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Género, raza, sexualidad: debates contemporáneos1
Intervenciones en estudios culturales, vol.. 3, núm. 4, 2017
Pontificia Universidad Javeriana

Artículos



Resumen: Este artículo busca trazar una revisión de las categorías género, raza y sexualidad, separadamente, para poder evidenciar su genealogía teórico política, así como los debates que han surgido en torno a ellas desde ciertos encuadres disciplinares. Se trata de definir cómo estas categorías tienen en común el cuestionamiento del determinismo biológico responsable de la prescripción de la otredad en la que negros, negras, indígenas, mujeres, lesbianas, gays, trans, se conciben como diferentes frente al paradigma moderno del hombre blanco, heterosexual y con privilegios de clase. Finalmente, se presentan las propuestas de interseccionalidad que surgen del feminismo, especialmente en América Latina y el Caribe.

Palabras clave: género, sexualidad, raza, interseccionalidad, América Latina y el Caribe.

Sin adentrarnos a caracterizar de manera profunda este tiempo, de modo que podamos especificar sus particularidades, podríamos decir que este es un tiempo saboteado, un tiempo híbrido, un tiempo donde se entremezcla la modernidad con visos de postmodernidad, pero que, por lo menos en América Latina y el Caribe hay evidencias de pre-modernidad. Es un tiempo global y a la vez localmente contextualizado, un tiempo que a la vez que la derechización en la política y el pensamiento social se endurece, que las desigualdades sociales, económicas, culturales y políticas aumentan, que los racismos, las xenofobias, los feminicidios y los fundamentalismos cobran nuevas caras, aunque mantienen sus mismas lógicas de antaño, surgen nuevos cuestionamientos desde las prácticas sociales y las visiones académicas que descentran el sujeto ilustrado-universal eurocéntrico y que colocan en el centro la necesidad de dar voz a los que fueron considerados otros y otras desde la diferencia colonial.

Frente a este tiempo las ciencias sociales tienen un compromiso ético-político: ofrecer herramientas teóricas, metodológicas, epistemológicas y políticas para explicar estas realidades con el fin de poder actuar sobre ellas.

He titulado esta presentación “Género, raza y sexualidad: debates contemporáneos” porque me propongo tres objetivos fundamentalmente: primero, explicar la genealogía de estos conceptos en el marco del pensamiento social; segundo, explicar cuáles son los debates que se suscitan en torno a ellos; y tercero, evidenciar la importancia de relacionarlos porque estas tres categorías analíticas, son a la vez realidades concretas y no se presentan desarticuladas. Estas producen opresiones, subordinaciones y exclusiones, incluso asesinatos. De manera que entender su interconexión nos da herramientas para eliminarlas.

Como un acto de descolonización, parto de la premisa de que la separación entre teoría y práctica política, como ha sido instalada en el imaginario social y sobre todo en el campo académico a partir de una herencia eurocéntrica, no existe como tal, pues entiendo que ambas producen discursos, cambios y transformaciones sociales.

Desde esta premisa, me posiciono desde una perspectiva de las ciencias sociales que implica para mí: primero, tomar posición tanto teórica como políticamente; y segundo, entender que los conceptos o las categorías analíticas tienen su razón de ser por la capacidad explicativa que poseen para comprender la realidad y para actuar sobre ella.

Mi posición como una mujer socialmente construida, afrodescendiente, nacida en una isla del Caribe, lesbiana feminista por posición política, activista y académica a la vez, probablemente me otorgue cierto privilegio epistémico para abordar estos temas: sin embargo, aunque estas situaciones podrían brindarme ciertas legitimidades para abordarlos, creo que cualquier persona, sea intelectual o activista de esta región latinoamericana y caribeña que se proponga estudiar las estructuras y relaciones sociales, como son los propósitos de la parte de las disciplinas de las ciencias sociales, por la herencia colonial que nos ha atravesado, debe considerar estas categorías como centrales en sus propuestas teóricas, epistemológicas, investigativas y de actuancia, de lo contrario se sigue siendo parte de esa masa de intelectuales y activistas que siguen los cánones establecidos para continuar colonizados y colonizadas.

Mi perspectiva teórica lo será el feminismo, pues, aunque aún haya resistencias por el sesgo androcéntrico, sexista y racista de buena parte de los cientistas sociales en reconocerlo como teoría social, es ya harto sabido que el feminismo como propuesta interdisciplinar, ha hecho importantísimos aportes sobre estas cuestiones. Esta teoría social ha sido construida tanto desde el movimiento social como desde la academia crítica. Es la teoría feminista quien pone al descubierto todas aquellas estructuras y mecanismos ideológicos que reproducen la discriminación y exclusión, sobre todo hacia el grupo social de las mujeres, la mitad de la humanidad, aunque sus análisis permitan analizar otros grupos sociales y otras relaciones.

Pero este feminismo desde donde me posiciono tiene importantes apellidos: es antirracista, antiheterosexista, anticapitalista, por tanto, es decolonial.

Esta presentación tiene varias partes: en primer lugar, contextualizaré las ciencias sociales y sus crisis internas; en segundo lugar, abordaré cada una de las categorías que me propongo (género, raza y sexualidad) por separado para poder evidenciar su genealogía teórico política y los debates que han surgido en torno a ellas; y posteriormente, presentaré las propuestas que surgen del feminismo para relacionarlas.

Inmanuel Wallerstein en su texto Abrir las ciencias sociales (1996) ubica el nacimiento de las ciencias sociales conjuntamente con el nacimiento del sistema mundo moderno en el momento que Europa se constituye como dominio sobre el resto del mundo (s. XVI-1945) Este hecho marcó la visión de las ciencias sociales desde varios modelos: el modelo newtoniano que buscaba certezas y que partía de la distinción entre pasado y futuro; el modelo cartesiano basado en una lógica dualista de separación entre lo humano y la naturaleza, la materia y la mente, el mundo físico y el mundo social, la separación entre tiempo y espacio, entre ciencia y filosofía, entre conocimiento verdadero y no verdadero, conocimiento objetivo y subjetivo; el modelo darwinista de la teorización social, basado en la supervivencia de los más aptos; y el modelo positivista de la ciencia que buscaba una reconciliación entre orden y progreso. Estos modelos y visiones condujeron a construir en las ciencias sociales estructuras de conocimiento eurocentradas, institucionalizadas y profesionalizadas a través de disciplinas cerradas, siempre aspirando a parecerse a las ciencias duras o naturales, que históricamente han gozado de la legitimidad del conocimiento supuestamente verdadero y de una supuesta mayor objetividad.

Desde las prácticas exploratorias y con ello el trabajo etnográfico que surge desde distintas disciplinas sociales, a través del trabajo de campo, por ejemplo, surge la investigación empírica como ejercicio para obtener conocimientos de primera mano. No obstante, este tipo de etnografía asumía las premisas normativas de la ciencia positivista, newtoniana, darwiniana y cartesiana en donde se pensaba que se estudiaban “pueblos o grupos sin historia” (Wallerstein 1996).

Después de 1945 un nuevo cambio surge en las ciencias sociales. Se inicia una crítica al a- historicismo, a la ausencia de considerar el cambio social y una crítica al universalismo occidental europeo y su parroquianismo cultural al aplicar conceptos occidentales a culturas y sociedades no occidentales, a la vez que se cuestiona la ausencia de los grupos oprimidos y marginalizados: mujeres, grupos racializados y étnicos, socio-sexuales, etc., en la construcción histórica.

Como pioneros de este pensamiento crítico encontramos a Frantz Fanon (1977) y a Aime Cesaire (2000) intelectuales negros, en los años treinta y cincuenta, respectivamente, quienes proponen la descolonización. Estos dos autores concibieron la descolonización no solo como una no dependencia entre metrópolis y colonias o entre países del norte y países del sur, sino como un desmontaje de las relaciones de poder y de concepciones del conocimiento que fomentan la reproducción de jerarquías raciales, geopolíticas y de imaginarios que fueron creados en el mundo moderno/colonial.

En los años sesenta y setenta, posiciones críticas fueron impulsadas por las prácticas polìticas frente al poder colonial europeo, relacionadas con las luchas independentistas de Asia y Africa. El mayo del 68, movimiento estudiantil universitario, no solo europeo, sino también latinoamericano, generó nuevas concepciones en el campo del pensamiento social. Surge la corriente postestructuralista que concibe nuevos tratamientos a problemas que no previstos por las teorías clásicas como lo fue el estructuralismo, el marxismo y el psicoanálisis. Esta corriente de pensamiento propuso liberar el conocimiento de las ataduras impuestas de los métodos ilustrados y racionales y su pretendida capacidad de universalización totalizadora asumiendo narrativas independientes, autónomas, no estructurales.

En América Latina y el Caribe desde las propuestas críticas en las ciencias sociales, como la opción decolonial, se entendió el surgimiento de América como producto de la modernidad en la construcción del sistema–mundo que es donde Europa se constituye en torno a su referencia periférica: América (Dussel 1999). Esta relación ha implicado una estructura de dominación y explotación mundial que Anibal Quijano (2000) denominó a la colonialidad del poder y más tarde María Lugones, desde una propuesta feminista, haciendo una crítica a Quijano por no considerar la construcción de relaciones de género heterocentradas y binarias, denominó sistema de género moderno/colonial (Lugones 2008).

En la región, desde las prácticas políticas las luchas indígenas y negras marcan una genealogía de estas contrahegemonías que dan lugar a pensamientos críticos. Posteriormente, desde la década de los sesenta y setenta, los movimientos de liberación nacional, los movimientos frente al imperialismo norteamericano, frente a las dictaduras provocaron importantes cambios en la política y en el pensamiento social crítico. Paralelamente el ecologismo, el pacifismo, los movimientos negros e indígenas, la segunda ola del feminismo, fueron las expresiones políticas más importantes de este momento dando lugar a lo que posteriormente se denominó “nuevos movimientos sociales” que colocaban nuevas cuestiones (sexo, raza, sexualidad, etnia, etc.) como categorías importantes para entender lo social desde sus demandas identitarias y por el reconocimiento.

Todos estos son antecedentes importantes para lo que hoy conocemos como estudios decoloniales, postcoloniales, culturales y subalternos que han permitido una resistencia crítica y un mayor protagonismo de sujetos y sujetas de países del llamado Tercer Mundo que cuestionan el sujeto único y las oposiciones tradición/ modernidad, civilización/salvajismo, desarrollo/subdesarrollo, metrópolis/ periferia, globalización/localismo, dominación/ dependencia colocando en el centro la importancia del discurso de las representaciones coloniales, el género, la raza, la sexualidad, la clase, la geopolìtica como importantes categorías analíticas. A continuación, abordaré las categorías de género, raza y sexualidad de manera separada para una mejor comprensión de su genealogía epistemológica y política.

El género

El género es una categoría que ha estado en boga en los últimos. Fue el psicólogo y sexólogo neozelandés, Dr. John William Money, quien primero utilizó “género” como un concepto desde sus investigaciones sobre “identidad de género y rol de género”. En su libro Gay, Straight and In-Between: The Sexology of Erotic Orientation Money establece una dicotomía entre naturaleza y cultura, entre lo innato y lo adquirido, entre lo biológico y lo social, lo psicológico y fisiológico (Lamas 1986).

El mismo concepto lo utilizó después Robert Stoller en los años sesenta en el ámbito de la psicología. En el texto Sex and Gender (1968) analizaba las diferencias entre sexo y género en casos relacionados con transexuales para distinguir entre la identidad sexual (gender) y el sexo biológico (sex).

Sin embargo, es desde el feminismo que el género cobra mayor importancia como categoría analítica. Su utilización teórica, epistemológica y política ha servido para desnaturalizar lo que significaba ser mujer, concebida como “lo otro” en relación con el paradigma masculino y explicar que las desigualdades entre los sexos no era una cuestión natural, sino social e histórica.

La categoría género en el feminismo tiene antecedentes en términos analíticos. El trabajo de la antropóloga norteamericana Margared Mead en Sex and Temperament in Three Primitive Societies (1963) realizado en Nueva Guinea, en el que se propuso analizar la “personalidad social” a través de los temperamentos de ambos sexos, ha sido probablemente uno de los principales textos fundacionales sobre este tema. Mead analizó cómo la división sexual del trabajo y las estructuras de parentesco explicaban los distintos papeles de género en las distintas etnias que estudió, de manera distinta a las sociedades occidentales, demostrando que las diferencias temperamentales no eran innatas sino sociales.

Posteriormente en 1949, la filósofa existencialista de Simone de Beauvoir, publica su obra El segundo sexo, cuyo análisis se condensó en su famosa frase “La mujer no nace, se hace”. Desde esta perspectiva, Beauvoir analizó el modo en que la mujer fue considerada como lo “Otro”, como un no sujeto que aparece como un a priori de la especie humana desde una estructura dual: lo mismo y lo otro. Lo masculino se ha auto-denominado “lo mismo” mientras que ha ido construyendo las mujeres como el “Otro absoluto”, lo que llevaba a la opresión de las mujeres (Beauvoir 1987).

En el feminismo, la categoría género es utilizada por primera vez por la socióloga británica Ann Oakley desde una perspectiva sociológica (1972). Para ella, el sexo refería a una división biológica entre hombre y mujer, y el género era su paralelo que resulta de la desigual división social en feminidad y masculinidad.

En los años setenta, un texto central para el feminismo fue Sexual Politics (1970) de Kate Millet quien hizo fuertes críticas a Stoller y afirmaba, entre otras cuestiones, que el sexo era social, por tanto, no había nada de biológico.

Más tarde, Gayle Rubin en 1975, antropóloga norteamericana, utiliza el género en su concepto sistema sexo-género que definió como “el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana” (Rubin [1975] 1996: 36). Con todo ello Rubin apuntaba a que el sexo es moldeado por intervención social, por tanto, la subordinación de las mujeres es producto de las relaciones que organizan y producen la sexualidad y el género, por lo que hay que situar el origen de la opresión de las mujeres en lo social y no en lo biológico.

El feminismo como movimiento social se fortalece en la década de los 70. Aunque desde distintas corrientes, la mayoría de las feministas coincidían en que aquellas posiciones que naturalmente se las habían asignado socialmente a las mujeres, como madres, esposas, dependientes, no era natural sino una cuestión cultural y social, a pesar de que muchas seguían entendiendo que sexo era algo biológico y género su construcción social.

Todo lo anterior coincidió con el surgimiento, en los años 70, de los estudios de género y la perspectiva de género, los cuales sustituyeron significativamente a los estudios de la mujer, a los estudios feministas y a la propuesta feminista. La acogida del tema también tuvo que ver con la necesidad de legitimación de muchas feministas en los espacios académicos y desde el movimiento social para lograr financiamientos por parte de muchas agencias de cooperación, pues el género a fin de cuentas era más potable, en comparación a las supuestas amenazas que implicaba denominar a estos estudios o posiciones, feministas.

Posteriormente, algunas autoras han complejizado el concepto de género, por ejemplo, Joan Scott (1998) historiadora norteamericana ha ampliado el concepto de género al considerarlo como una de las formas primarias de las relaciones y estructuras sociales por la cual se significa el poder. De acuerdo con Scott estas relaciones de poder se expresan en símbolos culturales que evocan representaciones múltiples, y a menudo contradictorias, en conceptos normativos que interpretan significados de los símbolos, los cuales se expresan en doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales y políticas, y también definen la identidad en términos subjetivos.

La contribución mayor de esta categoría a la teoría y práctica feminista y a las ciencias sociales a nivel general, es que ha permitido evidenciar que lo que se considera hombre y mujer está lejos de determinismos biológicos y más bien son construcciones sociales, por tanto, devela estructuras sociales de poder en torno a los sexos y sus construcciones.

Pero dentro del mismo feminismo esta categoría se ha puesto en cuestión porque contiene LA diferencia sexual como su fundamento.

El hecho de que el género se base en la diferencia sexual sigue dando por hecho que el sexo es natural. Esta relación entre sexo y género aparece como dos categorías que dependen una de la otra. La segunda (el género) es analizada como la construcción social de la primera, y la primera (el sexo) se asume como un hecho pre-existente.

Nicole Claude Mathieu, feminista materialista francesa, fue una de las primeras en abordar en 1973 esta cuestión. Para la autora, como para todas las materialistas, los hombres y las mujeres se definen por una relación social que es de clase, concretamente, son clases de sexo, relación que está ligada al sistema de producción, la división social del trabajo y la apropiación individual y colectiva. Es a partir de esa realidad sociológica que se crea la supuesta complementariedad entre los sexos y la dependencia entre hombres y mujeres. En ese sentido la bipartición de los géneros no tiene nada que ver con lo biológico sino con una definición ideológica. Estas relaciones se enmarcan en relaciones de desigualdad y jerarquías y es explicada a través de la opresión, dominación y explotación de las mujeres por los hombres. Así la diferencia no es diferencia, sino como le llama Mathieu, diferenciación, es decir la construcción social (e ideológica y, por tanto, política) de la diferencia que más que ver la construcción cultural del género evidencia la construcción cultural del sexo y la sexualidad. Desde este modo se asume que existe una domesticación de la sexualidad y una imposición de la heterosexualidad como norma obligatoria. Esto significa, como muy tempranamente lo planteó Christin Delphy, que el género antecede el sexo y no al revés (Mathieu 2005).

La filósofa norteamericana Judith Butler, ha hecho también importantes contribuciones a la noción de género en su texto El género en disputa (2001), desde un punto de vista post estructuralista. Butler desarrolla la teoría de la performatividad del género. Para la autora, el género es un performance, no es la expresión de un ser interior o la interpretación de un sexo que estaba ahí, antes del género, sino que es una actuación, un hacer en el marco de la heteronormatividad que tiene como base ontológica la diferencia sexual. Para Butler “el sexo, por definición, siempre ha sido género” (Butler 2001: 35).

Los aportes de Butler tienen como base las teorizaciones propuestas por las feministas materialistas. Y aunque muy poco lo ha reconocido públicamente, se ha llevado los mayores créditos académicos y políticos.

Por su parte las afrofeministas cuestionan también la categoría, pues asumen a las mujeres como grupo homogéneo sin diferenciarlas en sus contextos y su relación con la raza, por ejemplo. Aportan significativamente a desuniversalizar el concepto de mujer, incluso de mujeres que están atravesadas por otras relaciones de poder, como la raza y la sexualidad, evidenciando de manera concreta que la mujer no existe, que es un mito también eurocentrado (Curiel 2007).

En conclusión, el género es una categoría importante para las ciencias sociales en tanto que es una categoría analítica y política que evidencia las jerarquías entre los sexos en estructuras sociales más amplias, pero tiene límites, en tanto que da por hecho que existen dos grupos: hombres y mujeres, diferentes pero complementados y los asume como grupos homogéneos y descontextualizados.

Sexualidad

La sexualidad empezó a ser estudiada en el campo de las ciencias sociales desde disciplinas como la medicina, la psiquiatría y la psicología, incluso antes por la teología, cuya perspectiva fue la normalización, la patologización y la prescripción.

Hasta el siglo XIX el saber teológico se basaba en el principio de la reproducción y es desde allí que se concibe la sexualidad. Posteriormente el paso del saber teológico al saber científico da lugar a lógicas normalizadoras basadas en teorías evolucionistas y biológicas, patologizando todas las prácticas sexuales que no correspondían al modelo heterosexual y al modelo reproductivo. Los trabajos Richard von Krafft-Ebing, Masters y Johnson, Wilhem Reich y Aldred Kinsey, fundadores de la sexología contemporánea, instalaron el discurso sexológico, prescribiendo las conductas sexuales y el control sobre los cuerpos y los deseos (Prada 2009).

Michel Foucault aportó aspectos significativos en torno a la sexualidad. Sus análisis muestran una economía general de los discursos sobre el sexo en las sociedades modernas a partir del siglo XVII. No obstante, a Foucault se le critica que asumió el binarismo de género para analizar la sexualidad.

La antropología de la sexualidad también ha hecho significativos aportes. Desde ella se ha propuesto un modelo de análisis de la construcción de la sexualidad que permite entender los significados de las prácticas y la mediación cultural. Analiza los productos y los productores de la reproducción social que surgen de la comprensión de la sexualidad como construcción social y cultural (Loyola 1998).

Pero son las teóricas lesbianas feministas quienes dieron un salto significativo al entender la sexualidad no como prácticas sexuales, sino producto de una institución y un régimen como lo es la heterosexualidad. Adrienne Rich, feminista norteamericana ([1980] 1998) y Monique Wittig ([1982] 2006) feminista francesa, son las autoras que más aportaron en ese sentido.

Para Rich la heterosexualidad, es una institución política que es obligatoria para las mujeres. Se ha expresado en la historia a través del cinturón de castidad, el matrimonio infantil, la erradicación de la existencia lesbiana, la idealización del amor y el matrimonio heterosexual, la clitoridectomía, entre otras prácticas que han implicado la imposición de la fuerza física sobre las mujeres, en muchos casos, y, en otros, el control de su conciencia. Desde esa institución las mujeres han sido convencidas de que el matrimonio y la opción sexual hacia los hombres son componentes inevitables de sus vidas, aunque sean insatisfactorios u opresivos.

También ha sostenido la tarea de los proxenetas en las redes de prostitución, además de impulsar a las hijas y a sus madres a silenciarse ante la violación incestuosa de los padres y a las esposas golpeadas a permanecer en silencio con respecto a sus esposos abusadores.

Esta obligatoriedad está ligada por demás a las formas de producción capitalistas que producen la segregación por sexo en la esfera laboral, asignando a las mujeres posiciones inferiores en la división del trabajo como empleadas domésticas, secretarias, nanas, educadoras, meseras, dando lugar a una sexualización en el trabajo mismo, en donde se ejerce, en muchas ocasiones y en muchos momentos, el acoso sexual.

Con todo ello, Rich ubica a la heterosexualidad como un poder explicativo distinto a entenderlo como una “práctica sexual”, “preferencia”, “orientación” o “elección” para las mujeres. Para ella es más bien una imposición institucionalizada (y yo diría naturalizada) para asegurar el derecho masculino al acceso físico, económico y emocional a las mujeres.

Por su parte Monique Wittig, basada en los análisis de Nicole Claude Mathieu, definió la heterosexualidad como un régimen político cuya ideología está basada fundamentalmente en la idea de que existe (LA) diferencia sexual que define dos sexos. LA diferencia sexual es una formación imaginaria que coloca la naturaleza como causa. Dicha diferencia no existe más que como ideología, pues oculta lo que ocurre en el plano económico, político e ideológico. Esta división, para esta autora, si bien tiene efectos materiales se hace abstracta y es conceptualizada por quienes sostienen el poder y la hegemonía.

Según Wittig, sexo es una categoría que existe en la sociedad en tanto es heterosexual y las mujeres en ella son heterosexualizadas, lo cual significa que se les impone la reproducción de la especie y su producción con base a su explotación y que son apropiadas por medio de un contrato fundamental: el matrimonio u otro tipo de relaciòn parecida, un contrato que es de por vida y que solo se puede romper, en muchos casos, por la ley (por el divorcio). El cuidado y la reproducción, así como las obligaciones asignadas a muchas mujeres (asignación de residencia, coito forzado, reproducción para el marido, noción jurídica conyugal) significan que las mujeres pertenecen a sus maridos, novios o amantes.

Wittig argumentó que, aunque fuese en el ámbito público, fuera del matrimonio, las mujeres son vistas como disponibles para los hombres y sus cuerpos, vestidos y comportamientos deben ser visibles, lo que a final de cuentas es una especie de servicio sexual forzoso. Todo lo anterior es asumido “naturalmente” por el Estado, las leyes, la institución policial, entre otros regímenes de control.

En ese sentido la sexualidad lejos de ser pulsiones, prácticas, o estar simplemente ligada al erotismo, hay que analizarla dentro de la heterosexualidad obligatoria como régimen político.

Raza

La idea de raza surge con el racismo como ideología y fenómeno social moderno. Desde el punto de vista doctrinario y religioso el racismo tiene sus orígenes en el debate teológico que sucede en el siglo XV en el contexto de la colonización y esclavitud impuesta por Europa en América y África. Primero surge la teoría monogenista con base a la idea de que todos los humanos descienden de Adán y Eva. En esa lógica los nativos americanos fueron considerados como seres inferiores, no descendientes de Adán y Eva y sin alma, por tanto, no se asumían como humanos. Posteriormente, la teología colonial, en torno a la población africana, justificaba la esclavitud asumiendo que los negros eran hijos de Cam, el hijo negado de Noé, argumentando que había nacido negro por una maldición y que por decisión divina estaban destinados a la servidumbre y la esclavitud, ideas que se mantuvieron durante siglos en la tradición judeo-cristiana (Larkin 2002; Lalueza 2001).

Como reacción a las explicaciones religiosas se desarrolla en Europa el Iluminismo. La razón pasó a ser el fundamento de las explicaciones de los fenómenos, lo que trajo consigo el desarrollo de la ciencia y nuevas teorías poligenistas. Desde el punto de vista científico, el racismo tuvo sus bases en el desarrollo de la raciología (estudios científicos de las razas humanas) que sostenía la creencia de que la humanidad podía ser dividida en “razas” con base a genotipos y fenotipos. Estos intentos estuvieron marcados por el prejuicio racial de los científicos que hacían abstracciones y manipulaciones de algunas experiencias que eran seleccionadas previamente, llegando a generalizaciones de situaciones que no necesariamente respondían a la realidad. Las “razas” eran concebidas como características y rasgos físicos que determinaban ciertas características culturales y morales de determinados grupos humanos y por tanto se consideraban biológicas e innatas.

Los trabajos científicos de Carl von Linné, con su libro Systema Nature (1758); del escritor francés George Louis Leclerc; de Arthur Gorbineau, que en 1853 escribió el Essai sur l'inagalité des races humanes; de Houston Chamberlain, inglés, nacionalizado en Alemania, con su obra Fundamentos del siglo XIX; y la teoría de la Evolución de Darwin y Spencer, dividieron la humanidad en razas humanas colocando un valor social a unas sobre otras: las blancas europeas en la cúspide de la pirámide y la negra en la base. Igualmente, desde la filosofía autores como Voltaire y Montesquieu en El espíritu de las leyes, favorecieron a la instalación de esta idea (Wieviorka 1991).

Todo ello contribuyó a que la población indígena y africana en América fuesen considerados no sujetos, excluidos de toda humanidad, por tanto, sus cuerpos, sus culturas, se asumía que podían ser manipulados, medidos, domados, controlados, explotados por la razón instrumental.

A partir de entonces la idea de raza, y con ella el origen del racismo en el pensamiento social, es ubicada entonces por muchos autores y autoras en la segunda mitad del siglo XIX, entre las I y II guerras mundiales, y vinculada a la colonización europea y a los horrores del nazismo, por lo que se considera una invención occidental. Es a partir de este momento que el racismo se convierte en ideología con base en el determinismo biológico.

Desde la sociología, alrededor del año 1830, Alexis Toqueville y Max Weber aportan los primeros elementos de una teoría sociológica del racismo y dan un giro importante al pensamiento de la época cuestionando, a partir de la esclavitud de los africanos y africanas en América, la supuesta inferioridad de los negros fundamentada en sus diferencias biológicas, planteando que se trataba de un asunto social y político, criticando así las doctrinas racistas (Wieviorka 1991).

En Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del siglo XX se inician investigaciones integradas por afrodescendientes y simpatizantes blancos que aportan análisis y teorías para comprender el fenómeno del racismo. Se destacan los aportes de la American Negro Academy en 1867 y la National Assotiation for the Advancement or Colored People en 1909, así como los trabajos W. E. B. Dubois. Desde la antropología, los aportes de Franz Boas y la Escuela de Chicago ayudan a cuestionar el determinismo biológico, base de la idea de raza ( Wieviorka 1991).

Habiéndose demostrado que las razas no existen como categorías de clasificación humana, sino como construcciones imaginarias, como idea, como significante que contienen una intensión política para justificar desigualdades sociales, políticas y culturales, ¿debemos prescindir de la utilización del término “raza” ? ¿Qué significa renunciar a una categoría? Este es uno de los debates contemporáneos.

La feminista francesa Colette Guillaumin apunta aspectos interesantes en este sentido. Sostiene que sería un error sociológico determinar qué es lo verdadero y qué es lo falso dentro de la percepción de la raza, pues responder a la realidad material de la raza significa escamotear la realidad psicosocial que muestra la existencia de un “hecho” racial. Lo importante para la autora es que el carácter psico-social es igualmente discriminante, como lo fuera el fenómeno concreto de la “raza real” (Guillaumin 1972).

Paul Gilroy (1991), intelectual afrodescendiente, entiende y reconoce los argumentos del movimiento antiracista en la utilización del término “raza” al ser la única categoría posible de autoidentificación que le ha permitido cierta solidaridad a partir de categorías que le han sido impuestas por los opresores colonizadores. Aunque muchas veces el término “raza” se utilice entre comillas para denotar el carácter de construcción social, Gilroy argumenta que esto no es suficiente pues finalmente todo discurso que recrea las “razas” sería anacrónico en la medida que los conflictos raciales habría que entenderlos a la luz de otros tipos de conflictos sociales como es la planetarización del lucro o la apertura de nuevos mercados que ya están bastante apartados en la memoria de la esclavitud.

Frente a los interesantes argumentos de Gilroy, Alfonso Guimaraes, sociólogo afrobrasileño, plantea ciertos desacuerdos en el sentido de señalar que la “raza” adquiere diversos significados dependiendo del contexto y que no es solo una categoría que sirve para articular la lucha política, sino que sigue siendo una categoría analítica necesaria pues es “la única que revela que ciertas discriminaciones son efectivamente raciales y no apenas de clase o culturales” (Guimaraes 2002: 50).

Fruto de los horrores que dejó la justificación de la supuesta existencia de las razas y el odio que se desprendió entre grupos humanos, generando fenómenos funestos como la esclavitud y el holocausto nazi, el concepto de raza fue sustituido desde algunas posturas del pensamiento social por el concepto de etnia para referirse a ciertas características culturales de determinados grupos. Esta sustitución fue una especie de un repudio ético-humanista en contra de las ideas racistas de los nazis destacando la historicidad y culturalidad de las comunidades humanas, comunidades construidas en función de rasgos hereditarios de orden moral e intelectual basados en orígenes raciales (Stolke 1995).

La sustitución de la raza por la etnia, sin embargo, ha conllevado algunas trampas ideológicas y políticas incorporadas en la dicotomía raza=naturaleza/ etnia=cultura.

Lo anterior ha tendido a minimizar o esquivar el fenómeno del racismo que se basa de forma real en discriminaciones y exclusiones que son justificadas ideológicamente y que son atribuidas a supuestas deficiencias físicas, morales intelectuales y que se consideran raciales y hereditarias; por otro lado, plantea la paradoja de considerar a la raza relacionada con la naturaleza y la etnicidad con la cultura. Con esta separación de raza-biología/etnia-cultura se niega que las comunidades y grupos étnicos son también construcciones sociales y se tiende a un relativismo cultural que percibe a las etnias como si fuesen entidades específicas y autónomas dando como resultado la creación de estereotipos, la tendencia al comunitarismo y al integrismo. En este sentido, la separación raza/ etnia promueve y profundiza el racismo.

Como hemos visto, estas tres categorías tienen en común que su estudio ha permitido cuestionar el determinismo biológico que ha sido la base ideológica sostenida por muchos años por la ciencia y la religión, para que a grupos humanos como los negros, las negras, indígenas, mujeres, lesbianas, gays, trans, se les prescriba en la otredad, en la diferencia, frente al paradigma moderno que ha sido el hombre blanco, heterosexual y con privilegios de clase.

La consustancialidad/interseccionalidad de las categorías sexo/género, raza y sexualidad

Partí de la premisa en esta presentación que desde las prácticas políticas también se produce conocimiento y en ese sentido, las primeras que elaboraron la propuesta de que raza, sexo, clase, sexualidad debían ser entendidas de forma imbricada, no separadas unas y otras, fueron las mujeres negras en Estados Unidos, iniciadoras de lo que se denomina el black feminism en la década de los setenta.

El Colectivo Río Combahee, constituido por mujeres y lesbianas de color, fue el primer colectivo en proponerlo. En su primera declaración pública en 1977 exponían:

La declaración más general de nuestra política en este momento sería que estamos comprometidas a luchar contra la opresión racial, sexual, heterosexual y clasista, y que nuestra tarea específica es el desarrollo de un análisis y una práctica integrados basados en el hecho de que los sistemas mayores de opresión se eslabonan. Las síntesis de estas opresiones crean las condiciones de nuestras vidas. Como Negras vemos el feminismo Negro como el lógico movimiento político para combatir las opresiones simultáneas y múltiples a las que se enfrentan todas las mujeres de color […] Una combinada posición antirracista y antisexista nos juntó inicialmente, y mientras nos desarrollábamos políticamente nos dirigimos al heterosexismo y la opresión económica del capitalismo (CombaheeRiver Collective 1988: 179).

Ellas junto con Angela Davis, Audre Lourde y Barbara Smith, de un lado, y Rosa Parks, Sojourner Truth y Maria Stewart, quienes eran un antecedente en estas luchas, de otro, armaron toda una propuesta epistemológica y política desde sus experiencias como mujeres, como negras, muchas de ellas proletarias y otras lesbianas.

Años más tarde las Chicanas Gloria Anzaldúa y Cherrie Morraga publicaron su importantísima antología This Bridge Called my Back ([1981] 1988), en la que escriben un conjunto de mujeres “de color” y del llamado Tercer Mundo. Los temas giran en torno a sus diversas realidades, produciendo un rico y profundo análisis del racismo y del clasismo, del heterosexismo, a la vez que, del sistema patriarcal, desde sus propias experiencias.

Estas autoras fueron pioneras en lo que hoy se llama el pensamiento fronterizo, teoría queer, pues cuestionaban las identidades estáticas y esenciales, a través del arte, en particular de la literatura, cuestionando incluso el canon literario, escribiendo en Spanglish como propuesta de lenguaje.

Un fragmento del poema “Vivir en la frontera” de Gloria Anzaldúa, que escribió en 1987, nos remite a ese pensamiento:



Vivir en la Frontera significa que tú no eres ni hispana india negra española ni gabacha, eres mestiza, mulata, híbrida…



atrapada en el fuego cruzado entre los bandos mientras llevas las cinco razas sobre tu espalda sin saber para qué lado volverte, de cuál correr…



Vivir en la Frontera significa saber que la india en ti, traicionada por 500 años, ya no te está hablando,



que las mexicanas te llaman rajetas, que negar a la Anglo dentro tuyo es tan malo como haber negado a la India o a la Negra;



Cuando vives en la frontera la gente camina a través tuyo, el viento roba tu voz,



eres una burra, buey, un chivo expiatorio, anunciadora de una nueva raza, mitad y mitad –tanto mujer como hombre, ninguno– un nuevo género;



…debes vivir sin fronteras ser un cruce de camino.

Inspiradas en estas mujeres, lesbianas afros y chicanas, hoy muchas feministas, tanto en la academia como en el movimiento social, en esta región latinoamericana y caribeña, intentamos continuar esa genealogía, desde una mirada compleja y no fragmentada, pues entendemos que estas categorías se superponen no solo en las experiencias de muchas mujeres, sino en la propia historia de nuestros pueblos.

Un análisis de las relaciones de sexo/género debe contener las maneras como la raza se instaló en esta región que hoy se llama Latinoamérica y el Caribe y cómo ello ha producido un neocolonialismo, cuyas mayores afectadas son las mujeres, sobre todo las racializadas y pobres, pues ambas opresiones, racismo y sexismo, han estado presentes en sus vidas y sus relaciones.

Esta imbricación nos da herramientas para entender por ejemplo el modo en que el mestizaje como ideología nacionalista y homogenizante, tuvo como base fundamental la violación de las mujeres indígenas y negras por parte de los colonizadores, y actuó desde una lógica heterosexual que hace que los hombres se apropien de los cuerpos de las mujeres, sobre todo de aquellas cuyos cuerpos son valorados o como mercancías o como meros objetos referidos a la naturaleza.

Así mismo, nos permite entender el imaginario instalado sobre aquello que no debe existir en los pueblos indígenas o comunidades negras: lesbianas, gays o trans, porque se trata de una herencia occidental. Es así como se produce la sexualización de la raza o la racialización de la sexualidad, como bien plantea la colombiana Mara Viveros (2009).

La imbricación de estas categorías nos permite comprender cómo el régimen de laheterosexualidad no solo afecta a las lesbianas o a las personas con sexualidades no normativas, sino, y sobre todo, a todas las mujeres, dada su dependencia emocional, material y simbólica de los hombres. También nos permite acercarnos a la forma en que éste régimen se instaló desde la colonización y la construcción de naciones, a través de la ciudadanía liberal en la cual una extrajera por ejemplo, solo puede lograr ser una nacional mediante el matrimonio o, en todo caso, mediante la unión libre cuyo modelo es finalmente heterosexual, aunque esta unión sea sobre parejas del mismo sexo. La pareja, la familia nuclear como ideología definen las categorías de ciudadanía y éstas a su vez están atravesadas por las relaciones de género, de raza, de sexualidad y clase en la colonialidad.

En un contexto como el de Colombia, con un conflicto armado interno, vemos como estas categorías se relacionan. El desplazamiento afecta fundamentalmente a mujeres afros e indígenas, la violencia sexual hacia las mujeres es un arma de guerra, los territorios de comunidades negras e indígenas generalmente son los usurpados para instalar la guerra cotidiana y para instalar los megaproyectos neoliberales.

Frente a todo anterior, y para las y los cientistas sociales comprometidos con cambiar esta realidad, es fundamental entonces considerar estas imbricaciones en sus análisis sociales situándolas en este contexto actual que cada vez se hace más difícil. Para ello, son necesarios nuevos marcos interpretativos que den cuenta de la complejidad de estos fenómenos y de quiénes son sus mayores víctimas y sus responsables.

Por otro lado, las categorías de género, raza y sexualidad no nos llevan solo a analizar la política de identidad y de reconocimiento, como es la tendencia de las ciencias sociales más postmodernas. Se trata más bien de categorías centrales que permiten analizar las relaciones y las estructuras sociales.

La política de identidad que ha sido necesaria como reivindicación política, también tiene sus límites. Es inestable, descontextualizada. Es más que todo una estrategia política y no un fin en sí mismo. La política de identidad y de reconocimiento, tan en boga en este tiempo, son la otra cara de la modernidad, hoy con visos de postmodernidad, que muchas veces es o individualizada o paradójicamente esencializada.

Categorías como mujer, negro, negra, indígena, lesbiana, gay, trans nos sirven solo para la articulación política y debemos estar conscientes que estas fueron producidas por las presiones, por tanto, no pueden ser fines en sí mismos.

Creo que es más importante ser antirracista que ser orgullosamente negra. Creo que es más importante ser feminista que reconocernos mujeres. Creo que es más importante eliminar el régimen de la heterosexualidad que ser lesbiana. Creo que lo importante son proyectos políticos de transformación que surgen desde los movimientos sociales y también desde la academia crítica.

En todo ello las ciencias sociales, en particular aquellas posturas críticas que aportan a construir otro mundo posible distinto a éste, tienen hoy varios retos: Eliminar por completo la dicotomía entre naturaleza y cultura.

Reconocer los conocimientos que se producen en la región para situar nuestra producción tan rica en pensamientos y prácticas, siempre alimentándose de otros conocimientos críticos que se producen en otras latitudes.

Reconocer el feminismo como una teoría social y sobre todo los aportes del feminismo crítico latinoamericano que se asume antiracista, anticapitalista y decolonial porque aporta de manera significativa a entender las distintas relaciones de poder y sus interrelaciones que se producen en torno a la raza, el sexo, la clase, la sexualidad, siempre contextualizados en tiempo y lugar.

Reconocer los conocimientos que se generan de las prácticas políticas de diversos movimientos sociales.

Solo así pondremos en una real crisis a las ciencias sociales hegemónicas como un proceso de descolonización. Todo depende de cómo nos posicionemos y cuál es el mundo que queremos construir.

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