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“Lo moderno” en el arte más allá de lo formal/conceptual: una mirada retrospectiva para observar el arte actual
“The Modern” in Art Beyond the Formal/Conceptual: A Retrospective Look to Observe Current Art
Designio. Investigación en diseño gráfico y estudios de la imagen, vol. 4, núm. 2, 2022
Fundación Universitaria San Mateo

Artículos de investigación

Designio. Investigación en diseño gráfico y estudios de la imagen
Fundación Universitaria San Mateo, Colombia
ISSN-e: 2665-6728
Periodicidad: Semestral
vol. 4, núm. 2, 2022

Recepción: 04 Abril 2022

Aprobación: 12 Septiembre 2022

Resumen: Este artículo busca repensar las viejas nociones que definen al arte moderno basadas en criterios estéticos. El objetivo, por una parte, es liberar su determinación limitada a un estilo o manera de hacer arte. Y por otra, en el otro extremo, disolver los juicios que evalúan a sus propuestas como inconexas y/o contradictorias entre sí. Esta perspectiva busca evitar tanto las restricciones como los caos estilísticos. Para esto se postula la hipótesis de que la gran variedad de productos y maniobras del arte moderno comparten un sustrato común alojado, no en la estética, sino en la subjetividad moderna; en particular, en una subjetividad desplazada la cual estimula múltiples manifestaciones de un mismo espíritu que, abandonado por la hegemonía acrítica de lo formal/conceptual, tal vez sea propicio retomar.

Palabras clave: cultura, digitalización cultural, mercadeo cultural, derechos económicos, derechos sociales, derechos culturales.

Abstract: This article seeks to rethink the old notions that define modern art based on aesthetic criteria. The goal, on the one hand, is to release your determination limited to one style or way of making art. And on the other, at the other extreme, dissolve the judgments that evaluate their proposals as disjointed and/or contradictory to each other. This perspective seeks to avoid both stylistic restrictions and chaos. For this, the hypothesis purposed that the great variety of products and maneuvers of modern art share a common substratum housed, not in aesthetics, but in modern subjectivity; in particular, in a displaced subjectivity that stimulates multiple manifestations of the same spirit that, abandoned by the uncritical hegemony of the formal/conceptual, may be appropriate to return to.

Keywords: culture, cultural digitalization, cultural marketing, economic rights, social rights, cultural rights.

La modernidad “inagotada”

El tema de la modernidad fue y sigue siendo una constante en los discursos sobre arte, apareciendo una y otra vez variadas reformulaciones y problemáticas. Ciertamente no hemos agotado la modernidad, en parte, porque muchos de sus aspectos apenas han sido cuestionados. La modernidad artística no solo se observa retrospectivamente, sino que se juega en el tiempo actual, lamentablemente, a partir de los malentendidos de la fórmula estética. En consecuencia, repensar las viejas nociones que han definido al arte moderno posibilitaría ampliar nuestra mirada sobre el pasado, así como hacernos reflexionar sobre las zozobras del arte actual.

En trazas generales, el término moderno se ha utilizado –principalmente durante la aceleración acaecida en la época histórica– en situaciones de innovación, renovación, superación; asociado a lo nuevo, al espíritu primordial de su tiempo, a “lo actual” opuesto a “lo de ayer” (Vergara, 2013). Sin embargo, si bien este concepto posee un significado relativamente estable, remite a referentes inestables y transitorios. Esto implica que los productos y operaciones que fueron contemplados en cierto tiempo como modernos pueden dejar de serlo. Sin duda, esta ambivalencia nos interpela a preguntarnos: entonces, ¿qué hace ser moderna a una propuesta artística? Cuestión que antepone otro problema; como lo señala Antoine Compagnon (1993): “¿cómo caracterizar a una tradición contradictoria y autodestructiva?” (p. 8). En consecuencia, a la pregunta por “lo moderno” en el arte, además de exponer la dificultad de definir a referentes en constante destrucción y renovación, se le suma las (aparentes) contradicciones entre sí no resueltas.

Para sortear ese embrollo propongo tomar una posición distinta, esto es, no enfocarse en los variados productos y operaciones consagrados como modernos, sino en el espíritu común de la cual proceden estos mismos. En términos simples implica que, para evitar quedar atrapado el caótico panorama de sus propuestas, habrá que colocarse en el centro del torbellino, a saber, en un lugar donde las condiciones sean estables. Por consiguiente, como hipótesis principal planteo que por debajo de las diversas características estéticas y procesuales existe un sustrato común, un fuero interno –propio de una subjetividad moderna– del cual proceden las propuestas modernistas. Reconocer su estructura –autonomía, autoconsciencia, individuación, crítica y contexto– posibilitará, primero, ver la condición constante en la conformación de lo variable y, segundo, aceptar lo variable como múltiples manifestaciones de un mismo espíritu. Veamos.

Núcleo semántico de tipo estético

Al combinar “arte” + “moderno” lo que prevalece en la interpretación general es la asociación con el arte vanguardista. Jürgen Habermas (1989) señala que en la Edad Moderna el adjetivo “moderno” comienza a sustantivarse a mediados del siglo XIX en el terreno de las Bellas Artes, “mantenido hasta hoy un núcleo semántico de tipo estético que viene acuñado por la autocomprensión del arte vanguardista” (p. 19). De las palabras de Habermas podemos deducir que el término “moderno” se nominó en lo artístico albergando dos aspectos. Primero, que existe un sentido central procedente de los rasgos estéticos propios de los movimientos vanguardistas; segundo, que este núcleo ha sido acuñado por una disposición interna que Habermas llama “autocomprensión”. Entonces, si formulamos la pregunta en términos generales: ¿Qué haría ser moderna a una propuesta artística?, nos encontramos con dos perspectivas posibles a indagar: o nos concentramos en las características estéticas vanguardistas, o en la productividad de la que ellas proceden. Ya que lo que prevalece en el sentido común ha sido asociar “lo moderno” a los productos o maniobras vanguardistas, veremos primero esta alternativa.

En principio, según lo que nos propone Habermas, entenderemos por arte vanguardista su acepción general: arte innovador y revolucionario que se constituye como ruptura de (y con) una tradición. Entonces, si tomamos la fecha que ha dado el filósofo alemán (mediados del siglo XIX) podríamos enumerar a varios de sus ismos: impresionismo, postimpresionismos, cubismo, futurismo, suprematismo, neoplasticismo, constructivismo, dadaísmo, expresionismo, surrealismo y neovanguardismos (Habermas no hubiese aceptado a este último[1]). Incluso, retrocediendo antes de la fecha dada, podríamos incluir al romanticismo, considerado por el mismo Habermas, Octavio Paz, Antoine Compagnon y tantos otros, como un movimiento moderno independiente de la sustantivación del término:

A lo largo del siglo XIX, del espíritu romántico surgió aquella conciencia radicalizada de la modernidad que se liberó de todos los vínculos históricos específicos (...) [Este modernismo] establece una oposición abstracta entre la tradición y el presente, y nosotros somos, de algún modo, todavía contemporáneos de aquel tipo de modernidad estética que apareció por primera vez a mediados del siglo XIX. (Habermas, 1992, p. 88)

Ahora bien, volviendo a los ismos, ya que esta primera aproximación considera que el sentido de “lo moderno” en el arte se desprende de propuestas estéticas, tendríamos que mencionar, aun cuando la síntesis sea burda, al menos algunos aspectos distintivos: huella intuitiva de la mirada del artista (romanticismo), sistematización de la percepción (impresionismo), síntesis de las formas del mundo (cezannismo), abandono de las formas del mundo (suprematismo), uso del lenguaje plástico objetivo (neoplasticismo), deformación crítica de la realidad imperante (expresionismo), abandono del ilusionismo (cubismo analítico), alusión al movimiento (futurismo), negación del sentido (dadaísmo), afirmación de sentidos inconscientes (surrealismo)[2]… Creo que no es necesario continuar. Basta con nombrar algunos aspectos para que concordemos en que intentar definir “lo moderno” en el arte a partir de un conjunto de proposiciones estéticas-artísticas asociadas a los movimientos vanguardistas es, por decir lo menos, quimérico. Incluir en una definición a sus variados, dispares y muchas veces contradictorias ideas, recursos, gestos, formatos y operaciones, sería una misión literalmente imposible.

Otra alternativa sería acotar el núcleo tomando la definición de vanguardia histórica que ofrece Peter Bürger. A grandes rasgos, la define como movimientos orientados a confrontar la idea del “arte por el arte”, es decir, a combatir la autonomía en tanto atributo del arte burgués. Esta noción de vanguardia apunta a una autocrítica que dirige su acción hacia el rechazo de la institución artística que dicta y controla la producción, distribución y recepción de las obras. Las vanguardias “no se limitan a rechazar un determinado procedimiento artístico, sino el arte de su época en su totalidad, y, por tanto, verifican una ruptura con la tradición” (Bürger, 1987, p. 54). Sumado a esta idea, la vanguardia cuestiona el estatuto del arte y del artista. El arte no sería un medio ni un instrumento para expresar ideas o emociones ajenas a su realización: lo vanguardista aspira a ser realidad misma. De ahí la importancia que da esta perspectiva al hecho de reintegrar el arte a la actividad vital, desde una intención sociopolítica que busca transformar la sociedad, reorganizando la praxis vital por medio del arte.

El inconveniente de esta alternativa es que las propuestas que se encuadran en ella son relativamente pocas. Solo se podría configurar un núcleo vanguardista considerando el dadá, las vanguardias rusas posteriores a la Revolución de Octubre, el primer surrealismo y, parcialmente, el futurismo italiano y el expresionismo alemán. En relación con el cubismo, el teórico destaca su cuestionamiento al sistema de representación vigente desde el Renacimiento, por lo que lo incluye entre los movimientos históricos de vanguardia. Una inclusión no del todo rigurosa, si consideramos que su tesis exigía no solo rechazar un procedimiento artístico anterior; también la superación del arte en la praxis vital.

Como podemos deducir, si la vanguardia se define como un arte innovador y revolucionario que se constituye como ruptura de la institución del arte, no solo se excluiría a muchas de las proposiciones mencionadas al principio; además, se confinaría su subversión a una breve, fallida y limitada vida. Ciertamente que la definición de Bürger ayuda a identificar un grupo peculiar de vanguardismo radical. Sin embargo, para el propósito que nos convoca, que es definir el eje transversal de “lo moderno” en el arte, esta perspectiva no nos resulta provechosa.

Otra posibilidad es concentrarnos en la tendencia analítica-formal, herencia de la experimentación cubista. Clement Greenberg (2006) postula que la trayectoria para el progreso del arte moderno debía avanzar hacia un mayor énfasis en sus elementos formales, llevando así el arte a la abstracción pura (formalismo). Propone el análisis y la experimentación de las posibilidades concentradas en su propio medio o técnica –medium–. En otras palabras, postula que las artes se replieguen dentro de ellas mismas para proteger sus particulares valores, excluyendo todo lo que no esté implicado en sus factores propios. Plantea el abandono de la narrativa y la representación, descartando también cualquier intención sociopolítica. En especial, subrayó el expresionismo abstracto, la pintura de campos de color y la abstracción escultórica. Con todo, nuevamente, la definición de Greenberg ayuda a identificar a un grupo peculiar de artistas modernos, resultando una definición bastante limitada para nuestro propósito.

Inevitablemente, solo bastaría con tomar una posición teórica para que algo quede fuera, ya sea a nivel programático, procesual, formal o material. Timothy J. Clark señala que sus esfuerzos como teórico se han enfocado justamente en tratar de sacar a la modernidad artística de la reducción estrecha e insatisfactoria que muchas proclamas han postulado como definitivas:

El propio Greenberg sabía que existían intereses contrapuestos y muy pronunciados dentro de la modernidad. Que la modernidad consistía en la mezcla y expansión de los medios. Él pensaba que todo aquello no era más que ruido. Una interferencia en el mensaje de la misión central de la modernidad, que no era otra que predicar y fortalecer cada arte desde cada una de sus armas específicas. ¿Cuál es el ámbito específico de la pintura, en oposición al de la escultura o en oposición al de la poesía? Creo que esa era la motivación que impulsó a Matisse, pero no era la motivación de Schwitters, ni creo que haya sido la motivación que guiaba a Pollock. Pollock fue un pintor de la cabeza a los pies, pero también fue un temerario que trataba constantemente de inventar nuevas formas en que la pintura pudiera rebasar sus propios límites; alcanzar una escala mayor. (Clark, 2013)

Según esta línea argumental, si la modernidad artística es “mezcla y expansión”, evidentemente cada vez se tornaría más dificultosa la tarea de conciliar sus múltiples productos u operaciones en una definición. Por otra parte, si nos ajustamos a una teoría en torno a planteamientos específicos, inevitablemente dejaríamos fuera a muchas propuestas modernas. O, peor aún, se podrían presentar ambigüedades tan nefastas que, por ejemplo, se lleguen a considerar los planteamientos vanguardistas como una crítica al “arte moderno”, (mal) entendido como categoría asociada únicamente a lo analítico formal.

Por otra parte, el intento de definir “lo moderno” en el arte desde los productos o maniobras siempre corre el riesgo de confundirse con la inútil pretensión, que le pesa tanto a artistas como a teóricos, de establecer cómo “debe ser” materialmente el arte moderno. Inútil, porque la infructuosidad de su tarea ha sido constatada doblemente con el paso del tiempo. Primero, porque por mucho que se intente fijar un orden, la práctica artística siempre va a saltar en otra dirección para no morir por estancamiento. Aquí cabe citar la frase atribuida a Duchamp: “el arte tiene la bonita costumbre de echar a perder todas las teorías artísticas”. Segundo, ya que las propuestas modernas, justamente en virtud de su modernidad, cambian apenas las nombramos, mudan para rebasar los límites, los axiomas y los cánones que son incesantemente propuestos o impuestos por la institución, por la sociedad y por los mismos artistas y teóricos. Como vemos, intentar definir su significado a partir de referentes inestables, de productos o maniobras que se destruyen y renuevan, no constituiría un camino fiable.

Lo “moderno” en el arte como fuero interno

Ya que resulta infructuoso intentar definir la modernidad de las obras artísticas a partir de una línea dominante de propuestas o teorías estéticas, tomaré el segundo camino, el de examinar el fuero interno de la cual proceden; lo que en buenas cuentas constituye la condición constante para la conformación de lo variable. Hablo de esa disposición que atraviesa los diversos productos u operaciones del arte moderno, esa que persiste por debajo de las apreciaciones oscilantes entre aciertos o fallas de sus proyectos. Me refiero a ese arrojo que se desenvuelve subterráneamente por los distintos escenarios y particulares visiones.

Como decía, Habermas señala que el núcleo semántico que se desprende de “lo moderno” en el arte viene acuñado por la autocomprensión del arte vanguardista. Clave será entonces reconocer cómo se gesta esta autocomprensión moderna, junto con otras disposiciones que añadiré. Por tanto, esta vez no nos fijaremos en los efectos (productos), sino en la causa, a saber, en el surgimiento del sujeto artístico moderno. Estos aspectos nos permitirán comprender cómo el mundo moderno fue configurando a un artista capaz de autoconstruirse y manifestar su peculiaridad en forma autónoma, al tiempo que exhibe su quehacer como justificado y consciente de sí mismo. Para seguir el curso de esta idea será fundamental indagar en el concepto de subjetividad moderna.

Una mirada general nos hace apreciar que la Modernidad se identifica por la instauración de un profundo cambio en los patrones de la cultura occidental, caracterizada por la afirmación de la racionalidad del y desde el sujeto. Esta visión encuentra sus bases en el cogito ergo sum de Descartes (1637) y en el sapere aude de Kant (1784). Los planteamientos de ambos filósofos exponen los componentes que articulan y activan el surgimiento de una nueva época, caracterizada por la disposición simultánea del pensar y del pensar por sí mismo, sin tutelaje. En este sentido, la modernidad constituye un quiebre epistémico y un cambio en la entidad actuante. El saber sagrado emanado por Dios es reemplazado por el saber procedente del ser humano, base y amo de todo conocimiento.

Habermas le atribuye a Hegel el descubrir, en primer lugar, a la subjetividad como principio de la Edad Moderna. A partir de ella explica simultáneamente la superioridad del mundo moderno y su propensión a las crisis[3]:

En términos generales Hegel ve caracterizada la Edad Moderna por un modo de relación del sujeto consigo mismo, que él denomina subjetividad: “El principio del mundo reciente es en general la libertad de la subjetividad, el que puedan desarrollarse, el que se reconozca su derecho a todos los aspectos esenciales que están presentes en la totalidad espiritual”. (como se citó en Habermas 1989, pp. 28-29)

Y si bien es cierto que la subjetividad como proceso humano siempre ha existido, Hegel caracteriza la subjetividad del mundo moderno como libertad y reflexión. En este contexto, Habermas señala que la expresión “subjetividad” comporta para Hegel cuatro connotaciones:

a) individualismo: en el mundo moderno la peculiaridad infinitamente particular puede hacer valer sus pretensiones; b) derecho de crítica: el principio del mundo moderno exige que aquello que cada cual ha de reconocer se le muestre como justificado; c) autonomía de la acción: pertenece al mundo moderno el que queramos salir fiadores de aquello que hacemos; d) finalmente la propia filosofía idealista: Hegel considera como obra de la Edad Moderna el que la filosofía aprehenda la idea que se sabe a sí misma. (pp. 28-29)

Como vemos, en la época moderna las personas comienzan a auto fundamentarse en libertad y reflexión, sin ser una mera representación de un orden superior. Asimismo, y como consecuencia de esto, la mayoría de los aspectos de la actividad social serán sometidos a una revisión continua. En particular, el trabajo intelectual y creativo comienza a realizarse en forma independiente y autoconsciente, lo que torna cada vez más autónomas a las disciplinas que participan de estas facultades.

Es así como al hablar de subjetividad entenderemos este concepto como un proceso anclado en su nueva situación histórica, a saber, como la conquista por la cual el individuo se autoconstruye y manifiesta su representación para afirmarse frente al medio de manera independiente. Proceso que integra tanto la reflexividad del yo, como el reconocimiento del otro (intersubjetividad) y del mundo. En este contexto, “subjetividad” no remite a un llegar a ser un sí mismo completo, sino al proceso incesante de sí. Al ser relativamente libre, dinámico y permeable, supone que lo subiectus, lo que está “puesto debajo” –que ciertamente se nutre del mundo y los otros, y que al mismo tiempo sale al mundo a través de productos y acciones–, no estaría modelado ni comandado por una autoridad externa. Por lo tanto, por fuera de la contraposición sujeto/objeto, lo refutado no sería lo obiectus o lo “puesto afuera” en sí mismo, sino la autoridad política, social o religiosa que, impuesta desde afuera, limita su autonomía y discernimiento.

Ahora bien, llevando estas ideas al territorio artístico, esta “subjetividad liberada” está lejos de significar, como se la suele caricaturizar, ensimismamiento, afectación, relativismo o sentimentalismo[4]. Por el contrario, apunta a reconocer a un sujeto artístico que comienza a fundamentarse autónomamente, presentando su quehacer como justificado y consciente de sí mismo. Con todo, desde esta perspectiva, y sobrepasando los ideales racionalistas ilustrados, la liberación subjetiva provocó que el artista moderno comenzara a reconocer el derecho a ejercer todos los aspectos esenciales de su psiquis. Esto posibilitó –en la experiencia, y por fuera de toda aspiración evolutiva– no solo poner en movimiento los procesos de su pensamiento; también todas sus facultades: pensar, sentir, intuir y percibir, combinadas de variadas formas. Es decir, a partir de esta nueva subjetividad libre y crítica, el artista moderno pudo llevar a programa, por ejemplo, tanto el rigor sintético como la distorsión emocional, el impulso inconsciente o los efectos de las percepciones, por nombrar algunos de los aspectos programáticos antes mencionados.

Para observar estos aspectos voy a tomar como punto de partida conceptual (mas no como teoría) las cuatro connotaciones de subjetividad que desprende Habermas del filósofo idealista, poniéndolas a prueba en el campo del arte: autonomía de la acción, autoconciencia disciplinar, crítica e individualismo. Como parte de la misma subjetividad moderna, estos conceptos debieran sustentar el fuero interno de la modernidad artística. Y digo artística y no estética, para poner hincapié en su práctica. Por tanto, es importante aclarar que no seguiré la ruta del idealismo filosófico de Hegel en esta tarea –en particular su concepción sobre arte y espíritu–, ya que más que buscar una supuesta mayoría de edad en el arte, intento definir el motor que impulsa al arte moderno desde su nueva situación histórica y en relación con un proceso creativo dado, liberado de todas las virtuosas tareas o responsabilidades que se le pudieran exigir. Es así como este análisis se basará no en expectativas, tareas o ideales para su quehacer; más bien observará lo que ha estado siendo en toda su heterogeneidad. Veamos.

En este contexto, la “autonomía en el hacer” no la entenderemos como autonomización disciplinar o concreción del reconocimiento de la estética, en tanto valor en sí que no requiere justificaciones externas. Ni tampoco abordaremos la condición socioeconómica de su existencia –status institucional del arte en la sociedad burguesa–, ni menos como categoría o consigna específica de “arte por el arte”. Más bien, este concepto será ajustado, como el localizador lo indica, a la práctica, al hacer. Las circunstancias sociales y económicas, o la diferenciación filosófica entre el arte y otros quehaceres y experiencias de la vida, si bien están intrínsecamente relacionados con el desarrollo de la práctica, no abordan la autonomía en relación con el proceso creativo. Por tanto, “autonomía” remitirá aquí a aquella libertad (relativa) que posibilita el levantamiento de propuestas artísticas de manera independiente a los sistemas exteriores del arte, incluso respecto de las directrices mandatadas por regentes y custodios del arte. Es decir, la conquista de su independencia (siempre en proceso) se sustenta en su hacer, lo que trasciende los márgenes institucionales y pautas establecidas. Hablo de una condición propia de su ejercicio, no de las ideas sobre su producción (saber estético), ni de su administración (mantenimiento o distribución) o su mercado. Esta autonomía permite que el hacer artístico pueda plantearse y afirmarse en el medio sin ser un instrumento de un otro orden (propio o ajeno al campo cultural), llámese a este orden magia, religión, política, grupo social, teoría estética, mercado, tradición, galería, crítica, museo, escuela de arte, etc.

Mas esta autonomía no implica, como muchas veces se cree, que el arte se desconecte obligatoriamente del mundo, de la vida. Al ser portadora de significaciones sociales, la producción artística necesariamente ejerce una influencia en el contexto social. Incluso tomando la opción más esteticista o autorreferente de su lenguaje, el acto de su producción y sus productos no pueden dejar de estar insertos en la trama social e histórica a la que pertenecen. Lo que sucede es que el lenguaje visual o, si se prefiere, lo plástico-visual ha cambiado su forma de participación respecto a épocas pasadas. Que lo plástico-visual ya no esté sometido al servicio de la ritualidad religiosa, al sistema político, social o a la actividad práctica/doméstica, no significa que no participe, de otra forma, en la práctica vital humana. Su independencia respecto a sus antiguos campos de acción no implica alejamiento del mundo. Autonomía del hacer artístico no significa marginación (aunque en algunos casos esto ocurra).

La autonomía del hacer a la que remito apunta a que es el artista quien ahora decide cómo y hacia qué dirección dirigir su práctica. Como señalaba antes, pertenece al mundo moderno el que queramos y podamos ser responsables de aquello que hacemos; de ahí que considere la autonomía de la práctica artística como un proceso de la subjetivación moderna. El hacer artístico puede ahora, en libertad y reflexión, cuestionar los temas nobles (propuesta romántica); puede eliminar las representaciones fantasiosas (planteamiento realista); puede ordenar el caos aparente (cezannismo); puede romper la organicidad con la vida (lenguaje autónomo); puede destruir la institución del arte (propuesta dadaísta); puede activar sentidos inconscientes (propuesta surrealista); puede reintegrar lo plástico-visual a la actividad práctica (anhelo constructivista); puede criticar el absurdo existente (vertiente expresionista): puede devorar al enemigo sacro (propuesta antropofágica); así como, puede diluir sus géneros y/o combinarlos con otras disciplinas (proposición neovanguardia). Finalmente, el concepto de autonomía en el hacer es muy simple y no por eso menor. Habla de que la práctica del artista moderno ya no está subsumida ni es dependiente de algo (relativamente hablando): el artista es libre de hacer valer su acción.

Por otra parte, la autoconsciencia del arte supone abarcar toda la trama que la compone. Desde una perspectiva semiótica que comprende sus tres dimensiones –sintáctica, semántica y pragmática–, Simón Marchan Fiz (2012) define a la obra artística de la siguiente manera:

Como signo, es un sistema comunicativo en el contexto sociocultural y un fenómeno histórico-social. Posee su léxico –los repertorios materiales–, modelos de orden entre sus elementos –sintaxis–, es portadora de significaciones y valores informativos y sociales –semántica– y ejerce influencia, tiene consecuencias en un contexto social determinado –pragmática–. Es pues, un subsistema social de acción. (p. 13)

Como lenguaje, además de las funciones representativa, expresiva o apelativa, involucra una función metalingüística que da cuenta del propio código, a saber, del lenguaje como tal. También de una estructura estética centrada únicamente en su forma, es decir, que deja de ser instrumento para hacerse objeto en sí mismo. Por otra parte, involucra también al transmisor (en este caso el artista) y al receptor (espectador-participante) que tiene un papel activo en tanto descifra e interpreta los signos aportándole su experiencia, reflexiones, actitudes y emociones. Más allá de entenderlo como lenguaje, comprende formas de hacer, procedimientos, lógicas y estrategias de creación, así como también implica sistemas de circulación, mediación y recepción del arte. En consecuencia, y recogiendo todo lo antes dicho, la conciencia que adquiere el artista moderno sobre su disciplina supone el saber –conocer, analizar y comprender– toda su trama, y no solo los componentes estructurales, como veremos más adelante. Hablo de su lenguaje, expresión y maniobras; de sus agentes, alcances, fronteras y normatividades; de su sitio en la sociedad y en la historia. Ahora, que el arte se sepa a sí mismo y tenga consciencia de la orbe disciplinar no significa que la práctica se circunscriba únicamente a reflexionar sobre “lo que sabe de sí”, sino que posibilita que el sujeto artístico pueda contemplar en perspectiva qué compone al arte (asunto en constante actualización), de forma tal de elegir en consciencia el territorio donde instalar sus formulaciones.

La crítica es otro componente fundamental de la subjetividad moderna. Siendo ahora el ser humano base y amo de todo conocimiento, se activa una gran confianza en el sujeto para hacer el mundo perfectible. Esta aspiración supone realizar un constante examen con el fin de superar lo dado. De ahí que la experiencia del progreso moderno irrumpa como una energía volcada a derrocar el pasado, la convención, las pautas; en fin, todo aquello que impida la renovación. Octavio Paz considera a la crítica como un elemento fundamental de la modernidad:

La modernidad comienza como una crítica [...] entendida ésta como un método de investigación, creación y acción. Critica la religión, la filosofía, la moral, el derecho, la historia, la economía, la belleza, etc. Los conceptos e ideas cardinales de la Edad Moderna –progreso, evolución, revolución, libertad, democracia, ciencia, técnica– nacieron de la crítica (Paz, 1990, p.32).

En el arte, Habermas (1989) llama a esta disposición que caracteriza a la modernidad estética como “subjetividad descentrada”, es decir, como una forma intrínsecamente vinculada con la ruptura:

Esta perspectiva quedó abierta con la modernidad estética, con ese tenaz trabajo de autorrevelación, expresamente buscado en las obras de arte vanguardista, que efectúa en el trato consigo misma una subjetividad descentrada, liberada de todas las limitaciones del conocimiento y de la actividad racional con arreglo a fines, de todos los imperativos del trabajo y de la utilidad. (p. 153)

Es más, tal descentramiento artístico no solo busca la ruptura de y con la tradición, sino que “vive la experiencia de revelarse contra todo lo que es normativo” (Habermas, 1992, p. 90); lo que implica sacar al arte de los márgenes instituidos. Esto involucra, como decía antes, revelarse también frente a los planteamientos realizados por la institución del arte y los programas de los mismos artistas. Su descentramiento provoca un distanciamiento de las convenciones cotidianas y estimula al arte para que se enfrente al arte, rompiendo la antigua continuación diversificada respecto del movimiento antecesor. Más radical aun, como señala Pablo Oyarzún (2015) trae consigo “un cuestionamiento del arte en su historia, un enfrentamiento con el despliegue histórico del arte” (p. 36).

Es significativo recalcar que la ruptura crítica de la normatividad artística se realiza sin rutas fijas. En términos gruesos, puede que cada vez que el arte se sofoque entre las paredes de la regulación racional, el salto crítico provoque una ruptura que incentive los sentidos y la experiencia. Asimismo, que cada vez que la normatividad empuje al arte a la superficie de las formas y los efectos sensibles, el salto crítico haga volver al arte a la profundidad de los contenidos. Que cada vez que las pautas contenidistas mermen la autonomía imaginativa, la crítica reinserte la fantasía. O cada vez que el “todo vale” se emplace como norma, el salto crítico pueda hacer volver a la razón. Así como las propuestas ejecutadas con total severidad terminan por hacerse estériles, una absoluta irresponsabilidad las convierte en pura chacota; de ahí que la práctica artística moderna siempre esté alerta para generar un salto crítico e impedir su estancamiento, sea cual sea su principio.

Finalmente, en relación con el carácter individualista antes mencionado, es importante recalcar que en el contexto de la creación artística, “individualista” no significará supremacía de los derechos del individuo frente a los de la sociedad; en cambio, potestad de pensar y actuar con independencia de los demás y de las normas imperantes para que su “peculiaridad pueda hacer valer sus pretensiones”, en este caso creativas. Esto implica, en principio, concebir al individualismo como una nueva disposición histórica que gesta seres humanos inmersos en lógicas de funcionamiento y entendimiento totalmente nuevas. Como fue señalado, el impulso individual no estará dirigido a servir un “orden superior”, sino que más bien a concretar de diversas maneras los propios anhelos (sean estos altruistas o egoístas). Por esto, este concepto lo presentaré en forma neutra, desprovisto de apreciaciones ideologizantes y exento de los efectos, buenos o malos, que pudiera provocar.

Para evitar equívocos, en lo sucesivo reemplazaré el término “individualismo” por “individuación artística”, entendida como el hacer valer la cualidad particular de una propuesta y por la cual se la señala singularmente. Asunto que no implica necesariamente una híper personalización ni un estar desconectado de las necesidades del mundo. De hecho, en términos constitutivos, las propuestas artísticas personales cristalizan experiencias sociales, pudiendo o no contener anhelos colectivos: “Pues en el arte es pensable la colaboración colectiva, pero no la extinción de la subjetividad que le es inmanente” (Adorno, 2011, p. 67).

Por otra parte, el ejercicio de hacer valer la singularidad de su pensar, sentir, intuir o percibir se conectan decisivamente con la innovación. El supremo valor de lo nuevo en el campo artístico va, según propongo, intrincadamente relacionado con el deseo –previa ruptura– de singularidad y con la necesidad de su actualización. Es decir, “hacer valer las pretensiones” implica establecer un camino individual capaz de abrir una ruta desconocida hasta ese momento de su creación; a condición también de renovarla constantemente (no hay nada más decepcionante que ver a un artista copiándose a sí mismo).

Si la subjetividad es el proceso incesante de sí, de permanente apropiación simbólica y de cimentación de sentido personal y colectivo, es decir, si el sujeto es una entidad abierta y permeable a los permanentes cambios del mundo al que pertenece; o visto de otro modo, si el mundo del sujeto cambia porque varia también el mundo, es natural que muten e innoven sus propuestas y representaciones. Asunto que permite, como consecuencia, desdibujar constantemente los límites del arte.

Otra es la perspectiva que propone Theodor Adorno (2011), para quien pareciera que lo nuevo en el arte moderno se define en virtud de su anhelo:

La relación con lo nuevo tiene su modelo en el niño que busca en el piano un acorde nunca escuchado, intacto. Pero el acorde ya existía; las posibilidades de combinación son limitadas; propiamente, todo está ya en el teclado. Lo nuevo es el anhelo de lo nuevo, pero apenas lo nuevo mismo: de esto adolece todo lo nuevo. (p. 54)

Por el contrario, en el contexto de la individuación artística, lo nuevo es comprendido no como el deseo, ingenuo o no, de partir desde cero, sino como la inauguración de un camino individual “distinto o diferente de lo de antes”. Como resultado, el punto de atención no está en el efecto, en la “novedad”, en la extrañeza o admiración que causa lo antes no visto ni oído; en cambio, en la definición de su particularidad y diferencia. Tomando el ejemplo de Adorno, se trata de la concreción de una particular/nueva combinación de acordes que proviene de la pretensión de hacer valer lo suyo.

Cierto es que desde esta disposición pueden surgir deformaciones, excesos o extravíos. Llevado al extremo, “lo diferente de lo de antes” se puede ver en el atolondrado culto a lo nuevo, entendido como una secuencia frenética de novedades orientadas, no a la ruptura crítica ni a la regeneración creativa, sino a la mera provocación efectista, a la epidérmica actualización del “estar al día” con la moda (a conveniencia del mercado) o al apetito bulímico por lo inexplorado o lo no descubierto en sí mismo. O, en otro extremo, la “peculiaridad” puede distorsionarse como elevación de la imagen del artista genio, muchas veces ensalzado por la creencia de ser la expresión de una (supuesta) autorrealización excepcional.

Pues bien, según propongo, la aceleración falseada o manipulada de lo nuevo, el cambio por el cambio, la búsqueda de la novedad, pasar rápidamente de una ruptura a otra, el conocimiento superficial de las cosas, el culto de la personalidad como potencialidad creadora, etc., pueden ser, en tanto deformaciones, consecuencias de la dificultad de enfrentarse a las facetas más profundas de la individuación. En el fondo y desde esta perspectiva, la originalidad no es más que una vuelta al propio origen. El mismo Adorno (2011) lo describe así: “(...) es verdad que una obra de arte no se puede conseguir de otra manera que si el sujeto la llena desde sí mismo” (p. 66).

Otro aspecto para considerar es que, en el contexto de la experiencia creativa, a la individuación artística no se llega solo deliberadamente. Así como hay artistas que tienen una claridad meridiana de la singularidad de su propuesta desde la ideación de la obra, hay otros que utilizan su energía inconsciente o requieren experimentar e indagar en la experiencia del proceso para encontrar algo válido para sí. Incluso trasformando el gesto experimental en una impronta personal. Por lo tanto, la experimentación o el flujo creativo no excluyen a la individuación, pues, aun cuando el sujeto artístico practicara métodos cuyo resultado no pudiera prever, al momento de organizarlos o seleccionarlos para así exponerlos estaría convirtiendo a ese azar, a ese flujo, en suyo propio. En este caso Adorno (2011) revincula experimentación y subjetividad:

(...) ya que los procedimientos experimentales (en el sentido más reciente) están organizados pese a todo de manera subjetiva, es quimérica la creencia de que mediante ellos el arte se desprende de su subjetividad y se convierte sin más en el en-sí que en el resto de los casos sólo finge ser. (p. 43)

Por lo tanto, independiente de los procesos conscientes o azarosos que se sigan, la propuesta y renovación de temas, procedimientos e ideas serán consecuencia del intento de actualizar lo que constituye de mejor manera ese “hacer valer lo suyo”. Tanto es así, que hasta en los programas más radicalmente fijos se puede apreciar la diferencia existente entre las obras de un artista y otro –por ejemplo, entre el constructivismo de Antoine Pevsner y el de Naum Gabo–. Esta individuación tiene bases tan profundas que incluso negando el concepto de singularidad artística, como en su tiempo propusieron Marcel Duchamp y Sigmar Polke[5], no pudieron estos escapar de ella, por el simple hecho de enunciarse como planteamientos personales. Solo el trabajo colectivo y totalmente anónimo –propio del arte antiguo– puede estar exento de tal individualidad artística.

Dicho lo anterior, y si bien la ruta teórica de Habermas pone hincapié en caracterizar a la modernidad estética como una “subjetividad descentrada”, rupturista, es importante considerar además que conjuntamente con el quiebre se provoca un desplazamiento; un viraje que abre un nuevo territorio desde el impulso de la individualización artística. En otras palabras, para estar fuera del centro, para encontrarse extrínseco respecto del estado o del lugar de asiento y acomodo artístico, no solo es condición necesaria romper con lo dado, sino que también inaugurar una nueva ruta: la propia. Es precisamente este movimiento el que posibilita la realización de su peculiaridad. Considerando esto último, en lo sucesivo hablaré de “subjetividad desplazada” para caracterizar a la particular subjetividad artística moderna, la cual alberga tanto la idea de Habermas de la ruptura como también el concepto de desvío, capaz de abrir un nuevo y singular territorio (individuación).

Sumado a lo anterior, es importante considerar que las propuestas se gestan a partir de un estado específico del campo artístico y del mundo. Las obras modernas suponen un juicio sobre las condiciones desde donde emergen, de ahí que “la obra auténtica de arte [moderno] permanece radicalmente ligada al instante de su aparición” (Habermas, 1989, p. 21). La consciencia histórica moderna estimula al sujeto artístico a hacerse cargo de su propia posición en relación con la historia en su conjunto, incluida la del arte. Por tal razón, es fundamental tomar en cuenta que las propuestas artísticas provenientes de esta “subjetividad desplazada” se instalan siempre dentro de un marco histórico-social específico, y, sobre todo, desde un momento de la Modernidad que comprende igualmente sus narrativas y sus particulares concepciones.

La liberación de temas, aspectos formales y sentidos, luego de procedimientos, materiales, acciones, espacios o tecnologías, cada cuestionamiento ha estado ligado radicalmente al tiempo donde emergen, edificándose tanto en relación con el momento específico de la Modernidad, como de acuerdo con las convenciones y tradiciones sociales y artísticas de su momento. Asimismo, esto revela la voluntad de actualidad de la modernidad. Para Pablo Oyarzún (2001): “Lo ‘moderno’ es una pasión de actualidad que exige poner las cosas a la altura de los tiempos” (p. 133); voluntad de actualidad, de contemporaneidad y contingencia, incluso, señala el filósofo, de lo transitorio.

Esta posición contextual la veremos, por ejemplo, cuando Theodore Gericault, mientras reinaba la misión virtuosa del arte neoclásico, cuestionó las ideas de su época realizando una serie de pinturas de enfermos mentales. Con esto el artista desacralizó los temas del cuadro e hizo visible a personas repudiadas no solo por criterios sociales, sino que también por criterios “ilustrados” pues, al estar privados de la razón, los locos entraban de inmediato a formar parte de un rincón oscuro y escondido de la humanidad. O cuando Paul Cézanne, habiéndose liberado el arte de las imposiciones temáticas (liberación que nunca es definitiva), e inserto en el espíritu crítico y revolucionario de finales del siglo XIX, trasgredió las normas establecidas de la representación para dar valor al lenguaje de la pintura mediante fundamentos objetivos y constantes: simplificación de las formas, rigor compositivo, pincelada sistemática y vista aérea. O cuando Tarsila Do Amaral, habiéndose liberado de los complejos culturales, tensionó la vitalidad modernizadora con lo tropical, trascendiendo a la mera voracidad del estar al día con las tendencias o modas europeas. Su desplazamiento instala así un paradigma que no había sido abordado de manera explícita en ningún otro momento de la historia del arte occidental: el canibalismo artístico, esto es, absorber al enemigo sacro para transformarlo en tótem. En fin, la lista de ejemplos sería interminable.

Entonces, volviendo a la pregunta ¿qué hace ser moderna a una obra?, vemos que además de reconocer en ella una subjetividad liberada, descubrimos un espíritu abierto a su tiempo. Dicho de otro modo, veremos una propuesta artística que se desplaza de la convención estando radicalmente conexa al instante y el espacio de su aparición; sean cuales sean los desafíos que su tiempo proponga. En otras palabras, veremos una obra capaz de hacerse cargo reflexivamente de su propia posición y de su contingencia; aspecto fundamental para comprender la variabilidad de la manifestación de “lo moderno” en el arte.

Algunas precisiones

La observación de los elementos inestables del arte moderno, es decir, sus variados productos y maniobras, ha producido (como estrategia compensatoria) una serie de fijaciones que dificultan la posibilidad de comprender y aceptar su plasticidad. Una de las limitaciones más frecuentes, o recurriendo a las palabras de Clark (2013), una de las reducciones más estrechas e insatisfactorias ha sido el identificar al arte moderno o vanguardista con la exacerbación, en primera instancia, de lo formal y, en segunda, lo conceptual[6].

Según lo que hemos visto, el campo de acción de “lo moderno” es tan amplio que restringirlo a un área determinada es infructuoso. La autoconciencia del arte no se ha limitado solo a explorar sus recursos estructurales o conceptuales; también ha interrogado sus sentidos y valores sociales y personales, así como sus procedimientos, técnicas o tecnologías, agentes y sus territorios de acción, circulación, mediación o recepción del arte. En consecuencia, la autoconciencia en conjunto con la ruptura crítica ha podido problematizar cualquiera de sus distintos componentes, precisamente en función del área a potenciar o de la normatividad a debatir.

Por ejemplo, el cuestionamiento se instaló en el tema, cuando el canon imponía sus tópicos “nobles”; en los aspectos formales, cuando la narratividad dominaba el campo; en el sentido, cuando la lectura unívoca colisionaba con un tiempo múltiple; en el procedimiento-formato, cuando la pintura-cuadro se posicionaba como principal medio; en su aura, cuando se sacralizaban sus objetos; en la ejecución grupal, cuando el culto al genio enaltecía al artista; en la materialidad, cuando la escultura detenía su alcance; en la acción, cuando el arte se petrificaba en la cosificación; en el montaje abierto, cuando el arte se sofocaba en museos y galerías; en el sentido, cuando la sequía simbólica entumía la mirada, etc.

La misma limitación para concebir “lo moderno” en el arte sucede respecto a la tendencia racionalista. Si bien la consolidación de los programas artísticos y el descentramiento crítico se exponen desde el pensamiento, el desarrollo de ellos debe comprenderse siempre dentro del proceso constitutivo de la subjetivación. Pues bien, numerosos teóricos del arte moderno se han inclinado a avalar la tendencia racionalista de las propuestas artísticas, omitiendo las que proceden del desarrollo de otras facultades de la consciencia igualmente liberadas, priorizando la identificación del arte moderno con un tipo de creación regulada por pautas objetivas e invariables, de propensión analítica. Sin embargo, y a pesar del amplio desarrollo de esta tendencia, el proceso de libertad subjetiva amplificó la producción en todas las direcciones posibles, ya fueran estas racionales, sensitivas, emocionales o intuitivas. Es así como se pudieron seguir reglas rigurosas como la composición áurea (Mondrian), o también adoptar criterios como la exacerbación emocional (Edvard Munch), la gestualidad corporal (Pollock), la configuración perceptiva (Jesús Soto) o en procedimientos intuitivos o de automatismo psíquico (Matta).

Otro equívoco común es creer que las propuestas vanguardistas son gestos revolucionarios válidos para siempre. Si afirmamos que la subjetividad desplazada rompe una y otra vez con las pautas artísticas para inaugurar otros territorios, esto tiene su revés, pues la normatividad también va renovándose a medida que se consolidan y envejecen las propuestas. Como es sabido, muchos conceptos, procedimientos o gestos vanguardistas al alcanzar su consagración pierden su poder crítico y rupturista. Por ejemplo, instalar hoy en día un objeto en una galería, esgrimir el lenguaje formal o manejar una estrategia de shock para desconcertar al espectador, por sí mismas, no representan ninguna trasgresión, en tanto ya son pautas totalmente aceptadas. En relación con el arte y la literatura de fines del siglo XX, Paz (1990) reclama que han perdido sus poderes de cuestionamiento: “sus negaciones son repeticiones rituales, fórmulas sus rebeldías, ceremonias sus trasgresiones” (p. 51).

Siguiendo esta línea, Bürger (1987) critica a las neovanguardias por repetir lo que las vanguardias históricas proponían. Para el teórico sus trasgresiones ya no sacudirían la recepción controlada del arte ya que estas llegarían a un espectador de sobre aviso, como una repetición institucionalizada:

Cuando un artista de nuestros días envía un tubo de estufa a una exposición, ya no está a su alcance la intensidad de la protesta que ejercieron los ready mades de Duchamp. Al contrario: mientras que el Urinoir de Duchamp pretendía hacer volar a la institución arte (con sus específicas formas de organización, como museos y exposiciones), el artista que encuentra el tubo de estufa anhela que su “obra” acceda a los museos. Pero, de este modo, la protesta vanguardista se ha convertido en su contrario. (p. 55)

Cierto es que sería contraproducente intentar “establecer” la ruptura y el desplazamiento, la abolición y la expansión, mediante fórmulas dadas. Sería como anular la fuerza del pólemos moderno. Bürger es certero en su observación. Sin embargo, tampoco podemos olvidar el emplazamiento de las propuestas en su historia.

Hal Foster ofrece una mirada crítica a la idea de Bürger sobre la neovanguardia. Señala que para los artistas de la vanguardia más aguda, como Duchamp, su objetivo no era ni una negación abstracta del arte ni una reconciliación romántica con la vida, sino un continuo examen de las convenciones. Si la vanguardia histórica se centró en lo convencional del arte (el Urinoir en realidad desafiaba la convención burguesa del artista genio), la neovanguardia, en cambio, se concentraría contundentemente en lo institucional, recurriendo a los paradigmas del pasado justamente para abrir posibilidades presentes. Como podemos apreciar, la perspectiva de Foster pone en cuestión el ideal de la originalidad en el arte como “total ruptura”. El teórico cita, de hecho, a Michael Pried para argumentar su reflexión, quien en 1965 señalaba: “hace ya más de un siglo que en las artes visuales funciona una dialéctica de la modernidad” (como se citó en Foster, 2001, p. viii).

Entonces, si bien es cierto que los gestos revolucionarios no son válidos tal cual y para siempre, sería un error concebir a una vanguardia despojada de toda experiencia pasada. En efecto, la proposición de un proyecto artístico iniciado desde cero y sin piso es un mito que cada cierto tiempo es desenmascarado por la teoría y los mismos artistas. Pues, en el fondo, en toda obra participa una apropiación transformadora. Directa o indirectamente, todas las rupturas artísticas se han servido de conquistas previamente alcanzadas, lo que en términos simples implica comprender que el ready made de Duchamp no hubiese sido esgrimido sin el antecedente de la incorporación del objeto en el collage, así como el collage –en particular el del cubismo sintético– no hubiese sido gestado sin el antecedente del cubismo analítico, y este último, a su vez, sin Cézanne y el arte africano, por ejemplo.

Por consiguiente, es fundamental considerar que si bien la fractura de los límites del arte y la individuación artística hacen posible la aparición de lo “nuevo”, este no se da como un gesto surgido espontáneamente desde la nada; toda obra se posa sobre un suelo de revoluciones que se ha venido sedimentado consecutivamente desde el pasado. De ahí que se pueda afirmar que “lo moderno” en el arte rompe con la convención, mas no con los recursos revolucionarios que puedan servir a su propósito. La ruptura con el pasado nunca es total, es más, sería una situación impensable e imposible para el arte. Como dice Filiberto Menna (1990): “El arte vuelve a ser construcción de la obra y al mismo tiempo de lo nuevo, […] la obra (en cuanto arte) no puede dejar de representar respecto de los territorios ya explorados y conocidos” (p. 8). Por lo tanto, las propuestas modernas se levantan tanto como ruptura de la normatividad, como actualización de las revoluciones anteriores bajo el prisma de la individuación innovara. En consecuencia, nos alejaremos de estas posturas: ni vanguardismo autopoiético, por ser una situación imposible; ni normatividad vanguardista, por ser una situación contraproducente.

También es posible caer en el error de pensar que la suspensión del arte moderno se produce solo por la regulación promovida por ciertas pautas. Indubitablemente, la pulsión de control no está ausente en el arte, pues esta es parte constitutiva del juego moderno. Como dice Oyarzún (2001): “el temple moderno se debate indisociablemente entre la pulsión de control íntegro y la apertura a lo totalmente otro” (p. 133). Claro, porque la dinámica moderna que promueve el desarrollo se gesta por el pólemos romper/establecer, expresado en diversas formas: libertad/normatividad, apertura/sujeción, movimiento/asentamiento, destrucción/creación, abolición/institución, expansión/contracción. En fin, tal como si se tratara del movimiento respiratorio o cardiaco de un ser vivo. Por poner un ejemplo: de la misma forma que la idea del “arte por el arte” fue normatividad a cuestionar para el surrealismo, la teoría del arte moderno de Greenberg lo es para T.J. Clark. Es decir, sin el pólemos moderno el “avance” del arte no puede acontecer, y esto porque donde todos piensan igual no hay posibilidad de desarrollo.

Hay que entender que esta polaridad no separa ni destruye la unidad moderna, al contrario, la constituye. Así como el establecimiento impide la disgregación, la disgregación impide el estancamiento. Y ya que estos componentes están relacionados como extremos de una misma vara, es predecible suponer que un desequilibrio entre ambos pueda deteriorar o mermar su desarrollo. Si bien la “apertura” hace que las propuestas se expandan a lo nuevo, a lo otro, a lo múltiple, este impulso sin un límite puede disolverse en la indeterminación del “todo vale”. Por otro lado, si bien la “sujeción” hace que estas experiencias se establezcan en metodologías o programas artísticos, en teorías estéticas, en curriculum de enseñanza, en lógicas de curatoría (en museos, bienales o centros culturales), etc., sin apertura, esta sujeción puede convertirse en manejo o control de la creación, del saber o de los imaginarios culturales, lo que evidentemente impediría el desarrollo artístico.

Ahora, a este “desarrollo” hay que entenderlo desde la mentalidad moderna. Como sabemos, lo que mueve a la modernidad es el imperioso anhelo de hacer el mundo o los mundos (personales o colectivos) perfectibles. Este deseo, por cierto, no es ajeno al mundo del arte moderno. Independientemente de la intensidad de su afán, más o menos comprometido, así como de las crisis de nihilismo o decepción, el deseo de progreso ha estado siempre vigente. Sin perjuicio de lo anterior, es necesario advertir que el progreso en el ámbito artístico no implica un avance evolutivo lineal. Primero, porque el desarrollo artístico no se puede medir tal y como ocurre en el ámbito de la economía con valores de crecimiento o incremento de utilidades. Y segundo, porque el “avance” no implica, como vimos, ni una orientación fija ni una sola trayectoria. Tal vez lo único que puede identificar al progreso en el campo del arte es un tipo de renovación que evite su suspensión, ya sea a causa del estancamiento resultante de la regulación, la convención o la oficialidad, o de la indeterminación propia del “todo vale”. Por esto, pienso que en este territorio es más pertinente la figura del progreso entendido como viraje, vuelco o desvío. Viraje hacia lo radicalmente otro, como lo fue la apertura de artistas como Picasso, Matisse o Brancussi hacia paradigmas artísticos no occidentales. O desvíos hacia el costado, como ocurrió en el distanciamiento de la vida del arte puro y autorreferente. O como lo hizo el futurismo al dar un brinco enérgico que acentuaba las transformaciones experimentadas. O revuelcos de las creaciones imperantes, como fue la deglución del grupo Antropofagia. O volteos para actualizar lo perdido, como lo hicieron las neovanguardias.

Entonces, aun cuando esta reflexión modifica la idea del progreso artístico dirigido hacia el futuro de forma lineal, no se escapa de la idea del desarrollo evolutivo. Por tanto, propongo visualizar la particular voluntad de progreso artístico como una que propicia saltos, revuelcos o desvíos que se propagan horizontalmente, a saber, como desplazamientos en un mismo plano; lo que descarta, de paso, el uso de calificativos tales como mejor, peor, atrasado o adelantado. Los desplazamientos modernistas son de condición caleidoscópica, de ahí que el arte moderno sea escurridizo a la hora de clasificar. Su progreso consiste, más que en hacer “crecer” al arte, en huir de las determinaciones (o indeterminaciones) que frenan la renovación creativa, para ir ajustando su paso a los cambios de su transitoria contemporaneidad.

Cierto es que esta reflexión pone en cuestión la idea de avant-garde entendida como una formación de avanzada o empuje hacia delante –también hacia el futuro– de los límites del arte. Es que en honor a los hechos, en la práctica artística y más allá de cualquier teoría o intención, toda dirección en el tiempo y el espacio valió y vale para salir del statu quo. El mismo Marshall Berman (2011) critica la desbocada idea de una modernidad lanzada hacia un futuro sin pasado; esa modernidad que no es capaz de volver a sus principios, a sus poderes de negación. El filósofo haciendo uso de esa tensión fértil que él mismo alaba, rehúye los argumentos polarizantes de avance deslumbrado versus conservadurismo anquilosante, para señalar: “Entonces podría resultar que el retroceso fuera una manera de avanzar; que los modernismos de siglo XIX nos dieran la visión y el valor para crear los modernismos del siglo XXI” (p. 27).

La distancia en el tiempo nos permite observar que las rupturas en los modernismos no son absolutas, que no existe un grado cero, totalmente nuevo, que los desplazamientos, aun cuando los manifiestos artísticos proclamen ¡avanzar!, ¡ir hacia delante! o ¡marchar hacia el futuro!, no fueron realizados en una sola dirección, y que, definitivamente, no produjeron “mejorías” en el arte ni en la sociedad. Lo que acontece, en cambio, son múltiples desplazamientos para zafarse de una imagen detenida.

A modo de conclusión

Recapitulemos. Para responder a la pregunta ¿qué hace ser moderna a una propuesta artística?, en primer lugar tuvimos que evitar fijar “lo moderno” en determinadas pautas estéticas, ya que, como se constató, inevitablemente se dejaría afuera algo. Lo principal es comprender que acuñar “lo moderno” en una fórmula estética o en una teoría específica iría en contra de la naturaleza mutable, variada y acelerada de los productos y operaciones modernos, asociados a la innovación, la renovación o la superación de lo dado para conformar lo nuevo y “lo actual” opuesto a “lo de ayer”. En particular, esta voluntad de actualidad implica también reconocer que las propuestas modernas portan una consciencia histórica que las instala vigorosamente en el momento de su Modernidad y su específica narratividad, conectándolas decisivamente al instante y esfera de su aparición.

Por lo tanto, es predecible suponer que en un tiempo sucesivo, habiendo cambiado la actualidad, la historia o el momento de la Modernidad, los productos y operaciones que fueron contemplados alguna vez como modernos (a razón de su quiebre e innovación respecto de su tiempo), pudieren dejar de apreciarse como tal en virtud de la renovación y actualización exigida por el tiempo nuevo. En consecuencia, al aferrarnos a la idea de determinar a la modernidad de las obras artísticas a partir de sus formas o pautas establecidas, inevitablemente caeríamos en una contradicción, exclusión o inasibilidad de la trama general que alberga “lo moderno” en el arte.

Sin embargo, esto no significa que los productos modernos no compartan un fuero interno común que las relacione. De hecho, en un mismo tiempo e independientemente de su variedad, refutaciones o incongruencia entre sí, pudimos constatar que las propuestas artísticas conservaron un denominador común que las atraviesa: la subjetividad desplazada. Subjetividad moderna mediada por el objeto o su exteriorización, ya sea por acción indicativa, directiva o performática. Por lo mismo, no hay que comprender este concepto como un dominio interno ensimismado. Su energía no encuentra respuesta o resolución dentro del yo, sino que está abierta en la obra y para el arte, la historia, la sociedad y su contemporaneidad, dentro de una simultaneidad de procesos, fenómenos y sucesos pertenecientes a su época.

Por cierto, los parámetros que conforman al concepto “subjetividad desplazada” –autonomía, autoconsciencia, crítica, individuación y contexto– están sujetos a la observación actual de lo que “ha sido”, por lo que no excluyo que sean modificables en el presente o en el futuro. Incluso modificables y discutibles retrospectivamente y desde otras perspectivas o requerimientos. Sin embargo, en lo inmediato, el planteamiento de este concepto como un temple que impulsa a las propuestas modernista nos sirve como una aproximación, como un esbozo para trazar algunas reflexiones sobre el arte moderno; reflexiones y observaciones que podrán emanciparse de las apreciaciones negativas de sus variaciones, incongruencias, diferencias o supuestas deficiencias respecto a un modelo oficial.

En consecuencia, para contestar a la pregunta ¿Qué haría ser moderna a una propuesta artística? solo bastaría constatar si, de acuerdo con las propias experiencias de modernidad, según el tiempo, la sociedad, la cultura e historia dadas, esa propuesta pudo re-presentarse frente al mundo de forma independiente, consciente de sí misma y de su quehacer. Bastaría comprobar si fracturó efectivamente las pautas dadas, incluida la normatividad vanguardista. Verificar si fue capaz de hacer valer sus pretensiones; si manifestó su peculiaridad en el hacer, en el sentir o en el pensar. Si, haciendo uso de los recursos revolucionarios disponibles, renunció a las determinaciones que frenaba su renovación creativa. Y, finalmente, si se desplazó para abrir/inaugurar un nuevo territorio, ajustando su paso a los cambios de la propia subjetividad y a la transitoria contemporaneidad del artista. En buenas cuentas, bastaría con constatar si albergó el fuero interno de la subjetividad desplazada, capaz de destruir y construir la caleidoscópica manifestación de “lo moderno” en el arte.

Más allá de lo moderno, estas directrices podrían estimular un salto del arte fuera de los actuales marcos institucionales de lo formal/conceptual. Como dice Berman, puede que los modernismos de siglo XIX y XX nos dieran la visión y el valor, tal vez no para crear los del siglo XXI, pero sí, al menos, para alcanzar la visión y el valor para examinar las convenciones del arte actual y así abrir nuevas posibilidades creativas en el presente.

Referencias

Adorno, T. (2011). Teoría estética (M. Cabot, trad.). Universitat de les Illes Balears.

Berman, M. (2011). Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la modernidad. Siglo XXI.

Bürger, P. (1987). Teoría de la vanguardia (J. García, trad.). Ediciones Península.

Clark, T. (2013, 3 de julio). La modernidad después de la modernidad / Entrevistado por Chema González. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía http://www.museoreinasofia.es/multimedia/modernidad-despues-modernidad-entrevista-tjclark

Compagnon, A. (1993). Las cinco paradojas de la modernidad. Monte Ávila Editores.

Foster, H. (2001). El retorno a lo real: La vanguardia a finales de siglo (A. Brotons, trad.). Ediciones Akal.

Greenberg, C. (2006). La pintura moderna y otros ensayos (F. Fanés, trad.). Siruela.

Habermas, J. (1989). El discurso filosófico de la modernidad (M. Jiménez, trad.). Taurus.

Habermas, J. (1992). Modernidad versus postmodernidad. En J. Picó (Comp.), Modernidad y postmodernidad (pp. 87-102). Alianza Editorial.

Marchant Fiz, S. (2012). Del arte objetual al arte concepto. Akal Ediciones.

Menna, F. (1990). El proyecto moderno del arte. En Tercer Ciclo de Conferencias Fin de siglo y formas de modernidad (pp. 5-11). Instituto de estudios almerienses.

Oyarzún, P. (2001). Lo moderno en dos miradas. En La desazón de lo moderno: problemas de la modernidad (pp. 130-137). Universidad ARCIS.

Oyarzún, P. (2015). Arte, visualidad e historia. Ediciones UDP.

Paz, O. (1990). La otra voz: poesía y fin de siglo. Seix Barral.

Vergara, F. (2013). Sujeto, razón y progreso: Itinerario filosófico de la modernidad. Ediciones Universidad Católica del Maule.

Notas

[1] Habermas parece adherirse a las críticas de Peter Bürger y Octavio Paz respecto a las neovanguardias, viéndolas como actos repetitivos de las vanguardias históricas. Véase Jürger Habermas (1992, p. 90).
[2] Para observar la historia de las contradicciones del arte moderno véase Antoine Compagnon (1993).
[3] Para Hegel, con el concepto de lo Absoluto, la filosofía puede mostrar el poder unificador de la razón, superando el estado de desgarramiento entre fe y saber en que el principio de la subjetividad ha hundido tanto a la razón como al sistema completo de la vida. Véase Jürgen Habermas (1989, p. 34).
[4] Caricatura proveniente, en su mayoría, de las deformaciones del romanticismo. Este fue el primer movimiento artístico moderno donde la voluntad subjetiva pudo ser real. Empero, esta voluntad devino decadencia. Tal y como se vio en el abuso del spleen –estado de melancolía o angustia vital sin causa definida– que degeneró en una afectación a la moda. En el caso de los artistas, esta moda se encarnó en el personaje del genio creador. Pero claro, esto no fue más que una deformación de un movimiento cuyas meritorias bases liberadoras fueron heredadas por las corrientes artísticas sucesivas.
[5] Marcel Duchamp (1887-1968) a través de su conocida obra Fuente de 1917 (firmada como R. Mutt), se revela tanto del oficio, de las pautas establecidas, como también de la identidad del artista. Por su parte, Sigmar Polke (1941-2010) cuestiona el concepto de estilo artístico mediante un trabajo que desestabiliza la entronización del artista apostando a la ausencia de estabilidad en el estilo. Al respecto, se destaca su obra Los seres superiores ordenan: ¡pintar de negro la esquina superior derecha! de 1969. Ambos cuestionamientos, empero, no pudieron zafar de la individuación artística en tanto propuesta personal.
[6] Lo formal se refiere a todos los componentes de configuración y composición de las propuestas. Unidades visuales: punto, línea, plano, forma, color y textura; valores: ritmo, tensión, equilibrio, proporción, escala, saturación y vacío; así como lógicas de ordenamiento. El arte formalista se sustenta en pautas concentradas en su propio medio o técnica; abandona la narrativa y la representación, descartando también cualquier intención poética, psicológica, social o política. Por su parte, en el arte conceptual prevalecen las ideas por sobre los aspectos formales o perceptivos. El concepto favorece lo mental prescindiendo de la materialización de la obra. Descarta también lo intuitivo y lo emotivo para concentrase exclusivamente en la idea que concibe o forma el entendimiento de la obra.


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