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Recepción: 31 Julio 2022
Aprobación: 20 Agosto 2022
Resumen: Hacia mediados de los años 70 se formó una banda que produjo importantes modificaciones en el campo del cuarteto cordobés (R. Argentina), introduciendo nuevas sonoridades y narrativas. En este trabajo analizamos un corpus compuesto por las 249 canciones que Chébere produjo entre 1976 y 1991, rastreando las recurrencias en los dispositivos de enunciación. Lo hacemos con especial foco en la relación entre las narraciones que ofrecen esas canciones sobre los sentimientos -y las emociones que los constituyen-, y la dimensión afectiva de los dispositivos sonoros en los que se insertan. A partir de allí, observamos que Chébere construyó al menos dos modelos de enunciador que convivieron en tensión permanente: un varón sensible y afectado por la pasión amorosa, y otro orgulloso e indiferente ante el desamor de la mujer. Y en ese gesto introdujo, en el campo del cuarteto, nuevas axiologías afectivas y nuevos modelos de masculinidad.
Palabras clave: cuarteto cordobés, semiótica de las emociones, cuarteto blanqueado, cuarteto tradicional, masculinidades.
Abstract: In the middle 70s a new cuarteto band was founded and brought important changes into the cuarteto cordobés field by introducing new sonorities and narratives on it. In this work we analyze a corpus composed of 249 songs that were produced by Chébere between 1976 and 1991, searching for recurrences in their enunciation devices. We put a special focus on the relationship between the narratives about feelings -and the implied emotions- offered by those songs, and the affective dimension of the sonorous devices in which they take part. From that starting point, we can see that Chebere has built, at least, two models of enunciators that have lived together in permanent tension: a sensitive male who is affected by the passion of love, on one hand; and a prideful male who shows indifferent to a heartbreak, on the other. With that gesture, Chébere has introduced new affective axiologies and new masculinity models in the cuarteto field.
Keywords: cordoban quartet, semiotic of emotions, bleached cuarteto, traditional cuarteto, masculinities.
Introducción
El cuarteto cordobés es el campo de producción musical más importante de Córdoba (República Argentina) desde hace más de 60 años. En los bailes de cuarteto se dan cita, semana a semana, miles de jóvenes que encuentran, en los cantantes de cuarteto, modelos de masculinidad exitosa (Blázquez, 2014). Estos modelos se construyen desde varias dimensiones: La presentación de la persona (Goffman, 1981), la performance escénica, así como aquello que cantan; contribuyen, desde diferentes ángulos, a configurar un enunciador con características muy específicas[1]. En su larga trayectoria, el cuarteto cordobés ha ido sufriendo mutaciones que han tenido su correlato en sus modelos de masculinidad hegemónicos.
En la década de 1970, se consolidó el paradigma tradicional[2], el cual prescribía los modos legítimos de hacer cuarteto, así como el enunciador típico. Se trataba de un varón heterosexual cuya principal característica era ser simpático: un varón capaz de reír de sí mismo y hacer reír a los demás, ingenioso, levemente transgresor, “encarador” con las mujeres y cómplice de los otros varones (Montes, 2022).
Este enunciador ponía voz a emociones eufóricas como la alegría por el amor correspondido, por la fiesta y el humor, así como el deseo sexual por las mujeres. El predominio de las emociones eufóricas en las letras se hace evidente cuando comparamos con otros campos de producción musical. De la Peza (1999) relevó, para el caso del bolero, que el 80% correspondía a canciones de amor desdichado, mientras que en el caso del cuarteto (Montes, 2022), solamente lo hace el 22%, frente al restante 78% que abordan lo amoroso en clave eufórica.
Afectado casi exclusivamente por emociones felices y excitantes, el enunciador cuartetero rara vez se presentaba atravesado por angustias o abatimientos, mostrándose como un varón carismático, alegre y seguro de sí mismo.
Pero, hacia mediados de los años 70, irrumpió Chébere en el campo del cuarteto cordobés: una banda de jóvenes músicos, con mayor formación musical formal de la acostumbrada en el campo (Hepp, 1988, p. 91), pertenecientes a los sectores socioeconómicos medios, con una estética renovadora y una propuesta musical novedosa para el cuarteto[3]. Chébere consiguió interpelar a nuevas generaciones de jóvenes de los sectores sociales medios-bajos[4], y marcar el pulso en buena parte del campo cuartetero durante la década de 1980, inaugurando el paradigma blanqueado del cuarteto cordobés[5].
Dentro de las múltiples innovaciones que introdujo, sobre las que no ahondaremos mucho aquí porque son muchas y muy profundas, hay una que salta a primera vista y que parece menor, pero no lo es: las canciones de Chébere hablan casi exclusivamente del amor.
Cierto es que esto es algo muy frecuente en la canción popular de nuestros días, incluso más allá de Occidente (Fritz, 2003). Pero en el caso del cuarteto cordobés, esto no era tan marcado hasta entonces. En el paradigma tradicional del cuarteto, la fiesta y el baile, por ejemplo, eran un tópico bastante importante, ocupando el 18% de las canciones, mientras que las canciones en clave humorística alcanzaban el 37% (Montes, 2022). En Chébere, en cambio, el 80% tematiza el sentimiento amoroso o el deseo por la mujer, apenas el 5% tematiza la fiesta o el baile, y solamente el 3.6% lo hace en clave humorística. El cambio es, a nuestro entender, muy significativo. Se trata de la introducción, en el campo cuartetero, de una nueva axiología afectiva en la que emociones como la alegría y la diversión se han devaluado.
En esta comunicación pretendemos dar cuenta de los cambios que introdujo Chébere en los modelos de masculinidad del cuarteto cordobés, focalizando el análisis en la dimensión afectiva del enunciador.
Para hacerlo se construyó un primer corpus compuesto por las 249 pistas de los 22 discos editados por Chébere en el período 1976 y 1990[6].
En una primera instancia se abordó ese corpus rastreando los sentimientos que narran las canciones y, luego, se subcodificaron las diferentes variantes de esos sentimientos observando las emociones que los componen. Se partió desde los tópicos característicos del paradigma tradicional y se fueron agregando otros a partir de un proceso de codificación emergente, buscando las recurrencias en los cambios introducidos por Chébere. A la par, se clasificaron esas mismas canciones en tres grandes grupos: los “lentos”, los “rockeros” y los “tropicales”, según sus características musicales.
En una segunda instancia se construyó un segundo corpus de 30 canciones buscando que contuviera ejemplos significativos de cada uno de esos tres grupos. En esta segunda etapa de análisis pusimos especial atención a los recursos musicales que utilizaban y en el modo como se relacionaban con las emociones presentes en las letras para construir un determinado enunciador. El análisis de los aspectos narrativos hizo foco en los sentimientos, y las emociones -explícitas o implícitas- que los componen. El análisis de los aspectos sonoros se focalizó en aspectos semi-simbólicos -asociaciones más o menos estables entre sonidos y tópicos musicales-, rítmicos, tensivos y tímicos -eufóricos, disfóricos- (Fabbri e Sbisà, 1985).
La dimensión afectiva como clave analítica
Que las canciones hablen de unos sentimientos y no de otros impacta directamente en la construcción del enunciador. Es así porque los sentimientos y las emociones están socialmente cargados de valoración (Fabbri, 1995), de modo tal que la exhibición de algunos -u omisión de otros- forma parte de las estrategias de construcción de los enunciadores. Mostrarse simpático y alegre, abatido ante el desamor, confiado y arrogante, poseído por los celos o impávido ante el desprecio, tiene consecuencias en la imagen que proyectamos (Montes, 2016).
Pero lo afectivo de las músicas populares se juega en diferentes niveles que contribuyen a configurar las posiciones enunciativas.
Por una parte, están los sentimientos y las emociones narrados en las canciones, y que predican sobre el enunciador, especialmente cuando este se identifica con el yo lírico[7].
La diferencia entre las emociones y los sentimientos es que, mientras la primeras son puntuales y remiten a estados afectivos intensos pero acotados, los sentimientos instalan las emociones en el tiempo y las ponen en relación entre sí[8]. Los sentimientos combinan en su interior diferentes emociones, las jerarquizan y las axiologizan (Montes, 2016). Por ejemplo, el odio es un sentimiento porque puede articular emociones como la ira, el resentimiento, la frustración y la ansiedad. La ira estalla en un momento determinado, y es insostenible en el tiempo precisamente por su carácter explosivo, pero el odio puede sostenerse toda la vida alimentándose de sucesivos brotes de ira mediados por momentos de racionalización y profundización del resentimiento. Las personas no sentimos resentimiento, ira o ansiedad las 24 horas del día durante años, aunque podemos odiar toda la vida. Lo mismo podemos decir del amor. El amor de pareja, como se concibe en nuestra cultura, incluye el cariño y el deseo sexual, aunque todo aquel que haya experimentado ese sentimiento sabe que ni se desea constantemente, ni se quiere sin pausa. El amor, entonces, es un sentimiento, mientras el cariño y el deseo son emociones. Todavía más, si miramos en perspectiva histórica las emociones que articula el sentimiento amoroso, no tardaremos en descubrir que el deseo sexual no siempre fue una emoción constitutiva del amor, sino que se trata de un invento bastante moderno (De Rougemont, 1959).
La distinción entre sentimientos y emociones es una herramienta analítica, y nos sirve para pensar qué tienen de particular los sentimientos narrados en las canciones y sus variaciones, de manera comparada. Rastreando las emociones que habilita el sentimiento amoroso podremos advertir rápidamente que más que tratarse de “canciones de amor”, debemos hablar de las distintas variantes del amor en las canciones. Y todavía más si observamos qué sujetos son llamados a sentir qué emociones, con qué intensidad, sobre quién predican esos sentimientos, qué valor se les da y cómo contribuyen a configurar una imagen valorada del enunciador.
En el corpus que nos ocupa, como veremos a continuación, si bien se habla casi exclusivamente del amor, se desarrollan diferentes versiones del sentimiento amoroso. Las emociones que se le asocian no son siempre las mismas y, como pretendemos mostrar, contribuyen a configurar diferentes modelos de masculinidad.
Pero lo afectivo se juega, también, en otro nivel de análisis que sale por fuera de lo narrado e ingresa en un terreno semi-simbólico. Allí nos importa el modo como esos relatos se encuentran insertos en un dispositivo sonoro capaz de evocar diferentes emociones como efectos de sentido, y que también apuntalan a la construcción del enunciador. Tenemos, entonces, unas músicas más eufóricas que otras, pero también, como veremos en este trabajo, sonoridades que están socialmente asociadas a diferentes tópicos musicales y, con ellos, a diferentes estados afectivos y modelos de masculinidad.
Chébere no solamente modificó los sentimientos y emociones narradas, sino también las emociones evocadas a través de ese dispositivo sonoro. Lo hizo introduciendo marcadores de tópicos ajenos originariamente al campo del cuarteto, como lo eran los que remiten a la balada romántica, al rock y a la música centroamericana y, con ellos, importaron nuevos modelos de afectividad.
Entendemos a los marcadores de tópicos como elementos que se encuentran en las músicas y que remiten, intertextualmente, a estilos, tipos o clases de músicas (López Cano, 2002). Es decir, activan en los oyentes complejos procesos de categorización que les permiten interactuar con la música y presuponer ciertas asociaciones de sentido, incluso ciertos usos. Los elementos que permiten a los usuarios comunes identificar una pieza musical como un estilo u otro no se corresponden, necesariamente, con las que manejan los musicólogos. No se trata, tampoco, de un compendio de características necesarias y suficientes que manejarían todos los oyentes por igual. Son sumamente acotados ciertas comunidades y están profundamente influidos por los usos que estas comunidades les dan a esas músicas. Los marcadores de tópicos son elementos que le permiten a los usuarios comunes reconocer un cierto “aire de familia” de ese evento musical, en relación a un tipo cognitivo (Eco, 1997; López Cano, 2004).
Así, podemos comprender cómo la música de Chébere era comprendida, en primera instancia, como cuarteto cordobés, aunque tuviera elementos que la acercaban mucho a otros tipos de música. La particular forma de marcación rítmica del cuarteto, aunque suavizada, está presente en sus canciones y le permitía, a sus seguidores, bailar esas canciones como cuarteto cordobés y participar de la ritualidad de los “bailes”[9]. Pero, en una segunda instancia, esas canciones eran fácilmente agrupadas en tres estilos diferentes: Cuartetos “lentos”, los “rockeros”, y los “tropicales”[10].
Y estas marcas de diferentes estilos dentro del cuarteto de Chébere venían asociadas, como pretendemos mostrar, a diferentes modelos de afectividad masculina.
En este trabajo vamos a abordar la particular articulación que hizo Chébere entre estos elementos: los sentimientos narrados, por una parte, y los elementos sonoros de ese dispositivo de enunciación[11].
Así, siguiendo estos ejes de análisis -Figura 1-, lo que pretendemos es dar cuenta de los cambios que introdujo Chébere desde la dimensión afectiva, y que permitieron configurar nuevos modelos de masculinidad en el campo cuartetero cordobés en la década de 1980[12].
El varón abatido por el amor y el dolor
En el paradigma tradicional del cuarteto los géneros musicales predilectos fueron las cumbias, los paseítos, las gaitas y los pasodobles, entre otros ritmos de carácter festivo y bailable[13].
Chébere, en cambio, introdujo canciones melódicas con un tempo más lento y con una marcación rítmica más solapada[14]. “Vestido blanco, corazón negro”, una canción popularizada por la banda de pop Los Iracundos, fue el primer experimento melódico de Chébere, y su primer gran éxito. A partir de allí comenzaron a incorporar cada vez más canciones “lentas, muchas de las cuales importaban directamente del campo de la balada romántica, del bolero o de la música pop, y arreglaban al ritmo del cuarteto. Pero no solamente, a veces ralentizaban salsas u otros ritmos para convertirlos en cuartetos melódicos. Es decir, sostenían la base rítmica bailable del cuarteto, suavizándola e incorporando marcadores de tópico de la balada[15].
La velocidad a la que se produjo esta transformación fue tal que, si en un disco de 1976 las canciones melódicas eran 3 de 12, en 1980 eran 6 en un total de 10. Y, de la mano de estos cambios sonoros, Chébere introdujo otro modelo de masculinidad.
En términos generales, podemos decir que el enunciador masculino de “los lentos”, como le decían en los bailes a estos cuartetos más melodiosos, es un varón que padece emociones como no lo hacía en el paradigma tradicional del cuarteto. Emociones que revelan: a) una vulnerabilidad ante la mujer, b) que redefinen el plano de la intimidad y su valor y, c) lo muestran carente de poder ante la pasión amorosa. Veremos estos tres elementos más detalladamente.
En estas canciones predomina la descripción del sentimiento amoroso en clave romántica y pasional. Romántica porque supone la disolución del individuo en el vínculo de pareja, donde la otra persona completa al sujeto el cual, sin este amor, no concibe su existencia. La no conjunción con el objeto de deseo, en este caso la mujer amada, implica una suerte de muerte en vida porque el sujeto afectado por la pasión amorosa se muestra incapaz de olvidarla y ser feliz.
Aunque el amor en clave romántica ya existía en el cuarteto tradicional, no tenía la preponderancia que adquiere con Chébere. Y las descripciones del calvario que supone el desamor toman rasgos melodramáticos, a tono con la tendencia inaugurada por la balada romántica en Latinoamérica, en los años 70 (Madrid, 2016).
Tan dentro te quedaste de mi piel
que aunque tú ya no estés,
en mí siempre estarás
fuiste tú, la lluvia que golpeaba mi ventana
la suave brisa de cada mañana
el sol que sale en cada amanecer
fuiste tú, la estrella que mis noches alumbraba
la flor que sale en cada primavera
fuiste tú, fuiste tú.
(“Te quedaste dentro de mi piel”, Volumen 2, 1982)
Yo no sé vivir ya sin tu amor
Eres en mi vida como el sol
Y a cada mañana al despertar
Es un frío invierno si no estás
Ya no puedo amar a nadie más
Porque tu recuerdo allí estará
Yo no sé vivir ya sin tu amor
Eres en mi vida la ilusión
Tuve que escaparme
Atravesar mil pruebas
Tuve que perderte
Para valorar quién eras
El deseo de que vuelvas
Ya es cada vez más fuerte
Porque separados es vivir
A un solo paso de la muerte
(“Yo no sé vivir ya sin tu amor”, 25 rosas, 1990)
toma este puñal y ábreme las venas
quiero desangrarme hasta que me muera
no quiero la vida si he de verte ajena
pues sin tu cariño no vale la pena
no quiero la vida si he de verte ajena
pues sin tu cariño no vale la pena
(“Amor gitano”, ¡Éxito!, 1978)
Es interesante notar que esta dependencia del varón en relación al cariño de la mujer amada supone la puesta en escena de una vulnerabilidad. Una vulnerabilidad que puede ser vista como estado emocional, subjetivo, que sugiere una idea de fragilidad, pero también como signo de la dimensión intersubjetiva de los afectos. La vulnerabilidad es en relación a ella, y por esto su falta pone en jaque al sujeto. Va a contramano, si se quiere, de la masculinidad hegemónica clásica, tal y como la describió Kimmel (1997, 50), como ese modelo de varón poderoso ante las mujeres y ante los pares, fuerte, exitoso, confiable y controlado[16].
Quizás un gesto extrañado,
tal vez asombrado se refleje en ti
quizás vuelva a arrepentirme
pues habrás de herirme con tu proceder
quizás lo mejor es irme
antes de rendirme ante ti otra vez…
(“Al abrir la puerta”, Volumen 1, 1981)
La vulnerabilidad, vista no ya como un signo de vergonzosa fragilidad o dependencia, sino como índice de la existencia de un varón sensible, y sugiere una modificación en la valoración de esta emoción, ahora vista como algo positivo. Y no es la única emoción que compone el amor en los lentos de Chébere y que apuntala esta sensibilidad masculina. Además del cariño y la vulnerabilidad, también aparecen el sufrimiento, la tristeza, la soledad, la angustia, la ansiedad y los celos.
llámame querida mía
me muero por escucharte
solo quiero que tus labios
digan siempre yo te amo
No, yo no lo puedo evitar
no lo puedo comprender
que ya nunca volverás
y no aguanto este dolor
(“Llámame querida mía”, Esto es Chébere, Vol. 2, 1977)
Es interesante notar, para el ejemplo anterior, cómo el sufrimiento del enunciador es reforzado por el resto del dispositivo de enunciación. La voz aparece en el registro de pecho, con un exceso de vibrato y glissandos que recuerdan al modo de cantar de Sandro. Notas largas en las partes más agudas son acompañadas con silencios del resto de la banda, dándole así todo el protagonismo a esa voz que canta como llorando. La melodía también aporta sonoramente a esas emociones disfóricas: cuando enuncia “me muero por escucharte”, alarga la última sílaba en vibrato y desciende de nota, cual súplica. La frase "llámame, querida mía" tiene una melodía descendente y luego, en "no lo puedo evitar, no lo puedo comprender", aparece una progresión melódica que comienza cada vez en notas más graves, lo cual acentúa la impresión de sufrimiento, como si la voz se fuera desmoronando.
El dramatismo en la vocalización es una constante en estos cuartetos lentos que hablan del sufrimiento del amor. En el caso de “Amor gitano”, por ejemplo, es notorio cómo Chébere ralentiza aún más la canción que era, originalmente, de José Feliciano. En la versión original el tempo era levemente más ágil[17] y destacaba un floreo con guitarra que funcionaba como marcador de tópico del flamenco. Chébere elimina ese marcador flamenco, introduce la marcación del cuarteto cordobés y ralentiza el tempo, consiguiendo una canción mucho más apesadumbrada.
Quiero comprarle a la vida
Cinco centavitos de felicidad
Quiero tener yo mi dicha
Pagando con sangre y con lágrimas
Quiero tenerte en mis brazos
Tan sólo un minuto poderte besar
Aunque después no te tenga
Y viva un infierno y tenga que llorar
Aunque me mate la angustia
De saber que fuiste y ya no serás
Quiero comprarle a la vida
Cinco centavitos de felicidad
(“Cinco centavitos”, Volumen 2, 1982)
El amor aparece predominantemente descrito desde la falta o la carencia. Porque la narración de la historia de (des)amor sirve, en realidad, para que el enunciador exponga públicamente su sentimiento y, en especial, el sufrimiento que le provoca. Porque antes que relatar una historia de amor, lo que importa es construir una imagen valorada de sí como varón sensible. Las emociones disfóricas narradas, y las performadas a través del dispositivo sonoro, claramente están allí para eso. Las fórmulas narrativas son conocidas ya desde el bolero y profundizadas por la balada romántica: desde el amor no correspondido que no se puede superar, pasando por la mujer prohibida, la traición de la amada, la pasión que consume a los amantes y los hace cometer locuras, etc. Pero entiéndase que lo que verdaderamente importa es la puesta en discurso del calvario del amante antes que el relato de una historia de amor. Lo que subyace a este amor romántico pasional es la creencia de que el amor verdadero, profundo, valioso; es el amor que se sufre, el amor que consume al amante y lo arroja, contra toda su voluntad, al abismo. Un sentimiento que, a diferencia del amor liviano y del amor feliz que era predominante en el cuarteto tradicional, conjuga principalmente emociones disfóricas. Y en el plano sonoro los cuartetos lentos acompañan a la narración con un dispositivo que juega en consonancia con esos estados emocionales.
La puesta en valor de la intimidad
La puesta en escena de todas estas emociones da cuenta de una redefinición del significado de la intimidad en nuestra cultura afectiva, y de su valor en la construcción de la virilidad masculina. Cambios de los que Chébere se estaba haciendo cargo.
Lo íntimo se relaciona directamente con la subjetividad moderna pues depende de la distinción público/privado. Como parte de la esfera de lo privado, designa aquello que se reserva de la mirada de otros, incluso los cercanos.
El modo como el cuerpo, el hogar, las opiniones, los vínculos, los conflictos, así como los sentimientos y las emociones; entran o salen de la esfera de lo íntimo, nos da pautas para comprender mejor los cambios que se van produciendo en la valoración social de estos elementos. En relación a los sentimientos y las emociones, cabe observar que no todos han estado relegados a lo íntimo no publicable, solamente algunos. En el paradigma tradicional del cuarteto, por ejemplo, el deseo sexual del varón no era algo que debía quedar oculto en el plano íntimo, pero sí el sufrimiento y la vulnerabilidad. Esto es lo que cambia con Chébere que actualiza, así, la lírica cuartetera; en consonancia con los cambios en marcha dentro de la cultura afectiva de los 80.
Pero, además, permite observar cómo se mueve la frontera entre lo público y lo privado, y cómo se revaluaron estos términos. Si en los albores de la modernidad lo público era lo valorado y escenario masculino, lo privado era lo infravalorado y el ámbito de lo femenino. De la mano de la distinción público/privado, masculino/femenino, iba la distinción racional/emocional. Pero esto comienza a modificarse parcialmente y, en la balada romántica, el enunciador masculino se construye valioso a partir de la puesta en escena de su intimidad, más aún, de su intimidad emocional. Lo íntimo estaba dejando de ser lo femenino/infravalorado.
Junto con estas emociones aparece exhibido, también, el conflicto vincular otrora impublicable. No solamente la amada que no corresponde el cariño o la ruptura amorosa contra el deseo del varón, sino también las infidelidades que lo humillan y los triángulos amorosos en los que se encuentra atrapado. Conflictos vinculares, todos estos, que alguna vez fueron inconfesables para el varón dominante.
Amor, no es que te quiera fastidiar
estoy tocando el tema una vez más
es que siento tristeza y cada vez me duele más
imaginarte con él
Amor, ya sé que yo he sido el ladrón
fui yo quien provocó esa situación
pero si me amas como yo, amor,
entonces déjalo y acabemos con este triángulo
(...)
esos besos a medias no bastan, no me llenan
y me muero de celos y ansiedad
un amor entre tres no sustenta
eso es tan solo para dos
(Chébere, “La mitad de 2 más 2 (tres)”, Volumen 10, 1987)
Nada más que amante
nada más que socio
del momento y la aventura de pecar
que a la luz del día
de tu mano nunca
nunca puedo caminar.
Nada más que amante
al que escondes de miradas
que te pueden condenar.
soy el beso que se oculta
soy el nombre que se calla
un amante y nada más. (BIS)
Nada más que amante
nada más que un sueño
que no puede convertirse en realidad
un pecado tuyo
que a la gente nunca
nunca vas a confesar.
(Chébere, “Nada más que amante”, Volumen 4, 1983)
También en estos casos la tristeza y el dolor implícitos son acompañados por un dispositivo sonoro que profundiza en ese sentido. “Nada más que amante”, por ejemplo, tiene un tempo muy lento -negra en 75 PPM-, con cambios armónicos también muy lentos, notas largas y repetidas en la voz, con pocos saltos melódicos y muchos silencios que se rellenan con melodías de la guitarra (igualmente de notas largas y lentas). El uso particular que hacen del sonido de la armónica -instrumento extraño al paradigma tradicional del cuarteto-, refuerza el sentido melancólico.
(...)
por qué dime porqué
me has traicionado
si yo todo lo que tú has querido
yo siempre te lo he dado
por qué te burlas de mí
amorcito mío
por qué después que te he querido
me das tan mal pago
(Chébere, “Amor gitano”, ¡Éxito!, 1978)
Ahora bien, esto no significa que ser engañado por la mujer o ser tan solo el amante sea visto, ahora, como algo deseable. Lo que es positivo es que el varón lo exhiba, junto con el sufrimiento que le provoca, construyendo una imagen de sí sentimentalmente profunda.
Y tanto el conflicto vincular, como las emociones disfóricas expuestas y reforzadas por el dispositivo sonoro, funcionan como prueba de autenticidad del sujeto. Porque nada es más auténticamente el yo que sus sentimientos más profundos, que sus dolores más insoportables, que su vulnerabilidad más cruda: que la exhibición de lo íntimo supuestamente inconfesable.
Finalmente, ligado a todo esto, está el carácter pasional del sentimiento y de sus emociones. El carácter pasional lo otorga el hecho de que se trata de un sentimiento que se impone al sujeto, al cual no le queda más remedio que padecerlo, cual enfermedad, contra su acción o su voluntad. El sentimiento arrasa al sujeto y determina su destino. Las emociones abiertamente enunciadas sobre las que más se afirma el carácter pasional son el dolor -sobre el cual ya hemos hablado suficiente-, los celos y el deseo sexual, pero todas ellas traen implícita otra emoción: la impotencia.
El carácter pasional del sentimiento y la impotencia masculina
Por último, Chébere introduce cambios en la caracterización de la pasión amorosa que termina de configurar este modelo de masculinidad sensible.
El carácter pasional del sentimiento lo da el hecho de que el sujeto no puede no desear, no puede no querer, no puede olvidar, ni puede reemplazar a la amada. No puede hacer aquello que necesita, o debería. Y esto se presenta en clara oposición a la masculinidad hegemónica clásica: controlada, racional y poderosa. La puesta en escena de los celos, emoción altamente desvalorizada en nuestra cultura, muestra hasta qué punto la pérdida de control sobre sí mismo -por causa de la pasión amorosa- se presume como algo valioso en la medida en que funciona como prueba del carácter pasional del sentimiento. Así, aunque los celos hayan sido siempre asociados a lo infantil y lo femenino, en la medida en que son prueba de pasión, dan más intensidad al sentimiento amoroso. Y en esta axiología, más es mejor.
El carácter pasional encuentra en el deseo sexual su emoción predilecta. Pero con el deseo ocurre algo diferente de lo que ocurre con los celos. El deseo sexual nunca fue, en el cuarteto tradicional, una emoción vergonzante. Por el contrario, mostrarse sexualmente agresivo, “encarador”, poseído por el deseo, era bien visto ya desde el paradigma tradicional. Pero con el deseo aparece el cuerpo y la sexualidad, y allí sí encontramos importantes diferencias: en el cuarteto tradicional se apelaba frecuentemente al doble sentido erótico para representar al cuerpo sexualizado (Montes, 2022). Ese doble sentido erótico era una marca de ingenio popular, una forma de transgredir la norma burguesa, suavizando la transgresión con la risa y la simpatía. En cambio, en los “lentos” de Chébere, la pasión sexual es cosa tomada en serio, representada a través de metáforas que buscan poner el cuerpo y su erotismo en escena, pero dentro de los márgenes de lo socialmente aceptado[18].
Y el efecto en la construcción del enunciador es absolutamente diferente. Si en el cuarteto tradicional ese doble sentido erótico colaboraba en construir un varón simpático, transgresor e ingenioso, la puesta en discurso del cuerpo y del deseo en los lentos de Chébere contribuye a construir un varón sexualmente apasionado. Una pasión cuidadosamente presentada a través de metáforas que buscan sensualizar la descripción, sin caer en el grotesco (Boria, 1993).
Quiero saber que soy amado
Tenerte aquí a mi lado
Cada noche y al despertar.
Y descubrir con mis labios el secreto
Que guardas en tu cuerpo
Delicioso de mujer.
Que me sorprendan las mañanas con el sol
Para robarles las caricias y el amor
Para gritarte que ya eres mía
Que te quiero noche y día
Con la fuerza arrolladora de un volcán.
(“Quiero saberme tuyo”, Rompamos el contrato, 1979)
Todo esto contribuye a configurar un enunciador muy diferente del que ofrecía el cuarteto tradicional. El varón, en este caso, se muestra como alguien que siente el amor como algo que atraviesa su vida, dándole sentido o quitándoselo. Y eso significa que hace de la mujer amada el centro de su existencia. Un varón que no puede no amar, que no puede olvidar, que no puede vivir sin ella, que no puede no llorar. Un varón que ya no controla la situación, que ha perdido poder frente a esa mujer. Se trata de un varón sensible que, además, hace público su sentimiento poniendo al descubierto algo que otrora fuera considerado del ámbito de lo más íntimo: el sufrimiento masculino.
Particularmente reveladora es la canción “Si a veces hablo de ti”, originalmente interpretada por José Luis -el Puma- Rodríguez, donde se puede percibir claramente la tensión entre aquel mandato de racionalidad propio de la masculinidad hegemónica clásica (y el mandato de que los hombres no deben llorar, ni enamorarse, ni ceder poder) y un nuevo modelo de masculinidad sensible, que sufre por el amor de una mujer.
Si a veces hablo de ti
No pienses que aún te quiero
Es sólo porque recuerdo
Lo que contigo sufrí.
Si a veces hablo de ti
y ves que brillan mis ojos
No creas que están llorosos
Es que mi risa es así.
Que cuando lloro por ti
Ni las estrellas lo saben
Yo lloro cuando no hay nadie
Que te lo pueda decir.
Que cuando yo pienso en ti
Lo hago tan para adentro
Que ni mi piel sabe cierto
Que muero pensando en ti.
(“Si a veces hablo de ti”, Volumen 11, 1987)
En este caso puede observarse un doble sufrimiento: se sufre la falta del amor y se sufre la debilidad que representa para el varón reconocerse en ese sufrimiento. Y esa emoción narrada es enfatizada desde el dispositivo sonoro. El dramatismo viene dado ahora por una vocalización muy melódica[19], y por el modo como se relaciona con el resto de los elementos sonoros que remiten de manera directa a las baladas románticas de los 80. En la introducción, por ejemplo, la batería comienza tocando en una subdivisión rítmica de semicorcheas con un crescendo que genera tensión, luego ingresa el teclado en contratiempo con una melodía ascendente, y hace que explote en el tiempo fuerte. La instrumentación tiene un parecido fuerte con las canciones interpretadas por Luis Miguel en aquellos años, con vientos que entran en el 2do tiempo del compás 4/4 y acentúan también la segunda corchea del 3er tiempo, como comentarios. En esa introducción el bajo es más melódico (corchea con puntillo), no marca negras con salto de 4ta descendente. Cuando llega el final de la introducción el bajo sostiene una nota larga mientras el teclado responde generando tensión (salto ascendente y detención en la 9na de la escala DO#). La voz entra con retardo y las frases son de 2 compases, pero en el segundo no canta y se mantiene esa tensión generada por el teclado y la nota larga del bajo. Este efecto de suspenso enmarca cada verso de la primera estrofa, generando un clima intimista y de tensión dramática. Luego irán ingresando progresivamente el resto de los instrumentos y aparecerá el patrón rítmico del cuarteto, pero conservando el tempo comparativamente más lento que el tradicional -105 PPM-[20].
Así, las canciones que hablan del sufrimiento de amar están evocando emociones disfóricas también desde el dispositivo sonoro, sirviéndose de recursos narrativos y musicales propios del campo de la balada romántica. Hay, en Chébere, una suerte de búsqueda de congruencia afectiva entre la palabra y la música.
En relación a la apuesta performática de los cantantes, tanto El “Turco” Julio (1976, 1977, 1983), como Pelusa (1978 a 1983), Fernando Bladys (1984 a 1987), y el “Toro” Quevedo (1987 a 1990), hacían una puesta en escena bastante sobria y contenida, muy alejada del estilo afectado de baladistas internacionales como Juan Gabriel, Miguel Gallardo o Ana Gabriel, o nacionales como Sandro o Leonardo Favio; o cuarteteros del paradigma cuarteto-cuarteto, como Carlos “La mona” Jiménez. Es decir, en lo performático, prevalecía la puesta en escena del varón más controlado. Y esto es interesante notarlo porque si algo caracterizó a la balada romántica de aquellos años fue que retomaba el tipo de sentimentalismo propio del bolero, pero le imprimía una performance mucho más dramática.
Tan fundamental es este rasgo para la balada que una de las características de un buen baladista es su habilidad para transmitir convincentemente el poder emocional de estos momentos dramáticos. Por esta razón, muchos baladistas desarrollaron un estilo de canto afectado que evocaba llantos o gemidos (Madrid, 2016).
Que Chébere se apropiara de tópicos musicales y narrativos de las baladas, del modelo de varón afectado, pero no lo llevara tanto al cuerpo y a la gestualidad de los intérpretes es resultado, como pretendemos desarrollar a continuación, de la existencia de una tensión entre diferentes modelos de masculinidad.
El varón orgulloso e indiferente
Aunque prácticamente todas las canciones de Chébere abordaban las relaciones sexoafectivas como tema central, no en todas se abreva en esa construcción del varón sensible. A la par o, mejor dicho, a contramano, instauraron un varón poderoso y orgulloso en relación a la mujer. En estas canciones aparecen otras emociones (explícitas o implícitas) de modo más eufórico, sobre dispositivos sonoros que remiten más al universo sonoro del rock.
La aparición de tópicos musicales propios del rock no es casual. Formó parte de las estrategias de Chébere para interpelar a un público joven y para incorporar elementos musicales socialmente más valorados. Ocurre que, en Córdoba, el rock era la música predilecta de jóvenes de clase media[21], mientras que el cuarteto tradicional lo era de los sectores populares. Y es en las canciones más rockeras donde encontramos con mayor frecuencia esta otra imagen masculina, completamente diferente a la que predominaba en los lentos[22].
Se trata de un varón arrogante y poderoso, que se siente orgulloso de sí mismo, y se muestra indiferente ante el rechazo de la mujer.
Me parece que
Algo ya no va más
Pues cambiada estás
No me miras igual
Te conozco bien
No me quieres hablar
Y sé por qué
Me parece que
Te debería dejar
Hace tiempo que
Esto no vale más
Pero te lo juro es la última vez
Ya lo verás
Me equivocaba al pensar que me amabas
Que cambiarías sintiéndote mía
Todas mentiras, mentiras, mentiras no más
Tienes abierta la puerta si quieres
Yo no haré nada para retenerte
Sigue tranquila que yo sé muy bien lo que haré
Me parece que
Yo también me cansé
De aguantar las cosas que no debiste hacer
Mas no te preocupes yo lo entiendo muy bien
Y déjame.
(“Me parece que”, Volumen 3, 1983)
El varón de “Me parece que” se muestra orgulloso e indiferente ante el desaire de la mujer. Y esa declaración de amor propio es acompañada por un dispositivo sonoro mucho más eufórico que los analizados en los apartados anteriores, potenciando al enunciador. Podemos ver los marcadores de tópico propios del rock: una introducción con la presencia fuerte de una guitarra eléctrica y de la batería. Una melodía rápida con notas repetidas, sin saltos ni semitonos -por grado conjunto- y usando el motivo rítmico melódico que empieza cada vez en una nota más grave. Lo más distintivo es la batería al estilo del rock[23] y la 2da voz por terceras paralelas, algo muy frecuente en el rock pero no en la balada romántica.
El varón orgulloso se muestra capaz de sobreponerse al desaire femenino, no es más el varón impotente y dependiente de la mujer.
Fui feliz, no niego que también fui feliz,
jugamos al amor y perdí,
es tarde si hoy te acuerdas de mí,
mis años se olvidaron de ti...
(“Crees que canto por ti”, Volumen 10, 1987)
El orgullo, tal y como se plasma en las canciones de Chébere, es un sentimiento que involucra como principal emoción a la satisfacción por sí mismo, a veces rozando la auto admiración, en función del reconocimiento de los propios méritos. Es, en definitiva, la explícita puesta en valor de sí.
En Miéntete, por ejemplo, además de actualizarse la fórmula narrativa según la cual al rechazo femenino le sobrevendrá una venganza ejecutada por el karma (Montes, 2019), el varón se muestra confiado de que la mujer volverá a él, que sufrirá por no corresponderle y que no encontrará a nadie mejor que él. Y esa superioridad en relación a los otros se da, principalmente, en el plano de la sexualidad. Así, en estas narraciones del desaire femenino, el varón se presenta conservando el poder. El poder de sobreponerse, el poder continuar sin ella, incluso el poder sobre ella.
Inventa todo lo que quieras sobre mi
Sigue diciendo que no sirvo para ti
Miéntete, miéntete
Con argumentos que no son la realidad
Con el disfraz que tú le has
Puesto a la verdad
Miéntete, miéntete
Pero que no me olvidarás
Tarde o temprano volverás
Tu corazón no va a fingir
Vas a sufrir, vas sufrir
Si es que te quieres engañar
Sigue mintiendo sin parar
Porque si para yo lo se
Vas a volver, vas a volver
Miéntete
Cuando tu cuerpo por la noche quiera más
Cuando con otro tú me quieras comparar
Miéntete, miéntete
Y no te mires al espejo nunca más
Porque el espejo nunca miente y llorarás
Miéntete, miéntete
(“Miéntete”, Tengo esperanzas, 1989)
Al igual que en el caso anterior, destaca el tempo mucho más ágil que en los lentos -negra en 140 PPM-, sin ser un regreso al cuarteto tradicional. Por el contrario, hay una presencia muy fuerte de la percusión de la batería, más al estilo del rock, y un desdibujamiento todavía mayor del ritmo de cuarteto. Aparece el sonido de unos violines, pero no con un sonido melifluo (ligado), sino muy rítmico: en dos notas cortas, alternadas, acentuando el tono eufórico. Se repite, además, la progresión melódica de las frases que descienden hacia notas más graves.
También es frecuente la manifestación de este orgullo ante la competencia con otros, con los cuales se mide en términos afectivos y sexuales. En estos casos, el varón se presenta como la mejor opción e, incluso, como condición de posibilidad de la felicidad de la mujer.
Yo fui el segundo en tu vida, sí
Pero el primero a la vez
Él se llevó tu inocencia
Pero yo te hice mujer.
Yo fui el segundo en tu vida, sí
Pero el primero en amor
El que te abrió con caricias
Y el que más te conoció.
A él le faltó la ternura
Y fue torpe con tu amor
Por el deseo de saciarse
Jamás de ti, se acordó.
Yo te borré esa tristeza
Que al marcharse te dejó
Y te hice una paloma
Que por mi cuerpo voló.
(“Yo fui el segundo en tu vida”, 15 años, 1989)
Resulta interesante poner en contexto esta canción para comprender la tensión que expone. Se trata de los años 80 y, en nuestra sociedad, todavía había quienes hablaban de la virginidad de la mujer como una virtud (y quien dice virtud, dice obligación)[24].
En la canción, el varón se presenta poderoso porque es él quien fue capaz de borrarle la tristeza a quien no era mujer, sino hasta que fue de él, aunque ya hubiera estado antes con otro. Pero también puede ser interpretada como la legitimación del sentimiento amoroso por una mujer cuya moral está puesta en discusión. La canción deja ver, así, una tensión subyacente ante un cambio en ciernes, y una estrategia argumentativa para sostener el orgullo masculino frente a la progresiva flexibilización de la represión sexual en las mujeres.
En la interpretación de Chébere de esta canción, a diferencia de la original de Miguel Gallardo, el tempo se agiliza -de 112 a 132 PPM- y el ritmo típicamente rockero a cargo de la batería adquiere predominancia. En la introducción desaparece el intimista punteo de guitarra y es reemplazado por comentarios de los bronces, mucho más estridentes. La interpretación vocal, además, es mucho menos susurrada. Todo lo cual hace más rockera y eufórica la versión de Chébere.
El orgullo masculino también aparece con frecuencia en los cuartetos tropicales[25].
Tú fuiste la causa mayor
El porqué de mis pesares
Tal vez yo salga mejor
Anda ve camina
Con uno de mis rivales
Fíjate en mi condición
Y a tu cuenta no lo achaques
Me siento más fuerte que antes
pues ya no camino con esa preocupación
(“Lo pasado, pasó”, Volumen 7, 1985)
A la canción, originariamente “Guaracha” de Willie Colon, Chébere la cuartetizó agregando su marcación rítmica en el teclado, cantando menos rubato, con notas más cortas y a un tempo más rápido. La flauta traversa usa los mismos motivos melódicos de los vientos a un tempo más rápido -y no a modo de comentario-. Cuando llega la cumbia -lo pasado pasó- el ritmo cuartetero continúa a cargo del bajo, pero se introduce una percusión típicamente latina -con cencerro y wiro-, notas cortas, canto y fraseo más lentos, con silencios entre frase y frase, y una 2da voz con notas agudas desde el principio de la canción. Se destaca el uso de los vientos, con una presencia determinante para emular a las sonoras caribeñas, llevando una melodía descendente, con semitonos y acentos en notas disonantes y agudas, principalmente al final de cada frase. El resultado: un cuarteto ágil y alegre, que cobra potencia desde los vientos, con un aire centroamericano.
tengo ganas de encontrarte
para verte una vez más
para saber si soportas
ver mis labios sin temblar
tengo ganas de encontrarte
cara a cara piel a piel
y que me digas si es cierto
que me has cambiado por el
(…)
tengo ganas de encontrarte
arrancarte ese disfraz
y borrarte con un beso
ese olvido que me das
(“Ámame, ódiame”, 25 rosas, 1990)
Oye niña linda, no seas tan celosa
Oye niña linda, no seas tan celosa
Si tú no me quieres, me quiere la otra
Si tu no me abrazas, me abraza la otra
Si tú no me quieres, me quiere la otra
Si tu no me abrazas, me abraza la otra
Si tu no me mimas, me mima la otra
Si tú no me besas, me besas la otra
Si tu no me mimas, me mima la otra
Si tú no me besas, me besas la otra
(“La computadora / Nena celosa”, Volumen 8, 1986)
Conclusiones
En el recorrido que hemos realizado hemos querido mostrar cómo Chébere introdujo, en el campo del cuarteto cordobés, importantes modificaciones en la dimensión afectiva de las canciones, que repercutieron directamente en la construcción de nuevos modelos de masculinidad.
En el paradigma tradicional del cuarteto el modelo de masculinidad hegemónico era un varón simpático, que se mostraba siempre optimista, alegre, confiado, deseante ante la mujer, y levemente transgresor en relación a las normas morales burguesas.
Chébere, en cambio, introdujo dos modelos de masculinidad nuevos que operaron en tensión entre sí. El primero es el del varón sensible, un varón heterosexual arrasado por la pasión amorosa que se muestra vulnerable ante la mujer. Un varón que padece emociones otrora inconfesables como los celos, el dolor o la impotencia, incluso la dependencia en relación a la mujer. Estas emociones se enmarcan, a nuestro entender, en una nueva axiología afectiva que las presumen valiosas, en la medida en que dotan al sentimiento amoroso -y al enunciador por transferencia- de mayor autenticidad y pasionalidad. La apuesta es fuertemente disruptiva si consideramos que, en los modelos hegemónicos clásicos de masculinidad, los niños pequeños son los únicos varones que tienen permitido estar así de afectados por los sentimientos y expresarlo libremente (Hooks, 2004). El miedo a la humillación y el silencio de las emociones masculinas es un rasgo crítico de las relaciones de poder generizadas, porque alimenta la impresión de autosuficiencia y racionalidad (De Stéfano Barbero, 2021: 320). Evidentemente, algo estaba cambiando en las axiologías afectivas de nuestra cultura, y los músicos de Chébere lo habían notado.
Estas narraciones están mayoritariamente acompañadas por un dispositivo sonoro que se sirve de marcadores de tópico provenientes de la balada romántica, un campo históricamente asociado a ese modelo de varón sensible, para darle más dramatismo a las canciones y credibilidad a ese enunciador. Hay, en Chébere, una búsqueda de coherencia afectiva entre la palabra y los sonidos. Los “lentos”, como les llaman los cuarteteros, son canciones en las que se introduce la base rítmica bailable del cuarteto cordobés pero suavizada y ralentizada. Por lo demás, el resto del dispositivo sonoro tiende a recuperar recursos musicales típicos de la balada romántica y a evocar emociones disfóricas como la melancolía y la tristeza, con ribetes dramáticos.
Pero esa construcción convivió con otra completamente diferente, incluso contraria. Un varón orgulloso de sí, potente e indiferente ante el desamor aparece, menos frecuentemente, pero con una recurrencia significativa. El orgullo de sí es el sentimiento predominante en este modelo de masculinidad, que involucra como principal emoción a la satisfacción por sí mismo, a veces rozando la auto admiración, en función del reconocimiento de los propios méritos. Esta versión es mucho más ajustada a la masculinidad hegemónica tal y como la describen Connell y Messerschmidt (2021), como aquella que tiende a legitimar relaciones jerárquicas entre hombres y de los hombres con las mujeres. El orgullo de sí emerge, en estas canciones, de la jerarquización de sí mismo frente al competidor varón o frente al poco valor otorgado a la mujer -como quien sostiene “yo soy mejor que vos, vos te lo perdés”-. Es recurrente, también, que esta jerarquización se dé en el plano moral o en el plano sexual. A contramano del varón sensible, el varón orgulloso blande poder: el poder de sobreponerse, el poder continuar sin ella, incluso el poder sobre ella.
Y lo hace acompañado por un dispositivo sonoro tendiente a producir emociones eufóricas, con tempos más ágiles y marcados, y una vocalización menos afectada. En estas canciones destacan los marcadores de tópico del rock o de la música “tropical”, como se le llama en Argentina a la música de raíz afrocaribeña.
Esta tensión se evidencia, también, en que en lo performático sostuvieron modelos de masculinidad menos afectados, socialmente valorados como más profesionales, incluso cuando cantaban los lentos.
Estos modelos de masculinidad tan contrarios convivieron en cada uno de los discos de Chébere, del período analizado, sin necesidad de generar una síntesis entre ellos.
Es interesante notar que esta apuesta de Chébere cosechó múltiples imitadores y miles de fans. Inauguró, de hecho, un nuevo paradigma discursivo dentro del campo del cuarteto cordobés. Ese éxito es sintomático, a nuestro entender, de que se estaban produciendo profundos cambios en la cultura afectiva de los sectores populares de Córdoba, donde una nueva axiología se estaba gestando, pero que todavía no conseguía ser hegemónica. Una en la que las emociones disfóricas como la tristeza y el sufrimiento de amar eran consideradas más “profundas” que las eufóricas como la alegría y la diversión, donde el carácter pasional de los afectos ya no era visto como algo feminizante sino como una característica valorada también en el varón, y donde el plano de la intimidad también se estaba revalorizando.
De Stéfano Barbero (2021) ha notado hasta qué punto la exposición de lo íntimo, especialmente de lo íntimo emocional, es sensible para las masculinidades. La intimidad resguardada protege al varón del miedo a la humillación. Pero, a la par, no cabe duda de que, si ha habido una tendencia clara en la posmodernidad, es la del constante desdibujamiento de la frontera entre lo público y lo privado y, todavía más, de la creciente revalorización de la esfera íntima (Arfuch, 2005: 242). Emociones, cuerpos y conflictos considerados del ámbito de lo íntimo, comienzan a aparecer cada vez más en la esfera pública, ahora con signo positivo.
Y es esta tensión la que emerge con “los lentos” de Chébere: una suerte de cambio en progreso que todavía generaba demasiadas contradicciones como para producir una respuesta homogénea. Cambios todavía en devenir, hacia finales de los años 70 y durante los años 80. De allí la tensión con ese otro modelo que reclama la restitución de la jerarquía masculina a través del sentimiento de orgullo e indiferencia frente a la mujer. Una tensión que, así de irresuelta, conseguía interpelar a diferentes enunciatarios: a las mujeres que estaban reclamando más afectividad en los varones[26], a los varones que estaban necesitando canciones que les permitieran pensarse atravesados por las emociones -sin sentirse por eso emasculados-, y a esos otros varones que todavía no podían sentirse cómodos con estos nuevos modelos de masculinidad en ciernes.
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