón jamás podrá resolver esta ruptura. Pero también comparte la terapia: existe en el yo un impulso a reconciliarse con esta fractura y a aceptar su carácter finito (cf. Petzinger, 2022, p. 29).
Esta historia crítica de la subjetividad moderna tiene un paso obligado en Nietzsche antes de desembocar en la filosofía deleuziana. Hablando con mayor precisión, para Petzinger, el antecedente inmediato de Deleuze es la lectura realizada por Pierre Klossowski del anuncio nietzscheano de la «muerte de Dios».[5] La idea central que Deleuze rescata de esta interpretación es la siguiente: “la existencia misma de Dios (o, al menos, su existencia en forma de reglas morales que brindan protección normativa al «prójimo») es la que asegura la coherencia y la identidad del yo individualizado” (Petzinger, 2022, p. 31). Esta idea vendría justificada por el análisis genealógico de la moral de Nietzsche. La unidad y estabilidad de la pluralidad de fuerzas que habitan el alma humana es el efecto de la introyección de las imposiciones sociales externas bajo la forma de la conciencia moral interna. Muerto Dios, como fuente o garante de la moralidad, esta presión desaparece. “El sujeto nietzscheano, en consecuencia, aprende a adquirir su identidad, no como algo profundamente arraigado en su naturaleza; sino sólo como una identidad fortuita, no condicionada por la necesidad de ninguna necesidad teleológica” (Petzinger, 2022, p. 32). Sin la obligación de tener que ajustarse a una única identidad monolítica; el yo encuentra el campo abierto para la vivencia gozosa de múltiples configuraciones existenciales, algunas de ellas incluso capaces de incorporar elementos extrahumanos (cf. Petzinger, 2022, p. 33)[6].
La obra de Deleuze está signada por la reaparición de dos elementos fundamentales de este trayecto teórico. En su filosofía, por una parte, reencontramos el rechazo a una noción sustancialista del sujeto concebido como el sustrato esencial de un aparecer fenoménico y, por la otra, retorna la idea de una exploración de la identidad más allá de los imperativos de la moral trascendente. Deleuze afirma la existencia de un campo trascendental anónimo, múltiple, fragmentado y preindividual del cual surge toda singularidad personal. Hacia esta instancia despersonalizada debe remontarse el yo, a través de un proceso de disolución, para poder “experimentar de nuevo la ambigüedad de la identidad e incluso seleccionar entre sus diversas direcciones de devenir” (Petzinger, 2022, p. 34).
1.b) Petzinger lector de La enfermedad mortal: una interpretación del sí mismo.
El análisis que el autor de Deleuze, Kierkegaard y las éticas de la ipseidad emprende en torno a los primeros párrafos de La enfermedad mortal tiene un carácter instrumental. Petzinger está interesado en ganar una comprensión de la categoría kierkegaardeana de «transparencia» (Gjennemsigtighed) y entiende que para acceder a ello es necesario una aclaración previa de la noción de sí mismo (Selv). Comencemos reproduciendo in extenso el fragmento sobre el cual se concentra su análisis:
El hombre es espíritu. Mas ¿qué es el espíritu? El espíritu es el sí mismo. Pero ¿qué es el sí mismo? El sí mismo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que esta se relacione consigo misma. El sí mismo no es la relación, sino el hecho de que la relación se relacione consigo misma. El hombre es una síntesis de infinitud y finitud, de lo temporal y lo eterno, de libertad y necesidad, en una palabra: es una síntesis (SKS 11, 129 / EM, 33 [traducción modificada])[7]
Petzinger sostiene que este pasaje incluye varios aspectos que están presentes en diversas obras kierkegaardeanas. El primero sería la definición del sí mismo como síntesis. Lo peculiar de su interpretación es que remite la serie de polaridades presentes a una composición dualista clásica entre un elemento «físico» (finitud, temporalidad, necesario) y un elemento «psíquico» (infinitud, eternidad, libre). El segundo aspecto es el espíritu (Aand). Éste sirve para unir o facilitar la relación sintética entre lo «físico» y lo «psíquico». De esta caracterización se desprende que, de acuerdo con el análisis de Petzinger, el espíritu sería un tercer elemento ajeno que se agrega a los elementos «físico» y «psíquico». El tercer aspecto a destacar del fragmento citado es la idea de que la característica saliente del sí mismo radica en el hecho de poder adoptar una perspectiva o posición sobre sí. El sí mismo no se limita a ser una síntesis particular de elementos, sino que está existencialmente implicado (preocupado / interesado) en dicha síntesis particular de elementos (cf. Petzinger, 2022, p. 125). Petzinger señala que el tema fundamental de La enfermedad mortal es la descripción de los modos, propios o impropios, en que se manifiesta dicha implicación. Sin embargo, antes de enfrentarse con esta cuestión el autor pseudónimo de la obra, Anti-Climacus, realiza una importante aclaración en torno al sí mismo. Además de encontrarse en una relación reflexiva con su composición sintética, el ser humano posee una relación implícita con algo exterior a él, con un otro que lo establece. Sin embargo y en rigor de verdad, la relación con este otro no es un mero añadido de la relación del individuo consigo mismo. Es cierto que para llegar a ser sí mismo el individuo tiene que ser capaz de identificarse con su propia facticidad, pero esto únicamente es posible a condición de que también se reconozca de forma verdadera como una realidad derivada. La relación del sí mismo con lo otro determina su relación consigo mismo. De esta manera, según Petzinger, “Anti-Climacus incorpora una categoría de dependencia que efectivamente des-centra al ser humano de su propia relación consigo mismo en la fe” (2022, p. 126).
En el marco de estas consideraciones aparece la noción de transparencia. Anti-Climacus cierra el primer capítulo de su libro explicitando la fórmula que describe el estado en el cual es superada la existencia impropia: relacionándose consigo mismo y queriendo ser sí mismo, el sí mismo se funda de modo transparente en el poder que lo pone (cf. SKS 11, 130 / EM, 34). Petzinger señala que el concepto de transparencia, a pesar de su valor e importancia, no es objeto de una tematización detallada en la obra del danés. Por este motivo, para aclarar el sentido de la fórmula se apoya en la interpretación ofrecida por Simon Podmore en su libro de 2011 Kierkegaard y el sí mismo ante Dios. Anatomía del abismo. Petzinger (cf. 2022, p. 129) y Podmore (cf. 2011, p. 153) parten del sentimiento de extrema culpabilidad que embargaría a un individuo emplazado frente a una instancia de evaluación moral absolutamente rigurosa: ver a Dios (concebido como un juez implacable) es idéntico a morir. La brecha que el individuo percibe entre su ser y existir concretos y el ideal normativo que se le impone puede conducirlo a un desconocimiento de sí mismo: él escapa de la observación del juez externo y también se evade de su propia realidad por resultarles igualmente insoportables. Precisamente en este punto entraría en juego la noción de la transparencia. La existencia ante Dios, ya no entendido como un juez implacable, equivale a una exposición del sí mismo que revela las fragilidades del sujeto como perdonables y tolerables (cf. Podmore, 2011, p. 156). Petzinger habla de un devenir imperceptible del sí mismo y piensa la transparencia a través de un oxímoron: un ver invisibilizante.
En el «reposo» (resting) [8] transparente en Dios que anticipa el perdón de los pecados, el individuo niega preventivamente la vergüenza o el carácter despreciable de los propios fracasos. De este modo, así como el individuo se vuelve capaz de revelar estas limitaciones con la expectativa del perdón y también se dispone a ello; al mismo tiempo estas debilidades y fragilidades son invisibilizadas por el mismo desinterés que ya no busca esconderlas del descubrimiento (Petzinger, 2022, p. 127).
En conclusión, Petzinger destaca tres temas inherentes a la noción de transparencia: 1) la afirmación o aceptación por parte del sí mismo de las fragilidades y debilidades constitutivas de su finitud; 2) la invisibilización de las limitaciones del propio ser que el autoexamen individual había manifestado y 3) la posibilidad, sustentada por la aceptación de sí y la invisibilización, de un lazo más franco y positivo del sí mismo con el curso de su existencia y con los otros (cf. Petzinger, 2022, pp. 127 – 128).
2. Algunas puntualizaciones críticas en torno al planteo de Petzinger
2.a) El puesto de Kierkegaard en la tradición postkantiana
Nuestra primera consideración supone un cuestionamiento del lugar atribuido a Kierkegaard en esta historia de la subjetividad. Lo sorprendente del asunto es que el puesto que Petzinger le asigna al danés pasa por alto un pasaje de Diferencia y repetición en el que Deleuze fija el significado de Kierkegaard dentro de la tradición postkantiana. Transcribamos el fragmento en cuestión:
… la fe nos invita a encontrar de una vez por todas a Dios y al yo en una resurrección común. Kierkegaard y Péguy culminaban a Kant, realizaban el kantismo confiando a la fe el cuidado de superar la muerte especulativa de Dios y de colmar la herida del yo (Deleuze, 2002, p. 153).[9]
El filósofo francés critica la falta de radicalidad de Kierkegaard en comparación con Nietzsche. Mientras que el eterno retorno nietzscheano destruye todas las coordenadas de la representación (el Yo, el Mundo y Dios) y, junto a ellas de la identidad, a favor del devenir y el acontecimiento, la repetición kierkegaardeana procura evitar este colapso de la identidad religando al yo con Dios (cf. Bouaniche, 2014). Al igual que Kant, Kierkegaard procede a una resurrección de Dios y el yo; pero, a diferencia de lo que ocurre en la filosofía kantiana, este gesto no es obra de la razón práctica sino de la fe apasionada.
Deleuze (cf. 2002, p. 35) se basa en Temor y Temblor y La Repetición para afirmar que Kierkegaard sueña con una alianza entre un Dios y un yo reencontrados. Pero en lo que concierne a la cuestión del vínculo esencial entre Dios y la subjetividad, el escrito kierkegaardeano más significativo es, sin lugar a dudas, La enfermedad mortal. El libro del pseudónimo Anti-Climacus no es mencionado en Diferencia y repetición y lo cierto es que el filósofo francés no parece brindarle a este escrito de 1849 el mismo tratamiento que a otros textos del danés. Sin embargo, la obra de Deleuze no es completamente ajena a este libro pseudónimo y, de hecho, ofrece interesantes coordenadas teóricas para organizar un acercamiento a La enfermedad mortal que pone en tensión las anteriormente mencionadas críticas a Kierkegaard. Al respecto cabe dirigir la mirada sobre un pasaje marginal del final de Lógica del sentido. En el libro publicado en 1969, Deleuze vuelve a plantear sus reparos frente a la noción de repetición cristiana del danés. El origen de este rechazo tiene su base en la lectura realizada por Pierre Klossowski del eterno retorno de Nietzsche. La repetición cristiana, a diferencia de la nietzscheana, propicia un retorno de las cosas que se produce una única vez y para siempre. En el seno del pensamiento de Kierkegaard, el retorno del objeto perdido (“la riqueza de Job o el hijo de Abraham”) significaría la restauración de la identidad personal (“yo recobrado”) y no su disolución y multiplicación (cf. Deleuze, 1989, p. 300 y Petzinger, 2022, p. 66). Dios, por tanto, es lo que encadena al yo a una identidad pretérita[10].
No obstante, hacia el final de Lógica del sentido, en su análisis del libro Viernes o los limbos del Pacífico de Michel Tournier, Deleuze abre la puerta a una consideración distinta de la relación entre Dios y el yo. El pasaje en cuestión afirma lo siguiente: “Cuando el héroe de Kierkegaard reclama: «Lo posible, lo posible, si no me asfixio», o cuando James reclama «el oxígeno de la posibilidad», no hacen otra cosa que invocar el Otro-a priori” (Deleuze, 1989, p. 316). La célebre y recurrente fórmula deleuziana «lo posible o me ahogo» se remonta a un pasaje del texto de Anti-Climacus del capítulo 1, libro III, Primera Parte: “estar sin posibilidades es como faltarle a uno el aire que respira” (SKS 11, 154 / EM: 60 – 61). Como ha indicado Petzinger (cf. 2022, p. 10), la fuente primaria del filósofo francés no sería Kierkegaard; sino, más bien, la presentación de Benjamin Fondane del libro Traite du Desespoir, versión francesa de La enfermedad mortal a cargo de Knud Ferlow y Jean Cateau publicada por Gallimard. La reseña aparecida en el número 134 de Cahiers du Sud correspondiente a enero de 1933 arranca con la descripción de una peculiar escena. Un hombre culto y respetable almuerza serenamente con su familia hasta que súbitamente, y haciendo a un lado las buenas costumbres que lo caracterizan, saca su cuerpo por la ventana y comienza a pedir auxilio a los gritos. Los que lo rodean y quienes acuden velozmente en su ayuda no detectan ningún peligro inminente. La situación es apremiante por lo cual se recurre a un médico con quien el exaltado tiene el siguiente intercambio:
“¿Qué le sucede?” – “Nada” - “¿Qué es lo que siente?”– “Angustia” - “¿Hace mucho tiempo que se siente así?” – “No, empecé a sentir así de repente”. Una frase pasajera y sin importancia. “Usted tiene que recobrar la razón” – “Doctor, justo se lo iba a decir, me he cansado de la razón” – “¿Con qué piensa reemplazarla?” – “Con nada. Con un pensamiento que busca lo que no puede pensar” – “Usted está cansado, necesita descansar” – “No doctor. Lo que necesito es lo «posible», si no me ahogaré” (Fondane, 1933, p. 42)[11].
El autor pseudónimo de La enfermedad mortal no utiliza el término “angustia”, sino la palabra “desesperación” para referirse a la situación que embarga al individuo que se asfixia por carecer de «lo posible». Dentro de la galería de afecciones psicológicas que pueblan los escritos kierkegaardeanos (v. gr. aburrimiento, melancolía, angustia, etc.) es la categoría más recurrente y la que ha sido objeto de un tratamiento más profundo, técnico y prolongado. Los pseudónimos kierkegaardeanos, y especialmente Anti-Climacus, utilizan esta categoría para explorar y describir la facticidad de la libertad humana alienada. No es exagerado decir que la noción de “desesperación” es el mayor logro intelectual del pensador danés. Junto con Deleuze y Guattari (cf. 2005, p. 93) es posible afirmar que este concepto es fruto del ateísmo, puesto que la exposición de la dialéctica de la desesperación, sus movimientos y variantes es posible a partir de la observación psicológica de una existencia desligada de Dios. En el capítulo 1, libro III de la Primera Parte de La enfermedad mortal el yo sofocado, el ser libre que se niega a sí mismo, es aquel que pierde la posibilidad por romper el vínculo que lo remite a Dios. Con todo, es sumamente importante notar que en esta sección específica del libro Dios no es considerado en un sentido estrictamente religioso o cristiano (como sí lo será en la Segunda Parte del libro); sino que el pseudónimo de turno lo equipara a la fórmula «todo es posible» (cf. SKS 11, 155 / EM: 62). Dios, entonces, sería el garante de una posibilidad que excede lo que aparece determinado por la realidad. Rechazar a Dios/lo posible implicaría asumir una concepción fatalista que retira al sujeto del mundo y ensombrece la existencia; aceptarlo equivaldría a volver habitable al mundo y luminosa la existencia.
Ettore Rocca (cf. 2020, p. 250) entiende que en este capítulo de La enfermedad mortal Dios no es tanto un tercero enfrentado al individuo sino, más bien, un aspecto inherente a la estructura ontológica del ser humano. Dicha perspectiva no hace más que apuntalar la lectura deleuziana. Para el filósofo francés, el «Otro» al que invoca el héroe kierkegaardeano no es ningún quien que lo contempla o al cual él contempla, ni tampoco un qué situado dentro del horizonte de su experiencia, sino una estructura de su campo perceptivo. En tanto que estructura de la subjetividad el «Otro» es a priori, es decir, preexiste a los elementos determinados y variables (personas, animales, cosas, etc.) que lo actualizan en cada conjunto de percepciones organizadas.
Pero, ¿cuál es esta estructura? Es la de lo posible. Un rostro espantado es la expresión de un espantoso mundo posible, o de algo espantoso en el mundo, que yo no veo todavía. Comprendemos que lo posible no es aquí una categoría abstracta que designa algo que no existe: el mundo posible expresado existe perfectamente, pero no existe (actualmente) fuera de lo que lo expresa (Deleuze, 1989, p. 306).
La estructura «Otro» no revela otro mundo distinto y ajeno al mundo que habitamos, sino la profundidad que ese mismo mundo ofrece. Ahora bien, la estructura «Otro» no sólo visibiliza nuevos aspectos del mundo, también organiza (espacio-temporalmente) y asegura el funcionamiento mismo del mundo y, por ende, del yo en el mundo. ¿Qué pasa, entonces, cuando esta estructura languidece o está ausente? El mundo percibido se desorganiza y colapsa sobre el yo, se fusiona con él, lo aplasta (cf. Deleuze, 1989, pp. 310 - 311)[12]. Sin «Otro» el yo queda encerrado en sí mismo. La fórmula «lo posible o me ahogo» se resuelve, en definitiva, en la fórmula «el otro o me ahogo»[13]. En este sentido, lo que el héroe kierkegaardeano expresaría con su grito desesperado es una consideración de Dios como el «Otro a priori»: no un tercero exterior que fija al mundo y al yo en una configuración definida, sino una estructura que abre al yo y al mundo a nuevas significaciones.
2.b) Una alternativa al modelo de la reflexión
Petzinger deduce la carencia estructural de unidad e identidad del sujeto a partir del fracaso del modelo de la reflexión para explicar el fenómeno de la autoconciencia. Sin embargo, su reconstrucción de la historia postkantiana de la subjetividad pasa por alto el hecho de que dentro esta misma tradición es posible encontrar tematizaciones de la autoconciencia que logran neutralizar los problemas suscitados por el modelo de la reflexión. De acuerdo con Manfred Frank (cf. 2011, p. 405) este déficit es algo que Petzinger heredaría del Deleuze de Diferencia y repetición. Según el modelo que entiende la autoconciencia en términos de reflexión, el yo se desdobla (sujeto – objeto) y se conoce a sí mismo a través del reflejo de su doble. Ahora bien, por más fidedigna que sea esta imagen de sí mismo a la cual accede el yo ella nunca es capaz de cancelar la diferencia entre ambos: toda reflexión se agota, inevitablemente, en un reflejo distorsionante. Para salvar esta diferencia, explica Deleuze (cf. 2002, p. 142) en Diferencia y repetición, Descartes apelaba a la bondad divina: Dios como fundamento constante de la coincidencia entre el pensamiento y el ser es, al mismo tiempo, el garante de la identidad (creación continua) entre el yo que piensa (yo como sujeto) y el yo pensado (el yo como objeto).[14] Pero, como hemos visto, la crítica kantiana de la metafísica qua teología racional va a suprimir esta garantía. La «muerte de Dios» a manos de la Crítica de la razón pura borra la firma del Dios creador en su criatura y, de este modo, “instaura e interioriza en él [el Yo criatura] una desemejanza esencial” (Deleuze, 2002, p. 143). Al no poder recurrir a sus propias fuerzas ni tampoco contar con el auxilio divino, el yo pierde irremediablemente su unidad e identidad y experimenta una alteración estructural.
En su Ensayo de una nueva exposición de la Doctrina de la Ciencia de 1798, Fichte había mostrado los problemas inherentes al modelo de la reflexión. Concebir la autoconciencia de acuerdo con aquel paradigma conduce o bien a un regreso al infinito (i.) o bien a la circularidad (ii.). Veamos estas objeciones en su formulación fichteana:
i.
Eres consciente de ti como lo sabido únicamente en la medida en que eres consciente de ti como el que está siendo consciente; pero después el que está siendo consciente es de nuevo lo sabido, y tienes nuevamente que hacerte consciente del que está siendo consciente de eso sabido, y así hasta el infinito; ya me dirás cómo llegas a una primera consciencia (Fichte, 2016, p. 141)
ii.
Tu Yo se forma exclusivamente por el retorno de tu pensar sobre sí mismo, se ha afirmado. En un pequeño rincón de tu alma se halla en contra la siguiente objeción -o bien: “debo pensar, pero antes de poder pensar, he de ser”; o bien ésta: “debo pensarme, retornar sobre mí; pero lo que debe ser pensado, aquello sobre lo cual se debe retornar, tiene que ser antes de ser pensado o antes de que se retorne sobre ello” (Fichte, 2016, pp. 139 – 140).
Brevemente: pensar en conformidad con el modelo de la reflexión torna imposible el fenómeno de la autoconciencia.[15] Sin embargo, prosigue Fichte (cf. 2016, p. 142), el fenómeno de la autoconciencia existe y, por ello mismo, es necesario concluir que también existe una instancia de unidad sin fisuras entre el sujeto y el objeto.
Las dificultades que Fichte puso al descubierto son el punto de partida del análisis en torno a la subjetividad que Dieter Henrich emprende a partir de la década de 1960´. La solución hallada por el filósofo alemán consiste en postular una indisoluble familiaridad con uno mismo (Vertrautheit mit sich selbst) de carácter pre-reflexivo. Henrich afirma que los entes autoconscientes pueden aislar y tematizar sus propios estados y hacerlos explícitamente conscientes, en pocas palabras, son capaces de reflexionar sobre sí. Dicha capacidad, por otra parte, les permite asumir el control de su comportamiento. Sin embargo, la reflexión no es la estructura básica de la autoconciencia (cf. Henrich, 1971, p. 10). Para que el yo se capte efectivamente a sí mismo en la reflexión debe poseer cierta noción de que aquello con lo que toma contacto en esta referencia es él mismo y no otro. De hecho, la misma intención de tomarse a uno mismo como objeto de una indagación carecería de sentido si no existiera una especie de saber acerca de la dirección que debe asumir dicha indagación. Mas con ello en modo alguno está implicado un conocimiento articulado y detallado de sí. Por tanto:
Toda relación reflexiva del «yo» consigo mismo presupone ya su familiaridad consigo mismo en un doble sentido: en primer lugar, como conocimiento de la posibilidad de atribuirse a sí mismo cualquier predicado; y en segundo lugar, como capacidad de distinguir de sí mismo todo lo que es diferente o distinto de sí mismo (Henrich, 1971, p. 12)
La noción de familiaridad, entonces, entraña una suerte de autorelación[16]absolutamente simple y directa que antecede y es condición fundamental de toda posible referencia del sujeto a sí mismo. Ella tampoco es equiparable a la consciencia que un yo (ego) tiene de sí mismo. Se trata, más bien, de una dimensión anónima, mas no carente de unidad (cf. Frank, 1995, pp. 73 – 77). A pesar de su carácter anónimo, esta instancia admite en su seno mismo la emergencia de un yo (cf. Henrich, 1971, p. 20). La reflexión es una actividad del yo; la autoconciencia es un suceso. No está bajo el dominio del yo, pero la dimensión que ella abre es algo que le acaece únicamente a un yo particular. En la medida en que hace posible toda actividad atribuida al yo, de la autoconciencia se puede decir que “se asemeja a una generación productiva del yo que hace olvidar sus propios presupuestos” (Henrich, 1971, p. 24). Por este motivo, Manfred Frank (cf. 2011, p. 219) llega a sostener que la unidad de la autoconciencia ocupa el lugar reservado a Dios en el sistema cartesiano: fundamento interno e inaccesible de la eventual unidad del yo que emerge de esta instancia.
3. Familiaridad consigo mismo en La enfermedad mortal
El lenguaje que Anti-Climacus emplea en su descripción inicial de la subjetividad oscurece, lamentablemente, su crítica al modelo de la reflexión. El pseudónimo arranca indagando qué es el ser humano. Velozmente, contesta esta cuestión incluyendo al ser humano en el conjunto de los seres dotados de espíritu. A continuación, se hace preciso interrogar por el significado del espíritu y la respuesta a esta pregunta es el sí mismo (Selv). Cabría esperar que se enuncie la conclusión lógica del razonamiento: el ser humano es un sí mismo. Sin embargo, esta equiparación es pospuesta y en su lugar se plantea la necesidad de iniciar una investigación en torno al ser del sí mismo. El pseudónimo responde: “El sí mismo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma” (SKS 11, 129 / EM, 33). La misma redacción evidencia la ágil y sinuosa marcha de un pensamiento que dice algo e inmediatamente después se desdice; un pensamiento que va ganando en precisión mientras se expone con celeridad. ¿Por qué motivo el texto no expresa directamente el pensamiento de su autor? Me atrevo a ensayar la siguiente respuesta: Anti-Climacus es consciente de que las palabras que encuentra para exponer su noción de sí mismo siguen siendo inadecuadas y recaen en lo que quieren criticar; entonces, se ve obligado a expresar de manera explícita aquella concepción que quiere dejar atrás. Inicialmente el sí mismo es tematizado meramente como una relación (Forhold). Descripto en estos términos se nos aparece como una síntesis entre dos elementos heterogéneos (cuerpo/alma, temporalidad/eternidad, finitud/infinitud, necesidad/posibilidad). Aquí encontramos una primera controversia con Petzinger. Sería incorrecto concebir estos elementos como partes sustanciales del ser humano; más bien, como afirma Poul Lübcke (1984, p. 52), “son predicados de segundo orden que califican las propiedades de las personas, así como la existencia de las mismas”. Por tanto, los términos finitud, infinitud, temporalidad, eternidad, etc. no son conceptos parciales, sino totales. Se trata, por tanto, de descripciones plausibles de un mismo ser global. Decir que el sí mismo es finito e infinito o temporal y eterno no equivale a decir que esté compuesto por dos realidades antitéticas, sino que todo él es finito, infinito, temporal, eterno. Ahora bien, rápidamente el pseudónimo deja en claro que la noción de síntesis no vale como una definición específica del sí mismo; sino, más bien, del ser humano. Para que se pueda hablar propiamente de un sí mismo la síntesis debe volverse sobre sí. La noción de una relación que se relaciona consigo misma alude al hecho de que el ser humano en tanto espíritu o sí mismo, lo sepa o no lo sepa, está desde siempre e inevitablemente inmerso en un comportamiento referido a su propia realidad, es decir, sumergido en una conducta referida a la concreción fáctica de la síntesis que él está siendo.[17] La gama de estas conductas auto-referenciales es amplia, pero se resume en dos alternativas principales. Enfrentado a sí mismo el sí mismo puede aceptarse («querer ser sí mismo verdadero») o rechazarse (directamente, en el caso del «no querer ser sí mismo» e indirectamente, en el caso del «querer ser sí mismo impropio»). Pero es importante aclarar que aceptación o rechazo no implican un mero posicionamiento externo ante algo fijo. Aceptarse, más bien, implica la libre configuración de una unidad viva y consciente compuesta por los elementos múltiples y en tensión que constituyen el propio ser; rechazarse supone evadirse de la ejecución de esta tarea o realizarla incorrectamente (por ejemplo, como analiza Anti-Climacus en el anteúltimo capítulo de la Primera Parte de su libro, desconociendo elementos constitutivos del propio ser). Pese a todo, tanto el sustantivo “relación” como el verbo “relacionar” son indicativos de una dualidad y, por ende, nos remiten nuevamente al modelo de la reflexión. Anti-Climacus intenta rebasar este paradigma y alcanzar la unidad con una última enmienda: el sí mismo es lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma. Dicho de otro modo: la subjetividad como un originario estar en sí mismo hace posible el comportarse en referencia a sí del individuo ya sea como aceptación o como rechazo.
Esta concepción de la subjetividad como un saber de sí previo a toda distinción sujeto-objeto se plasma en una lograda imagen que Anti-Climacus incluye en su escrito promediando la Primera Parte de la obra. Tras describir a un individuo que se mira en un espejo, el pseudónimo realiza la siguiente pregunta: ¿sería posible que este individuo al contemplar su imagen reflejada se viese a sí mismo y no a un hombre cualquiera si no poseyese un conocimiento previo e inmediato de sí? (cf. SKS 11, 152 / EM, 58).
Pero, ¿qué es la desesperación? La desesperación puede ser concebida como un diferir del sí mismo de sí mismo. El sujeto desesperado es incapaz de asumir su propio ser y, por este motivo, establece un comportamiento negativo hacia su existencia. Al comienzo de su obra, Anti-Climacus define la desesperación como «no-relación» (Misforhold)[18]; inmediatamente después agrega que dicha no-relación se da en la relación que se relaciona consigo misma (cf. SKS 11, 130 / EM, 34). Este añadido es de capital importancia dado que aclara que la desesperación es un déficit en una relación efectiva y no ausencia de la relación. Retomando la metáfora del espejo podríamos concebir el fenómeno de la desesperación del siguiente modo. La desesperación es análoga al sufrimiento que padece un individuo que contempla su reflejo y no reconoce su imagen. No obstante, este malestar por falta de identificación sería imposible sin la existencia de un saber de sí previo a la remisión del individuo a su imagen. En conclusión: el fenómeno de la desesperación, el déficit en la autorelación del sí mismo, es experimentada por el individuo como un pesar subjetivo y como una autoconfiguración impropia de la existencia únicamente en la medida en que tiene como trasfondo y criterio la familiaridad originaria del sí mismo consigo mismo.[19]
Extraigamos dos resultados de lo dicho en el párrafo anterior:
1. Uno de los aspectos más llamativos de la conceptualización de la desesperación es la ambigüedad valorativa que ella suscita. Anti-Climacus entiende que la desesperación en tanto que enfermedad es una desventaja. No obstante, también la considera una ventaja, dado que no sería posible alcanzar la auténtica salud espiritual sin haberla contraído (cf. SKS 11, 140 – 141 / EM, 46). Como habíamos dicho, la desesperación es un diferir del sí mismo consigo mismo. Pero, como también habíamos indicado, ella expone la unidad del sí mismo de la cual y en la cual se produce el fenómeno de la incongruencia consigo mismo del sí mismo. Por este motivo, son inherentes a la vivencia misma de la desesperación qua sufrimiento subjetivo, aunque no necesariamente tematizados, tanto un saber (indirecto) del estado en que dicho fenómeno sería superado como un impulso esencial en dirección a dicho estado. El sufrimiento ante la incongruencia del sí mismo pone de manifiesto que la estructura ontológica de todo individuo humano está dispuesta para la constitución de una identidad personal lograda (cf. SKS 11, 149 / EM, 55) que reproduce en un nivel consciente y voluntario la unidad originaria de la subjetividad.
2. Petzinger (cf. 2022, p. 23 y pp. 28 – 29) sostiene que Kierkegaard postula un sí mismo que en su más profunda y originaria realidad está fracturado y desconectado de sí mismo. Anti-Climacus se opone explícitamente a esta tesis. Si la relación que se relaciona consigo misma fuese esencialmente deficitaria, entonces no cabría hablar de desesperación. Aquello que sí posee carácter estructural no es el déficit (Misforhold) en la relación, sino la posibilidad de dicho déficit (cf. SKS 11, / EM, 36)[20]. Pero esta posibilidad también lo es de una relación lograda consigo mismo. Este señalamiento en modo alguno significa minimizar el diferir del sí mismo consigo mismo que supone la desesperación, ni tampoco implica desconocer que dicho diferir pueda perdurar indefinidamente. De lo que se trata, más bien, es de fijar que la desesperación es una situación secundaria y no primaria. Sostener que la desesperación es un fenómeno derivado equivale a expresar que el diferir el sí mismo de sí mismo (dualidad)[21]tiene lugaren el seno de la familiaridad del sí mismo consigo mismo (unidad). Tanto el proyecto de una aprehensión global, consciente y voluntaria del propio ser en el flujo de la existencia (la configuración del sí mismo en congruencia consigo mismo) como su fracaso (la configuración deficiente del sí mismo, la desesperación) implican, en efecto, un movimiento reflexivo del sujeto al objeto. En este plano secundario, cabe hablar de identidad o diferencia del sujeto consigo mismo. Sin embargo, estas nociones de identidad o diferencia no se aplican a la instancia primaria que oficia como condición de posibilidad de dicho proyecto o su fracaso.
Uno de los aspectos centrales del análisis que Anti-Climacus le dedica al fenómeno de la desesperación consiste en que el sujeto desesperado es incapaz de un rechazo radical y absoluto de sí mismo. “La desesperación -escribe el pseudónimo- es precisamente una autodestruccion, pero impotente, incapaz de conseguir lo que ella quiere” (SKS 11, 134/ EM, 39). El padecimiento del desesperado carece del consuelo de la muerte. El individuo que está en las garras de la desesperación no cuenta con la posibilidad de hacer cesar su sufrimiento apagando su conciencia. De esta afirmación pueden ofrecerse dos lecturas, sin que sea necesario optar entre ellas. La primera es obvia: Anti-Climacus está comprometido con el dogma cristiano de una existencia eterna del espíritu (lo que en el clásico lenguaje greco-cristiano se llama “inmortalidad del alma”). La segunda, menos evidente, está en consonancia con la interpretación que venimos desarrollando. En conformidad con dicho enfoque, la tematización de la desesperación como una auto-aniquilación continua e infructuosa revela un aspecto central de la concepción de la subjetividad desplegada en La enfermedad mortal. Hemos dicho que el sí mismo existe inmerso en un comportamiento referido a su propia realidad e interpelado por el sentido y la orientación de la misma. Lo que la desesperación hace visible es que el sí mismo sólo puede existir como un sí mismo, justo ese y nada más que ese que él es. Para el sí mismo, entonces, es imposible evadirse de esta imposición y seguir siendo un sí mismo y el sí mismo que él es. El sujeto determinado como espíritu, afirma Anti-Climacus (cf. SKS 11, 136/ EM, 42), está enclavado en sí mismo, está siempre presente a sí mismo aun cuando quiera ocultarse esta presencia. Todo esto equivale a decir que en ningún momento de su existencia el sí mismo tiene bajo su dominio y control el hecho de tener que existir como un sí mismo: la familiaridad consigo mismo es previa a cualquier acto voluntario del sí mismo. En la existencia misma, en el proceso efectivo de comportarse en referencia a sí mismo, el sujeto soporta un poder siempre más fuerte que lo conmina a relacionarse consigo mismo (cf. SKS 11, 136 / EM, 41). Poder que, por otra parte, el sujeto no puede reducir a sí mismo y que, por ello mismo, se le presenta como algo indeterminado, ajeno y extraño a él, en una palabra, como otro.
Para Anti-Climacus esta experiencia define la respuesta al interrogante fundamental en torno a la procedencia del sí mismo. Esta pregunta se formula en el capítulo inicial de su libro. ¿Quién es el autor del tener que existir como sí mismo del sí mismo? Dos alternativas son sopesadas: o bien la autorelación que es el sí mismo se ha puesto a sí misma o bien ha sido puesta por otro (cf. SKS 11, 129/ EM, 33). Desde un punto de vista filosófico, la pregunta del pseudónimo kierkegaardeano puede interpretarse como la invitación a optar entre dos modelos de subjetividad. El primero de ellos equivale a pensar que la estructura más básica y fundamental de la subjetividad corresponde a la reflexión: el sujeto que se pone a sí mismo (objeto). Una primera crítica a este modelo ya había sido expuesta en 1843 en la segunda mitad de O lo uno o lo otro. El juez Guillermo, el pseudónimo de turno, sostiene que la tesis de la auto-posición supone una idea paradójica. ¿Cuál? La de un sí mismo que ya existe y luego se trae a la existencia (cf. SKS 3, 207 / OO 2, 196)[22]. El autor de La enfermedad mortal sigue una estrategia diferente en su rechazo de este modelo y argumenta que la tesis de la auto-posición es incompatible con el fenómeno de la desesperación. El razonamiento ofrecido es de indudable raigambre cartesiana. En su tercera meditación Descartes (1977, p. 41) dice “si yo mismo fuese el autor de mi ser, entonces no dudaría de nada”. Basta con reemplazar duda (tvivl) por desesperación (fortvivlelse) para captar el planteo del pseudónimo kierkegaardeano. El supuesto común al filósofo francés y Anti-Climacus es el siguiente: quien tiene suficiente poder como para ponerse a sí mismo, posee (en el seno mismo de ese poder) la capacidad necesaria para ponerse a sí mismo más allá de la posibilidad de cualquier experiencia de padecimiento (v. gr. duda o desesperación). La alternativa de la auto-posición, por tanto, es irreconciliable con la conciencia que el sí mismo tiene de sí mismo en su existencia.
La alternativa que queda en pie es la tesis que sostiene la hetero-posición del sí mismo. Es importante señalar que esta tesis, por lo menos tal y como se la enuncia al comienzo de La enfermedad mortal, nos habla ante todo y fundamentalmente del carácter derivado, no absoluto, carente de aseidad, del sí mismo; y lo hace mientras guarda un sutil silencio en relación a qué (o quién) sea esa instancia de la cual el sí mismo deriva[23]. Ella implica que tanto la auto-aceptación como el auto-rechazo se basan en una relación del sí mismo consigo mismo que éste no produce, sino que viene posibilitada por una instancia que excede a la autorelación que el sí mismo es. Por este motivo, Anti-Climacus sostiene que en su relación consigo mismos el sí mismo se relaciona con otro (cf. SKS 11, 130 / EM, 33 – 34)[24]. Esto tiene un sentido fuerte: sólo en la medida en que el sí mismo deriva de un otro puede efectivamente existir como un sí mismo, es decir, entablar una relación que es una relación consigo mismo. Y esta relación del sí mismo es consigo mismo aún en los casos en que se concretice como una relación deficitaria (desesperación).
¿En qué consiste el relacionarse del sí mismo con otro al relacionarse consigo mismo? Consiste en el hecho, simple, inevitable y contundente, de que el sí mismo está dado a sí mismo. Ahora bien, para Anti-Climacus la correcta relación del sí mismo consigo mismo no puede agotarse en el mero encontrarse a sí mismo existiendo. Es necesario algo más. ¿Qué? En un breve pasaje de su segunda carta ética el juez Guillermo realiza una afirmación de pasada: “el yo se elige a sí mismo, o mejor, se recibe a sí mismo (det modtager sig selv)” (SKS 3, 172 / OO 2, 165 [el énfasis es nuestro]). Este pasaje es muy significativo. El pseudónimo ético parece estar reconociendo que existe una categoría superior a su predilecta. No obstante, la noción de auto-recepción desaparece del texto de 1843 y la categoría de auto-elección opera en soledad durante el desarrollo de la propuesta existencial del representante de la esfera ética.[25] La noción de recepción de sí mismo entraña la idea de una aceptación de lo dado. El léxico de la apropiación o adquisición de sí mismo, empleado por el juez Guillermo, no resulta adecuado por mentar una puesta a disposición integral de la propia existencia. En la apropiación somos exclusivamente activos y esto precisamente es lo que el carácter derivado del sí mismo desmiente. Más bien, habría que hablar de una asimilación transformadora de sí mismo: el sí mismo ingresa a un diálogo con la facticidad de su estar existiendo, es decir, se vincula responsivamente con algo que en último término es irreductible a su consciencia y voluntad. El ir del sí mismo hacia el sí mismo se produce sobre el horizonte de un venir el sí mismo hacia el sí mismo[26]. Recibirse a sí mismo equivale a aceptar que en toda realización vital el sí mismo es coautor de su existencia. O, para decirlo con las palabras de Anti-Climacus, el sí mismo se comporta positivamente en referencia a sí mismo cuando “al relacionarse consigo mismo y querer ser sí mismo, se funda de forma transparente en el poder que lo ha puesto” (SKS 11, 130 / EM, 34 [traducción modificada]).
¿Qué significa “transparencia”? El término reaparece en un pasaje que puede leerse al comienzo del capítulo 2 del libro III de la Primera Parte. Dice Anti-Climacus:
Sera una desesperación; desde luego, toda existencia humana que no se funde de un modo transparente en Dios, sino que prefiera oscuramente reposar en y dejarse absorber por alguna abstracción universal -el estado, la nación, etc.-, o perderse del todo en la propia oscuridad (SKS 11, 161 / EM, 68 [traducción modificada])
“Transparencia” significa, entonces, afirmación de la singularidad personal. Fundarse de un modo transparente en el poder que ha puesto al sí mismo es el rechazo consciente del proyecto de comprender y constituir la propia existencia a partir de instancias ajenas al sí mismo.
A modo de conclusión
Petzinger tiene un punto a su favor cuando afirma que tanto Kierkegaard como Deleuze abandonan el ideal moderno de autonomía y se adentran en un proyecto exisencial diferente. Ambos autores rechazan la noción de una norma o ley de carácter universal que exige a toda existencia por igual. Las obras de Kierkegaard y Deleuze se unen en la denuncia de un pensamiento totalizador, una trascendencia opresiva, que asfixia la existencia y debilita la capacidad de acción y afectación de cada singularidad.
Utilizando las categorías propuestas por Alessandro Ferrara, Kierkegaard y Deleuze optan por el programa de la autenticidad. De acuerdo con esta propuesta, la existencia singular es efectivamente libre cuando se determina en función de su peculiaridad y no de imposiciones generales abstractas. Sin embargo, la autenticidad se dice de muchas maneras. Ferrara procede a una contraposición entre dos modelos de autenticidad que resulta de suma utilidad para pensar las afinidades y diferencias entre el danés y el francés. Por una parte, encontraríamos un modelo de «autenticidad descentrada». Los teóricos de este modelo: i) evalúan negativamente todo curso vital pasible de ser expuesto en una narración coherente por considerar que tal exposición imprime un orden ficticio en los acontecimientos de la existencia, ii) priorizan las experiencias que laceran, fragmentan y disuelven la identidad el yo y iii) se enfrentan a todo intento de distinción y jerarquización entre un centro y una periferia de la personalidad. Por otra parte, es posible reconocer un modelo de «autenticidad centrada». Los partidarios de este modelo: i) aun cuando rechazan los principios ordenadores externos, no renuncian a la unidad y la continuidad del curso de la existencia, ii) priorizan las vivencias que otorgan cohesión a los diversos aspectos de la personalidad y iii) consideran que la distinción entre centro y periferia posee sentido (cf. Ferrara, 2002, pp. 129 – 130). Kierkegaard está más cerca del segundo modelo; Deleuze del primero[27].
Existen expresiones kierkegaardeanas que parecen acercarlo al modelo de la «autenticidad descentrada». Dicho de otro modo, el pensamiento kierkegaardeano es receptivo a las propuestas que abogan por una configuración artística de la personalidad y una desestabilización de la identidad personal. Por citar dos ejemplos, en su tesis doctoral de 1841 consagrada a la noción de ironía Kierkegaard habla de un vivir poéticamente (cf. SKS 1, 316 / CI, 302) y en La enfermedad mortal su pseudónimo Anti-Climacus afirma que en el camino hacia su consumación existencial “el sí mismo tiene que romperse y contrastarse” (SKS 11, 179 / EM, 90). Sin embargo, la filosofía de Kierkegaard siempre conserva un momento de unidad y continuidad del sí mismo. En efecto, la verdadera relación consigo mismo requiere de una sensibilidad artística para captar las modulaciones íntimas de la personalidad, permitir su florecimiento y disfrutar de la propia existencia. Ahora bien, el vivir de manera poética exige que se reconozca la existencia de un núcleo originario de la personalidad que condiciona la libertad creativa (cf. SKS 1, 316 / CI, 302 – 303). Por este motivo, Kierkegaard mira con recelo toda actitud exclusiva y absolutamente experimental hacia el propio ser. El danés rechaza el programa de vida que se limita a recorrer las múltiples posibilidades de la existencia sin asumir ninguna. Quien existe de este modo “vive de manera totalmente hipotética y subjuntiva… [y] sucumbe totalmente al estado de ánimo” (SKS 1, 319 / CI, 305)[28]. Ciertamente, el sí mismo tiene que quebrarse y abandonar ciertas comprensiones que tiene de su propia realidad; pero porque únicamente así puede llegar a sí mismo (cf. SKS 11, 179 / EM, 90): si se somete a un proceso de desfondamiento es para alcanzar un fundamento -que el sí mismo no puede conocer por sus propias fuerzas, pero que se le ha revelado en la figura del Dios que se hace hombre.
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Notas
Notas de autor
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