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Construcciones, legalizaciones y gobernabilidades territoriales populares en el sur de Bogotá, Colombia
Textos y Contextos, núm. 26, e3633, 2023
Universidad Central del Ecuador

Dossier

Textos y Contextos
Universidad Central del Ecuador, Ecuador
ISSN: 1390-695X
ISSN-e: 2600-5735
Periodicidad: Semestral
núm. 26, e3633, 2023

Recepción: 07 Marzo 2022

Revisado: 12 Septiembre 2022

Aprobación: 16 Septiembre 2022

Resumen: En este artículo se indaga, desde una perspectiva sociohistórica y testimonial, sobre los modos de construcción de los barrios populares del sur de Bogotá, Colombia, y las formas de acción popular comunitaria y de gobernabilidad territorial. Mediante la estrategia metodológica de diálogos testimoniales se establece que la constitución territorial y comunitaria de estos barrios, muchos de ellos producto de asentamientos informales, atendió a dimensiones de intervención física del espacio (infraestructura barrial) y recreación simbólica comunitaria (construcción de comunidad). Se concluye que en este entramado de constitución físico-simbólica del territorio las luchas por la legalización de los barrios se convirtieron en eje central de los procesos territoriales populares, generando un sistema de gobernabilidad que, de manera estratégica, instrumental y creativa, ha permitido hacer frente a la exclusión social, económica y cultural que les impone la institucionalidad urbana.

Palabras clave: Construcción territorial, legalización urbana, gobernabilidad territorial, barrios populares, Bogotá.

Abstract: This article investigates, from a socio- historical and testimonial perspective, how the peripheral neighborhoods were built in the south of the city of Bogotá and how their forms of community action and territorial governance were configured in the process. Through the methodological strategy of testimonial dialogues; it is established that the territorial and communal constitution of the peripheral neighborhoods in the south of Bogotá responded to dimensions of physical intervention of the space (neighborhood infrastructure) and community symbolic recreation (community construction). The article concludes that in this framework of the physical and symbolic constitution of territory, the struggles for the legalization of the neighborhoods became the central axis of the popular territorial processes. In addition, this process generated a governance system that, in a strategic, instrumental, and creative way, has allowed these communities to face the processes of social, economic, and cultural exclusion imposed on them by urban institutions.

Keywords: Territorial construction, urban legalization, territorial governance, peripheral neighborhoods, Bogotá.

Introducción

Los procesos de constitución territorial popular conviven, muchas veces de manera antagónica, con las lógicas institucionales hegemónicas de planificación urbana. Para el caso de la ciudad de Bogotá, la transición de la aldea colonial a la metrópoli urbana se concreta entre las décadas de 1920 y 1950, entre otros factores, “por el impacto de la dinamización económica generada por el pago de la indemnización de Panamá, el crecimiento industrial y la bonanza cafetera” (Torres, 1999, p. 3). En este periodo, la ciudad comienza un crecimiento exponencial tanto en su dimensión territorial como demográfica. En diferentes estudios relacionados con el desarrollo urbano de Bogotá se pueden ubicar dos macroprocesos que posibilitaron el “rompimiento” de la ciudad colonial (Cardeño, 2007; Cortés, 2007; Rendón, 2009; Sánchez, 2010; Torres, 1999, 2013). El primero tiene que ver con las dinámicas de violencia vividas en los espacios rurales a partir del asesinato del dirigente del Partido Liberal, Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Este acontecimiento da paso a la conformación del país urbano y las ciudades se tornan esenciales para la nueva organización social del territorio (Cardeño, 2007, p. 59). Para el año 1951, Bogotá cuenta con con 715.250 habitantes, cuando en 1918 la cifra era solo de 148.994 (Torres, 1999), y de una extensión aproximada de 800 hectáreas en 1914, se extiende a un área de 2800 en 1944 (Colón Llamas, 2019, p. 120).

El segundo macroproceso tiene que ver con la industrialización del país que, concentrada en las grandes ciudades, encontraba allí la mano de obra y las condiciones necesarias para el desarrollo del naciente sector industrial colombiano. Esto impacta en la infraestructura urbana y en las dinámicas sociales mediante “la localización de una industria manufacturera que, a la par con el crecimiento de la urbe, fue dinamizando los procesos de localización productiva, centros de servicios y de habitación” (Rendón, 2009, p.109). Con el tiempo, el déficit de planificación urbana resultó en lo que Rendón llama “la toma de los márgenes” (2009, p.109) por parte de los migrantes que llegaban a la urbe, algunos huyendo de la violencia, otros buscando las oportunidades que promovía la revolución industrial nacional. En este contexto, se presenta un antagonismo entre los ideales de progreso del modelo industrial y la realidad de los obreros precarizados. A esto se suma que un alto porcentaje de las personas que llegan a las grandes ciudades no consiguen formalizarse laboral ni socialmente.

La mayoría de campesinos que migraron a la urbe con la esperanza de paz y progreso familiar, no lograron vincularse directamente a la producción capitalista como obreros. […] Los nuevos pobladores tuvieron que ocuparse en servicios y oficios varios, en la construcción o en pequeñas empresas manufactureras y comerciales; otros, tuvieron que hacerle frente a la desocupación inventándose infinidad de estrategias para sobrevivir, en la llamada economía informal (Torres, 1999, p. 4).

Es en este contexto que se consolidan los barrios populares de Bogotá, a partir de la exclusión tanto económico-productiva como social y cultural. La informalidad se convierte en el carácter de estos territorios, no solo en lo que se refiere al acceso a ingresos, también en los procesos de habitabilidad, territorialidad y construcción de comunidad. Los barrios populares, surgidos de la exclusión laboral y territorial desde los años cincuenta, “se fueron convirtiendo en el principal escenario de la lucha cotidiana de millones de pobladores por obtener unas condiciones de vida digna y el reconocimiento de su ciudadanía social (Torres, 1999, p. 4). Estos barrios, considerados por la centralidad político-jurídica como informales, pero también llamados ilegales, suburbanos o “piratas”, por no contar con licencias para la urbanización formal, se constituyen mediante luchas por el reconocimiento y la integración a las dinámicas institucionales urbanas, así como de estrategias populares para lograr inversión estatal, sobre todo en lo que refiere a infraestructura social: servicios públicos, escuelas, puestos de salud, vías de acceso. Al no lograr estas intervenciones, los vecinos acceden a algunos de estos servicios públicos a través de recursos propios que constituyen una para-infraestructura informal, por ejemplo, con las conexiones irregulares a las redes de energía eléctrica.

De este modo, los procesos informales de habitabilidad y territorialización urbana contribuyeron a la consolidación física de los barrios e incidieron sobre las experiencias socioculturales de sus habitantes. La demanda por la satisfacción de las necesidades de sus pobladores, que constituye un factor estructural del desarrollo y la configuración urbana, deriva en que una parte importante de los territorios populares de Bogotá se crearan y consolidaran a través de la autoconstrucción y autogestión de la vivienda, y de la infraestructura básica barrial (Sepúlveda, 2012, p. 146). Desde allí, los habitantes de la periferia gestionaron sus luchas por la formalización o legalización de los barrios, lo que implicó un proceso de autoreconocimiento de derechos y formas de ser y habitar la ciudad, en tanto sujetos populares. Con el autoreconocimiento vino la resistencia, el reivindicar una manera propia de estar y de significarse en la ciudad, tanto en sus prácticas políticas y económicas como en las socioculturales, similar a lo planteado en la perspectiva del derecho a la ciudad de Henry Lefebvre, quien considera la incidencia de los procesos urbanos en el conjunto de actividades y relaciones sociales que las comunidades y los sujetos experimentan en espacios comunes, cuestión que “se ve reflejada en la diversidad morfológica y cultural que se desarrolla en las ciudades” (Lefebvre citado en Sepúlveda, 2012, p. 147).

El impulso de nuevas dinámicas territoriales populares lleva a la configuración de acciones socioculturales inéditas en la ciudad, lo que implica, con el tiempo, la consolidación de nuevos territorios y gobernabilidades para agenciar, en el espacio urbano, aquella manera particular de habitar, transitar y entender la ciudad propia de los sectores populares. Como señala Torres (1999) el barrio, en tanto territorio urbano, se puede considerar un referente de identidad, que genera lazos de pertenencia, ya que es producto de luchas, intervenciones, diálogos y desencuentros, y todo esto posibilita al sujeto popular “distinguirse frente a otros colectivos sociales de la ciudad” (p. 9). Es también un espacio de constitución de identidades colectivas, donde se “expresan la fragmentación, multitemporalidad y conflictos propios de la vida urbana contemporánea” (p. 9).

En este artículo se abordan tres escenarios propios de los barrios populares como territorios urbanos de resistencia. El primero trata de la creación o el surgimiento de los barrios; el segundo de las luchas en torno a su legalización; y el tercero indaga en los sistemas de gobernabilidad popular que surgen en el proceso de su constitución y consolidación.

Una propuesta metodológica situada: los diálogos testimoniales

La estrategia metodológica de diálogos testimoniales (Ortiz et al., 2017) resulta de un trabajo de reflexión-acción popular, que se enmarca en las lógicas del paradigma participativo de las Ciencias Sociales, de las cuáles la Investigación Acción Participativa (IAP) y la sistematización de experiencias son referentes esenciales. Los diálogos testimoniales son espacios colectivos de conversación, donde los mismos actores de los procesos sociales reconstruyen su experiencia, la ponen en diálogo con otros participantes y la confrontan, intentando conciliar puntos divergentes, sobre todo en la interpretación de los acontecimientos clave. Una característica principal de los diálogos testimoniales es la vinculación de los interlocutores. El dialogante no es un sujeto externo que interroga sobre los hechos, características, participantes, logros, dificultades, potencialidades y contradicciones, porque ya los conoce, sino que pone a disposición, en espacios de encuentro con pares –otros que han participado de la misma experiencia–, su memoria y sus recuerdos, para interpretarlos, reflexionar críticamente y, si es necesario, confrontarlos con otras interpretaciones. En los diálogos testimoniales, el testimonio es un recurso clave ya que “es la voz de los actores sociales, su propia narración sobre los hechos y la interpretación posible que de ellos surge, lo que posibilita los elementos de análisis para entender los procesos sociales, en perspectiva subalterna” (Ortiz et al, 2017, p. 21). También se realizaron entrevistas semiestructuradas con algunos actores clave. Estas se entienden como un espacio de diálogo en el que se encuentran las subjetividades a través de la palabra, “permitiendo que afloren representaciones, recuerdos, emociones, racionalidades pertenecientes a la historia personal, a la memoria colectiva y a la realidad socio cultural de cada uno de los sujetos implicados” (Vélez [2003] citado por Tonon, 2008, p. 49).

En esta investigación participaron 18 actores comunales y trabajadores culturales de las localidades que conforman lo que se conoce como “la media luna” del sur de Bogotá, en especial las de Rafael Uribe Uribe, San Cristóbal, Ciudad Bolívar y Kennedy, con edades promedio entre 45 y 80 años. El criterio clave de selección de los participantes fue que hubiesen sido y se consideraran “fundadores” de barrios populares ubicados en la periferia sur de la ciudad de Bogotá. Se realizaron nueve encuentros entre los años 2011 y 2018, en los que se dialogó sobre temas relativos al surgimiento de los barrios, expresiones culturales, sociales, políticas y comunicativas propias de los territorios de influencia de los participantes y sus procesos. Este análisis se concentró en tres escenarios considerados clave: el surgimiento de los barrios populares, su legalización y el sistema de gobernabilidad propia que se constituye en la conformación de los sectores populares del sur de Bogotá.

La información recopilada fue sistematizada a través de un proceso de codificación en dos niveles: abierta y axial. En la codificación abierta se identificaron elementos generales de análisis, relacionados con los temas, a través de la caracterización de ideas clave mediante un mapa de categorías potenciales. En la codificación axial de este mapa se realiza un filtro de estas categorías para identificar los elementos centrales de las experiencias. Este filtro se aplica teniendo en cuenta criterios de recurrencia y significación, los cuales permiten identificar los aspectos comunes y divergentes y establecer una matriz interpretativa que permita abordar el proceso social estudiado, todo ello teniendo en cuenta la memoria y las voces testimoniales. Otra característica es el uso de los testimonios como referentes. Estos fragmentos de las narrativas ubican las discusiones clave recogidas en los análisis. Como metodología propia situada en las realidades, contextos y sujetos participantes, los diálogos testimoniales son un aporte metodológico al campo de los estudios sociales desde los movimientos populares en Colombia. Su selección como método posibilita reconocer que las periferias latinoamericanas no solo son espacios/objetos de estudio, sino también fermento que posibilita la creación de alternativas epistémicas y metodológicas que dinamicen, al tiempo, la investigación, la organización y la movilización social.

Asentamientos populares urbanos: entre la violencia y los sueños de progresar en la capital

Desde la centralidad urbana se consideraba que, en aquellos parajes periféricos, en los que surgieron los barrios populares producto de la migración, “no había nada”. Así lo cuenta don Juan, un abuelo habitante del barrio Diana Turbay, ubicado en el sur de la ciudad: “por aquí no había nada: ni luz, ni agua, ni calles… Yo no compré lote a los [urbanizadores] piratas, sino a unos que ya estaban aquí, por allá en el año 1986” (comunicación personal, abril de 2012). Y así, “de la nada”, fueron saliendo las viviendas y las calles, carnavales y fiestas, emisoras y periódicos comunitarios, y se establecieron relaciones en las que se buscaba expresar el vivir y el sentir de un conjunto de ciudadanos que reivindicaban un capital social, cultural y político de carácter comunitario, lo que les ha permitido: “ir arriando la vida por estas calles. Porque este barrio, como usted lo ve, lo hicimos con nuestras propias manos” (comunicación personal, abril de 2012), según cuenta don Juan. De la nada fueron apareciendo las viviendas, y en tanques y por manguera, haciendo filas de madrugada, los pobladores de la periferia llevaron el agua y los postes de luz y el cocinol[1] hasta sus casas.

Esto era un sólo barro, no más, prácticamente sólo barro. Eso era un trabajo para conseguir el agua, era la cosa más bárbara. Aquí no había agua ni nada, tocaba ir a recogerla a las pilas de San Jorge, en carros o en la burra ‘Ana María’; hasta por allá nos tocaba ir […] Y mire todo lo que construimos con este barro de aquí. (Antonio Tobar, comunicación personal, septiembre de 2011)

En los años 50 del siglo pasado la ciudad de Bogotá se comenzó a desbordar. Debido a la violencia, quienes fueron expulsados de sus tierras también lo fueron de la protección de la ley y del amparo del Estado, sobre todo por la imposibilidad e incapacidad de las instituciones de dar cuenta de las olas migratorias hacia los centros urbanos (Torres, 2013), lo que desemboca en una reconfiguración territorial y demográfica de Colombia.

Hasta 1900 Bogotá no dejaba de ser una aldea que no superaba los 100.000 habitantes, a mediados de siglo superaba el medio millón y en 1978 es una urbe con tres y medio millones de habitantes. […] Este crecimiento poblacional estuvo acompañado por el aumento del área ocupada por la urbe. Martín Reig señala como de 1938 a 1958 la superficie urbana se triplica. En los tres años siguientes, tal superficie vuelve a triplicarse. (Torres, 2013, p. 21)

De ahí que buena parte de los habitantes del sur de Bogotá se dieran a la tarea de conseguir, como pudieron, lo que se les negaba desde el Estado y la dirigencia política y económica. Los habitantes pobres de esas lomas y planicies no poseían nada más allá de su propia fuerza de trabajo para salir adelante, como fruto de su esfuerzo individual y colectivo. En medio de la escasez, la memoria del territorio que se niega a ser parte del olvido, la historia de los contingentes que se ubicaron en las periferias desde los años 50, donde las haciendas de antiguos terratenientes y unos pocos terrenos baldíos dan paso a un sinnúmero de viviendas precarias. Señala Torres (2013) que a mediados del siglo XX existían barrios (como los de Egipto, Belén, La Peña, San Diego, La Perseverancia, Las Cruces, Ricaurte) derivados del crecimiento urbano, en una ciudad situada aún en las tradiciones coloniales. Surgen, en esta época, nuevos asentamientos que traducen prácticas socioculturales propias de los desplazados campesinos que se ubicaban en estos territorios, y de los nuevos obreros que laboraban en las nacientes industrias. Además de la violencia generalizada en el país, otras circunstancias configuraron el éxodo del campo a la ciudad y su impacto en la urbanización acelerada y desordenada: la pobreza, la falta de tierra para el trabajo, la explotación laboral, el maltrato familiar, la discriminación social y cultural. Muchos migraron buscando oportunidades. No traían nada, todo estaba por hacer y había muy poco con qué hacerlo, excepto “las puras ganas de salir adelante”, como cuenta un grupo de abuelas sureñas al hablar sobre su proceso asentamiento.

Cuando yo llegué aquí vine a pisar barro. No había agua, no había luz, no había líneas telefónicas, no había absolutamente nada. Nos vinimos con la familia porque con mi esposo compramos un lotecito en San Carlos y ahí edificamos un ranchito. Esto era puro potrero, y de eso estoy hablando hace 40 años. (Abuela 1, abuelos y abuelas de la UPZ 53, Localidad 18, comunicación personal, febrero de 2012)

Vinimos de fuera de Bogotá, de Calarcá, Quindío. Nos vinimos por la violencia, porque era mucha y vinimos a buscar refugio en Bogotá. Muchas familias venían del campo, otras de otros barrios de Bogotá. Venían, al parecer, más gente de los barrios que del campo. (Abuelo 2, abuelos y abuelas de la UPZ 53, Localidad 18, comunicación personal, febrero de 2012)

Buscando edificar un rancho, huir de la violencia, “a la caza” de un lugar barato donde tener a la familia o educar a los hijos para brindarles oportunidades que ellos no tuvieron, estos hombres y mujeres que venían del campo o de otros sectores periféricos se ubicaron en las planicies del sur, sin saber que eran anhelos compartidos por otros miles también enfrentados al abandono estatal y la pauperización por la sobreoferta laboral. Con todo:

la conquista de una identidad social y cultural en la ciudad por parte de los emigrantes se fue dando en torno a sus intereses compartidos como constructores y usuarios del espacio urbano: la experiencia de lucha común por conseguir una vivienda y un hábitat, por dotarlos de servicios básicos, así como por construir un espacio simbólico propio, se convirtieron en factores decisivos en la formación de una manera de ser propia como pobladores populares urbanos. (Torres, 1999, pp. 3-4)

Por otro lado, la concentración de capitales y la producción en las grandes ciudades también contribuyeron a la explosión demográfica. Las expectativas de progreso y mejoramiento de la calidad de vida, con las que llegaron quienes migraban, no fueron respondidas, lo que provocó cambios sustanciales en la estructura de la ciudad. En 1951, el 56% de los habitantes no había nacido en ella, y ya se contaban 850.433 migrantes en 1964 (Torres, 1999, pp. 3-4). Un alto porcentaje de los barrios de la periferia bogotana surgieron en asentamientos mediante invasiones de terrenos, algunas veces con el acompañamiento de organizaciones populares de vivienda (como Provivienda), o en procesos de urbanización ilegal (fraccionamiento o subdivisión ilegal de terrenos con destinación a la construcción de viviendas) promovidos por “piratas” (entre los más conocidos, en las décadas desde 1970 a 1990, están Alfredo Guerrero Estrada, Rafael Forero Fetecua, Alfonso Cruz Montaña y Mariano Enrique Porras, conocidos como los dueños del sur o, más contemporáneamente, “los tierreros”, algunos de ellos políticos activos para la época). Según un informe de la Secretaría Distrital del Hábitat (2011), hasta el 2003 se habían urbanizado ilegalmente cerca de 9.726 hectáreas, de las 35.232 de suelo urbano establecidas en el Plan de Ordenamiento Territorial de Bogotá: “en ellas se localizan cerca de 443.000 predios, ocupados por aproximadamente 2.500.000 habitantes. Hasta finales del 2003 habían sido identificadas 1.107 hectáreas vulnerables a la ocupación de desarrollos ilegales" (Secretaría Distrital del Hábitat, 2011, p. 4).

En paralelo a estos procesos de ocupación territorial, que modificaron la estructura demográfica y topográfica de la ciudad, se fue dando la construcción de la comunidad. Los nuevos pobladores reproducían colectivamente prácticas socioculturales y habitacionales propias de sus lugares de origen, aportando nuevos elementos identitarios al entramado simbólico de la ciudad, que contribuyeron en su reconfiguración. De este modo, en los nuevos territorios suburbanos que se integraban a las lógicas de la metrópoli se consolidaron espacios de encuentro, de trabajo comunitario, de acción colectiva, evidenciados en tradiciones tales como los bazares y las fiestas de la comunidad.

En Las Colinas también se hacían fiestas y bazares para recoger fondos para la tubería del acueducto, porque en esa época había mucha mortandad de bebés por la contaminación de la alcantarilla, ya que por esa época sólo había caños, no había alcantarillado. Tomábamos aguardiente, guarapo y las cervezas: la Bavaria, la Germania, la Pilsen. En cuanto a la comida, se hacía harta papa, plátano, carne y el ají que no podía faltar; y si era sábado o domingo la fiesta se iba de amanecida; si era entre semana salíamos temprano porque al otro día había que trabajar. (Fragmento de los diálogos testimoniales con el grupo de abuelos y abuelas de la UPZ 53, RUU, febrero de 2012)

Con el tiempo, se instalaron espacios colectivos para el encuentro cotidiano de la comunidad, cuya significación es importante para la memoria colectiva, ya que en ellos se fraguaron las luchas populares.

Aquí bajábamos por una escalera, por unas escaleras largas […] En esas escaleras seguía uno un pedazo y había un caminito y llegábamos a una curva donde descansaban los cuchos, o sea los papás de nosotros, descansaban ahí con su mercado, ahí se tomaban su polita [cerveza] y ahí seguíamos con el mercado para allá para arriba donde ahora queda el parque del barrio, donde quedaban las canchas de tejo. Ahí se quedaba uno otro ratico y se tomaba otras politas. Eso queda ahí a la vuelta donde está el Jardín [infantil] Mafalda, que todavía existe. (Alfredo Herrera, Localidad 18, comunicación personal, abril de 2011)

Como se puede interpretar de los testimonios, a partir de la ocupación se agencia una producción social física y simbólica del espacio, tanto a nivel individual como colectivo, donde los pobladores de la periferia comienzan a ver su territorio como centro de sus vidas, lo que les permite reivindicar el barrio como lugar propio donde se expresa la cultura campesina que se trasladó, por la vía del desplazamiento forzado, la segregación y la precarización, de los campos a las ciudades colombianas.

Legalizaciones como estrategias de control y resistencia en barrios populares informales

La legalización de los barrios suburbanos de la periferia se convirtió en una prioridad para los habitantes del sur. A pesar del olvido administrativo, muchos se dieron a la tarea de “presionar legalmente al Estado” (Torres, 2013, p. 75). Con el surgimiento de las Juntas de Acción Comunal en 1958, los pobladores del sur contaron con un instrumento social y jurídico que les permitía gestionar sus necesidades frente a la administración distrital. El reconocimiento oficial implicaba ventajas en la gestión con las entidades del Estado, sobre todo en temas donde la comunidad no estaba en capacidad de proveerse autónomamente (como la infraestructura vial), y también significaba algunas desventajas, como el pago de impuestos.

Cuando se está legalizado con la administración hay algunas sorpresitas: cuando se legalizan los barrios ya hay que tener recursos para pagar impuestos y eso, pero también está la ventaja de que las alcaldías tienen que definir los recursos que le van a invertir a estos barrios si son legales, porque obviamente un barrio legalizado va a tener vías, va a tener comunicación, inversión, todo lo que pueda, porque no hay pierde, mientras que un barrio que no sea legalizado, pues hermano, ¿quién le invierte? (Jairo Bolívar, comunicación personal, abril de 2011)

Con el tiempo y la gestión colectiva, algunos de estos asentamientos informales entraron en el radio de acción de los planes, programas y proyectos de atención estatal, con lo que se ganaba reconocimiento y acceso a recursos públicos. En los análisis realizados a los diálogos testimoniales, se identifica que, en muchos casos, la formalización de los barrios implicó, de cierta forma, la pérdida de autonomía de las comunidades. Algunas quedaban insertas en un entramado clientelista gestionado por políticos corruptos que, utilizando los dineros de inversión pública, presionaban a las comunidades para adherirlas a proyectos con los cuales, se suponía, lograrían mayor atención e inversión estatal. Con estas estrategias clientelares se busca “lubricar la gobernabilidad, que va de la mano de la institucionalización de los movimientos, un buen modo de limar sus aristas anti sistémicas” (Zibechi, 2010, p. 30).

Ahora bien, las acciones estatales en barrios informales es un tipo de intervención integral que no necesariamente pasa por la solución real de sus problemas y necesidades. Al contrario, la acción estatal es estratégica en lo que se refiere al sostenimiento del orden establecido y a la segregación físico–espacial, territorial y comunitaria, ya que ella pretende, entre otras cuestiones, bloquear las iniciativas sociopolíticas que permiten a los pobladores luchar por su reconocimiento y lo que éste supone: participación en las decisiones públicas, negociación de los enfoques de inversión sobre las necesidades populares, etc. Esto porque la constitución de territorialidades populares va más allá del espacio físico y transita por la definición de intereses, expectativas, deseos, estéticas, y sistemas de relacionamiento reivindicativos de lo popular. El barrio (legalizado o no) se presenta, entonces, como una construcción sociocultural compleja, cuyos sujetos promueven y gestionan intereses de incidencia pública en búsqueda de intervención política, cuestión que “al tiempo que cuestiona las bondades de la ‘modernidad urbana’, se convierte en un eventual peligro para el orden establecido” (Torres, 2013, p. 203).

En este proceso, las élites intentan bloquear la constitución territorial de los sectores populares. En respuesta, en los barrios se generan espacios “liberados” de la institucionalidad, por lo general vinculados a actividades delincuenciales, donde las autoridades no tienen acceso. Ahora, al margen de la posible institucionalización de los procesos barriales y comunitarios, también es cierto que, mientras se pelea por el reconocimiento legal, no dejan de darse soluciones autónomas a los problemas urgentes de las comunidades. Los pobladores urbanos de la periferia no se quedan “de brazos cruzados”. Deciden, en paralelo a la gestión con las instituciones, la ejecución de acciones individuales y colectivas para acceder a servicios básicos y, por otro lado, legitimar, desde la intervención física y simbólica, su presencia y permanencia en el territorio.

La legalización ha sido un complique por la cantidad de papelería que piden. No hubo mucho problema porque el barrio estuviera ubicado en el cerro, fue más por la parte jurídica. Lo que si nos dio lucha fue la parte de los servicios. Los servicios fue la parte que más difícil nos tocó. Aquí a la gente le tocó construir una represa para recoger el agua y prestarles el servicio a por lo menos trescientas familias. Cuando vino la legalización del barrio a la Junta le tocó devolver las propiedades a ese señor para que él se las escriturara al distrito, para que fueran públicas. Sin embargo, cuando él urbanizó dejó las peores zonas comunes para la comunidad, no dejó espacios adecuados para un parque, por ejemplo. Para escuela no había dejado espacio, pero con la viveza de la comunidad y la orientación de un cura, ustedes lo deben distinguir: Bernardo Hoyos, se invadió un terreno grande para el salón comunal y para la escuela. Ahí la comunidad se hizo valer y tuvieron que dejar ese terreno. (Abel Chocontá, comunicación personal, octubre de 2011)

Los pobladores urbanos de la periferia se insertaron en la dinámica de reclamar el reconocimiento formal de sus barrios ante el Estado. Esto generó una respuesta oficial a nivel nacional, donde las correspondientes administraciones fueron aceptando los asentamientos irregulares “como una realidad inevitable, siempre y cuando respetaran ciertos principios fundamentales del sistema y los intereses específicos de la clase dominante” (Torres, 2013, p. 211). En este proceso, entra a mediar también la defensa de la propiedad privada como criterio fundamental: el reconocimiento legal del barrio es el reconocimiento formal del capital familiar (la vivienda). Así, a partir de 1963, comienza en Bogotá la inscripción de los asentamientos ilegales en la dinámica urbana formal. En esta incorporación, el discurso oficial se centró en el empeño del Estado por subsanar las necesidades básicas de los ciudadanos pobres, ya que la atención de los problemas derivados de la urbanización ilegal “ha implicado grandes esfuerzos de la administración distrital tanto a nivel de la gestión como de recursos, a medida que se han venido desarrollando distintos programas y proyectos localizados especialmente en las periferias de la ciudad” (Secretaría Distrital del Hábitat, 2011, p. 2). Se pasa por alto la dedicación y demanda de los sureños no sólo por acceder a un espacio digno de vivienda, sino, en general, por una sobrevivencia digna. Como parte de las acciones institucionales, se pueden señalar intervenciones con recursos de crédito externo (como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, entre otros organismos financieros), a partir de la década de 1970, según un informe de la Secretaría Distrital del Hábitat (2011).

Tabla 1
Acciones de gran dimensión ejecutadas sobre territorios periféricos de la ciudad de Bogotá con recursos de crédito externo.

Secretaría Distrital del Hábitat (2011, pp. 6-10). Elaboración: Propia.

En este mapa de intervenciones, algunas cuestiones llaman la atención por evidenciar una tendencia hacia lo que Zibechi (2010) ha denominado la domesticación del campo popular, es decir, la implementación de planes, programas y proyectos estatales que buscan resolver paliativamente algunos problemas de los sectores populares, con el fin de dar continuidad al statu quo. En este sentido, los procesos de legalización de los barrios informales forman parte de la estrategia que posibilita el sostenimiento de una estructura social que beneficia a unos sectores en detrimento de otros. Esto se evidencia en los siguientes elementos de análisis: buena parte de la financiación de estos planes proviene de instituciones financieras extranjeras (“Banco KFW”, “empréstito con el BIRF”), lo que supone, según Zibechi, “la dependencia económica que se genera respecto de la cooperación” (2010, p. 121). Los planes de inversión orientados a resolver problemas concretos de los sectores populares locales están anclados en políticas de ajustes estructurales promulgados por la banca multilateral y los Estados imperiales, aquellos que, asumiendo su hegemonía, proyectan en la política exterior intereses que benefician sus territorios, sus mercados, sus empresas y sus sujetos (Petras, 2006). Una segunda cuestión se relaciona con la ejecución, paralela al proceso de legalización, de proyectos socioproductivos (representados en planes de “desarrollo económico”, “mejoramiento de las condiciones de vida”, “servicios sociales”), los cuales, además de atender la demanda productiva de los pobladores del sur, de “mejorar” su acceso a ingresos y restablecer la confianza de los ciudadanos ante el Estado, “lubrican” la gobernabilidad de las instituciones, con lo cual se impiden reformas estructurales al sistema (Zibechi, 2010). Casi dos décadas después de la implementación de los programas referenciados, aún se busca desestimular, por la vía de la implementación estratégica de planes sociales (en este caso vinculados con la legalización de los barrios y planes conexos), el potencial de rebeldía y transformación de las estructuras sociales. Para ello, la institucionalidad formula estrategias como el establecimiento de “núcleos de participación ciudadana” y la “descentralización” (“presupuestos participativos”, “encuentros ciudadanos” para la planificación del desarrollo local, etc.), que son en realidad obligaciones del Estado en el marco de la descentralización y la democracia participativa promulgadas en la Constitución Política de Colombia de 1991 (Asamblea Nacional Constituyente, 1991).

En resumen, estas iniciativas tuvieron poco impacto real, más allá de una serie de ajustes estructurales en lo que refiere al realinderamiento del perímetro urbano, la redefinición de requisitos exigidos para la legalización de proyectos urbanísticos y la regulación de los barrios ilegales existentes (Torres, 2013), ajustes que fueron más bien producto de la estrategia de reordenamiento territorial urbano, por la falta de planificación y atención social, que de la acción ciudadana directa en la planificación y el desarrollo de la ciudad, lo que redundó en un tipo de participación instrumental de los ciudadanos populares en las decisiones públicas. Ahora bien, como respuesta a estas intervenciones institucionales se evidencia que los pobladores de la periferia urbana han optado, en mayor grado, por soluciones pacíficas y de autogestión ante sus problemas y necesidades territoriales, en lugar de la confrontación directa con el Estado, tal como lo propone Torres (2013).

Los sujetos populares de la periferia urbana y las nuevas gobernabilidades

Desconectados forzosamente de las estructuras económicas, sociales y políticas formales, los pobladores de las periferias urbanas irregulares crean un sistema comunitario que, sin distanciarlos radicalmente del control estatal y del mercado, les permite resolver de manera autónoma y solidaria problemáticas urgentes relacionadas con la vivienda, el saneamiento básico y los sistemas de atención social (en educación y salud principalmente), tal como comenta un abuelo del suroriente bogotano:

Como por aquí no se aparecía nadie, ni las autoridades ni nada, nosotros iniciamos con la Junta de Acción Comunal a hacer bazares y rifas para conseguir recursos para el salón comunal. […] Ese salón se ha usado para muchas cosas: aquí se han cuidado niños, se ha hecho capacitaciones, se hicieron las reuniones para negociar con los ediles de la localidad [Rafael Uribe Uribe] la construcción de las vías y la llegada del acueducto. […] Pero al principio nos tocó muy duro y fuimos nosotros mismos los que nos organizamos para tener los servicios públicos, la escuela y otras cosas que logramos con la organización. (Fragmento de los diálogos testimoniales con el grupo de abuelos y abuelas de la UPZ 53, Localidad 18, comunicación personal, febrero de 2012)

Las respuestas estatales de atención al problema de los asentamientos informales han sido instrumentales. Bajo el entendido de que al desconectarse estos sujetos populares de los circuitos hegemónicos del Estado y del mercado, los territorios quedan fuera del control de los poderosos, por lo que, “las élites intentan resolver esta ‘anomalía’ a través de una creciente militarización de esos espacios, y de modo simultáneo aplican modos biopolíticos de gobernar multitudes para obtener seguridad a largo plazo” (Zibechi, 2008, p. 32). En una interpretación muy potente del espacio social ganado por los pobladores de las periferias urbanas, Zibechi (2007; 2008) y Petras (2006) analizan las respuestas del Estado frente al “desgobierno” que representan, para las élites políticas y económicas, estos nuevos asentamientos urbanos:

el temor de los poderosos parece apuntar en una doble dirección: aplazar o hacer inviable el estallido o la insurrección y, por otro lado, evitar que se consoliden ‘agujeros negros’ fuera del control estatal, donde los de abajo ‘ensayan’ sus desafíos que pronto se convierten en rebeliones. (Scott [2000] citado por Zibechi, 2007, p.180)

Frente a esta potencia subversiva, el Estado, de manera unilateral, establece, promociona y ejecuta una serie de planes, programas y proyectos que desde el discurso pretenden atender a “los menos favorecidos”, pero que, en el fondo, se constituyen en estrategias de control y disciplinamiento (un tipo de control biopolítico foucaultiano [Foucault, 2007]) de los sectores populares. Aquí el Estado y sus políticas de intervención adquieren centralidad, en contraposición al discurso neoliberal del mercado que lo presenta como una estructura anacrónica en la regulación de las relaciones tanto económicas como sociales (Petras, 2006). Lo que sobresale es que los habitantes de las periferias generan respuestas autogestionadas a sus problemas y necesidades, como parte de su estrategia comunitaria de organización social. Al mismo tiempo, las clases dirigentes formulan unas nuevas gobernabilidades a partir de las cuales reconducir la crisis del modelo de dominación sin perder sus privilegios y, de manera especial, sin atender estructuralmente a los reclamos populares, evitando que de ello resulte una revuelta social. Estas nuevas gobernabilidades se expresan en el sentido de ser:

el punto de intersección entre los movimientos sociales y los Estados, y a partir de ese “encuentro”, en el proceso de encontrarse, van naciendo las nuevas formas de dirigir Estados y poblaciones. Más que punto o puntos de encuentro, quiero dar la idea de algo móvil y en construcción / re-construcción permanente. O sea, que las nuevas gobernabilidades no son ni una construcción unilateral ni un lugar fijo, sino una construcción colectiva y en movimiento. (Zibechi, 2007, p. 251)

Esto podría indicar, nuevamente, la presencia paralela de estrategias fácticas de acción gubernamental y estrategias simbólicas de intervención institucional sobre problemas que el mismo Estado no tiene interés en resolver, por lo menos no de manera estructural. Y, en respuesta, las comunidades siguen atendiendo autónomamente sus asuntos, sin dejar de ser interactuar, estratégicamente, con el Estado, sus instituciones y representantes. En este sentido, las gobernabilidades en los territorios populares se dan en el plano de la acción comunitaria y de la política local. En lo que se refiere a la acción comunitaria (acción política popular), la estrategia es en un doble sentido: a la par de acciones para resolver problemas urgentes, las comunidades aceptan los apoyos (elaboración de diagnósticos, asesorías y capacitaciones técnicas, intervenciones menores sobre la infraestructura pública, etc.) que les ofrece la institucionalidad.

Queremos que algún día la administración nos tenga en cuenta de verdad, que no nos lleguen aquí poquitos del presupuesto, sino que se hagan trabajos de verdad: que mejoren la escuela que nosotros hicimos, que tengamos puesto de salud con los médicos y las enfermeras y todo eso, porque ¿de qué nos sirve tener el puesto [de salud] si no llegan los médicos, o tener la escuela si no llegan los profesores? […] Por eso es que nosotros recibimos lo que nos dan, que finalmente nos lo ganamos peleando con los funcionarios de la alcaldía y los ediles, pero también nos toca trabajar desde aquí en la organización y buscando recursos y haciendo cosas, porque si no… como dice el dicho: “camarón que se duerme se lo lleva la corriente”. (Alfredo Herrera, Localidad 18, comunicación personal, abril de 2011)

En el plano político, es decir, en la negociación con la estructura político-administrativa local y distrital en Bogotá, la gobernabilidad de los territorios populares estuvo orientada, fundamentalmente, a dos escenarios: generar estrategias para el reconocimiento legal de los asentamientos irregulares y buscar la inversión estatal que posibilita la formalización de los barrios. Esta relación comunidad/institucionalidad ha sido problemática, ya que se ha prestado para “aceitar la maquinaria” de la política tradicional a nivel local y distrital, es decir, se fundamentó en la negociación del futuro de territorios y comunidades a través del clientelismo.

Siempre hemos tenido ese problema. Aquí llegan los políticos a ofrecer su ayuda a cambio de votos. Y muchos han caído en eso. Llevamos años que aquí los líderes en lugar de pensar en la comunidad se alían con los ediles y con los concejales para dizque traer inversión a los barrios. Y aquí estamos esperando todavía. […] Igual yo recibí lo que me han dado. El tamalito estaba bien rico. (Abuela 1, Grupo de abuelos y abuelas de la UPZ 53, Localidad 18, comunicación personal, febrero de 2012)

Se puede apreciar que el clientelismo ha sido una forma particular de gobernabilidad en los barrios populares. Pero este no debe ser entendido solo en beneficio de los políticos y partidos tradicionales. En algunos casos, ha sido un mecanismo para acceder, efectivamente, a planes, programas y proyectos para las comunidades. Un ejemplo de esto, y de las tensiones que se generan en esta relación instrumental, se puede encontrar en el siguiente testimonio, que da cuenta del proceso de construcción del acueducto en uno de los barrios populares de la UPZ 53, Marco Fidel Suárez, de la localidad 18 de Bogotá:

Los bazares nos permitieron reunir fondos para lo del acueducto; gran parte de la plata de estos eventos se fueron en las acometidas o las redes principales. De todas maneras, con los bazares y las otras actividades sólo conseguimos una parte, porque la otra nos tocó a cada residente colocarla. Nosotros pagábamos nuestras acometidas y cada uno pavimentaba su frente. La comunidad era la que tenía que reunir para comprar la tubería del acueducto, que se traía en el camión de don Antonio Rivas. El Acueducto [la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá – EAAB] hacía presencia con sus orientaciones de dónde deberían ir las tuberías y otras cuestiones técnicas, pero la inversión fue hecha por las comunidades, quienes aportaron además la mano de obra. Al final lo que el Acueducto hacía era orientar el trabajo. (Fragmento del diálogo testimonial con el grupo de abuelos y abuelas de la UPZ 53, Localidad 18, febrero de 2012)

En el testimonio se entrevé el rol (y, por extensión, la relación de los pobladores con las instituciones) que cumplían los funcionarios del Acueducto de Bogotá: “hacía presencia con sus orientaciones”, “al final lo que el Acueducto hacía era orientar el trabajo”. Se percibe aquí una crítica a la labor de la institución, de la que se esperaría algo más que “la orientación del trabajo”. Lo que se espera de las instituciones, por efectos de su función constitucional, son recursos, la ejecución de estos, así como el acompañamiento y control técnico y financiero. Pero reciben “orientaciones” sobre cómo desarrollar un trabajo cuyos costos (en materiales, transporte y mano de obra (“pagábamos nuestras acometidas”, “cada uno pavimentaba su frente”, “la inversión fue hecha por las comunidades, quienes aportaron además la mano de obra”) tendría que asumir el Estado.

No es gratuito, entonces, el que los pobladores periféricos urbanos se resientan, en muchos casos, ante la intervención institucional, como tampoco que, al margen de los escenarios formales de la política, estos reinventen (así sea en el plano instrumental) la acción pública autónoma y el autogobierno que tanto incomodan y asustan a las élites, y que las lleva, como se ha mencionado, a implementar planes sociales que son paliativos para las revueltas populares. Hay entonces una ambigüedad en los vínculos sociales, donde se instituye una dependencia política mediada por la instrumentalidad como estrategia para lograr intervenciones en el territorio. Esto, sumado a las acciones reseñadas en el plano de la acción comunitaria, configuran un sistema de gobernabilidad complejo que no se puede analizar exclusivamente a través de criterios como la transparencia de la función pública o la ética ciudadana. Se requiere de otros referentes para entender las dinámicas de gobernabilidad popular en los territorios informales urbanos. Ahora bien, esta instrumentalidad que se establece no desacredita la relación intracomunitaria (entre vecinos), ya que en ésta se agencian respuestas que tienden hacia la conservación de unas confianzas construidas en los múltiples esfuerzos colectivos:

Con el Estado, los partidos y la iglesia se establece una relación instrumental, ya que básicamente se confía en la autoorganización y el autogobierno. […] Las decisiones que los pobladores acatan son las que emanan de sus propias instancias de decisión o las que benefician al conjunto. Lo mismo sucede con relación al Estado. La existencia de relaciones instrumentales indica que los pobladores no buscan estar representados en esas instituciones porque básicamente se sienten autónomos. Por cierto, este tipo de relaciones suele caracterizarse como «clientelares» cuando son, en realidad, instrumentales, ya que representan la forma como se relacionan dos mundos diferentes y opuestos, en las que cada uno no espera mucho del otro sino apenas obtener alguna ventaja o beneficio. (Zibechi, 2008, p. 62)

Así, las relaciones instrumentales resultan de los múltiples énfasis que se pueden presentar en los análisis de relaciones comunitarias. Es importante reconocer que la comunidad no es un cuerpo homogéneo ni un escenario libre de tensiones. Por lo mismo, al interior de las comunidades barriales populares se pueden presentar relaciones de tipo instrumental, sobre todo en el vínculo que se establece entre los pobladores y aparatos organizativos comunales, tales como las Juntas de Acción Comunal, que se han convertido, muchas de ellas, en fortines electorales y clientelares de políticos locales y distritales.

Conclusiones

La reconfiguración de la ciudad por la vía fundamental de las migraciones forzadas formuló cambios físicos y demográficos en la estructura urbana. En este proceso, se replantearon también las formas y estrategias de relacionamiento y significación social comunitaria de los sectores populares, habitantes de los nuevos territorios periféricos de la ciudad. Los pobladores del sur de Bogotá hicieron del barrio un centro-eje para estos nuevos modos de relación y significación. El barrio como territorio donde se expresan y articulan los intereses colectivos, y confluyen las conquistas individuales relacionadas con el logro de la vivienda, posibilita la resemantización de las relaciones sociales, de las acciones público-políticas y de las estrategias de participación e incidencia populares: las nuevas gobernabilidades. La acción colectiva e individual de construir comunidad se vincula, de manera profunda, con la edificación de la vivienda como elemento constituyente del barrio y sus dinámicas. Es en la construcción de la vivienda–barrio donde se producen los cambios profundos en los procesos de resemantización de las relaciones sociales, ya que es allí donde se ubica el germen de la comunidad. Aunque es en el encuentro accidental de los pobladores marginados, de sus intereses individuales, donde nace la iniciativa comunitaria, en el proceso aparece una motivación colectiva: el acceso a la vivienda de todos. Lo que se busca y por lo que se actúa, en lo profundo, no es por causas individuales, sino por una común, ya que, a pesar de que la solidaridad deviene de las “urgencias” de la vida, en la base del proceso se traducen ideales y proyectos políticos subyacentes.

Las construcciones de la ciudad de la periferia han sido físicas y simbólicas. Físicas a partir del desarrollo estructural de los barrios a dónde llegaron personas y familias, y donde la precariedad era pauta común. Y simbólicas porque con estos sujetos arribó su cultura: formas de pensar, sentir y vivir el territorio. La configuración urbana popular es, así, un entramado complejo que se concreta en la acción colectiva que las comunidades consolidan para resolver los múltiples problemas y urgencias que les impone el nuevo espacio urbano. Estas acciones son también complejas y contradictorias, y al tiempo que posibilitan resolver problemáticas concretas, han servido como escenarios para replicar lógicas sociopolíticas como el clientelismo. Este sistema de relaciones ha posibilitado la constitución de nuevas gobernabilidades desde las cuales los sujetos populares han podido gestionar cuestiones clave, como la legalización de sus barrios. Estas gobernabilidades son ambiguas y actúan estratégicamente en el campo de la acción política. Tal ambigüedad les ha permitido colaborar con expresiones de la política tradicional como el clientelismo, al tiempo que, a través de la autogestión y autodeterminación, agencian acciones sociopolíticas reivindicativas del territorio y la comunidad popular.

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Notas

[1] Tipo de gasolina con menor grado de pureza que la corriente, utilizado como combustible para las estufas


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