LECTURAS
Resumen:
La
conferencia “Iconoclasia y postpatrimonio” del Dr. José de Nordenflycht fue
organizada por el Área Patrimonio, memoria e historia del CIAP Centro de
Investigaciones en Arte y Patrimonio (Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas Universidad Nacional de San Martín) y tuvo lugar el 30
de septiembre de 2020. La conferencia fue motivada por el ciclo de iconoclasia
presenciado en diferentes partes del mundo en el que, según el autor, los
conceptos que tenemos para entender los fenómenos patrimoniales son más
rápidamente obsolescentes que su propia materialidad. Es así que invita a
pensar en que las alteraciones monumentales recientes deben ser entendidas en
su compleja dimensión cultural, donde las consecuencias materiales son efectos
colaterales en el contexto de un momento histórico de emergencia post
patrimonial. El texto que acompaña al video fue escrito un año después, como
una apostilla a sus reflexiones en pleno estallido social chileno.
El registro audiovisual de la conferencia se encuentra disponible en el
canal de YouTube del CIAP:
https://www.youtube.com/watch?v=Hn9cl_Qnppk
Iconoclasia y Postpatrimonio
José de Nordenflycht[1]
La iconoclasia no es un fenómeno nuevo en la historia, ya que sus antecedentes pueden ser rastreados en ella. Sin embargo, lo nuevo en este ciclo, y que hemos presenciado durante lo que va del siglo XXI, es que nunca antes en la historia los conceptos que tenemos para entender los fenómenos patrimoniales han sido más rápidamente obsolescentes que su propia materialidad. Por tal motivo, las alteraciones monumentales recientes deben ser entendidas en su compleja dimensión cultural, donde sus consecuencias materiales son los índices de la emergencia de un momento histórico postpatrimonial.
Para colocarnos en línea con este argumento debemos mencionar que, como ya es costumbre desde 1982, el pasado 18 de abril el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS, por sus siglas en inglés) nos invitó a celebrar el Día Internacional de los Monumentos y Sitios, ahora bajo la convocatoria “Pasados Complejos y Futuros Diversos”. Esta fue la primera vez que la conspicua ONG clase A de Unesco declara explícitamente la necesidad de una agenda inclusiva de la población LGTB+I en el contexto de las políticas públicas sobre el patrimonio cultural.
Aunque esto ha sido recibido con sorpresa para muchos actores del campo de la conservación del patrimonio, no es una total novedad para los países de nuestra región. De hecho desde el Servicio Nacional del Patrimonio en Chile se comenzó a trabajar a partir del liderazgo de la historiadora Ema de Ramón, Directora del Archivo Nacional, en lo que hoy es un Programa de Patrimonio y Género. En paralelo, desde el Museo Nacional de Bellas Artes hemos visto proyectos curatoriales que se posicionan desde el enfoque de género y las disidencias, planteados por nuestra colega Gloria Cortés. A lo que se suma un activismo reflexivo que nos ha entregado trabajos tan interesantes como el libro Patrimonio Sexual de Cristeva Cabello.[2] En suma, se da la aparición de miradas donde el debate sobre la supuesta falta de moralidad de una expresión formal es demasiado banal como para esgrimirlo como argumento de su censura presente o futura. Esto nos recuerda que las representaciones de corporalidades han sido protagonistas de las más dilatadas y sonadas polémicas en la historia del arte. Tópico tedioso para algunos y majadero para otros. Sin embargo, de manera inédita estas disputas hoy se vinculan con las visiones de futuro que intentamos solventar a través del patrimonio que heredaremos a las generaciones futuras.
De este modo, el momento postpatrimonial coloca en tensión el debate implícito entre arte y patrimonio, cuyas posiciones antaño nos llevaron al irreductible lugar de elementales dicotomías como buen arte v/s mal arte o alta cultura v/s baja cultura, entre muchas otras, y que hoy confrontan al patrimonio homogéneo, hegemónico e higiénico –cacofonía mediante– con otros patrimonios heterogéneos, subalternos y emancipados –declinaciones plurales mediante–.
Lo curioso es que hace muchos siglos sabemos que no todos los monumentos son iguales. La desigualdad es uno de sus atributos más reconocibles. Al punto de que incluso aquellos factores que los amenazan en su integridad física se convierten en sus virtudes. Ahí está la Torre de Pisa para probarlo, la que, con su defecto de construcción contenido, se convierte en la “inclinación sobre el plano” más famosa del mundo.
Sucede lo mismo si nos ponemos a hacer la cuenta sumaria de todos los ciclos iconoclastas de los últimos siglos. La actual “iconoclasia decolonial” nos recuerda que la historia no se borra ni tampoco se repite, sino que más bien se interpreta y se debate. Y el control por esa cuota de participación vinculante en el debate es una demostración de poder. Y el poder es violento cuando se ejerce sin respeto, como cuando no dejamos hablar al otro en una discusión y cancelamos su condición de interlocutor válido.
Por lo que si nos resulta equívoco evaluar el arte como si fuera patrimonio, evaluar el patrimonio como si fuera arte es totalmente anacrónico. Claramente, arte y patrimonio no son lo mismo. Es decir que apurarse por enmarcar el proyecto contemporáneo de una producción artística dentro de sus posibles valores es clausurar precisamente la interpretación futura que de esa imagen puedan tener las próximas generaciones.
De la misma manera no existe el patrimonio instantáneo, por mas reconocidos que sean sus autores. Si así fuera estaríamos confundiendo el panfleto con el sentido y la copia con el original. Ego herido mediante, de quienes se creen “patrimonios humanos vivos” de su propia obra, sin considerar siquiera al otro como un recipiendario pasivo. Debido a que ese otro somos nosotros, el patrimonio básicamente puede considerarse una construcción social. En este sentido, si este es cooptado en su forma y sentido por la autoría individual de un solo artista, un grupo de ellos o su mandante, podemos considerar el estar frente a una versión totalitaria del arte, la cual por lo demás es típica de momentos en que había un solo arte oficial, algo hoy francamente anacrónico en todo el mundo.
Basta con recordar polémicas que tuvieron la visibilidad de cuerpos desnudos como centro de la disputa a comienzos de nuestro siglo en proyectos muy distintos en formato, alcance y propósito. Entre ellos recordamos en Chile a los arquitectos Jorge Cristi & Arturo Torres y su “Proyecto Nautilus”, en el cual, en el año 2000,instalaron una casa de vidrio en medio de un sitio eriazo en Santiago de Chile, el que alimentó la curiosidad y el morbo de transeúntes que se agolpaban masivamente a tratar de ver entre los medianeros cómo su única habitante femenina realizaba domésticos rituales de higienización corporal desprovista de su ropa; o el performer argentino Luizo Vega y su proyecto “Baby Vamp”, en donde la acción era una caminata por la capital de Chile junto a su “creación”, una joven mujer desnuda; o el artista estadounidense Spencer Tunick en su proyecto “Desnudo a la Deriva”, que por ese mismo año de 2002 dispuso sus tomas fotográficas, que incluían a miles de personas desnudas en el entorno del Museo Nacional de Bellas Artes de Chile.
Veinte años después de estos casos, las autoridades culturales se escandalizan por la representación tópica de una menstruación en la pintura mural sobre una vivienda de un barrio histórico de Valparaíso, realizada por la mediática cantante Mon Laferte, ahora devenida en muralista. Un caso en que resulta curiosa la invocación airada de la ley de monumentos nacionales por la autoridad sectorial para la protección sobre la pintura de una superficie que es totalmente reversible. Esto debido a que, desde el más cuidadoso mural hasta el más disruptivo tag, podría ser repintado si fuera necesario; lo que de paso podría desestimar la aplicación de la misma ley para poner atajo al complejo panorama de modificaciones arquitectónicas irreversibles que son lesivas a la integridad y autenticidad de un bien inscrito en la Lista de Patrimonio Mundial de Unesco.
Resolver esa confrontación entre arte y patrimonio es parte de este momento postpatrimonial. Una confrontación en que por un lado están los que creen que el poder del arte es mayor que la fragilidad del patrimonio, y por otro lado los que creen que el poder del patrimonio es mayor que la fragilidad del arte.
Los primeros son los artistas, los segundos somos todos los demás. Un todos donde la naturaleza inmaterial del patrimonio se revela como más persistente, ya que recordar es una acción emotiva, por lo que su racionalización es siempre posterior. En este sentido, si administramos la obsolescencia, debemos estar atentos a la construcción de esa racionalización jurídica e institucional, tanto como a su experiencias afectivas.
La expectativa para algunos de que el momento postpatrimonial pueda traernos una “nueva normalidad” basada en la competencia por el poder simbólico, donde el patrimonio resultante levanta relatos unidireccionales al autorizar información a partir de una certeza jurídica, tal vez no sea ni tan nueva y ni tan normal.[3] Lo que un momento postpatrimonial reclama entonces es por el contrario no volver a ese estado de las cosas, donde sabemos que es más normal que se destruya a que se conserve, que su amenaza sea una condición y no un estado. Para ello debemos estar siempre en la vigilia – no vanguardia– de los esfuerzos por conservarlo al aumentar su rendimiento a partir de escenarios de adelanto en que debemos situar nuestras subjetividades; poner el cuerpo, acaso.
¿Qué es lo que anuncia este momento postpatrimonial? Posiblemente la aparición de cuerpos patrimoniales, esos que desde las iconoclasias se abren a las disidencias y sus nuevas normalidades. Esos que son la representación al unísono del cuerpo social desplegado en lugares que son los hábitos de sus memorias.
Tal vez esa sí sea la nueva normalidad que queremos para nuestro patrimonio.
Notas