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Relato ficcional y relato histórico: la primera novela peruana (1539)

Fictional narrative and historical narrative: the first Peruvian novel (1539)

Récit fictionnel et récit historique: le premier roman péruvien (1539)

Óscar Coello
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú

Boletín de la Academia Peruana de la Lengua

Academia Peruana de la Lengua, Perú

ISSN: 0567-6002

ISSN-e: 2708-2644

Periodicidad: Semestral

núm. 70, 2021

boletin@apl.org.pe

Recepción: 30 Junio 2021

Aprobación: 03 Julio 2021

Publicación: 02 Diciembre 2021



DOI: https://doi.org/10.46744/bapl.202102.010

Resumen: La rebelión de Manco Inca en pos de recuperar el vasto territorio de los Andes —que los españoles habían convertido, apenas unos cuatro años antes, en el hispano Reino del Perú— fue una empresa narrada minuciosamente por distintos escritores castellanos del siglo XVI peruano. Relatos coetáneos como el del irreprochable cronista real Gonzalo Fernández de Oviedo, avalado por testimonios serísimos, conviven con otros relatos, si bien puntuales, más imaginativos, como el que escribió en el Cuzco, en 1539, Diego de Silva y Guzmán, el hijo del novelista Feliciano de Silva —aquel de «la razón de la sinrazón», en las primeras líneas del Quijote—. En el presente artículo confrontamos estos dos modos de narrar de nuestros primeros escritores castellanos, es decir, el de los relatos (no exentos de fantasía) en donde se busca historiar la verdad y el de aquellos otros donde la ficción desborda al escritor y el texto se convierte en puro discurso literario. Este es el drama de buena parte de los textos coloniales, y su intelección es urgente a la luz de los avances de la moderna teoría de la ficción y de la teoría de los géneros literarios.

Palabras clave: Perú, Manco Inca, Fernández de Oviedo, Silva y Guzmán, ficcionalidad.

Abstract: Manco Inca’s rebellion to recover the vast territory of the Andes, which the Spaniards had turned into the Hispanic Kingdom of Peru just four years earlier, was an undertaking meticulously narrated by various Castilian writers of the 16th century in Peru. Contemporary narratives such as that of the irreproachable royal chronicler Gonzalo Fernández de Oviedo, supported by very serious testimonies, coexist with other more imaginative narratives, albeit occasional, such as the one written in Cuzco in 1539 by Diego de Silva y Guzmán, the son of the novelist Feliciano de Silva —the one of “la razón de la sinrazón” [The reason for the unreason] in the first lines of Don Quixote—. In this paper we confront these two modes of narration of our early Spanish writers, i.e., that of the stories (not free of fantasy) where the aim is to tell the truth and that of those where fiction overflows the writer and the text becomes pure literary discourse. This is the drama of a good part of the colonial texts, and its intellection is urgent in the light of the advances of the modern theory of fiction and the theory of literary genres.

Keywords: Peru, Manco Inca, Fernández de Oviedo, Silva y Guzmán, fictionalization.

Résumé: Le révolte de Manco Inca, visant la récupération du vaste territoire des Andes – devenu, à peine quatre ans auparavant, l’hispanique Royaume du Pérou – fut une entreprise rapportée minutieusement par divers écrivains castillans du XVIe siècle péruvien. Des récits contemporains comme celui de l’irréprochable chroniqueur royal Gonzalo Fernández de Oviedo, cautionné par des témoins parfaitement sérieux, coexistent avec d’autres récits, ponctuels, mais plus imaginatifs, comme celui qu’écrivit au Cuzco, en 1539, Diego de Silva y Guzmán, fils du romancier Feliciano de Silva – celui de « la raison de la déraison », dans les premières lignes du Quichotte –. Dans le présent article, nous opposons ces deux modes de narration de nos premiers écrivains espagnols, à savoir, celui des récits (non dépourvus de fantaisie) où l’on cherche à historier la vérité, et celui des ouvrages où la fiction déborde l’écrivain et où le texte devient un pur discours littéraire. C’est le drame d’une bonne partie des textes coloniaux, et les comprendre est urgent, face aux progrès de la moderne théorie de la fiction et de la théorie des genres littéraires.

Mots clés: Pérou, Manco Inca, Fernández de Oviedo, Silva y Guzmán, fictionnalité.

1. Introducción

La lectura de los textos coloniales tiene el problema original de la interferencia de la doble partida de géneros. Los cronistas solían, a veces, entremezclar la realidad con la ficción en sus escritos. A veces, la manipulación de la realidad los separaba del relato de verdades y los adscribía a la narración puramente ficcional o literaria. Por ello, es necesario establecer los patrones de lectura que nos permitan hacer el deslinde entre ambos modos de presentar la realidad y, así, poder escanciar los puntos de verdad y el mundo de la fantasía; o, dicho de otro modo, para saber cuándo estamos leyendo un texto de ficción y cuándo estamos leyendo un texto de verdades históricas. La tarea es imprescindible para mejorar el trazo de juicios de valor sobre esta época tan agitada y sensible de nuestro ser nacional.

Estamos, pues, ante un problema flagrante en la recepción de estos textos. En efecto, la tarea de simbolizar la nueva realidad descubierta provocó en nuestros primeros escritores castellanos la necesidad de asimilar recursos expresivos que ya venían desarrollados desde la Antigüedad clásica; y se trató de representar el asombro del Nuevo Mundo —insólito, inaudito— principalmente con el relato de corte histórico; aunque este nació entreverado con elementos ficcionales, difíciles de deslindar para el lector europeo, ávido de maravillas y lejano del escenario al cual estaban dirigidos estos relatos.

La labor de explicar este proceso inédito de la representación de la tierra hallada, en los estudios de crítica posteriores, ha sido fatigosa; casi siempre equívoca: se tomaron impensablemente estos discursos como fuentes de verdades a partir de las cuales se podían levantar conclusiones válidas que dieran cuenta de la inmensidad del fenómeno del descubrimiento, conquista e inmediata colonización. Los nuevos procedimientos de lectura, ahora, están ayudando a hacer el deslinde.

Así, pues, es de primera necesidad la búsqueda y el análisis de documentos que muestren, de modo fehaciente, cómo el escritor apela disimuladamente o no a la ficción; volverlos a auscultar de forma tal que permitan elucidar mejor el fenómeno de la primera creación literaria en nuestra patria e impidan interpretaciones necias o interesadas de estos textos fundacionales de las letras del Perú, en particular; y de América, en general.

Y, accesoriamente, este estudio permitirá entender mejor cómo el primer movimiento del mestizaje ocurre específicamente en el plano de la creación ficcional con estos relatos prístinos, surgidos a partir del acontecer en la nueva tierra, pero pensados y redactados en lengua castellana para un público —en primer lugar— europeo, acostumbrado a libros de viajes poblados de maravillas. Iniciaremos nuestro análisis con La toma del Cuzco, de Diego de Silva y Guzmán (2008). Un texto tenido hasta ahora por historia fiel y, sin embargo, investido de innumerables momentos ficcionales: diálogos, personajes, escenas, organización discursiva, etcétera.

2. La toma del Cuzco: un relato ficcional

Hacia finales de 1535, o inicios de 1536, las castas dirigentes de los incas, luego de tres años de haber permitido la penetración española en sus tierras, iniciaron una revuelta nacional para recuperar el vasto país de los Andes. La toma del Cuzco, la ciudad sagrada, la capital inca, era el primer objetivo. Escapado a Yucay, un paraje paradisíaco, camino a Lares, a quince leguas del Cuzco, Manco Inca congregó a sus principales «caciques y personas entre ellos señaladas» (Silva y Guzmán, 2008, p. 258) y teniendo ante sí «dos vasos muy grandes de oro [los keros]1, llenos del brebaje de maíz que entre ellos se bebe [la chicha]» (p. 258), dijo: «Yo estoy determinado, de no dejar cristiano a vida, en toda la tierra; y, para esto, quiero primero poner cerco en el Cuzco. Quien de vosotros pensare servirme en esto, ha de poner sobre tal caso la vida: ¡beba por estos vasos, y no con otra condición!» (p. 258). Y los grandes capitanes y principales indios se levantaron a beber.

En realidad, se trataba de un movimiento rebelde en todo el solar patrio de los incas. En el Collao, alturas del Titicaca, la sublevación había sido ya iniciada por Villaoma, «un indio muy principal, a quien tienen ellos en la veneración que nosotros tenemos al Papa» (Silva y Guzmán, 2008, p. 256). Desde antes de hacer el juramento «estaba alzado, y (...) los indios habían matado a ciertos españoles que estaban en las minas» (p. 256) del Altiplano. En verdad, este sacerdote religioso inca, Villaoma [el Huillca Humo o sumo sacerdote], era el principal instigador de la revuelta. Otro de los connotados rebeldes era un hermano del Inca, bautizado en cristiano como Paulo, y asignado a Diego de Almagro, en la expedición a Chile, pero que había huido de este para juntarse con los conjurados. También estaba un noble jefe quechua, llamado Tey-Yupanqui; otro llamado Tiço y, no menos notable que los anteriores, el gran Cayuide o Callide [Cahuide], «un capitán muy estimado entre ellos» (p. 274).

En el mundo del relato, el adalid de los cristianos era Hernando Pizarro, hermano del gobernador don Francisco Pizarro, a cuyo celo se había confiado la posesión española del Cuzco.

Un día, de pronto, los españoles vieron aparecer sobre los cerros del Cuzco al ejército inca en todo su esplendor y cien mil indios de guerra y ochenta mil de servicio, divididos en nueve escuadrones de veinte mil, doce mil y diez mil, recuperaron para su pueblo la fortaleza de Sacsayhuamán y, desde allí, empezaron a descender en pos del Cuzco: «pusieron fuego a las casas que estaban en la ladera. Y así como se iban quemando, venían ganando tierra, haciendo por las calles albarradas y cavas» (Silva y Guzmán, 2008, p. 265). Era el día de San Juan Ante-Portam-Latinam [6 de mayo, martirio de San Juan Evangelista ante la puerta de Roma]. El fuerte viento prendía los techos de paja de las casas y «toda la ciudad era una llama de fuego, adonde era tan grande la grita de los indios, y el humo tan espeso, que no se veían ni oían los unos a los otros» (p. 265). Hernando socorría de un sitio a otro, pero los guerreros incas ya «se metían por las calles y peleaban mano a mano con los españoles» (p. 265).

Durante los siguientes días, el Cuzco, la ciudad sagrada de los incas, continuó ardiendo entre grandes llamas y denso humo, destruida definitivamente por los propios incas «y la gente de guerra inca se ensoberbecía, pareciéndoles que ya los españoles no eran parte para defenderse» (Silva y Guzmán, 2008, p. 266). Villaoma aseguró la posesión de la fortaleza de Sacsayhuamán y el Inca se hallaba a tres leguas del Cuzco reclutando gente.

Quemados los techos fácilmente inflamables de las casas, «los indios podían andar por encima de las paredes; y, como con los caballos no los podían ofender, andaban muy a su salvo, de manera que, de día ni de noche, los cristianos no descansaban» (p. 266). Para neutralizar la acción de los caballos, los indios «traían agua para encharcar las tierras [...]. Luego, en amaneciendo hasta que anochecía, tornaban a pelear» (p. 266). Después de seis días de asalto, la recuperación inca del Cuzco resultaba inminente. Dice el acezante texto castellano: «los enemigos estaban apoderados de casi toda la ciudad, porque los españoles no tenían ni poseían más de la plaza, con algunas casas a circuito» (pp. 266-267).

2.1. La épica resistencia española

Este relato novelesco se inicia con la hazaña de los noventa españoles, capitaneados por Hernando Pizarro, que hicieron posible la primera resistencia a los indios, y lograron retener la Ciudad Sagrada. Cuando todo estaba perdido, el héroe Hernando Pizarro, que había recibido de su hermano Francisco, residente en Lima, el encargo de custodiar la capital inca, exclama: «¡que no quiera Dios que se diga que otro ganó el pueblo y que yo lo perdí!» (Silva y Guzmán, 2008, p. 268); y empezó a llamar al coraje y al heroísmo a los amilanados españoles con razones como esta: «conosciendo los indios flaqueza, es acrecentar en ellos el ánimo. En servicio de Dios y del Rey, sustentando vuestras casas y haciendas, morid» (p. 268); «ya sabéis que con el esfuerzo se alcanza lo que parece imposible» (p. 268). Y los conminó a estar unidos, «porque con división, clara cosa es perdernos sin enemigo» (p. 268).

La estrategia de Hernando consistió, primero, en retomar la fortaleza de Sacsayhuamán: «es necesario perder todos las vidas o ganar la fortaleza» (Silva y Guzmán, 2008, p. 269). Hernando se quedó defendiendo la Plaza de Armas del Cuzco, pues era lo único que les quedaba, y fue al ataque de la fortaleza su hermano Juan, pero resultó repelido por los incas y herido mortalmente de una pedrada en la cabeza. Entonces, va Hernando a Sacsayhuamán. Al amanecer siguiente, hace un reconocimiento de los altos muros incas y concluye que no era posible tomar el lugar sin escalas (como en Europa, cuando se asaltaban los castillos). Ordenó hacerlas de inmediato. El Inca envió cinco mil hombres en apoyo de Villaoma que se encontraba dentro del fuerte, aunque con ello descuidó un tanto la ciudad. Pero los quechuas también tenían bien clara la importancia estratégica del lugar, no en balde habían construido Sacsayhuamán como un prodigio arquitectónico. Por su parte, en cuanto a los españoles, «la mejor gente estaba peleando con la gente de a caballo, al socorro de la fortaleza» (p. 273).

Cuando terminaron de hacer las escalas, comenzó el decisivo ataque cristiano al fuerte. Villaoma, inesperadamente, determinó huir; salió subrepticiamente por el lado del río y fue en busca del Inca que se encontraba a tres leguas de la ciudad «proveyendo lo necesario para el combate» (Silva y Guzmán, 2008, p. 274). En defensa de la fortaleza quedó «un capitán que era muy estimado por ellos, Cayuide [Cahuide]» (p. 274), uno de los que hicieron el juramento de los vasos de oro. Los rebeldes, a su mando, pelearon día y noche sin desmedro, hasta que amaneció, pero «los indios que estaban dentro comenzaron a aflojar, porque habían gastado todo su almacén de piedras y flechas» (p. 274). El valeroso capitán inca Cayuide [Cahuide] («no se escribe de romano ninguno hacer lo que hacía y después hizo» [p. 274]) cogió una porra y al guerrero medroso «con ella le hacía pedazos» (p. 274). Y, aunque lo asaetaron dos veces, no hacía caso de ello, pero vio que era inminente la pérdida de la fortaleza a manos de los españoles. Fue entonces que arrojando la porra, «tomando pedazos de tierra la mordía, fregándose la cara con ella con tanta congoja (...) que no se puede decir» (p. 275). Y, después de adorar su tierra y comulgar con ella, el indio optó por arrojarse de lo alto «porque no triunfasen de él» (p. 275). Los demás rebeldes, unos mil quinientos, fueron entonces pasados a cuchillo por los españoles; y, de los españoles, dice el narrador, solo quedaron algunos heridos y murieron Juan Pizarro y otro más. Hernando Pizarro mandó enarbolar «una bandera para que los indios viniesen en conocimiento de ella» (p. 275); pero estos, desmoralizados, una hora después, ya habían abandonado todas «las estancias que tenían junto al pueblo y se retiraron a sus reales, que tenían muy fortalecidos» (p. 275).

No obstante, esto que hemos dicho es solo el comienzo de la prolongada y fallida guerra de reconquista inca, y también el comienzo de la novela. Esta se ramifica y se abre a una serie de inesperados sucesos que logran constituir un universo entero donde se dan cita personajes perfectamente definidos y acciones que se bifurcan, entrecruzan y se vuelven a abrir.

3. La configuración artística de los personajes de la novela: el héroe

Una buena manera de encontrarnos con uno de los rasgos más característicos del discurso novelesco es dando cuenta del héroe y de los personajes. Y es que el trabajo del narrador se define al dotar al héroe de talla literaria; también cuando muestra su destreza para otorgarle textura ficcional a los personajes que viven y se desplazan en el relato: el Quijote, Sancho, el Cura, Sansón Carrasco, etc., están ahí (y no pueden salir) en ese mundo nuevo y singular de la novela. Un mundo artístico creado por el narrador (también ficcional).

Pero los personajes no necesariamente tienen que ser inventados o deben serlo; también pueden proceder de una historia cierta o seguir una realidad puntual. A este respecto, Hamburger (1995) explica lo siguiente:

En cuanto tema de la obra de un historiador, Napoleón se describe como objeto del que se enuncia algo; como tema de una novela histórica, incluso Napoleón se torna ficticio. Y ello no se debe a que la novela pueda apartarse de la verdad histórica. Incluso las novelas que se atienen a la verdad histórica tan estrictamente como un documento transforman al personaje histórico en figura ficticia, lo trasladan de un posible sistema de realidad a un sistema de ficción. Pues este se define exclusivamente por el hecho de que las figuras no se presentan como objeto sino como sujeto, en su ficticia condición de yo de origen, o bien, lo que también es posible, como objeto del campo vivencial de otro personaje de la novela. (p. 83)

Por ello, el arte de narrar artísticamente también es posible cuando se trata de seres cuya procedencia de la realidad histórica es palpable y sólida (como el aludido Napoleón u otros personajes de La guerra y la paz; como el Cid, del Poema de Mío Cid). Pero debemos estar advertidos de que la línea ilusoria del relato, en discursos de esta naturaleza, parece difuminarse y anclarse más en la verdad o la realidad factual, y nos obnubila proponiéndonos una lectura equívoca. Nunca debemos confundir los campos de la ficción artística y el de la historia de hechos ciertos. Si nos percatamos de que el narrador le insufla vida al personaje y lo inmortaliza para que discurra entre las tapas de su libro, repitiendo siempre los mismos hechos, diciendo siempre las mismas palabras, es decir, si lo convierte en sujeto actuante, es que estamos en el campo de la enunciación literaria, de la ficción, no de la historia como ciencia del pasado, del pasado sin voz, sin ojos (muerto).

A este respecto, Genette cita muy oportunamente a Barbara Herrnstein Smith cuando dice:

La ficticidad esencial de las novelas no hay que buscarla en la irrealidad de los personajes, los objetos y los acontecimientos mencionados, sino en la irrealidad de la propia mención. En otros términos, en una novela o en un cuento, el acto de contar acontecimientos, el acto de describir a personas y referirse a lugares, es lo que es ficticio. (Genette, 1993, p. 66, nota 23, énfasis nuestros)

Y lo que nunca debemos olvidar, de acuerdo con Genette, es que «la ficción no es sino realidad ficcionalizada» (1993, p. 50).

Por ello, para describir mejor el trabajo artístico de este narrador de La toma del Cuzco, es necesario atender a su destreza en el acto de contar, a su sabiduría para configurar la ilusión, el discurso novelesco. García Peinado dice que «el héroe es algo tan inherente al propio devenir de la narración que esta, se puede decir, está fundamentada en la historia de las vicisitudes del héroe» (1998, p. 72). Y, antes, había dicho que «en la definición de la novela resulta más importante lo que podemos llamar materia narrativa, es decir, la aventura histórica y los personajes que la llevan a cabo» (1998, p. 71).

En La toma del Cuzco encontramos un manejo diestro del narrador para disponer la narración de modo tal que esta gira alrededor de la historia ficcionalizada de Hernando Pizarro, el héroe: un personaje con voz, con perspectiva, un sujeto vivo y atrapado en la ficción. Es en torno a él que se ordenan todos los sucesos, porque así lo quiere el narrador. La prosa es escueta, dice casi solo lo necesario, pero no deja de dar cuenta desde el primer momento del alma del paladín: se trata de presentarlo con todas las cualidades del héroe antiguo (épico, a veces caballeresco; siempre paradigmático), como sus viejos parientes el Cid, Amadís o —el posterior— Alonso Quijano (procedan estos o no de la realidad).

En este relato, la figura real de Hernando —por arte del narrador— como que es desprendida de su contingencia temporal y espacial, y llevada a asumir una constitución etérea —ficcional— que lo adscribe, sin retorno posible, a las coordenadas del universo recreado de la novela; es decir, el personaje procede del mundo real, pero luego supervive solo en el mundo ficcional de la novela. Así configurado como el héroe, casi no hay momento importante en el relato en el cual Hernando no esté al frente de sus hombres abriendo el camino en la batalla, recuperando una fortaleza, cruzando un río helado o hendiendo una ciénaga o un lago desconocido; amparando a los indios amigos, persiguiendo por la puna a los enemigos, castigándolos a veces con crueldad medieval, serenando a sus hombres para que no se excedan en el castigo, convenciéndolos para que no abandonen las tierras descubiertas y ganadas; en fin, dándoles ejemplo de audacia y denuedo. También hay lugares en que el héroe sufre externamente la prisión, pelea sin rendirse hasta ser capturado; o, simplemente, hay escenas en que sufre interna y espiritualmente el desencanto ante la traición o la incomprensión de sus amigos, o ante el estado de los acontecimientos. Vamos a tratar de describir (de resaltar) algunos rasgos que el narrador ficcional propone para este paladín de La toma del Cuzco: su alma defraudada, su elegante soledad, su inamovible fidelidad al rey, su valentía y arrojo ejemplares, su épica carencia de todo temor, su comedimiento cortesano, su aquilatada elocuencia caballeril.

3.1. Atributos del héroe

Este héroe es un personaje ficcional que, desde que hace su aparición en el relato, deja ver la pureza de su alma y, desde ahí, el narrador lo mimetiza o presenta en el tópico del héroe defraudado: empieza trabajando por acrecentar las arcas necesitadas de su rey, y se le resabian por ello los vecinos del Cuzco; empieza confiando sin malicia en Manco Inca, «dándole joyas que había traído de España, regalándole y contentándole en todo lo que podía» (Silva y Guzmán, 2008, p. 257); y, sin embargo, es traicionado por este, quien termina sublevado. Cuando se alza Almagro, el héroe enfrenta la oposición de sus amigos y le tiende puentes de paz: «No quiero dar lugar a que se pueda decir a Su Majestad que yo fui el primer movedor de tan gran daño» (p. 328); pero Almagro lo defrauda y le responde con una frase de sordo desafío: «Decid a Hernando Pizarro que yo no tengo de entrar en la ciudad, sino por mía. Y que no tengo de posar, sino en las casas que él posa» (p. 332).

Es un héroe con la estampa de la soledad de los paladines de los libros de caballerías. Así, hay momentos en el relato en los que el héroe se queda solo como producto de la incomprensión de los otros españoles. Se queda solo cuando confía en Manco Inca, antes de la sublevación, mientras que los otros cristianos exigen y apremian su captura. Igual soledad en el poder sufre cuando recauda la contribución extraordinaria de los vecinos de Cuzco para solventar las guerras del emperador contra el turco y los franceses, y los vecinos se resabian con él.

Pero la soledad del caballero se muestra mejor en plena batalla cuando se adentra en socorro de los «indios amigos» y les hace volver las espaldas a los enemigos, «ganándoles todas las plazas que están adelante de la muralla» (Silva y Guzmán, 2008, p. 262). Y, como se hace «tan delantero de todos» (p. 262), los indios alzados como lo «reconocieron que iba solo revolviéronse sobre él» (p. 263), y termina enfrentándose en la soledad, con su caballo, al peligro de muerte.

Hay varios otros instantes de este apartamiento del héroe, en plena batalla, como aquella vez cuando Hernando se bate con los indios: «animando a unos y avergonzando a otros, hecho escudo de todos en las mayores afrentas» (p. 289).

Pero, también, junto a esta soledad externa, hay otra soledad interna que la novela propone, como la que lo lleva al sufrimiento en el momento de la toma de decisiones contra los enemigos que quieren soliviantar la tierra. Así nos lo hace saber de modo explícito el narrador, por ejemplo, aquella vez cuando Almagro se negaba a la conciliación y, en su lugar, preparaba fuerzas para atacar el Cuzco: «El sufrimiento de Hernando en este tiempo se debe tener en mucho» (p. 328), porque él no quería iniciar las acciones de discordia.

El narrador presenta al héroe también ejemplificando la fidelidad caballeresca a su rey, prácticamente desde el primer momento de la novela. Así, como hemos dicho, que es un héroe que no teme enemistarse con los vecinos del Cuzco con tal de conseguir fondos para recuperar la Hacienda Real que Carlos V tenía gastada por sus guerras contra «el turco y los franceses» (p. 256), también en los momentos difíciles, cuando ve que decae el ánimo de los españoles, los llama al coraje y al heroísmo: «En servicio de Dios y del Rey» (p. 268), o «para que con más experiencia se conozca el valor de vuestras personas, y el deseo que tenéis y siempre habéis tenido en señalaros en servicio de vuestro Príncipe» (p. 291).

En ocasiones, cuando ya todo está recuperado, piensa más en la grandeza de su soberano que en sí mismo o en su victoria personal; como aquella vez cuando decidió proteger Angaraes, en la región de los Charcas, tan buena y rica provincia, y «dejó allí la gente que traía para que se fundase un pueblo y los cristianos fuesen aprovechados, y la Real Hacienda acrecentada» (p. 403). Repartió las minas entre «todos los que quisieron minas, se señaló para Vuestra Majestad la mejor de ellas, que dicen ser la de Guainacaba [Huayna Cápac], de donde se cree será muy acrecentada vuestra Real Hacienda» (p. 403). Y como estas escenas hay muchas otras que lo revelan como al «buen vasallo que tiene buen señor».

Otra faceta del carácter del héroe ficcional, la más constante a lo largo de todo el relato, es la valentía, y también el arrojo. Cuando advierte de la «trayçión» del Inca alzado, Hernando lo persigue. Entonces se ve aquella escena donde los españoles salieron al ataque «con tanto denuedo» que los indios no pudieron «defender el albarrada, porque arremetió Hernando Pizarro, y llegó hasta dar con los pechos del caballo en el albarrada, que era toda de piedra seca, e hizo camino por do todos pasaron» (p. 261).

El narrador siempre acude a la ficción para hermosear el arrojo del héroe, como aquella vez cuando Hernando, con solo «seis de a caballo tomó por un alto adonde estaban mil flecheros (...) y trabó con ellos una de las más hermosas escaramuzas que jamás se vio (...) porque como eran flecheros y de la guardia del Inca que era muy buena gente y que peleaban muy sin miedo hizo con ellos cosas tan señaladas que no se puede creer» (pp. 320-321), dejando en el campo cien flecheros tendidos y a los demás los puso en huida. También, en otro momento, el narrador propone la escena donde el héroe pelea a la luz del incendio antes de ser capturado por los almagristas: «El aposento donde estaba Hernando Pizarro era grande como una iglesia, y edificado a la manera de indios (...), que tenía dos portadas grandes sin puertas, en las cuales estaba defendiéndose Hernando Pizarro y su hermano» (p. 336). Todo el edificio ardía «y caían ya pedazos de fuego encima de Hernando Pizarro y los suyos» (p. 336). «A la claridad del fuego se veían muy bien todos, y Hernando Pizarro tenía en su adarga muchas saetas hincadas» (p. 336). Es casi idéntica esta situación con la recuperación hispana de la fortaleza de Sacsayhuamán, cuando los indios amigos, «escaramuzaban con los contrarios» (p. 262), mas como «el número de los enemigos era grandísimo, tomáronles lo alto de la cuesta y desampararon la fortaleza, y viniendo huyendo por la ladera» (p. 262), salió entonces Hernando en socorro de los indios amigos e hizo volver las espaldas a los enemigos, «ganándoles todas las plazas que están adelante de la muralla» (p. 262). Del esfuerzo, su caballo quedó paralizado por el cansancio, pero auxiliado con una yegua acometió a los indios de nuevo, que «hiriendo y alanceando muchos, les hicieron del todo volver las espaldas» (p. 262). Luego inició la persecución, y Hernando iba «tan delantero de todos que le perdieron de vista» (p. 262).

Un rasgo peculiar de esa valentía y arrojo es la casi nula presencia del temor en su ánimo. Cuando todo parecía perdido en el Cuzco ante el cerco de los indios, muchos aconsejaban a Hernando «que desamparase la ciudad y se buscase camino para salvar las vidas» (p. 267). El héroe «sonriéndose, el rostro alegre, les respondió: “No sé yo señores cómo queréis poner eso por obra, porque a mí no me viene ni me ha venido temor alguno”» (p. 267). Otra escena ejemplar de esta falta de temor —en el mundo de la ficción— sucede aquella vez cuando, antes de ser aprisionado en el Cuzco, los hombres de Hernando comenzaron a pedirle que se rindiese y le decían: «Señor, mejor sería que os diésedes a prisión que no morir quemado...» (p. 336), pero él respondía: «Esperaos que aún tiempo hay» (p. 337).

Un elemento de no menor importancia en la configuración del héroe épico es proporcionarle rasgos de comedimiento, a la usanza de los nobles caballeros medievales. Es por ello que, cuando habla, Hernando lo hace con todos los miramientos del lenguaje cortesano. Así, cuando se ha recuperado el Cuzco, reunió a los vecinos para decirles que se había de buscar maíz por la falta de víveres; y el remilgado discurso lo comienza así, según lo leemos: «Nobles y virtuosos señores»; luego les dijo, en tanto «Dios ha sido servido de darnos tan gloriosa victoria» (p. 337), al ganar la fortaleza y amparar con ella la ciudad, convenía ahora ir a Xaquixaguana por bastimentos, donde «el maíz estará por coger» (p. 337), sembrado por los indios y será «bien anticiparnos antes que ellos lo cojan» (p. 337). Este aspecto de la retórica del héroe lo habremos de desarrollar un poco más adelante al examinar su textura ficcional.

Como virtud no de palabra, sino de gestos o actitudes, el comedimiento de Hernando se hace evidente aquella vez cuando manda cuatro de a caballo y un mensajero indio a prevenir a su enemigo Almagro mediante una carta «de buena crianza y mucho comedimiento» (p. 329), «en la cual decía así: “Que mirase donde entraba, porque los indios es gente cautelosa y podríanle ordenar alguna traición...”» (p. 329), pero el Adelantado, en lugar de atender la advertencia, apresó a los emisarios españoles. Después, el héroe insiste a Almagro en sus corteses llamados a la concordia: «le pedía [a Almagro] por merced se viniese al pueblo [al Cuzco] a aposentar, que sus casas le estaban aderezadas, y para su gente también» (p. 330). Luego le envió a Hernando Ponce, al tesorero Riquelme, a Gabriel de Rojas y al licenciado Prado para que fueran a hablarle y decirle «que al servicio de Dios convenía mucho sosiego y toda paz y concordia (...) lo contrario sería ocasión para que todos se perdiesen, y el Inca se quedase señor de la tierra» (p. 330).

Este comedimiento alcanza también a los indios, comenzando por el Inca, porque el relato se inicia contando cómo Hernando trataba a Manco, «dándole joyas que había traído de España, regalándole y contentándole en todo lo que podía» (p. 257), y el Inca se le mostraba contento; aunque, como sabemos, preparaba la sublevación. Y cuando Hernando termina sofocando a los rebeldes —indios y españoles— avanzó «pacificando toda la provincia de Collasuyo y la provincia de los Carangas y de los Suras sin hallar resistencia, y a los que venían de paz, hacía muy buen tratamiento y les daba de sus joyas; de que los indios estaban muy contentos, conociendo la diferencia que se les hacía» (p. 397).

3.2. Los discursos ficcionales del héroe

Los viejos textos épicos griegos ponían en boca de los héroes antiguos luengos discursos, que aseguraran en el receptor la puesta en evidencia de aquella elocuencia natural de la que debían estar dotados los grandes paladines de la guerra. Algo similar ocurre con el narrador de La toma del Cuzco cuando busca a lo largo del relato hacernos oír in extenso las piezas oratorias con las que Hernando, el héroe, enfrenta los momentos decisivos.

Genette (1993) decía que «el enunciador del relato, personaje, a su vez de la historia (…) es también ficticio y, por consiguiente, sus actos de habla como narrador son tan serios ficcionalmente como los demás personajes de su relato» (pp. 37-38). Dicho al revés, los discursos que aparecen en la novela, las voces de los personajes, son tan ficcionales como la voz del que cuenta el relato. De ahí que deviene en necesario explicar algunas líneas de estos discursos para mejor fundamentar el carácter ficcional de la novela aquí estudiada, aunque sea rápidamente, pues Hernando es un héroe que toma muchas veces la palabra en la novela. Pero, de entre sus numerosos discursos directos, detengámonos no tanto en los parlamentos breves, sino en aquellas alocuciones que asumen la forma de la arenga política y guerrera.

La primera oración épica —la arenga clásica— que trae la obra, viene, efectivamente, en la modalidad de lo que hoy llamaríamos un discurso directo, y es empleada por el héroe para convocar al coraje de los españoles medrosos, con el empleo retórico de la apostrŏphe personal, interpelación que inicia con su propio hermano. En efecto, aquella vez cuando aparecen los incas sobre los cerros escarpados para el asalto final al Cuzco, les habló de esta manera: «Heos, señores, (...) los indios cada día se nos desvergüenzan más. Y creo que lo causa el encogimiento y tibieza que en algunos han conoscido...» (p. 267). Y a su hermano Juan lo incrimina de este modo: «Parescería que tuviste ánimo para defendello a Almagro cuando se quizo alzar, y que para con los indios, que no le tuvieron respeto, os falta» (p. 267). Luego prosiguió la increpación con el tesorero, el alcalde y los regidores, diciéndoles que lo que ganó su hermano Francisco no se va a perder porque él tuviere temor: «¡que no quiera Dios que se diga que otro ganó el pueblo y que yo lo perdí!» (p. 268); y los empezó a llamar al coraje y al heroísmo con estas razones: «[porque]... conosciendo los indios flaqueza, es acrecentar en ellos el ánimo. En servicio de Dios y del Rey, sustentando vuestras casas y haciendas, ¡morid!» (p. 268); «ya sabéis que con el esfuerzo se alcanza lo que parece imposible» (p. 268). Y los conminó a estar unidos, «porque con división, clara cosa es perdernos sin enemigo» (p. 268).

Sin duda, se trata de un discurso bello, como se muestra en este enunciado: «que no quiera Dios que se diga que otro ganó el pueblo [el Cuzco] y que yo le perdí» (p. 268). Y, sin duda, se trata de un discurso enteramente ficcional tal como lo hemos fundamentado al amparo de los asertos de Genette. Pero no es el único ni termina allí.

Es posible observar, también, que esta pieza retórica se conjuga con aquellas razones que Cicerón daba al teorizar acerca del buen orador latino; si la elocuencia es una de las mayores virtudes, esta debe ir unida a la mayor probidad y a una extrema prudencia: «Est enim eloquentia una quædam de summis virtutibus; (...) quæ quo major est vis, hoc est magis probitate jugenda, summaque prudentia», se lee en «De oratore». (Colección de autores Selectos, latinos y castellanos, 1849, p. 92). Por ello, el narrador, al comentar la recepción que tuvo la arenga, sopesa su cuantía: «A todos les paresció estas palabras de hombre valeroso» (Silva y Guzmán, 2008, p. 268). Luego, en el mismo folio, el héroe concluye, también empleando el discurso directo, en una exhibición de extremado sentido común, es decir, evidenciando la summaque prudentia para convocar a las acciones duras pero necesarias.

—Ya veis cómo toda la gente está cansada y desvelada; los caballos flacos y muy fatigados; la fortaleza en poder de los enemigos, de donde recibimos todo el daño; porque ella les hace espaldas, para metérsenos en el pueblo; a cuya causa tienen tanto atrevimiento que, según el estado en que estamos, conservarse el pueblo dos días es imposible, pues ya no tenemos ni poseemos más de la plaza. Así que es nescesario perder todos las vidas o ganar la fortaleza. Porque ganándola, se asegura el pueblo y, de otra manera, sería perderse. Y, para esto, es menester que yo vaya luego, de mañana, a tomalla con toda la más gente de a caballo que estuviere más a punto. (p. 269)

Pero —en esa misma línea— la elocuencia del héroe, revestida de las bondades que acabamos de referir, no solo sirve para delimitar el espacio de la batalla que se avecina, sino que también aparece cuando hay acciones que, aunque prosaicas, conllevan una importancia estratégica apreciable para asegurar el momentáneo triunfo. En un nuevo empleo del discurso directo y del sentido común y la extrema prudencia, cuando ya está recuperada la fortaleza de Sacsayhuamán y los españoles han salvado la ciudad del Cuzco, Hernando reunió a los principales, y les dijo: «Nobles y virtuosos señores», en tanto «Dios ha sido servido de darnos tan gloriosa victoria» (p. 277) al ganar la fortaleza y amparar con ella la ciudad, convenía ahora ir a Xaquixaguana por bastimentos, donde «el maíz estará por coger» (p. 278), sembrado por los naturales y que era «bien anticiparnos antes que ellos lo cojan» (p. 278). «Todos se alborotaron desto, diciendo que aún no era tiempo de dividir la gente» (p. 278). Le propusieron esperar el auxilio de Los Reyes [hoy, Lima], a lo que Hernando replicó que esa ciudad quedaba muy lejos y el camino estaba lleno de obstáculos, y que la ayuda no podría venir. Y así se entabló un forcejeo de razones, pero Hernando impuso su buen criterio estratégico y envió veinticinco de a caballo, al mando de Gonzalo, los cuales regresaron al cabo de cinco días «con indios e indias cargados con mucha cantidad de maíz» (p. 278).

No queda duda de la andadura caballeresca de estos discursos de Hernando, y de su prosapia medieval e hispana; sin duda también, estamos ante un narrador que sabe de la muy noble tradición de la arenga clásica. El texto de La toma del Cuzco tiene muchas muestras de estos discursos de épico sabor; solo podemos dar algún ejemplo más. Terminemos con la proclama del día de la batalla de Las Salinas:

—Los enemigos nos esperan en el campo; la batalla tenemos cierta. Bien sé que no hay necesidad de palabras para con ellas daros esfuerzo, como en semejantes tiempos se suele hacer. Antes, paresciéndome que el demasiado ánimo que en todos he conoscido nos podría dañar, causando, con la mucha codicia de acometer y ser vencedores, desconcierto en los escuadrones que podríamos haber. Pídoos por merced, templéis con el sufrimiento, que en tales tiempos es menester, el deseo de la victoria. De suerte que, la mucha orden que llevaremos, cause en los enemigos desorden y poca confianza de vencernos. Miren los unos por los otros, de manera que nos ayudemos con mucha orden. (p. 376)

3.3. La autoconciencia del héroe

Llama la atención, en este texto temprano de las letras castellanas del Perú, la presencia de rasgos o indicios que tienden a dotar al héroe de una clara conciencia de su destino «personal» en la historia narrada; vale decir, el relato evidencia que el héroe sabe discurrir consigo mismo y sabe meditar en la misión que le cabe en el desarrollo y el final de los acontecimientos de los que trata la novela. Desde el mismo punto de partida del relato, podemos observar la tarea del narrador ficcional para presentar al héroe ficcional como un personaje (el sujeto del que hablaba Genette) que tiene bien internalizado —consciente— su rol caballeresco en el discurso artístico: servir lealmente a su rey.

Leamos estos primeros momentos del texto:

Hernando puso al Inca en su libertad, porque le encarecía mucho cuanto se debía al servicio de Vuestra Majestad; porque una de las cosas más principales que en esta jornada le mandó Vuestra Majestad hacer, fue entender en el buen tratamiento del Inca; favoreciéndole, en su real nombre. (p. 255)

Es más, su talante heroico parte de una íntima convicción personal que le da seguridad, y es una dignidad que puede exhibir con soltura ante los demás en caso de apremio. Así se puede ver en la siguiente escena:

Aconsejaban a Hernando Pizarro que desamparase la ciudad y se buscase camino para salvar las vidas. Hernando Pizarro sonriyéndose, el rostro alegre, les respondió: —No sé yo, Señores, cómo queréis poner eso por obra. Porque a mí, no me viene ni ha venido temor alguno. (p. 265)

Este liderazgo deliberado, consciente de sí o autoconsciente, en los términos de la ficción, queda de manifiesto también cuando controla sus emociones y asume y discurre interiormente su rol de conductor de la causa española:

Hernando Pizarro disimuló con ellos todo aquel día; y en siendo de noche mandó llamar a Juan Pizarro y a Gonzalo Pizarro y a todas las otras personas de quien se hacía cuenta. Y, estando juntos, paresciéndole que si disimulaba más con ellos podría ser que se le desvergonzasen, para dejalle la ciudad, el rostro sereno, no mostrando punto de temor, viendo la confusión en que todos estaban, les habló de esta manera. (p. 267)

Hay momentos en que el héroe es referido por el narrador omnisciente como sumido en un campo complejo de incertidumbres y perplejidades que discurren en pos de aclarar su comportamiento actancial:

Entendiendo Hernando Pizarro el propósito del Adelantado, y viendo el poco reposo que se le aparejaba, a cabo de un año que con tanto trabajo y peligro había sostenido esta tierra; considerando el mucho mal que desto había de susceder, paresciéndole por una parte que el Adelantado venía con determinación de meterse en el Cuzco; por la otra, sabía que no tenía provisión de Vuestra Majestad que tal le mandase, porque las que tenía él, se las había traído y suplicado a Vuestra Majestad por ellas, cuando vino en España; además, parecíale ser gran poquedad entregarle la tierra questaba dada en gobernación a su hermano. (p. 326)

Es evidente, pues, que se trata de un héroe en todo momento conocedor (consciente) de su destino en la nueva tierra (y en la novela): «Y no quiero sino la paz y concordia quel Adelantado conmigo quisiere, porque basta el desasosiego que hasta ahora hemos tenido, sin comenzar otros de nuevo» (p. 327).

3.4. La misma historia narrada por Gonzalo Fernández de Oviedo

En libro noveno de la Tercera Parte, que es el XLVII de la Historia general y natural de las Indias, una historia de la época de los sucesos, en todo caso, escrita antes de 1548, se da cuenta de la misma rebelión de Manco Inca y de las mismas guerras fratricidas entre Pizarro y Almagro. Pero el relato de ninguna manera se podría calificar de novelesco, porque su autor no pretende, ni remotamente, configurar un personaje al que se le podría tildar de «héroe», en el sentido que hemos precisado en los puntos anteriores, y menos trazar una historia encapsulada capaz de discurrir entre el /antes/ y el /después/ del propio relato (Courtés, 1997, p. 104); y que pueda autoexistir en las páginas del texto en sí, como ocurre con todo discurso literario, cuyos contenidos rehúyen el compromiso de verdad con la realidad, sino que más bien instauran o culminan la ficción verosímil una vez que se abren o se cierran las tapas del libro.

En el caso de Oviedo, su compromiso es el de acomodar el relato a los acontecimientos verdaderos procurando la fidelidad de las fuentes y su apego a ellas. Es más, rehuye encarecidamente de todo entendimiento con la ficción: «Oyd, pues, los que de libros vanos y fabulosos no os preçiays: escuchad los que de verdaderas historias quereys parte» (Fernández de Oviedo y Valdés, 1855, p. 280), exclama cuando cuenta el retorno de Almagro de los resecos desiertos de Chile. Y ahí mismo agrega: «e vereys que no son metáphoras, sino tan al propio discantada la historia» (p. 280).

Nunca Oviedo configura personajes ni acomoda los acontecimientos con el ánimo de crear un mundo cerrado y autónomo. Sus simpatías (por ejemplo, con Almagro) no lo llevan a ficcionalizar sus hechos para encarecerlos. Jamás busca el encantamiento con las hazañas del Adelantado, sino probar la bondad de su causa con apego a testimonios que él juzga fidedignos. Y su relato se limita a dar cuenta de los acontecimientos siguiendo un orden lógico y respetando una temporalidad sin la cual devendría la historia en ininteligible.

A veces, como hemos dicho, solo se limita a trascribir testimonios de testigos de los hechos y que han escrito relaciones para los funcionarios de la corte en España, formuladas como una obligación o un reporte con implicancias legales. Lo hace dos veces consecutivas trasladando sendas relaciones del propio Diego de Almagro, dirigidas al rey (Fernández de Oviedo y Valdés, 1855, p. 258 y ss.). Y lo hace refiriendo las relaciones de otros testigos, como el caso del doctor Sepúlveda (pp. 348 y ss.), a quien dice seguir por su seriedad y apego a los hechos. Es más, expresamente declara el valor de estos testimonios, en su relato de corte histórico, para contrapesar la verdad:

Agora digo que yo he nombrado ya algunos en lo que hasta aquí la historia ha contado, e adelante se hará mención dessos e de otros que lo verifiquen; y el que esta cuenta me quisiere pedir, no espere a que los testigos se mueran ni que yo no pueda responder por la verdad; que así ella me valga, mi intención no es principalmente sino de escribir lo que en effeto ha pasado. (p. 292)

3.5. La misma historia narrada por Pedro Cieza de León

En la Cuarta Parte de la Crónica del Perú, volumen I, titulado «Guerra de las Salinas», escrito antes de 1554, año en el que fallece su autor, e inédito hasta 1877, Pedro Cieza de León (1991) da cuenta de los hechos ocurridos a propósito del enfrentamiento entre Almagro y Pizarro y la simultánea rebelión de Manco Inca. Es un relato histórico extenso, pormenorizado y puntual el que viene en el referido volumen; y, de ninguna manera, se podría decir de él que es un relato ficcional o novelesco, como el de Diego de Silva y Guzmán, en el que se construye un mundo cerrado que pueblan personajes que dialogan entre sí o que viven escenas coloridas que caen en el plano de lo maravilloso. Es, sin la menor duda, y así es tenido de modo indiscutible, exactamente un texto histórico, con un ordenamiento lógico, y que procura, en todo momento, su concordancia con la verdad.

3.6. La misma historia narrada por Agustín de Zárate

En el Libro Tercero de la Historia del descubrimiento y conquista del Perú (1995), un libro publicado en Amberes el año de 1555, Agustín de Zárate cuenta la misma historia de la rebelión de Manco Inca y de las guerras fratricidas entre Pizarro y Almagro. Lo hace en una apretada síntesis que tampoco tienen la menor semejanza, en lo discursivo, con el relato novelesco o ficcional al estilo de Diego de Silva y Guzmán, sino que su interés es el de reflejar los acontecimientos verdaderamente ocurridos con apego a la verdad.

3.7. La misma historia narrada por Pedro Pizarro

Finalmente, un poco más tarde que los relatos anteriores, Pedro Pizarro (1986), hacia 1571, terminó una Relación del descubrimiento y conquista de los reinos del Perú, en cuyos capítulos, del 19 al 15, principalmente, narra el alzamiento de Manco Inca y la guerra entre los Almagro y los Pizarro. No obstante, aunque es un relato memorioso no exento de intensidad, no es en algún modo un discurso literario con apego a los moldes de la narración ficcional ni a la construcción de personajes que se desenvuelven en el discurso como seres corpóreos, actantes o dialogantes.

4. Conclusiones

La rebelión de Manco Inca fue una historia narrada en dos vertientes: la del discurso histórico y la del discurso ficcional.

Como muestras de la narración de corte histórico podremos señalar los textos de Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro Cieza de León, Agustín de Zárate y Pedro Pizarro.

Como muestra del relato literario y ficcional, pero a partir de los hechos ocurridos y personajes ciertos, podemos mostrar el texto de Diego de Silva y Guzmán, que hemos titulado La toma del Cuzco.

Un día, el texto de Diego de Silva habrá de figurar entre las principales obras literarias que surgen en la época del Prerrenacimiento en el Perú. Y será presentado como lo que es: la primera novela castellana (1539) hecha en el Perú y con tema peruano. El manuscrito se encuentra en la Biblioteca Nacional de España (ms. 3216).

Diego de Silva y Guzmán es autor también del primer libro de poesía del Perú y de América (Coello, 2008). Y así ya está siendo valorado (Marrero-Fente, 2005).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Cieza de León, P. de. (1991). Crónica del Perú. Cuarta parte (1.. ed., Vol. 1, P. Guibovich Pérez, Ed.). Fondo Editorial-Pontificia Universidad Católica del Perú/ Academia Nacional de Historia.

Coello, Ó. (2008). Un poema del descubrimiento del Perú para ser escuchado por Francisco Pizarro: Examen de la actorialización enunciativa. Boletín de la Academia Peruana de la Lengua, 46(46), 11-31. https://doi.org/10.46744/bapl.200802.001

Colección de autores Selectos, latinos y castellanos (Tomo IV). (1849). D. S. Saunaque. https://books.google.com.pe/books?id=CZ9bx5ew5PkC

Courtés, J. (1997). Análisis semiótico del discurso. Del enunciado a la enunciación. Gredos.

Fernández de Oviedo y Valdés, G. (1855). Historia general y natural de las Indias, Islas y Tierra-Firme del Mar Océano (Vol. 4, núm. 3, J. A. de los Ríos, Ed.). Real Academia de la Historia.

García Peinado, M. (1998). Hacia una teoría general de la novela. Arcos/Libros.

Genette, G. (1993). Ficción y dicción. Lumen.

Hamburger, K. (1995). La lógica de la literatura. Visor Distribuciones.

Marrero-Fente, R. (2006). Poetry and discovery: The epic territories in the conquest of peru (1538). [Poesía y descubrimiento: Los territorios de la épica en La conquista del Perú (1538)] Revista Canadiense De Estudios Hispánicos, 30(2), 271-289. https:// www.academia.edu/8014877/Poes%C3%ADa_y_descubrimiento_los_territorios_de_la_%C3%A9pica_en_La_ conquista_del_Per%C3%BA_1538_

Pizarro, P. (1986). Relación del descubrimiento y conquista de los reinos del Perú (2.. ed., G. Lohmann Villena, Ed.). Fondo Editorial-Pontificia Universidad Católica del Perú.

Silva y Guzmán, D. de. (2008). La toma del Cuzco. En Ó. Coello (Ed.), Los orígenes de la novela castellana en el Perú: La toma del Cuzco (1539) fuentes, estudio crítico y textos (1.. ed., pp. 247-404). Academia Peruana de la Lengua/Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Silva y Guzmán, D. de. (1539). Relación del sitio del Cuzco y principio de las guerras civiles del Perú, hasta la muerte de Diego de Almagro (Núm. 3216) [Manuscrito]. Biblioteca Nacional de España.

Zárate, A. de. (1995). Historia del descubrimiento y conquista del Perú (1.. ed., F. P. García Yrigoyen, y T. Hampe Martínez, Eds.). Fondo Editorial-Pontificia Universidad Católica del Perú.

Notas

[1] Los keros eran vasos de madera; esta palabra ha sido castellanizada como quero. Los vasos de oro se denominan exactamente: aquillas; este vocablo quechua no está castellanizado aún.
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