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Universidad, investigación y calidad: acercamiento crítico desde el pensamiento complejo
University, research and quality: critical approach to complex thinking
Ciencias Sociales Revista Multidisciplinaria, vol. 4, núm. 2, p. 67, 2022
Arkho Ediciones

Ciencias Sociales Revista Multidisciplinaria
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2683-6777
Periodicidad: Semestral
vol. 4, núm. 2, 2022

Recepción: 15 Diciembre 2022

Aprobación: 25 Febrero 2023

Publicación: 17 Marzo 2023

Resumen: En este artículo se ofrece una reflexión acerca de la calidad de la investigación en el ámbito de la educación superior. El objetivo principal es cuestionar los criterios de medición actualmente empleados, que provienen del sector empresarial e industrial, ya que resultan insuficientes y reduccionistas. Esto se observa, por ejemplo, en los indicadores impuestos por entes estatales, las métricas sobre el número de publicaciones y el concepto de los pares académicos. Por lo tanto, se propone un criterio más amplio, ligado a la redistribución de los resultados alcanzados, su impacto en el contexto y su capacidad para dinamizar el cambio social. Esta idea se sustenta en un postulado básico de la complejidad social y el pensamiento complejo, según el cual, todo sistema, en este caso la universidad, debe devolver algo al entorno en que se desenvuelve.

Palabras clave: pensamiento complejo, investigación, organización, calidad, entorno, sistema social.

Abstract: In this article a reflection about the quality of research in the field of higher education is offered. The main objective is to question the currently used measuring criteria, which come from the business and economic sphere, since they are insufficient and reductive. This is observed, for example, in the indicators imposed by state bodies, metrics on the number of publications and the concept of academic peers. Therefore, a broader criterion is proposed, linked to the redistribution of the achieved results, its impact on the context and its capacity to dynamize social change. This idea is based on a basic postulate of social complexity and complex thinking, according to which, every system, in this case the university, must give something back to the environment in which it develops.

Keywords: thinking complex, reserech, organization, quality, environment, social system.

Introducción

Pensamiento complejo, organización y comunicación

Una de las premisas básicas del pensamiento complejo es el principio sistémico, que exige considerar todas las dimensiones posibles de un “fenómeno” para evitar así interpretaciones sesgadas o reduccionistas en las que se procede por disyunción o reducción y, al final, se termina por separar arbitrariamente lo que debiera permanecer unido o se unifican y clasifican bajo un mismo rótulo conceptual elementos que, en realidad, son diversos y no guardan entre sí relación alguna. El principio sistémico impone el abordaje de las relaciones que se establecen entre los diferentes elementos de un todo y que dan lugar a algo más complejo que la simple sumatoria de sus partes: algo, en principio, impensable a partir de esa simple sumatoria de partes[1]. Al centrase en las interacciones y reacciones que se dan entre los diversos elementos que componen un todo, el principio sistémico formula una exigencia metodológica que obliga a dejar de lado el estudio de fenómenos aislados para, en su lugar, ocuparse de los sistemas que, a su vez, pueden ser definidos como formas de organización. En el pensamiento complejo ya no se estudian fenómenos, se estudian sistemas, interacciones, interrelaciones, etc.

Las diferentes vertientes de la complejidad desarrolladas a partir de la segunda mitad del siglo XX poseen algunos puntos de desencuentro que las tornan irreconciliables. Los presupuestos epistemológicos sobre los que operan la teoría general de sistemas, las ciencias de la complejidad, el pensamiento complejo y los enfoques holistas parecen llevarlas, en ocasiones, por direcciones diametralmente opuestas, antagónicas y hasta excluyentes. Pese a esas diferencias epistémicas y de enfoque, que en un primer acercamiento aparecen como irreconciliables, lo cierto es que las múltiples vertientes de la complejidad comparten un común denominador: una concepción de las organizaciones y sistemas –bien sean estos sociales o biológicos– como estructuras complejas, contextuales y en permanente proceso de adaptación, reelaboración, transformación y búsqueda de equilibrio (Luengo Gonzáles, 2018).

El pensamiento complejo renuncia así al abordaje de los fenómenos aislados para, en su lugar, dar paso, como objeto privilegiado de estudio, a los sistemas. Si en el párrafo anterior se han empleado las expresiones “organización” y “sistema” de forma indistinta y en relación de sinonimia, esto se debe a que, en últimas, todo sistema es siempre una forma de organización: todo sistema se encuentra integrado por el conjunto dinámico –cambiante y en movimiento– de relaciones e interacciones que se establecen entre los componentes o individuos. Todo sistema es una forma de organización; y toda organización es, en cierta forma, un sistema.

El concepto de organización ingresa a la complejidad gracias la obra de Bertalanffy, y lo hace en condición de categoría problemática. Esto debido a que no se presenta una definición strictu sensu. En la Teoría General de Sistemas tan solo se señala, de forma bastante escueta, que la organización, bien sea en el campo biológico o social, puede explicarse en términos de “… totalidad, crecimiento, diferenciación, orden jerárquico, dominancia, control, competencia, etcétera” (von Bertalanffy, 2001, p. 47).

La organización, con toda la carga semántica que el término conlleva, y que bien puede hacer referencia al lugar que los elementos ocupan al interior de un todo o a las actividades de cooperación regidas por reglas y destinadas a alcanzar una finalidad concreta, se ha convertido en uno de los grandes retos, casi un agujero negro, al interior del pensamiento complejo. En este sentido, Morin (2006, p. 387). se muestra escéptico frente a la posibilidad de ofrecer una definición de la organización al considerar que se trata de un concepto apenas entrevisto y que ha terminado por convertirse en una deuda para la teoría general de sistemas formulada por Bertalanfy (Morín, 1998, p. 51).

El escepticismo no le impide a Morin complementar la propuesta de Bertalanffy (2001) y señalar que la organización es también un proceso constante de reorganización en el que se debe conceder pleno peso y sentido al prefijo “re” y su carga semántica de repetición y religación. En toda organización es necesario re-petir, re-comenzar y re-novar los procesos a la par que se re-une –conecta–, por medio de la comunicación, todo aquello que de otra forma permanecería separado (Morin, 2006, p. 387). Morin se niega así a definir la organización, pero termina por reconocer que la misma solo es posible gracias a la comunicación. No existe organización sin comunicación.

En tanto conecta todo aquello que de otra forma permanecería por siempre separado, la comunicación pasa a desempeñar un papel central en las teorías sistémicas que buscan explicar los fenómenos sociales, sus mecanismos, procesos e interacciones intrasistémicas y extrasistémicas. Boulding (2007), pionero en la aplicación de la teoría general de sistemas a las ciencias humanas y la economía, define las organizaciones sociales como el “conjunto de roles, ligados entre sí por canales de comunicación (p. 113). Mientras que Luhmann (1998), por su parte, hace de la comunicación una llave maestra capaz de dar cuenta de todo fenómeno social.

La organización es el concepto clave de la sociología compleja y, por lo tanto, al analizar los sistema y subsistemas sociales, incluyendo dentro de estos las universidades, resulta de utilidad hacer uso del mismo. La sociología compleja debe considerar el intercambio que se da entre los sistemas y su medio. Si los sistemas vivos intercambian energía o materia con el medio ambiente en el que se desenvuelven, los sistemas y subsistemas sociales tienen como componente principal, como objeto privilegiado del intercambio, la comunicación, que se enfrenta, indefectiblemente, al principio de complejidad creciente, ocasionado por las ingentes cantidades de datos que se producen de forma cada vez más acelerada; y no podría ser de otra manera, nos encontramos en la denominada sociedad de la información. Esto obliga a las organizaciones, incluidas las universidades, a interactuar, comunicarse y establecer sinergias con otros sistemas y subsistemas sociales (Luengo González, 2018, pp. 44 y ss.).

A manera de ejemplo de lo anterior se debe señalar que en la actualidad a las universidades no solo les corresponde hacer investigación de calidad, también están en la obligación de divulgar –publicar– los hallazgos y resultados que se desprenden de esas investigaciones en un proceso que toma la forma de una comunicación dirigida, en principio, a la comunidad científica. Este doble proceso de investigación-comunicación se encuentra atravesado por una serie de interrelaciones que suelen incluir a los investigadores, la comunidad científica, los pares y editores académicos, las instancias gubernamentales que deciden qué y cómo investigar, las entidades públicas o privadas que financian las investigaciones, las realidades sociales que exigen priorizar determinadas temáticas de investigación mientras otras se dejan de lado, los campos de aplicación de un hallazgo determinado, las oficinas de patentes, las leyes sobre propiedad intelectual y derechos de autor, etcétera.

Por lo tanto, reflexionar en torno a la calidad de la investigación que se desarrolla en las universidades latinoamericanas a partir del pensamiento complejo exige considerar las distintas dimensiones contextuales: sus actores, el sistema universitario y sus subsistemas, los otros sistemas con que interactúa la universidad, la calidad y cantidad de comunicaciones que se emiten y, por supuesto, la ocurrencia de cambios abruptos e inesperados.

Las universidades latinoamericanas despliegan su actividad en un contexto social y económico en el que la investigación no ha hecho ni hace parte natural del paisaje. A diferencia de los países desarrollados, los países del sur global han carecido de procesos de industrialización que promuevan un desarrollo orgánico, tanto social como económico, de la actividad científica e investigativa. La investigación ingresa a las universidades latinoamericanas como una imposición estatal cuyas exigencias deben cumplirse al interior de procesos de acreditación altamente burocratizados.

La investigación no está en el origen de la universidad

Las primeras universidades, surgidas en el continente europeo a principios de la Baja Edad Media, tenían como principal finalidad la enseñanza en sentido estricto. Su objetivo era transmitir y conservar una serie de saberes que desde el mundo grecolatino se conocían bajo la denominación de artes liberales, germen de las modernas profesiones liberales, caracterizadas por su naturaleza intelectual y su antagonismo respecto de las actividades bajas o serviles, también conocidas estas últimas como artes menores, llevadas a cabo por esclavos, artesanos y demás trabajadores manuales.

Los saberes dignos de conservación y transmisión al interior del naciente espacio universitario medieval estaban determinados por una inveterada tradición que dictaba lo que debía enseñarse e indicaba lo que quedaba excluido del claustro. Lo que merecía ser enseñado se encontraba contenido dentro del trívium y el quadrivium: el primero comprendía las disciplinas ligadas a la retórica, el arte del buen decir y el buen redactar, mientras que el segundo se encontraba ligado a todo lo mensurable y comprendía la aritmética, la astronomía, la geometría y la música sacra. Se consolida así en la Edad Media la separación tajante entre humanidades y ciencias fundamentales. Separación que se prolongará hasta nuestros días y que solo empezará a ser cuestionada en el siglo XX a partir de conceptos como los de interdisciplina, transdisciplina o multidisciplina (Morin, 2015).

Sera necesario esperar hasta el advenimiento del siglo XVI para que en Italia el naciente movimiento humanista plantee la necesidad de actualizar y ampliar el trívium con el objetivo de convertirlo en studia humanitatis y, adicionalmente, reformar las universidades de corte escolástico, pues como bien señalan Chastel y Klein (1971): “El humanismo no se avenía bien con la fuerte tradición universitaria que había sido la gloria del mundo medieval” (p. 30). El humanismo exige nuevas instituciones formativas, distintas a la universidad medievales, y es por esta vía que emergen las universidades ligadas al ideario humanista y los colleges, que funcionan como instituciones paralelas de enseñanza que incluyen dentro de sus programas académicos nuevas asignaturas, entre ellas ética, política, teología, poesía y derecho. La reforma educativa trazada y ejecutada por los humanistas encontrará eco en la naciente burguesía, que aprovecha estratégicamente la situación para crear sus propias universidades y centros de formación –colleges– con el objetivo de acceder a títulos que les permitan apoderarse del gobierno, la justicia y, en general, la burocracia (Carañana, 2012, p. 24).

En las universidades humanistas y los colleges, cuyo surgimiento coincide con el fin de la Edad Media y la llegada del Renacimiento, la finalidad principal continúa siendo la enseñanza y, por lo tanto, no se muestra mayor interés por la investigación científica o la formación de hombres de ciencia. Bajo el influjo del ideario humanista, el modelo de hombre a formar sigue estrechamente ligado al trívium, cuyos límites han sido ensanchados más allá de los debates teológicos para dar paso a cuestiones literarias, éticas y políticas. El arquetipo del hombre a formar por la universidad humanista y los colleges es el burócrata que posee la triple condición de letrado, pedagogo y canciller: gran conocedor de las letras latinas, poseedor de un estilo de escritura preciosista, recargado y lleno de frases hechas; único capaz de enseñar a otros el arte del buen redactar; y, por último, hombre de acción que participa activamente en la vida política al ocupar los cargos de secretario, consejero o canciller (Chastel y Klein, 1971, p. 27).

El investigador, el hombre de ciencia y el creador de experimentos no fueron el modelo a formar por las universidades y colleges de la Edad Media y el Renacimiento. No obstante, sería erróneo creer que estos periodos históricos carecieron de ciencia, por el contrario, conocieron importantes avances en materia de óptica, astronomía y medicina. Avances que se dieron alrededor de las agremiaciones profesionales y las academias de ciencias subvencionadas generalmente por los Estados o eventualmente por mecenas particulares, pero no dentro de las universidades que, por siglos, permanecieron ajenas a la investigación científica y su divulgación.

Resulta entonces posible afirmar que, al menos en su origen, durante la Edad Media y el Renacimiento, la universidad no tiene dentro de sus funciones axiales promover la investigación, en tanto restringe su quehacer a la enseñanza –transmisión de ciertos saberes–. La configuración de las actuales universidades, llamadas a cumplir tres funciones principales –enseñanza, investigación y extensión– es característica y exclusiva del siglo XX y tiene entre sus causas fenómenos histórico, sociales y económicos como la Revolución Industrial, la Guerra Fría o la masificación de la educación superior, que serán determinantes para que en los países industrializados las universidades dejen de ser solo centros de enseñanza y se conviertan también en centros de investigación.

El aumento cuantitativo y cualitativo de las funciones que les corresponde desarrollar a las universidades a partir del siglo XX puede explicarse por medio del principio de complejidad creciente. Todos los sistemas sociales acumulan en su devenir histórico-temporal determinantes que emergen del contexto, se imponen y condicionan su existencia, estructura y funcionamiento. En consecuencia, las relaciones de las universidades con su entorno –sociedad y Estado– se hacen cada vez más complejas y demandantes, tanto en cantidad como en intensidad, así, por ejemplo, deben establecer un mayor número de sinergias con entidades estatales, centros de investigación u organizaciones sociales; a la par que se ven obligadas a trabajar con cantidades cada vez más ingentes de información que crecen de forma exponencial y cuya progresión está por ahora bastante lejos de encontrar un punto en el cual detenerse.

La universidad está lejos de ser una mónada leibniziana que pueda plegarse sobre sí, cortar los vasos comunicantes y aislarse del mundo exterior. Por el contrario, su historia se encuentra inscrita en la historia de la sociedad (Cfr. Morin, 2015) y sus suertes, de alguna manera, corren paralelas. Más allá de sus cuatro paredes y la metáfora sobre la torre de marfil, la universidad es un subsistema social que responde frente a los estímulos o exigencias que formulan otros sistemas y subsistemas sociales con los cuales, debido a su condición de sistema complejo y abierto, se ve obligada a interactuar: el Estado le exige mediante políticas públicas mayor calidad en materia de educación e investigación; la sociedad en pleno le exige, en razón del principio de responsabilidad social, un compromiso real y efectivo, además de soluciones, frente a problemáticas que parecen no dar espera –cambio climático, contaminación, desempleo, etc.–; la revolución tecnológica le exige dar el salto al mundo digital, actualizar saberes que se han tornado ya anacrónicos e incorporar nuevos objetivos misionales como la innovación o el emprendimiento, etc.

La investigación entra en la universidad

Será solo hasta la segunda mitad del siglo XX que la investigación adquiera un lugar dentro de las finalidades misionales que la universidad está llamada a desarrollar y que configuran su razón de ser: la primera es el aprendizaje –no la enseñanza–, que otorga el papel central al estudiante, a quien le corresponde aprender a aprender, y no ya solo conocimientos, sino también destrezas y valores (Gómez Junco, 1975, p. 1); la segunda, la investigación, circunscrita a los programas de posgrado –maestrías y doctorados– u otras actividades investigativas como las estancias posdoctorales; y, la tercera, la extensión universitaria, ligada al ya señalado principio de responsabilidad social, que se torna bifronte, en tanto demanda la adecuación o pertinencia de los programas ofertados frente a la realidad social de los contextos de formación y, adicionalmente, exige que la universidad ofrezca soluciones a problemas concretos que afectan a la comunidad (Gómez Junco, 1975, p. 2).

La incorporación de la investigación como uno de los objetivos misionales de la universidad en el siglo XX no estuvo exenta de álgidas polémicas y cuestionamientos, especialmente entre quienes veían en la transmisión de conocimientos, el adiestramiento profesional y la formación de “hombres cultos” las únicas tareas dignas por desarrollar. Un ejemplo bastante diciente de la férrea oposición que en su momento generó la posibilidad de convertir a las universidades en centros de investigación se encuentra en la obra de quien es considerado como uno de los pensadores más importantes del siglo XX:

No veo razón ninguna densa para que el hombre medio necesite ni deba ser un hombre científico. Consecuencia escandalosa: la ciencia, en su sentido propio (esto es, la investigación científica), no pertenece de una manera inmediata y constitutiva a las funciones primarias de la Universidad, ni tiene que ver sin más ni más con ellas. (Ortega y Gasset, 2007, p. 17)

El anterior ejemplo, se reitera, resulta significativo debido a que Ortega y Gasset se encontraba bastante lejos de ser un pedagogo retardatario o reaccionario. Por el contrario, sus ideas sobre la educación habían sido tomadas del movimiento ilustrado y, por lo tanto, se centraban no en los maestros o los saberes contenidos en el plan de estudios, sino en el estudiante y lo que este en realidad podía y debía aprender, las grandes disciplinas culturales: física, biología, historia, sociología y filosofía. A esto se debe sumar que las palabras de Ortega y Gasset se pronunciaron en la primera mitad del siglo XX, antes del surgimiento de las condiciones sociales que posibilitaron la transformación de la investigación en uno de los objetivos misionales de la universidad.

La inserción de la investigación en los ámbitos universitarios se encuentra estrechamente ligada a procesos de desarrollo tecnológico, social y económico que tuvieron lugar en los países industrializados, los cuales lograron capitalizar con creces los réditos de la Revolución Industrial a lo largo de los siglos XIX y XX. La Revolución Industrial genera un creciente interés por la investigación aplicada al desarrollo de los procesos productivos.

Lo anterior trajo consigo múltiples consecuencia, y entre ellas, la destinación de cuantiosos recursos privados de origen empresarial, y en algunos casos públicos, para la ejecución de investigaciones aplicadas; el aumento en la demanda y contratación de investigadores que trabajaban en áreas como la química o la física; la creación de laboratorios y centros de investigación privados que empiezan a generar recursos nada despreciables gracias a las patentes, la explotación comercial de sus descubrimientos y las aplicaciones derivadas de los mismos; en lo epistémico se debe considerar el surgimiento de dos nociones que vienen a representar, así sea en forma restringida, un verdadera revolución en la experimentación científica, se trata de los conceptos de reproductibilidad y repetibilidad (Portuondo Paisan y Portuondo Moret, 2010)[2].

Se considera que la investigación entra de lleno en las universidades norteamericanas hacia la segunda mitad del siglo XX, ligada a la carrera armamentística y espacial. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría, los Estados Unidos de Norteamérica destinan grandes cantidades de dinero para investigaciones relacionadas con la conquista del espacio exterior y la fabricación de armas de destrucción masiva (Gómez Junco, 1975, p. 5). Se crean así los primeros centros de investigación en las universidades norteamericanas, inicialmente conformados por profesores que pasaron a cumplir labores de investigación centradas en el desarrollo bélico gracias a la subvención proveniente de fondos públicos. Es en este contexto que el profesor se convierte en investigador, y no precisamente guiado por un afán altruista o por una finalidad que pueda ser considerada como loable.

Algunos académicos se unen a la carrera armamentística movidos por el oportunismo, la promesa del dinero y la posibilidad de ascenso, mientras que otros lo hacen llevados por sus convicciones patrióticas, el deseo de aportar a la humanidad y la creencia inamovible de estar del lado correcto de la historia (Broda, 1978). Durante el desarrollo de la Guerra Fría se hizo fluido el tránsito entre la enseñanza, la investigación y la administración política, esto permitió que muchos investigadores y académicos destacados pasaran a ocupar altos cargos en agencias gubernamentales de seguridad e inteligencia (Bozza, 2019).

La correlación existente entre la carrera armamentística y la investigación exige replantear la visión idealizada y romántica de la ciencia como saber altruista y desinteresado. Frente a este punto cobra relevancia, una vez más, el pensamiento crítico de Morín cuando señala que la ciencia es ambivalente, contiene dentro de sí el conocimiento y la manipulación. La capacidad de conducirnos al progreso o a la destrucción. Morín insistirá en que no es la política la que pervierta a la ciencia, sino que dentro de esta última están ya contenidos “conocimiento” y “manipulación” como caras inescindibles de un mismo proceso (Morin, 1998, pp. 79-80). El carácter ambivalente de la ciencia se hace especialmente evidente cuando se considera que la investigación entra de lleno en las universidades norteamericanas ligada a la carrera armamentística y espacial, momento en el cual se crean así los primeros centros de investigación, inicialmente conformados por profesores que pasaron a cumplir labores de investigación centradas en el desarrollo bélico gracias a la subvención proveniente de fondos públicos.

La calidad entra en la universidad

Como consecuencia de la Revolución Industrial se abandona la producción manufacturera y se da paso a la producción fabril, tecnificada y en masa. Es en este contexto que surge, al interior de los sectores empresariales e industriales, el concepto de calidad, aplicado a la transformación de materiales y la fabricación de productos. En su origen la calidad se liga a la capacidad de un producto o servicio para satisfacer las necesidades de los clientes o usuarios y se encuentra determinada, exclusivamente, por criterios económicos como la percepción del bien o servicio por parte de los usuarios, las exigencias del mercado, los valores añadidos en relación con otros productos similares y la durabilidad u obsolescencia.

Desde los sectores empresariales e industriales el concepto de calidad no tarda en extenderse a la casi totalidad de los ámbitos sociales y estatales encargados de la prestación de servicios, incluidos el sector sanitario, el sector justicia y el sector educativo, desde la educación básica hasta la educación superior posgradual (Castaño y García, 2012, p. 221). En un momento posterior, ya en la segunda mitad del siglo XX, se empezará a hablar de calidad educativa y, por supuesto, de calidad en la investigación que se realiza al interior de los claustros universitarios.

El debate sobre la calidad de la educación y la investigación surge hacia 1960, momento en el que cobran relevancia una serie de estudios y publicaciones ligadas a la sociología educativa de corte crítico en las cuales se señalaba que el papel de la escuela y la educación eran mínimos al momento de definir el futuro social y profesional de los estudiantes, ya que los factores verdaderamente significativos y determinantes eran extraescolares e incluían el entorno familiar, la pertenencia a una clase social o el bagaje cultural heredado (Coleman, 1979). Este cuestionamiento, denominado como “teoría de la reproducción” (Bourdieu y Passeron, 1977), venía a poner en tela de juicio la esencia misma de la educación y su capacidad para equilibrar las desigualdades sociales, pues lejos de ayudar a erradicarlas, el sistema educativo aparecía como destinado a perpetuarlas y enmascararlas.

Es a partir de la “teoría de la reproducción” que se intensifica el debate dirigido a determinar el significado de la expresión “educación de calidad”. Debate que, al final, termina con tres grandes conclusiones: la primera, relacionada con la imposibilidad de ofrecer una definición generalizable y de amplia aceptación sobre lo que debe entenderse por educación de calidad en razón de los contextos geográficos y sociales; la segunda, ligada a los condicionantes temporales de la definición. En este sentido, una definición de calidad educativa nos dice más sobre cómo se entienden la educación y la calidad en un momento histórico determinado –incluidos aspectos ideológicos–, que sobre lo que en realidad es la calidad educativa (cfr. UNESCO, 2005); la tercera, ligada a cierta forma del pensamiento crítico que pone en entredicho la posibilidad de trasladar el término calidad, tomado de los ámbitos empresariales e industriales, a los espacios formativos.

Se debe señalar que, si bien, desde 1960 hasta la fecha se han propuesto numerosas definiciones sobre lo que debe entenderse por calidad educativa, no existe una definición universalmente aceptada, ya que diferentes países, organizaciones y autores manejan conceptos disímiles y hasta encontrados (UNESCO, 2005). La inexistencia de una definición estándar no ha impedido que se señalen tres principios generales que, obligatoriamente, deberá incluir cualquier definición de calidad educativa: primero, relevancia de lo que se enseña y se aprende; segundo, la equidad en cuanto al acceso y los resultados; y, tercero, el adecuado cumplimiento de los derechos individuales (UNESCO, 2005).

En la actualidad el debate no gira en torno a la posibilidad de alcanzar consenso frente a lo que significa la calidad educativa. Se ha evitado la discusión de fondo mediante la adopción de criterios pragmáticos que la reducen al monitoreo de indicadores cuantificables que permiten determinar lo que aprenden los estudiantes, por ejemplo, las características del aprendiz, el contexto del aprendizaje, los insumos capacitadores, el proceso de enseñanza/aprendizaje y los resultados (UNESCO, 2005, p. 36). Algo similar ha ocurrido al aplicar el concepto de calidad a la investigación que se realiza en las universidades. Mediante criterios estrictamente pragmáticos, distintos entes gubernamentales han fijado ítems para su evaluación y cuantificación. Estos ítems se vinculan, grosso modo, a aspectos como la relación costo/beneficio, el impacto de las publicaciones, la evaluación permanente, las buenas prácticas o la correlación entre docencia, investigación y extensión o el número de patentes registradas.

Los criterios pragmáticos destinados a evaluar la calidad de la investigación que se lleva a cabo en las universidades latinoamericanas parecen ocultar la crisis de la universidad, el fracaso de las reformas educativas que se suceden unas tras otras y la incapacidad de generar modelos educativos llamados a propiciar una verdadera reforma en nuestra relación con el conocimiento. Ideas que son expresadas por Morin (2011) en los siguientes términos:

Es muy importante subrayar la necesidad de una reforma del conocimiento (…) el problema de la educación y el dela investigación se ven reducidos a términos cuantitativos: “más créditos, “más enseñantes”, “más informática”, etc. Con ello se enmascara la dificultad esencial que está en el origen del fracaso de todas las reformas sucesivas de la enseñanza; no se pueden reformar las instituciones sin haber reformado antes las mentes, pero no se pueden reformar las mentes sin antes no se han reformado las instituciones. (Morin, 2011, p. 147)

Ese “fracaso” del que habla Morin se ha hecho especialmente evidente en los procesos de acreditación de la calidad, incluida la calidad de la investigación. En un completo estudio adelantado por Martínez Iñiguez y otros (2017) se señala cómo el proceso de acreditación de la calidad ha terminado por convertirse al interior de muchas universidades en una práctica simulada en la que se hace uso de estratagemas bastante cuestionables que incluyen la publicación de conferencias y ponencias como resultados de investigación, con el objetivo de inflar la producción académica; el diligenciamiento de encuestas o listas de asistencia a eventos y actividades improvisadas; la contratación temporal de investigadores reconocidos con el objetivo de mejorar la calificación en aspectos relacionados con la cualificación de los recursos humanos; la omisión o adulteración de datos negativos que puedan incidir desfavorablemente en la calificación que otorgará el organismo acreditador.

En últimas, se trata de un estudio que logra poner en entredicho la objetividad de los procesos de acreditación de la calidad, que deviene para ciertas universidades en un acto simulado. Menos que investigar, lo que interesa es obtener la acreditación de calidad para emplearla como medio efectivo de mercadeo que permita captar un mayor número de estudiantes. Las universidades acreditadas adquieren una ventaja competitiva frente a las que carecen de acreditación y la calidad termina así reducida a un simple instrumento de mercadeo.

Si bien, parece factible responsabilizar de forma exclusiva a las universidades por este fenómeno, se debe entrar a considerar el impacto de las políticas públicas que apuntan a la mercantilización de la educación. Al trasladar el término “calidad” desde los ámbitos empresariales e industriales hacia los espacios educativos se mercantiliza la educación y, en consecuencia, la calidad de la educación queda reducida a un concepto político y económico que se decide e impone desde altos estamentos gubernamentales bajo una perspectiva reduccionista de costo/beneficio que, en la mayoría de casos, termina por convertirse en un obstáculo y afectar el trabajo de los educadores. Al aplicar esta última conclusión a la investigación que se desarrolla en los ámbitos universitarios surge un cuestionamiento adicional –más allá del reduccionismo costo/beneficio– en tanto que la planificación estatal de la investigación le quita espontaneidad y libertad al proceso investigativo (Muro et al., 2003).

Como no existe consenso sobre lo que significa o representa la educación de calidad, salvo que se acepten definiciones contextuales y situadas, tampoco resulta viable una definición sólida en torno a la investigación de calidad. En este sentido, una disciplina como la gestión de la calidad renuncia a la posibilidad de tal definición y se ocupa únicamente de la trazabilidad y la estandarización de los métodos, prácticas y procedimientos que permiten la obtención de resultados o productos de investigación, sin ocuparse de la calidad de la investigación en sí misma, tarea que ya queda exclusivamente en cabeza de los pares (Alonso Miguel, 2005).

Encargar a los pares académicos la labor de determinar lo qué es investigación de calidad en cada campo específico del saber es una idea que, en un primer momento, suena bastante bien; sin embargo, es también una posibilidad ingenua que desconoce el funcionamiento de las instituciones y organizaciones científicas. En el imaginario popular los científicos suelen aparecer como personas desinteresadas que sacrifican su vida para el lograr el avance de la ciencia y cosechar los frutos de esta para ponerlos al servicio de la humanidad. No obstante, la práctica real y concreta de la ciencia se encuentra bastante lejos de esta imagen idealizada. Según Toulmin (1977), la actividad científica se asemeja más a la lucha política por el poder que a un actividad desinteresada y altruista. En el desarrollo de la actividad científica se aprecian bandos enfrentados que buscan hacerse con el control del discurso, los temas y las prácticas de investigación al interior de cada institución y campo del saber, y al igual que en las pugnas políticas, aquí también se pueden observar grupos de presión, actividades de proselitismo, negociaciones y confabulaciones.

Uno de los elementos más empleados en la lucha por la adquisición y conservación del poder al interior de los campos de investigación son los denominados “textos estándar” (Toulmin, 1997, p. 281). En cada campo profesional se exige escribir sobre temáticas determinadas y de una manera también determinada –limitada–. Esta apropiación monopólica del discurso, que cusa su empobrecimiento, viene a ser la mejor forma para conservar el poder, transmitirlo e identificar a los bandos en contienda.

En síntesis, y para lo que interesa en este apartado, la calidad de la investigación científica que se desarrolla al interior de las universidades no puede ni debe medirse por indicadores –ítems– abstractos impuestos desde los entes gubernamentales y que, por regla general, atienden a intereses económicos transnacionales. Tampoco puede medirse por lo que determinen los pares académicos, en este sentido, la publicación de los resultados de una investigación no es prueba fiable de su calidad; no deben confundirse difusión o divulgación y calidad, pues son dos cosas completamente distintas e incluso contrapuestas, tal como lo muestran los casos de bulos científicos e imposturas intelectuales (Fritze, 2010).

Conclusiones

Los beneficios de realizar investigación científica al interior de las universidades son innegables. Estos se reflejan en el avance de la ciencia, la solución de problemas específicos y el perfeccionamiento de los procesos de enseñanza y aprendizaje (Ebauhg, 1975). Sin embargo, la politización y la burocratización de la investigación han limitado el concepto de calidad a una perspectiva pragmática e incluso reduccionista que se impone a partir de indicadores determinados por políticas públicas que responden a intereses externos a la ciencia y el conocimiento. Por ende, la ciencia ya no se enfoca en la democratización de sus resultados, la resolución de problemáticas o el mejoramiento de los procesos educativos.

Esto ha ocurrido como resultado de un largo proceso que se inicia en el siglo XIX y que ha conseguido trasladar la noción de "calidad" desde el ámbito empresarial e industrial hacia el educativo. El resultado no podía ser otro, la educación se ha mercantilizado y su calidad ha quedado restringida a un concepto político y económico, determinado y establecido por altos niveles gubernamentales a partir de una perspectiva de costo/beneficio. Esta afirmación resulta valida tanto para los países desarrollados como para los países en vías de desarrollo, aun cuando las consecuencias son por completo diferentes en cada uno de estos.

En los países desarrollados la inversión en investigación se encuentra estrechamente ligada a aplicaciones industriales, técnicas o militares, tal como ocurrió en los Estados Unidos de Norteamérica a mediados del siglo XX, donde la carrera armamentística y espacial desatada por la Guerra Fría hizo posible una gran inyección de capital público que fue a parar a centros universitarios que debieron establecer la separación profesional entre catedráticos e investigadores. En los países latinoamericanos ha ocurrido algo distinto, la baja inversión en investigación ha conducido a la sobreexplotación laboral del profesorado que se ve obligado a realizar a un mismo tiempo labores administrativas, de enseñanza y de investigación.

Lo anterior ha conducido, tal como lo muestra el estudio de Martínez Iñiguez y otros (2017), a que los procesos de acreditación de calidad, incluida aquí la calidad de la investigación, hayan terminado convertidos, al interior de muchas universidades, en prácticas simuladas. En consecuencia, resulta importante desconfiar de los indicadores y clasificaciones relacionadas con la cantidad y calidad de la investigación, especialmente si no señalan de forma clara su impacto en el contexto social o su contribución a la solución de problemáticas concretas.

A esta idea sobre la investigación como una actividad llamada a trascender el ámbito burocrático y universitario para demostrar su verdadero impacto en la sociedad se arriba al considerar a la universidad como un sistema o subsistema social inmerso en un contexto, tal como lo hace el pensamiento complejo, en consecuencia, es posible concluir que la calidad de la investigación debe ser evaluada de manera contextual en tanto que cada institución se desenvuelve en un contexto particular (Bernasconi, 2009).

La calidad de una investigación debe evaluarse principalmente según el impacto contextual de sus resultados o hallazgos. Esto quiere decir que la investigación debe devolver algo al contexto que la ha posibilitado. No debe medirse por indicadores impuestos por entes gubernamentales que atienden a intereses económicos ni por lo que determinen los pares académicos, pues la publicación no es prueba fiable de calidad.

La investigación de calidad es la que surge del contexto e impacta positivamente en el mismo, pues de lo contrario, no tiene razón de ser. Por lo tanto, una posible definición de calidad de la investigación debe centrase en su pertinencia, su capacidad para dinamizar el cambio social y la adecuada distribución de los hallazgos.

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Notas

1 Se puede citar, como ejemplo, la teoría sobre el origen de la vida expuesta por Oparin, que postula, grosso modo, el surgimiento de la totalidad de lo viviente sobre la Tierra a partir de las reacciones químicas desencadenadas por la radiación solar al entrar en contacto con elementos inertes como el hidrogeno, el metano y el amoniaco. No deja de ser paradójico, además de contraintuitivo, que a partir de lo inerte surja lo viviente.
2 Si bien, la reproductibilidad de los experimentos y la repetibilidad de los resultados obtenidos en la experimentación se mantienen dentro del paradigma clásico de la ciencia, que aspira al control y predicción en un mundo que se espera o se presupone funciona gracias al orden, la regularidad y la existencia de leyes invariables (Maldonado, 2016), no se puede desconocer que estos dos conceptos –reproductibilidad y repetibilidad– reconfiguraron lo que hasta entonces habían sido la comunidad científica y la divulgación de la ciencia.


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