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El lenguaje discreto en el archivo fotográfico de Mariana Yampolsky
The Discreet Language in Mariana Yampolsky Photographic Archive
Designio. Investigación en diseño gráfico y estudios de la imagen, vol. 5, núm. 1, 2023
Fundación Universitaria San Mateo

Artículos de investigación

Designio. Investigación en diseño gráfico y estudios de la imagen
Fundación Universitaria San Mateo, Colombia
ISSN-e: 2665-6728
Periodicidad: Semestral
vol. 5, núm. 1, 2023

Recepción: 29 Junio 2022

Aprobación: 26 Junio 2023

© Fundación Univeristaria San Mateo

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Resumen: Desde la archivística conceptual y la teoría crítica, este trabajo propone una lectura del archivo de Mariana Yampolsky. Más allá de ser algo que se identifica con las curadurías que se suelen elaborar sobre Yampolsky, basadas en valores artísticos y estéticos, y en el documentalismo antropológico, este trabajo lee el archivo como algo que posee un lenguaje discreto, propio y diferenciado respecto de los discursos curatoriales evidentes que se montan tomando como punto de partida este archivo, y, por lo tanto, el archivo es repositorio de valores distintos que pueden empujar otro tipo de interpretaciones de la obra. Frente a la belleza, lo acabado, lo orgánico, lo perfecto del lenguaje evidente, el lenguaje discreto del archivo, enfatizando la mediación de la técnica fotográfica, propone la fragmentariedad, lo escópico, lo siniestro. Frente a una experiencia subjetiva basada en la identidad, de continuo temporal, de melancolía que trata de recuperar la totalidad perdida de la tradición, la experiencia subjetiva moderna podría interpretarse, desde este archivo, desde la mediación de la técnica, como algo fragmentario, desplegado hacia la singularidad temporal y espacial, como algo no identificable con matrices de sentido y significación saturadas, como la de lo nacional y la de determinadas ideologías.

Palabras clave: archivística conceptual, subjetividad, modernidad, técnica, archivo, fotografía.

Abstract: From the conceptual archival and critical theory, this work proposes a reading of Mariana Yampolsky's archive. Beyond being something that is identified with the curatorships that are usually made of Yampolsky's, based on values artistic, aesthetic, and anthropological documentary, this work read the archive as something that has a discreet language , own and differentiated with respect to the evident curatorial discourses that are assembled taking this archive as a starting point, and that, therefore, the archive is the repository of a series of different values that push other types of interpretations of the work. Faced with the beauty, the finished, the organic, the perfection of the evident language, the discreet language of the archive, emphasizing the importance of the mediation of the photographic technique, she proposes fragmentariness, the scopic, the sinister. Faced with a subjective experience based on the identity, of a temporal continuum, of melancholy that tries to recover the lost totality of tradition, the modern subjective experience could be interpreted, from this archive, based on the mediation of technique, as something fragmentary, deployed towards temporal and spatial singularity, as something not identifiable with saturated matrices of meaning and significance, such as that of the national and that of certain ideologies.

Keywords: Conceptual archival science, subjectivity, modernity, technique, archive, photography.

Introducción



Cualquier foto puede mentir, el problema está en captar un momento que se reconoce, yo, antes que nada, quiero compartir lo que veo con los demás, tomar solo lo que siento, capturar una expresión, sin ser una intrusa. Muchas veces siento que las mejores fotos son las que no he tomado y por lo mismo siempre sigo trabajando. Esa es mi realidad: en ella me desbordo.

Fuente: Mariana Yampolsky (1985)

Alrededor de la vida y de la obra de Mariana Yampolsky (1925-2002) se han escrito numerosos textos en los que se privilegia la consistencia de su mirada para descubrir los claroscuros de los diversos mundos, rurales y urbanos, que habitan el territorio mexicano; sus tradiciones, sus formas, su producción artesanal y las demandas sociales de un tiempo que se desvanecía ante el embate de la modernidad que avanzaba –inexorable– a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Lecturas enhebradas con la sorprendente historia de su periplo en el país en el que decidió vivir y crear su prolífica obra artística y documental; primero en el Taller de la Gráfica Popular y después en su trayectoria fotográfica, así como en su labor como curadora, editora e ilustradora; detallan las temáticas que captó a través de su lente (la infancia, la arquitectura, las haciendas, las contradicciones culturales y lo kitsch), las exposiciones en las que participó de manera individual y colectiva; además de los numerosos proyectos educativos en los que colaboró (como en la edición y la ilustración de la Enciclopedia Colibrí publicada en 1979 por la Secretaría de Educación Pública [SEP] y editorial Salvat). En todas estas lecturas se enfatizan su amor por México, los muchos recorridos que realizó para conocerlo –tanto “a pie” como a bordo de su mítico Volkswagen– y su interés por la educación. De la misma manera en la que se le reconoce la cálida dimensión humana que la definió y el cariño con el que se relacionó con las personas que conoció y fotografió: rasgos, todos ellos que, a decir de estas lecturas, caracterizan cada faceta de su trabajo[1].

Varios de los autores que estudian la obra de Yampolsky coinciden en identificar en sus selecciones y cartografías fotográficas una reflexión artística que remite en parte a cierto registro antropológico. En ellas se documentan escenas, estructuras y momentos del mundo rural y la tradición mexicana que merecen ser entendidos, estudiados y preservados[2]. A un tiempo, dicha documentación se conjuga con una particular sensibilidad estética y con la experiencia artística que construyó a lo largo de toda su vida. Una mixtura singular, entonces, que le permitió observar y volcarse en temas centrales como la arquitectura vernácula, lo efímero (que encontró en el arte popular) o los numerosos detalles que pueblan su obra, tanto de objetos como de diferentes escenarios naturales.

En diciembre de 2021 el Archivo Fotográfico de Mariana Yampolsky, resguardado en la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero de la Universidad Iberoamericana desde 2018, fue reconocido por el Comité Mexicano Memoria del Mundo de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) como patrimonio documental de la humanidad (IBERO, 2021). Aunado a este reconocimiento, en mayo de 2022 se conmemoró su vigésimo aniversario luctuoso por lo que diversas entidades culturales, artísticas y académicas en México prepararon investigaciones, exposiciones y nuevos análisis para difundir su obra, motivo por el cual deseamos sumarnos a esta celebración con una reflexión sobre su archivo y la cualidad contingente que lo habita.

Nuestra propuesta en este texto es ofrecer una aproximación, desde una perspectiva teórica y transdisciplinar derivada del pensamiento de autores como Slavoj Žižek, Georg Lukács, Walter Benjamin, María Mercedes Andrade, Constanza Caraffa, Lev Mánovich, José Raúl Pérez, Edwin Culp, Fernanda Magallanes, Georges Didi-Huberman (sin ser exhaustivos en la enumeración), entre otros, a otras posibles formas de lectura del archivo fotográfico de Mariana Yampolsky. En ese sentido, se aspan como vectores críticos un desarrollo teórico un tanto “diferencial” sobre la técnica fotográfica en sí (y su inherente toma y creación de la imagen –es decir, la máquina fotográfica con facultades motrices que se habían estrenado no tan atrás en el tiempo[3] cuando Yampolsky comenzó a tomar fotografías–), además de una reflexión en torno a la reponderación del lenguaje discreto que mora en las secciones y series de imágenes que componen el acervo.

Por consiguiente, mediante este quiasmo teórico y crítico se trata de debatir con las lecturas tradicionales, confrontándoles: primero, de la mano de la técnica fotográfica, de la mediación experiencial que esta comporta, es decir, de las coordenadas fragmentadas y taylorizadas[4] de la estructura material y la superestructura cultural (como consecuencia del despliegue del proceso histórico moderno y, en específico, de una de las estaciones de este: la revolución industrial y su contraparte en la “cultura”, como el cientificismo positivista tal adalid de una especialización en formas y sistemas epistemológicos aislados y, supuestamente, autopoéticos y autosignificantes)[5], en que tiene lugar su toma/creación de imagen.

Es un repensamiento de la subjetividad y de la experiencia subjetiva que propone la radical negatividad de estas, en cuanto se estarían sustrayendo, de continuo, de la identificación con cualquier matriz “holística”. Dicho “holismo” entendido como hipostatización[6] en una semiosis totalizante y totalitaria, ya sea dicha identificación de índole biográfica, epistemológica, artística, estética, nacionalista, territorializante o ideológica, así como política. En consecuencia, de conformidad con esta lectura podríamos afirmar, junto a Slavoj Žižek (2019), que “la intervención [subjetiva de Yampolsky] propiamente dicha no se produce dentro de las coordenadas de alguna matriz global subyacente, puesto que lo que (esa intervención) logra es precisamente la ‘reorganización’ [ad perpetuam] de esta misma matriz global” (párr. 18) y, por lo tanto, la persistente constatación de su inconsistencia en cuanto totalidad.

Segundo, de la mano del lenguaje discreto[7] contenido en el acervo, un repensamiento y revalorización del concepto de archivo que impide su exclusiva identificación como capital nutricio para la cartografía curatorial al uso donde, por ende, se reproduce y replica la lectura tradicional y unimisma sobre la obra de Yampolsky. Es decir, mediante nociones como falibilidad artístico/estética, inorganicidad fragmentaria, pulsión escópica/siniestra de la imagen, espacio de abyección contrastado al lenguaje evidente del montaje (presente en la cartografía curatorial), contenidas todas ellas en la serializaciones y esclusas que integran el archivo; en la propia conceptualización del archivo de Yampolsky se inscribe (valga la redundancia) una óptica alternativa que mira hacia el exceso radical (hacia el asombro o a lo irreductiblemente singular), que desborda la lógica equivalencial a la que lo sujeta, en cuanto archivo, como la idea totalitaria y excluyente del capital nutricio.

Por tanto, nos habla de otro tipo de “valor” contenido en la obra de Yampolsky que se resiste a la identificación con la documentación antropológica instigada desde una “sensibilidad artística” que ofrece la cartografía curatorial en turno (participando de valores como el “acabamiento”, lo “orgánico” y lo “perfecto”). No sobra añadir aquí que esta clase de lógica equivalencial no es inocua. La mirada antropológica y estetizante mencionada contribuye a la aprehensión del trabajo de Yampolsky en lugares comunes como el de la exotización romántica del territorio mexicano por parte del extranjero enamorado que quiere identificarse “nacionalmente” con él; como el del vaciamiento, normalización y naturalización político, por parte del discurso nacional, de tramas y agencias emancipatorias como aquellas que habitaban en el proyecto del Taller de la Gráfica Popular[8] o en el de los desarrollos teóricos a los que va guiando la pregunta antropológica[9] (progresivamente contrastados a los de los discursos oficiales).


Figura 1
“Mariana Yampolsky”
Nota. CMY36718 (Universidad Iberoamericana, s.f.)

Relación fotografía-archivo



A veces regresa uno con las manos vacías, otras veces las horas del día no alcanzan para todo lo que se ve. México es prodigioso, a cada vuelta de esquina hay sorpresas, cosas que no te imaginabas. Hay que estar abierto a los diferentes paisajes, a las casas hechas por las mismas manos de quienes las va a habitar. Es tan vasto lo que uno encuentra que no alcanza toda la vida (…) Creo que todos los humanos me interesan y todo lo que está hecho por los humanos, aunque no todo, selecciono. Pero me interesa el hombre, lo que hace y en su entorno. Entonces queda muy poco fuera. Creo que el papel del fotógrafo es descubrir y no inventar (…) Incluso puedo decir que nunca construyo. Tengo un respeto infinito por las cosas como se dan en la naturaleza.

Fuente: Mariana Yampolsky (1991)

La relación entre la fotografía y el archivo entronca con diversas problemáticas propias de la estación cientificista de la modernidad, que continúan vigentes; donde “la verdad” constituye el más preciado valor que legitima la producción de sentido y, por ende, la forma en la que la cosmovisión occidental se configura. En el debate convergen la historiografía, la fotografía (por su técnica y la creencia de la modernidad decimonónica en su incuestionable objetividad para “capturar” la naturaleza) y el archivo, que se convierte en el depositario de los documentos que poseen la cualidad de testimonio fiel del pasado, debido a su aura[10] de originalidad, organicidad y unicidad.

En su estudio sobre la apreciación científica que el siglo XIX hizo de la fotografía, los daguerrotipos y la técnica que introdujeron; la historiadora canadiense y especialista en fotografía, Joan M. Schwartz (2007), explica la noción de verdad fotográfica mediante:

[Su] capacidad (…) para transmitir, a través del tiempo y del espacio, lo que se creía que era objetivo y los actos evidentes de forma visual, permitió a la fotografía actuar como una nueva forma de comunicación. En este papel, la fotografía constituyó una nueva y poderosa tecnología de transferencia de información que ofrecía un camino más realista, más objetivo y más verídico hacia el conocimiento por la representación inmediata. (p. 180)

Con el correr de los años, y el desarrollo de un pensamiento crítico frente a las estructuras epistemológicas de la modernidad iniciado por autores agrupados en lo que se conoció como la Escuela de Fráncfort y, posteriormente, alrededor del estructuralismo y el posestructuralismo, la discusión se ha ampliado considerablemente. Desde diferentes saberes se ha ponderado su valor como testimonio histórico integrando perspectivas que consideran tanto la complejidad material de los documentos fotográficos, como la experiencia subjetiva que implican la creación artística, la representación de lo real y la cultura de la imagen[11]. Como consecuencia, da cabida a interpretaciones que entienden la imagen de manera problemática y que lindan en la memoria personal, social, ética, así como en la capacidad para detonar el pensamiento alrededor de la producción de sentido contemporáneo.

Desde los paradigmas conceptuales de la teoría archivística actual (Mena, 2017) los acervos de imágenes, entre ellos las colecciones fotográficas, han sido partícipes de la recontextualización de los archivos y de la resignificación de documentos y fondos que, de manera sustantiva, determinan la forma de su historicidad y los sistemas de valores con los que se concibe su clasificación. En el entendido de que existen posibilidades mucho más ricas para catalogar compendios de imágenes que las que meramente reproducen un relato, se plantea la necesidad de una ordenación y una descripción que consideren la complejidad y la profundidad de una imagen: sus diferentes tiempos, sus multifacéticas relaciones, sus diversas funcionalidades, incluso sus múltiples experiencias y singularidades.

Tras una ininterrumpida labor de creación de más de 30 años[12] el archivo de Mariana Yampolsky agrupa cerca de 66 mil negativos en los que pueden identificarse secuencias y series fotográficas tomadas en aproximadamente veinte Estados de la República de México y que revela la clara preocupación e intencionalidad de la artista por resguardar la memoria de los pueblos que fue visitando y conociendo. Rebeca Monroy Nasr (2018), quien colaboró directamente con la fotógrafa, narra cómo a raíz de un deseo expresado por la propia Yampolsky en el año 2000 fue creado su archivo y la Fundación homónima que, entre diversas especificaciones pedía:

Que su archivo se quedara en el país (…) que tuviese mayor difusión y se pudiese investigar sobre su obra y extender su compromiso preclaro con los grupos no hegemónicos, su arte y sus tradiciones [y que] viniesen investigadores extranjeros a estudiar su obra. (p. 59)


Figura 2
Fotografía digital de Cecilia Sandoval 1
Nota. Archivo de Mariana Yampolsky. Fotografía tomada por Sandoval (2022a)


Figura 3
Fotografía digital de Cecilia Sandoval 2
Nota. Archivo de Mariana Yampolsky. Fotografía tomada por Sandoval (2022b)

Las miles de imágenes que integran el archivo fotográfico de Mariana Yampolsky parecen conjugar intencionalmente el carácter artístico con el documental. En ellas se puede observar la evolución, la experimentación, así como el perfeccionamiento de su técnica a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Como se ha visto, un buen número de ellas fueron creadas para ilustrar temáticas concretas y otras tantas, la mayoría, constituyen materiales que, leídos como capital nutricio, de la mano de la propia Yampolsky y en operaciones ulteriores, se han traducido y reproducido en determinados montajes curatoriales. A estas nos referiremos como cartografías de lo antropológico/sensible y, generalmente, se identifican con cierta mexicanidad que ha tendido a empatarse con el discurso nacional hegemónico. Sin embargo, a pesar de tener una primera catalogación, aunada al valor que le otorgan la autoría y el reconocimiento a la trayectoria de Yampolsky, la investigación y la descripción del archivo siguen constituyendo un importante reto.

Resulta necesario un acercamiento al acervo que comprometa otras miradas que provoquen una reflexión sobre los sistemas de valores con los que se aborda la colección. Entre los grabados, los negativos, las hojas de contacto y los positivos se pueden encontrar, como se descubrió desde el nacimiento del archivo, otras imágenes, tomas diferentes, que no responden a “los temas clásicos” con los que se ha asociado la producción iconográfica de Yampolsky; a decir de Rebeca Monroy (2018):

En esa minuciosa revisión que hicimos en aquellos días notamos que de manera paralela tomaba otras imágenes diferentes, muy atractivas, pero que desbordaban el centro de su producción. Eran imágenes centrífugas, por llamarlas de alguna manera, de lo que le solicitaban para sus libros. Podemos inferir que son el tipo de temas paralelos que todos los fotógrafos documentales desarrollan de manera personal; es decir, aquellos elementos que les llaman la atención y van cobrando vida a lo largo de diferentes momentos, eventos y situaciones. Se cruzan en su camino y los realizan por gusto, como parte intrínseca de su persona, que captan y quedan registrados de manera constante y singular. (p. 60)


Figura 4
“Sin título”
Nota. CMY04722 (Yampolsky, s.f.)


Figura 5
“Sin título”
Nota. CMY05195, CMY05198 y CMY05201 (Yampolsky, s.f.)

La ilusión melancólica de la restitución de la totalidad



…cada ser que toma la cámara tiene otra manera de ver, una manera diferente de acomodar. Acomodar quiere decir acomodar con tu ojo. Eso es lo delicioso de este quehacer. Porque esto que traes por dentro es diferente en cada persona y da variedad. No hay reglas.

Fuente: Mariana Yampolsky (1993)

En su libro Infancia en Berlín hacia 1900 Walter Benjamin (2011) elabora lo que podría ser leído, desde el lugar común, como una suerte de crónica autobiográfica en la que se da cuenta, como apunta María Mercedes Andrade (2021), de la conformación de su subjetividad. Empero esta misma autora agrega:

Sin embargo (…) es posible leer Infancia en Berlín [desde otro paradigma] porque se puede enmarcar dentro de la discusión sobre la modernidad de la cual se ocupó el autor (…) [ya que esta obra] se relaciona con la preocupación por el problema de la experiencia y la propuesta de nuevas nociones de experiencia (…) hemos leído Infancia en Berlín como una biografía (…), pero (…) una lectura otra (…) nos puede llevar a comprender la obra de una nueva manera. (p. 368)

Para explicar este excurso y vincularlo a nuestra reflexión sobre el archivo de Yampolsky, retomando algunas reflexiones ya esbozadas, planteamos una concepción de “modernidad” entendida como un momento cosmovisional (López Austin, 2015) de Occidente que, en el despliegue histórico de sus diferentes estaciones[13], dizque rompe con la tradición (es decir, con sus antepasados occidentales: la antigüedad y el medioevo). El objetivo –en una profunda paradoja– consiste en crear un continuum absolutizante que, inventando de nueva cuenta una tradición (New Age, claro está), absorbe y tergiversa a sus antepasados, esto es, los reinscribe y se reinscribe en una temporalidad vacía y homogénea apuntalada en la proyección etérea de un progreso histórico.

La modernidad inmanentiza, entonces, frente a las temporalidades mítica o teológica, por aquello del “progreso histórico”, una incongruente “historicidad”[14]; pese a la supuesta querencia a la mencionada inmanencia, no resulta ser sino un trascendentalismo secularizado. Así, mediante esta “trascendencia inmanentizada” en la temporalidad se escamotea cuanto en el pasado pudiera radicar de diferencia polémica y conflictiva para con el presente, mientras se apela, al unísono, a un futurible abstracto y, por consiguiente, cancelado de antemano en cuanto diferencialidad (utópica o mesiánica) futura. Futurible abstracto que, a su vez, por descontado cancela las condiciones de posibilidad para, siquiera, conjeturar un presente como diferencia conflictiva, fisurante por ende, para con ese tiempo en principio dinámico pero en realidad estanco y vacío[15].

Cuanto destaca de este argumento, de cara a las cábalas que estamos realizando, es el asunto de la transferencia de la tradición. Parecería que la modernidad (en una operación a todas luces New Age) se estuviera autotransfiriendo del tiempo mítico y el teológico una suerte de totalización trascendente a la vida terrena: es decir, estatuyendo una noción del tiempo en el terreno de la vida que vacía a la vida de vida, en cuanto la homogeniza y le hurta la particularidad de su duración: su singularidad temporal. Interesaría pensar aquí, en el horizonte de nuestro razonamiento, si este género de transferencia no opera también en los rubros de la forma de conciencia moderna –es decir, la subjetividad– y de su manera de experimentar. No sin antes subrayar que, en virtud de las cavilaciones bosquejadas, habremos de pensar en la modernidad, por aquello de la “inmanentización”, como un campo de fuerzas en tensión: en el que algo se (auto)transfiere y replica continuamente desde la tradición, y en el que algo continuamente pugna por pensarse, en sus propios términos, en la imposibilidad (fragmentante) de la totalidad en la radicalidad de la inmanencia.[16]

Conviene detenerse en lo antecedente, retomando algunas cuestiones ya aventuradas. El ser humano existe en la modernidad (a partir de las estaciones más avanzadas de esta) extrañado respecto de las formas y sistemas culturales y materiales en que se piensa y actúa. La taylorización del trabajo –acaecida con la Revolución Industrial y mediada por los avances técnicos–, desplazada a todas las manifestaciones experienciales de la vida, imposibilita el acceso a una noción de “todo” en la relación “contigua” con la transformación y creación del mundo. La taylorización de la superestructura cultural impide a la forma de conciencia subjetiva socialmente aislada[17] el acceso al todo comunitario de antaño rendido a (o tendido hacia) Dios o el mito: la disposición de los saberes no está jerarquizada a la causa eficiente primera de la verdad mítica o teológica (Foucault, 2015).

Empero, hay algo que se autotransfiere desde la tradición: esa noción de “verdad” que ya abordábamos con el “auratismo” documental de la fotografía (y que también podría predicarse, por consiguiente, de la verdad estética contenida en la potencia de esta técnica). Es como si en unos saberes descontinuados, a través de la especialización, persistiese un anhelo de totalidad absolutizante que se autosignificase y autopoetizara tal esa matriz global subyacente tan ubicable en los momentos cosmovisionales de la tradición. Lo mismo podría predicarse, en sí, de la forma de conciencia subjetiva y sus formas de experiencia. La experiencia del yo aislado por las mediaciones técnicas de la materialidad y superestructurales de la especialización añora, melancólicamente, la restitución de una totalidad, empujada desde su “extrañamiento”, es decir, una re-totalización[18] (que no sería otra cosa, como veíamos con María Mercedes Andrade, que el continuum melancólico, absolutizante, del autobiografismo subjetivo), en lugar de contemplar su coyuntura material y superestructural, sin extrañamiento. Lo anterior, como una condición de posibilidad para pensarse autodeterminadamente como diferencia radical respecto de la tradición y de lo que la modernidad se “autotransfiere” de la tradición.

El constante interés de Benjamin por los “instantes o chispazos” transicionales (por llamarlos de alguna manera; verbigracia de la épica a la novela con la mediación de la imprenta, de la novela a la información o el cine con la mediación del periódico y el cinematógrafo)[19], de los adelantos técnicos y su impacto superestructural; nos permite entrever la posibilidad de otra forma de producir el discurso de la cultura occidental y la producción de archivo misma. El horizonte de posibilidad ofrecido por una lectura de la modernidad completamente diferente desde la experiencia fragmentaria (como en Infancia en Berlín hacia mil novecientos) revela el acontecimiento irruptivo que comporta la dimensión interior del sujeto moderno, sustractiva y radicalmente negativa (no totalizante, ni melancólica); no sojuzgada a una experiencia de lo común sometida por la matriz global subyacente de las totalidades y los totalitarismos de la comunidad tradicional y de la metafísica mítica o teológica.

En ese sentido, esta nueva dimensión de la experiencia subjetiva alberga las condiciones de posibilidad para un desenvolvimiento de la experiencia de lo común que se construiría desde cada intervención negativo/singular, no prejuiciada ni hipostatizada por matrices globales subyacentes. Con lo anterior se estarían, valga la redundancia, refundando una experiencia de lo común basada en los antagonismos diferenciales a partir de las identificaciones con la “verdad” o las “verdades”. De más está decir que, aunque no haya espacio para exponerlo en este artículo, la obra de Benjamin rinde por sí misma (como lo ha demostrado Bolívar Echeverría en los desarrollos teóricos que realizó en su propio trabajo, en especial, en el escrito ¿Qué es la modernidad? ya citado en este texto), para comprender cómo todo lo antecedente permanece interdictado por la propia “modernidad”; asimismo, que dicha interdicción proviene de esa naturaleza anfibológica que no le permite ser auténticamente moderna.

Sin abundar más en lo anterior, de conformidad con cuanto hemos argüido, tres son los óbices a los que se enfrenta una lectura renovada de la obra de Yampolsky (frente a las cartografías curatoriales de lo antropológico/sensible). El primero, empujado desde una intuición prejuiciada y rudimentaria de la artisticidad y la esteticidad (autotransferidas desde la tradición), la hipostización de su trabajo en la identificación con un “valor estético” que lo aherroja (orientando y ordenando a la vez la sensibilidad del receptor en esta dirección) a presupuestos como el de la belleza gratificante y edificante, la organicidad totalizante, la perfección “verdadera”. Estos desplazan, claro está, la percepción de sus anversos: el feísmo kitsch, la inorganicidad fragmentaria y escópica, la imperfección siniestra[20], tendida hacia el error, etc.

El segundo, la identificación con un documentalismo de carácter antropológico que, subsumible en los modos de producir sentido que incoa el discurso hegemónico nacional, fuerza a la incorporación en una historicidad gradualista, no problemática, domesticada, de cuanto podría ser leído (de conformidad con los avances de cierta antropología mexicana proscrita por la hegemonía discursiva) como una temporalidad completamente otra, arqueológica, ruínica y destruida. Desde el pensamiento benjaminiano, habla de un trauma con el que, a fin de cuentas, resulta imposible la identificación: solo la continua iteración dialéctica de un duelo que data un antagonismo radical.

El tercero guardaría relación con la identificación de la obra de Yampolsky con las inercias intencionales de su autora, esto es, con un subjetivismo biografista y totalizante, en los términos teóricos ampliamente desarrollados acápites arriba. De este último óbice dimanarían, entonces, una intencionalidad primigenia que intenta desenvolverse como una fuerza emancipante (aquella que abreva del Taller de la Gráfica Popular, insurgente, en principio, para con las totalidades y los totalitarismos del metarrelato nacionalista posrevolucionario); así como una intencionalidad sucedánea, de carácter soberano y dominador que violenta a la obra hacia una suerte de anagnórisis que imbrica subjetividad, nacionalidad, territorio y soberanía.

Como veremos, la primera intencionalidad se rinde a la segunda, pues acaba por vaciarse de potencia antagónica, polémica y conflictiva. Justamente, en virtud de que se mueve en las mismas coordenadas estructurales que la intencionalidad sucedánea, es decir, aquellas coordenadas abundantemente descritas de la subjetividad biografista que, pese a haber poseído un motor primero de talante sublevatorio (en este caso particular de Mariana, claro está, por su inscripción temprana en el Taller de la Gráfica Popular), anhela una identificación melancólica con una retotalización.


Figura 6
“Sin título”
Nota. CMY32552 (Yampolsky, s.f.)

Explicitamos estos tres óbices con esta serie de cuatro imágenes tomadas por Mariana en Tlacotalpan, Veracruz, si bien la riqueza de su archivo ofrece innúmeros ejemplos y problemáticas alrededor de los atados de silencios que circundan las cartografías y los discursos de lo evidente. La primera fotografía ha sido expuesta en curadurías museográficas y se ha utilizado como ejemplo de la iconografía confeccionada por su autora. Convoca la cartografía de lo antropológico/sensible que hemos abordado en este texto debido a que sus cualidades pueden ser asimilables desde la centralidad estética que se traduce en una composición que refleja belleza y totalidad.

Constatamos un documentalismo antropologizante y folclorizante del trabajo artesanal (una labor, la de la confección de máscaras, no taylorizada, ni industrial, en la que se invierte un tiempo improductivo, que queda relegada a curiosidad exótica) y la pobreza, conciliadas en una imagen de la vida cotidiana que ofrece organicidad, inspira ternura y abreva en el sentido gratificante y edificante de lo “bello”. Ser repositorio de una “verdad estética” (y de un documentalismo antropológico) es cuanto torna en mera superficie una posible profundidad polémica y, por ende, cuanto crea cadenas de significación para que sea aprehendida por el discurso nacional hegemónico, alejado culpablemente de las tensiones sociales y del conflicto político e histórico, material del que podría ser continente.

Sin embargo, una cercanía mayor al archivo, si se lee a contrapelo (del “producto acabado” hacia el archivo), envidaría con una reflexión que considera la seriación de las imágenes, brindada por la propia técnica (por las metodologías emanadas de esta y por las prácticas en derredor ejercidas por Yampolsky), la observación de la fragmentariedad y la multiplicidad de la experiencia (su intervención trastocante). En ese sentido, pone sobre la mesa valores diferentes que quiebran la superficialidad de la identificación con la “verdad estética” y, con ello, desintegran la consiguiente identificación con la cauda de “verdades” (nacionales, hegemónicas, ideológicas y oficiales) a la que podría ser escalada. Los numerosos fotogramas que componen el acervo y que son desestimados, o editados para tal o cual lectura, en su conjunto y en su diferencia posibilitan el abismamiento hacia “verdades otras” y hacia “realidades otras”. Estas se apartan no solo de la idea de la fotografía instantánea que captura el movimiento y la fugacidad del instante decisivo al que aludía Cartier-Bresson, sino de la producción de sentido moderno o, mejor dicho, de “sentidos modernos” incoherentemente concebidos como “fetiches” de la totalidad perdida.


Figura 7.
“Sin título”
Nota. CMY32551 y CMY32553 (Yampolsky, s.f.)

En la segunda y la tercera imagen observamos escenas que ya no son perfectas desde la lectura de la fotografía “acabada”. En ellas hay movimiento y en ambos casos el principio compositivo se ve interrumpido por miradas hacia un “afuera” de la fotografía. Así, se impone el sinsentido de lo escópico y la focalización de la imagen se fuga hacia elementos y suplementos. Estos no son evidentes pero desde el margen sugieren la desconfiguración de la realidad idílica para revelar otro espacio distinto, diferentes perspectivas e intervenciones sobre un nuevo hecho. Esta irrupción del hecho e intervención se produce por la técnica misma, quizá al intentar tomar la foto tanto la niña como la mujer se distraen, se mueven y miran hacia otra dirección abismando la imagen hacia otro (no)lugar, dirigiendo su atención hacia la realidad fuera del encuadre. La técnica reinscribe la presencia/ausencia del fallo estético[21], pues fisura la saturación de su sentido en cuanto “verdad”, pone en entredicho la probable intención original al revelar la operación de montaje y dislocar el principio compositivo.


Figura 8
“Sin título”
Nota. CMY32554 (Yampolsky, s.f.)

Finalmente, en comparación con la primera, la cuarta fotografía coincide con la segunda y la tercera a la hora de fallar en los principios de esteticidad acabada a los que nos referimos y a la hora de poseer una pulsión escópica; empero, lo que pesa en ella es el componente siniestro. La imagen del hombre se desdibuja y queda casi perdida en la sombra, al mismo tiempo que la mirada de la niña adquiere fuerza y se transforma en un componente que “extraña” y desfamiliariza la composición de la foto: al interpelar fijamente a la cámara acusa la latencia –como presencia/ausencia– de la intervención amenazante de Yampolsky sobre lo familiar. A su vez, exhibe la artificialidad del montaje y desordena, desmiembra, la certidumbre de lo cotidiano: esa cotidianidad próxima, normalizada, naturalizada (que pretende capturarse, como en la primera foto, desde la intencionalidad de un montaje) se desordena y reordena en “otro” código, se vuelve siniestra[22].

Desde el plano de lo irreductible, de lo inobservable, de lo radicalmente diferente, de lo no aprehensible, la intervención de la cámara hace que bullan los planos de profundidad conflictivos (políticos e histórico-materiales) que velaba la superficialidad “verdadera” del “logro estético”. Emerge la precariedad de la vivienda, una pobreza que demanda e increpa, el carácter rudimentario de la máscara, de la artesanía; los ropajes que comienzan a tornarse desgalichados y harapientos, la insalubridad, el mobiliario destartalado, el rostro racializado de la niña –casta popular/mestiza[23], o indígena– que reintroduce; frente a las arengas épicas de la oficialidad discursiva de la hegemonía. Un rincón perdido, traumático, destruido, arruinado, de la “Historia”, de una “Historia” otra –radicalmente antropológica y arqueológica en su alteridad antagónica– atravesada por la violencia colonial y la de la sociedad de clases, obliterada y nunca resarcida por los falsos progresos.

Por consiguiente, frente a los auratismos totalizantes, presentes en el lenguaje evidente de las cartografías curatoriales de lo antropológico/sensible, interesa activar una mirada sobre el archivo fotográfico que lo aquilate como un lenguaje en sí mismo (articulado en torno a otros “valores”) y no únicamente como algo –sumiso al comando de la evidencia– que nutra a y se identifique con dicho tipo de cartografía curatorial. Así, podremos observar cómo la serialización fractalizada de lo visto rebasa la idea de la subjetividad –como “ente” tendido hacia la construcción de una totalidad– y la cauda de identificaciones (estéticas, antropológicas, territoriales, nacionales y discursivas) que la acompañan. Entonces, cómo la mediación de la técnica envida, más allá de la intención (a través de la motricidad de un artefacto que, en virtud de su velocidad, excede la intención de fijar la mirada), con unas nociones antagónicas de subjetividad y de experiencia subjetiva basadas (en cada una de sus intervenciones) en la fragmentación, en la perpetua sorpresa frente a la diferencia radical, en la imposibilidad de la sutura en una semiosis total y totalitaria, en la imposibilidad de cualquier tipo de operación identificante o identificadora. De esta guisa, el archivo de Mariana Yampolsky visibilizará numerosas tensiones, para con el lenguaje evidente de la cartografía curatorial antropológico/sensible. Esto conduce a una reponderación del archivo desde “valores” que se sustraen –dialéctico negativamente– de los valores que generalmente se le arrogan.


Figura 9
“Sin título”
Nota. CMY04634 y CMY04635 (Yampolsky, s.f.)

La técnica y el lenguaje discreto



En todas las clases de fotografía deben de tomar imágenes en una variedad de ángulos o deben esperar la luz perfecta, pero, en mi caso, yo no acomodo nada ni espero nada, uso mi cámara como una extensión de mi corazón y no de la lógica.

Fuente: Mariana Yampolsky (1998)

Con motivo de la digitalización de archivos, iniciada en el último tercio del siglo pasado, la desmaterialización de los documentos ha provocado intensas discusiones que oscilan desde la puesta en evidencia de la fragilidad de los materiales, hasta problemas de conservación y manejo de las colecciones que tienen que ver con prácticas de migración, formatos y, naturalmente, recursos. Asimismo esta transformación ha incidido en las teorías archivísticas y ha otorgado nuevos valores a los acervos al concederles posibilidades inéditas que acompañan a las formas emergentes de comunicación y de reproducción. En estas coordenadas, la valoración de las imágenes desde análisis relacionados con su particular producción técnica y sus formas de presentación revelan la inestabilidad y el dinamismo que poseen los archivos. Esto va mucho más allá de la suma de sus fotografías y, en una articulación contemporánea, enriquece su lectura al reconocer su constante transformación y, por ende, producción de conocimiento desde parámetros inéditos (Caraffa, 2019).

Entre los miles de negativos de Mariana Yampolsky existen fotografías que se resisten a la valoración artística y documental convencionales. Son imágenes que llevan implícitos valores diferentes, que rebasan el proceso curatorial que les otorgaría la esteticidad y el valor antropológico y documental con el que suelen ser interpretadas. Si, como explica la especialista en acervos fotográficos Constanza Caraffa (2019), pensamos que los archivos están dotados de su propia materialidad y que constituyen un entorno en donde “las fotografías interactúan con las estructuras y las prácticas archivísticas, con las taxonomías y las tecnologías utilizadas, con las diversas ideologías institucionales y académicas que están por encima de ellas y, por supuesto, con archivistas, coleccionistas y usuarios” (p. 121), podemos identificar diferentes posibilidades de lecturas relacionadas con un lenguaje distinto desde una percepción diferente del archivo.

De la reflexión de Lev Mánovich (2006), suscitada alrededor de la digitalidad, recuperamos la distinción entre discreción y evidencia (que ya ha surcado este escrito) en la que se enfatiza la discontinuidad entre una y otra. Desde nuestra aproximación al archivo de Yampolsky proponemos que lo mismo ocurre con los discursos analógicos: se puede leer el archivo desde una perspectiva descontinuada a aquella instaurada por el comando de la cartografía curatorial antropológico/sensible, esto es, desde un punto de vista no contiguo y supeditado a lo que Mánovich, declarado conocedor del pensamiento benjaminiano, denominaría montaje. En este sentido el lenguaje discreto es ese abanico de posibilidades que se abren con el archivo porque justamente ofrece otro código de lectura de la obra de Yampolsky en claves diferentes que no son en las que habitualmente ha sido leída a través de su mirada instrumentada, incluso por los montajes hechos por ella y por los que se han hecho tradicionalmente de su obra.

Retomamos también la tesis de José Raúl Pérez (2016) en la que, al problematizar los códigos en el arte de la imagen técnica y el agotamiento del arte como metáfora, explica que con la emergencia de las nuevas tecnologías, de la estética relacional y la sobreabundancia de información ocurre una sustitución del artista digital como creador por alguien que realiza trazos en un inmenso material compuesto por bits y por unidades de memoria. Por ende, no tanto mapeos, alegorías, traducciones o montajes: “Durante veinte años hemos asistido a la proliferación de propuestas artísticas que no consisten sino en crear nuevas interfases para okupar bases de datos, para mapearlas o visualizarlas de maneras insospechadas, para subvertirlas, para deconstruirlas, para proponer una lectura a contrapelo de su sentido e intención” (p. 82).

Conclusión no orgánica: tendida hacia lo escópico



Y sinceramente, gozo más la fotografía cuando está ausente la idea de precios, al apretar el disparador no pienso si la fotografía va a ser vendible o no; en el Taller no hacíamos grabados para venderlos. Al ver una casa o un paisaje que me emociona, aún antes de revelar en el laboratorio, sé que esa imagen me emociona, sé que esa imagen me interesa siempre. Aunque admito que tengo muchas fotos fallidas, pero aún estas son enseñanzas…

Fuente: Mariana Yampolsky (1998)

Ahora bien, trasladando las ideas abordadas en el apartado anterior, guardando toda proporción, nos hemos acercado a la obra de Mariana Yampolsky (in)observando una cartografía, curaduría, que se despliega en lo evidente; pero también que su archivo está recorrido por un lenguaje discreto que, mucho más allá de nutrir la producción de sentido de la cartografía curatorial, la excede, ofreciendo valores y lecturas completamente alternativos y contradictorios para con dicha significación evidente. Lo que proponemos es, entonces, una lectura a la inversa. Es decir, no desde la evidencia a la discreción, creando una contigüidad analógica que neutraliza y regula la inmensidad y el exceso de esta frente a aquella; sino desde la discreción hacia la evidencia: desde un archivo descontinuado (como el lenguaje formal lo está respecto del lenguaje natural en la digitalidad), autodeterminado en su axiología, hacia la curaduría, trastocando por completo la fijación violenta de las miradas focalizadas de esta y la consiguiente generación de sus identificaciones.

Acaso el ejemplo más “gráfico” de esta lectura invertida se encuentre en las hojas de contacto: ese momento transicional oriundo de la técnica analógica, en el que a través de la ilación de pequeños positivos, las “marcas” dibujadas sobre estos y los recortes, la autora “reconstruye” intencionalmente su mirada, es decir, la dirige hacia el omphalós aurático que quiere que trascienda en el montaje curatorial. En razón de nuestra propuesta, la lectura archivística permitiría acceder a la consigna deshilvanada de la discontinuidad escópica proporcionada por la técnica (que confronta, en el tenor de lo argumentado en este artículo, con una concepción alternativa de la subjetividad y de la experiencia subjetiva), allende lo demarcado y la sucesión construida que constituye el direccionamiento de la mirada; hacia la inmensa posibilidad de los negativos que habitan en el archivo, esto es, la iteración persistente de márgenes que contravienen la ilación y la fijación de un centro identificado como totalidad, como omphalós aurático. Todo lo cual extrañaría, tornaría siniestra, insistentemente, la configuración de la imagen y del ulterior montaje.


Figura 10
“Sin título”
Nota. CMY10206 y CMYs/n (Yampolsky, s.f.)

Entonces, es posible pensar en el archivo una subjetividad y una experiencia subjetiva fractalizadas que, atendiendo al díctum benjaminiano en donde, desde las condiciones de posibilidad que brinda la mediación de la técnica, nos habla de la resistencia y la revolución frente a una “Historia” –y, por ende, frente a una mímesis cultural–. Esta última entendida como un montaje erigido sobre una destrucción que solo deja tras de sí un rastro de ruinas (Benjamin, 2008) que trazan:

Primero, una “esteticidad” no disociativa para con la vida, es decir, no jerárquica y sublime; no resuelta en una axiología fetichizada como la que nos platica de la exclusividad, en este campo que ostenta la belleza, la organicidad y el acabamiento en la perfección. Segundo, un gesto “antropológico” disonante ya que alude a una temporalidad arqueológica que data un trauma, una destrucción y una ruina no traducibles al télos de la “Historia” y de los metarrelatos nacionales (así como de los sobreseimientos culpables que estos incoan).

Tercero, una Yampolsky radicalmente extrañada y extranjera que más allá de su intencionalidad siempre se fuga de las trilladas urdimbres imaginarias. Estas últimas, propugnadas por cuantiosos artistas y literatos extranjeros regulados por la producción de discurso centrado en lo “nacional”, exotizan –“orientalizan” siguiendo a Edward Said– el territorio. Con esto rinden tantísimo para las forzadas identificaciones con lo “nacional” y para la construcción de metarrelatos soberanos y sojuzgantes; a un tiempo proponen una semiosis total y totalitaria de la mexicanidad que impulsa la integración de dicho territorio y de los cuerpos que en él habitan, a unas coordenadas de unidad, unicidad y unimismidad. Por consiguiente, allanando el camino para la aprehensión soberana de dicho territorio y de dichos cuerpos.

En lo que a esto respecta, interesa traer a colación que, como ha señalado Edwin Culp (2020), desde los primeros pasos de la independencia el discurso nacional hegemónico ha impulsado las representaciones “artístico estéticas” orgánicas del territorio (por parte de ciudadanos y extranjeros colaboracionistas) en aras de mimetizarlo como una superficie integrada y aprehensible soberanamente. A su vez, para eviscerar el carácter conflictivo político e histórico materialmente que dicha territorialidad podría consignar; así, presentando esa superficie orgánica y acabada estéticamente como algo virgen, ayuno de profundidad conflictiva (es decir, obturando la contemplación de las fuerzas opuestas que lo atraviesan y lo burilan indefectiblemente, verbigracia, la violencia colonial y de la división de la sociedad en castas y clases que lo surcan).

El archivo de Yampolsky reaccionaría contra este género de mímesis mostrando, gracias a la serialización de “errores” (hacia la incompletitud) que permite desplegar la técnica, que la experiencia subjetiva de la “no totalidad” moderna siempre precede y sucede al montaje de la matriz totalizante (e intencional) con que la modernidad escamotea su propia dimensión escindida de la tradición. Con esto la experiencia radicalmente fractalizada y negativa de la subjetividad moderna siempre se estaría sustrayendo del dominio absolutizante y totalitario de la soberanía: ni el territorio es abarcable, representable e identificable (no hay superficie sin profundidad que revele un campo de fuerzas dialéctico), ni el sujeto es “sujetable” (valga la redundancia) y homologable identitariamente a la ficcionalización estética (y por ende política) de este.


Figura 11
“Sin título”
Nota. CMY04993 y CMY04994 (Yampolsky, s.f.)


Figura 12
“Sin título”
Nota. CMY04995 y CMY04996 (Yampolsky, s.f.)

Cuarto, la restitución mediante el archivo de Yampolsky de la radicalidad primigenia e insurgente del Taller de la Gráfica Popular. Esta discutiría, claro está, con esa configuración nacionalista del territorio como totalidad: los miembros del Taller, hostiles al capitalismo moderno y a cualquier manifestación fascista, intentaron elevar la brecha dialéctica que suponen la lucha de clases, la interpelación de lo popular y lo indígena sojuzgados por la vivencia colonial y la interiorización de los mecanismos de la colonia en el México independiente. Dicha radicalidad recuerda a las estrategias de la history from below[24] instrumentadas por los historiadores marxistas británicos –tal y como las actualiza Gayatri Chakravorty Spivak (2003) apelando al inspirador de estos historiógrafos, Karl Marx y a su heredero crítico, Ranajit Guha– a la hora de indiciar la “latencia” sublevante de las clases subalternas.

Esta restitución nos hace pensar que la progresiva domesticación del Taller de la Gráfica Popular y la de la propia Yampolsky a los comandos de la discursividad nacionalista hegemónica radica en que, estructural e intencionalmente, en sus productos “acabados estéticamente”, el Taller y la propia Yampolsky terminan por transferir a la clase subalterna la dinámica retotalizante de la subjetividad hegemónica (como vemos en la segunda, la más “acabada”, de las fotos inmediatamente arriba trabajadas, la que representa el territorio como hólos). Esto ocurre cuando la radicalidad interpelante de lo subalterno no reside en colonizar y saturar la mímesis y el sentido de la hegemonía, sino justamente en destituir dicha mímesis y dicho sentido desde la ausencia que amenaza, desde el hueco en la representación o “el lugar vacío [y desintegrado] del sujeto” (Spivak, 2003, p. 309) (como vemos en las tres fotos restantes). Como señala Fernanda Magallanes (2019), una trama emancipatoria puede, con su progresiva domesticación, producir nuevos espacios de abyección: precisamente porque pasa a comportarse como un signo/estructura, es decir, saturándose de significación.


Figura 13
“Sin título”
Nota. CMY07255 (Yampolsky, s.f.)

De esta manera, la lectura del archivo de Yampolsky que proponemos no trata de saturar la significación con una idea de la imagen como semiosis total, embelesada, estanca y detenida (por tanto, muerta), sino como un destello fragmentario de vida que, no clausurado en sí mismo, impele a la incansable fidelidad de la búsqueda del siguiente acontecimiento, del siguiente destello:

Si realmente quieres verle las alas a una mariposa primero tienes que matarla y luego ponerla en una vitrina. Una vez muerta, y solo entonces, puedes contemplarla tranquilamente. Pero si quieres conservar la vida, que al fin y al cabo es lo más interesante, solo verás las alas fugazmente, muy poco tiempo, un abrir y cerrar de ojos. Eso es la imagen. La imagen es una mariposa. Una imagen es algo que vive y que solo nos muestra su capacidad de verdad en un destello.[25]

Referencias

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Notas

[1] Entre ellos mencionamos los nutridos ensayos escritos para el catálogo Mariana Yampolsky. Mirada que cautiva la mirada que acompañó la exposición homónima presentada en la Universidad Autónoma Metropolitana en su Unidad Xochimilco con motivo del décimo aniversario luctuoso de la fotógrafa en 2012. Asimismo, la biografía escrita por su querida amiga Elena Poniatowska titulada Mariana y la buganvilla de 2001, o bien los tres volúmenes editados por la Universidad Iberoamericana: Alegría (2018), Facetas: el legado de Mariana Yampolsky en la Universidad Iberoamericana (2019), Sabiduría. El legado de Mariana Yampolsky en la Universidad Iberoamericana III (2020) y Miradas: Mariana Yampolsky (2022).
[2] A manera de ejemplo citamos a Xavier Guzmán (2012) quien en su análisis sobre los libros de Mariana dedicados a la arquitectura como La casa que canta (1982), Mazahua (1993), o Casas de tierra (2000), recuerda en su formación la genealogía al “ser nieta de una figura emblemática de la antropología [Franz Boas], pero también [al ser] hija de un escultor y pintor [Oscar Yampolsky]” (p. 67) para describir sus primeras imágenes y su enorme capacidad de trabajo.
[3] En la biografía que escribe sobre Robert Capa, Roberto Rubiano Vargas (2005) identifica tres grandes cambios que revolucionaron la fotografía a partir de la década de 1930 y que encontramos también en la operación técnica de Mariana: los nuevos sistemas de impresión, el desarrollo de aparatos fáciles de llevar y una nueva sensibilidad para observar la vida. En el caso de Yampolsky el uso de prácticas y sus portátiles Hasselblad y Rolleiflex le permitieron, junto a su natural afabilidad, acercarse a de una manera cordial a las diferentes comunidades que fotografió sin recurrir a prácticas invasivas o irrespetuosas como queda constancia en las numerosas anécdotas que se desprenden de los textos biográficos y de las entrevistas de quienes convivieron con ella. Arjen van der Sluis, compañero de vida de Mariana, afirmaba que las cámaras “eran dos testigos que revelaban el ojo aguzado y sensible con el que logró visibilizar personas, comunidades, ciudades, rituales, alegrías, tristezas y muchos momentos y emociones que eran poco estimados y reconocidos” (Sandoval, 2018, párr. 6).
[4] Trabajamos el concepto de Taylorización desde la lectura que hace Jameson de Lukács en la que reconoce que la “taylorización” de la estructura económica a raíz de la revolución industrial y de la producción en cadena que provoca la pérdida de la noción de totalidad y da lugar a su suplantación por una “verdad fetiche”, por decirlo de alguna manera, en cada una de las operaciones que se dan con la especialización de esta producción en cadena (la producción, el ensamblaje, el modelado, etc.) sin que exista un conocimiento total tanto de la fabricación como del objeto en cuestión. Trasladando este razonamiento a la superestructura, en lugar de una forma total en la cosmovisión del mundo, una imago mundi, se encuentra una atomización en las formas culturales que producen, cada una, su “verdad fetiche”: el arte tiene su verdad, la estética la suya y la historia otra, de tal manera que lo que hay es una imposibilidad de acceso a una noción de vida como todo. La taylorización de la superestructura es entonces la imposibilidad del acceso a través de las formas culturales a una noción de verdad holística o de totalidad y que, por otra parte, abre la posibilidad de creación de verdades fetiches, o de absolutos seculares, es decir, la verdad de la economía, del derecho y del arte, que nunca es la verdad de la vida porque crean sus propias epistemes, clausurando otras posibilidades.
[5] Georg Lukács (2018) ha señalado que el ser humano vive, progresivamente, en una situación de extrañeza respecto de sus propias formas y construcciones culturales.
[6] Hipóstasis en el sentido de sustancia individual concreta, indivisible, unitaria, autosignificante y sin negatividad. El término proveniente de la larga tradición filosófica de Occidente y que tiene que ver con la idea platónica de esencialismo.
[7] Lenguaje discreto es el término acuñado por Mánovich al estudiar el lenguaje digital. Su reflexión identifica dos lenguajes: el del código binario que subyace y el del que es evidente en su discurso ya en el procesador de textos, por decirlo de aluna forma. La genealogía de este pensamiento proviene de Benjamin quien habla de la existencia de un lenguaje arqueológico que subyace a todo montaje discursivo. En este texto entendemos el lenguaje discreto como el lenguaje no evidente, el que no está en las cartografías curatoriales realizadas con la obra de Yampolsky (incluso en las suyas propias), sino aquello que se podría reconocer como la arqueología de la cartografía.
[8] El Taller de la Gráfica Popular (TGP) fue fundado en 1937 en México por un colectivo de artistas y grabadores con el objetivo de impulsar mediante el arte, concretamente valiéndose de las posibilidades de la gráfica (carteles, ilustraciones, volantes, etc.), las distintas causas sociales y populares revolucionarias. Con el tiempo alcanzó una importante base de actividad política y semillero de grandes artistas. Entre sus miembros iniciales se encuentran Leopoldo Méndez, Pablo O´Higgins, José Chávez Morado, entre otros.
[9] La antropología mexicana posrevolucionaria pugnaba por incorporar a la linealidad histórica el pasado prehispánico, esto es, por convertir la arqueología (la alteridad antropológica) en “Historia” (esto es, en identidad nacional). Teorías cada vez más vanguardistas (la teoría de la revolución urbana, la del Modo Asiático de Producción) evidenciaron el carácter forzado de dicha operación. Si lo prehispánico es lo absolutamente otro, lo destruido, proponemos que la clase popular mestiza y el indígena –de suyo una categoría poshispánica– constituyen –como ruinas abismadas a la destrucción arqueológica– la datación encarnada de ese trauma. En cuanto trama, son antagonismos perpetuos, inidentificables con una disposición de la “Historia” gradualista y despolemizada.
[10] Nos referimos al concepto de aura trabajado por Walter Benjamin (2003) en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, proponiendo una reflexión al respecto que va más allá del lugar común que comprende que, mediante la reproducción de la obra, el aura se pierde. En primer lugar, entendemos que en la fotografía, una técnica que permite la reproducción de manera más que constatable, en términos del propio autor, el aura “estética” se resiste a extraviarse: “Con la fotografía, el valor de exhibición comienza a vencer en toda la línea al valor ritual. Pero este no cede sin ofrecer resistencia. Ocupa una última trinchera, el rostro humano. No es de ninguna manera casual que el retrato sea la principal ocupación de la fotografía en sus comienzos. El valor de culto de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres amados, lejanos o fallecidos. En las primeras fotografías, el aura nos hace una última seña desde la expresión fugaz de un rostro humano. En ello consiste su belleza melancólica, la cual no tiene comparación” (p. 58).

En segundo lugar, con una lectura más detenida Benjamin propone que el aura efectivamente se pierde, pero que adquiere un grado de sobrevivencia en el arte fascista (aunque esta sobrevivencia sea un falseamiento) mediante la “estetización de la política”, un tipo de arte que vuelve particularmente agresivos los valores “estéticos” del aura (en el mismo campo semántico que la elevación aristocrática, la fortaleza, en resumidas cuentas, que la belleza) y que, consciente o inconsciente del extravío aurático, justamente aprovecha la reproductibilidad para la imposición coactiva y masiva de dichos valores. Contrario sería este arte de aquel que se desdobla como “politización de la estética”, es decir, aquel que asume el extravío del aura como condición de posibilidad que brinda la reproducción y que se despliega hacia oportunidades artísticas y estéticas desconocidas: auténticamente democráticas, por ende, afuera de lo elevado y aristocrático, de lo fuerte y “admirable”, en definitiva, de lo bello (Benjamin, 2003).

En tercer lugar, en virtud justamente de la doble naturaleza de la técnica fotográfica, por un lado, estética y por el otro lado documental, esta resulta un lugar propicio para pensar que se puede desplazar la noción de aura hacia las dinámicas archivísticas. Muchas de sus características son predicables de la “idea” de producción epistemológica que reviste al archivo y a sus acopios documentales desde un punto de vista neopositivista, esto es, el aura epistemológica del archivo exalta los valores de la unicidad, organicidad y verdad del documento. Elevan el culto de dicha “veracidad histórica” a una suerte de “absoluto secular” como los otros que pueblan nuestra modernidad taylorizada (en sus respectivas operaciones de “verdad” autosignificantes), en los términos que se han sostenido y se van a sostener, en lo que a la taylorización y la especialización de los saberes, formas y sistemas concierne en este artículo (Jameson, 2009).

[11] En occidente, numerosos pensadores han problematizado la técnica fotográfica y sus efectos en la cultura desde diferentes frentes epistemológicos como Abi Warburg, el ya citado Walter Benjamin, Ernst Gombrich, Siegfred Kracauer, Michel Foucault y Jacques Derrida, por mencionar algunos.
[12] Rebeca Monroy Nasr (2018) escribe que a pesar de que oficialmente se ha dicho que la labor fotográfica de Mariana comenzó en 1965, José Antonio Rodríguez, crítico e historiador de arte, dedicó una nota a su producción fotográfica de 1952.
[13] Grosso modo, y de manera Occidente centrada, en la materialidad podríamos hablar de estaciones como capitalismo de circulación, de producción, de consumo, así como actual patrón flexible y financiarizado de acumulación capitalista. Grosso modo, y de manera Occidente centrada, en la superestructura cultural podríamos hablar de modernidad teológico/hispana, Reforma Protestante, Ciclo Atlántico de la Revoluciones Liberales, revoluciones socialistas, revoluciones tercermundistas y globalización neocolonial.
[14] Entendemos historicidad como concepción del tiempo o, explicando desde un punto de vista más teórico, el modo que tiene la forma de conciencia de representarse su relación con el pasado, el presente y el futuro.
[15] Según Benjamin (2008) “La idea de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de su movimiento como un avanzar por un tiempo homogéneo y vacío. La crítica de esta representación del movimiento histórico debe constituir el fundamento de la crítica de la idea de progreso en general. (…) La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío sino el que está lleno de “tiempo del ahora” (…) “tiempo del ahora” que hac[e] saltar (…) el continuum de la historia” (pp. 50-51).
[16] Carl Schmitt, Hans Blumenberg y Bolívar Echeverría plantean la discusión más interesante alrededor de las relaciones cosmovisionales entre modernidad y tradición. Para Schmitt (2009), la modernidad es una tradición secularizada. Para Blumenberg (2008), la idea de la secularización le hace un flaco favor a las exégesis de la modernidad: la modernidad se define por la ruptura con la tradición, es un sistema tropológico autárquico que se autopoetiza. Echeverría (2009), acaso el más sagaz de los tres, plantea que la modernidad rompe con la tradición, pero que, pervirtiendo su autarquía, recrea (por supuesto tergiversando) y replica (innecesariamente, claro está) dinámicas propias de la tradición en pos de perpetuar una teleología de la acumulación y del dominio.
[17] Se podría afirmar que, en cuanto forma y sistema psicológico, la subjetividad moderna (a diferencia de las comunitarias –alma antigua o medieval–) vive –en la sociedad, no ya en la comunidad– descontinuada de los otros sistemas psicológicos (subjetividades), y no solo eso, sino que también vive descontinuada de las formas y sistemas culturales (formas y sistemas que, por descontado, están descontinuados entre sí) en que se dice y conoce en cuanto forma de conciencia y cuerpo actante (economía, ética, política, jurídica, estética y epistemología) contra el ruido de fondo de un caos material irreductible a causa eficiente primera o a matriz global subyacente algunas (Luhmann, 1998).
[18] Este gesto retotalizante es una de las falencias que Bolívar Echeverría (1997) encuentra en el trabajo de Lukács. El teórico húngaro que, como ya señalábamos, denunciaba la extrañeza que padece la subjetividad moderna frente a sus propias creaciones, esto es, las formas y sistemas en que se atomiza la cultura moderna; no parece, a la contra de Benjamin, encontrar en dicha atomización una condición de posibilidad crítica y revolucionaria (en la que juega un papel fundamental la técnica) para desplegar una modernidad otra, precisamente, en virtud de ese gesto retotalizador.
[19] Temas abordados y problematizados por Benjamin en obras como El narrador (1991), La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (2003), antes mencionada, y El autor como productor (2004).
[20] Recurrimos al pensamiento freudiano para explicar lo que entendemos por siniestralidad y su extrañamiento. Si bien en nuestra acepción también lo asumimos como lo rompiente, como lo que desde el margen se hace evidente y queda fuera del discurso; como lo escópico y lo subjetivo que, al intervenir, reconfigura la matriz de lo familiar volviéndola siniestra: “Poco nos dicen (…) las detalladas exposiciones estéticas (…) prefieren ocuparse de lo bello, grandioso y atrayente, es decir, de los sentimientos de tono positivo, (…) desdeñando en cambio la referencia los sentimientos contrarios, repulsivos y desagradables (…): lo siniestro sería aquella suerte de espantoso que afecta a las cosas conocidas y familiares [es decir] las cosas familiares pueden tornarse siniestras, espantosas” (Freud, 1919, p. 3071).

Asimismo, empleamos este pie de página para esclarecer nuestra noción de escopismo que, como exponemos en el párrafo anterior, cruzamos con la siniestralidad –noción del escopismo, de estirpe lacaniana en lugar de freudiana– y que entendemos como algo que lucha contra “el uso de la fuga de una superficie para hacer aparecer una imagen que desplegada es seguramente irreconocible, pero que desde un cierto punto de vista se unifica y se impone [en este sentido, entonces, está] la singular ambigüedad de un arte sobre lo que parece por su naturaleza poder vincularse a los plenos y a los volúmenes, a no sé qué completud (…) de hecho [pero que, a la vez,] se revela siempre esencialmente sometida al juego de los planos y de las superficies [por lo que resulta] tan importante [e] interesante como ver también lo que está ausente, es decir todo tipo de cosas que el uso concreto de la extensión nos ofrece” (Lacan, 1962, párr. 15).

[21] El fallo estético es lo que detectamos que está a veces en las fotos del archivo que Mariana no selecciona, cuando se dan las series de fotos que parecen orientadas a lograr una imagen en particular pero al no conseguirlo abre otro campo de posibilidades de lectura que no son estéticamente logradas, sino que se abren a otros posibles valores. Este fallo estético produce la idea de desplazamiento hacia lo que no está en el campo centrado de la fotografía como producción estética y de experiencia, en el caso que nos ocupa, también vinculada al tema del territorio, de la mirada de Yamposlky como extranjera. Hablamos de presencia/ausencia porque muchas veces la falibilidad estética lo que logra es desplazar el centro de esa imagen al siniestralizarla y, por tanto, llevarla hacia lo escópico, es decir, algo que evidentemente está y no está en la fotografía y que descompone su sentido lato, deshace el principio compositivo. Es entonces cuando este “fallo estético” aborda la potencia del binomio al dotarla de una sensación de algo que está pero que está ausente.
[22] Citamos dos ejemplos que abordan el extrañamiento de la siniestralidad de manera paradójicamente jocosa en el ámbito cinematográfico cuando las personas filmadas se percatan de la presencia de la cámara. El primero en el fragmento de una película de cine tomada en las inmediaciones de la Torre Eiffel en el París de 1900 cuando algunos de los transeúntes, al reconocerse como el objeto de atención de aparato técnico, se asombran primero y después comienzan a saludar acercándose cada vez más al objetivo (Metal Drake, 2008). En el segundo, una suerte de montaje-anti/montaje lo ofrece Charles Chaplin en la película Kid Auto Races at Venice de 1914 en donde, en su papel de vagabundo, interpreta a un espectador de la carrera de autos que insiste una y otra vez en aparecer en la película, interrumpiendo y por ende reconfigurando el paso de los autos en un indudable gesto que reconoce la intervención subjetiva del artefacto al reordenar y desjerarquizar la importancia del evento, del espectáculo (Old Classic Movies, 2021).
[23] Sirva la expresión políticamente incorrecta a modo de shock benjaminiano, contra los que pretenden representar a la población mexicana como algo exótico, virgen y despolemizado: una sociedad ayuna de traumas y de violencias históricas (y, por ende, aprehensible para los proyectos soberanos).
[24] La history from below (en español “Historia desde abajo”) centra su atención en la perspectiva de las personas ordinarias, campesinos, obreros, alejándose de las narraciones oficialistas enfocadas en los líderes políticos. Esta historiografía fue desarrollada por los historiadores marxistas agrupados alrededor del Partido Comunista Británico a partir de la década de 1960, teniendo importantes exponentes como Christopher Hill, Eric Hobsbawn y E. P. Thompson.
[25] En la entrevista que el artista sevillano, Pedro Romero, realizó en 2007 a Georges Didi-Huberman, el francés recordó el texto en el que ofrecía la analogía de la imagen como mariposa.


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