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Planeación pública moderna y ciudadanía en México. Un análisis sociohistórico
Modern public planning and citizenship in Mexico. A sociohistorical analysis
Ciencias Sociales Revista Multidisciplinaria, vol. 4, núm. 1, p. 1, 2022
Arkho Ediciones

Ciencias Sociales Revista Multidisciplinaria
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2683-6777
Periodicidad: Semestral
vol. 4, núm. 1, 2022

Recepción: 17 Mayo 2022

Aprobación: 30 Junio 2022

Resumen: En el presente artículo se discuten algunas consecuencias de la planeación pública en la ciudadanía a partir de la modernidad, entendida como una construcción sociohistórica que produce formas para hacer y pensar lo político. Se sostiene que la modernidad fraguó las bases de la acción pública que aún permea en el encauzamiento de la ciudadanía en el proceso democrático actual. Para ello se revisaron los principales fundamentos normativos Constitucionales sobre la planeación pública nacional y sus más importantes reformas. La planeación, en tanto política del Estado moderno, se caracterizó por el despliegue de instrumentos de gobierno para tratar la complejidad de las ciudades. En este sentido, el ordenamiento territorial surgió como tecnología del Estado para instrumentar la acción pública de acuerdo con las características de las regiones en el país. Del análisis, se observaron en las principales reformas a la planeación algunas de las orientaciones de política, las cuales han generado débiles capacidades para que la ciudadanía se vincule efectivamente con el gobierno en la toma de decisiones públicas.

Palabras clave: planeación pública, modernidad, ciudadanía, reformas, México.

Abstract: This paper discusses some consequences of public planning on citizenship based on modernity, understood as a socio-historical construction that produces ways of doing and thinking politics. It is argued that modernity forged the foundations of public action that still permeates the channeling of citizenship in the current democratic process. To this end, the main Constitutional normative foundations on national public planning and its most important reforms were reviewed. Planning, as a policy of the modern State, was characterized by the deployment of government instruments to deal with the complexity of cities. In this sense, territorial planning emerged as a State technology to implement public action in accordance with the characteristics of the country's regions. From the analysis, some of the policy orientations were observed in the main planning reforms, which have generated weak capacities for the citizenry to effectively link with the government in public decision making.

Keywords: public planning, modernity, citizenship, reforms, Mexico.

Introducción

La modernidad en tanto concepto de las ciencias sociales, ha sido usado para referir grandes acontecimientos sociales de diversa índole (Robles, 2012) [1]. Es de algún modo un “paquete” de proyectos tanto de la economía, como de la política y la cultura (Pérez-Agote, 2017). Grosso modo, la modernidad implica una cultura que busca orientar a la acción pública desde el individuo, y su capacidad para construir su propia historia (Medina, 2020). En este trabajo usamos el concepto de modernidad como herramienta teórico-conceptual para referirnos a un conjunto de características que constituyen un paradigma influyente en la acción pública del Estado.

Se sostiene que la modernidad sentó las bases de actuación del Estado respecto del ejercicio de la ciudadanía democrática actual, por lo que el vínculo de la planeación pública establecido entre el gobierno y la sociedad para gobernar es síntoma representativo de cómo se configura este binomio.

La modernidad nos ayuda a rastrear cómo ha operado el Estado para conducir a la ciudadanía. Por tanto, el objetivo de este texto es analizar qué tipo de ciudadanía es la que ha moldeado el sistema de planeación pública en México. Para tal empresa, la metodología consistió en el análisis documental de los instrumentos normativos de planeación pública más influyentes en el país, así como algunas de sus más importantes reformas. Se revisó cómo es el vínculo particular establecido entre el gobierno y la ciudadanía para tomar parte de los asuntos públicos: el reconocimiento de ciertos tipos de instrumentos para participar, y su encauzamiento según las propias instituciones que diseña el Estado.

En la primera parte, se presenta la discusión teórico-conceptual sobre la planeación moderna, y sus implicaciones particulares en la forma de participar en los espacios públicos y en la vida pública. La política de planeación, en este sentido, ha sufrido dos grandes cambios. El primero referente a la necesidad de legislar el territorio y la población, traducido en tecnologías y técnicas del Estado para el control político y económico como el ordenamiento territorial. Posteriormente, este tratamiento se reconfiguró para afrontar la nueva realidad global de la economía y la política bajo un nuevo discurso universalista de desarrollo (Miguel et al, 2021).

En este mismo propósito, surge la democracia no sólo como un sistema político-electoral, sino hereda de la modernidad su campaña para plantear una reforma de Estado más amplia, promoviendo valores sobre cómo actuar y vincularse con el gobierno, formándose así un ethos y una moral pública como el ideal de la convivencia de la civilización actual (Arbona, 2008). Con la democracia, se buscó también crear instituciones democráticas que dieran sentido a las demandas ciudadanas. La discusión sobre cómo el Estado va adoptando sus instituciones para capturar las posturas ciudadanas sobre lo público, es también basamento de la planeación moderna en tanto paradigma de la acción pública (Lascoumes y Le Galés, 2014).

En la segunda parte, se examinan los efectos del sistema de planeación en la ciudadanía, mediante un análisis documental a las reformas más importantes en la materia. En esta sección se propone una visión que permite distinguir el interior de la modernidad en dos grandes etapas: la primera modernidad, y la segunda modernidad, o tardomodernidad. Desde el punto de vista de la planeación, la primera etapa reside esencialmente en el despliegue de normativas e instituciones justamente para la actividad de planear lo público. En la tardomodernidad hay un intento por conducir los intereses inmersos en la lógica de planeación pública democrática y sus efectos.

En este sentido, podría verse a esta distinción como un proceso gradual en el que se fue profundizando el sentido de la planeación desde el nivel jurídico-político, hasta el nivel técnico-administrativo, donde los resultados del ejercicio de planeación se complejizaron a partir de las propias dinámicas que enfrentó la democracia y la ciudadanía moderna.

Modernidad y ciudadanía

La Constitución de 1917 inició el tratamiento político de la ciudadanía moderna. En el documento podemos hallar cómo se fue orientando la participación y expresión política de la sociedad actual. La planeación pública es por definición la representación de la relación entre la ciudadanía y la racionalidad que el Estado mantiene para llevar a cabo sus funciones.[2]

Empero, uno de los problemas que devino con la racionalidad de la modernidad fue el incremento de la incertidumbre. Con la propuesta y campaña de la libertad del individuo, se consolidó un sistema de relaciones sociales estables que encontraban en la institucionalización y la burocratización los medios para acercarse formalmente a los canales de participación del Estado. Al respecto, Bauman añade que los enemigos de la modernidad fueron la contingencia, la diversidad, lo aleatorio, las anomalías, los cuales mermaron paradójicamente las libertades individuales (Bauman, 2004).

En este contexto, la obra de 1984 de Orwell cobraba sentido, pues planteaba como distopía una latente posibilidad: la pérdida total de la libertad a causa del sistema político, económico y/o social. En este tenor, Beck arguye que fue mediante el proceso de modernización industrial que la ciencia y la tecnología llevaron a la sociedad a un punto sin aparente retorno. El mejoramiento de las condiciones generales de vida fue opacado por los efectos de la transformación moderna, la contaminación, las crisis económicas, la inseguridad, las nuevas enfermedades, etc. constituyendo un modo de vida que distribuye riesgos más que libertades (Beck, 1998).

Para Giddens, este proceso trastocó la continuidad del espacio-tiempo; un “desanclaje” entre los sistemas sociales que cambiaron sus bases de las instituciones hacia sistemas “abstractos” en los que de alguna forma sólo se puede “fiar”. La fiabilidad de la modernidad es característica porque distingue a las sociedades modernas de las “tradicionales” (Giddens, 1994).

Así entonces, tanto lo aleatorio, como el riesgo y la fiabilidad son elementos que nos permiten aproximarnos a esta transformación de la modernidad, ya no ligada únicamente a sus contenidos económicos, sino convertida en un proyecto real de cambio profundo tanto en las instituciones como en la cultura de la sociedad.

Ello generó un primer quiebre entre los marcos valorativos e ideológicos, y las prácticas del Estado para vincularse con la sociedad y viceversa. Tanto la república como la democracia se fueron convirtiendo más en esquemas valorativos de referencia, que en programas de gobierno aplicables y aplicados (Pérez-Arados, 2013).

Dicho “desacoplamiento” implicó que las capacidades reales para planear, y la propia política democrática que se comenzaba a cristalizar en los sistemas de gobierno fueran separándose. Esta aparente “desconexión” entre la política democrática y la planeación apareció desde la primera parte del siglo XX, entre 1920 y 1960, luego de que se institucionalizaran varias de las primeras nociones sobre las necesidades básicas de las nuevas grandes ciudades en el país, y con ello la transformación en la morfología del territorio; la distribución de los asentamientos humanos que hasta entonces se caracterizaron por la fragmentación y atomización de sus caminos y espacios comunitarios, mientras la política de participación seguía partiendo del centro del país, concentrando tanto las dinámicas de la economía como de la política (Moctezuma, 2010).

En este período se publicaron, además, varias legislaciones secundarias que dejaban ver un interés por consolidar la fuerza política desde el centro en la planeación nacional. Se llevaron a cabo tanto el primero como el segundo plan sexenal con Cárdenas, por ejemplo. Además, se crearon instituciones como el Banco de México, así como las principales empresas públicas nacionales: comisión federal de electricidad, petróleos mexicanos, etc. y con ello la legitimación del control nacional del territorio y sus recursos a cargo del gobierno central. El primer instrumento formal específicamente de planeación se publicó en 1930, llamado Ley sobre Planeación General de la República. En ese documento se hablaba, grosso modo, sobre la intención de crear un plan nacional para el desarrollo, dividiendo al país en zonas estratégicas según su ubicación y recursos disponibles (Moctezuma, 2010).

Es decir, la racionalidad estatal se enfocaba en entender que la ubicación de los recursos territoriales opera como oportunidad o debilidad para la generación de desarrollo en tanto este se concebía como la estrategia moderna del Estado en la acción pública, aún sin muchas nociones sobre sus implicaciones políticas y económicas en las políticas y los programas públicos.

En ese momento, el crecimiento súbito de la población en las ciudades principales del país, provocado por el proceso de industrialización y migración campo-ciudad de la época (Garza, 2003),[3] se relacionó con el hecho de que las ciudades eran sede de las instituciones políticas de los poderes estatales y municipales, por lo que sólo en estas regiones se permitía la interlocución de las necesidades y demandas con la población, es decir, el espacio urbano pasó de ser sólo una espacialidad como fondo de la mayoría de las acciones sociales, a ocupar la función de representar simbólicamente los problemas de la conflictividad contenida en lo político de la sociedad moderna, y en la caracterización de la ciudadanía (Appadurai, 1996).

En este sentido, las ciudades son el locus de las demandas modernas de la ciudadanía; binomio que nace junto con el surgimiento de las grandes concentraciones de población (Tamayo, 2015). Dicho esto, el primer Plan Nacional de Desarrollo apareció en 1983, cuando se institucionalizó el Sistema Nacional de Planeación Democrática, un instrumento caracterizado por el reto que implicaba integrar “democráticamente” a una ciudadanía que al estar en constante dinámica demográfica, no comprendía en cierta medida su papel en la planeación.

Pese a ello, los modelos democráticos ya existentes planteaban la necesidad de desprenderse de la visión estrictamente jurista de la participación. Con la idea de la democracia deliberativa por ejemplo, Habermas demostró la importancia de la relación dialógica establecida sociedad-gobierno en las nuevas grandes ciudades. Según este planteamiento, la legitimidad de los gobiernos reside no necesariamente en el consenso de las mayorías, ni en los acuerdos “elitistas” de grupos de poder, sino en la posibilidad de debatir públicamente asuntos de interés común en un ambiente dotado de mecanismos e instituciones para lograr acuerdos y soluciones (Cuchumbé y Giraldo, 2013).

En la ciudad convergieron por primera vez distintos grupos sociales para dialogar acerca de sus condiciones y hacer efectivos sus derechos (Urabayén y León, 2020).[4] Se generó un estilo de participar entre el encuentro del imaginario popular sobre la política, y las ideas promocionadas por el liberalismo republicano, para luego pasar a la democracia en las ciudades.

Por lo tanto, el crecimiento de la población en los centros urbanos trajo consigo la necesidad de mejorar el sistema normativo institucional de la planeación. El ordenamiento territorial, bajo esta mirada, es una tecnología instrumental del Estado que como disciplina, logró que las instituciones se transformaran para comprender las diferentes realidades de los espacios que cambiaron desde la segunda mitad del siglo XX.

Los planes de ordenamiento territorial son muestra de la forma en que el Estado buscó solventar las necesidades de la ciudad, tanto para la infraestructura de servicios básicos, como de distribución de las zonas habitacionales respecto de los recursos naturales de los territorios (Miguel et al, 2021). El Estado distinguió en el ordenamiento una actividad más racionalista-tecnicista, mientras que a la planeación como más formalista-política, alentando en la práctica la ruptura en la acción pública y el tratamiento sobre la amplia diversidad del fenómeno urbano-metropolitano en nuestro país (González y Larralde, 2019).

En general, no debemos perder de vista que los nuevos caminos que se fueron abriendo para que la ciudadanía participe en la ciudad no fueron en estricto sentido concesiones del Estado, sino más bien una mezcla de largas luchas por la conquista de derechos que terminó por modificar la exacerbada verticalidad en el ejercicio del poder (Heater, 2007), y dirigirla hacia una aparente horizontalidad, permitiendo a los individuos tener la oportunidad de asir lo político en condiciones de mayor equidad, que hasta entonces sólo era facultad de quienes ostentaban el ejercicio del poder político, o quienes formaban grupos alrededor de este (Villareal, 2013).[5]

Gobernar sociedad/gobierno desde este proceso era una posibilidad que sugería la instauración de la democracia, pero que no ha logrado concretarse del todo por distintos factores, como la corrupción u otros fenómenos propios de la cultura (Monsiváis-Carrillo, 2020), la capacidad de los propios gobiernos para dar respuesta a las demandas de la población (Cantú, 2019), o la estrecha relación que guarda la democracia con la economía de la “clase media” (Fierro, 2015).

El más importante de esos factores fue el accionar del Estado, pues ante todas estas luchas tuvo que modificar paulatinamente su arquitectura institucional, y el diseño de los instrumentos con los que canalizaba la participación política (Klink, 2005).[6] Hubo dos grandes procesos que volvieron lento esta mutación. En primer lugar, la exacerbada centralización gubernamental, que no permitía “jugar” fuera del margen tanto de reconocimiento como de acción política del Estado.

La entrada de partidos al Congreso Federal fuera del oficialismo partidista en los años setenta es ejemplo esto.[7] Las luchas sociales se daban básicamente “fuera” de lo que quería “ver” el Estado (Garza, 2015). Por otra parte, quienes participaban bajo este modelo no eran los individuos conscientes que formulaba el discurso liberal, sino que eran las grandes organizaciones sociales y corporaciones paraestatales, las cuales propiciaban un acercamiento casi formal a la política (Orejudo et al, 2018).

Así entonces, la dualidad desarrollo-democracia que se fue generando dentro del proceso para la planeación pública moderna del Estado, conlleva a las “formas” que la ciudadanía adoptó para participar en la ciudad. El antecedente de la planeación moderna se relaciona con la traza urbana colonial, la cual era una fiel representación de la distinción de castas y la cultura política proveniente de la presidencia de la República, desde donde se promovían planeamientos con espacios sociales limitados al de las plazas públicas (Carbó, 2004). Es el nacimiento de lo público lo que caracterizó a las ciudades modernas y, por tanto, a las ciudadanías que concebían en lo público no sólo lo accesible, sino el punto de encuentro para el debate y la deliberación sobre temas de interés común, que formalmente consolidaron el interés sobre la influencia de las acciones desde el gobierno central, para ir incorporando dinámicas “desde fuera” como la participación de actores privados y la sociedad civil.

El discurso del desarrollo apareció justo después, en una “segunda modernidad”, modernidad tardía (o tardomodernidad) (Wagner, 2013)[8], donde el paquete de libertades cívicas/políticas se combinaron con el proyecto del Estado para cristalizar la protección de la propiedad privada del capital, por una parte, y el despliegue de lo que Giddens llama “futurología”, empresa del Estado que guarda un especial interés sobre las consecuencias del progreso (Giddens, 1994:44-45). En este sentido, el desarrollo funciona como una metáfora organicista sobre cómo “avanza” la sociedad hacia algún punto incierto, pero aparentemente “mejor”. El progreso es la idea que se ubica en el fondo del desarrollismo que el Estado planteó como finalidad de lo público (Enríquez, 2019).

La tardomodernidad contiene las acciones tendientes a la realización de aquellos ideales de libertad y conquista de derechos que caracterizaron a la Constitución de 1917, dando lugar a un nuevo orden político institucional, basado en la importancia del entramado de instituciones del Estado. La planeación para el desarrollo es, por tanto, la política sine qua non del Estado tardomoderno que aquí se plantea (Aguilar y Vieyra, 2009).

Uno de los momentos más importantes para la planeación del desarrollo en México se aproxima al año 1973, donde se llevó a cabo, entre otras reformas de la época; política, económica, etc., la reforma administrativa de descentralización fiscal más grande hasta ese entonces. En ella se brindaron mayores capacidades de gestión a los gobiernos locales, propiciando una mayor participación y al mismo tiempo una mayor complejidad en la movilización de recursos regionales y con ello, una mayor exigencia para la comunicación y coordinación entre las instituciones, actores sociales e instrumentos de política (Sánchez, 2015). A partir de la noción de desarrollo, se generó, por tanto, un mecanismo de vinculación desde el gobierno central hasta los gobiernos subnacionales, el cual podemos seguir con las reformas en materia de planeación contenidas en la Constitución Federal.

Análisis sobre las reformas en materia de planeación pública en México

Las reformas a los Arts. 25 y 26 referentes a esta actividad del Estado nos aproximan a los diferentes escenarios que han surgido desde el paradigma de la modernidad y tardomodernidad para tratar la relación que se plantea entre el Estado y la sociedad.

Ambos artículos han pasado por seis reformas desde 1983. Este año es clave porque aparecen los primeros instrumentos de planeación en el país.[9] En ese año se proponía el interés del Estado en el desarrollo, con énfasis en su participación en el ámbito económico. Se consideró que debían incluirse las “aspiraciones” de los diferentes grupos sociales en el diseño de las políticas y programas bajo la tutela de la Administración Pública Federal. Esto implicó que los temas siguieran los intereses que el propio gobierno identificaba y/o aprobaba, generando una creciente centralización-burocratización de las demandas sociales (Rosas et al, 2016; García, 2010).

Con la evolución de la economía mundial capitalista, los Estados volvieron a reconfigurar sus herramientas de control político y encauzamiento de las necesidades sociales hacia un modelo más “economicista” de la participación y la ciudadanía, en la que se concibió al ciudadano como el actor más cercano al ámbito local para poder participar (Martínez et al., 2015).[10] Esto resultó en que se formaran asimetrías entre la comunicación de la ciudadanía hacia los gobiernos locales respecto del gobierno central. En otros términos, los cambios producidos por la economía mundial, las crisis financieras y la extensión del modelo neoliberal en las administraciones públicas, fueron mermando las capacidades para que el Estado interviniera en la comprensión de las demandas sociales que iban surgiendo de las ciudades, por lo que fue más fácil brindar de facultades a los gobiernos locales, más cercanos a la población, para mantener la unión democrática que hace del ciudadano un agente importante para el proceso de desarrollo.

Empero, dadas las circunstancias de los gobiernos locales: escasa profesionalización en el servicio público, una alta politización de las estructuras técnico-burocráticas, y en general, escasas herramientas de gestión para el desarrollo, a los gobiernos locales les resultó una tarea casi imposible de sostener, por lo que la planeación para el desarrollo quedó dislocada entre el formalismo institucional, y las capacidades reales para llevar a cabo esta actividad (Gómez, 2017).

Fue hasta inicios de los años 2000, ya con el presidente Vicente Fox, que se propuso generar mecanismos específicos de participación que recogieran las demandas sociales y se integraran en los programas y políticas federales,[11] además de evaluar su progreso para revisar sus resultados. En suma, se tecnificaron los instrumentos de planeación, permitiendo la participación bajo ciertas condiciones, como el aumento de la efectividad y legitimidad de las políticas y programas implementados. Con este cambio ya se establece una base más o menos importante para la participación, pero aún existen márgenes que no permiten una mayor socialización de lo público, como los excesivos o confusos requisitos para ingresar y monitorear el desarrollo de un programa, o los necesarios conocimientos para poder entender cómo funcionan las instituciones (Uvalle, 2012).

En el siguiente período, 2013-2014, se modificaron las facultades del gobierno para impulsar el desarrollo, por medio de la posibilidad de que participaran otros actores tanto del sector social como del privado. Si bien en estricto sentido es una apertura de los canales para participar en los asuntos de interés público, esta reforma sirvió para acomodar la concesión del sector energético que promovió el gobierno de Peña Nieto, con múltiples efectos tanto en esa área de política pública; positivos como la generación de empleo en regiones específicas (Armenta et al, 2020), efectos negativos como el deterioro ambiental (Rousseau, 2020), así como de la percepción sobre el desempeño del gobierno en general.

En el período 2015-2016, el sentido de la planeación incorporó el interés por la estabilidad del sistema financiero y las finanzas públicas en todos todas las instituciones del país, mientras que se estableció a la Unidad de Medida Actualizable (UMA) como el indicador principal para todo el sistema de pagos y obligaciones fiscales. Es decir, con estas acciones se consolidaba la planeación nacional en tanto conjunto coordinado de instituciones no sólo en materia de políticas sociales y económicas para el desarrollo, sino también en la forma de administrar y gestionar las finanzas públicas, vistas ahora como una realidad entrelazada e interdependiente.

Las últimas reformas Constitucionales a estos artículos se publicaron en los años de 2016 y 2017, en las cuales encontramos la obligatoriedad de todas las autoridades en la planeación para el desarrollo según todas las características reformadas y añadidas. Además de que estas acciones en materia fiscal y financiera nacional estén basadas en información consolidada y oficial, dotado por cada institución del país en lo que se llama Sistema Nacional de Información Estadística y Geografía, el cual ya existía, pero es hasta este año que adquiere un carácter oficial para todas las autoridades del país (Tabla 2).


Tabla 2. Reformas a los Artículos 25 y 26 Constitucionales en materia de planeación pública

Fuente: Elaboración propia con información del sitio de la Cámara de Diputados.

En general, las reformas Constitucionales en materia de planeación pública han buscado “perfeccionar” los instrumentos de participación de actores privados en las políticas y programas públicos, a pesar de que se incorporaron también mecanismos para la deliberación pública de la ciudadanía en general. Ello refleja de algún modo que la planeación no ha logrado conciliar el tema del desarrollo con la democracia. Mientras el primer término se relaciona con el estado de la economía y las condiciones sociales básicas (servicios públicos, educación, salud, etc.), el segundo remite a las capacidades de la ciudadanía para incorporarse a la dinámica de las instituciones del Estado.

Conclusiones

El Estado es una maquinaria institucional que ha transformado históricamente sus capacidades y herramientas para el control de lo público. La modernidad se instauró en la acción pública como un paradigma que inició con el reconocimiento formal de la población y con ello de todo lo social. En la planeación, la modernidad se reflejó con el interés por el estudio del territorio y la distribución de los elementos que lo conforman. El ordenamiento territorial es una disciplina que surgió para entender las diferencias en los espacios regionales, pero terminó por difuminar sus herramientas de ejecución entre los diversos intereses del Estado, y la influencia de otros actores en el proceso de planeación, poniendo en tela de juicio la idea de que permea en la planeación una aparente racionalidad casi lineal en los procesos de diseño y ejecución de las políticas y programas públicos.

En un segundo momento, la modernidad se consolidó en los marcos legales: aparecieron instituciones y mecanismos específicos para conducir no solamente la racionalidad del Estado para planear lo público, sino también para promover un modo de vida social que permitiera el ejercicio de la ciudadanía, es decir la democracia.

Empero, los cambios en la arquitectura institucional de la planeación no han logrado conciliar el propósito de la democracia con el desarrollo. El interés del Estado para que la ciudadanía vaya cristalizando su participación en las decisiones públicas parece ser un proyecto que ha producido más debilidades que fortalezas. La ciudadanía en este escenario, es un espacio de constante luchas sociales para acceder a derechos (Tamayo y Navarro, 2021; Berríos y García, 2018).

En suma, los instrumentos de planeación con los que cuenta el Estado no generan los resultados esperados por el proyecto democrático moderno (García, 2020). La ciudadanía genera expresiones particulares (Levi et al, 2019) susceptibles de análisis ad hoc. Con el ejercicio de la ciudadanía en dicho panorama, se han ido alentando prácticas al margen de participación (Gutiérrez, 2017), compatibles o no con el proyecto de la modernidad.

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Tamayo, S. (2015). Espacios y proyectos de ciudadanía. La disputa por las ciudades. Espacialidades, Revista de temas contemporáneos sobre lugares, política y cultura, 5(2), 6-37.

Urabayén, J. y León, J. (2020). Los movimientos sociales latinoamericanos como nuevas formas de democracia. Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, 22(43), pp. 77-96.

Uvalle, R. (2012). La administración pública en los imperativos de la gobernanza democrática. Convergencia, 19(60), pp. 111-144.

Villareal, H. (2013). Roderic Ai Camp: El reclutamiento político en México. Metapolítica, 17(83), 50-54.

Wagner, P. (2013). Redefiniciones de la modernidad. Revista de Sociología, 28, 9-27.

Notas

1 El trabajo es resultado del proyecto de investigación para obtener el grado como Maestro en Planeación y Desarrollo Regional por El Colegio del Estado de Hidalgo.
2 Con la planeación pública observamos el entrelazamiento del Estado y los actores que se disputan la hegemonía del diseño de la agenda pública (cf. Enríquez, 2019).
3 Para ello véase el estudio realizado por Garza (2003) donde observa que a partir del cambio en el modelo económico que favorecía la industrialización en nuestro país, el interés por desarrollar la ciudad llevó a que el centro de la política resida en esos espacios.
4 Una manera de comprender la dinámica de los movimientos sociales tanto en Latinoamérica como en México es a través del tipo de espacialidad rural/urbana desde donde tiene lugar su epicentro. Durante la primera mitad del siglo XX hay una preponderancia de los movimientos sociales rurales, en nuestro país producto de la época posrevolucionaria y la lucha por el territorio. Luego hay un ascenso de lo urbano y por tanto de los movimientos para reivindicar o hacer efectivos derechos que tienen lugar en tal escenario (Urabayén y León, 2020).
5 Véase por ejemplo el estudio clásico sobre la “camarillas” en toda la obra de Roderic Ai Camp, quien para analizar cómo funcionaba el proceso de selección de gobernantes en el México posrevolucionario, creó esa categoría desde donde concibió a la dinámica de acceso al poder bajo una lógica de socialización de la política (Villareal, 2013).
6 Al menos en el caso de Latinoamérica, las distintas reformas políticas en materia de planeación democrática para el desarrollo reconocen la falta de coordinación intragubernamental para ejecutar políticas y programas. Tales discrepancias dentro de los propios gobiernos flexibilizaron los límites compartidos de acción entre gobiernos locales y federales. Así, la metrópolis adquirió mayor relevancia al ser, por definición, un espacio de coordinación y comunicación entre lo local y lo nacional (Klink, 2005).
7 En 1977 por primera vez se permitía la participación de otros partidos políticos en la integración de la Cámara de Diputados Federales vía el principio de representación proporcional, disminuyendo la ratio necesaria del porcentaje de votación para acceder a un escaño. Formalmente con esta reforma la transición política en nuestro país se fue abriendo paso hasta que los partidos ganaran terreno para que en el 2000 obtuviera la presidencia de la República el Partido Acción Nacional (PAN) con Vicente Fox.
8 Sobre esta subdivisión meramente histórica, se hace referencia únicamente con el propósito de distinguir algunas de las particularidades al interior de la modernidad, pero no se abandona la noción sobre sus efectos e implicaciones en tanto paradigma unitario que orientó al Estado para construir un vínculo particular con la sociedad (cf. Wagner, 2013).
9 Si bien existieron instrumentos de planeación desde el gobierno de Cárdenas, fue con el gobierno de Miguel de la Madrid que se realiza el primer Plan Nacional de Desarrollo 1983-1988 en el marco de la creación del Sistema Nacional de Planeación Democrática y una nueva Ley de Planeación creada ese mismo año.
10 Ejemplo de ello es en materia ecológica, pues la colaboración de diferentes tipos de actores: políticos, académicos y de la sociedad civil para la elaboración de ordenamientos y planes ha sido fundamental y en algunos casos satisfactorio para comprender las múltiples dinámicas del aprovechamiento de los recursos del territorio (Martínez et al., 2015).
11 Se crearon diversos organismos autónomos como el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI ahora INAI), que funcionan como intermediarios entre las instituciones del gobierno y la sociedad, recogiendo demandas y vigilando el correcto ejercicio de derechos.


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