Investigación original

Colombia y su proceso de neoliberalismo democrático autoritario

Luis Daniel Botero Arango
Universidad de Antioquia, Colombia

Textos y Contextos

Universidad Central del Ecuador, Ecuador

ISSN: 1390-695X

ISSN-e: 2600-5735

Periodicidad: Semestral

núm. 23, 2021

textosycontextos@uce.edu.ec

Recepción: 02 Septiembre 2021

Revisado: 16 Septiembre 2021

Aprobación: 18 Septiembre 2021



DOI: https://doi.org/10.29166/tyc.v1i23.3313

Resumen: En Colombia, como en otros países de la región, el sistema neoliberal ha profundizado una crisis en el modelo democrático, en la economía y en la situación de derechos humanos. Junto a los autoritarismos que han caracterizado históricamente el proceso democrático en el país caribeño, expresados mediante la estigmatización, la exclusión y la eliminación de ideas políticas disidentes, se suman las disputas del poder de diversos grupos armados en los territorios, debido a los extractivismos, los cultivos de uso ilícito y las rentas ilegales, que se han convertido en entidades de derecho de carácter autoritario para el control de la población, por encima y a pesar del Estado. En definitiva, Colombia ha sido la demostración de que un pasado marcado por la violencia política no se soluciona únicamente con la fórmula de crecimiento económico, apertura de mercados, inversión extranjera y libertad de empresa.

Palabras clave: Neoliberalismo, democracia, autoritarismo, violencia política, derechos humanos.

Abstract: In Colombia as in other countries of the region, the neoliberal system has deepened a crisis in the democratic system, the economy and the human rights situation. In addition to the authoritarianism which have historically characterized the democratic process in Colombia, expressed in the stigma, exclusion and elimination of the difference by political ideas, are added to the disputes of the power of various armed groups in the territories, because of the extractivism, the crops for illicit use, and the illegal income which have become law entities of authoritarian control of the population, above and in spite of the Social State of Law. In short, Colombia has demonstrated that a past marked by political violence is not solved solely by the formula of economic growth, market opening, foreign investment and freedom of enterprise.

Keywords: Neoliberalism, democracy, authoritarianism, political violence, human rights.

Introducción

El neoliberalismo y la globalización constituyen, sin lugar a duda, la gran paradoja de nuestro tiempo, al ser la punta de lanza de lo que se ha denominado «el progreso y la civilización». Aquel horizonte de esperanza, consignado en ideales de dignidad y libertad individual (Harvey, 2007), no estuvo en los planes de quienes hicieron de este modelo parte de sus intereses. Se pensó con el objetivo de recomponer las grandes economías en crisis, a expensas de otros que pudieran proveerles riquezas, como mercados de producción y consumo conseguidos sobre la base de intercambios, desiguales y condicionados, que benefician a quien pone la mayor parte del capital en los acuerdos o tratados.

Las políticas del neoliberalismo, su estructuración y puesta en marcha, han traído consecuencias negativas para el desarrollo de la sociedad contemporánea, en términos de equidad e identidad: el debilitamiento del Estado y, por tanto, de las estructuras democráticas; estigmatización y rechazo a los discursos y exigencias de los movimientos sociales; el deterioro de las condiciones de trabajo y las estructuras de integración social.

El modelo neoliberal es un proyecto ideológico con pretensiones universalistas y de carácter hegemónico, donde las naciones más ricas ubican los intereses de las economías nacionales con mayores necesidades, para captar los recursos que proveen los Estados, a través de una lógica de dominación desde el punto de vista económico. Las naciones con menor capacidad competitiva se ven prácticamente obligadas a ceder frente a las pretensiones de quienes poseen el capital de inversión, dado el carácter globalizado de una economía de dependencias, en la que los mandatarios cumplen un papel de legitimadores. Esto se evidencia en actitudes como la del expresidente de Colombia, Juan Manuel Santos, frente a la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con EE. UU., cuando afirmó que «debemos ponernos a tono con la realidad internacional» (Solano, 2013). Este «tono» neoliberal, sin embargo, ha significado una profunda crisis humanitaria en países como Colombia, al menos desde la década de los 90, cuando entró de lleno en vigencia el sistema con la reforma constitucional de 1991, durante el gobierno de César Gaviria Trujillo que, en su momento, se denominó «proceso de apertura económica».

Este tipo de modelo de sociedad, que irrumpió de manera violenta en América Latina a través de la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile, gobierno de facto que lo puso a prueba, ha generado la despolitización de lo público, el debilitamiento de la acción del Estado, la conversión de partidos políticos en empresas electorales que representan cada vez menos los intereses de la ciudadanía, ahora distante de su capacidad de incidencia política. Elementos como los planteados han abierto una brecha entre las democracias y el modo de desarrollo, donde el capital se ubica por encima del consenso político y, por lo tanto, de los intereses de las mayorías y el bienestar colectivo. De esta manera, la pobreza local constituye la riqueza global y el lucro individual arrastra el carácter redistributivo de las economías nacionales.

En el caso colombiano, el neoliberalismo ha traído serias consecuencias debido a la privatización del sistema de protección social, sobre el sofisma de que, ante la corrupción del Estado, los privados administrarían mejor los servicios públicos, lo cual ha quedado en entredicho frente a la calidad de la prestación de servicios de salud, a pesar de las altas tasas de cobertura que demuestra cada nuevo gobierno. Al mismo tiempo, sobresalen las condiciones precarias para lograr una pensión digna en los fondos privados, sobre todo para aquellos que ganaron un salario mínimo, o unos puntos por encima, durante su historia laboral. Otros factores son la precarización de las condiciones de trabajo con la tercerización; los intentos de privatización de la educación pública y el detrimento de las condiciones del medio ambiente, producto del extractivismo, a causa de las concesiones mineras y energéticas a empresas multinacionales en buena parte del territorio nacional.

Por último, un elemento que será materia de este análisis: el deterioro de la situación de derechos humanos. Esto responde a factores de criminalidad asociados a fenómenos como el narcotráfico y una álgida confrontación entre las guerrillas y grupos paramilitares, debido a la tenencia de la tierra y el control de otras rentas ilegales, como la extorsión a comerciantes o la minería ilegal, que traen consigo el atropello a las poblaciones campesina, indígena y afrodescendiente, el asesinato de sus líderes y el desplazamiento forzado de sus territorios.

De esta manera, el neoliberalismo ha demostrado, por un lado, su éxito para quienes gozan de sus beneficios, así sea de esa simulación de libertad y felicidad. Por otro, su gran fracaso en aspectos como la inhumanidad de la pobreza extrema y extendida, la reproducción de las violencias y la reducción de la vida a un hecho vano de intercambios comerciales, al punto irracional de eliminarla, en medio de la competencia generada por obtener más recursos. En definitiva, en países como Colombia, se tiene un estado social y democrático de derecho de carácter formal legal, pero un modo de vida profundamente autoritario en su implementación.

El panorama general

Esa idea de desarrollo, ajustada a la premisa de la acumulación de capitales, donde las mayores ganancias se concentran en un círculo de élites, parece no interesarse por el buen vivir del grueso de la población, por lo menos no en relación con su entorno y con su propia realidad. Esto ha generado una profunda fisura entre la vida y la cultura, porque la construcción cultural ya no está basada en compartir valores sino en el mero intercambio de mercancías. En lugar de propiciarse aprendizajes comunes, la competencia, además de egoísta y desleal, ha creado nuevas desigualdades y relaciones verticales de poder.

Todo lo anterior sitúa a la ciudadanía frente a una realidad inquietante. Convertida en simple consumidora, no puede incidir en la transformación de un modelo de desarrollo que no pasa por la concertación democrática, pues es el resultado de la negociación entre actores financieros donde el Estado queda al margen de sus fines y realizaciones. David Harvey (2007) explica este proceso de desestructuración sistemático cuando afirma que:

El proceso de neoliberalización ha acarreado un acusado proceso de «destrucción creativa» no sólo de los marcos y de los poderes institucionales previamente existentes (desafiando incluso las formas tradicionales de soberanía estatal) sino también de las divisiones del trabajo, de las relaciones sociales, de las áreas de protección social, de las combinaciones tecnológicas, de las formas de vida y de pensamiento, de las actividades de reproducción, de los vínculos con la tierra y de los hábitos del corazón. En tanto que el neoliberalismo valora el intercambio del mercado como «una ética en sí misma, capaz de actuar como un guía para toda la acción humana y sustituir todas las creencias éticas anteriormente mantenidas», enfatiza el significado de las relaciones contractuales que se establecen en el mercado. (Harvey, 2007, p. 7)

Por ende, es un conjunto de políticas que ha provocado la escisión del tejido social y la reducción del sentido de vida colectivo, a cambio de una sobrevaloración del individuo, especialmente en los ámbitos laboral y comercial, donde se consigue un ciudadano obediente al mercado. La vida sindical, la protesta social o la pretensión de una opinión pública deliberante y escrutadora, son horizontes cada vez menos frecuentes en las relaciones políticas actuales, debido a que, como sostiene Moulian (1997):

La figura del hombre político, orientado hacia la vida pública, es reemplazada por la figura predominante del individuo burgués, atomizado, que ya no vive en la comunidad de la civitas, ya no vive por la causa (el sindicato, la «población», el partido). Vive para sí y para sus metas. Para el trabajo, tratando de superar la dureza de la «labor», especialmente la incertidumbre del empleo flexibilizado, a través de méritos que permitan realizar las «oportunidades» laborales, por ejemplo, un ascenso. Y con esa herramienta abrirse paso hacia nuevas oportunidades de consumo: cambiar el living, conseguir la casa propia, el automóvil, la educación de los hijos («para que ellos sean otra cosa»), ir de vacaciones con la familia. (Moulian, 1997, p. 121)

Por tanto, aquella libertad individual no ha sido fundada por un modelo para el beneficio público, en la esfera de un ámbito democrático, sino, precisamente, para el beneficio del particular, donde ya no son las relaciones políticas, sino las del mercado, las que median las transacciones cotidianas entre la población. Precisamente, Larraín (2005) describe el proceso como un asunto donde:

De lo que se trata es de crear «naciones ganadoras» cuyo agente típico es la figura del empresario innovador y exitoso. Los viejos valores de igualdad, estado de bienestar para todos, justicia y austeridad general, que habían sido promovidos por las ideologías desarrollistas en los 60, se reemplazan ahora por el éxito individual, el consumo masivo y el bienestar privatizado. Otros rasgos identitarios de esta época son la revalorización de la democracia formal, el respeto por los derechos humanos y una despolitización relativa de la sociedad. (Larraín, 2005, p. 108)

Hoy se considera un «buen ciudadano» a quien paga cumplidamente sus impuestos. Sin embargo, es posible que en su vida cotidiana no asuma ni resuelva conflictos con los otros de manera democrática, sino que, por el contrario, sea fuente de esos conflictos, creando niveles de hostilidad, donde lo que realmente existe es un modo de coexistencia, más no relaciones de convivencia (Giménez, 2005). Así, el sistema pretende establecer las interacciones entre los sujetos políticos a la manera del amigo/enemigo (Schmitt, 2009). Los individuos son entusiastas consumidores pasivos, tanto de productos y servicios, como de políticas de Estado. Por ende, existe una doble conveniencia para este enrarecido Estado, y para el autoritarismo vedado del mercado, pues la pasividad y poca capacidad crítica de los actores sociales imposibilitan asumir una posición, mientras las élites económicas y políticas gobiernan con comodidad, tanto en la empresa como en el gobierno.

Por consiguiente, la privatización de las decisiones públicas es una práctica recurrente en la política actual, con decisiones que favorecen intereses del orden privado, debido, por un lado, a la incidencia de los grandes empresarios en las campañas electorales y, por otro, a que los conglomerados económicos ahora administran bienes y servicios que otrora fueron resorte del Estado. En este sentido, la denominada corresponsabilidad de las políticas de buen gobierno se convierte en un ejercicio de intereses de usufructo económico, y no en una acción que profundice la democracia y favorezca el bien común. Al respecto, Larraín (2005) dice que «lo que hace al neoliberalismo distinto de otras teorías promotoras del mercado es la manera como absolutiza la economía de mercado y desconfía de la democracia» (p. 54).

La capacidad de maniobra de los actores sociales, en medio de los intereses compartidos de las élites, se reduce. Incluso ejercicios de buena voluntad como el de los presupuestos participativos, aplicados en distintas ciudades de la región, a pesar de sus bondades democráticas, no logran traducirse en transformaciones reales al interior de un sistema que genera exclusiones a gran escala. Esto es así porque la democracia riñe con el sistema de capitales, que ahora se ubica por encima de las pequeñas realizaciones locales y comunitarias.

Entre vecinos se puede mejorar el ingreso al barrio a través de la pavimentación de las calles y el acceso a la recreación con la construcción de escenarios para la práctica del deporte. Sin embargo, las políticas sobre la definición del uso del suelo y la explotación de su plusvalía urbana, es decir, la planeación de un modelo de ciudad, son decisiones que hoy no pasan necesariamente por el consenso, así que los capitales privados construyen el proyecto urbanístico en el sentido del máximo aprovechamiento del espacio para generar ganancias, muchas veces, con el beneplácito de gobiernos, legisladores y curadores urbanos. De esta forma, acciones de gentrificación, por asociación entre gobiernos y empresas constructoras, pueden acabar con años de luchas sociales y urbanas, asuntos que, en ocasiones, generan enfrentamientos con graves violaciones a los derechos humanos.

Cuando han detonado las luchas populares, la respuesta de los gobiernos ha sido la actualización de una vieja figura: los estados de excepción, donde la ciudadanía movilizada es considerada ahora el «enemigo interno». Así, bajo el pretexto de contener el vandalismo o el «terrorismo urbano» y garantizar el orden público, otrora seguridad nacional, se corta la posibilidad de acción política de quienes expresan su insatisfacción por el estado de cosas. Así lo expresa Valencia (2020) al respecto:

La excepcionalidad jurídica ha constituido la vía más efectiva para despolitizar lo político, detener las luchas sociales y con ello violar los derechos humanos; […] la puesta en práctica del discurso neoliberal y del prototipo de persona homo economicus, conducen gradualmente a la violación de los derechos humanos y de la dignidad humana. (Valencia, 2020, p. 261)

En definitiva, el bienestar humano que pretendió el neoliberalismo desde sus postulados, a los que se refiere Harvey (2007), solo cobija a quienes, en el proceso de acumulación de capitales, han logrado construir su tesoro individual y defender sus beneficios, resaltando sus valores como sofisma para garantizar una supuesta prosperidad que no ha logrado traducirse en desarrollo integral y, mucho menos, en avance de la democracia. En este sentido, resalta Valencia (2020):

El neoliberalismo promueve la violación de los derechos humanos en tanto acaba gradualmente con la democracia, pues si bien esta forma de gobierno surge para que se cumplan la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad, con el neoliberalismo se garantiza la libertad sin oportunidades, y una libertad de este tipo es un regalo endemoniado, tal como lo menciona Chomsky. (Valencia, 2020, p. 253)

Para el grueso de la población no es fácil distinguir realmente las formas en las que se mimetiza este sistema. A pesar de las contradicciones planteadas entre neoliberalismo, globalización, libertad de mercados y democracia, la realidad es que, mientras una parte del mundo recibe las consecuencias e intenta comprenderlas para superarlas, este modelo, mediante una lógica difícilmente identificable, legitima su acción; ya sea por la fuerza, o por otras vías como el entretenimiento, la seguridad, la comodidad, incluso cierta imagen de democratización, autonomía y libertad.

Harvey (2007) demuestra cómo se han profundizado los niveles de desigualdad, exacerbando las crisis, pues «los efectos redistributivos y la creciente desigualdad social han sido rasgo tan persistente de la neoliberalización como para poder ser considerados un rasgo estructural de todo el proyecto» (pp. 22-23). De hecho, el autor alude a un ejemplo aún más claro para retratar la situación de inequidad, cuando dice que:

Hay algo prodigioso en el hecho de que el valor neto de las fortunas de las 358 personas más ricas del mundo en 1996, fuera «igual al conjunto de la renta del 45 por cien más pobre de la población mundial; es decir, de 2.300 millones de personas». Y lo que es más grave, «las 200 personas más ricas del mundo duplicaron sobradamente su patrimonio neto entre 1994 y 1998, superando el billón de dólares. Los activos de los tres multimillonarios más ricos [superaban por entonces] la suma del pib de los países menos desarrollados y de sus 600 millones de habitantes. (Harvey, 2007, pp. 41-42)

No obstante, el neoliberalismo ha demostrado que las crisis son su mejor oportunidad para reinventarse y hace de ellas la puerta para la reestructuración. Como afirma Bonefeld (1998):

La periodicidad de las crisis no es en la práctica otra cosa que la reorganización recurrente del proceso de acumulación sobre un nuevo nivel de valores y de precios, que de nuevo aseguran la acumulación del capital […] Las crisis, sugería Mattick, han cesado de ser fenómenos periódicamente recurrentes, y se han convertido en la característica endémica del capitalismo. (p. 14)

La reproducción continua de la crisis y, sobre ella, la sensación constante de incertidumbre, facilitan la capacidad de reestructuración del capital. Las posibilidades que este ofrece aparecen como cartas de salvación, entre ellas, la del crédito constante. El resultado: la restauración permanente de una élite, la hegemonía del capital sobre las decisiones políticas y el poder que ello reporta. Este modelo es frecuente en varios períodos de la historia, cuando problemas de exclusión social, política y económica, en regiones como América Latina, Asia y África, han recibido distintas denominaciones, desde el esclavista sistema colonial, hasta el libertario método neoliberal.

Si bien en el caso de América Latina, los gobiernos alternativos al eje neoliberal de la última década, llamados «Marea Rosa» o autodenominados «Socialismo del siglo XXI», lograron romper con unas largas hegemonías políticas en cada uno de los países donde tuvieron lugar, y priorizaron una agenda diferente a la impuesta por los Estados Unidos, no lograron consolidar ni dar continuidad a su modelo «posneoliberal» y «neodesarrollista» (Pereira, 2018). Ello impidió que pudieran revertir la ecuación más allá de sus mandatos, a pesar de los significativos avances en la ampliación de derechos, redistribución e inversión pública para mejorar los servicios sociales. Pereira (2018) concluye que estos gobiernos:

Realizaron esfuerzos buscando la reducción drástica de la pobreza y de la miseria y, de forma más discreta, de la desigualdad. Se puede discutir que en muchos de esos casos eso ocurrió parcialmente por medio de políticas sociales de transferencia de renta condicionada (no universales), y no por la inversión en la expansión y efectividad de derechos sociales universales. (Pereira, 2018, p. 62)

Y, en cuanto a los cambios estructurales que buscaron estos gobiernos, agrega:

Cuando se buscó realizar cambios más hondos en la economía, se hizo una apuesta en proyectos (neo)desarrollistas depredadores de la naturaleza y de los recursos naturales —y en algunos países se profundizó la reprimarización de la economía, la dependencia del petróleo y del agronegocio—. Sin embargo, vale subrayar que estos resultados no pueden considerarse poca cosa, considerando que la región es una de las más pobres del mundo y la más desigual. (Pereira, 2018, p. 62)

Se desmarcaron de una línea dura del neoliberalismo de las derechas tradicionales y sus aliados, y fueron, en un primer momento, mucho más empáticos en sus discursos con las reivindicaciones de luchas sociales y políticas históricas, a pesar del conservadurismo demostrado cuando debieron enfrentarse a temas de género y salud sexual y reproductiva. De todos modos, se debe decir que pusieron en cuestión un modelo de sociedad construido como sentido común y fomentaron un nuevo clima político en la región. No obstante, no encontraron salida frente a algunos laberintos que trae el poder, asumiendo posturas arrogantes, autoritarias y dogmáticas, que no dieron entrada al disenso y la autocrítica. Así, fueron perdiendo apoyos fundamentales entre las bases con las que lograron llegar al poder. El caso de Venezuela es paradigmático en este sentido. Resulta lamentable que, entre sus propios errores, sumados al bloqueo, hoy apenas logren sobreaguar una prolongada crisis política, institucional y económica que, como alternativa al neoliberalismo, igualmente se radicalizó, devino en autoritarismo y fracasó.

Otra nueva crisis se desató luego de la reversión de las décadas de gobiernos alternativos, pues la vuelta al neoliberalismo, con la derecha de nuevo al poder, provocó reacciones autoritarias, por lo menos en casos como los de Brasil y Bolivia. En otros, como Chile y Ecuador, fueron las fuertes reacciones de la sociedad civil las que aparecieron ante las medidas económicas. Los triunfos posteriores de Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce Catacora en Bolivia y Pedro Castillo en Perú, entre otras variables, corresponden a un rechazo a estas lógicas autoritarias que las derechas asumieron después de los gobiernos progresistas, a la crisis institucional y al creciente descontento social por el deterioro de la calidad de vida.

Hoy, el aumento de la pobreza se hace evidente con las migraciones constantes para buscar oportunidades, que terminan alimentando un círculo de exclusión y explotación en países de renta alta. A esto se suman los conflictos internos de carácter socioambiental por la presencia de intereses multinacionales; los grupos armados que se disputan rentas legales e ilegales y que afectan gravemente a la población local; los altos niveles de corrupción estatal que, en medio de la competencia de las empresas electorales en que se han convertido los partidos políticos, saquean los presupuestos públicos. En un contexto como este, la disputa por el poder genera polarización política y confrontación discursiva, exacerbadas por las noticias falsas y la política del engaño.

Un vistazo al caso colombiano

Colombia adoptó, en el año 1991, el paradigma neoliberal como orientador de la economía y la política. Esto ha sido considerado una profunda contradicción, pues, ya se ha dicho, la construcción de un estado de derecho es contraria a un modelo que privilegia el capital antes que el consenso político y toma decisiones basadas en criterios de lucro, como si se tratara de una empresa y no de quien debe pensar en los beneficios o afectaciones sociales. En este sentido, Roncancio (2016) expresa que «la constitución de 1991, aun cuando es garantista (garantiza nominalmente todos los derechos, derecho a la salud, la educación, etc.) es, a la vez, la patente de corso del modelo neoliberal. Esto es, privatiza, mercantiliza, terceriza estos mismos derechos» (p. 72). En esa línea, para Echeverri (2006) el neoliberalismo:

Por oposición al principio de solidaridad que éste proclama, enfrenta el del individualismo; al de igualdad sustancial o material opone la racionalidad del mercado; a la planificación de la economía orientada a la obtención de la justicia social, enfrenta la libre competencia que a cada uno da lo que le corresponde en la lucha por la vida. (Echeverri, 2006, p. 89)

Esta fue la fórmula que se introdujo al país para solucionar los problemas históricos de violencia: el espejismo del desarrollo basado en el crecimiento económico, ingresando en la economía global y la libre competencia. El slogan de la campaña presidencial de César Gaviria Trujillo (1990-1994), «bienvenidos al futuro», se convirtió en la premonición de un escenario de profundización de la violencia y la crisis humanitaria. Tanto que el anuncio se hizo en medio de las heridas aún abiertas por el asesinato de cuatro candidatos presidenciales y una guerra indiscriminada contra los carteles de la droga, que alimentaron a los grupos paramilitares para eliminar, con la complicidad de actores del Estado, a líderes de partidos y movimientos de izquierda.

El cambio de modelo económico estuvo directamente relacionado con las relaciones de poder imperantes en el país y con ello no sólo se establecieron los principios de la economía colombiana sino también los del Estado a través de la implementación del modelo de pensamiento neoliberal que no se realizó por mecanismos democráticos sino a través de la exclusión del otro y la eliminación física del contrario, es decir, del reforzamiento de una cultura política autoritaria. (Díaz, 2009, p. 226)

Así, en medio de un clima exacerbado de violencia política, el neoliberalismo irrumpe en Colombia como carta de salvación. Sin embargo, una larga historia de pugna entre los partidos tradicionales (Liberal y Conservador), se sumó al cierre del campo político para otras expresiones en el contexto de aquella confrontación donde, incluso, se hicieron pactos para repartirse el poder en alternancia y bajar las tensiones. Estos pactos de élites provocaron profundas fracturas en lo social y en lo político.

Finalmente, la crisis de legitimidad del sistema político y la crisis de rendimientos y adaptación del sistema económico -crisis de integración social y crisis de integración sistémica- no condujeron a que se desarrollara un Estado social de derecho en Colombia, como formalmente lo estableció la Constitución de 1991, sino por el contrario, un Estado orientado por los principios neoliberales y de carácter autoritario, todo ello debido a las relaciones de poder imperantes en el país entre 1974 y 1994. (Díaz 2009, p. 226)

Desde los prolongados estados de excepción de la década del 70, hasta los toques de queda por la situación de violencia contra el narcotráfico, entre las décadas del 80 y del 90, el modelo neoliberal ha profundizado la crisis de un conflicto de larga duración que ha cambiado de actores, pero que, en esencia, mantiene una constante: la exclusión, la estigmatización de las expresiones alternativas al poder y las manifestaciones de la sociedad civil, sobre todo aquellas que provienen de la izquierda.

Las principales consecuencias políticas del neoliberalismo son las de la neutralización y despolitización de lo político, puesto que desde su implementación en Colombia han sido asesinadas personas inocentes que por encima del lucro y el beneficio personal han decidido defender los derechos humanos, la dignidad humana y el bienestar obteniendo a cambio la muerte, la persecución y el silenciamiento. (Valencia, 2020, p. 262)

La vida es la que sigue en mayor grado de vulnerabilidad con la aplicación de políticas neoliberales, pues depende, fundamentalmente, de la calidad de servicios públicos, sobre todo en territorios donde no se ha consolidado una estructura económica, social y política, más allá de la presencia militar. Paradójicamente, aquella presencia del Estado, a través del aumento del pie de fuerza del Ejército y la Policía, en vez de resolver el problema, lo profundiza. Roncancio (2016) reconoce que «el resultado de esta tendencia político-económica de desarrollo es una globalidad opresiva en la cual múltiples formas de violencia toman crecientemente la función de regulación de la gente y de las economías» (p. 67).

En consecuencia, el modo de vida democrático se convirtió en una permanente lucha por la sobrevivencia, en un contexto muy hostil para ejercerla. Ahora, los problemas asociados a la globalización económica han repercutido con mayor severidad en países donde los conflictos existentes ya amenazaban con la ruina a sectores como el agro y, por lo tanto, a la población campesina y a los pueblos indígenas. Ocurre entonces que:

En medio de la crisis ambiental, hoy generalizada en todo el planeta, al ser numerosos los componentes de la crisis civilizatoria que hoy soportamos, se conforma toda una serie de dinámicas de despojo territorial, violación masiva a la condición humana, criminalización sobre la protesta social; de manera general, se experimenta hoy toda la reproducción de políticas transnacionales que van en contravía de los pensamientos de las comunidades, y de los intereses de los grupos sociales. (Capera et al., 2015, p. 79)

De esta manera, es muy complicado pensar en condiciones reales para la paz en Colombia mientras exista una amenaza en contra de quienes pueden contribuir a transformar los conflictos, con el apoyo decidido de los gobiernos del orden nacional, regional y local, además de lo que ya aporta la comunidad internacional en términos del pos-acuerdo. Al respecto, Roncancio (2016), comenta que:

En el marco de la actual Constitución, de las políticas económicas del modelo de desarrollo mercantilista, consumista, actualmente basado principalmente en la extracción mega minera, es contradictorio, por no decir imposible, construir un proceso estructural de paz en nuestro país, con respeto y accesibilidad real y efectiva a los derechos humanos, empezando por el derecho a la vida, a la vida digna, para el buen vivir. (Roncancio, 2016, p. 72)

En tal sentido, desde la firma del acuerdo de paz, entre los años 2016 y 2020, en Colombia se presentaron 1116 asesinatos de líderes y lideresas sociales, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz, 2021). Los más afectados son quienes se dedican al liderazgo comunal y comunitario, la población indígena, campesina y afrocolombiana, además de los defensores de los derechos humanos y, como se ha dicho, paradójicamente, en lugares definidos como de prioridad por el Estado para su protección. Sobre esta serie de asesinatos, Sánchez (2020) sostiene que:

Hoy el gobierno nacional lo atribuye sólo a la actuación de Grupos Armados Organizados (GAO), al narcotráfico y a la minería ilegal. Excluye de las causas la lucha por la tierra, la defensa de los territorios, la resistencia ante la explotación de recursos naturales, los monocultivos legales o agroindustriales y obras de megaestructura y la disputa por planes de vida antagónicos al modelo neoliberal impuesto y establecido, desconociendo la diversidad. (Sánchez, 2020, p. 31)

La consecuencia de esta acción contra quienes tienen capacidad de incidencia en los territorios se da, directamente, en los procesos democráticos en el ámbito local, pues, según la investigación de Ávila (2020), produce la eliminación de la oposición a través del silenciamiento de los liderazgos. Los asesinatos se convierten en factores ejemplarizantes de lo que le puede pasar a los demás.

La destrucción de los liderazgos y de los movimientos sociales está llevando a la creación en Colombia de autoritarismos sub nacionales, unos enclaves autoritarios donde no hay oposición, nadie hace control político y en general se da una situación de homogeneización política en la que el disenso es castigado con la muerte o el desplazamiento. (Ávila, 2020, p. 14)

Ni la pandemia fue factor de incidencia para la disminución de la violencia en contra de los líderes y lideresas, pues, como dio a conocer el Programa Somos Defensores, en su informe La Mala Hora (2021), «el 2020 se consolida como un año nefasto para el ejercicio de la defensa de los derechos humanos, con un promedio de 2,64 agresiones por día» (p. 79). Según la entidad, las agresiones pasaron de 844, en 2019, a 969 durante el 2020, al igual que los asesinatos, que se incrementaron un 60,4% con respecto al 2019, y se constituyó en la cifra más alta en los últimos 11 años, con 199 en total. Somos Defensores (2021) dice en este informe que «la mayoría de los asesinatos se presentaron cuando las personas estaban en sus viviendas o en sus alrededores realizando actividades cotidianas, con sus familias y cumpliendo con las medidas de aislamiento» (p. 93), lo que demostró su grado de vulnerabilidad por las restricciones de movilidad.

Sumado a esta grave situación, el contexto de pandemia evidenció los niveles de pobreza que enfrenta el país. Los avisos de auxilio con banderas rojas en las ventanas y balcones de las viviendas, en distintos lugares, fueron la señal que activó la movilización de sectores sociales y políticos en demanda de atención urgente y prioritaria a, por lo menos, 7,46 millones de hogares pobres. Sin embargo, como ya se sabe, es algo que venía sucediendo con la profundización del modelo neoliberal y, por lo tanto, se presentó la exigencia de una renta básica para los más vulnerables. La campaña, adelantada por diversas organizaciones sociales, centros de pensamiento, universidades del país y por la coalición de oposición al Gobierno en el Congreso de la República, denominada Renta Básica Ya (2020), consignó en su página web que:

Según cifras del DANE[1], en 2020 el 42,5% de la población del país se encontraba en condición de pobreza y el 30,4% en situación de vulnerabilidad. En el mes de abril, el desempleo nacional se ubicó en un 15.1% —0,9% más que en marzo—. El mismo dane señala que para marzo de este año, 21,02 millones de personas subsistían con $331.688 mensuales y 7,47 millones, con menos de $145.004 al mes (s. p.).

Pese a esto, el proyecto de ley por una Renta Básica de emergencia ha sido obturado dos veces en el Congreso, mientras el Gobierno y sus bancadas argumentan la falta de recursos para cubrir los costos de una renta permanente para defender sus políticas de subsidios, muy propias de un modelo clientelista, contrario al papel garantista que aplicaría un Estado social de derecho. En ese sentido, por dar un ejemplo, se entregaron, durante la pandemia, recursos suficientes a los bancos, a través de las comisiones por entrega de subsidios, pero insuficientes recursos a las pequeñas y medianas empresas o entidades artísticas y culturales.

En medio de medidas como las descritas es que llegó la propuesta de reforma tributaria, que había sido anunciada desde el año 2020, y que fue presentada al Congreso en abril del 2021. Esto fue lo que generó el estallido social del 28 de abril, con las graves consecuencias de violencia policial que, según la ONG Temblores, dejaron 44 homicidios al 28 de julio de 2021, donde el presunto agresor fue un miembro de la fuerza pública (2021). En este caso del Paro Nacional, quedó demostrado el autoritarismo con el cual se ejercen las garantías constitucionales en Colombia. Sin desconocer que también existieron disturbios, el mismo gobierno, ante la vista de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), reconoció que la mayor parte de las movilizaciones fueron pacíficas (CIDH, 2021).

Por tanto, se usaron la fuerza desmedida y la estigmatización como formas de desprestigio de la protesta, una constante del régimen político colombiano que se ha implementado históricamente con otros repertorios de acción colectiva presentados en el país. El paro nacional ha quedado en la historia reciente de Colombia como una huella del sentido autoritario de su democracia, pues ante la expresión pública de la ciudadanía movilizada, no se buscaron caminos de diálogo y concertación. La respuesta fue la represión y el desgaste del que ahora es su nuevo enemigo interno: la ciudadanía crítica que se opone a una realidad agobiante para el grueso de la población.

Conclusiones

El neoliberalismo en Colombia, que llegó como una fórmula salvadora del futuro en la década del 90, con el sofisma de que el crecimiento económico y la inversión extranjera serían la solución a los problemas de un pasado marcado por la violencia política, terminó por exacerbar una crisis económica, social e institucional que, contrario a lo esperado, profundizó su carácter autoritario en el modo de vida democrático. Esto se percibe tanto en la actuación del Estado frente a las expresiones políticas alternativas, como entre quienes, usurpando sus funciones en los territorios, ejercen el poder para controlar a la población y sacar usufructo de economías ilegales, robustecidas por las fórmulas del sistema de economía global.

Una contracción entre beneficios y perjuicios de la aplicación de este modelo económico ha producido una profunda brecha de desigualdades en un país que, al tiempo que promulgaba una Constitución garantista de los derechos de las ciudadanías, celebraba abrir las fronteras al libre comercio. Esta ruptura entre lo económico y lo político fracturó el desarrollo de la democratización que se esperaba y, por el contrario, sembró el germen de nuevas formas de exclusión y marginalidad, al tiempo que restauró los procesos de estructuración de las élites y la constitución de una nueva hegemonía del capital financiero sobre las decisiones políticas. El crecimiento económico, por consiguiente, no se tradujo en descentralización del poder, como lo contemplaba la Constitución, ni en redistribución de la riqueza, ni en la garantía plena para los derechos humanos.

La trampa del progreso mostró su verdadero rostro y evidenció que los poderes establecidos en Colombia desde hace más de un siglo, aquellos que usaron la exclusión política y la represión como fórmulas para detener otras fuerzas en competencia, se reeditaron con renovadas estrategias igualmente autoritarias y aprovecharon las acciones de los distintos enemigos internos para prolongar su acción antidemocrática. El modelo neoliberal se constituyó así en un factor de estabilización económica para algunos sectores, pero de desestabilización para quienes ahora afrontan sus consecuencias estructurales.

Colombia enfrenta hoy una de las crisis humanitarias más profundas del continente, mientras intenta consolidar un acuerdo de paz que ha sido estancado por sectores en el poder y con mayorías parlamentarias quienes, además, han estigmatizado a las instituciones del sistema de verdad, justicia, reparación y no repetición, creadas con el acuerdo de La Habana. A pesar de los obstáculos, estos organismos persisten en su trabajo de esclarecimiento, búsqueda de los desaparecidos y de justicia para las víctimas, con el fin de avanzar en el proceso de reconciliación que requiere esta sociedad cansada de las violencias y la injusticia históricas.

La pandemia ha dejado en evidencia las consecuencias de este modelo: un país más pobre, en los primeros lugares de corrupción en el mundo y donde más se violan los derechos humanos, pese a tratarse de un Estado social de derecho que se precia de tener la democracia más antigua y estable de América Latina. Resulta claro cómo sus procesos autoritarios, legales e ilegales, preservan un proceso «democrático» ajustado para quienes se benefician del orden inconstitucional, con la anuencia de un Estado incapaz de preservar la vida y la dignidad humana.

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Notas

[1] Departamento Administrativo Nacional de Estadística.
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