Artículos libres
Recepción: 18 Marzo 2023
Aprobación: 28 Agosto 2023
Resumen: Entre los meses de agosto y octubre de 2017 la desaparición, aparición y muerte de Santiago Maldonado conmocionaron a la sociedad argentina. En el cruce entre la sociología de los problemas públicos y los estudios sobre memoria, este artículo se propone abordar el caso considerando su vinculación con la memoria de la desaparición forzada durante la dictadura militar (1976–1983). Tomando como unidad de análisis los 78 días en los que se prolongó la desaparición de Santiago, buscamos reconstruir la compleja trama temporal en la que se inscribió el caso y detectar cuáles fueron las formas de activación memorial que circularon en torno a la desaparición en el espacio público. Asimismo, nos proponemos analizar cuáles fueron las estrategias y argumentos puestos en marcha por el gobierno de Cambiemos para hacer frente a la denuncia y, como se verá, disputar las coordenadas memoriales y políticas de inscripción del caso.
Palabras clave: desaparición, memorias, tiempo público, problemas públicos, gobierno de Cambiemos.
Abstract: Between the months of August and October 2017, the disappearance, appearance and death of Santiago Maldonado shocked Argentine society. At the crossroads between the sociology of public problems and memory studies, this article addresses the case considering its link with the memory of forced disappearances that took place during the military dictatorship in Argentina (1976–1983). Taking the 78 days Santiago remain desaparecido as our unit of analysis, we seek to reconstruct the complex time frame that made the case intelligible and to detect the forms of memorial activation that emerged around forced disappearance in the public space. Likewise, we intend to analyze what were the strategies and arguments put in place by Cambiemos’ government to deal with the complaint and, as will be seen, dispute the memorial and political meaning of the case.
Keywords: disappearance, memories, public time, public problems, Cambiemos government.
Entre los meses de agosto y octubre de 2017 la desaparición, aparición y muerte de Santiago Maldonado conmocionaron a la sociedad argentina. El caso generó una extraordinaria movilización social y política que se extendió desde los confines de la Patagonia hacia diversos foros internacionales, a través de un sostenido proceso de denuncia impulsado por sus familiares y el movimiento de derechos humanos.
Santiago Maldonado desapareció el 1 de agosto en el marco de un operativo represivo realizado por Gendarmería Nacional contra la comunidad mapuche de la Pu Lof en Resistencia de Cushamen, Provincia de Chubut. Setenta y ocho días después, su cuerpo fue hallado a la vera del río, durante un operativo de rastrillaje judicial. A partir de ese momento y luego de más de dos meses de incertidumbre, el cuerpo se convirtió —por la vía del análisis forense— en un territorio de disputa por las versiones «contrapuestas e irreconciliables» que habían germinado en los meses previos en torno a la verdad de lo sucedido (Gayol y Kessler, 2018, p.241).
A diferencia de otros episodios de violencia o asesinato cometidos en la larga historia de represión estatal a las comunidades mapuche, una de las singularidades del caso Maldonado estuvo dada precisamente por el fenómeno de la desaparición.[1] Como señala Soria (2017), la figura de la desaparición forzada habilitó el anclaje del caso dentro de un régimen de inteligibilidad ya consolidado en Argentina que vincula la desaparición con el accionar represivo de las Fuerzas Armadas durante el terrorismo de Estado (1976–1983). En este artículo, buscamos analizar esta operación de anclaje interrogando de qué modo la desaparición de Santiago Maldonado fue puesta en serie con los «desaparecidos», aunque —como veremos— ello nos conducirá también a interrogarnos por su relación con las «memorias largas» (Catela da Silva, 2017) de las comunidades mapuche.
Para eso, tomaremos como punto de partida la indicación de Gayol y Kessler según la cual «la desaparición de Santiago inauguró un tiempo público que tuvo en vilo a la opinión pública nacional y el hallazgo del cuerpo hasta el juicio de los peritos no hizo sino acentuar el suspenso dramático sobre la verdad de los acontecimientos» (2018, p.244): ¿cómo leer ese tiempo público? ¿Qué pasados, presentes y futuros imaginados confluyeron en el entramado de esos setenta y ocho días durante los cuales Santiago Maldonado estuvo desaparecido? ¿Qué prácticas, narrativas y representaciones se activaron en la esfera pública?
Nuestra perspectiva de análisis se sitúa en el cruce entre los trabajos que abordan la desaparición forzada en el mundo contemporáneo, la sociología de los problemas públicos y los estudios sobre memoria. En ese marco, entendemos que los sentidos de la temporalidad no se establecen de forma meramente cronológica, sino que el presente contiene y construye la experiencia pasada y las expectativas futuras (Jelin, 2002; Koselleck, 1993). Así, nuestra unidad de análisis se define según una secuencia lineal marcada por la desaparición/aparición del cuerpo de Santiago Maldonado, pero supone iluminar ese tiempo histórico en función de «unidades políticas y sociales de acción» (Koselleck 1993, p.14). En esa línea, nos proponemos analizar las formas de «activación» de memorias que emergieron durante esos setenta y ocho días según determinados actores y lógicas sedimentadas que permitieron dar un marco de inteligibilidad a los acontecimientos. Por otra parte, la noción de «tiempo público» (Castoriadis, 1995) alude a una dimensión en la cual una comunidad es capaz de «contemplar su propio pasado como el resultado de sus propios actos» y «en la que se abre un futuro indeterminado como dominio de sus actividades» (p.51). Así entendido, ese tiempo público se encuentra ligado a lo común entendido como participación en la vida política y en la definición —siempre disputada— del destino de la comunidad. Desde este punto de vista, al hablar de los procesos de «activación» de memorias a partir de la desaparición de Maldonado, entendemos la memoria como una orientación colectiva de la acción que se refiere no a un acontecimiento del pasado sino a un espacio de experiencia que se activa en el presente. Así —retomando la inspiración benjaminiana—, partimos de considerar que las activaciones memoriales que buscamos analizar no equivalen a una reactualización del pasado «tal cual fue», sino a las maneras en que el pasado es articulado históricamente por una comunidad política, o parte de ella, frente a la acechanza de un peligro.
Teniendo en cuenta estas premisas, nuestro análisis retoma diferentes materiales cuyo denominador común es su pertenencia al espacio público. Incorporamos prensa gráfica, rastreo de redes sociales, programas televisivos y registros de audiencias públicas, así como documentos institucionales del gobierno argentino, el poder judicial y organismos nacionales y trasnacionales de derechos humanos. Asimismo, hemos tomado como insumo la información producida por la familia de Santiago Maldonado en su página web. Esta diversidad de fuentes, cuya construcción inicial obedeció a un criterio cronológico, nos permitirá, en primer lugar, reconstruir la trama temporal en la que se inscribió el caso y detectar cuáles fueron las representaciones y sentidos que se activaron en torno a la desaparición en el espacio público. En segundo lugar, analizaremos las estrategias y argumentos puestos en marcha por el gobierno de Cambiemos para hacer frente a la denuncia y disputar las coordenadas memoriales y políticas de inscripción del caso.
Memorias de la desaparición: tiempo de suspensión, tiempo de activación
Seis días después del operativo represivo que concluyó en la desaparición de Santiago, su hermano Sergio —progresivamente identificado como portavoz de la causa— escribió una carta que se publicó en un medio «villero» alternativo y se replicó en los principales diarios del país. Allí afirmaba:
Hace casi una semana, tras la represión a los manifestantes en la comunidad Lof de Cushamen, la vida de toda mi familia cambió por completo: no vivimos, no podemos, no tenemos noticias de mi hermano, ni respuestas de las Fuerzas que apaleaban, disparaban y arrastraban todo lo que tenían enfrente, mujeres, niños… Y Santiago.[2]
La denuncia por la desaparición había comenzado a circular a través de medios locales y llegó a la prensa nacional el día 4 de agosto. La carta, publicada el 6, expresaba un pedido de acompañamiento en la movilización que se realizaría al día siguiente y encuadraba lo sucedido como una «desaparición forzada». En ese marco, inscribía públicamente la experiencia de la familia en una trayectoria cuyas resonancias serían decisivas. Pero ¿qué sentidos comporta la apelación a la figura de la desaparición?, ¿qué prácticas, narrativas y representaciones moviliza?
Gatti (2011a) propone pensar esta cuestión a partir de tres categorías que evidencian el carácter sobredeterminado de la desaparición y el modo en que se articulan en ella distintas temporalidades, usos locales y circulaciones globales. Por un lado, el «desaparecido trasnacional» como una de las expresiones salientes de la víctima en la cultura humanitaria global, «el desaparecido inmutable» —cuyas características son representadas de forma perenne por el Derecho Humanitario Internacional— y por último, el «desaparecido modélico» que sintetiza los contornos que adquirió la desaparición forzada en las dictaduras del Cono Sur (2011, p.526). De manera sintética, en este último caso la categoría refiere una tecnología represiva de carácter clandestino que fue desplegada en el marco del terrorismo de Estado y se dirigió, de manera simultánea, a producir terror en las víctimas y en la población en su conjunto. En términos específicos, la desaparición se configuró como una triple condición de ausencia: «un estado de búsqueda de un cuerpo que no está, una tumba que no pudo ser demarcada y visitada y una muerte inconclusa que no puede ser llorada, transitada, o domesticada» (Catela da Silva, 2019, p.47). En ese sentido, la desaparición se configura como «catástrofe» de la identidad, provoca el desmoronamiento de la unidad ontológica que la modernidad atribuye al sujeto, dando lugar a lo que Gatti (2008) llama «un nuevo estado del ser»: el de «no muerto – no–vivo» (p.108).
A su vez, como tecnología de poder la desaparición coloca a los sujetos en un campo inherentemente desigual. De acuerdo con la definición prevista por la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas (el «desaparecido inmutable»), la desaparición constituye un delito que supone la participación de agentes del Estado y la negativa posterior a reconocer lo sucedido. Esta secuencia de sustracción/negación cifra el carácter disputado de la desaparición en la medida en que coloca de un lado el despliegue de la maquinaria estatal con su formidable poder simbólico y en el extremo opuesto, un sujeto arrojado a un estado de excepción o «sustracción de la protección de la ley».[3] La tarea de denuncia, habitualmente emprendida por los familiares, se configura así como una puesta en cuestión de ese poder que al mismo tiempo que sustrae, niega; que señala y oculta, que admite pero no reconoce (Calveiro, 1998; Feld & Salvi, 2016; Schindel, 2012). Así, como rasgo común a sus diferentes modulaciones históricas, la desaparición configura un tiempo de suspensión en el que los marcos de sentido que regulan las relaciones humanas y su vínculo con las instituciones se quiebran. La incertidumbre y el terror imprimen una cadencia propia al ritmo de los días que, en su propio transcurrir, hacen patente el no retorno de quien ha desaparecido. El paso del tiempo resulta, en este sentido, un elemento inherente a la experiencia de la desaparición. Cuando una persona desaparece, señala Tordini:
… el tiempo secuencial se desintegra, la cadencia de la espera inicia un ciclo que nadie sabe cuánto durará. Una de las coordenadas que organiza a los grupos humanos se diluye: la respuesta a la pregunta sobre si alguien pertenece al mundo de los vivos o al de los muertos es, ahora, imprecisa (Tordini, 2021, p.6).
Se configura así un tiempo de quiebre y suspensión: la vida de toda mi familia cambió por completo: no vivimos, no podemos.
A la vez, como señala Gatti, alrededor de la «catástrofe» de la desaparición forzada se ha ido construyendo un campo social compuesto por un conjunto singular de agentes, instituciones, movimientos, dispositivos y retóricas que le son propias. Este conjunto singular trabaja en la restitución del sentido que la maquinaria desaparecedora sustrajo (Gatti, 2011b) y gracias a su progresiva consolidación, la categoría de desaparición forzada se estabilizó entre las décadas del 80 y 90 como una narrativa disponible para visibilizar y nominar experiencias disímiles de sustracción/negación producidas o amparadas por fuerzas represivas del Estado. Así, mientras que en la experiencia de los familiares de desaparecidos por el terrorismo de Estado mediaba un tiempo de revelación o formación de la categoría entre la experiencia del secuestro y su respuesta consciente e incluso su politización (Catela da Silva, 2001, p.58), en el caso de Santiago Maldonado la figura jurídica, pero también social y memorial de la desaparición constituyó el punto de partida. Como veremos en lo que sigue, su puesta en circulación activó una reacción en cadena en la que convergieron prácticas jurídicas, de protesta, visuales y digitales que buscaron saltar el continnum del tiempo cronológico para reclamar una respuesta estatal que, como veremos en el tercer apartado, fue deliberadamente retaceada.
Tiempo de activación
Mientras el tiempo suspendido transcurre, un conjunto de prácticas propias del «campo del detenido–desaparecido» emergieron con fuerza en el espacio público. Si en la desaparición «modélica», la categoría funcionaba como un punto de llegada, una identidad —aunque fuera inestable— en la que alojar la experiencia límite (Catela da Silva, 2001), cuatro décadas más tarde constituye un punto de partida. En torno a ella se activaron una serie de representaciones y acciones jurídicas, políticas y mediáticas que convergieron en la definición y categorización del caso. Esta convergencia permitió desingularizar (Boltanski, 1984) lo sucedido y remitirlo a una problemática ya establecida como es la desaparición forzada de personas como consecuencia del accionar de las fuerzas armadas o de seguridad. Esta remisión inscribió al caso en una serie socialmente disponible que le otorgó inteligibilidad social y delimitó un campo de sentido en el cual se desarrollaron las acciones de los actores en los días subsiguientes. A su vez, esta categorización y «puesta en serie» permitió disputar la tipificación del caso no como una mera «tragedia» o un «enfrentamiento» sino como un hecho con connotaciones aberrantes por el que cabían responsabilidades estatales que debían ser investigadas.
Identificamos así un primer conjunto de prácticas que pueden ser agrupadas dentro de lo que se ha denominado el «activismo jurídico». Este tipo de activismo se consolidó durante la dictadura militar y se caracterizó por una articulación entre un proyecto militante —la defensa de los derechos humanos— y un tipo específico de competencia experta —el derecho internacional de los derechos humanos— (Vecchioli, 2009, p.43). Desde entonces, el accionar de un conjunto de organismos de derechos humanos se configuró como una alianza entre aquellos actores (auto)definidos como sujetos afectados en sus derechos y estos organismos como intérpretes y/o defensores de los mismos (Delamata, 2013; Pereyra, 2005). Así, desde las primeras horas de la desaparición de Santiago intervinieron dos actores sólidamente establecidos del «campo del detenido–desaparecido» en Argentina: la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).[4]
Estos actores se movilizaron en dos sentidos: por un lado, a partir de la expertise jurídica que adquirieron en materia de violencia institucional y crímenes de lesa humanidad y por el otro, a partir de la visibilización pública del caso a nivel nacional e internacional. Aunque aquí las separemos analíticamente, ambas estrategias resultaron interdependientes en la medida en que la visibilidad aparece como una condición necesaria de presión ante los poderes públicos. En lo que se refiere a la expertise jurídica, durante los primeros quince días ambos organismos movilizaron un repertorio que incluía prácticas heredadas del activismo jurídico durante la dictadura, como la presentación de hábeas corpus y la apelación a instancias internacionales de derechos humanos (Federman, 2018; González Tizón, 2016). El 5 de agosto, por ejemplo, a instancias de una solicitud del CELS, el Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU realizó una petición de acción urgente al gobierno argentino, visibilizando el caso internacionalmente y forzando a las autoridades a responder.[5] El 10 de agosto también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos solicitó información a petición de otro grupo de activistas y más tarde, el 22 de agosto solicitó al gobierno argentino que «adopte las medidas necesarias para determinar la situación y paradero» de Santiago Maldonado. En ambos casos, la respuesta argentina se distanció de los términos de la denuncia y evidenció la resistencia gubernamental a adoptar un enfoque basado en la figura de la desaparición forzada, resistencia que se prolongaría hasta la aparición del cuerpo de Santiago.
Por otra parte, tanto la CPM como el CELS buscaron orientar la investigación judicial en función de su propia expertise como actores del campo de derechos humanos. Para ello, solicitaron al juzgado diferentes medidas de prueba entre las que se incluían allanamientos a distintos escuadrones de Gendarmería, pericias de ADN y rastrillajes. En esa línea, acompañaron y presentaron testigos de la comunidad mapuche y solicitaron la intervención de diferentes agencias como la Procuraduría de Violencia Institucional (PROCUVIN) y el Equipo Argentino de Antropología Forense. Algunas de estas medidas también se inscriben en la expertise adquirida por el movimiento de derechos humanos durante la dictadura y su devenir en democracia, como la utilización de técnicas genéticas y forenses para la identificación de personas y la petición —realizada por el CELS— de que las morgues judiciales dieran información sobre el ingreso de cuerpos no identificados. Esto último había sido incorporado a su repertorio a partir de la reconstrucción de la manera en que, durante el terrorismo de Estado, se disponía del circuito burocrático de gestión de los cadáveres NN para esconder el destino final de las víctimas y había probado su vigencia en democracia en el caso de Luciano Arruga, un joven desaparecido en 2009 (Federman, 2018).[6]
De modo particularmente relevante, ambos organismos insistieron en el apartamiento de la Gendarmería Nacional por considerar que la responsabilidad de esta fuerza constituía el objeto primordial de la investigación. El 10 y el 15 de agosto, luego de dos semanas sin noticias de Santiago, la CPM y el CELS se presentaron como querellantes en la causa penal que investigaba qué sucedió en el operativo, mostrando su desacuerdo (e incluso sus sospechas) respecto del proceder gubernamental.
Por otro lado, en lo que refiere a la visibilización del caso, el 4 de agosto los organismos de derechos humanos impulsaron la primera conferencia de prensa que realizarían junto a familiares y amigos de Santiago. En ella estuvieron presentes Rosa Bru y Vanesa Orieta, madre de Miguel Bru y hermana de Luciano Arruga (respectivamente), ambos desaparecidos en democracia.[7] Este tipo de acompañamientos se sucederían en una nueva conferencia de prensa que se realizó en la Ciudad de Buenos Aires el 9 de agosto y luego en las manifestaciones masivas. En ambos casos, otros familiares de víctimas de desaparición forzada —devenidos en importantes referentes del movimiento de derechos humanos en virtud de su trayectoria militante—, y la propia familia de Santiago tendrían un lugar central. Como ha sido analizado en numerosos trabajos, la figura del familiar constituye un elemento clave de la movilización por demandas de justicia en Argentina y se ha consolidado, desde la dictadura, como un actor con legitimidad social para reclamar frente al Estado por un daño particular y, simultáneamente representar la voluntad de justicia colectiva (Jelin, 1995, p.122; Pita & Pereyra, 2020). En ese marco, la presencia de los familiares de desaparecidos y activistas del movimiento de derechos humanos acompañando a la familia de Santiago constituía una forma de activación memorial con un alto efecto performativo: inscribía el reclamo en una serie previa y al mismo tiempo, contribuía a dotar de legitimidad moral la figura de Sergio Maldonado, quien con el correr de los días sería blanco de fakenews y ataques coordinados en redes sociales.[8]
Un segundo conjunto de prácticas se vincula con la movilización en las calles. Desde la transición democrática y con especial énfasis a partir de la crisis del 2001, la manifestación se consolidó como parte del repertorio de la acción colectiva en Argentina tanto para el movimiento de derechos humanos como para otros actores sociales, y constituyó un recurso de interpelación directa a los poderes públicos (Fillieule & Tartakowsky, 2015). Así, en las «fechas redondas» transcurridas desde la desaparición de Santiago se activaron acciones de protesta en las calles como un medio para visibilizar el problema y forzar a las instancias institucionales a responder. El 7 de agosto, al cumplirse una semana de la desaparición, la familia Maldonado convocó a una primera movilización en distintos puntos del país. Ello coincidió con las declaraciones de la entonces Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, quien al referirse por primera vez al caso negó tener indicios de que Maldonado hubiera sido «tomado» por Gendarmería e incluso que hubiera estado presente en el lugar de la protesta.[9] De acuerdo con la visión de Bullrich, el operativo de Gendarmería había sido ordenado «frente a hechos de violencia extrema» que habían sido cometidos por individuos «encapuchados», entre los que no era posible identificar la presencia de Maldonado (y por lo tanto, tampoco corroborar su condición de «desaparecido»).
El 11 de agosto, al cumplirse diez días de la desaparición, los organismos «históricos» de derechos humanos (Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, Abuelas de Plaza de Mayo y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, entre otros) convocaron a una nueva movilización en la Plaza de Mayo, ciudad de Buenos Aires. A diferencia de la anterior, esta locación nacionalizó el reclamo e inscribió la denuncia en el lugar histórica y simbólicamente más potente del movimiento. La consigna «aparición con vida» que acompañó a la manifestación también puso en serie el reclamo con la denuncia humanitaria que estos mismos organismos habían impulsado durante la dictadura.
Estas manifestaciones lograron concitar la adhesión de un público más amplio, habitualmente interpelado por las demandas de los organismos e instalar el caso en la agenda pública nacional. La adhesión fue tan intensa que, en los días subsiguientes se conocieron diferentes performances individuales o grupales que, tanto en redes sociales como en el espacio público, replicaban una pregunta: «¿Dónde está Santiago Maldonado?». Así, durante la segunda quincena de agosto, se (re)produjeron videos y posteos de personalidades de la cultura y otras generadas «desde abajo» que incluían a docentes o médicos que, al tomar asistencia, preguntaban por el paradero de Santiago. El 26 de agosto, el hashtag #DóndeestáSantiagoMaldonado? alcanzó el pico de tweets más alto referido al caso (Valdebenito Allendes, 2018).
El 30 de agosto, en el marco del Día Internacional del Detenido Desaparecido, la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA), lanzó la campaña «Las Escuelas preguntamos ¿Dónde está Santiago Maldonado?» y publicó una serie de orientaciones didácticas para trabajar el tema en todos los niveles.[10] Por contrapartida, el Ministro de Justicia y el Secretario de Derechos Humanos de la Nación continuaban manifestando su negativa a hablar de «desaparición forzada» y rechazaban la responsabilidad que se le atribuía a la Gendarmería como fuerza a cargo del operativo.[11] En este contexto, la campaña lanzada por CTERA generó una fuerte reacción de funcionarios y militantes del gobierno que acusaron a la entidad gremial de «politizar» el caso. La reacción tuvo su correlato en las redes a partir de una contra campaña con el hashtag #ConMisHijosNo, en el marco de la cual circuló una «carta modelo» destinada a aquellos padres y madres que quisieran «prohibir» a las autoridades escolares que sus hijos presenciaran una clase sobre la temática.
Este incidente muestra que, transcurrido un mes de la desaparición, el caso se había convertido en un asunto de agenda obligado para los diferentes actores de la política. Al mismo tiempo, puede considerarse un punto de inflexión en la polarización de las posiciones públicas: si para una parte de la sociedad lo que estaba ocurriendo con Maldonado había reactivado la amenaza de la represión mortífera por parte del Estado e incluso el quiebre de ciertos consensos posdictadura (Gayol & Kessler, 2018), otra parte tendió a leer los acontecimientos bajo el prisma de una disputa político–electoral con el kirchnerismo y de modo general, con el «progresismo» o la izquierda representados por los organismos de derechos humanos.
A pesar de ello, el 1 de septiembre el reclamo ocupó de forma contundente la Plaza de Mayo y se extendió por los principales centros urbanos del país. El único orador fue Sergio Maldonado, hermano de Santiago, quien se hizo eco del pedido de renuncia de la ministra Patricia Bullrich que ya venía siendo articulado desde diferentes sectores. La convocatoria concitó la adhesión de un amplio espectro de agrupaciones y dirigentes políticos de la oposición bajo las consignas «aparición con vida» y «el Estado es responsable». El 1 de octubre, a dos meses de la desaparición, el reclamo volvió a la Plaza de Mayo.
Paralelamente, diversos colectivos de arte político y fotoperiodismo realizaron distintas intervenciones visuales que contribuyeron a encuadrar el reclamo, trazando puentes entre pasado y presente. Según Mazzuchini (2021) tanto en las manifestaciones callejeras como en medios digitales se reprodujo una iconografía de Santiago asociada a dos matrices de representación características de los desaparecidos durante la última dictadura militar: los retratos fotográficos y las siluetas. Así, una serie de retratos de Santiago se viralizaron y se configuraron como una forma de denuncia frente a «las borraduras de la identidad y pertenencia que imprime el acto de la desaparición» (Catela da Silva, 2019, p.43). La acción misma de marchar portando ese retrato reprodujo la performance de las Madres de Plaza de Mayo que, desde ese momento y hasta la actualidad, se convirtió en una práctica expandida a todo el continente para denunciar la desaparición producida por agentes del Estado (Noble, 2008 en Mazzuchini, 2021). En ese sentido, este tipo de activismo visual produjo nuevas formas de encuadramiento de la memoria y estrategias de remisión del caso, incluyendo otros desaparecidos «icónicos» en democracia como Luciano Arruga (cuya hermana había estado presente en la primera conferencia de prensa sobre el caso, mencionada arriba) y el sobreviviente, testigo y dos veces desaparecido Jorge Julio López.
Leídas en conjunto, la convergencia de estas manifestaciones callejeras y visuales así como las estrategias tejidas por los organismos de derechos humanos, vehiculizaron la solidaridad entre distintos actores sociales opositores al gobierno. Estos actores movilizaron una «memoria corta» que identificaba en Cambiemos una cierta continuidad ideológica, económica e incluso política con la última dictadura militar. La existencia de esta continuidad —especialmente entre la dictadura y el PRO, liderado por Mauricio Macri— se había instalado con fuerza durante los gobiernos kirchneristas (2003–2015) y se sostenía sobre la identificación del macrismo con el «neoliberalismo» y la autoconstrucción del kirchnerismo como su antítesis.[12] Según esta lógica, los gobiernos menemistas (1989 a 1999) de signo neoliberal —y más tarde, el macrismo— representarían la continuidad en democracia del «proyecto económico» de la dictadura y sus consecuencias regresivas en términos de la estructura social. En ese marco, los organismos de derechos humanos mayoritarios —articulados fuertemente con los gobiernos kirchneristas—, identificaban a Mauricio Macri y los factores de poder que su coalición representaba como «cómplices» o «beneficiarios económicos» de la dictadura. Así, en 2015 Hebe de Bonafini, principal referente de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, había calificado a Macri como «enemigo del pueblo» y desde la campaña electoral los organismos alertaban sobre el peligro que un posible gobierno de Cambiemos podía representar para las políticas de «memoria, verdad y justicia» (Balé, 2023).
El clima de «revisión» y «deskirchnerización» de las políticas de memoria que fueron promovidas por el propio gobierno una vez asumido fortalecieron el trazado de esta «frontera político memorial» (Balé, 2022) respecto del macrismo. A ello se sumaron una serie de declaraciones de funcionarios de Cambiemos que cuestionaron el número de desaparecidos y negaron o relativizaron la represión ilegal.[13] En mayo de 2017, algunos meses antes de la desaparición de Santiago Maldonado, un nuevo mojón de esta disputa tuvo lugar a raíz de un fallo de la Corte Suprema de la Nación que habilitó la reducción de pena en un caso por delitos de lesa humanidad y que logró ser revertido gracias a una fuerte movilización social protagonizada por los propios organismos de derechos humanos.[14]
Estos elementos fueron decisivos en la composición de la trama temporal en la cual se inscribió la desaparición de Santiago y cómo lo sucedido encarnó del modo más atemorizante posible una continuidad que hasta entonces se percibía como fundamentalmente ideológica: «Retrocedimos cuarenta años», señalaba Taty Almeyda, histórica dirigente de Madres de Plaza de Mayo, al referirse al accionar del gobierno.
Esta percepción de continuidad también fue abonada por una nota de Horacio Verbitsky —periodista y entonces presidente del CELS—, titulada «Macri ya tiene su desaparecido» y en cuya volanta se leía «El gobierno nacional pasa del negacionismo a la represión».[15]
A su vez la nota denunciaba dos elementos significativos en la categorización del caso: por un lado, reponía el contexto de la represión desatada el 1 de agosto, signada por el reclamo por la detención ilegal del dirigente mapuche Facundo Jones Huala y la intensa persecución que el Ministerio de Seguridad venía encarando hacia sectores de la comunidad mapuche bajo la lógica del enemigo interno. Por otro lado, identificaba responsabilidades políticas en el Jefe de Gabinete del entonces Ministerio de Seguridad, Pablo Noceti, cuya designación había sido rechazada por los organismos por haber sido abogado defensor de militares procesados por crímenes de lesa humanidad. Según se supo luego, este funcionario había estado presente en tramos del operativo (de acuerdo con la Ministra Bullrich, solo «había pasado a saludar»)[16] y, pocos días antes del 1 de agosto, se había manifestado públicamente a favor de detener a los miembros de la organización Resistencia Ancestral Mapuche sin orden judicial. Su presencia en Cushamen constituía un elemento significativo en la medida en que abonaba la hipótesis de que la represión desatada en el operativo no había sido producto del «exceso» o «abuso» de las fuerzas de seguridad sino de una orden emanada de las autoridades políticas. En términos político–memoriales Noceti expresaba así la síntesis de los temores que acosaban a los organismos de derechos humanos y distintos actores de la sociedad civil: una defensa de lo actuado por los militares procesistas que se actualizaba en una desaparición de persona bajo un gobierno democrático.
En síntesis, el tiempo público de activación de memorias en torno a la desaparición de Santiago estuvo signado por la confluencia de dos capas temporales: una memoria de mediano plazo vinculada con las prácticas, el léxico y las representaciones de los organismos de derechos humanos frente a la desaparición de personas y sus formas de denuncia, y una memoria más corta, asociada a la lectura que desde distintos sectores de la oposición se formuló respecto del gobierno de Cambiemos y la calidad de su compromiso democrático. En este sentido, el solapamiento o la imbricación entre ambas memorias configuró un horizonte de expectativas signado por la posibilidad de que el gobierno inaugurara una nueva fase represiva, en detrimento de ciertos consensos sociales que se consideraban adquiridos luego del terrorismo de Estado. Este temor sobrevoló el tiempo público de la desaparición de Santiago y constituyó una de las razones principales a la hora de explicar la intensidad de la movilización alcanzada por el caso. Más aún, de acuerdo con Frederic (2020) el miedo a las fuerzas militares y de seguridad heredado del terrorismo de Estado constituyó un factor de aglutinamiento central de la comunidad política que se manifestó en favor de la aparición con vida de Santiago y su potencia ha sido tal que ha funcionado como un elemento regulador de la administración de la fuerza pública en Argentina desde el advenimiento de la democracia.[17]
El activismo digital, por último, constituye un ejemplo del carácter intenso y extendido que alcanzó la movilización generada por el caso. De acuerdo con Aruguete y Calvo (2020) hasta el primer mes de la desaparición, fueron «usuarios plebeyos» o de pocos seguidores y medios de comunicación alternativos los que lideraron la denuncia en medios digitales y lograron encuadrarla en la figura de la desaparición forzada. Gracias a ello, tres semanas después de la desaparición, se produjo uno de los picos más altos de tweets sobre el caso, en lo que constituyó un «evento atípico» en redes sociales (p.106): decenas de miles de publicaciones impulsadas por usuarios con pocos seguidores motorizaron variaciones de la consigna «Soy [nombre] y estoy en [lugar], lo que no sé es dónde está Santiago Maldonado». Esta consigna, que resultó decisiva como «elemento de encuadre» opositor al gobierno (p.107), condensó dos cuestiones nodales de la desaparición como fenómeno que nos interesa retomar. Por un lado, la referencia a un par de coordenadas propias de la identidad personal que constituyen el foco del «desarreglo» producido por la desaparición. Como señalamos, la experiencia de la desaparición forzada arroja a los sujetos a un estado de suspensión: resulta imposible atribuir un lugar (espacio y tiempo) a un nombre determinado. La imposibilidad de realizar esta operación, propia del más elemental sentido común, expone la especificidad de la desaparición como «catástrofe», es decir, como un «desarreglo permanente de los aparatos de construcción social de sentido y subjetividad» (Gatti, 2011a, p.529). Por otro lado, la consigna se sostiene sobre un estado de incertidumbre que, en su reproducción masiva, se configura como una exigencia de respuesta a los poderes públicos: alguien debe responder.
La potencia de esta interpelación fue percibida por el gobierno que, a partir de ese momento, comenzó a construir una contra–narrativa capaz de competir con el encuadre hasta entonces dominante (Aruguete y Calvo, 2020). En efecto, si las acciones de los organismos de derechos humanos se digirieron a categorizar jurídica y socialmente el caso como una desaparición forzada y exigir respuestas acordes con esa definición, fue precisamente sobre esta operación que se montó la principal controversia impulsada por el Ministerio de Seguridad de la Nación, encabezado por Patricia Bullrich.
El caso como affaire: de memorias largas y negadas
En los casos de desaparición forzada producidos por el terrorismo de Estado la reconstrucción de lo sucedido obedeció a un proceso largo, discontinuo y —en ocasiones— circunscripto a círculos de sociabilidad reducidos. En el caso de Santiago Maldonado, en cambio, los hechos del 1 de agosto fueron inmediatamente mediatizados para el conjunto de la sociedad argentina. Como señalan Briones y Ramos (2018) «el hacer de los diversos actores en ese día y en ese lugar iba siendo revelada y completada narrativamente por el país entero, a partir de los distintos testimonios, imágenes, grabaciones, discursos políticos, opiniones varias y notas periodísticas circulantes» (p.8). En ese espacio mediático —en absoluto neutral— se desplegó una batalla discursiva por la definición del caso y la atribución de las responsabilidades. Ello contribuyó de forma decisiva a dividir las posiciones públicas, convirtiendo el caso en un «affaire», es decir, un hecho sobre el cual no es posible identificar una condena unánime. Más aún, de acuerdo con Briones y Ramos (2018), el caso Maldonado dio lugar a una «dinámica inédita en términos discursivos» en el marco de la cual fue imposible «acordar pisos de conversación» que habilitaran la definición común de los hechos, el acuerdo sobre la legitimidad de las instituciones intervinientes y la comunicabilidad de las cadenas discursivas (p.3). Teniendo en cuenta esto, nos interesa ahora analizar cómo respondió el gobierno a la denuncia: ¿cuáles fueron las narrativas, prácticas y representaciones que puso en marcha?
De modo esquemático, el gobierno apeló a tres motivos o argumentos: en primer lugar, buscó cuestionar el anclaje del caso que habían impulsado los organismos de derechos humanos y discutir la pertinencia de la categoría de desaparición forzada. En segundo lugar, intentó enmarcar la demanda como una «operación política» en contra del gobierno con fines electorales (dada la proximidad de las elecciones legislativas) y en tercer lugar, buscó criminalizar a la comunidad mapuche, deslegitimando su lugar de enunciación y recortando, así, la empatía por el caso.
En relación con el primer punto, el «desanclaje» impulsado por el gobierno implicó distintas estrategias que incluyeron la puesta en duda de que Santiago Maldonado hubiera estado efectivamente en el lugar del operativo, la circulación de noticias falsas sobre su paradero —que fue motorizada tanto por funcionarios como por periodistas afines al gobierno— y la dilución de la especificidad del caso al compararla con otros casos de desapariciones.
En relación con la circulación de noticias falsas, tan pronto como el caso llegó a la prensa nacional comenzaron a circular versiones sobre el paradero de Santiago. Así, mientras el juez Otranto —inicialmente a cargo de la causa— y la ministra Bullrich decían «no tener indicios» de que Maldonado hubiese estado en la Pu Lof el 1 de agosto, distintos medios daban publicidad a otras versiones, luego desmentidas. El 9 de agosto, por ejemplo, el canal Todo Noticias transmitió al aire a un hombre que afirmaba haber llevado a Santiago en su camioneta de camino a Concepción del Uruguay, Provincia de Entre Ríos.[18] A comienzos de septiembre, la señal Telefé presentó una pareja de fueguinos que aseguró haber llevado a Santiago en la ruta el día 22 de agosto, cerca de la localidad de Río Grande. Otras noticias especulaban sobre la posibilidad de que Santiago estuviera en Chile, o que hubiera pasado por una peluquería en la localidad de Villa Mercedes (lo que desencadenó un allanamiento ordenado por el juez).[19] Así, la falta de imagen —es decir, su estado de desaparecido o su condición de ausente— fue suplida por videos de personas que portaban rasgos físicos similares a los de Santiago: si no era posible «mostrarlo» efectivamente, lo que se dio a ver por los medios masivos fue una multiplicidad de imágenes falsas y rumores «a la carta» sobre su paradero. En este sentido, si por un lado el retrato de Santiago se constituyó como un arma para la denuncia, la difusión de su imagen fue al mismo tiempo un modo de generar confusiones y sospechas en torno a la justeza del reclamo.
La segunda de las respuestas enarboladas por el gobierno estuvo motivada por el calendario electoral. A trece días del operativo en la Pu Lof se celebraron las elecciones primarias, simultáneas y obligatorias (PASO) en todo el país. Las elecciones eran interpretadas como un índice del rechazo o aprobación de la marcha de la gestión, razón por la cual las reacciones políticas generadas por el caso no eludieron la especulación electoral. Así diferentes funcionarios acusaron a los organismos de derechos humanos y los gremios docentes de «politizar el caso» para favorecer al kirchnerismo, entonces principal fuerza opositora.[20] Esta línea argumentativa debilitó aquellas voces que denunciaban la responsabilidad del gobierno ya que permitió inscribir el caso en una disputa política de más larga data que para entonces dominaba el debate público. A su vez, esta inscripción permitía retener la adhesión electoral de quienes, aun preocupados por el paradero de Santiago, no participaban de esa memoria corta —fundamentalmente opositora— que, como dijimos arriba, encuadraba lo sucedido en el marco de las «continuidades ideológicas» del gobierno de Cambiemos con la última dictadura militar. Así, lo cierto es que, aun cuando el caso dominó la agenda pública nacional, no se tradujo en un impacto electoral para el gobierno, que triunfó tanto en las elecciones primarias como en las generales que se celebraron el 22 de octubre, luego del hallazgo del cuerpo.
La distancia entre ambos encuadres era tal que mientras de un lado se reclamaba al gobierno el reconocimiento de la condición de desaparición forzada —frente a una negativa que parecía confirmar ese estatuto—, en el debate previo a las elecciones generales, Elisa Carrió —candidata a diputada y fundadora de Cambiemos— aseguraba que «hay un 20% de posibilidades» de que Maldonado se encontrara en Chile junto a la agrupación RAM (Resistencia Ancestral Mapuche).
Esta afirmación reenviaba a la tercera de las líneas argumentativas puestas en circulación por el gobierno: la idea de que la desaparición de Maldonado había sido consecuencia de la «violencia mapuche». Esta hipótesis fue enunciada por primera vez el 16 de agosto cuando la ministra de Seguridad se presentó en la Comisión de Seguridad Interior y Narcotráfico del Senado de la Nación para dar explicaciones sobre el caso. Durante su exposición argumentó que Maldonado podría haber resultado muerto como consecuencia de su participación en un «ataque» que habría sido perpetrado por la organización RAM contra un puesto de vigilancia de la Estancia El Maitén, propiedad del grupo Benetton. Como sustento de esta hipótesis leyó ante la comisión del Senado una denuncia que había sido realizada por el «puestero», Evaristo Jones, en la comisaría de Epuyén el 21 de julio. La denuncia fue inmediatamente replicada por la prensa hasta que el 24 de agosto el propio Jones la desmintió parcialmente y más tarde fue descartada por análisis genéticos el 4 de septiembre.[21]
Esta hipótesis —que el gobierno sostuvo por casi veinte días—constituyó el principal sustento de la estrategia discursiva desplegada en torno a la comunidad mapuche. Así, si por un lado el caso Maldonado activó una memoria de mediano plazo sobre los desaparecidos, al mismo tiempo evidenció un proceso de deslegitimación y denegación de una «memoria larga» mapuche o «memoria sin poder» (Ramos, 2011) que pujaba por inscribir la desaparición de Santiago en otra serie: la disputa por los territorios que fueron expoliados durante las campañas militares de finales del siglo XIX en la Patagonia argentina. Ese conflicto, aún irresuelto, reivindica una temporalidad larga que reconoce en la expansión del Estado nacional argentino una sucesión de matanzas, expulsiones y marginaciones que permanecen silenciadas en los relatos de la fundación nacional (Muzzopappa, 2022). La negación de esa memoria larga era nodal en la estrategia discursiva del gobierno en la medida en que permitía simultáneamente deslegitimar la voz de los testigos mapuche del operativo del 1 de agosto y reforzar la legitimidad de un abordaje securitista y militarizado del conflicto por la tierra.
En efecto, en el marco de esa larga duración se inscribe una temporalidad más corta signada por la declaración del «conflicto mapuche» como una «emergencia en seguridad» realizada por el Ministerio de Seguridad de la Nación del gobierno de Cambiemos en marzo de 2015. Esta «emergencia» se sostuvo sobre el argumento de que la agrupación RAM constituía un grupo terrorista y tuvo como consecuencia el incremento «en frecuencia y virulencia» de los operativos represivos en el sur del país (Muzzopappa, 2022, p.94). Así, según un informe del propio Ministerio y los gobiernos de las provincias de Neuquén, Río Negro y Chubut la RAM es calificada como un «movimiento etnonacionalista violento» que comete «delitos contra la propiedad, la seguridad pública, el orden público y contra las personas».[22] Así, aunque distintos funcionarios pedían «estar abiertos a todas las hipótesis» frente al caso Maldonado, la lectura que el Ministerio de Seguridad puso a circular sobre lo sucedido se basaba en la caracterización de las comunidades mapuche como un problema de seguridad interna. Considerando que la reconstrucción de lo sucedido el 1 de agosto involucraba a sujetos históricos disparmente calificados (Briones & Ramos, 2018, p.12) esta apelación al enemigo interno permitía al gobierno de Cambiemos satisfacer un doble objetivo: rechazar los cuestionamientos de la oposición centrados en dilucidar la legalidad del operativo del 1 de agosto y colocar, al mismo tiempo, un manto de sospecha sobre el estatuto de Santiago Maldonado como víctima.
Esta línea argumental fue replicada en distintos medios de comunicación afines al gobierno y ejemplificada hasta el paroxismo en la entrevista que el periodista Jorge Lanata realizó al dirigente mapuche Facundo Jones Huala en su programa Periodismo Para Todos. Si, como dijimos, hasta entonces las estrategias promovidas por los organismos de derechos humanos y un amplio conjunto de actores sociales habían logrado instalar el caso y encuadrarlo como una desaparición forzada, luego de ese día se consolidó una narrativa contrapuesta que reunía los principales ejes discursivos del gobierno. Así, de acuerdo con Aruguete y Calvo (2020) la entrevista que se emitió el 27 de agosto constituyó un «punto de inflexión» en la estrategia comunicacional oficialista y fue pensada para «anular la creación masiva de contenidos desde usuarios de bajo grado en redes sociales» y reencuadrar el caso en la «vivificación de la RAM» (p. 109). Desde un punto de vista memorial, es interesante notar que mientras por un lado el periodista se ocupó en su editorial de ridiculizar la militancia mapuche y revelar a su público la existencia de «indios truchos»[23] —esto es, negar la legitimidad de una memoria mapuche y de sus luchas— de manera simultánea combatía una memoria de corto y mediano plazo que se había activado en torno a la figura de la desaparición para reclamar por la vida de Santiago. Reproducimos in extenso el argumento:
A mí personalmente me parece de una increíble mala leche que se diga que lo de Maldonado es una desaparición forzada de persona. Me parece que se fueron todos de rosca. Que acá nos pasa algo con el tema del lenguaje (…) A ver si entendemos, desaparición forzada de personas es un plan sistemático para que la gente desaparezca. ¿Qué estamos diciendo que Macri tiene un plan sistemático para que la gente desaparezca? ¿realmente pensamos eso? Porque también yo escucho que la gente canta «Macri basura vos sos la dictadura». Podés decir cualquier cosa de Macri menos decir que es una dictadura, la gente fue y lo votó. No hay ningún motivo para sostener que es una dictadura (…) ¿Qué quiere decir plan sistemático? Que la gendarmería de Esquel se reunió con un mapa, con información de inteligencia de los mapuches, que dijeron bueno, vamos a chupar este año veinte mapuches y los metemos en un pozo en tal lugar. Y los vamos matando. ¿Ustedes creen que esto está pasando? ¿Piensa alguno que esto puede ser verosímil? (…) Pongámosle que fue la gendarmería, ok, la gendarmería lo detuvo. Una de las hipótesis que se maneja es: lo cagaron a palos y se les fue, durante la cagada a palos. ¿Saben cómo se llama eso? Asesinato, no se llama desaparición forzada de persona, aun cuando lo haya hecho un policía o un gendarme o lo que sea, es un asesinato.
El argumento es interesante porque Lanata —como uno de los más hábiles voceros oficialistas— no incorporaba la definición jurídica de la desaparición forzada (que, en realidad, no supone la existencia de un plan sistemático) sino que se centraba en combatir la pertinencia de la figura de la desaparición tal como fue articulada por los propios organismos de derechos humanos durante el terrorismo de Estado. Esa figura convocaba un dispositivo represivo signado por un léxico específico: «chupar», es decir, secuestrar haciendo uso de «información de inteligencia», torturar en un centro clandestino o «pozo» y matar, en el marco de un «plan sistemático». La recurrencia a ese léxico evidencia que aquello que estaba en disputa no era solamente una categoría jurídica, sino la manera en que la memoria de la desaparición se articulaba en la demanda de aparición con vida de Santiago y en la denuncia del uso desmedido de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad. Desde ese punto de vista, la reacción oficialista no consistía meramente en negar esa memoria, sino en anular —por inverosímil— su potencia como orientación colectiva de la acción en el presente.
A partir de ese momento la demanda por aparición con vida fue progresivamente reencuadrada como un reclamo que no representaba a toda la sociedad sino solo a una parte. Luego de nuevos rastrillajes el 17 de octubre el cuerpo de Santiago fue hallado y tres días después reconocido por su familia en la morgue judicial. Las pericias efectuadas determinaron que murió por «ahogamiento por sumersión» y su cadáver permaneció en el agua «entre 55 y 73 días».[24] Desde entonces, el caso volvería a ocupar periódicamente el centro de la agenda pública, pero atravesado por una fractura entre las versiones contrapuestas en torno a lo sucedido.
A modo de cierre
La categorización del caso Maldonado como una desaparición forzada de persona constituye, al día de hoy, motivo de disputa.[25] Hemos buscado mostrar que la recurrencia a esa categoría no se explica por su estatuto jurídico, sino por su capacidad para movilizar un conjunto de prácticas y representaciones que estructuraron la comprensión que organismos de derechos humanos, sindicatos y otros actores sociales opositores hicieron de su presente. En ese sentido, el análisis propuesto muestra que la inscripción de los acontecimientos en una trama temporal —de corto, mediano y largo plazo— constituye un elemento decisivo en los procesos de significación que los diferentes actores construyen y promueven en torno a la violencia en un determinado caso.
En esa línea, en la primera parte del artículo analizamos cuatro conjuntos de prácticas jurídicas, de protesta, visuales y digitales que lograron dar visibilidad a lo sucedido y encuadrarlo dentro de una problemática —la desaparición forzada de personas— que ya formaba parte del espacio de experiencia de la sociedad argentina. En ese marco, concluimos que el tiempo público en torno a la desaparición de Maldonado estuvo signado por la confluencia de dos capas temporales: una memoria de mediano plazo vinculada con las prácticas, el léxico y las representaciones de los organismos de derechos humanos y sus formas de denuncia, y una memoria corta, asociada a un marco de interpretación que tomó fuerza durante el kirchnerismo y que identificaba en la gestión de Cambiemos una forma de continuidad con la dictadura militar. A eso se le sumaba, desde el punto de vista del horizonte de expectativas, la percepción de que la fuerza gobernante constituía una amenaza concreta para los consensos democráticos.
En la segunda parte, nos centramos en indagar cuáles fueron las narrativas, prácticas y representaciones que el gobierno puso en marcha para responder a la denuncia. Indicamos la existencia de diferentes estrategias destinadas a horadar el anclaje del caso a la figura de la desaparición forzada —incluyendo la incidencia del calendario electoral como factor determinante en la polarización política en torno al caso—, y al mismo tiempo, el interés gubernamental por instalar como problema de seguridad interna el conflicto y las luchas indígenas. En ese sentido, indicamos que la respuesta del gobierno también se articuló en dos tiempos: la negación histórica de la existencia de una memoria larga mapuche —que no era privativa de esta gestión, sino que hunde sus raíces en el proceso de expansión del Estado nacional— y una concepción más reciente que se monta sobre la anterior y que privilegia el abordaje securitista y represivo del conflicto en el cual tuvo lugar la desaparición de Santiago Maldonado.
Esta doble articulación muestra cómo la recurrencia al pasado y la inscripción de los acontecimientos en diversas tramas temporales —que pueden superponerse e incluso ignorarse entre sí— resultan elementos de peso en la disputa por el sentido de acontecimientos que impactan en una comunidad política. Dicho de otro modo, cómo el pasado narrado se constituye en un poderoso elemento de aglutinación política y social y puede proveer orientaciones determinantes para la interpretación de los acontecimientos que afectan a la vida pública.
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Notas
Notas de autor
Información adicional
Agradecimiento: Agradezco a Valentina Salvi por su lectura y comentarios a una versión previa de este trabajo, así como por los intercambios que estimularon mí reflexión sobre el caso en estudio.