RESEÑAS DE LIBROS
García Carla Guillermina. 2020. Buenos Aires. Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas Mario J. Buschiazzo. 310pp. |
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HISTORIA DEL ARTE Y UNIVERSIDAD. LA EXPERIENCIA DEL INSTITUTO DE ARTE AMERICANO E INVESTIGACIONES ESTÉTICAS Y LA CONSOLIDACIÓN DISCIPLINAR DE LA HISTORIOGRAFÍA ARTÍSTICA EN LA ARGENTINA (1946-1970)
Desde su conformación como disciplina científica, alentada por la formalización de las ciencias históricas y por la instalación de la Bildung como ideal pedagógico en el área de habla alemana, la historia del arte osciló entre el prestigio epistemológico de la visión y el modelo de cientificidad de la crítica documental, un movimiento pendular entre dos fuentes de autoridad. Michela Passini condensó con acierto esa naturaleza bifronte de la disciplina en la fórmula L’oeil et l’archive.[1] Al estudiar la mezcla heteróclita de saberes de la que había surgido la disciplina Michel Espagne pudo caracterizar a la historia del arte como una filología de las cosas.[2] Al parecer, las historias de la disciplina están atravesadas necesariamente por la marca de una escisión original, de proporciones a menudo trágicas, entre la atención a los monumentos y la confianza en los documentos. Esa división proyectará su sombra dual sobre la cultura material de la disciplina, igualmente dividida entre el culto de las reproducciones y el de las fuentes escritas, repartida entre el museo y el archivo, en el clivaje que separa palabras de imágenes y en los intentos a menudo desesperados por suturar ese intervalo.
El reciente libro de Carla Guillermina García, Historia del arte y Universidad. La experiencia del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas y la consolidación disciplinar de la historiografía artística en la Argentina (1946-1970), derivado de su tesis doctoral, hace una crónica pormenorizada sobre el surgimiento del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas y coloca en el centro de la escena a un elenco de historiadores y publicaciones de indudable centralidad, aunque hasta ahora desatendido, en las derivas disciplinares de la historia del arte en la Argentina. La investigación permite observar hasta qué punto la intensidad de las tensiones que presentamos como fuerzas constitutivas de la disciplina pudieron sobrevenir en el momento de recomenzar, en esta parte del Sur global, durante el intento de consolidar los estudios científicos sobre arte en Argentina y Latinoamérica.
Esos esfuerzos implicaron el trazado de redes profesionales y la cristalización de instituciones que operaron bajo estatutos definidos pero también una serie de eventos que pertenecen plenamente al orden de lo imaginario, fantasías de fundación en las que están fuertemente comprometidas las trayectorias vitales y la emocionalidad de los protagonistas; delirios y ensoñaciones de objetividad. En el primer capítulo, en el que se estudian las acciones programáticas del arquitecto Mario Buschiazzo para construir un perfil del especialista en historia del arte, queda claro que en la voluntad denodada de establecer un modelo profesional válido hay algo más que cálculo y estrategias de intervención: hay un pathos verdaderamente trágico, un discurso que por momentos asume modulaciones agónicas y que acaso no pueda ser explicado sin dar cuenta de dinámicas más amplias de circulación de la energía psicosocial. El tono programático de un discurso, la crítica frente a falta de especialización y sobre todo las lamentaciones contra el diletantismo son motivos recurrentes en el texto. El rechazo de Buschiazzo a la producción escrita de corte ensayístico es casi un leitmotiv en el que se traduce la tenacidad con la que arrostró el proyecto de diferenciarse de la práctica literaria, al confiar en los poderes de la observación del original tanto como de la exhumación de las fuentes escritas, modelos a menudo reñidos en la historia disciplinar, pero también alineados en muchos momentos frente al enemigo común del amateurismo.
Una de las dimensiones más ricas en la que permite pensar el libro se encuentra en el repertorio de prácticas eruditas y en el amplio gabinete de instrumentos, que nos muestra el despliegue de la actividad letrada a través de sus materialidades concretas. En el capítulo segundo se destaca el análisis de la sección bibliográfica de Anales sobre los procedimientos de construcción de un interlocutor polémico que la revista localiza en la Academia Nacional de Bellas Artes. Esa línea se puede seguir también en el tercer capítulo del libro, en el que se abordan los estudios artísticos de Sudamérica, la convergencia de tradiciones historiográficas y redes intelectuales en las publicaciones del Instituto. El capítulo cuarto, sobre el ciclo 1963-1970, aborda aspectos igualmente ligados a la historia de la disciplina, la articulación entre docencia e investigación y el desarrollo sistemático de prácticas de archivo y de registro patrimonial. Nos interesa reparar en un punto en apariencia marginal: la formación de colecciones institucionales de material gráfico, que alinea esta experiencia sudamericana con lo que habían sido gestos fundacionales en los primeros institutos de investigación europeos. A propósito de la dimensión instituyente de estas prácticas se podría afirmar que no son tanto las instituciones las que producen archivos sino que son estos quienes producen a las instituciones.
Sobre el final del libro, el tiempo de la narración se acelera para condensar el relato sobre eventos dispares, separados en el tiempo pero vinculados a desarrollos ulteriores o simultáneos de la disciplina en Buenos Aires. Con ánimo de balance, la operación del epílogo consiste en atribuir al Instituto un lugar fundacional en la consolidación disciplinar de la historia del arte en el país, una hipótesis que la autora sostiene de manera convincente. A la luz de estas páginas, el Instituto de Arte Americano aparece como un laboratorio donde se pusieron a prueba maneras de hacer, protocolos de lectura y de acción colaborativa cuyas consecuencias serían decisivas en el desarrollo de la historiografía.
Un núcleo de sentido que se repite, al puntuar todos los recodos de esta investigación, es la palabraespacio. El libro considera la espacialidad desde distintos puntos de vista: desde la capacidad de la disciplina para organizar una imagen del continente y las distancias canceladas por el intercambio epistolar hasta los confines de las secciones bibliográficas que se construyen como locus de observación analítica y los espacios intersticiales por los que se filtra lo nuevo en instituciones consolidadas. Si el espacio es la condición de lo múltiple y de la negociación de sentidos, García nos hace ver en el Instituto el espacio donde se despliega una multiplicidad de prácticas, sujetas a los dispositivos de control que pueden capturarlas, a los procedimientos de disciplinamiento, pero también abiertas a la fuga y a la transformación. Más allá de su alcance específico, lo que este erudito trabajo nos invita a pensar son dinámicas de la universidad latinoamericana como espacio donde objetos y sujetos se enlazan siguiendo reglas de anudamiento contingentes y efímeras; un espacio donde los dibujos que forman los recorridos existenciales de ciertas personas –a través de desplazamientos, viajes y préstamos– cuentan más para la difusión de modelos disciplinares que su importación programática y corporativa. En cierto punto solamente parecieran existir los contactos, los encuentros entre cuerpos y entre ideas, que en el mejor de los casos se objetivan en patrones de interacción. Los programas o disciplinas –sustantivos fuertes que nos son sugeridos por el sintagma Historia del arte– solamente constituyen un actor más en interacción con otros saberes. La dinámica del proceso histórico se dirime no solo en la interacción entre profesionales y centros de estudio sino también en la compleja interacción de las prácticas con las representaciones a menudo contradictorias que los eruditos se formaron de ellas.
Las citas textuales de fragmentos cuidadosamente escogidos ilustran las formas en las que se desplegó la controversia letrada en este momento de emergencia de un campo disciplinar y da cuenta de lo que podríamos llamar retóricas de la expertise, usando una palabra foránea acaso inadecuada para el registro lingüístico a menudo tan castizo con el que hablan los personajes de este libro. Los materiales que recorren el libro nos permiten en efecto interrogarnos por la lengua legítima de la disciplina. Surge así una pregunta: ¿Cómo debe ser la lengua para una disciplina científica, que en los albores del siglo XX, había conseguido erigirse en el faro de todas las humanidades?,[3] e inmediatamente, le sigue esta otra: ¿Cuál es la forma válida de hablar sobre arte? Aquí se escuchan, una vez más, las torsiones de una tradición que se escinde desde su origen, entre anticuarios y letrados, entre poetas de lo inefable e historiadores positivistas, entre arqueólogos y políticos culturales. El acento que la autora coloca en el énfasis polémico de historiadores como Buschiazzo por elegir las palabras correctas al momento de describir una obra nos permite pensar en la íntima trabazón que existe entre el discurso científico y una concepción ciertamente mágica del lenguaje. A la vez, sugiere un punto de conexión productivo con una pujante línea de trabajo que interroga la historiografía del arte desde la lexicología y la historia semántica, con resultados iluminadores sobre el lugar de la terminología en la cultura disciplinar.[4]
Desde el punto de vista del área temática, la contribución inmediata del libro consiste en reponer una pieza ineludible en dos relatos distintos: la historia de la universidad argentina y la historia de la historiografía del arte. Al hacerlo, recupera un momento cuya pertenencia a la historia de la disciplina no aparece como un dato evidente, desde el momento en el que la entidad estudiada está radicada en una unidad académica diferente a la que forma actualmente historiadores del arte en la Universidad de Buenos Aires. La perspicacia puesta en la elección del caso permitió a la investigadora recuperar un eslabón fundamental en la transmisión del conocimiento erudito sobre la cultura material en Latinoamérica. Sin embargo creemos que la circunscripción de un punto de vista muy definido es aquí una operación tan significativa como la elección del caso. La simple adopción de una metodología, en este caso cercana a la historia institucional,[5] supone restringir la mirada al pasado mediante un sistema de lectura que permite ver unas cosas y que impide ver otras. Ese simple paso metodológico va contra concepciones ingenuas de objetividad en las que la disciplina todavía se ve atrapada, con una frecuencia inimaginable en otras ciencias humanas, y marca el reconocimiento de la necesidad de una perspectiva metodológica nítida para este tipo de estudios. La documentación traza la temporalidad del objeto y se ciñe a las figuras temporales que forman sus contornos, desalentando el intento de segmentar a la historia en bloques homogéneos. En lugar de esto último, el estudio habilita a pensar la textura específica de una cultura de mezcla en el terreno intelectual, donde se encuentran tradiciones en disputa y modelos en transición, donde la formalización de protocolos científicos coexiste con residuos de estilos intelectuales heterogéneos, restos que se resisten a ser asimilados y que, aún cuando se los quiere considerar perimidos, no dejan de sobrevenir, para horadar las fantasías de continuidad del progreso científico. Al introducir de este modo lo discontinuo, las interrupciones y contingencias, el relato de la investigación consigue evitar también los riesgos de la ilusión teleológica, a los que la historiografía se encuentra especialmente expuesta cuando lo que toma por objeto es un proceso de consolidación con efectos sobre el presente.
Entre las hipótesis que permitiría informar este estudio, la más importante apunta a una comparación: si en Europa la formalización disciplinar de la historia del arte y su autonomización con respecto a regiones del saber aledañas constituye un proceso contradictorio, complejo y abierto, en Latinoamérica esa dinámica parece intensificarse. Por eso sorprende la forma en la cual, a pesar de las resistencias, consiguen prender en el suelo local los intentos de construcción de valores intradisciplinares, formulados en un discurso a menudo estentóreo que contrasta con la axiología más bien silenciosa que gobierna actualmente las culturas académicas –y que encuentra, en ese silencio, la prueba de su eficacia–. Los testimonios de este libro podrían ser releídos para buscar lo que de ese pasado continúa en nuestro presente, para abrir una zona de necesaria desidentificación y distanciamiento frente a nuestra propia cultura disciplinar. Por ejemplo: ¿qué es lo que hace que un historiador sea considerado serio? ¿Por qué todavía decir de un historiador que es serio equivale a hacer una valoración positiva? ¿Por qué la seriedad y, no, por ejemplo, la jovialidad? Ceñido al estudio de trayectorias profesionales y de procesos pacientemente reconstruidos, el libro no se adentra en este terreno especulativo, pero allí están sin embargo todos los materiales que permitirían reconstruir un diálogo necesario entre la historia de la disciplina y la historia de las emociones.
Desde luego, no hay disciplina sin un disciplinamiento de los cuerpos, sin la naturalización de una violencia simbólica, sin la normalización de las formas que se postulan como legítimas en espacios y tiempos que pueden ser ocupados por la actividad de los cuerpos letrados. La disciplina se basa en la producción de subjetividades, que son efectos de la vista y el oído. Aunque la perspectiva del trabajo se mueve en otro nivel de análisis, todas las líneas que lo recorren conducen a la formulación de la pregunta por la producción del sujeto experto en su relación mundo sensible: se trata de cómo ver, cómo mirar, cómo oír, cómo decir. El corpus nos lleva a los cuerpos de lxs historiadorxs. A partir de un testimonio de Teresa Gisbert, una de las muchas figuras que el libro pone en escena a propósito de diálogos transnacionales, asoma un problema que tampoco llega a ser tematizado pero que sugiere una perspectiva altamente productiva. Gisbert se refiere a las condiciones concretas de su trabajo como historiadora y madre. Ampliada en otros sentidos, esta perspectiva de investigación podría tener un gran porvenir en la historia de la historiografía del arte, especialmente considerando la feminización que marcó el desarrollo de la disciplina a partir de su formalización como carrera universitaria.
Considero importante insistir en el valor metodológico de este trabajo y en los estándares de rigor que establece para las futuras investigaciones sobre la historia de la historiografía del arte. En este punto, lo que demuestra el trabajo de Carla García es que si se quiere profundizar en la historia de la disciplina la delimitación de un enfoque relativamente cerrado resulta imprescindible para construir un objeto consistente, para saber de qué cosa se quiere trazar una historia. Para ello es imprescindible ir en contra de los propios automatismos interpretativos y hábitos de lectura. Precisamente, otra de las meditaciones a las que lleva este libro es la especial necesidad de vigilancia epistemológica que este tipo de estudios exige con respecto a dos posturas enunciativas. Para un historiador que se propone investigar la historia de su disciplina, tomar distancia con respecto a una actitud reverencial hacia los padres fundadores resulta tan importante como alejarse de la mera crítica parricida,[6] un comportamiento reactivo que a los fines epistemológicos resulta tan poco productivo como lo es la actitud contraria. Reducir la historia de la historiografía a la veneración de las maiorum imagines de la familia disciplinar o limitarla a la denuncia de todo lo androcéntrica y racista que pudo ser la mirada de esos antepasados, son actitudes en principio antagónicas pero convergentes en lo que no logran ver: están atrapadas en la lógica misma de la cultura disciplinar y en las dinámicas de su reproducción intergeneracional, en las que están implicadas por igual la filiación y la impugnación del progenitor. La historia de la historiografía no puede agotarse en el homenaje ni en la denuncia porque esas prácticas se ubican en el nivel de los actores que una investigación de esta clase debe ser capaz de observar críticamente, al asumir la tarea imposible pero necesaria de separar la posición del actor social y de la posición analítica. Tributarle culto a los antepasados honorables de esa gran novela familiar que es la historia de una disciplina es un gesto tan inherente a la cultura disciplinar como lo es una crítica individualizadora de prejuicios y errores, inspirada muchas veces por un voluntarismo que produce los efectos políticos contrarios a los que espera.
El estudio de Carla García supera airosamente este dúo de peligros que resulta tan difícil de sortear. Su tratamiento del objeto elude tanto la Escila del culto encomiástico –la monumentalización acrítica de una memoria–, como la Caribdis de una discusión imposible, que nunca puede ser otra cosa que la proyección de contradicciones actuales en el pasado. La autora comprende que hacer la historia de una disciplina es dar cuenta de una configuración de prácticas que encuentra la razón de su estudio en su irreductible singularidad histórica, dotada de su propio espesor y textura, y en relación con la cual el presente de nuestra escritura solo puede tener una conexión contingente. Finalmente, lo que pone de manifiesto ese acierto es que la única posibilidad de conseguir algún éxito en el intento de salir de nuestra espontaneidad irreflexiva –los automatismos en los que estamos inmersos como nativos de una disciplina– está en el momento inventivo de la investigación. Para poder observar una disciplina que, como cuerpos inscriptos en ella, nos resulta por definición invisible, es imperativo producir un objeto, provocarlo: ya no es posible suponerlo como algo que estaría desde siempre en el archivo esperando a ejercer su papel de evidencia, sin hacerlo brotar en el juego recíproco de los testimonios desde una perspectiva metodológica claramente delimitada. Por conseguir todo ello, el estudio de Carla García inaugura sin duda una nueva etapa en los estudios de su tipo en la Argentina.
Notas