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El abordaje del consumo problemático de sustancias en comunidades terapéuticas religiosas: el caso de las fazendas[1]

The treatment of the problematic use of substances in religious therapeutic communities: the case of the fazendas

Benjamin Azar
/UNLa, Argentina

De Prácticas y Discursos. Cuadernos de Ciencias Sociales

Universidad Nacional del Nordeste, Argentina

ISSN-e: 2250-6942

Periodicidad: Semestral

vol. 11, núm. 17, 2022

depracticasydiscursos.ces@gmail.com

Recepción: 08 Marzo 2022

Aprobación: 17 Junio 2022



DOI: https://doi.org/10.30972/dpd.11176026

Resumen: De acuerdo con diversos relevamientos, las problemáticas en salud mental vinculadas al consumo de sustancias se han constituido en las últimas décadas como uno de los mayores problemas de salud pública en general y de salud mental en particular, tanto a nivel regional como global. Esta compleja situación ha sido enfrentada a través de múltiples –y a veces contradictorios- paradigmas y dispositivos. El siguiente artículo tiene como objeto analizar las comunidades terapéuticas religiosas a partir del estudio de dos fazendas en la provincia de Tucumán, Argentina. Para ello, se realizó un estudio descriptivo-exploratorio en el que se entrevistó a exinternos, referentes de las fazendas y profesionales de la salud vinculados al consumo problemático de sustancias. Las fazendas son comunidades terapéuticas caracterizadas por una fuerte impronta religiosa, largas internaciones, aislamiento del medio familiar e incompatibilidad con tratamientos profesionales. Se busca ubicar a las comunidades terapéuticas religiosas en el contexto actual de abordajes del consumo de sustancias y poner en tensión a este particular dispositivo con los lineamientos de la Ley Nacional de Salud Mental, basada en tratados internacionales de Derechos Humanos.

Palabras clave: consumo problemático de sustancias, fazenda, comunidad terapéutica religiosa.

Abstract: According to several investigations, mental health problems in connection with drug consumption have become one of the biggest public health problems in recent decades, at global and regional levels. This paper aims to analyze the religious therapeutic communities from the study of two Fazendas in the province of Tucumán, Argentina. For this purpose we interviewed former interns, fazenda’s workers and health professionals linked to problematic substance consumption. Fazendas are therapeutic communities characterized by a strong religious character, long-term internments, family separation, and the incompatibility with professional treatments. We try to investigate the place of religious therapeutic communities in the current context of approaches to problematic drug consumption and analyze this device in relation to the National Mental Health Law in Argentina which is based on international human rights treaties.

Keywords: addictions, fazenda, religious therapeutic community.

Introducción

Según el Informe Mundial sobre las Drogas producido por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONU, 2017), existen en todo el mundo unas 29,5 millones de personas (el 0,6% de la población adulta mundial) que padecen algún tipo de problemática vinculada al uso de sustancias, hasta el punto de necesitar tratamiento. En cuanto a América Latina, la Organización Panamericana de la Salud (2009) refiere que hay en este subcontinente más de 4,4 millones de varones y 1,2 millones de mujeres que sufren algún tipo de fenómeno configurado y presentado como trastorno producto del uso de drogas en algún momento de sus vidas. Estos números sitúan a las problemáticas vinculadas al uso de sustancias como uno de los mayores problemas de salud pública en general y de salud mental en particular, tanto a nivel global como regional.

A pesar de ello, el uso de drogas no siempre fue problemático. De acuerdo con Graciela Touzé (2006), no hay ningún grupo humano que no haya hecho uso de sustancias psicoactivas, con excepción de aquellos que, por condiciones climáticas, no podían procurárselas. Sin embargo, el vínculo que se establecía con las sustancias en las sociedades premodernas presentaba características muy distintas al que se despliega en la actualidad. A grandes rasgos -y a riesgo de cometer generalizaciones-, el uso de drogas antiguamente se fundamentaba en una utilización ritual, que facilitaba el lazo social y se constituía como parte integrante de un universo simbólico-cultural que otorgaba sentido a la práctica. Claro está que lejos se encontraba de concebirse como un problema moral o sanitario. Es recién a partir del siglo XIX, con la conformación de grandes urbes industrializadas y el conflicto poblacional que ese movimiento conllevó, que el consumo de drogas empezó a considerarse como problemático (Castel y Coppel, 1994; Di Iorio, 2015; Escohotado, 1989;Touzé, 2006).

Esta escueta síntesis histórica permite entender a la utilización de sustancias psicoactivas, tal como sostiene Touzé (2006), en tanto un fenómeno complejo y polisémico con múltiples manifestaciones según el momento histórico, la cultura, el modelo económico, las situaciones coyunturales de las poblaciones, los significados que los sujetos usuarios les asignan a las sustancias y las características químicas diferenciales de estas. Además, dentro de esta complejidad ocupan un importante lugar las diferentes modalidades de abordaje que han tenido y tienen a esa problemática como objeto. En cuanto a ello, interesa particularmente a los fines de este trabajo las comunidades terapéuticas religiosas, más precisamente las fazendas, en tanto dispositivo relativamente nuevo que, alejado de los criterios científicos de la época y en oposición a las normativas vigentes, se ha expandido con particular vigor en todo el mundo.

Es desde la comprensión de esta compleja trama de representaciones y prácticas históricamente determinadas que el consumo de sustancias psicoactivas puede adquirir perspectiva y ser pensada más allá de su uso individual. El concebir los abordajes como parte de esta complejidad, en tanto práctica instituida e instituyente, permite el surgimiento de interrogantes vinculados a las comunidades terapéuticas religiosas que guiarán este trabajo, tales como: ¿Cómo se organizan las fazendas? ¿Qué vínculo hay entre estas y el Estado? ¿Quiénes acuden a ellas? ¿Cómo puede explicarse su exponencial expansión?

Este artículo surge como parte del proyecto de investigación “Encierro y salud mental en Tucumán. Subjetividad, género y clase social (1970-2019)”, dirigido por la doctora Alejandra Golcman y financiado por el Piunt, perteneciente a la Universidad Nacional de Tucumán. El escrito se estructura del siguiente modo: en primer lugar se reseña la estrategia metodológica que permitió obtener y analizar los datos que se trabajan en los siguientes apartados; a continuación se trata el paradigma imperante en Argentina con relación al uso de drogas; posteriormente se analiza la Ley Nacional de Salud Mental, específicamente en lo vinculado al consumo problemático de sustancias; en el cuarto apartado se describen dos comunidades terapéuticas religiosas de la provincia de Tucumán, Argentina; y, por último, se analizan las características de estos dispositivos a partir de los lineamientos de la Ley Nacional de Salud Mental.

Metodología

La estrategia metodológica que se adoptó para intentar responder a las preguntas planteadas fue de tipo cualitativa (Marradi et al., 2018; Patton, 2002). En primer término se realizó un relevamiento de las instituciones que se autodenominan religiosas y que prestaban servicio de internación a personas con problemática de consumo de sustancias en la provincia de Tucumán, Argentina. Si bien en este distrito hay diversas organizaciones que vinculan la práctica religiosa a la asistencia de personas con diferentes problemáticas psicosociales (entre ellas, el consumo de sustancias), son solo dos las que pueden ser pensadas como comunidades terapéuticas (Güelman, 2018). Estas se encuentran en los departamentos de Río Chico y Tafí Viejo, al sur y al noroeste de la provincia, respectivamente. Ambas son partes de Fazendas da Esperança, institución perteneciente a la orden franciscana dentro de la Iglesia católica. No se verificaron investigaciones de ningún tipo sobre las mismas, por lo que el enfoque del estudio fue de carácter descriptivo-exploratorio (Arias, 2012). En segunda instancia, se realizaron durante 2019 y 2020 once entrevistas semiestructuradas: tres con representantes de las fazendas, tres con profesionales especialistas en consumo problemático de sustancias del Sistema Provincial de Salud y cinco con exinternos de dicho dispositivo (uno de ellos fue, además, voluntario una vez externado). La muestra fue no probabilística y la selección fue de tipo intencional. Los participantes se eligieron en función de la representatividad y de la disponibilidad, este último criterio especialmente tenido en cuenta para los representantes de la fazendas, institución que presentó un marcado hermetismo y rechazo a las reiteradas solicitudes de entrevista y observación in loco.

Las entrevistas fueron tanto virtuales (videollamadas) como presenciales, y en todos los casos se confeccionó un consentimiento informado que fue oportunamente firmado. Los nombres de los entrevistados se encuentran modificados para conservar el anonimato.

El abordaje actual del consumo problemático de sustancias: entre tratar y castigar

Las políticas públicas vinculadas a la oferta de drogas pueden ser abordadas desde diversos enfoques, según el paradigma a partir del que se piense su uso. Actualmente, en Argentina predomina el llamado enfoque criminalizador (Rossi et al., 2012), materializado en la Ley N° 23737 de 1989, también conocida como Ley de Drogas. Este se caracteriza por mantener y ampliar la prohibición a determinadas sustancias psicoactivas y entender a los consumidores como criminales y potenciales pacientes de salud mental. Otro modo de enfocar la problemática es a través de la legalización de las sustancias, lo que supone la necesidad de un pasaje de la prohibición de drogas a la legislación con el fin de regularlas. Este modelo plantea que el uso de sustancias psicoactivas tiene consecuencias sanitarias que exigen tratamiento por parte del usuario. Por último, el enfoque liberalizador contempla al uso de las sustancias como una elección personal que pone en ejercicio el derecho a decidir sobre el propio cuerpo. No adhiere a pensar a quien hace uso de drogas como un criminal ni como una persona necesariamente enferma (Goltzman, 2016).

El enfoque criminalizador, imperante todavía en la Argentina, se centra en la abstinencia como ideal aspirado y en la acción de heterocontroles (Castel y Coopel, 1994) como el medio para llegar a ella. De esta manera, se favorece la judicialización de la problemática siendo el juez quien viene a poner orden a una situación moralmente peligrosa. Asimismo, este paradigma viene aparejado de medidas patologizantes y medicalizantes del consumo. Es decir, se piensa al consumo de sustancias como un indicador inequívoco de sufrimiento mental, el que debe ser “curado” por profesionales, la mayoría de las veces, a través de la prescripción medicamentosa, constituyendo un reemplazo -contradictorio en algunos casos- de una sustancia por otra. Del mismo modo, la patologización del consumo, así como la victimización del consumidor (en tanto objeto de un “flagelo”), tiende a borrar las determinaciones sociohistóricas del uso de sustancias, así como a simplificar la complejidad -referida anteriormente- con relación a esta práctica. El consumo entendido de esta manera se constituye entonces como una problemática eminentemente individual, médica y moral, por lo tanto -y consecuentemente- el tratamiento, en la mayoría de los casos, sigue esta línea.

El objetivo último de esta guerra contra las drogas (Escohotado, 1989) planteada desde el enfoque criminalizador es la erradicación de algunas sustancias de la sociedad (aquellas ilegalizadas y nombradas en la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes de Naciones Unidas), utilizando mayoritariamente los mecanismos coercitivos del Estado para intentar lograrlo. Sus principales consecuencias son tanto subjetivas como sociales y económicas. Entre las consecuencias subjetivas se ubican los efectos de la discriminación y estigmatización (Goffman, 2019) de las/los usuarias/os que se ven perseguidas/os por las fuerzas de seguridad y juzgados a partir de controles sociales, lo que produce dificultades y barreras para acceder a los servicios de salud (Rossi et al., 2007). Con relación a las consecuencias sociales, la criminalización se vincula con la saturación del sistema judicial y de salud. Asimismo, la prohibición favorece al mantenimiento de un mercado ilegal controlado por organizaciones delictivas (Argandoña, 2014). Por último, entre las económicas, se observa un gasto estatal de gran magnitud enfocado principalmente a la disminución de la oferta. Estos gastos se centran en el sistema judicial y penitenciario, las fuerzas de seguridad y el accionar de control y aplicación de la ley (Sedronar y Observatorio Argentino de Drogas, 2008). Tal como sostiene Alejandro Corda (2012), se percibe una desproporción entre los costos gubernamentales directos destinados a la disminución de la oferta y aquellos destinados a la demanda: mientras que para los primeros se dispusieron 1.871 millones de pesos, para los segundos, solamente 70 millones de pesos durante 2008 en Argentina.

La Ley Nacional de Salud Mental: un cambio paradigmático

Desde 2010, las prácticas vinculadas a la Salud Mental en Argentina se encuentran legisladas por la Ley Nº 26657. Esta es una norma centrada en la restitución de los derechos de las usuarias y los usuarios de servicios de salud mental. La misma se ubica como una ley garantista que se opone al encierro e insta a la sustitución de los hospitales psiquiátricos –probado mecanismo de exclusión- por dispositivos territoriales descentralizados (Faraone y Barcala, 2020). Además, considera a la internación como la última alternativa posible e impulsa al mantenimiento del vínculo de la/el usuaria/o con su familia y afectos, cuidándola/o de los estragos del aislamiento (artículo 7, inciso e, Ley Nº 26657, 2010). Asimismo, exhorta al accionar interdisciplinario desde una horizontalidad disciplinar que trasluce una multidimensional en el origen del padecimiento mental, explicitado en su artículo 3 (la ley reconoce a la salud mental como un proceso determinado por componentes históricos, sociales, económicos, culturales, biológicos y psicológicos).

Específicamente en lo atinente al uso de sustancias, interesa el artículo 4 de la mencionada norma, que refiere que las personas usuarias de drogas deben ser abordadas como parte integrante de las políticas en salud mental, accediendo a los derechos y garantías de la ley; y el 11 del Decreto reglamentario N° 603 (2013: 11) que explicita que: “Entre las estrategias y dispositivos de atención en salud mental, se incluirán para las adicciones dispositivos basados en la estrategia de reducción de daños”.

Esta ley y el paradigma que representa interpelan el enfoque criminalizador desde múltiples aristas. En primer término, sitúa la problemática en el ámbito de la salud y no en el jurídico-penal, dejando de lado el juicio moral del usuario y contribuyendo a la potencial despenalización del consumo. En segunda medida, al ser una ley cuyos basamentos se sostienen en tratados internacionales de Derechos Humanos (artículo 1, Ley Nº 26657, 2010), contempla al usuario como sujeto de derecho ante todo, privilegiando sus garantías legales de acceso al sistema sanitario. En tercer lugar, al reconocer en el artículo 3 a la salud mental como un proceso determinado por múltiples variables, descentra al consumo de la perspectiva individualista, biológica y ahistórica en el que el enfoque criminalizador-prohibicionista lo sitúa. Además, al pronunciarse -en el artículo 7, inciso n- sobre la necesidad de no considerar al padecimiento mental un estado inmodificable, disminuye el estigma asociado a un diagnóstico -anteriormente- vinculado al ser, para concebirlo desde la flexibilidad del estar siendo y desde el entendimiento de la salud en tanto proceso (Laurell, 1986) y no estado dicotómico.

En cuanto a la estrategia de reducción de daños, expuesta en el artículo 11 del mencionado decreto reglamentario, se la entiende, siguiendo a Nieva, Baulenas y Borrás (1995: 26), como "el conjunto de estrategias, tanto individuales como colectivas, que se desarrollan en el ámbito social, sanitario y terapéutico encaminadas a minimizar los efectos negativos relacionados con el consumo de drogas". Esta propuesta política actúa sobre la demanda de sustancias psicoactivas oponiéndose estructuralmente al modelo prohibicionista imperante hasta ahora. Mientras que el prohibicionismo apela a la abstinencia como un ideal normativo, a la desintoxicación como requisito necesario para el tratamiento y a la erradicación de las drogas como horizonte político (Romaní, 2003); la estrategia de reducción de daños comprende la imperante necesidad regulatoria en el plano legislativo e impulsa a la diversificación de la oferta terapéutica y a la inclusión de las personas usuarias en el diseño de los tratamientos (Goltzman, 2016). De lo antedicho se desprende que las estrategias prohibicionistas se apoyan principalmente en el accionar de los mecanismos jurídico-penales del Estado, mientras que los dispositivos basados en la reducción de daños conciben la intervención desde la acción sanitaria y educativa.

A partir de lo expuesto, puede afirmarse que Argentina se encuentra en una situación híbrida y contradictoria con respecto a las normativas legales vinculadas al consumo de sustancias. Mientras que en el plano sanitario rige la Ley Nº 26657, basada en tratados de Derechos Humanos y que explicita la necesidad de aplicar estrategias de reducción de daño (la que está emparentada con políticas de despenalización), en el terreno penal la ley vigente es la “Ley de drogas” Nº 23737, vinculada al enfoque criminalizador. Esta norma se encuentra tan íntimamente ligada a las medidas coercitivas sobre la oferta que, según un informe de la Dirección Nacional de Política Criminal en materia de Justicia y Legislación Penal (2016), la infracción a la ley de drogas es la tercera causa de encarcelamiento en el país, solo detrás de robos y homicidios. Se constituye, entonces, como uno de los factores que más inciden en el crecimiento de la población carcelaria.

A pesar de esta tensión por la marcada oposición de las leyes vinculadas al uso de drogas, el accionar estatal -desde cualquiera de los dos paradigmas planteados- no es el único presente en el campo del tratamiento de usuarias/os de drogas.

Las comunidades terapéuticas religiosas: el caso de las fazendas y una inclusión excluyente

Cabe señalar, a modo aclaratorio, que las llamadas comunidades terapéuticas religiosas poco tienen que ver con las comunidades terapéuticas que nacieron en la década de 1950 en Inglaterra y se esparcieron por el mundo en el contexto de una profunda crítica a la psiquiatría manicomial de mediados del siglo XX. Este dispositivo –no religioso- se emplazaba en grandes predios por lo general rurales y a puertas abiertas, en donde la participación de las/los internas/os en la vida comunitaria era el factor esencial de la resocialización y la asamblea el dispositivo básico por la que pasaban todas las decisiones, lo que tenía como efecto resituar valor a la palabra de la persona interna (Amarante, 2009; Golcman, 2012).

Las comunidades terapéuticas religiosas que se han analizado en este trabajo pertenecen a la Fazenda da Esperança. Esta es una asociación internacional de fieles reconocida oficialmente por la Iglesia católica que surgió en 1983 en Guaratinguetá, Estado de San Pablo, Brasil, y se expandió rápidamente por todo el mundo cristiano en las décadas subsiguientes. En la actualidad hay filiales en múltiples países de América Latina, Europa, África y Asia. En Argentina, país en el que arribaron en 2005, hay a la fecha doce fazendas activas: tres de mujeres y nueve de varones (Fazenda da Esperança, 2021).

Las dos fazendas que se han estudiado en esta investigación son aquellas que se encuentran en el territorio de la provincia de Tucumán, al noroeste de Argentina. La primea en instalarse, a principio de la década de 2010, fue la Fazenda Santa Mónica, en Monte Redondo, a 6 kilómetros de la localidad de Aguilares (departamento Río Chico), con 8 plazas; años después, en 2015, y por la gran demanda que tenía su predecesora, se inauguró la Fazenda Virgen de la Merced, en la localidad de Tafí Viejo, con una capacidad mucho mayor que la de Aguilares, con 40 plazas. En lo respectivo a la admisión, los potenciales ingresantes deben ser varones de entre 15 y 59 años, certificar aptitud psicofísica y presentar una carta manuscrita por el interesado en donde se expresan los motivos por los que se desea entrar al dispositivo.

Las fazendas conciben al consumo de sustancia, o a cualquier otro consumo problemático, como de índole eminentemente espiritual.

El vínculo con la sustancia forma parte de la pérdida de valores de la sociedad de hoy, no todo puede comprarse y venderse, se han perdido los valores supremos: la palabra de Dios. Nosotros nos proponemos recuperar este camino a partir del trabajo, la vida en comunidad y la espiritualidad. (Felipe, referente de la fazenda, 6/11/2019)

El tratamiento en la fazenda es totalmente religioso, yo no sé si eso está bien o mal, o si tendría que haber profesionales también. Ellos dicen que lo que nos pasa tiene que ver con que nos alejamos de Dios, que no es una enfermedad, sino que es un problema espiritual. (Alejandro, exinterno, 8/3/2020)

Al concebir a la problemática a partir de la pérdida del vínculo con un modo de vida cristiano, la forma de tratamiento que proponen estos dispositivos se centra en la recuperación de determinados valores a través de una nueva y diferente cotidianidad basada en tres ejes: la espiritualidad, el trabajo y la vida en comunidad.

En cuanto a la espiritualidad, la cotidianidad en las fazendas está fuertemente marcada por una dinámica religiosa. Si bien pueden ingresar al dispositivo personas que no pertenecen al culto católico, estas deben igualmente participar de actividades que son de carácter obligatorio, tales como la celebración de misa, momentos de oración individual y grupal, estudios bíblicos, retiro espiritual, bendición de alimentos antes de cada comida, reunión para escuchar música religiosa, entre otras.

La idea es que si han perdido el sentido de la vida, puedan encontrarlo en Dios, y esto solo puede hacerse a través de seguir una vida cristiana. Nosotros solo les mostramos el camino que ellos han perdido. (Simón, referente de la fazenda, 14/1/2020)

Tal como sostienen Camarotti y Güelman (2013), la distinción que usualmente se utiliza en el campo de la salud mental entre uso, abuso, consumo problemático y dependencia de sustancias carece de sentido en estas comunidades. Si el camino se ha perdido y se trata de reencontrarlo en la palabra de Dios, poco interesa realizar una diferenciación de las características, frecuencia e intensidad del consumo. La distinción no es pensada en términos de un continuo de acuerdo al vínculo que la persona guarda con la sustancia, sino que se la presenta como una diferencia discreta: o se ha consumido y, por lo tanto, se ha desviado del camino o no lo ha hecho.

El trabajo es otro de los pilares de las fazendas. En ellas todos los internos deben cumplir una estricta rutina laboral de acuerdo a las distintas alternativas que la institución ofrece, las que son mayormente de panificación y trabajo agrícola en la huerta. Según los referentes entrevistados, el trabajo tiene una triple función en estas comunidades: ayuda a los internos a adquirir un oficio o destreza para la vida después de la internación, les permite “pensar en otra cosa” que apacigüe el potencial deseo de consumo y, por último, permite mantener económicamente el establecimiento. Las Fazendas de la Esperanza -a diferencia de otras de su tipo- no son gratuitas, sino que son costeadas, en parte, con los productos que realizan los internos y que son vendidos luego por sus familiares.

El trabajo es lo que más me ayudó, pude salir de la fazenda y entrar a trabajar a una panadería al poco tiempo porque sabía cómo hacer las cosas. De eso estoy agradecido. (Antonio, exinterno, 16/12/2019)

Me gustaba trabajar en la huerta, tocar la tierra y cosechar lo que habíamos plantado. No es que ahora que estoy afuera puedo hacer algo con eso que he aprendido, porque no tengo donde plantar nada, pero siento que en ese momento me ayudaba a no pensar en consumir, al menos un rato. (Manuel, exinterno, 4/3/2020)

A pesar de que los internos generan con su trabajo un producto que luego es vendido, tienen prohibido manejar dinero, por lo que aquello que se ha ganado es usado en su totalidad para ayudar a mantener la fazenda.

La última arista que compone el trípode de estas comunidades terapéuticas es la vida en comunidad. Estos tipos de dispositivos parten del supuesto de que, si bien el consumo de sustancia es una problemática de índole espiritual, encuentra su causa en el vínculo con la familia y con las personas que conforman el entorno de quien consume. Por lo tanto, se busca separar –al menos por un tiempo- al sujeto de su lugar de origen y reemplazarlo por otra comunidad: la de la fazenda. Una de las normativas más estrictas que tienen los dispositivos en cuestión es la restricción de visitas y de contacto con el exterior: durante el primer mes de tratamiento los internos tienen prohibido siquiera contactarse telefónicamente con sus familiares; en los dos meses siguientes tienen permitidas llamadas esporádicas y controladas, mas no así verlos; es recién a partir del tercer mes que se habilita una visita familiar mensual hasta el final de la internación, que se extiende como mínimo un año. Asimismo, no está permitido realizar, en ningún momento, salidas de la comunidad sin la compañía del personal. Se debe resaltar que la mayoría de los internos de las fazendas no son originarios del lugar donde esta se encuentra, por lo que están pobladas en su gran mayoría por personas de otras provincias. De esta manera, se busca intencionalmente generar un distanciamiento con respecto al lugar de procedencia con el objetivo de separarlos del contexto vinculado a la problemática.

El aislamiento se extiende también a la posibilidad de comunicación o de consumo de información a través de medios digitales -tales como computadoras o teléfonos inteligentes- o tradicionales -como la radio, la televisión o el diario- que son estrictamente reglados.

Mientras estén en la fazenda, nosotros los cuidamos mucho a los chicos. Hay muchas cosas ahí afuera que les pueden hacer daño, que los pueden poner nerviosos y los pueden llevar a querer consumir de nuevo, y perder el camino y todo lo que van logrando. Nosotros les facilitamos películas, libros y revistas que sean constructivos para ellos, que los ayuden a formarse y a aprender cosas. No tiene sentido que vengan acá y hagan todo el sacrificio que hacen si van a estar todo el día con el teléfono o viendo cosas en la televisión que les dicen que la droga no es mala. (Felipe, referente de la fazenda, 6/11/2019)

El tema del aislamiento es lo más difícil. Estar un año sin ver a tus amigos y meses sin poder hablar con tu familia es muy duro. A mí me ayudó porque no podía con la junta del barrio, pero sé de otros que no pudieron seguir en la fazenda por eso. (Manuel, exinterno, 4/3/2020).

Tal como sostiene Güelman (2018), el aislamiento no es un atributo exclusivo de estos dispositivos religiosos, sino una característica común de las comunidades terapéuticas para consumidores de drogas desde sus orígenes. A pesar de ello, esta práctica toma mayor proporción en el caso de las comunidades religiosas, ya que la pérdida del camino y la supuesta influencia negativa del entorno justifican la internación por largos periodos de tiempo que es pensada, sin excepción, como el medio a través del que puede retornarse a los valores perdidos.

Vinculado al aislamiento, otra de las características que diferencia a estos dispositivos de las comunidades terapéuticas laicas son los largos períodos de internación. El programa de las fazendas supone una estadía mínima de un año en el establecimiento sin un límite máximo. Esto se justifica en el tiempo que consideran necesario para adquirir nuevos hábitos y retomar los valores perdidos. Si los internados deciden finalizar la internación antes de haber cumplido el año, pueden posteriormente volver a internarse, pero deberán pasar una vez más por el período de admisión y recomenzar el proceso desde el inicio.

Un año lejos de tu familia, de tus amigos, de tu barrio es mucho tiempo. Después volvés y no entendés nada, es muy fuerte. Parece que no, pero en un año cambian mucho las cosas. (Alejandro, exinterno, 8/3/2020)

Una vez finalizado el tratamiento, los internos tienen la posibilidad de quedarse en la comunidad como voluntarios, ayudando a mantener el edificio, el predio y las actividades como forma de retribuir la asistencia brindada.

Uno de los aspectos que ha suscitado más polémica en torno a las fazendas es la prescindencia de profesionales. Su puesta en funcionamiento está a cargo de personal religioso y voluntarios que en su mayoría son exinternos. No hay ningún profesional de la salud, ni existen vínculos directos con psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, terapistas ocupacionales o médicos de otras especialidades. Al considerar al consumo de sustancias –o cualquier otro tipo de consumo problemático- como una manifestación de índole espiritual, el abordaje profesional se estima insuficiente para tratarlo.

El trabajo de los psicólogos y psiquiatras es importante, pero ataca solo los síntomas del problema. Nosotros trabajamos la causa, que tiene que ver con la desviación en el camino. Si el chico toma la medicación que le da el psiquiatra, puede sentirse bien y pensar que está bien, pero después, cuando se la sacan, vuelve a consumir, porque su problema espiritual sigue igual que antes. Por eso es que nosotros creemos que durante la internación no tienen que estar bajo tratamiento profesional, porque eso, en parte, entorpece nuestro trabajo. (Felipe, referente de la fazenda, 6/11/2019)

La figura de los voluntarios, es decir, de las personas que anteriormente fueron internos del mismo dispositivo, tiene una particular relevancia en estas instituciones. A través de ellos, las fazendas buscan propiciar una suerte de padrinazgo por quienes pasaron por una experiencia similar. Este acompañamiento es concebido como necesario tanto para quienes son acompañados como para aquellos que apadrinan a los recién ingresados.

Es fundamental la ayuda que te dan los chicos que están ahí. Porque afuera tus amigos o tu familia te pueden aconsejar mucho, pero si no pasaste por esa, nunca lo vas a poder entender del todo. (Daniel, exinterno, 11/12/2019)

La figura del acompañante o voluntario facilita la cohesión grupal a partir de la empatía que puede producirse al haber atravesado por una situación similar, además de mostrarse como una alternativa de reinserción una vez finalizado el período de tratamiento. Al igual que el trabajo en el caso de los internos, los voluntarios donan sus horas laborales a esta organización a cambio de seguir perteneciendo a la comunidad.

Para mí, haber sido voluntario fue parte del tratamiento, fue igualmente necesario que cuando estuve internado al principio. Además, fue una forma de devolverle a la fazenda lo que ellos me dieron y ayudar a los que estaban como yo estuve. (Mario, exinterno y voluntario, 6/12/2019)

La nueva cotidianidad comunitaria, que reemplaza a la de origen, está fuertemente normada por una serie de rutinas que deben ser cumplidas sin excepción. Además de las condiciones de aislamiento con el medio exterior –nombradas líneas arriba-, la fazenda tiene estrictos horarios que regulan la vida diaria de los internos de acuerdo al trabajo y a las actividades religiosas.

La idea es que puedan absorber la cultura del trabajo y del sacrificio, que sepan que durante el día se está despierto y que la noche es para dormir, que sepan que hay un horario para comer y otro para divertirse. De eso se trata: de enderezarse. (Santiago, referente de la fazenda, 18/2/2020)

Asimismo, mientras dura la internación se encuentran prohibidas las bebidas alcohólicas, el tabaco y el consumo de psicofármacos. Estos últimos, así hayan estado prescriptos por un profesional, están vedados dentro del dispositivo, por lo que se le pide a la familia, en las entrevistas previas a la admisión, que solicite al psiquiatra una reducción de la medicación hasta su total prescindencia. Esta lógica abstencionista trasciende las sustancias e incluye la prohibición de prácticas que se consideran alejadas de la vida cristiana, tales como escuchar determinado tipo de música, ver contenido “inapropiado” en televisión o leer libros no autorizados por el personal. Se logra así una suerte de hermetismo donde el personal de la fazenda tiene total control sobre aquello que los internos consumen –en sentido amplio- durante la estadía. Por lo tanto, el abanico de posibilidades para decidir libremente es sumamente reducido para quienes se encuentran internados.

Hay muchas cosas que no podés hacer en la fazenda. No podés tomar nada de bebidas con alcohol, ni podés fumar cigarrillo, eso me costó un montón. También antes de entrar, si estabas medicado, te tienen que sacar toda la medicación porque ahí no podés tomar ninguna pastilla que te dé el psiquiatra, porque hay muchos que usan esas pastillas para drogarse. (Antonio, exinterno, 16/12/2019)

En cuanto a la población alojada en las fazendas en estudio, a pesar de que estas instituciones no cuentan con información estadística demográfica que dé cuenta de manera sistemática de las características de las personas internadas, se pudo saber a partir del trabajo de campo que, a pesar de la existencia de ciertas particularidades diferenciales, quienes allí residen presentan características llamativamente comunes vinculadas a la franja etaria (mayormente jóvenes), el desempleo, la pobreza, el antecedente de consumo de pasta base de cocaína o paco y la existencia de internaciones previas en dispositivos del Estado.

Los chicos que están acá, la gran mayoría está por consumo de paco. Son chicos jóvenes, entre 18 y 30, la gran mayoría. Mucha pobreza. Casi todos ya estuvieron internados antes en el Obarrio[3] o las Moritas[4], pero no les sirve. Acá hay un abordaje más profundo. (Pedro, referente de la fazenda, 16/12/2019)

Con respecto a la financiación, las fazendas, al igual que la gran mayoría de las comunidades terapéuticas religiosas, no reciben fondos estatales, sino que se mantienen económicamente por la cuota que cobran a los internos, el trabajo de los voluntarios, el aporte de la red internacional a la que pertenecen y las donaciones que pueden realizarse desde cualquier lugar del mundo a través de su página web. La ausencia de subvención estatal facilita a estas comunidades una autonomía de acción casi total, sin que existan controles oficiales que fiscalicen el cumplimiento de un servicio ni información estadística oficial de disponibilidad pública que dé cuenta de cuántas personas residen allí o cuáles son los números de ingresos y egresos.

Discusión

Al analizar las características de las fazendas en estudio a la luz de la Ley Nacional de Salud Mental, se percibe fácilmente una oposición estructural entre las prácticas de las primeras y los principios de la normativa legal. Mientras la ley exhorta a tratamientos con base en la comunidad, para evitar el encierro y el aislamiento -considerados perjudiciales para la salud y el ejercicio de los derechos de las usuarias y los usuarios-, las fazendas, por el contrario, hacen de ellos un requisito. El aislamiento se considera parte necesaria del tratamiento para hallar de nuevo el camino a través de la adopción de una vida cristiana y dedicada al trabajo. De esta manera, las comunidades terapéuticas religiosas se posicionan como sustitutos de los hospitales psiquiátricos -dispositivos que la Ley Nacional de Salud Mental exige cerrar- en cuanto al tratamiento del consumo problemático de sustancias bajo modalidad de internación.

Las fazendas, a partir de la descripción hecha líneas arriba, tienen todos los atributos que Erving Goffman (2012) expone al caracterizar a las instituciones totales: todos los aspectos de la vida de los internos se desarrollan en un mismo lugar; presencia de la compañía constante de los pares, de quienes se espera un igual comportamiento; todas las actividades diarias están estrictamente programadas e impuestas y, por último, las actividades se integran en un plan racional para el logro de los objetivos propios de la institución. En este tipo de instituciones suele producirse lo que Goffman nombra como despojamiento institucionalizado, proceso en el que el interno se ve desposeído de sus pertenencias, de su rutina, de sus lazos afectivos, de sus gustos y preferencias, de su capacidad para elegir libremente y, en última instancia, de su historia. La institución total busca cambiar, o al menos modificar, la cultura de pertenencia del interno por la propia, situación que es señalada en reiteradas oportunidades por los referentes de las Fazendas, quienes sostienen la necesidad de “retomar el camino” o “cambiar los hábitos que tienen los internos al llegar por los de la vida cristiana”. De esta manera, estas comunidades se constituyen como dispositivos abocados a la normalización, ocultamiento y control (Comas y Romaní, 2004; De Giorgi, 2005;Foucault, 2008) de quienes no presentan los atributos del deber ser social en general y cristiano en particular.

Otra característica de particular relevancia en las instituciones totales y que puede apreciarse en los dispositivos en estudio es la ruptura de la relación habitual entre el individuo actor y su acto. Tal como se sostuvo, el producto de su trabajo es entregado a las familias para ser vendido y el fruto de ello es transferido a la dirección para costear el servicio, por lo que los internos no tienen acceso al dinero producido. Esta obstrucción a la posesión simbólica del producto puede pensarse como un particular modo de despojo institucional, en tanto los internos se ven imposibilitados de utilizar su producción como un bien intercambiable por cualquier otra mercancía del mercado. Su producto solo sirve o equivale a un servicio, el de la internación, siendo despojados, de esta manera, de la capacidad metafórica del trabajo.

En lo que respecta a la relación entre las comunidades terapéuticas religiosas y el Estado, se verifica que no existen controles ni se cuenta con información estadística oficial acerca de las mismas. Las fazendas se constituyen, entonces, como dispositivos paralelos al accionar estatal que, a partir de las dificultades para contener la problemática del consumo de sustancias, brindan un servicio en el área salud en la que los dispositivos oficiales se ven constantemente superados por la demanda. Esta tácita licencia del Estado, expresada en la falta de controles y registros, hallaría su causa no solo en el poder de la Iglesia católica en Argentina, sino también en que las comunidades terapéuticas religiosas se ocupan de aquello que el Estado pareciera no poder abarcar. Por lo tanto, se observa primar una lógica económica de escasez en la que la demanda supera ampliamente a la oferta (que en este caso se encontraba monopolizada por los servicios legitimados por un saber científico), a partir de la que aparecen otros actores que ocupan -en la frontera de la legalidad- este fértil terreno. La emergencia de estos nuevos actores se ve aún más favorecida por las dificultades en la accesibilidad que presentan determinadas poblaciones a los dispositivos públicos o privados (bajo control estatal) de tratamiento.

Cabe aclarar que si bien las instituciones no estatales –civiles o religiosas- que brindan servicios a demandas que el Estado no alcanza a atender existieron desde la constitución de los Estados modernos, a partir del siglo XX la lógica filantrópica-caritativa fue cediendo paso a la de generación y garantía de derechos. Tal como sostiene Donzelot, las organizaciones filantrópicas se constituyen como un híbrido público-privado que permiten brindar ayuda sin generar derechos (Donzelot, 1979, como se citó en Stolkiner y Solitario, 2007). Por su parte, el Estado argentino, como la mayoría de los Estados occidentales, asumió a partir de la segunda mitad del siglo XX la responsabilidad, a través de diversos instrumentos internacionales de Derechos Humanos, de garantizar derechos tales como la salud de toda la población, más allá de la labor de organizaciones civiles o religiosas. A pesar de que en la actualidad las organizaciones no gubernamentales siguen existiendo y constituyen actores significativos en el campo político y social, estas están sujetas a controles y regulaciones estatales que las enmarcan en los compromisos que el país asume, tanto a nivel internaciones –por medio de los tratados internacionales firmados- como en el ámbito interno –a través de la Constitución nacional-. No obstante, el caso de las fazendas se presenta como una situación de particular excepcionalidad debido a la falta de controles y datos oficiales que se han señalado anteriormente. Esta informalidad de la que gozan estas instituciones entra en tensión con las estrictas regulaciones que existen en el área salud en la que ejercen su actividad. La profundización del análisis de las complejas tramas que vehiculizan esta tácita licencia del Estado a la Iglesia católica en Argentina exceden los objetivos de este artículo, por lo que quedará pendiente para ser abordada en ulteriores investigaciones.

La creciente demanda en la atención de personas usuarias de drogas no puede entenderse por fuera de las complejas tramas que la vinculan con la pobreza y la exclusión social (Epele, 2010). En Argentina, la “llegada” del paco o residuo de pasta base de cocaína durante la década de 1990 y su estallido después de la llamada crisis del 2001 –como consecuencia de las políticas económicas neoliberales adoptadas- (Epele, 2008) dan cuenta de esa estrecha relación. Sin embargo, si bien en este país dicho vínculo guarda características particulares, no es un fenómeno limitado al territorio nacional. Zygmunt Bauman, en su libro Vidas desperdiciadas (2005), se refiere a la modernidad a partir de una de sus mayores consecuencias: la producción de basura. El progreso económico, el avance de la ciencia, las políticas neoliberales, el consumismo y la acumulación de recursos han llevado a una generación de desechos inédita en la historia de la humanidad. A pesar de ello, plásticos, metales y vidrios no son los únicos desperdicios concebidos masivamente en este tiempo histórico. A lo que Bauman específicamente se refiere es a la producción de residuos humanos o, más específicamente, seres humanos residuales, excedentes o superfluos. Esta es una “consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad. Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden y del progreso económico” (Bauman, 2005: 16).

Tal como sostiene líneas arriba un referente de la fazenda, la población que recurre a estos dispositivos presenta una llamativa homogeneidad vinculada a la clase social, franja etaria y objeto de consumo. En efecto, la condición de exclusión social está fuertemente vinculada con la oferta de servicio que estos dispositivos promueven basándose en el “rescate” de quienes no tienen otro lugar. Asimismo, debe tenerse en cuenta el hecho de que varios internos entrevistados resaltaron aspectos positivos de la internación principalmente vinculados a la posibilidad de aprender un oficio y a la grupalidad que se genera con los compañeros.

Que muchos chicos adictos o sus familias elijan estar un año o más internado en un dispositivo del que no se sabe nada, aislados, sin poder ver a su familiar habla muy mal de lo que los profesionales y el Estado estamos ofreciendo como servicio de salud. (Psicólogo, trabajador del Estado, especialista en consumo problemático de sustancias, 20/02/2020)

En este punto se puede empezar a avizorar una respuesta posible a la pregunta acerca de la existencia y expansión de las fazendas. Las comunidades terapéuticas religiosas se erigen en torno a la idea de pertenencia e inclusión a una grupalidad, en oposición a la exclusión y a la marginalidad vinculada al consumo de –algunas- drogas. La población internada en estos dispositivos puede pensarse en los términos que propone Bauman en tanto aquellas vidas desperdiciadas que habitan un espacio destinado para los menos que humanos (Agamben, 2006). Las fazendas trabajan, por lo tanto, poniendo en marcha un proceso de rescate o reciclaje de quienes la sociedad desecha y el Estado desatiende. Sin embargo, la práctica de internación en estas comunidades procede también a partir de una desatención, la de los saberes legitimados, los controles estatales, los vínculos afectivos y las normativas vigentes. En otros términos, mientras la sociedad y el Estado dejan por fuera del entramado social al consumidor de drogas, las fazendas, por su parte, intentan incluirlos, pero esta inclusión omite la referencia del Estado y los vínculos comunitarios, ofreciéndoles un lugar, un único lugar al que pertenecer.

Conclusión

Llegando al final del primer cuarto del siglo XXI, tal como se ha intentado exponer, las problemáticas vinculadas al consumo de drogas se encuentran firmemente posicionadas como uno de los grandes desafíos a enfrentar en materia de salud pública. Dentro de este campo convergen múltiples paradigmas, en ocasiones completamente opuestos, expresados a través de estrategias y acciones que intentan tratar y contener esta problemática. En Argentina, esta disputa se expresa en un sistema híbrido de normativas y prácticas que, pertenecientes a matrices ideológicas y teóricas de marcada oposición, encuentran en la Ley Nacional de Salud Mental y en la Ley de Drogas a sus exponentes legales.

A partir de las dificultades del Estado para garantizar una oferta de tratamiento -y la correspondiente accesibilidad al mismo- a la altura de la demanda, surgen en sus bordes dispositivos como las fazendas, que se sirven de la debilidad estatal para instalar modalidades de atención que desatienden conocimientos legitimados y normativas legales. Se genera entonces un doble movimiento en el que la prescindencia y la omisión se sitúan como eje: en primer lugar, el Estado y la sociedad prescinden de aquellos que Bauman nombra como vidas desperdiciadas, generando las condiciones para la instalación de dispositivos tales como las fazendas; estos, en segundo término, a partir de una suerte de rescate de quienes la sociedad desecha, actúan omitiendo, por un lado, la potestad regulatoria del Estado y, por el otro, los vínculos afectivos de las personas internas con sus comunidades.

El desafío, por lo tanto, rebasará la materialidad química de las sustancias para centrarse en las múltiples y complejas aristas que constituyen el problema. A pesar de que podría ejercerse control estatal sobre estos irregulares dispositivos, o modificar la legislación para dejar de criminalizar al usuario o, incluso, aumentar la oferta de tratamiento y mejorar la accesibilidad, el desafío, en última instancia, sigue siendo el de cómo incluir a aquellos que, hasta ahora, no han tenido un lugar.

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Notas

[1] Artículo recibido 08/03/2022. Aceptado 17/06/2022
[2] CONICET/UNT/UNLa

Correo electrónico: benjazar88@gmail.com

[3] El hospital Juan María Obarrio es un hospital psiquiátrico para varones ubicado en la ciudad de San Miguel de Tucumán.
[4] El centro Las Moritas es un centro residencial a puertas abiertas de rehabilitación y reinserción social para varones con consumo problemático de sustancias perteneciente al Sistema Provincial de Salud de Tucumán.
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