Artículos de investigación

Las ideas del arte

The Ideas of Art

SANTIAGO ESPINOSA
Saint-Jean de Passy, Francia

Designio. Investigación en diseño gráfico y estudios de la imagen

Fundación Universitaria San Mateo, Colombia

ISSN-e: 2665-6728

Periodicidad: Semestral

vol. 5, núm. 1, 2023

designio@sanmateo.edu.co

Recepción: 04 Noviembre 2022

Aprobación: 22 Junio 2023



DOI: https://doi.org/10.52948/ds.v5i1.850

© Fundación Univeristaria San Mateo

Resumen: El objetivo de esta investigación consiste en reconocer la especificidad de la actividad artística, sus preocupaciones, problemas y soluciones. Se introduce el concepto de “idea artística” para designar la resolución de un problema estético, idea sensible, que plantea el soporte material mismo (pintura, notas y mármol) y que no puede, contrariamente a las ideas intelectuales (filosóficas, sociológicas, etc.), traducirse en palabras o ser formulada de otra manera. Las ideas del arte son el verdadero significado de las obras, las cuales no son traducciones o expresiones de otras ideas no artísticas, como lo sostiene una cierta crítica hermenéutica. Son dichas ideas las que provocan una emoción especial, específicamente estética, y que el juicio estético pretende evaluar.

Palabras clave: interpretación, formalismo, juicio estético, emoción estética.

Abstract: The aim of this work is to recognize the specificity of artistic activity, its concerns, problems, and solutions. It is introduced here the concept of “artistic idea” in order to designate the resolution of an aesthetic problem, a sensible idea, which is posed by the material support itself (painting, notes, marble) and which cannot, instead of intellectual ideas (philosophical, sociological, etc.), be translated into words or formulated in another way. The ideas of art are the true meaning of the works, which are not translations or expressions of other non-artistic ideas, as some hermeneutic critics maintain. These ideas are the ones that cause a special emotion, specifically aesthetic, and that the aesthetic judgment tries to evaluate.

Keywords: Interpretation, formalism, aesthetic judgment, aesthetic emotion.

¿Qué son las ideas?

Pocas cosas hay más misteriosas que las “ideas”. ¿De dónde nos vienen, cuando nos vienen? La expresión es en sí misma elocuente: una idea viene a la mente; no se le “fabrica” (contra lo que suelen suponer los “think tanks”), no se le solicita, ni siquiera se le encuentra (¿dónde se le buscaría?). “Nos caen del cielo”, decía el escéptico Jean Laporte: son dones, presentes gratuitos. Se tienen ideas o no se tienen, es una fatalidad. Con lo cual la concepción platónica que pretende que las ideas son eternas, inmutables, universales, que aguardan a ser pensadas en un sereno cielo lejos del bullicio de las opiniones, parece bien ingenua. Desde luego, se puede pensar que la idea de triángulo recubre los atributos citados; pero, de entrada, se ha de aceptar (y no hay forzosamente razón de hacerlo) que los objetos matemáticos y geométricos han sido “descubiertos” y no “inventados” por el hombre.

Pero de ahí a afirmar que existe una idea de “grande”, hay un enorme trecho que, definitivamente, no es sensato desatender. ¿En qué podría consistir semejante idea? Más aún, nada indica que las ideas sean todas de misma naturaleza, tengan misma función o eficacia. Algo más cuerda nos aparece la concepción del no menos platónico Gilles Deleuze, quien explicaba, con ocasión de una conferencia en la escuela de cine parisina “La Fémis”, que uno nunca tiene una idea “en general”, sino siempre circunscrita a un dominio particular. Una idea filosófica no es equivalente a una idea científica, una idea cinematográfica no es lo mismo que una idea musical –y mucho menos política o moral (en el supuesto de que existan “ideas morales”, lo que es cuando menos dudoso)–. Con todo, en la mentada conferencia el mismo Deleuze terminaba infelizmente por asociar las ideas del arte a sus propias ideas políticas (que él seguramente tomaba por filosóficas). Afirmaba que el arte tiene como objetivo la crítica de la “sociedad de control” y otros temas apreciados durante el movimiento de mayo de 1968. Digo infelizmente porque esa es, precisamente, una idea política, no una idea artística, y menos aun específicamente cinematográfica. Ahora bien, ¿qué ideas pueden considerarse como verdaderamente artísticas? Antes de entrar en materia, conviene desmarcarlas de aquellas que, sin serlo, suelen ser juzgadas como tales.

Contra la interpretación.

Una opinión bien enraizada –tanto, que se le toma en nuestros días por una evidencia que no cabe poner en duda– en la mente de casi todo el mundo, artistas como críticos, espectadores aficionados como expertos, pero sobre todo profesores; consiste en creer que el arte –entendamos con ello las obras ofrecidas al público por artistas del pasado y del presente– tiene como proyecto “expresar” ciertos contenidos que, o bien el lenguaje hablado no “logra” expresar con suficiente precisión (tal sería el caso de la música, por ejemplo); o bien, derivando ellos mismos del lenguaje hablado, cobrarían “por medio” de la obra una fuerza de alcance superior (tal sería el caso del cine, el teatro y los performances, por ejemplo).

No resulta difícil detectar aquí la fuente caudalosa y aún eficaz de la concepción romántica según la cual lo esencial de la obra de arte es, antes que el objeto que ella es, el sujeto que a través de ella se expresa. Lo esencial de una pintura no sería el cuadro pintado, sino el artista que, pintándolo, se insinúa a sí mismo, en ocasiones sin percatarse de ello[1]. Entonces, se comprende que la primera pregunta que un periodista o galerista juzga oportuno hacer al artista sea: “¿qué ha querido decir usted con esta obra?”. Con esta le interroga, según él, sobre su significado. Como si este nunca fuese “transparente”, como si siempre se requiriese de un intermediario que lo interpretase y lo volviese claro y manifiesto. En una palabra, desde este punto de vista la obra aparece como incapaz de “decir” lo que quisiera, como un oscuro balbuceo que se dirige a los sentimientos y a las emociones, pero que solo el intelecto sería capaz de “comprender”. Dado que no deseo decir trivialidades, y al ser casi infinitos los ejemplos que ilustran esta particular concepción, aludiré de manera superficial a aquellos propósitos de críticos que “explican” lo que un cuadro de Caravaggio, por tomar un ejemplo al azar, “quiere decir” en verdad (el temor de ser decapitado), sin jamás tomarse la pena de hablar de texturas, colores, fisionomías; o bien a los de los propios artistas que se explican, aparentemente sin la menor dificultad, a través de discursos bien construidos, cuando se les cuestiona sobre el “contenido” de sus obras. Así, por ejemplo, el artista ruso Pavlenski que rinde cuenta de sus “obras” afirmando que impugnan el régimen del Kremlin (por no decir el “poder” a secas).

Esta manera de concebir la producción artística es tributaria de una concepción del lenguaje de acuerdo con la cual el signo (y en nuestro caso la obra) es doble: por una parte, hay significado (o contenido), y por la otra significante (o forma). Por ejemplo, cuando Roland Barthes diserta sobre la literatura, sigue cautelosamente los pasos de la semiología y la lingüística saussuriana. Al proponer la noción de “efecto de real” (Barthes, 1984), considera –quizás sin percatarse– la obra como un “medio” (de reproducción), como lo hacía esta vez la antigua concepción de la mímesis, a través del cual la “realidad” (de los objetos no artísticos) aparece de improvisto: como si la meta del artista fuese transcribir el mundo. Luego vienen a decirnos las dos concepciones estéticas, evocadas aquí rápidamente (expresionismo y mimetismo), que una obra de arte es un medio para “comunicar” –pero lo que es comunicado a través suyo no es arte–. Porque, o bien la obra intenta reproducir la realidad, o bien comunica (consciente o inconscientemente) la psicología del artista; o bien aún el artista expresa en ella sus convicciones político-morales “por medio” de colores, gestos y sonidos (la capacidad milagrosa que poseen un sonido o un color de “expresar” creencias debe caer por su propio peso, pues nadie se ha tomado nunca la pena de analizarla).

De manera que el supuesto contenido que vehicula la forma artística es la realidad exterior y material, o bien la psicológica o la socio-política, pero en ningún caso la artística. Sorprendente y paradójicamente, lo que nunca se cuestiona es esta “evidencia”, descabellada por encima de todas a decir verdad, que nos hace pensar que el “significado” del arte se encuentra fuera del arte. Entre otras, el arte sería una forma de hablar, y el crítico un traductor de esas formas, sin el cual las obras permanecerían mudas o hablarían una lengua bárbara, desconocida en todo caso del espectador.

En resumidas cuentas, el arte contaría las mismas historias de siempre de los hombres –y en particular sus dolores e indignaciones–, pero lo haría de manera un poco especial, algo loca y sentimental. Al final toda obra artística sería una “versión” material de un contenido intelectual en el cual podría precisamente traducirse. Es por ello que la interpretación –la hermenéutica, la semiótica o la iconografía– había de acapararse de la reflexión estética, como lo repite a placer la gran mayoría de los críticos: “Allí donde usted ve X, el artista quería decir Y. –¿La obra le desagrada? Es normal: el artista se sirve de ella para denunciar algo desagradable. –Luego, es moralmente bella” (la belleza artística habiendo sido señalada por los vanguardistas comprometidos como valor burgués y anticuado).

De modo que las ideas del arte serían, si observamos con atención, las mismas que las ideas del discurso hablado –cualquiera que sea–. Y de hecho es así como se juzga con frecuencia la calidad artística de una obra. Tal artista se ha comprometido en la causa anticolonial, o feminista, o anticapitalista, o ecologista –o en todas ellas a la vez–: ¡su obra es luego maravillosa! ¿Por qué no? El problema, de gravedad, es que para “comprender” dichas obras no basta con escucharlas, verlas, acaso tocarlas, sino que es necesario “leerlas”. Por eso los museos y galerías de arte “contemporáneo” no pueden abstenerse en nuestros días de “explicar” las obras con palabras, frases y citas de intelectuales, en un cartel que las acompaña de ahora en adelante. Sin la pancarta, el espectador ve un montón de arena en un rincón; con la pancarta comprende el pensamiento del artista, con el que se identifica. Y en lugar de decir: “esta obra es bella”, dice: “este artista piensa como yo, luego es bueno”. Como lo escribió Nietzsche la moral por doquier proporciona la coartada perfecta que permite deshacerse sin molestias de la realidad, en este caso artística. Porque basta de aquí en adelante con leer las pancartas para regocijarse de su propia integridad moral sin tener que prestar atención a la obra o hacer el esfuerzo de comprender lo que expresa por sí misma; a su vez, sin el apoyo adicional, en principio superfluo del lenguaje, y creer que con esto se le evalúa. Yo llamo esta actitud “pereza estética”[2].

Resumámonos: lo que habitualmente se designa como idea artística nada tiene de específicamente artístico (un hombre que impugna el mal manejo de un gobierno puede pretender “expresar” su descontento “por medio” de una pieza musical, una película, un performance… al final, todas estas “formas” tenderían a vehicular el mismo “contenido”; además, la traducción de estos diferentes “textos” conduciría a la lectura de una misma pancarta, que expondría claramente –a diferencia de dichas obras– dicho discurso político). Se trata aquí más bien de conceptos, es decir, de concepciones mentales abstractas (“la lucha contra la sociedad de control”) que no existen sin un soporte verbal. Un “artista” concebiría entonces en primer lugar un discurso; mejor, configuraría un relato: una serie orientada de conceptos que por lo demás le es a menudo dictada por las modas intelectuales del momento, y solo después se preguntaría cuál sería el mejor “medio” para expresarlo –¡como si su relato no fuese suficientemente elocuente!– para hacerle llegar a un vasto público. La circularidad de este vicioso razonamiento es empero evidente: para que el gran público logre entender el cuento del artista necesita la pancarta con el discurso escrito, dado que la obra no logra evocarlo más que torpemente, y ello desde cualquier punto de vista, incluido el del artista mismo que se siente obligado a ofrecer explicaciones.

Esta pereza estética, o poca sed de belleza, es –pienso yo– en parte responsable de la delicuescencia de la emoción artística y estética que sufre el arte de hoy. Si en lugar de “traducir” e “interpretar” las obras los críticos se dieran la pena de “mostrarlas”, y de enseñar al público a observarlas y escucharlas para comprender y amar, lo que solo ellas pueden expresar –lo que yo llamo “ideas artísticas”–, el arte no se hallaría en el estado de desamparo que lo caracteriza desde hace ya muchas décadas. Por su parte, el juicio estético ganaría mucho, empezando por cierto grado de objetividad, si la noción de belleza volviera a cobrar en el dominio artístico el valor que tuvo durante milenios, y que guio a los artistas de las más diversas índoles y épocas.

La idea artística

Así bien, ¿qué es una idea verdaderamente artística? La definición que propongo es la siguiente: una idea es artística si y solo si es sugerida –concebida materialmente, y no verbalmente– por y para un género artístico particular. Por consiguiente, es una idea que no puede ser traducida: ni en un discurso, ni en un sentimiento, ni siquiera en otra idea artística –ya sea del mismo género artístico o de otro diferente–. Dos pintores pueden figurar el mismo “motivo” (con el que se suele frívolamente confundir el significado o contenido de la obra); pero la idea artística consiste en la solución del problema artístico que supone tal motivo, no en el motivo mismo. ¿Cómo hacer, con la misma pintura blanca, para figurar un cascarón de huevo, un trozo de papel o un vaso de leche? Ese es un problema pictórico que ningún otro género artístico se plantea. De modo que sería imposible transcribir la solución a dicho problema en términos escultóricos, musicales, cinematográficos, no digamos ya políticos.

Lo mismo ocurre, obviamente, con los demás géneros. Una idea musical –un juego con la dominante, una composición para piano para una sola mano (Ravel), o a partir de las letras del apellido del compositor (B-A-C-H) que correspondan a los arreglos sonoros, sin desatender luego la armonía, la melodía y el tiempo– no puede ser transcrita en ningún otro lenguaje. Incluso si dos compositores se proponen musicalizar un mismo texto –y los ejemplos de ello son numerosos, empezando con las misas y los evangelios–, es un hecho que no habrá entre ambas composiciones la más mínima semejanza, como cualquiera puede constatarlo al comparar el Pelléas et Mélisande de Debussy con el de Schönberg, o el de Fauré.

Cuando se propone hacer arte, es decir, una obra que contenga su finalidad en sí misma, y que se dirija ante todo a una sensibilidad estética –comenzando por la suya propia–, el artista “piensa”, por decirlo así, en colores, texturas, sonidos, golpes de cincel, entre otros. Su obra no es la transcripción de otra cosa que la materia misma que la ha sugerido y cuyo objetivo es, una vez más, resolver un problema no exactamente técnico, sino artístico. Quiero decir, un problema que solo puede plantearse en términos de materia (sonora, visual, en todo caso perceptible); problema que la materia misma del género supone y que resuelve, en el caso de la obra maestra. Propongo aquí unos cuantos ejemplos con el fin de evitar contrasentidos[3].

Ideas pictóricas. El pintor intenta, en efecto, sugerir (y no reproducir) una realidad tangible. Jamás pintor alguno sano de juicio ha pretendido, como invita a pensar la tesis de la mímesis, rivalizar con la realidad material: nunca nadie ha tomado una representación pictórica, en dos dimensiones, por una “réplica” de la realidad de tres dimensiones que le sirve de motivo. Sin mencionar, como ya lo hace notar Hegel, el hecho de que la pintura no “engaña” sino al ojo –a lo que yo añadiré que la pintura no engaña en realidad a ningún sentido, puesto que no pretende ser otra cosa que pintura–. La pintura, como el arte en general, es un juego. El pintor juega a evocar una realidad sin por tanto buscar a hacer una copia certificada. En un lienzo plano, con pigmentos de color, hace alusión a una realidad material exterior.

Nadie toma la pintura de la catedral de Ruan, de Monet, por la catedral de Ruan, en Ruan. En su caso particular, la idea que orienta a Monet en el momento de pintarla no consiste en figurar de manera verosímil la textura de la piedra de la catedral, como en el caso de otros pintores (llamados ingenuamente “realistas”), sino la de figurar la “impresión” que hace la luz en la retina. Idea artística que supone la solución del problema de la figuración de la luz a partir de pigmentos de color mezclados con aceite; muy diferente de la solución que da al mismo problema el claroscuro de Caravaggio o el tratamiento a contraluz de Goya. Monet “piensa” en otra cosa que Goya o Caravaggio, y la pintura de cada uno de ellos ofrece diferentes respuestas a un problema que otros géneros artísticos no necesitan plantearse. La solución es todavía otra cuando Manet se propone pintar, no la luz de las velas, como Georges de la Tour, sino la entonces recientísima luz eléctrica (Un bar aux Folies Bergère, 1882).

Fisionomías, texturas, volúmenes, espacios, intersticios, luz, aire, temperatura y movimiento; estos son los elementos, entre algunos otros, que el pintor intenta plasmar “por medio” de colores y a través de pinceladas. Cuando Leonardo tuvo la “idea” (artística) del sfumato, esta no venía a expresar otra idea que la de poner en relieve, en “primer plano”, un personaje con respecto al paisaje, en “segundo plano”, a través de una superficie… plana. Lo mismo ha de decirse de la invención de la perspectiva.

Ideas escultóricas. La escultura no es una pintura en tres dimensiones. El arte parietal prehistórico sí juega con volúmenes; sugiere cuerpos a través de líneas apenas dibujadas sobre las paredes rocosas de las cuevas, que por sí mismas suscitan una forma (un vientre, un muslo). En cambio, el escultor modela dichos volúmenes a su guisa: transforma la materia –mármol, bronce, madera, etc.– a través de un determinado gesto. Imprime forma a lo informe. Los problemas a los que se enfrenta son luego propios a su género. La escultura griega no pierde su actualidad en la medida que ofrece soluciones a ciertos problemas específicos del género, por ejemplo, el de “cubrir” un cuerpo desnudo a la vez que se le hace entrever “por debajo” del vestido, como en las Venus cubiertas de un paño que sugieren sensualmente su ombligo. La escultura de Corradini, que juega a cubrir los rostros de sus vírgenes con un velo, es una idea probablemente inspirada por aquellas Venus. El problema con el que se encuentra es paradójico: el mármol viene a cubrir el mármol; el rostro (de mármol) parece haber sido esculpido primero con lujo de detalle, y luego cubierto por un finísimo velo (de mármol). Un pintor puede encontrarse con un problema similar (pintar un rostro velado); pero su solución es evidentemente muy diferente de la del escultor. Pintar unas líneas blancas que sugieran el velo que viene a cubrir un rostro antes pintado nada tiene que ver con esculpir al mismo tiempo el rostro y el velo. Los suaves muslos de Proserpina en los que se hunden los dedos firmes de Plutón, todo ello en mármol, responde a otro problema escultórico (sugerir la ductilidad por medio de la dureza), como la evocación de las edades del hombre reveladas por tres texturas diferentes de piel que deja ver el conjunto Eneas, Anquises y Ascanio del mismo Bernini.

Ideas musicales. La música es un juego con arreglos de sonidos en el tiempo. No “significa” nada más que ideas musicales[4], es decir, soluciones a problemas musicales. ¿Cómo, en la ópera, dar la impresión de que el libreto que se juega en escena “corresponde” a la música que se escucha? La idea musical del leitmotiv de Wagner es una posibilidad: habituar al espectador a ver aparecer un personaje a la par que se le hace escuchar un tema. Verdi sabe que el juego con lo sensible pone en suspenso al auditor, que espera la nota dominante: en los momentos dramáticos, los arreglos establecen ese juego, y la dominante no viene sino en el desenlace. Al contrario, Mozart juega a romper con esa supuesta alianza de lo visible y lo audible, haciendo escuchar una música que poco o nada tiene que ver con lo que ocurre en escena (L’ho perduta, mi meschina).

En el dominio estrictamente musical, es decir del sonido, las ideas son sugeridas al compositor ya articuladas musicalmente: la composición no viene a traducir una idea que no sería musical –traducción que sería por lo demás imposible–: repetir el mismo tema pero en otra escala, o invertido, desfasado, variado, etc. O lo contrario, repetirlo sin variarlo: Ravel compuso más de 30 minutos de música con tan solo un tema que no ocupa sino dieciséis compases (Boléro): ¿qué otra idea que musical podía tener en mente en ese momento? Y cuando Berio compuso su Sinfonía introduciendo “citas” de Schönberg, Mahler, Ravel, Berlioz, Bach, Beethoven, entre otros, ¿en qué estaba pensando si no en una manera de “arreglar” musicalmente, en una nueva idea, todas aquellas ideas musicales?

Ideas poéticas. Contar una historia, evocar una emoción, construir un mundo aparte, a partir de palabras escritas, sin otro acento (ad cantus) que el gráfico, sin otra entonación que la que puede sugerir una hoja de papel. He ahí una fuente inagotable de problemas. La historia de la literatura es la historia de las ideas literarias que han permitido a los poetas y literatos resolverlos de cierta manera. Así Homero, que canta en hexámetros los horrores de la guerra, volviéndolos bellos; Rulfo, quien escribe de tal modo que el lector tiene el sentimiento de que “alguien habla”; Céline, que rompe con las reglas elementales de la sintaxis con el fin de provocar una emoción inmediata, sin el intermedio intelectual por así decir, entre cientos de otros ejemplos. Una idea proustiana: evocar la indecisión, y con ella el paso del tiempo, con respecto a una suposición psicológica que hace el narrador sobre algún personaje (“Swann hizo aquello, quizás, por miedo de…, o tal vez porque… o incluso porque… o acaso por ninguna de estas razones”). Una idea de Robert Pinget: jugar a “transcribir” en frases, en vano, una idea musical, y así crear una idea literaria, narrando un momento de la jornada diversificándolo, modulándolo, como variaciones de un mismo tema (Alguien). O aún, el cambio de velocidad en las novelas de La comedia humana de Balzac (1830): la aceleración progresiva de la velocidad mínima del principio a la velocidad vertiginosa del final. Metáforas, metonimias, juegos de palabras, transliteraciones, aliteraciones, estos y otros medios permiten al escritor hacer alusión al mundo por medio de palabras, lo cual ya es en sí una idea artística (aunque también, pero bastante menos sólida, científica y filosófica).

Ideas cinematográficas. El cine cuenta historias con imágenes (con la introducción del sonido, el cineasta perdió algo de su poder artístico: el diálogo permite la comprensión que antes solo la imagen aseguraba). El “contenido” de la película no es desde luego la historia, sino todo aquello que permite al cineasta contarla: montaje, encuadre, recorte, ritmo, juego del actor, luz, etc. La historia (el guion) es muchas veces, como en Hitchcock, un simple pretexto –un macguffin, decía él– necesario: algo se ha de contar. Pero poco más. El placer del cineasta consiste más bien en una reconfiguración de la realidad en imágenes por medio de cortes, yuxtaposiciones, escorzos y síntesis, que solo el cine puede sugerir y producir. Únicamente el montaje permite ver a un mismo personaje habiendo envejecido de 40 años de un encuadre a otro, por ejemplo. Solo el montaje permite contar una historia que empiece por el final y se termine por el principio sin que el orden cronológico de las imágenes sea invertido por lo tanto (por ejemplo, la película Memento de Christopher Nolan). En cambio, una novela que empiece por el final y se termine por el principio no puede recurrir a la misma idea: no se puede escribir, sin perder toda comprensión gramática, “al revés”, mientras que sí se pueden montar las imágenes invirtiendo la “flecha del tiempo”. La descripción de un hombre que sube con un vaso de leche por una escalera no podrá jamás rivalizar con la emoción creciente de ver, no al hombre que sube, sino al vaso de leche, iluminado desde el interior, en plena penumbra, y que basta para hacer entender al espectador –incluso si nada sabe de la intriga de la película– que ese hombre va a envenenar a alguien (Sospecha de Alfred Hitchcock, 1941).

Podríamos continuar aquí con ideas de danza, de teatro, de fotografía, quizás de performances o instalaciones –si las hay–, pero esa enumeración se volvería tediosa rápidamente. Las ideas aquí descritas a las prisas bastan para hacer comprender que son específicas a su género. Al ser sugeridas por la materia misma que plantea un problema, resulta imposible, sobre todo inútil, plantearlas en otros “términos” materiales que en los que ha surgido. Un cineasta que “adapta” una novela no se apropia la idea literaria para transponerla en el cine, sino que utiliza un patrón literario para hacer cine, se sirve de una historia para contarla con imágenes. Por ello tiene poco interés el compararles: hay pésimas adaptaciones de excelentes novelas y excelentes adaptaciones de pésimas novelas.

Pero lo más importante de la rápida descripción que figura más arriba es su carácter definitivamente decepcionante. Porque una idea artística es, precisamente, material no verbal: su descripción no provocará jamás la emoción que provoca la obra misma. Decir que los dedos de Plutón se hunden en el muslo de mármol de Proserpina no eriza la piel de nadie, como tampoco ver dedos de carne y hueso hundirse en un muslo de carne y hueso, contrariamente a la visión de la escultura de Bernini. El arte no se lee, se ve, se escucha y se siente.

La obra no se dirige al intelecto, al lenguaje hablado, sino a una sensibilidad particular. Por ello, también es difícil y reclama un esfuerzo. La sensibilidad estética no es un don, es el fruto de la convivencia, la promiscuidad con las obras que se pretenden específicamente artísticas y de la comparación de unas con otras. Belleza es el nombre que se le da al juicio que resulta de esta emoción particular, resultante de la captación de una idea artística. Para captarla es necesario “hablar” la lengua del pintor, del compositor; comprender sus problemas, entender las soluciones que propone. ¿Hay pocos artistas geniales, con propuestas originales a problemas estrictamente estéticos? Seguramente, y menos aún en nuestros días. Pero nadie está obligado a volverse artista, ni de hecho a apreciar el arte.

¿Formalismo? ¿Iconoclasia?

Se me objetará que el análisis que hago aquí es “formalista”, lo que rebatiré de buen grado puesto que de entrada refuto la distinción, absurda a mi parecer, entre forma y contenido de una obra de arte. La noción de “idea artística” no puede comprenderse más que renunciando a dicha abstracción. La forma (artística) no es simple vehículo de un contenido (no artístico); al contrario, la forma es la única manera de hacer sensible un contenido en sí mismo artístico. El origen de la idea se halla en el arte, y su finalidad no es otra que la obra. De hecho, no puede comprenderse sino a través de la obra. Piénsese en este otro ejemplo, de arte “contemporáneo”, de Patrick Nau: una armadura de samurái fabricada íntegramente a base de cristal. Podrían hacerse mil relatos al respecto; la obra habla por sí misma, su sentido es transparente, o más bien coincide con el ser de aquella: existe una contradicción entre la materia resistente que permite proteger al cuerpo de un ataque y la materia fragilísima del cristal. Esta contradicción es sensible; fue ella quien orientó a Neu en su fabricación –y no un relato cualquiera que uno podría imaginarse “pacifista”, u otro–. Acuso más bien de “contenidistas” a los discursos de críticos, semiólogos, iconógrafos y otros hermeneutas que no se interesan en los significados, que se confunden con los hechos, del arte, y que se sirven de este para hacer historia, sociología, política y moral. Una vez más, el objetivo del arte ha sido siempre provocar (y no “expresar”) emociones; la emoción estética es especial, acaso sui generis; ella tampoco es la traducción de otra emoción banal o cotidiana. Las lágrimas que provoca la música no se asemejan a las demás, son lágrimas de música, provocadas por ideas musicales.

Acaso se me cuestionará asimismo sobre la pertinencia de este discurso, que va a contracorriente de la mayoría de los discursos estéticos, en particular desde mediados del siglo XX. El lector amante del arte encontrará que son dichas aquí puras evidencias, lo cual es cierto al menos en parte; que me perdone. El lector amante de interpretaciones encontrará por su parte que todo lo que digo aquí es absurdo y falso; que siga su camino. Lo que me importa a mí es mostrar que la idea artística, al servicio de la cual se halla la técnica del artista, es lo que en realidad debe ser evaluado por un juicio estético. Porque en arte no todo se vale y hay mejores artistas que otros. El juicio artístico no es una manera de expresar la propia subjetividad (o la personalidad); no es lo mismo apreciar tal o cual sabor o tipo de cuerpo humano que valorar una u otra obra de arte. Una obra maestra es aquella que propone una solución genial a un problema difícil. Es a partir de ella que es posible decir que hay artistas mayores y menores. La Pietà de Miguel Ángel es indiscutiblemente extraordinaria porque logra figurar, a través del incoloro mármol, la carne viva de la Virgen y la carne muerta de Jesucristo: la idea del escultor consiste en haber escondido un pie de la Virgen y mostrado el otro, de modo que, al buscar en vano el primero, uno se percata de que se halla, disimulado por el vestido, colocado sobre una piedra, lo que crea una línea diagonal sobre sus piernas. Comprendemos entonces que Jesús está a punto de resbalar de entre sus manos. En cambio, las reproducciones serigráficas de fotografías que hace Andy Warhol no pueden ser tomadas como soluciones a problemas específicamente artísticos. Si se debe considerar a Warhol como un artista, solo se le puede atribuir el título de menor, y ello sin el menor espíritu de provocación. Porque lo que los aficionados admiran en sus obras no es ni la fotografía (que no es suya sino de otros), ni la reproducción en sí misma o nada que tenga que ver con el arte estrictamente hablando, sino el concepto que a través de ellas intenta expresar Warhol (la mercantilización, la producción en serie de objetos, o algún otro relato por el estilo).

El juicio estético no es, como se dice de todo hoy en día, relativo; es un juicio que evalúa la creatividad artística y, como ya lo he dicho, no se adquiere más que con esfuerzo, y esmero, a través de la frecuentación de las obras, grandes e ínfimas. Ese juicio es de hecho una de las recompensas que ofrece el arte al amante de emociones estéticas: la belleza juzgada es un valor; una vez más, se trata del nombre que se le da a la emoción tan particular que solo puede nacer en el momento de captar una idea artística. Eso es lo que Susan Sontag (1966) llamaba una “erótica del arte ”, y tenía mucha razón, en los años 1960, afirmando que eso es lo que falta al discurso estético. Aprender a (volver a) amar al arte por lo que es, tal es el verdadero desafío al que estaremos siempre confrontados.

Referencias

Barthes, R. (1984). Le bruissement de la langue. Editions du Seuil.

Espinosa, S. (2017). Lo inexpresivo musical. Arena.

Espinosa, S. (2017). Traité des apparences. Encre Marine.

Espinosa, S. (2021). L’objet de beauté. Encre Marine.

Sontag, S. (1966). Against interpretation. Picador.

Notas

[1] El psicoanálisis destaca en este tipo de interpretaciones: poco interesado en el arte (que suele considerar como una mera evasión de la realidad). A su vez, el psicoanalista busca en las obras los elementos “escondidos” que revelan al artista (por no decir al paciente).
[2] Mucho habría que decir sobre el mercado del arte, la sociología de los comerciantes y compradores de obras de arte, por no decir los inversores. Es un hecho que si la mentada concepción funciona de maravilla, no solo para los talmudistas del arte, incluso para los propios artistas, sino ante todo para los curadores y galeristas; es porque se trata de un excelente medio para convencer al espectador y futuro adquiriente de la buena calidad del “producto”. Pero un análisis de este tipo nos alejaría demasiado de nuestro propósito, que pretende ser precisamente estético.
[3] En mis ensayos Traité des apparences (2017) y L’objet de beauté (2021) propongo una serie de ilustraciones de estas ideas y desarrollo ampliamente esta concepción.
[4] Véase mi ensayo Lo inexpresivo musical (2017).
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