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Neoliberalismo y repolitización del individuo en el Chile actual
Neoliberalism and the re-politicization of the individual in the Chile of today
Textos y Contextos, núm. 23, pp. 41-51, 2021
Universidad Central del Ecuador

Investigación original

Textos y Contextos
Universidad Central del Ecuador, Ecuador
ISSN: 1390-695X
ISSN-e: 2600-5735
Periodicidad: Semestral
núm. 23, 2021

Recepción: 27 Agosto 2021

Revisado: 01 Septiembre 2021

Aprobación: 02 Septiembre 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Resumen: El presente artículo busca explicar la emergencia de las masivas movilizaciones de los últimos 15 años en Chile, a partir de la emergencia del proceso de repolitización del individuo y de la particularización de la experiencia de lucha. Se basa en entrevistas realizadas en el marco de una tesis doctoral a activistas de tres movimientos sociales: el de pobladores por una vivienda digna, el de estudiantes secundarios y el LGBTQ. La cuestión clave es el rol que el individuo juega en estas movilizaciones. La hipótesis que subyace a este trabajo es que las movilizaciones sociales actuales han logrado darse masivamente manteniendo al individuo como eje valórico de este proceso y, de esa manera, superan la aparente dicotomía entre acción colectiva e individualismo. Se pasa de un individualismo como signo de fragmentación social a una repolitización del individuo, lo cual ha implicado una nueva forma de contestación social y de colectivismo que debe tener como punto de anclaje el valor de las subjetividades singulares presentes en el proceso de movilización.

Palabras clave: Chile, movimientos sociales, individualismo, repolitización del individuo.

Abstract: This article aims to explain the eruption of the massive mobilizations in Chile during the last 15 years through the emergence of the process of re-politicization of the individual and the particularization of the struggles' experience. It is based on interviews conducted in the context of a doctoral thesis with activists of three social movements: the movement of pobladores for a dignified housing, the movement of secondary school students and the LGBTQ movement. The key question here is the role that the individual plays in these mobilizations. The hypothesis underlying this work is that current social mobilizations have managed to mobilize massively while maintaining the individual as the value axis of this process and thus overcome the apparent dichotomy between collective action and individualism. In this way, individualism as a sign of social fragmentation has given way to a re-politicization of the individual that has led to a new form of social protest and collectivism whose anchor point is the value of the singular subjectivities that are present in the mobilization process.

Keywords: Chile, social movements, individualism, re-politicization of the individual.

Introducción

Quizás una de las grandes transformaciones que ha impulsado el neoliberalismo en Chile ha estado relativamente lejos de los tecnicismos económicos con los cuales entró en escena en el país hace ya prácticamente 50 años, y cuyas consecuencias conocemos bastante bien en estos días (reducción del Estado, precarización del empleo, desigualdad estructural, etc.). La revolución neoliberal cambió profundamente el sistema económico-político en el país (Ffrench-Davis, 1999), pero también, y tal vez de una manera aún más radical, impulsó una profunda transformación de la manera en la cual se construyen los lazos sociales, produciendo una transformación en el sistema de valores del país. En el centro de esta vorágine se encuentra el rol que el individuo juega en la sociedad.

El individualismo, en una sociedad chilena pensada como una sociedad colectivista, ha sido denunciado en múltiples ocasiones como una amenaza a la cohesión social. Desde esta interpretación desilusionada se desprende que el ciclo largo de movilizaciones sociales que comienza tras el cambio de milenio no solo se opondría naturalmente al neoliberalismo, y buscaría construir una sociedad más justa y menos desigual, sino que sería una prueba tangible de un quiebre profundo con el individualismo impotente de los años anteriores. Se establece así una separación clara y distinta entre ambas formas de ver el mundo. La noción de individualismo, de esta manera, se opone abiertamente a la noción de política. Este diagnóstico no tiene nada de ingenuo, sino que es la constatación de una correlación: el aumento del individualismo y la disminución de la participación política tradicional, que comienza en parte con la dictadura y se exacerba desde los años noventa en Chile.

Sin embargo, sabemos que una correlación no implica causalidad. Aunque los dos fenómenos estén asociados, esto no supone que el individualismo sea la causa de la disminución de la participación política. De hecho, a pesar de este creciente individualismo, el país ha estado viviendo, desde al menos el 2006, el ciclo de protestas más importante de las últimas décadas. ¿Supone esto una relajación del egoísmo individual, una disminución de la influencia de la economía liberal o un punto de inflexión del individualismo, volviendo así al colectivismo político? Centrados en los tecnicismos económicos de la escuela de Chicago, nos olvidamos de que el neoliberalismo en su origen fue una propuesta política que, desde el punto de vista de Hayek (1985), buscaba contraponer la esclavitud que tenía por consecuencia inevitable el comunismo, con la emancipación del individuo, a través de una disminución flagrante del Estado y la preminencia del libre mercado.

El neoliberalismo, como lo ha visto Chile desde su instauración, no solo ha sido un proyecto económico, ha sido también, y mucho más profundamente, un modelo político de sociedad. ¿Puede ser posible entonces que, en un país donde este modelo ha imperado durante casi cincuenta años, como es el caso de Chile, y donde ha tenido impactos profundos en diferentes esferas de la sociedad, éste no haya tenido ninguna influencia en el tipo de movilización social desplegada, más allá de la reacción o la resistencia?

La cuestión clave es, en efecto, el rol que el individuo juega en estas movilizaciones. La hipótesis que subyace a este trabajo es, por tanto, una que supera la aparente dicotomía entre acción colectiva e individualismo: las movilizaciones sociales han asimilado ambos polos a través de un compromiso, logrando algo que, hasta hace poco, parecía imposible: movilizarse masivamente manteniendo al individuo como eje valórico de este proceso. Hemos pasado así de un individualismo como signo de fragmentación social a una repolitización del individuo, que ha implicado una nueva forma de contestación social y de colectivismo, teniendo, como inexorable punto de anclaje, el valor de las nuevas individualidades y subjetividades singulares que se encuentran presentes en el proceso de movilización. Este proceso no es sino el reflejo del valor que el individuo tiene hoy en día en nuestras sociedades.

Si el movimiento obrero nace a finales del siglo xx como némesis del capitalismo industrial, compartiendo con éste muchas de las lógicas políticas y organizacionales de la época, el individualismo político emerge en estos tiempos como némesis del neoliberalismo, a través de los mismos valores que éste promovió a lo largo de cincuenta años de hegemonía.

En lo que sigue, se presentarán los argumentos que justifican esta reflexión, surgidos del análisis de 71 entrevistas a activistas de los movimientos de pobladores, estudiantes y de la diversidad sexual (LGBTQ), que fueron realizadas en el marco de una tesis doctoral (Madriaza, 2017).[1]

De la desilusión del individualismo fragmentario a la reconstrucción del singularismo político

Prácticamente todo el periodo inmediato tras la dictadura estuvo marcado por la denuncia del creciente individualismo de la sociedad chilena y por el temor al debilitamiento del lazo social. Moulian escribió en el umbral del nuevo milenio: «Alienado por la ilusión individualista del consumo es difícil que [el asalariado] redescubra el camino perdido de la asociatividad» (1997, p. 103). El individualismo fue analizado de esta manera como un oponente natural a la colectividad, en la medida en que la supremacía de uno implicaba la desaparición del otro. Éste se observaba en diferentes contextos: la familia, la cual se veía como desvinculada (Del Picó Rubio, 2011); el trabajo, donde predominaba el interés y la competencia individual (Sisto, 2012); en los barrios, donde primaba la desconfianza y el aislamiento (Márquez, 2003); y especialmente, como ya se ha dicho, en la política, que vivió una fuerte desmovilización y desinterés.

De hecho, el proceso de desmovilización social que vivió Chile a partir de la dictadura, y que se reafirmó durante la redemocratización institucional de los años noventa, confirmó esta aparente dualidad entre lo individual y lo social. Durante este período, la participación social dentro de los canales tradicionales de participación se redujo gradualmente (Guillaudat y Mouterde, 1998). Los partidos políticos no solo perdieron la confianza de los ciudadanos, también experimentaron un descenso de la militancia y de la identificación espontánea con ellos (Morales, 2008;Ortega Frei, 2003; Segovia et al., 2008). La sindicalización en las empresas disminuyó considerablemente (Departamento de Estudios, 2014). Las federaciones de estudiantes universitarios atravesaron una profunda crisis, desapareciendo en algunos casos o siendo validadas sin alcanzar el quorum necesario en las elecciones internas de las universidades en las que habían sobrevivido (Guillaudat y Mouterde, 1998;Lagos, 2006). Por último, la inscripción de los jóvenes en los registros electorales disminuyó gradual y drásticamente (Instituto Nacional de la Juventud, 2010).[2] Cada una de estas situaciones ha seguido profundizándose en mayor o menor medida en los años actuales, particularmente en relación con las organizaciones formales de participación (Somma, 2015). El riesgo, como dice Bengoa, podía ser la falta de sentimiento de unidad y así, la ausencia de vida política y democracia:

Una sociedad que se encamina hacia el individualismo, que lo transforma en cultura como es el caso del Chile utópico de hoy [...] corre el riesgo de no provocar la pasión colectiva, de no convocar el necesario sentimiento de unidad, sin el cual no hay vida política ni democracia. (Bengoa, 2006, p. 36)

Esta desmovilización se observa, sin embargo, frecuentemente como un todo, de manera unilateral y en clave de tragedia. Olvidamos que ésta se asocia a un tipo particular de acción política colectiva: el activismo institucional. Se caracteriza, sobre todo, por un descenso de la participación política en las principales estructuras institucionales creadas a principios del siglo xx, en particular los partidos políticos y los sindicatos y, de esta forma, constituye una crítica evidente a la manera de hacer política durante ese período. Tomadas en conjunto, estas críticas pueden resumirse en la idea de que estas estructuras descuidaron, y aún descuidan, la particularidad de la experiencia social, lo cual constituye, como veremos más adelante, uno de los núcleos de la acción política actual y del mundo social en el cual habita el Chile de hoy.

De hecho, al mismo tiempo que estas estructuras tradicionales entraban en declive, el periodo vio el nacimiento de un nuevo tipo de asociación de base que reunía a pequeños grupos, particularmente de estudiantes/alumnos, sobre temas y objetivos específicos y diversos, de manera informal y flexible y con un repertorio táctico más directo, expresivo y cultural (Valenzuela Fuentes, 2007). En otras palabras, los «colectivos».

Estos «colectivos», fuertemente antiinstitucionales y antistatu quo, serán la base sobre la cual se cimentará esta nueva forma de acción política. La principal crítica de estos nuevos entes se dirigía a la manera de comprender la participación dentro de las estructuras políticas creadas en el siglo xx, es decir, caracterizada por el institucionalismo, la rigidez, la verticalidad, el elitismo, la hegemonía y el universalismo. Es una crítica, por tanto, como lo hemos dicho, no tanto a los valores de la dictadura o de la derecha, sino a una forma de pensar la política durante el siglo xx, particularmente de la izquierda tradicional. Lo que está puesto en juego, en este caso, es la manera de entender dos procesos distintos de individuación política: uno que busca producir un único individuo institucional y otro, emergente, que busca poner en evidencia la diversidad de individuos singulares, una oposición finalmente entre el universalismo del siglo XX y la tendencia a la particularización de nuestros días.

El cambio de milenio dio pie a un proceso simultáneo de transformación, politización y organización, dentro de diferentes movimientos sociales, en torno a principios similares a aquellos propuestos por los colectivos de los años noventa (Madriaza, 2017). Fue un periodo de consolidación y colectivización del individualismo político: se superó la autonomía fragmentaria de los años noventa y pequeñas organizaciones, como los colectivos, empezaron a converger en torno a temas específicos para formar organismos más influyentes. En el caso de los estudiantes de secundaria, el nacimiento de la ACES (Asociación de Estudiantes Secundarios), en 2001, es probablemente el acontecimiento más significativo de esta transformación. La ACES nació en oposición directa a las antiguas formas de organización que privilegiaban el centralismo, la representación y la influencia de los partidos políticos. Su fundamento no es solo la ruptura con toda una tradición, sino también una reflexión madura y autónoma sobre la experiencia de la participación estudiantil. Es, pues, un producto puro y ad hoc de la nueva sensibilidad política.

El movimiento LGBTQ abordó esta transformación en torno a los años 2002-2003, en respuesta a la crisis de financiación de los organismos no gubernamentales. Esta crisis obligó a las organizaciones a volver al voluntariado y aceleró el proceso de repolitización. La vuelta a la politización se tradujo en la reorganización de los grupos movilizados, favoreciendo esta vez la desconcentración del poder mediante la ampliación del poder de la asamblea, la introducción de elecciones periódicas, una mayor alternancia de los cargos y una mayor autonomía respecto a los partidos políticos.

En el caso del movimiento de pobladores por una vivienda digna, el punto de inflexión ocurre probablemente con la ocupación ilegal de terrenos en la comuna de Peñalolén, en Santiago en 1999, donde la necesidad de construir un movimiento autónomo basado en la idea de la autoconstrucción ya era evidente. Este proceso se observa también en entidades más tradicionales. Donoso (2014) señala, por ejemplo, que los trabajadores subcontratados de la Corporación Nacional del Cobre comienzan a implementar a partir de 2003 modelos organizativos participativos y horizontales, en oposición al modelo tradicional de la CUT (Central Unitaria de Trabajadores). En 2007, basándose en principios similares, se fundó el «Consejo de Defensa de la Patagonia» (Schaeffer, 2017). El comienzo del milenio fue también un periodo de reorganización de la política universitaria. En la Universidad de Chile, por ejemplo, el partido comunista a la cabeza de la federación estudiantil sufrió un cisma en 2003: «Los estudiantes comunistas protagonizaron una ruptura con su partido planteando la misma crítica a la orgánica militante: el leninista centralismo democrático anularía a las minorías y favorecía una estructura monolítica» (Muñoz Tamayo, 2012, p. 229). La primera crisis fue a principios de los noventa y ya en 1997 algunos grupos proponían una refundación de la federación a favor de «una FECH construida a semejanza de tal movimiento autónomo y horizontal generado en las bases» (Muñoz Tamayo, 2012, p. 222). Así, observamos tensiones en torno al nuevo ethos de la protesta que se remontan al inicio del periodo de postdictadura, pero que explotan de manera simultánea en distintos círculos a partir de la década de 2000.

A la luz del ciclo que comienza en el 2006, los años posdictatoriales adquieren de esta manera un nuevo rostro: no solo fueron un periodo de desmovilización institucional, sino también de incubación y desarrollo de una nueva forma de pensar la política, esta vez basada en la particularidad y el individualismo.

El trasfondo socio-histórico chileno

Estas transformaciones pueden, sin embargo, comenzar a observarse incluso antes del periodo dictatorial, a través del proceso de desconcentración que el movimiento social chileno vive a mitad del siglo XX. Por desconcentración entiendo el proceso a través del cual el conflicto político central de la sociedad chilena, enmarcado principalmente por la relación capital-trabajo y canalizado casi exclusivamente hasta ese momento a través del movimiento obrero, comienza a dar paso a nuevas identidades, actores y demandas múltiples. Éste coincide con el proceso de declientelización que Gabriel Salazar observa a partir de los años cincuenta (2006). El trabajo, sin perder su importancia como eje del conflicto, comienza a compartir espacio con otras temáticas emergentes y luchas. La politización de la sociedad de los años 60-70 abre la puerta a la politización de una pluralidad de identidades: pobladores, campesinos, estudiantes, mujeres, etc. Aun cuando la política sigue siendo el campo de batalla de estas demandas y el control del Estado el principal objetivo a través del cual éstas se pueden resolver, el sistema estatal comienza a quedarse sin fuerzas ante este creciente reempoderamiento de los movimientos sociales (Gaudichaud, 2004). El resultado es una desconexión entre la política institucional y los movimientos de base. El Estado ya no podrá responder en plenitud a la magnitud de las demandas procedentes de la sociedad. De esta manera, la política, a través de la politización de la sociedad, fue paradójicamente víctima de su propio éxito. Contribuyó a que grupos históricamente olvidados fueran conscientes de sus necesidades y les proporcionó una base común de interpretación. El proceso también les permitió reconocer sus particularidades y desarrollar así una conciencia de identidad específica.

En este proceso, la dictadura de Augusto Pinochet constituye una especie de paréntesis y de transición. Por un lado, durante este periodo se produce una reconcentración del conflicto y las demandas. Esta reconcentración es, no obstante, temporal, porque no pretende, como a principios del siglo XX, reorganizar las relaciones sociales a largo plazo a través del eje del trabajo, sino conseguir un objetivo concreto: la caída del régimen (Noonan, 1995). Así, una vez alcanzado este objetivo, la concentración desaparece y los movimientos sociales retoman el flujo hacia la desconcentración de sus acciones que se observa en el periodo posdictatorial. En efecto, esta reconcentración temporal opera manteniendo la diversidad de actores e identidades implicadas.

La dictadura, de esta manera, no cambia la tendencia a la desconcentración, sino que actúa para despolitizar la sociedad y contribuye a la despolitización partidista de los movimientos sociales y a su desconfianza en los partidos políticos, las instituciones del Estado y el sistema político en general. Liberadas del yugo de la política, estas identidades se encaminaron silenciosamente hacia la autoconstitución y la prescindencia de la política institucional. Se observa entonces la multiplicación de los procesos de individuación y de los tipos de individuos, fenómeno que explota, como se explicó antes, durante el período posdictatorial (1990-2005) y dio lugar al crecimiento del individualismo en la sociedad chilena.

Ante la despolitización de la sociedad operada en la dictadura y la instalación del neoliberalismo como modelo económico se produce, como indica Lechner (1996), una inversión en la relación entre economía y política, sustituyendo la primera a la segunda en la creación de discursos hegemónicos, globales y aglutinantes. Si la política había sido, durante prácticamente todo el siglo xx, el eje sobre el cual, parafraseando a Bengoa (2006), se construían las narrativas de emancipación y vida democrática, se establecía un sentido de unidad y de pasión colectiva, la revolución neoliberal viene a reconfigurar la escala de valores poniendo énfasis en la propiedad privada, el libre intercambio y el individuo como ejes del quehacer social, ocupando el espacio vacío que había dejado la política durante la dictadura. De esta manera, todo aquello que tuviera tintes de público, colectivo y político sería de ahora en adelante blanco del menosprecio social.

En este contexto se operan dos transformaciones que, desde mi punto de vista, son fundamentales para entender el sistema de valores sobre el cual se apoyan los actuales movimientos sociales hoy en día: la descentralización de la experiencia social y la horizontalización del lazo social.

La descentralización de la experiencia social no es ciertamente una idea nueva. Es una consecuencia parcial de la desestructuración de la matriz nacional-popular que he descrito en los párrafos anteriores y que definió la realidad social durante gran parte del siglo XX. Citando a Garretón:

En esta concepción [la matriz nacional-popular], con todas sus variantes y reconociendo sus diferencias y complejidades, los actores sociales son definidos desde fuera de ellos mismos y sus interacciones fuera del contexto histórico por ellos creado. Así, los actores son portadores de algún rol o misión histórica frente al cual tienen que adaptarse, es decir, son «agentes» más que actores, a los que alguien, el científico convertido en ideólogo o el partido, debe «leerles» o decirles su misión. (2001, p. 10)

En este caso, el punto central es que «los actores sociales son definidos desde fuera de ellos mismos [y] fuera del contexto histórico por ellos creado». El individuo heterodeterminado se convierte así en un «agente» del pensamiento de otra entidad (la estructura), que define su propia identidad en función de la posición social (clase), el papel político (izquierda-derecha), la condición productiva (empleado-patrón), etc. Por el contrario, la crisis de esta matriz supone la autodeterminación de los grupos movilizados y de los propios individuos. La desarticulación de la insistencia concéntrica y aglutinadora de la política en el siglo XX (Mascareño, 1988) va acompañada de la descentralización de la esfera social y de la experiencia socio-individual, que ahora se basa en la afirmación de la singularidad individual (Martuccelli, 2010). En consecuencia, la sociedad se descentraliza cada vez más y la experiencia individual adquiere en sí misma un valor importante. La desestructuración y la descentralización son dos procesos que interactúan. En otras palabras, el sujeto social no es solo un producto, sino un constructor de esta nueva realidad (Melucci, 1996).

La horizontalización de los lazos sociales solo puede explicarse en términos de su relación con el principio anterior. En términos puramente teóricos, la descentralización de la experiencia social significa que ninguna experiencia está por encima de otra, y que de esta manera los lazos sociales no pueden sino ser horizontales. Un proceso que en el caso chileno correspondería, según Araujo y Martuccelli (2012), a una segunda fase de la democratización del lazo social que se habría iniciado a mediados del siglo XX con una demanda de igualdad y que, tras la dictadura, se habría desplazado hacia una demanda de horizontalización. Mientras que la demanda de igualdad en la primera fase se dirigía principalmente a las instituciones estatales, como lo hemos visto antes, la segunda fase, que surgió en el momento de su declive, se funda más bien en las interacciones cotidianas: «la igualdad al penetrar la vida social se traduce en un reclamo generalizado de horizontalidad» (Araujo y Martuccelli, 2012, p. 93). La familia es quizá el caso más claro, donde las relaciones tradicionales e históricamente subordinadas entre padres e hijos comienzan a dar paso a una relación de mayor horizontalidad. La horizontalización se convierte así en una exigencia de la sociedad como tal.

La nueva ética de contestación social

En diferentes partes de este texto se han mencionado conceptos como «sistema de valores», «ética» o principios, sin explicar claramente lo que quiero decir con esto. En efecto, he puesto el acento en la politización del individuo y, sin embargo, poco he dicho de en qué consiste esta transformación más allá del hecho ya evidente, que pone en el centro de este cambio al individuo mismo. Esta politización ha operado a través de una transformación de la estructura de valores dentro de los movimientos sociales que ha cambiado el rol de los actores sociales en el proceso de individuación. Si, como indiqué en la sección pasada, el proceso de individuación dentro de la matriz social-popular operaba desde afuera y desde arriba, el proceso de individuación de los actuales movimientos sociales actúa, por el contrario, desde adentro y desde abajo. Constituye, de esta manera, la configuración de un nuevo marco normativo compartido por gran parte de las organizaciones. Esto quiere decir que, a pesar de la diversidad de luchas, actores y enfoques, es posible identificar un marco normativo común a estos movimientos.

Por ética entiendo el conjunto de principios esenciales para los implicados que guían su comportamiento social y dan sentido a sus acciones, estableciendo así su horizonte de reconocimiento social. Una ética, pues, que no es tanto un fenómeno social o una realidad que pueda delimitarse a partir de la observación, como un punto de anclaje en torno al cual pivota la experiencia social. Es decir, se trata de una línea subyacente e «interactuante» que está presente en los argumentos de los actores de la protesta social, frente a la cual se definen las valoraciones positivas y negativas de lo que uno hace y de lo que hacen los demás. Estos principios pueden o no aplicarse, es decir, pueden dar lugar o no a acciones coherentes, sin embargo, incluso en ausencia de tales acciones su influencia orientadora es tal que producen tensión, conflicto, malestar, disonancia, etc. Como principios globales, señalan un horizonte que se convierte en ideal y, de este modo, en fuente de reconocimiento imaginario. Estos principios no son el objetivo de la lucha, sino más bien la forma que ésta adopta bajo la influencia de esa ética. En el trabajo de campo realizado para esta investigación he podido identificar al menos tres principios que se encontraban presentes en los movimientos de pobladores, de estudiantes secundarios y de la diversidad sexual (LGTBQ), y que forman parte de este marco normativo maestro: horizontalización singular versus igualdad vertical, autoconstrucción versus heteroconstitución y particularización de la experiencia versus interpretación global de la realidad.

a. Horizontalización singular versus igualdad vertical

Esta disyunción no opone simplemente verticalidad y horizontalidad o igualdad y desigualdad, sino un tipo de igualdad construida paradójicamente a partir de una desigualdad fundamental y una horizontalidad basada en la singularidad de la experiencia social. Es una reacción al proceso político desarrollado durante el siglo XX, que escondía tras un discurso de igualdad una asimetría insuperable. El modelo de igualdad propuesto por los partidos tradicionales y el institucionalismo imperante son percibidos por estos actores como un intento de uniformidad institucional, que borra las singularidades de la «masa» mientras mantiene la brecha entre la base y la cima de la pirámide. Es decir, reproducen un modelo vertical de autoridad que disocia la vanguardia y la masa, los que saben y los que no saben, los que tienen conciencia y los que todavía están ciegos. Esto ha llevado a la conformación de una masa de individuos heteroproducidos, sin que éstos tengan más relación entre sí que el vínculo que los une a las autoridades o entidades superiores y externas (ciudadanos, estudiantes, cristianos, etc.). «Heteroproducido» significa aquí que la socialización a través de las instituciones definió a los actores en función de condiciones estructurales externas a ellos, es decir, una idea global y totalizadora aplicada de arriba abajo al conjunto social y que reproduce aquello que Garretón ha definido como matriz nacional-popular. El resultado es una igualdad vertical y un individuo institucional.

La diferencia entre la igualdad vertical y la horizontalización singular radica precisamente en el papel que se otorga a los individuos a partir de dos procesos de individuación diferentes: en el primer caso, los individuos son heteroproducidos, pero asimilados a una misma masa impotente; en el segundo, se reivindica la singularidad de los individuos. Si en el caso de la igualdad vertical, esta estaba determinada por la mutua pertenencia a una entidad o condición externa, en este último caso, la lógica es que la igualdad queda determinada por la particularidad y la diferencia que todos comparten, es decir, todos somos singulares y, por tanto, diferentes. En consecuencia, la alternativa organizativa ha sido la adopción de modelos horizontales que pongan el acento en el reconocimiento de estas diferentes singularidades o subjetividades. Las distinciones funcionales dentro de las organizaciones tienden a desaparecer o atenuarse, particularmente aquéllas que tienden hacia formas de organización vertical, de modo que el proceso de movilización queda impulsado por las interacciones horizontales entre los miembros y por la deliberación y el consentimiento.

b. Autoconstrucción versus heteroconstitución

En el caso de los grupos en los que se basa esta reflexión, este principio de autoconstrucción, al igual que el principio de horizontalización ya definido, tiene una doble dimensión: por un lado, señala una tensión activa en el seno de los movimientos y, por otro, es una crítica histórica del proceso de individuación, en este caso política, desarrollado antes del golpe de 1973. La heteroconstitución, que es su opuesto normativo, designa una constitución de la identidad a partir de una norma externa al individuo, por lo que, en su versión radical, éste sería solo una reproducción más dentro de un proceso de socialización institucional. Nuevamente, es el proceso de individuación en el marco de la matriz nacional-popular. Esta norma externa, como ya he explicado, corresponde tanto a las condiciones estructurales como al Estado y sus instituciones (cooptación, clientelismo). En el caso de los movimientos populares del siglo XX, también se relaciona con la dualidad entre la vanguardia y la masa y, como se verá más adelante, con la ideología que subyace a la acción. Este principio completa, pues, la primera disyuntiva, añade un elemento esencial a la comprensión del proceso de individuación política que nos interesa: es porque los individuos buscan autoproducirse que las relaciones sociopolíticas pueden y debe ser horizontales.

c. Particularización de la experiencia versus interpretación global de la realidad

El tercer principio de este marco normativo maestro es fundamental para entender la interfaz entre el individuo y la acción colectiva. La tendencia a la particularización de la experiencia social supone una tendencia hacia los aspectos concretos de la experiencia, la localización y territorialización de los movimientos sociales y, por supuesto, la preferencia por las experiencias personales frente a las generalizaciones. En otras palabras, es la tendencia en el proceso de movilización a reivindicar y valorizar la unidad mínima posible dentro del conjunto (la acción, la organización, el territorio, lo local, el individuo) y a desestimar o desconfiar de las grandes esferas aglutinantes dentro de la acción política. Un ejemplo de esta particularización es la concretización de la experiencia política, que encuentra su expresión en el proceso de politización a través de la lucha, en contraposición a la que se da a través de la ideología. Si el proceso de movilización popular en el siglo XX se expresó desde afuera y desde arriba de los movimientos populares, entonces es comprensible que no fuera sino principalmente un proceso ideológico. La politización era, pues, la difusión de las ideas socialistas, siendo éstas un a priori fundamental para la propia lucha. Gran parte de la labor de la izquierda en el siglo XX fue, de hecho, una labor pedagógica. Por otra parte, las movilizaciones actuales se establecen sobre otras bases: elaborando su acción sobre la base de la mínima unidad posible y no de absolutos ideológicos. Existe, por tanto, una inversión de la relación ideología/acción. La unidad mínima es, pues, la acción concreta dentro de un territorio: el hecho de luchar. La acción concreta, en contraste con la ideología totalizadora, instala una forma de hacer política que emana de la experiencia de los actores, como un proceso de autoconstrucción y autodeterminación. Al hacerlo, invierte la relación entre la conciencia política y la acción, es decir, la acción se transforma en el medio para iluminar la conciencia política y no es esta la que sirve como medio para motivar la acción. En consecuencia, la acción se convierte en el principio constitutivo de la politización y las asociaciones. La politización se convierte así en un proceso individual, motivado por la demanda específica y llevado a cabo a través de la acción concreta, pero que al mismo tiempo permite compartir una experiencia común de lucha.

¿Cómo se produce la acción colectiva a partir del individuo?

Hasta ahora, he descrito la tendencia histórica a la pluralización de las luchas e identidades políticas y, a grandes rasgos, la estructura de valores que enfatiza el papel del individuo dentro de la actual movilización social en Chile. Sin embargo, la cuestión paradójica de la relación entre el individuo y la acción colectiva sigue abierta. ¿Cómo se produce esta acción colectiva a partir del individuo?

La tendencia a la diversidad y a la particularización de la experiencia podría verse como lo opuesto a la idea de una estructura normativa común, y así romper definitivamente la relación con lo colectivo. Para responder a esta pregunta, propongo encontrar una «interfaz» entre lo común y lo singular que nos permita entender cómo se genera la acción colectiva desde lo individual (Martuccelli, 2010). Dos vías en particular permitirán entender esta relación: las rutinas y la naturaleza discrecional del papel de los actores. Las rutinas implican que la práctica social, como señala Giddens (1984), se integra en una serie de acciones situadas, encadenadas, producidas y reproducidas en el espacio y el tiempo. Así, las rutinas sociales, al persistir en el tiempo y ser compartidas por muchas personas, facilitan el estudio de lo común. Esta noción podría sugerir que la realidad social puede ser fija: la misma acción se reproduce una y otra vez. Sin embargo, esto sería olvidar que, a pesar de la «certeza» de las rutinas, la complejidad de la realidad social siempre impone una cierta ambigüedad en las elecciones de los individuos. Las rutinas, a pesar de ser siempre las mismas, ofrecen en el espacio de la práctica la oportunidad de enfrentarse a los retos de la vida cotidiana de una manera diferente. Así, el actor puede actuar siempre de forma diferente ante los mismos problemas, ante la misma rutina compartida por varias personas. Este es el carácter discrecional y siempre singular del actor. La práctica del individuo es, por tanto, el punto de confluencia donde lo singular y lo común se unen. La práctica es, por tanto, una de las interfaces en las que podemos entender cómo una acción puede ser singular y común, individual y colectiva al mismo tiempo.

El principio fundamental que más se acerca a esta afirmación es la particularización de la experiencia de lucha. Recuérdese que en los procesos de movilización se tiende a tomar en consideración la unidad más simple posible: la acción, la organización, el territorio, etc. De hecho, la politización es siempre un proceso individual que se produce a través de una práctica común (el hecho de movilizarse y la construcción interna del movimiento) situada en un territorio y una organización concretos. En el contexto de este individualismo político, la práctica común puede ser una actividad discreta en un barrio o una manifestación masiva en el centro de la ciudad, la diferencia radica en la capacidad de la lucha para resonar en el mayor número de individuos. Sin embargo, el núcleo de la cuestión sigue siendo el hecho de «movilizarse». En efecto, no importa cuál sea la lucha o la reivindicación; a través de esta movilización, el individuo se politizará a su manera. Este proceso fuera del movimiento también se reproduce internamente. En este contexto, el hecho de participar y construir la organización es un reflejo de la movilización en el exterior. Lo importante es participar en las asambleas, discutir cómo organizarse, etc.

Conclusión

A lo largo de este artículo, he tratado de explicar y entender las movilizaciones de los últimos años a la luz de un proceso que parece incluso en nuestros días paradójico, es decir, la repolitización del individuo. Con esto, he querido plantear que los mismos factores que explicaron la gran desmovilización política de los años posdictatoriales estarían presentes en el aumento creciente de protestas sociales de los últimos tiempos. Lo que ocurrió en esos momentos, y que sigue profundizándose hoy, es básicamente el retiro masivo de la sociedad chilena de los órganos institucionales que construyeron el siglo pasado y una reconstrucción a partir de nuevos ejes societales. En esta nueva transformación, aquello que fue percibido como una amenaza a la cohesión social y a la sociedad en su conjunto, aparece entonces como un factor clave para explicar no solo la emergencia de los nuevos movimientos sociales, sino también la manera en que estos se organizan y se desarrollan. La fluidez, la inorganicidad, el asambleísmo, la reivindicación territorial, la autonomía, la ausencia de liderazgos claros y su consiguiente remplazo por las vocerías, no podrían ser explicadas con claridad sin tomar en cuenta que las organizaciones y movimientos actuales tienen como marco valórico el respeto ineludible de cada una de las particularidades, subjetividades y, a fin de cuentas, de cada uno de los individuos presentes en la movilización. Como marco valórico común, este no es absoluto. No significa, por tanto, un giro radical de un polo al otro. De hecho, existen aún muchas organizaciones que se estructuran de manera tradicional. Esto quiere decir que, aun cuando exista una diversidad de maneras de organizarse, existe la tendencia a buscar una orgánica que ponga por delante la importancia de estas individualidades y que, de esa forma, sean fuente de tensión y conflicto dentro de las organizaciones sociales.

Como lo he planteado, la tendencia hacia la desconcentración y la reivindicación de diversas identidades políticas comienza mucho antes de la dictadura, sin embargo, ésta acelera ese proceso al facilitar la deconstrucción de la matriz nacional-popular tradicional y al despojar a gran parte de la sociedad chilena de los marcos políticos existentes hasta la fecha. La introducción del neoliberalismo y la inversión de la relación política-economía facilitaron que los valores propuestos por el primero fueran inculcados dentro del proceso de socialización y entraran en sintonía con las trasformaciones sociales que ya estaban operando. El neoliberalismo no produce el nuevo actor social en escena, el individuo politizado, pero sí facilita su emergencia, en la medida que mucha de esta nueva ética no entraba en contradicción con los principios que este defendía.

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Notas

[1] La metodología completa de este estudio puede leerse en dicha tesis a partir de la página 30 y en los anexos.
[2] En la época, para poder votar en las elecciones era necesario inscribirse en los registros electorales.


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