Misceláneas
Recepción: 30 Agosto 2022
Revisado: 17 Noviembre 2022
Aprobación: 21 Noviembre 2022
Resumen: Este trabajo realiza un análisis crítico del término contrapoder, de la filosofía política de Luis Villoro. La concreción de dicho término instrumenta una perspectiva teórica para la interpretación de fenómenos sociales cuyos sujetos son los pueblos originarios y su praxis ético-política. Desde este horizonte, es posible proponer una mirada a la realidad sociocultural y política de los pueblos originarios. Primero, se reconstruye el sentido de contrapoder en la filosofía de Luis Villoro; posteriormente, se comparan las derivas del contrapoder con las del término antipoder de John Holloway, ensayando los alcances de ambas concepciones. Para el final, se recupera el examen del contrapoder en contraste con las concepciones ético-políticas de las comunidades mayas de México, donde se articula la propuesta de un análisis político de los pueblos originarios. El método utilizado es el análisis del discurso, desde la filosofía política como marco de comprensión.
Palabras clave: contrapoder, antipoder, rebeldía, dominio, pueblos originarios.
Abstract: This paper makes a critical analysis of the term counter-power in Luis Villoro's political philosophy. The concretion of this term implements a theoretical perspective for the interpretation of social phenomena whose subjects are the native peoples and their ethical-political praxis. From this horizon, it is possible to propose a look at the sociocultural and political reality of native peoples. In the first part, the meaning of counter-power in the philosophy of Luis Villoro is reconstructed. In the second part, the derivations of counter-power are compared with those of John Holloway's term anti-power, testing the scope of both conceptions. Finally, the examination of counter-power in contrast with the ethical-political conceptions of the Mayan communities of Mexico is recovered, where the proposal of a political analysis of the native peoples is articulated. The method used is discourse analysis, from the political philosophy as a framework of understanding.
Keywords: counter-power, anti-power, rebellion, domination, native peoples.
Introducción: poder, dominio y rebeldía
Son diversas las concepciones y reflexiones sobre el poder político y su ejercicio. En el caso de nuestra América, el legado de las ideas sobre el poder pertenece tanto a la perspectiva occidental como a las propias de los pueblos originarios. En este sentido, la reflexión filosófica es resemantizada desde una realidad situada por concepciones distintas del pensar y el hacer. No obstante, dicha diversidad constituye la posibilidad de análisis y crítica, desde otros derroteros, de los temas clásicos y contemporáneos de la filosofía política, con una mirada dialéctica entre las concepciones del poder, su ejercicio e institucionalización, así como de su crítica, oposición y dispersión. En consecuencia, surgen interrogantes como: ¿es posible concebir el fin de las relaciones de poder, se debe afirmar como un fenómeno de la condición humana en su historicidad? ¿Es o han sido posibles las relaciones humanas al margen del poder, como señala John Holloway (2005), un anti-poder, o bien, es más adecuado partir de que existen o son posibles otras formas de su ejercicio y que, frente al poder como dominio, es necesario articular una alternativa de destrucción de su forma predominante, un contrapoder, como plantea Luis Villoro (2012)?
De acuerdo con lo anterior, el presente trabajo procura contrastar la concepción del poder y su ejercicio desde la perspectiva de Luis Villoro, así como de los pueblos originarios mayas, a la luz de la filosofía de Carlos Lenkersdorf (2006), para así tejer puntos de encuentro y de crítica con la concepción occidental. En conclusión, el presente estudio pretende tejer una dialéctica entre diferentes formas de concebir el poder y dar paso a herramientas de análisis para la filosofía política en la realidad americana.
Métodos y fundamentación teórica
Desde la concepción de la filosofía occidental el término poder proviene del latín: potestas y potentia, donde el primero refiere la capacidad o posibilidad de alterar un estado de cosas, es decir, “El poder es una facultad, una capacidad, que se tiene o no se tiene, pero con precisión nunca se toma […] La necesaria institucionalización del poder de la comunidad, del pueblo, constituye lo que denominaremos la potestas” (Dussel, 2015, pp. 29-30). Para el contexto de lo político, potestas es la organización del ejercicio del poder en la figura de una forma política determinada, sea el Estado o la formación de una comunidad. Puede comprenderse lo político en un sentido amplio, más allá de la institucionalización del poder en el Estado. Consecuente con esta idea, Bolívar Echeverría, siguiendo a Aristóteles afirma:
lo político, es decir, la capacidad de decidir sobre los asuntos de la vida en sociedad, de fundar y alterar la legalidad que rige la convivencia humana, de tener la sociabilidad de la vida humana como una sustancia a la que se le puede dar forma. (Echeverría, 2012, p.79)
En otro sentido, el poder como potentia es capacidad pura, la posibilidad de ser ejercido para transformar, de crear o conservar, de construir o destruir un estado de cosas a través de las relaciones humanas. Por ejemplo, para Enrique Dussel (2015), el poder comienza como una voluntad-de-vivir o esencia positiva de ser. En el caso de lo político y la ética, el poder se sitúa como un ejercicio que atraviesa todas las relaciones sociales, por lo que se ejerce en el seno de las comunidades humanas.
Todo lo que denominamos político (acciones, instituciones, principios, etc.) tienen como espacio práctico lo que denominamos campo político. Cada actividad práctica (familiar, deportiva, etc.) tiene también su campo respectivo, dentro del cual se cumplen las acciones, sistemas, instituciones propias de cada una de estas actividades. (Dussel, 2015, p.15)
Si lo anterior es correcto, es afín el argumento de Michel Foucault, de que el poder se ejerce en una microfísica que atraviesa diversas relaciones: “Que las relaciones de poder están imbricadas en otro tipo de relación (de producción, de alianza, de familia, de sexualidad) donde juegan a la vez un papel condicionante y condicionado” (Foucault, 1980, p.160). No obstante, para Dussel, la concreción de lo político se manifiesta en la institucionalización, la potestas: “El proceso de pasaje de un momento fundamental (potentia) a su condición como poder organizado (potestas) comienza cuando la comunidad política se afirma a sí misma como poder instituyente” (2015, p.30). Pero, ¿la institucionalización del poder inicia donde finaliza la potentia, o bien, existen formas de poder que se constituyen sin ser una estructura por encima de las voluntades particulares de los sujetos? (Dussel, 2015, p.15). Si lo político existe a partir del fenómeno del poder, entonces es necesario afirmar que la forma de ejercerlo conlleva una praxis y, al ser concretado por la acción, ésta da pie a un ejercicio de valoración que, como se verá con Villoro, requiere una racionalidad ético-política que identifique las formaciones del poder en una dirección ética. Como potestas se entiende a lo instituido por el poder. Desde este sentido es posible señalar su crítica y análisis con fines que orientan acciones para su destrucción o transformación, recuperando el sentido originario del poder como potentia. Se asume la concepción de praxis política desde Adolfo Sánchez Vázquez:
En un sentido más restringido, la praxis social es la actividad de grupos o clases sociales que conduce a transformar la organización y dirección de la sociedad, o a realizar ciertos cambios mediante la actividad del Estado. Esta forma de praxis es justamente la actividad política. En las condiciones de la sociedad dividida en clases antagónicas, la política comprende la lucha de clases por el poder y la dirección y estructuración de la sociedad, de acuerdo con los intereses y fines correspondientes. (Sánchez Vázquez, 2003, p.277)
Así, es comprensible lo que Luis Villoro señala, que la “voluntad de poder y la búsqueda del valor se nos han revelado contrarias; sin embargo, no pueden prescindir la una de la otra. Si el poder tiene que acudir al valor para justificarse, el valor requiere del contrapoder para realizarse (Villoro, 2012, p.91). En tanto posibilidad, el poder es constructivo o destructivo, y su juicio ético no recae en esta relación, sino en quién y para qué lo ejerce. El quién lo establece el sujeto individual, social o comunitario, por lo que el poder no es abstracto, sino agenciado y ejercido por un sujeto. El por qué, a su vez, responde a una justificación, a la significación y valoración que explica su ejercicio. Ejercer el poder no implica dominio per se, aunque existe la posibilidad de que sea corrompido. César Ruiz Sanjuán hace una lectura de Karl Marx, donde interpreta el fenómeno del fetichismo como forma de poder:
el fetichismo no es meramente una percepción errónea por parte de los hombres de una situación que en realidad es diferente a como la perciben. El fetichismo es el resultado de un estado de cosas efectivo que tiene lugar en la sociedad mercantil. La conciencia lo único que hace es reflejar el modo en que se establece la conexión social entre los productores en esa forma de sociedad. (Ruíz, 2011, p.194)
De este modo, la política corre el riesgo de fetichizarse al utilizar como instrumento de ideología el discurso ético, y la ética, por su parte, como forma crítica de la conciencia, no puede detenerse en la teoría, requiere de la praxis política para su concreción. En virtud de lo anterior, es necesario hallar un criterio que permita distinguir y valorar, en las prácticas políticas y los discursos, aquellos argumentos que sustentan éticamente su ejercicio. Por otra parte, habrá que distinguir también, en el terreno de las prácticas, si el sentido de una conciencia ética debe orientar las formas políticas.
¿Cuáles son entonces las posibilidades del poder? Aunque es correcto señalar que las formas, relaciones y posibilidades de su ejercicio se expresan de muchas maneras, tal como, en Metafísica, Aristóteles sostenía que: “´algo que es´ se dice en muchos sentidos “ ( 2014, p.146), puede indicarse grosso modo que, dentro de las diversas formas de lo político, el poder puede pensarse organizado en cuatro sentidos según su praxis: como capacidad constructiva; como capacidad destructiva; como capacidad de conservación; como capacidad de transformación. En el terreno de la praxis política, cuando el poder se concreta en su sentido destructivo y conservador, recae en imposición, esto es, de dominio, por tanto, es contrario a la libertad y, frente a una expresión corrupta de poder que soporta una forma política, es necesaria la rebeldía, es decir, el contrapoder. Para Luis Villoro, el contrapoder no es una forma arbitraria de conflicto, es la legítima defensa del individuo y la sociedad ante el dominio ejercido por aquellos que persiguen la libertad de cara a un poder dominante.
En el seno de las maneras que reviste la lucha entre el poder (dominio) y el contrapoder (liberación), cabe otra duda: ¿Dónde ubicar entonces el lindero de la legalidad y la legitimidad en el ejercicio del poder? ¿Es necesaria la rebeldía como práctica ética que se enfrenta al poder establecido, o es la rebeldía una forma destructiva del poder político? ¿Es más legítimo plantearse un no-poder, es decir, existe la posibilidad de evadir el poder en las relaciones sociales, o bien, por el contrario, si el poder es un fenómeno objetivo del campo político, es necesario entonces su ejercicio desde una práctica de contrapoder? Para procurar una respuesta se analizarán las concepciones de contrapoder y anti-poder, desde Luis Villoro (2012) y John Holloway (2005) respectivamente, sosteniendo que una crítica ético-política persigue una salida a las relaciones del poder como dominio.
Discusión
El poder como dominio
En El poder y la obediencia, Adolfo Sánchez Vázquez (2007) propone una fenomenología del poder político, donde afirma que la filosofía de la modernidad europea plantea la concepción de éste como dominio. Para Thomas Hobbes (2012), poner fin a la guerra de todos contra todos sólo es posible con la organización de un poder superior. Por su parte, Max Weber afirma que el poder político del Estado reside en el monopolio de la violencia: “Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima” (1995, p.83). Es afín a este punto también Enrique Dussel, cuando expone, en 20 tesis de política:
En la modernidad eurocéntrica, desde la invasión y la posterior conquista de América en 1492, el pensamiento político ha definido por lo general el poder como dominación. Ya presente en N. de Maquiavelo, T. Hobbes, y tantos otros clásicos incluyendo M. Bakunin, L. Trotski, V. I. Lenin o Max Weber. (Dussel, 2015, p.23)
Asimismo, Hegel, en Fenomenología del espíritu (2015), al describir la dialéctica entre el amo y el esclavo, desarrolla que una relación de poder no es únicamente el ejercicio del dominio, sino que éste sólo es posible por la vía del reconocimiento del otro, es decir, de la obediencia. En un sentido distinto, Karl Marx propone que el ejercicio del poder no es explicable sino a la luz del análisis crítico de las relaciones de explotación, es decir, de las relaciones económicas (Sánchez Vázquez, 2007). Por lo anterior, Sánchez Vázquez (2007) sostiene que la dominación política está relacionada con la explotación económica. En virtud de esto, se constituye el sentido de una crítica a la economía política, a diferencia de filosofías que toman la vía explicativa del poder, por ejemplo, en Michel Foucault, cuando el filósofo francés afirma que el poder soberano (de Estado) no es el único que existe, sino que su ejercicio es extensivo a las relaciones microfísicas: “Son los instrumentos de exclusión, los aparatos de vigilancia, la medicalización de la sexualidad, de la locura, de la delincuencia, toda esta microfísica del poder, la que ha tenido, a partir de un determinado momento, un interés para la burguesía” (Foucault, 1980, p.146). Por su parte, Sánchez Vázquez reconoce la red de relaciones en el ejercicio microfísico del poder, pero se distancia de éste al indicar:
Aunque se admita con Foucault la existencia de una amplia red de poderes que se localizan en la fábrica, la escuela, la iglesia, la familia, los hospitales, las prisiones, etcétera, el poder estatal, sin perder su lugar central, y por el contrario elevándolo, tiende a socializarse, a penetrar por todos los poros del cuerpo social, y, de este modo, prevalecer sobre todos los poderes. (Sánchez Vázquez, 2007, p.14)
Adolfo Sánchez Vázquez sostiene que el poder como dominio es una realidad social y que, con todo, es posible resistir. Hasta aquí se puede apreciar que, aunque este filósofo afirma la existencia del poder como dominio en las relaciones humanas, cuestiona que la vía antagónica sea la eliminación del poder. Además, el abordaje de una alternativa a éste contempla si el poder se fundamenta como una necesidad de la naturaleza humana, o si es un fenómeno histórico social y, por lo tanto, puede transformarse. Es necesario entonces revisar la siguiente afirmación:
¿Se puede rebasar la perspectiva del dominio? O con palabras de Gramsci: ¿Se requiere que haya siempre gobernantes y gobernados o bien se quiere crear las condiciones para que desaparezca la necesidad de la evidencia de esta división? Es decir, ¿Se parte de la premisa de la eterna división del género humano o se cree que ésta es sólo un hecho histórico que responde a determinadas condiciones? La respuesta será diametralmente opuesta si la dominación se concibe como algo natural o inherente a la esencia humana (concepción que inspira la teoría política burguesa del poder desde Maquiavelo) o si se contrapone a ella –como hacen Marx y Engels– una concepción histórico social. (Sánchez Vázquez, 2007, p.15)
El poder como rebeldía
Cuando a finales del siglo XX, en nuestra América, acontecieron levantamientos políticos en naciones de América Latina como Perú, Bolivia, Ecuador y México, la literatura de las Ciencias Sociales y Humanidades indicó que el estudio y comprensión de los pueblos originarios era relevante para comprender el sentido sociopolítico, económico y cultural del mundo contemporáneo, por lo que fenómenos, en apariencia locales, constituían una explicación circunstanciada, atravesada por lo individual, social y humano en general. Así, los pueblos originarios como sujetos de la acción muchas veces fueron tildados de “rebeldes”. Por su parte, asumiendo otro sentido, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) adoptó la “rebeldía” como principio ético-político. De tal modo, rebelde, según cómo o quién lo enuncie, puede significar cosas distintas.
Desde su etimología, rebeldía proviene del latín re-bellum que llega a rebellis, que significa la acción de volver a instaurar la guerra, o bien, aquel que hace la guerra a un poder establecido (Corominas, 1987). En la filosofía europea moderna, el recurso argumentativo para legitimar la instauración del Estado-nación y el ejercicio del poder liberal se basa en la racionalidad, donde el objetivo del Estado-nación es institucionalizar el ejercicio del poder. Como prueba, está el pensamiento de Thomas Hobbes (2012), cuando afirmó que el poder político se centra en el soberano, y éste permite que el Estado-nación ponga fin al estado de naturaleza, es decir, a la rebeldía. Esta postura también es hallada en la obra Defender la sociedad, de Michel Foucault, donde critica la frase de Carl Von Clausewits “La política es el fin de la guerra por otros medios”, es decir, “la política es la prolongación de la guerra por otros medios” (Foucault, 2008, p.28). A su vez, la palabra guerra tiene su raíz en el origen germánico werra (desorden, pelea) (Corominas, 1987). Para Hobbes, el Leviatán es el Estado político, simboliza el poder soberano que finaliza el estado de guerra (2012).
En La gran Revuelta indígena, Ivon Le Bot (2013) explica que en los años 90, gobiernos de América Latina como México, Ecuador, Bolivia y Guatemala, argumentando que se debía conservar el ejercicio del poder, aducían que tolerar la rebeldía de los pueblos originarios no era una posibilidad, pues significaba dar paso al fin del estado de derecho, a la anarquía. Tzvetan Todorov analiza en un sentido parecido la figura del terrorista, que para el poder dominante significa el enemigo externo del Estado (Todorov, 1995). También Le Bot propone (2013) cómo se representó como rebeldes a los pueblos originarios, enemigos internos del poder soberano. En este punto, alguna literatura producida en el marco de las ciencias sociales utilizó el término rebelde para categorizar a los individuos y clases sociales que ponen en riesgo el pacto político del Contrato Civil. Como señala John Holloway:
Mira el mundo que nos rodea, observa más allá de los periódicos, de los partidos políticos y de las instituciones del movimiento laboral y podrás ver un mundo de lucha: las municipalidades autónomas en Chiapas, los estudiantes en la UNAM, los estibadores de Liverpool, la ola de demostraciones internacionales contra el poder del capital dinero, las asambleas barriales y los piqueteros en Argentina, las luchas de los trabajadores migrantes, las de los trabajadores en todo el mundo contra la privatización. Los lectores pueden redactar su propia lista: siempre hay nuevas luchas. Existe todo un mundo de lucha que no apunta de ningún modo a ganar el poder, todo un mundo de lucha contra el poder-sobre. (Holloway, 2005, pp.159-160)
Para sociedades como los piqueteros argentinos, los obreros, mujeres, estudiantes, campesinos, inmigrantes y pueblos originarios, entre otros, la rebeldía constituye una resistencia al poder dominante, cualquiera que este sea. Así, la rebeldía parece presentarse como una amenaza para quienes abogan por la conservación de un poder fetichizado, muchas veces centralizado en los Estados nacionales modernos. Detrás de éste, los sujetos rebeldes enfrentan y resisten el dominio. En consecuencia, los sujetos individuales, sociales y comunitarios apelan a un contrapoder como posibilidad para cuestionar y transformar el contrato social del Estado nación, develando el origen ontológico del poder: la comunidad política. Entonces, cabe preguntarse: ¿la rebeldía es una “nueva guerra”, o la alternativa que se opone al poder dominante y procura recrear la forma de la potestas?
Por parte de un Estado, al ser una institucionalización del poder, éste se ejerce de facto, por lo que no está en juego su adquisición sino su conservación, y si ésta es un estado fetichizado, entonces se conserva a través del dominio. Luego, las formas ideológicas reproducen la idea de que los rebeldes buscan la destrucción del Estado. Por su parte, los sujetos que se enfrentan al poder dominante no necesariamente procuran el fin de lo político, sino la aniquilación de un poder centralizado dominante, o bien, la redistribución ético-política de éste en la praxis. En consecuencia, es necesario preguntarse: ¿Buscaban el poder organizaciones como la CONAIE en 1997 y el EZLN en 1994, o los aymaras de Bolivia en 1990? ¿O no era la posesión del poder, sino su reorganización o, en todo caso, la distribución de su ejercicio? (Le Bot, 2013).
Antipoder y contrapoder
En la obra Colón y Las Casas. Poder y Contrapoder en la Filosofía de la Historia Latinoamericana, Joaquín Sánchez Macgrégor (1991) articula los términos poder/contrapoder como elementos de análisis de una filosofía de la historia latinoamericana, a la luz de dos personajes históricos: Cristóbal Colón y Bartolomé de las Casas. En el capítulo IV, esclarece que la aproximación entre poder y contrapoder consiste en que el primero es una forma de imposición o dominio, por su parte, el contrapoder:
es la norma valiosa del contrapoder, derivándola o desprendiéndola naturalmente (sin navajas de Occam obsoletas) de los hechos a los cuales pretende corregir, esto es, normar. […] El encadenamiento teórico-conceptual de las propuestas “redentoras”, justicieras, formuladas por discursos que hacen época, por lo menos en esta sección de la historia conocida bajo el nombre de latinoamericana, es lo que ha de construir el programa teórico de una filosofía de la historia latinoamericana consciente de los problemas de la dependencia, según la pretende Leopoldo Zea. (Sánchez Macgrégor, 1991, p.174)
Estas ideas de Sánchez Macgrégor permiten un punto analógico entre la propuesta de contrapoder de Luis Villoro (2012) y el término anti-poder de John Holloway (2005). Si bien para los tres filósofos es compatible la afirmación de que el poder, como forma de imposición, es dominante, y que frente a este se ejerce una resistencia, la diferencia radica en la proposición respecto a dicha resistencia. Para Holloway, la resistencia al poder inicia con un “grito” que simboliza el fenómeno concreto de un sujeto individual, social o comunitario, de cara a una situación de dominio:
Empezamos desde la negación, desde la disonancia. La disonancia puede tomar muchas formas: la de un murmullo inarticulado de descontento, la de lágrimas de frustración, la de un grito de furia, la de un rugido confiado. La de un desasosiego, una confusión, un anhelo o una vibración crítica. (Holloway, 2005, p.5)
No obstante, para Holloway, “No puede construirse una sociedad de relaciones de no-poder por medio de la conquista del poder. Una vez que se adopta la lógica del poder, la lucha contra el poder ya está perdida” (2005, p.21). Con lo anterior, Holloway se distancia de las ideas políticas que sostienen que, ante la creación de sociedades donde el poder dominante no existe, se debe atravesar necesariamente por la conquista del poder. De tal proposición se deriva que el ejercicio de poder, incluso con el fin de eliminar el dominio y construir sociedades donde no exista, conlleva, necesariamente, del poder; por lo que se crea una dinámica de la cual no es posible escapar.
En cambio, para Luis Villoro (2012), el poder es un fenómeno social que atraviesa todas las relaciones humanas y, por tanto, no es factible plantearse la posibilidad de eliminarlo, o bien, que existan sociedades donde no se ejerza. La vía del contrapoder, para Villoro, es aceptar que en la condición humana se puede caer en las relaciones entre dominantes y dominados, pero que también es posible que el poder sea ejercido como lucha contra una imposición o injusticia. Es decir, para Villoro, el ejercicio del poder debe ser conducido por el valor, entendiendo este último como una ética-política que reclama justicia y se opone al dominio.
Si bien es razonable el argumento de Holloway sobre que la dinámica del poder ha conllevado históricamente el regreso a una lógica de dominio por parte de quien lo ejerce, resulta difícil conceder, desde la concepción del anti-poder de este filósofo, que sean factibles sociedades donde el poder no exista. Luis Villoro, en cambio, acepta que, aunque el poder existe en toda relación humana, ello no implica que siempre sea dominante, ni que resistirse conlleve por necesidad la corrupción del poder. Aunque es necesario acepar con Holloway que la corrupción del poder es una posibilidad, con Villoro se puede sostener que también lo es su enfrentamiento a través de la ética del contrapoder.
Una segunda cuestión entre las características del anti-poder de John Holloway y el contrapoder de Luis Villoro radica en que el primero afirma que renunciar al poder, es decir, un anti-poder, se expresa, por ejemplo, en el movimiento zapatista de Chiapas (México), en la lucha de las mujeres y los estudiantes por sus derechos, entre otras relaciones: es decir, el anti-poder se presenta para este filósofo como fuera de la lógica del poder como dominio. En cuanto a sus fines, su base es la esperanza de una mejor sociedad donde la renuncia al poder sea la salida al dominio. John Holloway sustenta lo anterior aludiendo a una utopía, o bien, a un principio de esperanza, siguiendo a Ernst Bloch (citado en Holloway, 2005). Por otra parte, aunque Villoro concuerda con que existen ejemplos históricos que se oponen al poder, como el movimiento neozapatista, la praxis de Gandhi, o bien cualquier forma que exprese un contrapoder, su filosofía difiere en cuanto a fines como la justicia, la democracia y el multiculturalismo, cuya base no es sólo la esperanza, sino una experiencia histórica real, expresada en los pueblos originarios, partiendo de una orientación ético-política que manifiesta su raíz en hechos concretos.
Hasta aquí pueden avistarse senderos diferentes: para Holloway una sociedad sin poder se sostiene en la esperanza y su vía es la renuncia, pues el anti-poder se propone como eliminación del poder. Por su parte, Luis Villoro se basa en sociedades concretas, donde, aunque las relaciones de poder existen y no se renuncia a ellas, es necesario que una ética oriente la praxis política: la del contrapoder. En consecuencia, parece más razonable sostener que el poder se ejerce en las relaciones humanas y que una ética del contrapoder procura una ética de la rebeldía, es decir, una resistencia al poder dominante, que además parte de la historicidad concreta. ¿Cuál podría ser uno de los fines fundamentales del contrapoder? ¿Cuál su praxis ético-política? Si el poder existe siempre, entonces tal vez la vía sea su redistribución, o bien, su disolución, cuestión que se aborda más adelante.
Hacia una ética del contrapoder: la dispersión del poder en los pueblos originarios
En los pueblos mayas tojolabales, según Carlos Lenkersdorf (2006), el poder se entiende desde dos sentidos: el primero significa fuerza, como la de los animales o la necesaria para un trabajo físico. “Existe el concepto de ´ipal que, sobre todo, se refiere a la fuerza de alguien. Por ejemplo, jel ya yip ja swaw wakaxi, “mucha fuerza tiene el toro” (Lenkersdorf, 2006, p.27). Al estar situado como capacidad física de alterar un estado de cosas, es afín al primer sentido de poder occidental: potentia. No obstante, existe una diferencia en esta descripción del maya tojolabal que indica Lenkersdorf. El poder, aunque es capacidad, no está en una relación separada de la praxis. Un ejemplo ancestral está descrito en el Popol Vuh de los mayas Quichés de Guatemala, cuando narran la creación, que se da en comunidad primero a través del consenso por la palabra, y luego por la acción creadora. Cuando los dioses crean, no lo hacen desde una potencia abstracta, el dar forma siempre se vincula a una acción concreta, entre el sujeto y la materia natural.
Solamente había inmovilidad y silencio en la oscuridad, en la noche. Solo el Creador, el Formador, Tepeu, Gucumatz, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad. Estaban ocultos bajo plumas verdes y azules, por eso se les llama Gucumatz. De grandes sabios, de grandes pensadores es su naturaleza. De esta manera existía el cielo y también el corazón del cielo, que este el nombre de Dios, así contaban.
Llegó entonces aquí la palabra, vinieron juntos Tepeu y Gucumatz. Hablaron pues, consultando entre sí y meditando; se pusieron de acuerdo, juntaron sus palabras y su pensamiento.
Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaban, que cuando amaneciera debía aparecer el hombre. (Popol Vuh, 2019, p.24)
En cambio, siguiendo las ideas de Carlos Lenkersdorf, un segundo significado del término poder fue adoptado de la cultura occidental, lo que evidencia la transformación de las comunidades mayas a consecuencia de la conquista hispana, ya que el poder se resemantizó en la lengua maya como significado de dominio o imposición. Afirma al respecto Lenkersdorf:
Si se trata del poder que unos ejercen sobre otros, el vocablo empleado es mandar que, sin embargo, no corresponde directamente al concepto de poder. Es decir, se usa un término tomado del español porque en tojolabal no existe, y el término escogido tiene aspectos que se acercan al poder aunque no es la voz correspondiente, mucho menos equivalente. (Lenkersdorf, 2006, pp. 26-27)
Cuando el término poder se relaciona como una forma adjetiva, refiere a una persona que ejerce el poder sobre alguien. Aunque no parece radicalmente distinto a una concepción del poder como dominio, sí lo es si se considera que quien ejerce el poder no es valorado como superior, como en el caso de la filosofía occidental, por ejemplo, en el pasaje de la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel (2015), donde quien domina se convierte en amo.
En el contexto maya tojolabal, mandar, dice Lenkersdorf, se entiende generalmente de forma peyorativa, donde ser “mandón” es querer imponerse sobre alguien más. “Lo distintivo del poder en el contexto tojolabal es que se expresa por el término del mandar, cuya ubicación varía en cuanto al contexto social” (Lenkersdorf, 2006, p.29). La diferencia se constituye por la forma en que la comunidad entiende que el poder es visto desde una ética, donde su ejercicio no puede recaer sólo en algunos, sino que:
Lo fascinante e interesante en la posición tojolabal es la falta de interés en agarrar el poder. Lo que se quiere es compartirlo entre todos y, por lo tanto, rehúsan las diferentes formas del monismo del poder, es decir, concentrarlo en el mínimo de poderhabientes posibles, preferiblemente en manos de uno. (Lenkersdorf, 2020, pp.87-88)
Por lo anterior, podemos comprender que, para los tojolabales, la posición respecto al poder no es la concentración de su ejercicio, aunque eso no los convierte en una sociedad que piense que el poder solamente puede ser tergiversado o ejercido de modo impositivo, sino que, lejos de ver que es posible una sociedad sin poder, se piensa que éste se puede compartir, ejercer entre el “nosotros”, entre todos y cada uno de los miembros de la comunidad, por lo que es, al mismo tiempo, responsabilidad y derecho de todos.
Retomando el primer sentido, el del poder como una praxis a través del consenso, es posible afirmar que es una forma peculiar de entender lo político y que, como se mencionó antes, su concreción se dio antes del contacto con las sociedades de occidente, es decir, es propio de los pueblos originarios, concretamente, de los mayas. Afirma Lenkersdorf al respecto:
La concepción tojolabal del poder nosótrico tiene una larga historia que se refiere, no sólo a los tojolabales, sino a los pueblos mayas en general. Comprende desde el preclásico hasta los días de hoy. Su investigación representa un reto que no podemos cumplir aquí. (Lenkersdorf, 2020, p.91)
En este sentido, es relevante el estudio del historiador Enrique Florescano, quien en 2005 publicó en el diario La Jornada un artículo titulado Chichén Itzá, Teotihuacán y los orígenes del Popol Vuh (Florescano, 2005). Su aporte consistía en una interpretación histórica de Popol Vuh que, siguiendo las descripciones y registros del itinerario de los Kich´e´, kaqchikeles y otros grupos mayas, en el siglo XIII, no habrían llegado a Teotihuacán, como se había pensado, sino a Chichén Itzá, donde fueron legitimados, así como entregadas las pinturas que narraban el origen de su cultura, marcando así una matriz cultural maya, en aquella época, en la zona de Yucatán. Por lo que, según Florescano, el Popol Vuh y el Memorial de Sololá consideran a Nakxit-Kukulcán el ancestro fundador del reino k’iche’ y del reino kaqchikel, respectivamente. Además:
Si todas las fuentes afirman que Tulán Zuywa está en el oriente de la península de Yucatán, esa Tulán no puede ser otra más que Chichén Itzá, la metrópoli maya que floreció entre los años 800 y 1200 d.C. en ese rumbo del territorio. Precisamente la época de migración de los k’iche’, kaqchikeles y otros grupos mayas se sitúa a principios del siglo XIII, cuando ocurre la desintegración del poder asentado en Chichén Itzá. Sin embargo, la mayoría de los autores que tratan la emigración de los pueblos mayas hacia las tierras altas de Guatemala identifican a estos migrantes con la desbandada que produjo la caída de la Tula de Hidalgo. Pienso, por el contrario, que esta diáspora está asociada con la destrucción de Chichén Itzá, la metrópoli oriental que entre los siglos VIII al XIII había logrado integrar el antiguo legado maya con las influencias políticas, religiosas y culturales procedentes de Teotihuacán. Los rasgos sociales y culturales de los grupos migrantes que invaden el área montañosa de Guatemala se identifican más con la tradición de Chichén Itzá que con la de la Tula de Hidalgo. (Florescano, 2005, párr. 12)
Este descubrimiento permite pensar que en Chicén Itzá se formó una forma de praxis de lo político entre los mayas. Particularmente durante la época clásica de la cultura maya, donde se describen las diferentes comunidades de la misma familia como sociedades competitivas y en una lucha interminable por el poder. No obstante, se dio una transformación en su organización política. En este sentido, el Popol Na o la Casa del Consejo, construida en Chichén Itza, permite afirmar la consolidación de una forma diferente de organización de lo político a través del consenso:
Un resultado de esta estructura social fragmentada en linajes competitivos fue el fortalecimiento del Popol na, la Casa del Consejo. Según las crónicas de la época colonial, Popol na significa la casa donde se asienta la estera, el sitio donde se reunían las cabezas de los linajes con el halach uinic o jefe político para tratar "las cosas de república", es decir, los asuntos concernientes al gobierno del pueblo y sus relaciones con el exterior. El antecedente más remoto de esta forma de organización política está registrado en Copán, a fines de la época Clásica. Más tarde, en el Posclásico, esta novedad política se vuelve una institución común en el área maya. (Florescano, 2005, párr. 18)
El Popol Vuh es escrito por Fray Francisco Ximénez en el siglo XVIII, derivado de la lengua quiché de un escritor maya que, a su vez, lo rescata de un viejo sabio a través de la oralidad. Aunque la historia va más allá. En el Popol Vuh se dice que, en su viaje a Tullan, el gobernante Nakxit les otorgó las pinturas, es decir, el libro modelo de la nación maya. Aunque, indica Florescano, siguiendo los estudios de Carmak y Monloch, que, según registros arqueológicos, los orígenes del Popol Vuh tampoco provienen originariamente de Chicén Itzá, sino que:
Se trata de una tradición anterior a la época de esplendor del pueblo k’iche’ en el siglo XV, cuando probablemente se compusieron en pinturas y cantos los episodios que narra el Popol Vuh. Carmack sostiene que estos textos reflejan la tradición mexicana que floreció en la época Clásica (300 a 900 d.C.) en Teotihuacán. Es decir, alude a "la tradición cultural tolteca que fue heredada por varios grupos étnicos después de la caída […] de Tula" (Carmack y Mondloch, citados en Florescano, 2005, párr. 27)
Lo anterior revela una tradición de politicidad comunitaria entre las culturas mayas Ahora bien, cabe preguntarse: ¿esta línea tejida desde el pasado tiene permanencia en la actualidad entre los mayas? Una sugerencia de Carlos Lenkersdorf permite afirmarlo cuando, describiendo y pensando a los mayas tojolabales, publicó La semántica del tojolabal y su cosmovisión (2006), donde narra el consenso como una forma de ejercer el poder.
Las autoridades elegidas siguen formando parte del Nosotros que al expresar y escuchar a todos logra el acuerdo consensuado del cual se deriva el encargo para las autoridades de ejecutarlo. Lo distintivo del poder en el contexto tojolobal es que se ubica en el nosotros que no se impone sino que llega a acuerdos nosótricos por los cuáles todos se obligan a sí mismos conscientemente. (Lenkersdorf, 2006, p. 28)
Otra evidencia desde la historia reciente de los mayas es la del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), quienes, en 2003, anuncian la construcción de los caracoles, así como de su estructura de organización a través de las Juntas de Buen Gobierno. En esta estructura, las decisiones se organizan y discuten a través del consenso. A pesar de haber sido nuevos los caracoles, no así su cultura política. Por ejemplo, antes de “salir a la luz”, en 1992, Fernando Yáñez, excomandante del EZLN, declaró a la revista Rebeldía lo siguiente: “Fue a principios del 93. No te voy a decir cuántos participantes eran, pero eran 200 o 300 pueblos que enviaron comisionados con derecho a voz y voto” (Yáñez, en entrevista con Blache Petriche, 2003, p. 61). Los caracoles neozapatistas existen en la actualidad, donde se componen mayoritariamente de comunidades mayas. No obstante, como ha sido visto, la práctica del consenso es extensiva a una forma de lo político arraigada a las culturas mayas en general.
A través de la dialéctica cultural y política de los pueblos originarios es posible tejer una continuidad de sentido en torno a la realidad de éstos. El Popol Vuh señala un principio político de la cultura maya: el acuerdo colectivo. “Llegó aquí entonces la palabra, vinieron juntos Tepeu y Gucumatz, en la oscuridad, en la noche, y hablaron entre sí y meditando, se pusieron de acuerdo, juntaron sus palabras y su pensamiento” (Popol Vuh, 2019, p.23).
La creación es un espacio de consentimiento y de escucha. El filósofo Carlos Lenkersdorf (2006; 2020) describe que las comunidades tojolabales se caracterizan por “saber escuchar”, cuya estructura lingüística y cultural marca una forma de la creación de lo político. Igual que el sol y la luna se juntaron para expresar y escuchar su palabra, por mutuo acuerdo los pueblos mayas construyen su toma de decisiones. Otra es también la enseñanza de un pasaje del Popol Vuh, donde se narra que los hombres de madera no tenían corazón ni entendimiento, como castigo por olvidarse de los creadores y sus creaciones, excluyendo la moraleja ética, lo que es interesante en más de un sentido. Primero, porque fueron “animales, palos y piedras” (Popol Vuh, 2019, p.31) quienes ejercieron el castigo a los hombres de madera, además de denunciar el maltrato ejercido por éstos. Carecer de corazón y entendimiento impide alabar a los creadores y a sus creaciones. La racionalidad maya indica una igualdad ontológica entre seres, que se lleva fenoménicamente en la relación sujeto-sujeto, entre cada entidad real: ver por los demás, considerarlos y tomar acuerdos entre iguales son aspectos de su politicidad.
Pero el mandar puede emplearse en el contexto opuesto, según el concepto de “asambleas”, de democracia tojolabal. La frase clave es la siguiente: “Ja Ma Ai Atel, Kuj te ki, ai kuj tik”, es decir, “las autoridades elegidas por nosotros son mandadas por nosotros”. El Nosotros ejerce el poder sobre las autoridades que el mismo Nosotros ha elegido. También se trata de un poder sobre otros que, en este caso, son las autoridades elegidas para ejercer el gobierno en el contexto tojolabal. (Lenkersdorf, 2006). La continuidad de este aspecto entre las culturas mayas se evidencia, tanto en las comunidades Quichés de Guatemala, como entre tztetzales, tzotziles del sureste mexicano, así como entre las diferentes comunidades mayas que integran la realidad neozapatista desde antes del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en 1994, y hasta la actualidad, con la creación de los caracoles desde 2006. “Mandar obedeciendo” es uno de los principios más famosos del neozapatismo, que responde a la matriz cultural de la cultura maya. Lenkersdorf, en este sentido, señala un camino distinto de concepción del poder como dominio que predomina en la tradición Occidental: “La concepción tojolabal del poder nosótrico tiene una larga historia que se refiere, no sólo a los tojolabales, sino a los pueblos mayas en general. Comprende desde el preclásico hasta los días de hoy” (Lenkersdorf, 2006, p.91).
Conclusiones
A lo largo del texto, se exploró el término poder, desde la filosofía política y a través del pensamiento de Luis Villoro, John Holloway y el pensamiento de los tojolabales, a la luz de las ideas de Carlos Lenkersdorf fundamentalmente. El objetivo fue estructurar su concepción, definición y alcances, así como su contraste con modos diversos de su ejercicio de acuerdo con el pensamiento filosófico occidental, o de los mayas tojolabales. Sobre esta línea, la conclusión de la primera parte fue entender el poder como un fenómeno ineludible de las sociedades humanas que se ejerce desde las relaciones más sencillas hasta las estructuras políticas más complejas, tales como la institucionalización del Estado. Además, fue posible señalar que el poder puede ser constructivo o destructivo y que, en todo caso, se hace necesaria la ética, es decir, el ejercicio crítico de la acción, que se fundamente en el valor.
En la segunda parte, fue necesario preguntarse si es posible eliminar el ejercicio de poder de las relaciones humanas, o bien reorganizarlo o dirigirlo con ética, a propósito del debate que se estableció entre la filosofía de Luis Villoro con el término contrapoder y el concepto antipoder de John Holloway. Una de las conclusiones en este apartado fue la imposibilidad de eliminar el ejercicio del poder en las relaciones humanas, por lo que la alternativa entonces es su enfrentamiento o “dispersión” desde un fundamento ético-político.
Para la última parte del trabajo, se introdujo la concepción de los mayas tojolabales sobre el poder, a la luz de la filosofía de Lenkersdorf, así como de un rastreo de su praxis a través del Popol Vuh, y estudios históricos como los de Enrique Florescano, para demostrar que la concepción del ejercicio del poder a través del consenso no significa negar su existencia sino repartir su praxis entre todos los que pertenecen al “Nosotros”, a la comunidad. Finalmente, se visibilizaron diferentes experiencias de comunidades mayas, entre ellas el fenómeno del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, para mostrar diversas expresiones de una forma “nosótrica” de ejercicio de lo político que se expresa hasta la actualidad, y de un ejercicio del poder que se logra mediante la práctica de acuerdos, es decir, se ejerce de manera comunitaria y horizontal, y conlleva otra forma de hacer política.
En conclusión, el poder puede entenderse como capacidad, dentro de esta su utilidad y alcances. Permite construir o destruir, “proponer o imponer”, como dicen los neozapatistas. Permite crear instituciones o rebelarse contra éstas. Desde sus alcances destructivos, puede crear dominio, desde un contrapoder, puede significar rebeldía y liberación. También puede conducirse desde la ética, y dispersarse a través de la comunidad. No parece ser un fenómeno que desaparezca de la naturaleza de las sociedades humanas, aunque sí es diferente la forma de ejercerlo y de destruirlo, por lo que es tan necesario el poder como el valor. Es decir, una dialéctica entre la ética y la política de forma horizontal y consensuada, que articule lo político desde un contrapoder.
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