Misceláneas
Recepción: 14 Octubre 2021
Revisado: 11 Noviembre 2021
Aprobación: 12 Febrero 2022
Resumen: En este artículo se describen y analizan elementos de la situación jurídica y social de las mujeres en algunas de las más importantes civilizaciones antiguas y otros momentos históricos que influyeron en la construcción de la ciudadanía moderna. El recorrido comienza en Mesopotamia e India, pasa por la civilización grecolatina, el Medioevo europeo y la Ilustración, y termina en los inicios de las sociedades modernas occidentales y el surgimiento de los movimientos sociales. Para reunir la información se realizó un análisis documental de textos jurídicos y literarios de cada período analizado. Entre las principales conclusiones, se establece que: 1) aunque existen variaciones entre épocas y/o culturas respecto a la posición social y jurídica de las mujeres, ellas han estado históricamente subordinadas y excluidas de la vida pública; 2) aunque en algunas sociedades y/o períodos que anteceden a la ciudadanía moderna las mujeres poseyeron derechos y/o posibilidades civiles y económicas, siempre con carácter limitado, no accedieron a derechos políticos; y 3) a pesar de que las mujeres participaron activamente en las luchas por la obtención de la ciudadanía moderna, su reconocimiento fue tardío y cuando se dio, se debió, entre otros factores, a la organización en movimientos solo de mujeres con reivindicaciones propias.
Palabras clave: ciudadanía formal, situación jurídica y social, mujeres, civilizaciones antiguas.
Abstract: This article describes and analyzes some elements of the legal and social situation of women, in some of the most important ancient civilizations and other periods that influenced the construction of modern citizenship. The journey begins in Mesopotamia and India, passes through the Greco-Roman civilization, medieval Europe and the Enlightenment, and ends at the beginnings of modern Western societies and the emergence of social movements. To gather the information, a documentary analysis of legal and literary texts from each of these civilizations and / or periods was carried out. It is concluded, among other things: 1) that although there are variations between times and / or civilizations in the social and legal position of women, they have historically been subordinated and excluded from public life; 2) that although in some societies and / or periods that precede modern citizenship, women had access to civil and economic rights and / or possibilities –always with a limited nature– they did not have access to political rights; and 3) that despite the fact that women actively participated in the struggles to obtain modern citizenship, their recognition was late and when it occurred it was due, among other things, to the fact that women organized themselves in movements only of women with own claims.
Keywords: formal citizenship, legal and social status, women, ancient civilizations.
Introducción
Se afirma que la situación de las mujeres respecto a los hombres ha sido históricamente desigual y, por ende, su ciudadanía también. Sin embargo, no suele profundizarse en la magnitud de esa desigualdad a lo largo de la historia. La mayoría de estudios sobre la ciudadanía de las mujeres se ha concentrado en establecer los tratamientos no equitativos y las exclusiones a partir del surgimiento de la sociedad moderna (Amorós, 1990; Esquembres; 2006), o ha abordado el tema desde las revoluciones feministas y la globalización (Amri y Ramtohul, 2014; Ergas, 1990; Danigno, 2005). Por ese motivo, en este artículo se analizan algunas de las civilizaciones antiguas y períodos que se consideran importantes en la construcción del concepto de ciudadanía moderna. Se describe, en cada uno, la situación jurídica y social de las mujeres, evidenciando tanto las desigualdades como el lugar que se les asignaba.
El recorrido inicia en las culturas antiguas de Mesopotamia e India, luego se aborda el mundo grecolatino, el Medioevo europeo y, posteriormente, la Ilustración, hasta llegar a las sociedades modernas. En estas, finalmente, y gracias, en parte, a la creación de movimientos de mujeres, ellas obtienen el reconocimiento de la ciudadanía formal; entendiendo esta, de acuerdo con Bottomore (1991), como un conjunto de derechos civiles, políticos y sociales, y unos deberes de comportamiento, es decir, como el acogimiento de los lineamientos establecidos por un orden jurídico. Es de anotar que la ciudadanía formal, proveniente de la tradición liberal, no significaba necesariamente el acceso real a derechos y/o garantías, sino solo la posibilidad de acceder por medio del ordenamiento jurídico. Bottomore (1991) propone la categoría de ciudadanía sustantiva, o real, para entender el acceso efectivo, es decir, la protección y garantía de los derechos que desde la ciudadanía formal se establecen.
Aunque es conocido que existen propuestas sobre cómo entender o hacia dónde dirigir la ciudadanía, como la liberal de Rousseau (1999) y Robespierre (2005); la republicana de Arendt (1993; 2008) y Philip Pettit (1999; 2012); la comunitarista de Taylor (2007; 2009) y Miller (2002); la diferenciada de Young (1986); la multicultural de Kymlicka (1996); o la postnacional de Habermas (1999; 2000), Cortina (2009) y Held (1997; 2012), entre otras, en este texto se asume la perspectiva de Bottomore (1991) sobre la ciudadanía formal, antes mencionada. Además, se entiende la ciudadanía como un proceso (Tilly, 2008) en el que se producen diversas tensiones y disputas, por lo que, tanto la formal –entramado jurídico– como la sustantiva –acceso efectivo–, se modifican y reconfiguran constantemente. En ese sentido, sus concepciones fueron cambiando de acuerdo con los contextos. Incluso, en algunas épocas como la Edad Media, los términos ciudadanía y derechos no formaron parte de la semántica instalada entonces.
Es necesario precisar que, como todo análisis histórico, este se construye en retrospectiva y sobre una base teórica que no existía en los períodos abordados. Así, no podrá asimilarse la ciudadanía moderna, que tiene sus bases en los estados-nación (Tilly, 1997; Cadena-Roa, 2008; Álvarez, 2019), con la situación jurídica de las mujeres en los diferentes momentos estudiados. Más bien se pretende mostrar el pasado de la ciudadanía y el lugar jurídico que ocuparon las mujeres en esa historia. Este recorrido no es lineal, ha sido un camino de altas y bajas, y de ausencias, que a veces parece cíclico y en el que, en algunos momentos, se pueden observar intensos retrocesos.
Cabe aclarar que no se realiza un compendio de las definiciones conceptuales de ciudadanía de cada época. Tampoco se construye una nueva definición, sino que, a partir de la propuesta de Bottomore (1991), se plantea una revisión del vínculo de las mujeres con el ordenamiento jurídico en épocas o civilizaciones que antecedieron e influyeron en la conformación de la ciudadanía moderna occidental. Para ello, se utilizan textos jurídicos y filosóficos. Los primeros constituyen fuentes ideales para abordar la posición de las mujeres, pues el derecho ha sido, históricamente, un reflejo de las características de cada comunidad sobre la que rige. Como expresa Valpuesta (2007), es un marco en el que actúan las personas para la realización de sus derechos y el cumplimiento de sus funciones, así como una forma de regulación de las relaciones en cada sociedad. Por otra parte, en los pasajes filosóficos se han plasmado pensamientos y debates dominantes a través del tiempo. Los enfocados en el reconocimiento de derechos de las mujeres no son excepción. Este ejercicio es importante porque, como afirma Picazo (2008), una de las dificultades, al investigar sobre las mujeres en la antigüedad, es la de las fuentes: “hay variedad de formas de representación de las mujeres, pero pocos datos directos sobre sus vidas y una escasez casi total de voces femeninas” (p.25) sobre estos temas.
La situación jurídica y social de las mujeres en las civilizaciones antiguas: Mesopotamia e India
Hace más de tres milenios, en la antigua civilización mesopotámica, el rey Hammurabi unificó los códigos y leyes existentes de la primera dinastía babilónica en lo que se conoce como el Código de Hammurabi (1750 a.n.e). En este, según su prólogo, se establecen las leyes que el dios Marduk dejó a los hombres para seguir la senda del buen camino (Hammurabi, s.f.). En cuanto a la regulación de las mujeres, se evidencian contradicciones. Como sostiene Fernández (2008), en algunos apartados se logra percibir una posición favorable considerando la época. Sin embargo, en ciertas normas se impone una extrema favorabilidad para la figura del hombre y se niega por completo la existencia de la voluntad de la mujer. En este sentido, para Fernández (2008), el código resulta contradictorio por ser un compendio de soluciones que el rey daba a conflictos. Por otra parte, Oliver y Ravenna (2001) plantean que había una amplia fragmentación de la identidad de las mujeres –y, por ende, de las decisiones del Rey– de acuerdo con los grupos de pertenencia, sus lazos familiares y su condición social.
Aunque dichas regulaciones no estaban unificadas y las soluciones a conflictos similares fueron disímiles, se pueden observar elementos comunes. Uno de ellos es que la situación social y jurídica de las mujeres dependía, fundamentalmente, de su estado civil. A una mujer casada se le atribuían las capacidades de comprar, vender, comparecer a juicio, ser testigo, incluso convertirse, en casos muy específicos, en administradora de los bienes familiares. Por el contrario, una mujer que no hubiese contraído matrimonio estaba excluida de estas posibilidades (Fernández, 2008). El matrimonio permitía, además, que las mujeres recibieran herencia de sus maridos. En cuanto a las hijas no casadas, la situación era más compleja, pues la administración de lo heredado correspondía a sus hermanos. Solo cuando la hija era sacerdotisa del dios Marduk obtenía la propiedad plena de su herencia. En las normas de sucesión también se contemplaba que, si la viuda no tenía hijos, no podía disponer de sus bienes, pues estos debían pasar luego de su muerte a la casa paterna (Fernández, 2008). Otro elemento reiterativo en el Código de Hammurabi tenía que ver con la maternidad. Si la esposa no daba hijos al hombre, este podría divorciarse o tomar una concubina e introducirla en el domicilio conyugal (Hammurabi, s.f.). Igual era la relación con las concubinas: si no lograban concebir, el hombre, o su esposa, podían convertirla en esclava o venderla.
Si las reglamentaciones en torno al hombre se basaban en sus posibilidades productivas y como jefe de familia, para las mujeres se concentraban en los elementos sexuales y reproductivos. En el Art. 133, por ejemplo, se contemplaba que si una mujer no “guardaba su cuerpo” y entraba en casa de otro, debería ser tirada al agua (Hammurabi, s.f.). A la par, si un hombre tomaba por esposa a una mujer y esta moría sin darle hijos, el suegro debía devolver el valor de la novia. Por otro lado, si la esposa había “guardado su cuerpo” y no había falta alguna, y su marido solía ser desconsiderado, la mujer debía ser absuelta por la comunidad, recuperar su dote y regresar a casa del padre (Hammurabi, s.f.). No obstante, si la esposa deseaba irse, pero había sido desconsiderada, y el marido no consentía el divorcio, este podía tomarla como esclava y tener otra esposa (Art. 141). Así, en la mayoría de las regulaciones, se puede observar que hay una reiteración de elementos relacionados con la “guarda del cuerpo” de las mujeres, su maternidad y la subordinación a una figura masculina. A los hombres se les sancionaba por delitos contra mujeres solo si se advertía una violación al “honor” o a la “propiedad” de otro hombre. Por tanto, se evidencia la posición de la mujer como objeto de propiedad.
si un hombre fuerza a la esposa de otro hombre, que no había conocido varón y vivía aún en la casa de su padre, y yace con ella, y lo sorprenden, que ese hombre sea ejecutado; esa mujer no tendrá castigo. (Hammurabi, s.f., art.130)
Sin embargo, si la mujer no estaba casada, el castigo para el agresor se atenuaba considerablemente, y si el violador era el padre, la pena solo implicaba el destierro. Todo lo anterior permite concluir, entre otras cosas, que cuando se vulneraba a mujeres solteras la sanción se reducía, pues no había violación al honor o a la propiedad de otro hombre. Los delitos y abusos solo eran condenados si ofendían a un varón, de lo contrario, se les asumía como meras contravenciones. A pesar de esta desigualdad, algunas mujeres, las sacerdotisas, eran acreedoras de privilegios, aunque de manera limitada. Además de administrar su herencia, se les reconocían otros derechos. Si el esposo quería el divorcio y ella le "había dado" hijos, el hombre tenía que devolver su dote y darle la mitad de sus bienes. También podía casarse con quien ella decidiera. En resumen, en la antigua sociedad babilónica, sólo las sacerdotisas contaban con algunas posibilidades limitadas de independencia. Las demás mujeres se encontraban, en todos los sentidos, subordinadas a un hombre: padre, esposo o hermano, y su situación social y jurídica dependía de su papel sexual y reproductivo.
El caso de la antigua sociedad india es aún peor. Fernández (2008) explica que el derecho consistía en una mezcla moral y religiosa, ya que los primeros libros sagrados combinaban lo jurídico con la tradición y los ritos, reproduciendo el viejo derecho consuetudinario. Se distinguen dos categorías en las fuentes del antiguo derecho indio: la revelación divina (sruti) y la tradición (smriti). Como manifestaciones de la tradición se encuentran los libros de derecho en verso, Dharma-sastras (dharma significa regularidad, conformidad con la naturaleza de las cosas, animadas o inanimadas; sastra equivale a manual) (Fernández, 2008). Así, los Dharma-sastras eran manuales de comunión con la naturaleza y el equilibrio. El más conocido de estos es atribuido al rey Manu, trasmitido de forma oral durante siglos y escrito por el 200 a.n.e. En su contenido se regulan los asuntos del matrimonio, los deberes del jefe de familia, los medios de subsistencia y, en general, las formas de vivir en la sociedad india. Según este texto, las mujeres se encontraban en extrema inferioridad y se las catalogaba como seres impuros e incapaces de participar en la vida civil (Fernández, 2008). Todas sus acciones debían ser aprobadas por un hombre. No podían comprar o vender; por el contrario, ellas eran objeto de compra y venta. Se establece, por ejemplo, que una mujer no debe hacer nada según su propia voluntad, ni siquiera en su casa (Manu, 1924). En la infancia dependían del padre, en la juventud del marido y, si este moría, de sus hijos hombres. En caso de no tener hijos, las mujeres dependían de los parientes más próximos del marido o, en su defecto, de su padre. Si no tenían familiares varones pasaban a depender del soberano. Eran tratadas social y jurídicamente como propiedades, y la tenencia sobre ellas se derivaba de su estado civil.
Si la vida privada estaba restringida, la pública se les negaba completamente. Eran comparadas con animales domésticos y sus labores se limitaban a la reproducción y el trabajo en casa. El testimonio de una o varias mujeres se consideraba, según el Código de Manu, del mismo valor que el de un delincuente: “El testimonio único de un hombre exento de avaricia es admisible en ciertos casos; mientras que el de un gran número de mujeres, aun siendo honradas, no lo es (a causa de la inconstancia del espíritu de las mujeres)” (Manu, 1924, art.77). Al contrario de lo que sucedía en la antigua Mesopotamia, no había excepción que permitiera considerarlas como una persona. Este Código se mantuvo hasta el siglo XIX, de manera total o parcial, en los tribunales anglosajones de la India; y, hasta la actualidad, algunas normas continúan vigentes en tradiciones de ciertas comunidades, pese a lo ordenado por las leyes contemporáneas (Oropeza, 2015).
La ciudadanía de las mujeres en Grecia y Roma
La cultura helénica es importante para la occidental porque algunas de las fundamentaciones sobre el Estado, la democracia y la ciudadanía moderna son tomadas de los desarrollos teóricos sobre dicha civilización, especialmente los emanados de debates filosóficos en Atenas (Álvarez, 2019). Por la relevancia de Esparta y Atenas, se tomará en cuenta la situación jurídica de ambas polis.
En Esparta, las leyes más antiguas se atribuyen a Licurgo. Estas tuvieron por finalidad procurar la eficiencia militar. La sociedad era considerada una aglomeración compacta de ciudadanos ligados por vínculos religiosos, sin existencia personal (Fernández, 2008). La constitución de Licurgo buscaba que los espartanos fueran soldados toda la vida, impedía la acumulación de riqueza y prohibía trabajar o comerciar, actividades destinadas a los ilotas y periecos, grupos sociales subordinados (Fernández, 2008). El conjunto de estas leyes estuvo vigente alrededor de 500 años, en medio de diversas revoluciones. Algunos autores, plantea Horrach (2009), consideran que el concepto de ciudadanía pudo haber surgido en Esparta antes que en Atenas, sin perder de vista las diferencias y características propias que tomó en cada sociedad.
La situación de las mujeres, aunque inferior a la de los hombres, se podría considerar favorable en comparación con otras civilizaciones de la época. A las jóvenes se les permitía bailar, cantar, luchar entre sí y practicar deportes, como el lanzamiento del disco y el dardo arrojadizo. Estas posibilidades, de acuerdo con Nacente (1999), hacen que las mujeres espartanas libres fueran consideradas casi iguales a los hombres. Esto se evidenciaba también en lo civil. Las espartanas podían tener propiedades y tierras (Picazo, 2008). Las mayores de edad heredaban y ejercían un uso pleno de estos bienes. Sin embargo, cuando eran menores, y eran la heredera universal de su padre, debían casarse con uno de sus parientes (Nacente, 1999). Esta situación es importante porque se evidencia que las espartanas, según sus leyes, transitaban de menores a mayores de edad y, con ello, a obtener derechos civiles; algo que no ocurría en otras ciudades griegas, como la ateniense, donde eran tratadas como menores toda la vida. No obstante, autoras como Picazo (2008) y Medina (2019) niegan que las mujeres espartanas fueran libres. Aunque tenían acceso al espacio público, no podían ejercer cargos políticos ni votar en la asamblea, es decir, carecían de cualquier derecho político. Debe tenerse en cuenta que en la sociedad espartana se practicaba la timocracia, forma de gobierno en la que solo participan quienes poseen un gran patrimonio. Así, la idea de ciudadanía no era universal, sino excluyente, y formaba parte de un estatus del que pocos participaban. Interesa resaltar, de la sociedad espartana, que las mujeres accedían a derechos civiles y a la vida pública en formas que, en sociedades como la ateniense, estaban prohibidas. También es importante mencionar que se daban tales circunstancias porque los hombres pasaban la mayor parte del tiempo en la guerra, y las mujeres controlaban las unidades domésticas (Picazo, 2008).
En Atenas, la ciudadanía estaba más relacionada con la participación directa en la vida pública. Los individuos hombres debían participar de manera activa y propositiva en el seno de la polis. Era imposible ser ciudadano sin ocuparse de las cuestiones públicas (Álvarez, 2019), y las mejores vías para hacerlo eran la deliberación, el debate abierto y el intercambio en el ágora. No obstante, todo ello estaba restringido a los varones, adultos e hijos de padre y madre ateniense (Álvarez, 2019). Así, la ciudadanía dependía de un estatus de privilegio para quienes la poseían, que eran pocos. Todas las mujeres estaban excluidas del privilegio de ser ciudadanas.
En esta sociedad no importaba el estado civil o a la clase, las mujeres siempre debían estar bajo la tutela de un hombre. Ante la ley, ninguna podía emanciparse y mucho menos participar en política (Picazo, 2008; Nacente, 1999). La ley imponía la necesidad de un tutor (Picazo, 2008) y no podían sostener ni intentar acción judicial sin autorización de este. En los escritos procesales se les nombraba “fulana y su señor”, y la admisión en los tribunales era una excepción. Su ingreso se permitía solo cuando se trataba de la cosa pública o de una amenaza a la patria, y sus declaraciones sólo eran válidas si defendían los intereses de un hombre, del Estado, o actuaban como delatoras. Si trataban de defenderse no podían ser escuchadas (Nacente, 1999). Además, tenían grandes limitaciones para acceder al patrimonio y, no importaba cuál fuese el medio por el que las mujeres accedieran a algún peculio, este siempre debía permanecer bajo la tutela de un hombre.
Aunque las atenienses podían tener estatus de ciudadanas, este era vacío, pues no implicaba derechos más allá de que sus hijos heredaran la condición de ciudadanía. A pesar de que este estatus para las mujeres era limitado, constantemente se ponía en entredicho, lo que implicaba que –a través de sus parientes hombres– tuvieran que defenderlo frente al sistema judicial (Picazo, 2008). En este sentido, Picazo manifiesta que, aunque las mujeres estaban subordinadas, no siempre eran víctimas pasivas, pues se conoce de un gran número de conflictos en los que intervenían, por medio de tutores, para defender sus intereses y los de sus familias.
Los enfoques misóginos antes relacionados se pueden observar en las discusiones filosóficas de la época. Aristóteles (1873), en su texto Política, afirmaba que la naturaleza, para conservarse, ha definido unos seres para mandar y otros para obedecer. Consideraba que los bárbaros, las mujeres y los esclavos estaban en la misma línea, pues, naturalmente, eran seres destinados a someterse. Manifestaba que la base de la familia se encuentra en dos asociaciones: la del señor y el esclavo, y la del esposo y la mujer. En estas, el señor y el esposo mandan. Sin embargo, aclara que a los hijos y a las mujeres se les gobierna como a individuos libres, pero sometidos a la subordinación natural del hombre mayor. Considera, además, que los grados en los que están presentes los distintos elementos del alma en cada individuo son diferentes. El esclavo, por ejemplo, está privado de su voluntad, el niño la tiene de forma incompleta, y la mujer, aunque cuenta con alma, la posee subordinada a un hombre. Las virtudes morales, para Aristóteles, también se encuentran de forma diferenciada y en proporción al cumplimiento de cada destino. El hombre esposo, o señor, representa la virtud en toda su perfección, los demás solo poseen virtudes necesarias para sus labores naturales. Es decir, la proporción de virtud moral no es la misma para hombres que para mujeres, pues “la fuerza de uno estriba en el mando y la de la otra en la sumisión” (Aristóteles, 1873, p. 38). En su propuesta, al igual que en las leyes atenienses, las mujeres eran consideradas como individuos, en algunos casos libres, pero siempre subordinadas a la tutela de un hombre. Así, Aristóteles menciona que la educación de los hijos y de las mujeres debe estar en armonía con la organización política de la sociedad, ya que ellas conformaban la mitad de las personas libres y los hijos, algún día, serían parte del Estado. En resumen, las atenienses estaban completamente subordinadas. Aunque pertenecían a ciertos grupos privilegiados y se las categorizaba como individuos libres, no eran consideradas realmente ciudadanas.
En el caso de la antigua civilización romana, la ciudadanía se pensaba desde la perspectiva de la representación. Álvarez (2019) diferencia el modelo ateniense, centrado en lo político, del enfoque jurídico propio del pueblo romano. Sostiene, además, que de las ideas de democracia griega y romana han surgido diversas escuelas y orientaciones teórico-políticas que expresan dos de los modelos principales: el participativo y el representativo. En esta tradición, ser ciudadano implicaba actuar bajo la ley, lo cual permitía a los sujetos estar protegidos en todo el territorio de la República, primero, y luego del Imperio, además de identificarse como miembros de una comunidad con un mismo régimen político y jurídico. Se experimenta un tránsito del Zóon politikon, de Aristóteles, al homo legalis establecido en la ley latina, es decir, del ciudadano griego al romano, ahora protegido por un orden jurídico (Álvarez, 2019).
El concepto de ciudadanía en Roma era más amplio. Un mayor número de personas podían acceder a dicho estatus, incluso las mujeres. No era imprescindible nacer en el territorio o tener propiedades para ser reconocido como tal. Lo esencial consistía en actuar dentro de la ley. En el 212 d.n.e., el emperador Caracalla reconoció la ciudadanía romana de todos los individuos libres del imperio. La inclusión, en este sentido, operaba de forma similar a lo que hoy se conoce como nacionalidad. Los habitantes comparten un marco legal que los protege, y ofrecen, a cambio, reconocimiento y apoyo al Estado. Sin embargo, en la Roma de los primeros siglos, la forma de gobierno timocrático establecía clasificaciones entre los ciudadanos de acuerdo con su clase: los patricios eran los gobernantes; los plebeyos la base social; los esclavos no gozaban del derecho a la ciudadanía ni de sus beneficios (Álvarez, 2019). Por ende, no toda la ciudadanía detentaba iguales privilegios. En el caso de las mujeres libres, poseían todos los derechos excepto el de participación política.
Esto se puede evidenciar en la regulación jurídica de la “persona”. En Roma, eran denominadas sujetos de derecho aquellas a quienes el ordenamiento jurídico les reconocía la capacidad de establecer relaciones jurídicas. Así, para que un ser humano se pudiera considerar una persona era necesario que tuviera una posición específica con respecto al ordenamiento jurídico (Moranchel, 2017). En ese ordenamiento se establecían tres estatus: el libertatis, el familiae y el civitatis. En el primero había dos posibilidades: ser libre o esclavo. En el segundo se contemplaba ser alieni iuris –estar subordinado a alguien– o sui iuris –no estar subordinado y poseer plena capacidad jurídica. En el civitatis se estipulaban dos condiciones: ser ciudadano romano o no. Solo se consideraban personas plenas a quienes cumplían con ser libre, sui iuris (no subordinado) y ciudadano/a romano/a (Moranchel, 2017). Estas aplicaban tanto para hombres como para mujeres, sin embargo, en el estatus familiae, el tratamiento entre hombres y mujeres era diferente. Aunque las mujeres podían ser sui iuris en la vida privada, no ejercían poder sobre ninguna otra persona, es decir, no podían ser pater familias. Solo se las consideraban sui iuris si eran el único miembro de su familia. En tales casos, podían ejercer todos los derechos privados existentes: tener un patrimonio, celebrar actos jurídicos, nombrar y ser nombrada heredera, acudir a los órganos encargados de impartir justicia y contraer nupcias (Moranchel, 2017). No obstante, para ejercerlos, la mujer tenía que presentarse con un tutor hombre, que debía ser sui iuris y a quien ella misma podía nombrar. En cambio, los alieni iuris estaban sujetos a la autoridad del pater familias, y su capacidad jurídica era bastante reducida (Moranchel, 2017). Dentro de estos se encontraban las casadas, los hijos e hijas no emancipados y las personas que un pater familias acogiera en su casa. La mujer, aunque contase con los tres estatus: ser libre, ciudadana romana y sui iuris, no tenía acceso a derechos políticos como: cargos públicos, votar en asambleas del pueblo, ocupar alguna magistratura, servir en las legiones. Estos estaban reservados exclusivamente a los hombres que cumplieran tales estatus.
Muchas de estas ideas, desarrolladas en la tradición latina, serán recuperadas posteriormente en el período de la Ilustración. Según Álvarez (2019), de la legislación romana se toman las bases para el reconocimiento de los derechos políticos que luego van a ser fundamentales en la instauración de las repúblicas, y que son los principios del liberalismo y del sistema de representación política. En general, las mujeres en las civilizaciones grecolatinas se encontraban en amplia desventaja con respecto a los hombres. Una diferencia fundamental reside en que, en la cultura ateniense, predomina el discurso de la inferioridad. Se las consideraba libres, pero sin capacidades jurídicas, operando en la práctica una anulación total de ellas. En la tradición romana, aunque con limitaciones, se les reconocían algunos derechos, lo que demostraba su existencia jurídica y social.
De la Edad Media al surgimiento de la ciudadanía moderna y la ciudadanía de las mujeres
En la Edad Media se impusieron, en toda Europa, tradiciones de varias sociedades germánicas que ocuparon este territorio, junto a los preceptos de la religión católica (Bernal, 2010). Esta combinación hizo que se desdibujaran fuertemente las ideas romanas sobre el Estado y los ciudadanos, y que la iglesia se convirtiera en ente rector. Existía un limitado acceso a la vida pública para los hombres y, para las mujeres, estaba completamente restringido. Se desarrolla un movimiento filosófico y teológico, la escolástica, el cual utiliza fundamentos de la cultura grecolatina, principalmente de la filosofía aristotélica ya mencionada, para argumentar y desarrollar las ideas religiosas. Así, la situación de las mujeres se degradó aún más.
Saranyana (1997) plantea que, en la doctrina medieval, la visión sobre las mujeres se puede dividir en dos épocas: un periodo profeminista, a partir del siglo XII, y uno misógino, desde el s. XIII. En cuanto al primero, en los órdenes psíquico y sobrenatural, el hombre y la mujer eran vistos como iguales. Sin embargo, en el físico y en el biológico, y respecto a la capacidad intelectual, las mujeres se consideraban inferiores, con cerebro más pequeño y con inteligencia significativamente menor. Saranyana (1997) intenta demostrar que hubo un momento en el que la doctrina medieval se podía considerar profeminista, resaltando papeles protagónicos de algunas mujeres en esa época; pero, dichas argumentaciones lo que muestran es la situación de desigualdad que predominó. De acuerdo con Bernal (2010), aunque algunos fundamentos del antiguo derecho romano persistieron, estos eran instrumentales al derecho canónico, el cual reglamentaba la conducta desde una lógica religiosa. Así, en esta época predominó la ley que “emanaba de Dios”.
A principios del siglo XII, se dio lo que Paul Vinogradoff denomina la segunda vida del derecho romano, a raíz del descubrimiento de algunos textos del Corpus Iuris Civilis, la mayor recopilación de la antigua legislación latina, realizada por el emperador bizantino Justiniano en el siglo VI (Vinogradoff en Bernal, 2010). Esta se comienza a estudiar en escuelas como las de los Glosadores y los Postglosadores. Los últimos, incluso, comenzaron a aplicarla (Bernal, 2010). La recepción de ese derecho en la Europa medieval no fue una mera sustitución, sino un proceso largo donde hubo una mezcla aún mayor entre el derecho romano y el canónico. No obstante, resulta evidente su influencia en las posteriores discusiones sobre el Estado, la democracia y la ciudadanía. Esa fue la base para argumentar la separación del fas (derecho divino) y el ius (derecho de los hombres y para los hombres), ideas que después serían trascendentales para la Ilustración.
Es así que las nociones modernas de ciudadanía, producto de las revoluciones inglesa, estadounidense y francesa, fueron el resultado de la Ilustración, que tuvo como punto de partida la defensa de la emancipación e imponer límites a la concentración del poder; y, como principios, la libertad y la igualdad en el marco de las leyes (Álvarez, 2019). Sin embargo, estos principios no incluyeron, en su momento, a las mujeres. Cuando en 1789 se aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Asamblea Constituyente Francesa, 1789), las mujeres fueron excluidas. La renaturalización de la sociedad, apoyada por precursores de las ideas ilustradas como Rousseau (1999) y Kant (1997; 2006), solo aplicaba a la mitad de la población: los hombres. Sin embargo, ya desde inicios del movimiento ilustrado, existían voces radicales en defensa de la igualdad. François Poullain de La Barre, filósofo cartesiano, publicó en 1673 De l'égalité des deux sexes, donde cuestiona la autoridad masculina basada en la costumbre y la tradición. Además, plantea que el espíritu no tiene sexo y reivindica el derecho de las mujeres a ámbitos como el sacerdocio, la judicatura, las cátedras universitarias, el poder político y los cargos en el ejército (Poullain en Amorós, 1990). Otras propuestas reivindicativas, de acuerdo con Amorós (1990), son la defensa del derecho de ciudadanía para las mujeres, el proyecto de instrucción pública de Nicolas de Condorcet y la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, de Olympe de Gouges. También la escritora inglesa Mary Wollstonecraft, en su Vindicación de los derechos de la mujer (1792), sostiene que estas deben recibir educación como seres racionales (Wollstonecraft en Amorós, 1990). Para Amorós (1990), aunque en esta obra se expresan, en clave feminista, las ideas de la revolución francesa, este es un argumento tímido frente a las demandas de igualdad y ciudadanía para las mujeres, desarrolladas en Francia. De igual modo, Theodor von Hippel propone, en 1793, la mejora de la vida civil para las mujeres en Alemania, y cuestiona lo injusta que había sido la revolución francesa con ellas: “¿Cómo pudo un pueblo que existe "par et pour" el sexo bello en la mundialmente celebrada Igualdad dejar de lado a un género?” (Hippel en Amorós, 1990, pág. 140). Hippel criticó que la mitad de la nación quedara fuera de los acuerdos sobre la ciudadanía.
Durante esos años, fue significativa la presencia de las mujeres en la vida política. Participaban en acciones colectivas, se reunían en clubes a discutir leyes y luchaban por la igualdad entre los sexos. Sin embargo, sus voces fueron acalladas en 1793, en el contexto del cierre de los clubes y la ejecución de Olympe de Gouges (Amorós, 1990). Prevaleció otra postura en relación con las mujeres, que sostuvo la necesidad de limitar sus derechos por “mandato de la naturaleza”. De este pensamiento, Rousseau y Kant fueron abanderados, siguiendo también las nociones aristotélicas. Aunque estos autores criticaban la idea de lo natural en la asignación de poderes y defendían transformar el orden establecido, separando el derecho divino del derecho del hombre, recurrieron a este mismo argumento –lo natural– para sostener que las mujeres no eran aptas para la ciudadanía y los derechos políticos, pues su destino era ser esposas y madres. En los postulados de Rousseau se invoca el modelo de la matrona romana que carecía de virtudes cívicas, era amamantadora de los ciudadanos y debía estar dispuesta, siempre, a aceptar el deseo de los demás (Amorós, 1990). Sostuvo que, si se negaba este destino asignado a las mujeres por la “naturaleza”, se destruirían instituciones como la familia y el equilibrio social se vería fuertemente afectado. Además, la mujer era un ente precívico e inframoral, que pertenecía al espacio privado, y no podía participar en la constitución del contrato social y de la voluntad general. Adicionalmente, Rousseau pensaba que la fuerza física del hombre fundamentaba su poder legítimamente (Amorós, 1990). Aunque Rousseau, al igual que otros autores, reivindicó ideales de igualdad y democratización de poderes, no reconocía ninguno de estos cuando se trataba de las mujeres. Según Esquembres (2006), en términos reales, el sujeto de derecho de la sociedad moderna era identificado como “varón, de raza blanca y propietario” (p.36), quien además era el sujeto político de las revoluciones burguesas liberales.
Entre la corriente feminista, que apelaba por un discurso de inclusión de las mujeres en la ciudadanía y los derechos, y la corriente misógina, que argumentaba la subordinación de la mujer por designio de la naturaleza, la que predominó fue esta última. No obstante, las ideas feministas permanecieron a pesar de las fuertes represiones a que fueron sometidas quienes se atrevían a manifestarlas.
Pese a lo ingrato que fue el surgimiento de la ciudadanía moderna con las mujeres, los ideales de igualdad y redistribución de poderes siguieron presentes en las discusiones feministas y dieron una pauta en las posteriores luchas de las mujeres por la ciudadanía. El derecho que se constituyó entonces no estaba creado para la búsqueda de una igualdad real sino para la consolidación de la clase burguesa, dejando fuera a las mujeres y a grupos que no pertenecían a un elevado estatus económico (Valpuesta, 2007). Es preciso señalar el papel que jugó, en este período, el ideal de la familia burguesa en la ubicación social de las mujeres: las colocó en el espacio doméstico, siendo el hombre el jefe del hogar y quedando la mujer para la obediencia y la “respetabilidad”. Fue este modelo el que se difundió después de las revoluciones y el que, como dice Valpuesta (2007), se expandió a otras capas sociales por medio de las escuelas públicas, el servicio doméstico, la literatura y las artes. Así, las mujeres de entonces solo ejercían escasas libertades cuando las circunstancias familiares se lo permitían. Ser mayor de edad y soltera, abandonada o separada, les facilitaba actuar por sí mismas, sin la autoridad de un hombre, por lo menos en las relaciones económicas, pero estas relaciones también eran completamente desiguales (Valpuesta, 2007).
En las revoluciones independentistas de Latinoamérica, las ideas de la Ilustración tampoco significaron mayores vindicaciones para las mujeres. A pesar de su participación y protagonismo en estos procesos no se les permitió acceder a la ciudadanía. En América Latina, los discursos predominantes del período independentista reprodujeron las ideas sobre la naturaleza de la mujer como ser doméstico, que debía aceptar su destino de “reproductora”. También las concepciones católicas que las representaban como inferiores y subordinadas a los hombres. Aunque en estas luchas las colonias se separan de la corona española, las ideas religiosas y el sistema jurídico heredado de España siguen presentes. Algunas de las constituciones de las nuevas repúblicas, como las de Cuenca (1820) y de Cúcuta (1821), se asemejan a la Constitución de Cádiz (1812). Además, se mantuvo, en lo general, la organización política española, como, por ejemplo, en la forma de distribución del poder administrativo y en el sistema electoral. Se puede decir que, aunque se concretó en América Latina un cambio en las relaciones de poder, y en muchas de las ideas políticas y jurídicas, como influencia de la Ilustración, las nociones sobre la naturaleza de las mujeres se mantuvieron, como en Europa, similares a las que predominaban desde la Edad Media.
Mujeres: ciudadanía y movimientos sociales
Las ideas sobre la naturaleza y la posición de las mujeres en la sociedad contemporánea fueron cambiando. Según Valpuesta (2007), gracias a los movimientos sociales las mujeres inician un largo camino hacia su plena incorporación a la vida pública, el cual se puede entender en dos etapas: la conquista de la ciudadanía, aunque formal, y la construcción de la ciudadanía sobre un verdadero fundamento de igualdad, aún pendiente. En el siglo XIX, aunque fueron muchas las batallas por la ciudadanía plena, no hubo un apoyo significativo de los partidos políticos y otros grupos sociales. Valles e Infante (2014) señalan que todavía en ese siglo las mujeres no eran consideradas jurídicamente personas. Al respecto, Valpuesta (2007) plantea que fue necesario el surgimiento del movimiento feminista, centrado en la exigencia de derechos, para que se avanzara en términos de igualdad. Aunque en esa época otros colectivos obtuvieron algunas reivindicaciones, no hubo mayores cambios para las mujeres, a pesar de su presencia en la vida política y las diversas luchas que protagonizaron (Valpuesta, 2007).
En los albores del siglo XX, con el triunfo de la revolución rusa, según Valpuesta (2007), las clases conservadoras burguesas comienzan a hacer concesiones porque perciben amenazas a su posición, por lo que redefinen algunos derechos. En este momento, se cuestiona el principio de igualdad tal y como se venía desarrollando desde las esferas de la burguesía, y los grupos de trabajadores y propietarios excluidos comienzan a reclamar. Las mujeres, aunque participaban en estos grupos, no se vieron favorecidas por las reivindicaciones, que terminaban tributando a los hombres.
En el siglo XX, los movimientos de mujeres se fortalecieron, al igual que su lucha por el acceso a derechos políticos como el sufragio y a ser elegidas en cargos públicos. Durante esos reclamos hubo infinidad de opiniones en contra, argumentando que esto amenazaría el sistema político, pues las mujeres seguían siendo consideradas seres sin voluntad, manipulables por los padres, los esposos, los hermanos y la iglesia. Finalmente, y gracias a las luchas sufragistas, las alianzas que se fueron tejiendo desde el siglo anterior y la estructura de oportunidades políticas a principios del XX, las mujeres conquistan el reconocimiento de su ciudadanía, aunque de forma limitada. En América Latina, este derecho no se alcanzó hasta la mitad del siglo XX (Velásquez, 1995). De alguna manera, se presumió que, con la obtención del voto, algunas condiciones mejorarían y se alcanzaría una especie de igualdad. Sin embargo, la equiparación de los hombres y las mujeres en este sentido no resolvió el problema pues los ámbitos del trabajo y la familia condicionaban, de forma absoluta, el contenido de la igualdad.
A pesar de esto, el derecho al voto dio entrada a las mujeres a la ciudadanía, lo que permitió el reconocimiento de su voluntad y sus posibilidades políticas, por lo que otros espacios se tuvieron que ir ampliando. Sin la conquista de este derecho, las demás reivindicaciones hubieran sido imposibles, y las luchas que aún siguen vigentes no tendrían ninguna posibilidad real. Uno de los puntos más importantes en la consecución del voto fue asumir que el esposo ya no tenía la tutela sobre la esposa. Por primera vez en siglos, al menos formalmente, se deslegitima el supuesto de la minoría de edad de las mujeres. Al superarse la idea de su incapacidad jurídica, se asume que la patria potestad ya no es un asunto del padre de familia, por lo que ellas obtienen el derecho de tutela sobre sus hijas e hijos.
En los años sesenta y setenta, se fortalecieron los movimientos feministas en América Latina, apoyados por partidos políticos sensibles a las reivindicaciones de las mujeres o que vieron en ellas un nuevo nicho electoral (Valpuesta, 2007). Las demandas que, en ese contexto, tomaron más fuerza fueron el derecho a controlar su propio cuerpo, el uso de anticonceptivos, los derechos laborales y económicos, la participación en la vida pública y en cargos gubernamentales. También se abordó el problema de la violencia sexual y el acceso a una reglamentación jurídica más equitativa (Valpuesta, 2007).
En estos años, se hizo famoso el eslogan del feminismo radical “lo personal es político”, para mostrar la violencia y las desigualdades que sufrían las mujeres en los hogares. También empieza una separación entre los colectivos feministas liberales y radicales (Valpuesta, 2007). Desde el feminismo negro se desarrolla el concepto de interseccionalidad, evidenciando las formas en las que diferentes violencias afectan a mujeres debido a su condición racial, de clase, su orientación sexual, entre otras. Se comprueba, también, que hay una ciudadanía formal y otra real, sustantiva. La primera, explícita en la norma jurídica, mientras la segunda se percibe como la posibilidad efectiva de acceder a la protección legal y a los bienes materiales que se plantean en la formal. En América Latina, según Danigno (2005), los movimientos feministas han sido una de las principales fuerzas en la lucha por la democracia y la ciudadanía, se han apropiado de reivindicaciones como la de romper con la concepción universalista, basada en el hombre blanco, e incluir los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en las legislaciones. Además, defienden el reconocimiento de la diferencia como un componente fundamental de la ciudadanía (Danigno, 2005).
A pesar de la incorporación de las mujeres a la ciudadanía formal y de las luchas por su ampliación, esta sigue siendo limitada. Molyneux (2010) menciona que, sin importar su origen, la mayoría de códigos legales presenta una predisposición contra las mujeres en términos de derechos. Esta predisposición puede ser de dos tipos. El primero surge de la desigualdad en el tratamiento de los sexos, donde prevalecen los privilegios y derechos de los hombres sobre los de las mujeres y niños/as, a quienes se les da un estatus legal inferior. Una característica de este estatus secundario es que los derechos se sustituyen por protección. El segundo tipo consiste en la división de los conflictos legales entre públicos y privados, pues en muchos códigos los conflictos familiares se dejan fuera de los tribunales. Prueba de esto es que las violaciones sexuales por parte de la pareja o el cónyuge, en América Latina, hasta hace poco se percibían como un asunto privado (Molyneux, 2010). Según la autora, aunque en varios códigos jurídicos pareciera haber igualdad formal entre los sexos, se suelen asimilar los derechos de las mujeres a los de los hombres. Así, se plantea una igualdad falsa porque se borran diferencias pertinentes como el embarazo, el parto, el aborto y las enfermedades de mujeres, entre otras. También considera que la administración de justicia se basa, generalmente, en presupuestos androcéntricos, que se inclinan contra las mujeres, principalmente en conflictos de tipo sexual y/o doméstico. Queda claro que, aunque en los últimos dos siglos las mujeres han logrado el reconocimiento formal de muchos derechos, es necesario continuar trabajando para mantener los ya conquistados, por el reconocimiento de los no obtenidos y porque el acceso a estos sea sustantivo.
Conclusiones
En general, se puede observar que las mujeres, desde las antiguas civilizaciones de Mesopotamia e India, padecieron una condición jurídica y social subordinada, llegando a ser comparadas con animales domésticos. En algunas sociedades antiguas, como India, Atenas y el Medioevo europeo, su situación fue mucho más violenta que en Mesopotamia, Esparta o Roma. En estas últimas, y de acuerdo con lo revisado, se les reconocían algunas posibilidades, o derechos civiles y económicos, como se denominan actualmente. Se podría decir que, con excepción de Mesopotamia, en civilizaciones o períodos donde imperaba un derecho religioso –sin importar la religión–, como en la antigua sociedad india y en la Europa medieval, la situación jurídica y social de las mujeres estuvo más deteriorada. En cambio, cuando predominó el derecho civil o militar, exceptuando el caso de Atenas, se reconocieron mejores oportunidades civiles, aunque igualmente muy limitadas. Resulta también evidente que los derechos más restringidos, a través de la historia, han sido los políticos. Por otra parte, durante la Ilustración inició un cambio importante: la norma civil comienza a ganar terreno sobre la religiosa y surge lo que hoy se conoce como ciudadanía moderna. Los derechos, entendidos antes como privilegios del hombre blanco, “noble” y adinerado, se amplían a otros hombres. Sin embargo, las mujeres siguen quedando excluidas. Finalmente, y con el fortalecimiento de los movimientos sociales, entre ellos el feminista, se abre un largo camino hacia el reconocimiento de la ciudadanía de las mujeres y sus derechos.
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