Dossier
Recepción: 15 abril 2024
Aprobación: 05 junio 2024
Publicación: 30 agosto 2024
Resumen: El propósito de este artículo es abordar, mediante la combinación de escalas de análisis, el contexto agronómico, la circulación de saberes y las prácticas profesionales dentro de ese ámbito disciplinar en Argentina entre las décadas de 1930 y 1980. Pero el conjunto es solo una parte, ya que también se estudia el caso del ingeniero agrónomo Guillermo Covas, quien se posicionó como uno de los referentes en la conservación del suelo en el país y en el exterior. De este modo, se revisan las percepciones de los actores en cuanto a su profesión, las autocríticas respecto de la vinculación con el sector rural y las coordenadas transnacionales con las que se identificaba la agronomía argentina. En el período en cuestión ocurrieron cambios importantes y, lejos de considerar a Covas una aguja en un pajar, su caso asume características singulares, pero estas no se logran observar sin atender a las dinámicas académicas y las problemáticas ambientales en una región concreta del país. Lo macro y lo micro se conjugan aquí para explicar, a través de la historia del conocimiento, la circulación de especialistas y plantas, así como también ciertas particularidades del habitus entre los ingenieros agrónomos.
Palabras clave: Historia del conocimiento, ciencia, ingeniería agronómica, erosión del suelo, profesión.
Abstract: The purpose of this article is to address, through a combination of scales of analysis, the agronomic context, the circulation of knowledge and professional practices within this discipline in Argentina between the 1930s and 1980s. But the whole is only a part of it, since the case of the agronomist Guillermo Covas, who positioned himself as one of the referents in soil conservation in the country and abroad, is also studied. In this way, the perceptions of the actors regarding their profession, the self-criticism regarding the link with the rural sector and the transnational coordinates with which Argentine agronomy was identified are reviewed. Important changes occurred in the period in question and, far from considering Covas as a needle in a haystack, his case takes on unique characteristics. But these cannot be observed without paying attention to the academic dynamics and environmental problems in a specific region of the country. Macro and micro come together here to explain, through the history of knowledge, the circulation of specialists and plants, as well as certain particularities of the habitus among agronomists.
Keywords: History of knowledge, science, agronomic engineering, soil erosion, profession.
Introducción
Es bastante usual escuchar la expresión “una aguja en un pajar” cuando se hace referencia a algo que resulta difícil de encontrar, ya sea por inhallable o porque se presenta tan poco significativo (debido a su tamaño, por lo general) que se pierde en la espesura de la hierba, en este caso. Aquí la empleamos para tratar de explicar un itinerario profesional, el del ingeniero agrónomo Guillermo Covas, pero sin perder de vista en ningún momento el contexto agronómico general del país. Ello es, los posicionamientos de sus colegas en ámbitos institucionales y en instancias de toma de decisiones, las autopercepciones sobre el perfil que debía ofrecer la formación en materia agronómica, las problemáticas productivas que incidían en determinadas regiones del país e impulsaban el desarrollo del conocimiento respecto de ciertas temáticas, así como también el rol de saberes trasnacionales en las propuestas esbozadas y en las iniciativas disciplinares de estos ingenieros agrónomos. Es decir, aquí se pretende jugar con las escalas a la manera de Jacques Revel (2015) y Bernard Lepetit (2015), sin privilegiar lo micro por sobre lo macro, ni viceversa. Esto favorecerá un abordaje centrado en la producción de conocimiento agronómico en Argentina entre las décadas de 1930 y 1980, un período temporal considerable que explica la trayectoria de Covas, pero también las de otros profesionales que, al igual que él, desarrollaron tareas académicas y generaron aportes científicos orientados al agro.
¿Por qué resulta original esta propuesta? Para responder al interrogante, vale la pena señalar al menos tres cuestiones relevantes. En primer lugar, debido a que se enfoca la problemática desde la historia del conocimiento (que recientemente ha suscitado el interés de la historiografía en Argentina),[1] sin descuidar por ello los aportes realizados por las investigaciones sobre el papel de los ingenieros agrónomos en la generación de propuestas para el agro (Girbal-Blacha, 1992; Graciano, 1998), los estudios sociales del Estado y sus contribuciones para (re)pensar las categorías de intelectuales, profesionales y expertos,[2] los análisis que revisaron el perfil de los ingenieros agrónomos en la agricultura argentina de fines del siglo XX (Grosso y Albaladejo, 2009), así como las diversas líneas de indagación que se detuvieron (sin coincidir necesariamente en criterios teóricos y metodológicos) en el lugar que ocuparon estos especialistas en el ámbito académico y en la consolidación de áreas de estudio en el campo agronómico (Vessuri, 2005; Gárgano, 2016; Graciano y Martocci, 2021).
En segundo lugar, porque la apuesta en este trabajo pretende complementar las miradas existentes sobre estos actores y bregar por un análisis que privilegie la construcción del objeto de estudio a partir de diferentes escalas de observación para alcanzar una trama explicativa más densa. En tal sentido, por momentos primará lo global y en otros predominará lo local; de modo que combinaremos una mirada general sobre la agronomía en Argentina (que incluya las referencias internacionales de los propios actores) y un abordaje situado de un itinerario que resulta ilustrativo de un problema general por el que atravesó la disciplina en el período en estudio. Como señala Revel (2015: 44), esto nos permitirá “pasar de una historia a otra”: de una historia más anclada en aspectos institucionales a otra que focalice en las prácticas y percepciones de esos profesionales; incluso de los enfoques hagiográficos en lo que refiere al desarrollo científico a otros que posibiliten el abordaje de la circulación trasnacional de saberes, tema que concitó la atención de las ciencias sociales (Salvatore, 2007; Bacolla y Caravaca, 2017) pero que aún carece en Argentina de análisis centrados en el rol de ingenieros agrónomos en ese sentido.[3] Eso habilitará el planteo de vasos comunicantes con la historia del agro, cuyos aportes fueron vitales para abordar a dichos perfiles profesionales, como así también con la historia de la ciencia, una de las “tribus vecinas” más cercana a la historia del conocimiento, tal como indica Peter Burke (2017: 25).
En tercer lugar, pero no menos importante, es auspiciosa la perspectiva debido a que se traduce en la conformación de un corpus documental con potencial en términos heurísticos. Conjugamos fuentes que provienen de diferentes ámbitos de intervención de los ingenieros agrónomos: textos institucionales, discursos de carácter público, informes técnicos, notas publicadas en revistas especializadas y medios de prensa, información sobre congresos nacionales e internacionales de agronomía, escritos autobiográficos inéditos y memorias éditas de ingenieros agrónomos, así como el legajo personal de uno de los primeros profesores de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de La Pampa.
A continuación abordaremos, en primera instancia, la manera en la que se autopercibían estos profesionales, sus demandas al Estado y los posicionamientos respecto de los productores entre las postrimerías de la década de 1920 y la de 1950. En segunda instancia, se focaliza la atención en los cuestionamientos que emergieron en el campo agronómico al promediar el siglo XX, especialmente en el decenio de 1960, entre los cuales la (des)vinculación con el agro en la etapa formativa de los ingenieros agrónomos y las coordenadas internacionales en las que se referenciaba la agronomía argentina adquirieron una relevancia central. En tercera instancia, el análisis se concentra en la trayectoria de un ingeniero agrónomo graduado en 1936 que se convirtió en un referente de la conservación del suelo en Argentina, cuyo itinerario muestra aspectos no siempre observados por quienes estudian el período de la llamada Revolución Verde. Esta escala de análisis resalta el paso de un profesional de laboratorio a tareas asociadas con la búsqueda de soluciones a los problemas de la región semiárida, pero además coloca en un primer plano la importancia de la circulación de saberes en aquellos procesos de producción de conocimiento.
La agronomía en Argentina: entre la consolidación de un estatus social y el momento de la autocrítica
La historiografía demostró desde hace algunas décadas que la consolidación de un campo agronómico en Argentina fue un proceso gestado en los albores del siglo XX, pero que se remontaba a fines del siglo XIX, con un rol relevante de las Facultades de Agronomía en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Plata (Graciano, 2001), pero también que existieron instituciones previas de enorme importancia en materia de formación de recursos humanos con orientación agropecuaria (Di Filippo, 1984). Los graduados de esas instituciones no solo se integraron a la burocracia estatal, sino que además generaron conocimientos y propuestas concretas destinadas a mejorar la producción agrícola, un rubro clave de la economía argentina en esa época (Girbal-Blacha, 1992; Graciano, 1998). Ese proceso, signado por el arribo de graduados de las universidades y otros centros formativos al Ministerio de Agricultura de la Nación (MAN), se corresponde con un activo desempeño del Estado argentino en lo que respecta a la puesta en funcionamiento de organismos públicos destinados a la promoción de la innovación agraria, a las iniciativas de extensión agropecuaria y al mejoramiento de la producción primaria en un país cuya economía dependía en esencia de la actividad rural (Djenderedjian, 2019).
No obstante, a pesar de que muchos ingenieros agrónomos ocupaban espacios expectantes en el MAN hacia las postrimerías de la década de 1920, existían al parecer reclamos desde esos sectores profesionales en lo que refiere al estatus social que detentaban, un aspecto que fue largamente reclamado por quienes se desempeñaban en materia agronómica. Y eso no es extraño, ya que ha sido demostrado también en otros lugares del mundo que la conformación de una elite técnica orientada a mejorar la producción agropecuaria forma parte de un proceso de largo aliento, cuyos resultados no son inmediatos (Pan Montojo, 2005). Por mencionar un ejemplo relevante para abordar el caso de Argentina, cabe destacar el planteo realizado en 1927 por el ingeniero agrónomo Saturnino Zemborain en el marco del Congreso Rioplatense de Ingeniería Agronómica que tuvo lugar a fines del mes de agosto de ese año en Montevideo (Uruguay). Allí, el presidente de la delegación argentina, que además era presidente del Centro Argentino de Ingenieros Agrónomos (CAIA), afirmaba:
Es pueril creer que estamos encasillados en conceptos y prejuicios que nos alejan del trabajador; es a él que queremos llegar, que debemos llegar, por todos los medios a nuestro alcance, unidos y apoyados; con la autoridad que nos debe dar la “autoridad”. No puede pretenderse llenemos este programa solos. […] Necesitamos de la instrucción agrícola en todas sus formas, en todos sus grados; la primaria, secundaria, superior.[4]
En definitiva, sintetizaba el orador, era necesario prestigiar a los profesionales “dándole medios”, y era claro que interpelaba a las autoridades nacionales en un doble movimiento: debían otorgarles legitimidad para poder llegar a las personas que poblaban el agro y, a su vez, reclamaba el fomento de la enseñanza agrícola en todos los niveles educativos. Según Zemborain, la obra de los ingenieros agrónomos en Argentina era “vasta”, y por eso mismo “ponderable y digna de toda consideración y respeto”. Estos profesionales, según sus palabras, debían ser reconocidos por “haber seguido estudios de una carrera sin arraigo” en el país, al punto que “hasta hace poco, el agrónomo, era un simple sembrador de papas”. En efecto, argumentaba diciendo que habían intervenido concretamente en la dirección de escuelas con orientación agraria, en numerosas estaciones experimentales del MAN, en estudios de genética y en el asesoramiento como agrónomos regionales del MAN. Pero era preciso, agregaba, “reglamentar la profesión” para reclamar “lo que justamente nos corresponde”, puesto que eso permitiría que los jóvenes se dediquen “a los estudios agronómicos, tan útiles y necesarios al país” y sepan que una vez egresados “tendrán no solo recompensa moral, sino también económica”.[5] Para decirlo en palabras de Pierre Bourdieu (2007: 108), lo que Zemborain le reclamaba al Estado era mayor capital simbólico, ya que era “la sede por antonomasia de la concentración y del ejercicio del poder simbólico” y el ámbito desde el cual se podían inculcar principios duraderos en el plano social. Cabe recordar que ese planteo el ingeniero agrónomo lo realizó en el marco de un evento que reunió a destacados especialistas de ambas orillas del Plata, entre los que se encontraban en la delegación de Argentina Carlos A. Lizer y Trelles, Gustavo J. Fischer, Tomás Amadeo, Carlos Girola, Roberto J. Urta y Carlos G. Frers, entre otros.
Pero no fue Zemborain el único que se expidió al respecto en esa oportunidad; otros ingenieros agrónomos argentinos hicieron referencia a temas vinculados con su profesión. Por caso, Urta enfatizaba mucho en el carácter científico de la agronomía con estas palabras:
La agronomía no es un empirismo, la agronomía es ciencia de hechos y de realizaciones científicas. En los pocos años que cuenta nuestra profesión, muchos menos de los que en verdad son, si nos comparamos con las naciones del viejo continente, sólo hemos tenido tiempo de observar las necesidades y enumerar los problemas; hemos trazado recién las líneas generales cuyo desarrollo es necesario llevar a cabo, para realizar obra definitiva y fecunda.[6]
En su opinión, la disciplina requería “llevar sus ideas y sus proyectos a los laboratorios, a los campos de experimentación, a los claustros de sus facultades” y por eso era una ciencia que exigía “prudencia y paciencia”. Sin embargo, él insistía también en que pocas profesiones tenían “un carácter más localista que la agronomía”, ya que las experiencias realizadas en un lugar no eran aplicables a uno distinto de manera directa. Y la comparaba con otras:
El médico, el abogado, el arquitecto, llenan sus estudios profesionales de un conjunto de nociones y conceptos adaptables a todos los países del mundo, y las experiencias, las normas, las teorías concebidas en un continente son casi siempre aplicables en los otros; pero, con la agronomía, ¡cuán distinto es![7]
Es decir, la agronomía siempre exigía una experiencia local, situación que en países como Argentina revestía mucha importancia porque era “la única” profesión que podía colaborar con la “obra de acrecentamiento de la riqueza nacional”. Por tal razón, la ingeniería agronómica era “la profesión del porvenir” para Urta, quien cerró su intervención con estas palabras:
Ni se curarán las crisis con teorías, ni se modernizarán los métodos con empirismos: sólo un camino llevará nuestra producción al lugar que necesita para su defensa permanente y para su verdadero encauzamiento económico, y ese camino es la ciencia, y esa ciencia es la agronomía. La agronomía es ciencia, y como ciencia natural es experiencia; y es profundamente equivocado el concepto de que la agronomía es teoría.[8]
Se puede advertir que el criterio “empirista” (asociado en el discurso de actores como estos con la experiencia o “saber hacer” del productor) merecía el reproche de los ingenieros agrónomos. Pero para revertir ese accionar no bastaba con el cambio en la actitud de los agricultores, ya que además era necesario que desde el Estado se jerarquizara la profesión. En tal sentido argumentaba Frers durante su disertación, y lo hacía con estas palabras:
Admitamos, señores, que hasta hace pocos años, la necesidad no obligaba a la masa de trabajadores rurales a buscar, en procedimientos más racionales, la compensación a sus desvelos; […] reinaba la abundancia, y el progreso de estas naciones asombró a sus propios hijos. […] Es necesario llevar a nuestras poblaciones rurales y urbanas, y sobre todo a nuestras clases dirigentes, al convencimiento de que la carrera de ingeniero agrónomo es una de las más nobles, de las más dignas de toda clase de merecimientos y de las más acreedoras a los mayores estímulos, porque ella pone a quienes le dedican sus afanes, frente a frente con la obra de la Naturaleza y en lucha tenaz y constante con sus elementos fundamentales.[9]
El planteo de Frers dejaba en claro que sin la elevación del estatus profesional era difícil cumplir el cometido que se proponían sus pares, a quienes concebía como “misioneros del progreso rural” que debían conquistar las conciencias de los agricultores para que entendieran que “las lecciones de la experiencia” eran respetables, pero que sin el auxilio de la ciencia la “rutina estancadora” lograría apoderarse de sus explotaciones. En definitiva, a lo que apuntaba Frers era a que la ingeniería agronómica debía alcanzar “el lugar de primacía que nos corresponde dentro de las profesiones liberales”, puesto que era una “carrera de patricios” cuyos logros beneficiaban “hasta a los más lejanos pobladores de nuestras tierras”.[10] Es interesante resaltar que estos discursos se realizaron en un evento auspiciado por los gobiernos de Uruguay y Argentina, con lo cual es evidente que los delegados oficiales escucharon los reclamos de estos profesionales.
Pero esta situación no se planteaba solo en el ámbito reducido de un evento al que asistían colegas de distintos países. También se puede observar en un texto mediante el cual la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) promocionaba la carrera en 1930. Como introducción incluían un discurso previo de Alejandro Botto que comenzaba así:
No sería equivocado afirmar que una elevadísima proporción de personas, aun de aquellas dotadas de una discreta cultura, desconoce no sólo los conceptos básicos en que descansan nuestros estudios, sinó que hasta ignora la finalidad económico-social que ellos persiguen. […] Afortunadamente la situación ya ha cambiado; el esfuerzo inteligente de muchos colegas, la tesonera perseverancia de muchos agrónomos que actúan en los diversos medios con un cariño profesional envidiable, las conquistas realizadas en el concepto público de los más decididos, etc., ha hecho que esa opinión o desconcepto por nuestro título se tornara un tanto más favorable.[11]
En otras palabras, aunque muchos ingenieros agrónomos habían conquistado cargos destacados en la administración pública, en ámbitos legislativos, en los ministerios y en diversas agencias técnicas, según Botto el “concepto social que por su ilustración le correspondía” era solo “un tanto” diferente al que reinaba en el común de la sociedad previamente.[12] Al mismo tiempo, este ingeniero agrónomo insistía en que, para dimensionar en su justa medida el valor de la enseñanza agronómica, no bastaba con analizar solo la situación argentina. Había que tomar el ejemplo de países que habían llevado a cabo medidas en ese sentido para resolver sus problemas económicos, entre los que incluía a Inglaterra, Italia, Alemania, Dinamarca, Francia y Bélgica, por citar a los más referenciados. Instaba entonces a las autoridades locales a utilizar “toda esa sabia experiencia” para encauzar a la juventud “en estos estudios y sanas disciplinas”. Pero el gobierno no solo debía fomentar esta formación profesional, según Botto; también debía hacer de los servicios agronómicos “una función de Estado”. Al respecto, un punto clave era fortalecer las capacidades del MAN a partir de un mayor presupuesto y el incremento de sus recursos humanos en el territorio argentino.[13] El espejo en el que se miraba Botto, en esta intervención, era el de los países de una Europa afectada por la Gran Guerra, desde luego, pero también de aquellos que tenían trayectoria destacada en materia agronómica, en general, y en el despliegue de instituciones orientadas a la formación de especialistas orientados al agro, en particular.
Es indiscutible que los ingenieros agrónomos graduados en centros académicos de Argentina ocuparon espacios importantes en las agencias estatales durante los primeros decenios del siglo XX, inclusive alcanzaron posiciones relevantes en el MAN. Es decir, no podría decirse que la ingeniería agronómica argentina fue una “profesión fallida” a inicios del siglo XX, como se ha planteado por caso en España para caracterizar el despliegue de la disciplina entre las décadas de 1850 y 1870, etapa en la que los ingenieros agrónomos lograron insertarse como docentes pero tuvieron una limitada presencia en las instancias estatales, lo que redujo notablemente su reconocimiento social (Pan Montojo, 2019: 178-179). Por ejemplo, si enfocamos una de las ramas disciplinares en Argentina, como la genética vegetal, quedan demostrados los logros obtenidos entre las décadas de 1920 y 1930. Ello incluía la creación de institutos universitarios y la formación de especialistas locales que permitieron la emergencia de un saber de Estado específico y oficialmente valorado (Graciano, 2017). Además, la fitotecnia estatal se consolidó mediante el aporte de genetistas extranjeros (alemanes, ingleses y norteamericanos) y de estancias de ingenieros agrónomos locales en centros experimentales de países como Italia, Alemania y Estados Unidos; eso permitió que en las décadas de 1930 y 1940 la temática adquiriera relevancia en proyectos legislativos y debates parlamentarios, así como también que un grupo de especialistas argentinos se consolidara como burocracia técnica del MAN (Graciano, 2023).
Sin embargo, si nos detenemos en las percepciones de los propios ingenieros agrónomos, queda claro que no estaban conformes con el estatus social y la jerarquía profesional que detentaban. Por eso, sin lugar a duda, en Montevideo los especialistas argentinos hicieron hincapié en el carácter científico de la agronomía y en el valor que tenía como conocimiento generado “localmente. (a partir de ensayos sofisticados que se prolongaban en el tiempo), aspecto este último que, según vimos en sus argumentos, era bien diferente al de profesiones como medicina o abogacía, que entre las décadas de 1910 y 1950 tuvieron (a diferencia, justamente, de la ingeniería agronómica) un notorio peso cuantitativo en la matrícula de las universidades de Buenos Aires y La Plata (Buchbinder, 2005: 88-90 y 159-161; Vilella, 2005: 45-71). Incluso Pedro Marotta, decano de la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la UBA, señaló en su discurso en el acto de colación de 1938 que todavía en el MAN había servicios técnicos que funcionaban sin ingenieros agrónomos; e irónicamente afirmó: “como si pudieran existir nosocomios o tribunales sin médicos o abogados”. Para revertir eso, los instaba a los graduados a crear una “conciencia profesional” y a luchar por la reglamentación de la ingeniería agronómica, casi como “soldados de esa causa”.[14]
Pero esta disconformidad respecto de cómo se concebía a la profesión, o acaso el acotado reconocimiento que le adjudicaban a la agronomía en determinados sectores de la sociedad, se puede detectar en las memorias y autobiografías de ingenieros agrónomos que hicieron sus carreras universitarias durante las décadas de 1920 y 1930. Un caso es el de Juan Carlos Lassalle, quien obtuvo su título de ingeniero agrónomo en la UBA en 1930. En un texto autobiográfico, escrito décadas después, afirmaba que a comienzos del decenio de 1930 ser ingeniero agrónomo no otorgaba “prestigio”; él lo expresaba en estos términos:
La insignificancia popular de nuestro título se explica con la siguiente anécdota: Supongamos una presentación. –¿No se conocen? Le presento aquí al Ingeniero… […] –Mucho gusto en conocerle, ¿es Ud. Ingeniero Civil? […] –No, no, yo soy Ingeniero Agrónomo. […] –¡Ah…! […] Por no decir ¡Bah!.”.[15]
Otro ejemplo es el de Horacio Giberti, que ingresó a la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la UBA en 1937. Según recordaba, la mayoría de las personas que cursaban con él no tenían relación directa con el campo (excepto 10 o 15 compañeros cuyas familias tenían explotaciones), pero además para 1942, cuando obtuvo su título e ingresó a trabajar en el MAN, la profesión estaba “desprestigiada”.[16]
Giberti se detiene en otro aspecto que no es menor y resulta vital para pensar la percepción de algunos agricultores respecto de estos profesionales. En su relato, no dudaba en afirmar que a ellos en la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la UBA también le solían enseñar “cosas de practicones”, es decir, una suerte de receta sobre lo que debían hacer ante determinadas situaciones. Y añadía: “Pero las razones de por qué se sembraba en tal fecha y no en otra, qué factores podían influir durante el desarrollo del cultivo para producir más o para que hubiera un mayor rendimiento, no formaban parte del aprendizaje”.[17] Además de cuestionar la escasa calificación de algunos profesores, entre los que excluía por ejemplo a los ingenieros agrónomos Lorenzo Parodi y Teófilo V. Barañao, Giberti reflexiona en primera persona sobre las carencias en su formación, y lo hace en estos términos: “Durante mucho tiempo, yo estuve convencido de que la principal deficiencia de la carrera agronómica era que no teníamos práctica. Después con el tiempo comprendí que era al revés, faltaba teoría. […] El error nuestro entonces era que pensábamos que la formación tenía que ser más práctica y menos teórica”.[18] Fue Barañao, según Giberti, quien le demostró que el déficit en la formación era teórico. Y esto que señala el ingeniero agrónomo tenía consecuencias, una de las cuales planteaba con estas palabras:
A los agrónomos nos rechazaban todos los chacareros, porque decían ‘¿Qué me van a enseñar a mí que hace veinte años que siembro?’. Y tenían razón, porque nosotros no les podíamos transmitir nada nuevo. El chacarero sabía igual o mejor que nosotros en qué fecha le convenía sembrar y por qué, si le convenía arar una o dos veces, y cuándo iba a cosechar, en qué momento y por qué. […] Por aquellos años, los chacareros trabajaban en función de la experiencia adquirida porque además la evolución técnica era mucho más lenta que ahora. […] Aquel conocimiento empírico cumplía un cierto rol ‘pseudo-teórico’”.[19]
Esto Giberti lo trasladaba, a su vez, a la reflexión sobre su experiencia inicial como inspector de semillas del MAN, actividad que desarrollo entre 1942 y 1945. Para decirlo con su expresión, “con lo poco que sabía me largaron al campo” y así “me encontré con un montón de cosas que desconocía”.[20] Esta situación lo llevó, por ejemplo, a hacer un “papelón” con el ingeniero agrónomo Enrique Klein (de origen alemán, quien trabajó en Uruguay y se instaló en 1919 en Argentina, donde fundó un importante semillero) porque no pudo calcular de manera rápida y eficaz el rendimiento de un cultivo de centeno.[21] Puede que la falta de entrenamiento le hubiera jugado en contra a Giberti, e incluso que sus saberes académicos se desvanecieran ante la opinión de un destacado colega como Klein; pero es difícil sostener que ningún agricultor escuchaba las recomendaciones de los agrónomos. Lo que sí queda claro en el planteo del ingeniero agrónomo es que los agricultores se apoyaban en su experientia, y en consecuencia sus conocimientos coexistían y, a su vez, podían entrar en conflicto con los de los profesionales. Esto denota el carácter plural del conocimiento, lo que según Burke (2017: 23) se manifiesta por ejemplo en ciertas lenguas, como el alemán, en palabras que diferencian el conocimiento derivado de la experiencia (Erkenntnis) del que es académico (Wissenschaft).
Parece muy convincente, de acuerdo con el planteo de Giberti, que aún en la década de 1940 algunos productores no encontraban justificación para las tareas de ciertos especialistas. Y no era el único que lo planteaba. Ello es evidente en el relato de Alberto Soriano, uno de los graduados de la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la UBA que, en 1957, accedió por concurso público a una cátedra importante de la carrera: en su caso, a la materia Fisiología Vegetal y Fitogeografía. Él formaba parte de una nueva camada de profesionales que ocuparon espacios importantes en esa unidad académica, a los que se sumaban Domingo Cozzo, que accedió a la cátedra de Silvicultura, y Jorge Molina, quien concursó Agricultura General y desarrolló una labor importante de extensión[22] (Vilella, 2005: 114-121). A diferencia de los otros dos, Soriano realizó sus primeros trabajos de investigación en el área de la botánica taxonómica, y su principal referencia fue el ingeniero agrónomo Lorenzo Parodi. Él egresó en 1942, y el estudio de las Quenopodiáceas nativas lo llevó a recorrer la Patagonia argentina durante décadas, inicialmente como becario de la Asociación Argentina para el Avance del Conocimiento. Comenzó esos viajes en la década de 1940, que fueron rememorados por él mucho tiempo después en su texto Andanzas de un ecólogo en la Patagonia.[23] Allí relata, por ejemplo, cuál era la percepción del administrador (y su esposa) en una de las estancias en las que paraba durante sus viajes patagónicos respecto de sus actividades. Lo recuerda en estos términos:
Varias veces, durante aquellas visitas, los Ross [apellido de la familia del administrador] me hicieron preguntas sobre qué era lo que hacía. Se daban cuenta que ni las ovejas ni la lana, que era lo que en realidad importaba en las estancias, me interesaban demasiado. Por otra parte, creo que percibían claramente la diferencia entre mis excursiones y las de los visitantes-turistas. A mis explicaciones ellos no agregaban comentarios, pero quedaba en el aire que mi interés por los ‘pastos’ no les parecía una ocupación seria, a lo más un pasatiempo, o un hobby. Fue en una de mis últimas visitas cuando, en la sobremesa, el señor Ross se quedó mirándome durante un rato, como buscando la forma acertada para una pregunta y por fin me dijo: -Alberto, ¿qué vas a hacer cuando seas grande?.[24]
Es elocuente el relato: no lo confundían a Soriano con un turista, sin embargo esa pareja que vivía en la estancia y se dedicaba a la cría de ovinos tampoco lograba dilucidar cuál era el objetivo de estudiar “pastos”. La botánica taxonómica era, al parecer, una tarea que bien podía realizar un joven; pero no era concebida como un trabajo digno para una persona adulta. En otro pasaje del relato, este ingeniero agrónomo reconoce que varias personas en la Patagonia tenían una actitud similar, ya que no “tomaban en serio” su actividad como botánico:
También a sus ojos, mi ocupación era una chifladura para la que yo había conseguido el apoyo de parte de modernos mecenas. No veían la menor conexión entre esa chifladura y la empresa lanera dentro de la cual ellos representaban piezas importantes y genuinas. Seguramente que buena parte de la responsabilidad era mía, por no haber podido transmitirles el sentido de esa conexión. Pero si en alguna ocasión yo amagaba inmiscuirme en cuestiones relativas al manejo de tal o cual potrero, vinculándolas al estado en que encontraba la vegetación y el suelo, el trato cambiaba rápidamente. Del tono cordial con que se tolera al chiflado pasaban al admonitorio con que se previene al intruso.[25]
Las de Giberti y Soriano eran opiniones de quienes se formaron como ingenieros agrónomos en la UBA durante las décadas de 1930 y 1940. La indiferencia de algunos habitantes rurales respecto de sus perfiles profesionales era un punto en común, pero no opinaban en el mismo sentido respecto de las carencias en términos formativos. El primero de ellos era, retrospectivamente, más crítico en ese sentido. Pero en la década de 1950 había voces que también se expedían respecto del vínculo entre ingenieros agrónomos y productores. Un ejemplo es el de Andrés Ringuelet, ingeniero agrónomo graduado en la UNLP en 1935.
En 1956, este último planteaba sin rodeos, en una conferencia ante sus pares luego publicada en Ingeniería Agronómica (la revista del CAIA), que el “homus urbanus” (sic) desconocía muchos aspectos del ambiente rural. Allí reconstruía los fundamentos para una cultura agraria argentina y señalaba, entre otras cosas, que el “cuadro exclusivo del hacer agrícola” (resultado de la yuxtaposición de tres hábitats: natural, económico y social) no se comprendía sin tener en cuenta dos cuestiones. Primero, que el cambio en el agro estaba sujeto a la dinámica de la naturaleza, o a lo que él llamaba “esclavitud cósmica”, que provocaba “otro tipo de cultura”. Segundo, que además del vínculo geográfico y afectivo que por lo general ligaba al poblador rural a un determinado terruño, en el agro existía “un determinismo más complejo surgido de la actividad biológica del productor”. De esta manera, no era lo mismo pensar estos lazos para un productor de trigo que hacerlo para uno que cultivaba maíz o algodón, según ejemplificaba.[26] Claramente, estas opiniones de Ringuelet eran la excepción y no la regla en el ámbito agronómico argentino de ese momento, sin dudas debido a su particular formación, que lo llevaba a citar en el curso de dicha conferencia a autores como Immanuel Kant, Esteban Echeverría, Alejandro Korn, Bernardo Canal Feijóo y Bronislaw Malinowski.[27] Pasaría un tiempo hasta que la autocrítica calara hondo en el ámbito agronómico nacional. Pero cuando eso ocurrió, no obstante, la relación entre profesionales y productores y el perfil de los ingenieros agrónomos pasaron a ocupar el centro de la escena. Ello, a su vez, implicó revisar sus prácticas en instancias formativas (que cumplían un rol central en la conformación del habitus) y las coordenadas internacionales en las que se referenciaban los integrantes del “campo” agronómico en Argentina, aspectos que se abordarán en el siguiente apartado.
La desvinculación del medio rural como problema
En 1956 el ingeniero agrónomo Emilio Ringuelet, que era primo de Andrés, hacía un racconto de la historia de los estudios agronómicos superiores en el país, en el marco del 73° aniversario de sus inicios y del cincuentenario de la fundación del CAIA. Allí resaltaba la incidencia de Eduardo Olivera, que según decía había sido el primer agrónomo argentino, diplomado en Grignon (Francia), en especial por su iniciativa a nivel legislativo para crear un Instituto Agrícola, propuesta que fue sancionada en septiembre de 1868. Al remontarse a la segunda mitad del siglo XIX, destacaba también la contratación de profesores franceses y belgas para trabajar en el Instituto Agronómico Veterinario Santa Catalina; pero para dar cuenta de la injerencia europea (especialmente francesa) en la agronomía local mencionaba a personalidades concretas, que iban desde Alejandro Eribout a Lucien Hauman.[28]
Mientras que las referencias europeas persistían en ciertos ámbitos, algunas cosas se habían modificado para ese entonces en la autopercepción de estos profesionales, y lo señalaban quienes habían vivido etapas previas. Por caso, en 1956 el reconocido Carlos A. Lizer y Trelles afirmaba que la agronomía era “aporreada hasta no hace mucho por la incomprensión del pueblo y, ¿por qué no decirlo?, hasta por las propias autoridades gubernativas”, quienes miraban a la Facultad de Agronomía y Veterinaria como “la cenicienta” de la universidad. En cambio, aseveraba, “hoy en día ya no hay quien pregunte: ¿en qué se ocupan los ingenieros agrónomos?.[29] Lo propio hacía Luis A. Foulon, ingeniero agrónomo graduado en la UBA en 1923, quien al abordar la situación de la enseñanza agronómica hacia 1956 planteó aspectos “discutibles”, según decía, para “provocar su debate”. Al analizar “las raíces” de postulados que sugerían la deficiencia de esa enseñanza, observó que había quienes cuestionaban la orientación de los graduados, y se detenía en lo siguiente:
Entre los cargos que con mayor frecuencia se repiten, figura la tendencia de los egresados de las distintas Facultades de Agronomía a permanecer en la ciudad, transformándose en burócratas intranscendentes, que desperdician sus conocimientos en la práctica de tareas carentes de contenido técnico.[30]
Y a continuación, agregaba que era justo afirmar que “salvo raras excepciones, nuestras facultades no brindan al egresado lo que más necesitaría para ejercer su profesión dignamente: su identificación con el medio rural”. Es por eso que era necesario fomentar en el estudiante “la formación de una conciencia rural”, lo que le permitiría, según su expresión, “interpretar científicamente” el “libro abierto que el campo le ofrece con solo contemplarlo”. Para ello, era vital que el agrónomo terminara su formación en el campo, al igual que el médico lo hacía en el hospital. Bastaba con que los dos últimos años de la carrera se desarrollaran en dicho espacio bajo un régimen de internado. Foulon no creía necesario ampliar los argumentos en favor de esa solución, ya que Estados Unidos ofrecía “ejemplos elocuentes de sus ventajas, a pesar de que la mayor parte de los alumnos que cursan estudios en los colegios de agricultura [de ese país], provienen de las propias granjas”, a diferencia de lo que sucedía a veces en Argentina.[31]
En el marco de estos diversos planteamientos, que iban del encumbramiento de la carrera hasta sus más fuertes falencias, entre las postrimerías de la década de 1950 y la siguiente se dieron cambios en el ámbito agronómico que incidieron, al parecer, en algunas concepciones de los propios profesionales. Ya es sabido que entre 1931 y 1958 la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la UBA estuvo marcada por la discontinuidad en la gestión académica, situación que no impidió que creciera el número de inscriptos en la carrera. El decanato de Pedro Marotta que tuvo lugar entre 1936 y 1940 se caracterizó por el crecimiento institucional y el desarrollo de institutos que impulsaron las actividades de investigación.[32] No obstante, a partir de 1943, y hasta 1958, sobrevino un período marcado por la inestabilidad en el que se desplegaron trece gestiones institucionales, muchas de las cuales en calidad de intervenciones. Casi al concluir esa etapa, en 1957, tuvo lugar una modificación en la orientación de los estudios (con cambios en el plan de la carrera) y el ingreso de jóvenes docentes, como ya señalamos, a cátedras importantes de la Facultad (Vilella, 2005: 85-121). Uno de ellos fue el ingeniero agrónomo Jorge Molina, quien durante la década siguiente planteó una dura crítica respecto de la formación académica, que por cierto reconocía un antecedente en el planteo que revisamos de Foulon. Al igual que Molina, lo hizo Walter Kugler, un destacado profesional con mucha trayectoria como técnico estatal y que ocupó el cargo de secretario de Agricultura y Ganadería de la Nación durante la presidencia de Arturo Illia. Un importante profesor de la UBA y un ex funcionario del gobierno llevaron a cabo, de manera individual y sin vinculaciones aparentes, planteos que se centraban en las falencias del perfil profesional y en las acciones para subsanarlas. Veamos brevemente qué advertían.
En el caso de Kugler, un ingeniero agrónomo con experiencia en el ámbito estatal y como funcionario nacional,[33] manifestó sus opiniones sobre las limitaciones de la formación agronómica en un libro -bastante citado- que escribió luego de su desempeño en la Secretaría de Agricultura y Ganadería nacional, cuyo título fue Meridiano Agrícola Argentino y se publicó en 1968. Allí, en varias oportunidades retomó cuestiones que se relacionaban con dichas falencias. Al comenzar el libro, advertía que por mucho tiempo la Secretaría mencionada tuvo que afrontar la falta de conocimientos sobre diversos aspectos relacionados con la producción agropecuaria, como la comercialización y la conservación de los recursos renovables. Pero en materia de economía y sociología rural, añadía, la “orfandad” era aún más preocupante.[34] Esto último para él no era una cuestión menor, y por eso la concebía como una grave deficiencia en la formación profesional de los ingenieros agrónomos. Era “dramática” la falta de información sobre distintos indicadores económicos para cualquier funcionario de gobierno, y recién luego de la creación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) se habían capacitado especialistas en las ramas de dicha disciplina y se insertaron en agencias de esa institución.[35] Pero si se pretendía el “análisis amplio” de la actividad agropecuaria, tampoco se podía descuidar la sociología rural. Por eso afirmaba:
Si hemos de movilizar al elemento humano dedicado o vinculado a las actividades rurales para que las promueva y asuma su defensa, es evidente la necesidad de saber cómo actúa, cómo piensa, cómo reacciona, cuáles son sus motivaciones, en qué medida y por que medios pueden ser influenciadas, cuál es el nivel cultural de la población, la estructura de la familia, la relación de dependencia con la tierra que explota y trabaja, etc., etc.[36]
La sociología rural ofrecía conocimientos básicos que le permitían al ingeniero agrónomo comprender mejor a las personas con las que interactuaba en el agro, razón por la cual Kugler creía que era un saber que debía brindarse en la carrera universitaria. Para suplir esa carencia, él mismo acudía en ese libro a otra ciencia social: la Historia. Citaba allí el libro de James Scobie[37] para apoyar algunos de sus argumentos: por ejemplo, recuperaba la idea de que Argentina no tenía una conciencia agraria para enfatizar en que el país era agrario pero la mentalidad de la población era “profundamente urbana”.[38]
Ahora bien, esa no era la única crítica de Kugler sobre la formación agronómica. También se detenía en las características de la enseñanza agropecuaria, y para eso se remontaba al siglo XIX. La escasa disponibilidad de “técnicos” limitaba el desarrollo agrícola y la discontinuidad en las políticas para ese tipo de enseñanza explicaba, según él, el “atraso tecnológico en relación al de otros países”. Pero el foco del cuestionamiento lo ponía en cómo habían sido concebidas muchas de esas instituciones:
En el caso de nuestras Facultades de Agronomía y Veterinaria, debemos señalar que ha incidido negativamente la forma en que fueron estructuradas. Su desvinculación con el medio rural que subsiste hasta el presente, es la causa de nuestros defectos de formación profesional que a la postre se traduce en nuestro atraso tecnológico. […] Nuestras facultades fueron estructuradas fundamentalmente sobre esquemas europeos, en particular el francés, ubicándoselas en centros urbanos sin mayor vinculación con la producción y su comunidad. Fueron dedicadas casi exclusivamente a la enseñanza y si realizaron investigación, lo hicieron en apoyo y en función de la misma. Desvinculadas de la producción, no percibieron claramente los problemas de nuestra agricultura, no pudiendo asumir la responsabilidad de guiar el desarrollo agrícola y preparar nuestros técnicos con el bagaje de conocimientos adecuados.[39]
La “desvinculación” con el medio rural constituía un punto central en el planteo de Kugler; si Foulon lo había planteado una década antes para incentivar el debate, el ex funcionario nacional era más tajante. Inclusive acudía a la comparación y le adjudicaba a la influencia europea un rol importante para explicar la situación. Al respecto, argumentaba:
Como término de comparación del grado de evolución de nuestra agricultura podemos hacer referencia a la agricultura norteamericana, cuyas instituciones agronómicas no son mucho más antiguas que las nuestras. Su concepción y desarrollo inicial fue sin embargo completamente distinto. Allí las escuelas agrícolas, luego transformadas en universidades, fueron creadas para servir a los agricultores y a la comunidad brindándoles a través de la enseñanza un contacto con la técnica. Así nacieron los ‘Land-Grant Colleges’, en cada estado de aquel país. Estas instituciones reúnen bajo una misma organización, la enseñanza, la investigación y la extensión, elementos que brindados en forma coordinadas a la comunidad explican el extraordinario progreso de la agricultura de dicha nación. […] La extensión no tiene mucho lugar en la universidad de tipo europeo como la nuestra. Es pertinente sin embargo en los ‘Land-Grant Colleges’ preocupados fundamentalmente en servir a la comunidad.[40]
En definitiva, quedaba claro que el peso de la tradición europea, según Kugler, había tenido una influencia negativa en ese sentido. Por eso concluía en que, si se hubiera podido partir de la concepción de los Land-Grant Colleges, hubiera sido bastante distinto probablemente “el panorama del agricultor argentino” para ese entonces.[41] Pero esta revisión de la prosapia europea en materia agronómica se combinaba con una lectura de las carencias en cuanto a la formación. Por ello, afirmaba: “Las facultades, aún las especializadas, consideraron a la agricultura preferentemente, en su aspecto físico y biológico. Se olvidó o, en el mejor de los casos, se le atribuyó poca importancia en su aspecto de actividad económica y de una forma social de vida”.[42] Al parecer, los planteos de Kugler fueron refutados desde el CAIA.[43]
En cuanto a la postura de Molina, resalta su interés por abordar la relación entre campo y universidad, seguramente por su actividad como académico y también como extensionista. A una década de hacerse cargo de la cátedra de Agricultura General en la UBA, publicó El hombre frente a la pampa, texto en el que escribió lo siguiente en tono biográfico:
Las facultades de agronomía del país han producido botánicos eminentes, microbiólogos de fama mundial, genetistas de categoría, etc. Lo que aparentemente no han producido ha sido agrónomos. Los métodos por los que se enseñaba veinte años atrás las materias aplicadas de la agronomía se basaban en la tiza y el pizarrón. El campo era para nosotros, estudiantes de agronomía, algo misterioso e inexplorado. El viaje de estudios más largo que hicimos fue hasta Luján. No nos asomamos siquiera a una chacra o a una estancia. Los muchachos de origen ciudadano no distinguían un novillo de una vaca. El producto natural de la tiza y el pizarrón era la fabricación en serie de ‘Agrónomos de escritorio’. Los que tenían vocación científica se volcaban a los pocos laboratorios existentes.[44]
¿Cuáles eran las consecuencias de esa formación? Que el sector rural no tenía demasiado interés en el tipo de técnicos que egresaban de las universidades, que en la propia academia reinaba cierto “pesimismo” respecto de la eficacia real de los estudios agronómicos y, a su vez, que se imponía un sentido común en torno a que era desatinado estudiar esa carrera sin tener una estancia propia. Y lo llamativo era que, de acuerdo con Molina, no todas estas cuestiones habían sido resueltas. Si bien los cambios eran “grandes”, se limitaban “sólo a algunos centros de enseñanza” y estaban impulsados por “profesores aislados” que se habían revelado contra ese estado de cosas.[45] Entre estos se contaba el propio Molina, quien instaló la “salida al campo” en su cátedra: a esos viajes se sumaron estudiantes de otras carreras de la UBA, así como también de Facultades de Agronomía de otras universidades, como la UNLP y la Universidad de La Pampa. De ese modo, según él, el campo dejaba de ser para los futuros profesionales esa “tierra misteriosa” de su época de estudiante y, además, se rebatía la concepción de que era preciso tener tierras para estudiar agronomía.[46] En el caso de Molina, la crítica se correspondía con la práctica y eso permitía que las futuras generaciones se formaran una idea más acabada del espacio en el que actuarían luego de obtener el título.
Lejos habían quedado los discursos al estilo de Zemborain, de fines de la década de 1920, en los que se negaba la lejanía entre ingenieros agrónomos y pobladores rurales. Un experto como Kugler, que además había sido funcionario público, y un profesional consolidado en la academia como Molina, que auscultaba a la agronomía con dotes de intelectual (por el claro distanciamiento analítico que lo habilitaba para cuestionar el habitus en el que él mismo se había formado) dan cuenta de ello con claridad. No fueron los únicos, seguramente, pero los lugares que ocupaban en el ámbito nacional debieron darle notoriedad a sus planteos. En el caso del primero, a su vez, la crítica instaba a revisitar las coordenadas internacionales en las que se (auto)reconocía la agronomía argentina. Estados Unidos parece haberse posicionado como un faro mucho más fuerte de lo que había sido hasta mediados del siglo XX. Esto último probablemente se reforzó por dos aspectos relevantes: la posición de Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría (en especial, a partir de la Alianza para el Progreso) y la trayectoria acumulada desde 1930 de ese país en materia de estudios sobre conservación del suelo, temática que interesó al gobierno argentino desde esa misma década y que tuvo injerencia en el campo agronómico local, tal como abordaremos en el siguiente apartado.
Un itinerario y un locus, o cómo explorar la circulación de saberes
Tanto Molina como Kugler hacían referencia en los trabajos antes mencionados al tema de la conservación del suelo. El primero se retrotraía a las décadas de 1930 y 1940 para explicar “el desquite del desierto” a través del agudo proceso erosivo que afectó a una extensa región del centro de Argentina;[47] y el segundo insistía en que civilizaciones enteras habían desaparecido por dilapidar el suelo mediante usos abusivos y falta de resguardos que se convertían en “límites incompatibles con la productividad”.[48] Para la década de 1960, sin embargo, ya muchos ingenieros agrónomos se habían referido a la problemática y existían en Argentina importantes investigaciones al respecto, ya que la erosión del suelo formaba parte de la agenda oficial desde las postrimerías de la década de 1930 y tuvo continuidad durante el peronismo (Martocci, 2023). No era casual que, en 1956, el ingeniero agrónomo Luis M. del Carril rememorara ante un público de pares cuando había sido comisionado por el embajador argentino en París para participar en la Exposición Internacional de 1939: en esa ocasión, se había impresionado por cómo en el pabellón de Estados Unidos convivían una exposición de excelentes trigos con otra en la que los gráficos y estadísticas mostraban la “danza de millones de dólares que costaba al Estado la recuperación de los terrenos perdidos por la erosión”, en referencia a los efectos del DustBowl. No podía dejar de recordar ese episodio en un marco en el que proliferaban noticias, según del Carril, sobre el avance de médanos en provincias del centro del país.[49]
Ahora bien, ¿qué podemos observar si viramos la escala de análisis y centramos la atención en un itinerario concreto? O mejor, ¿cómo explicar el caso de Covas en la compleja trama de la agronomía argentina (e internacional, influenciada por la Revolución Verde) que se abrió, según vimos, al promediar el siglo XX? En un primer paso, es válido señalar que la elección de esta trayectoria agronómica no es azarosa, como intentaremos demostrar aquí. Por el contrario, permite revisar la inserción laboral de un ingeniero agrónomo en un locus muy específico, como la región semiárida del centro de Argentina, en una coyuntura en la que hacerlo implicaba enfrentar uno de los principales desafíos agronómicos del país: frenar (e intentar revertir) las consecuencias generadas por la erosión. En un segundo lugar, pero no menos importante, el itinerario de Covas no solo ejemplifica uno de los más reconocidos perfiles locales especializados en conservación del suelo sino que, además, ofrece la posibilidad de explorar el contexto de la Revolución Verde desde otro ángulo: el de la circulación de personas, prácticas y plantas, como sugiere Jonathan Harwood (2018), pero en este caso para recuperar espacios productivos degradados y explotarlos con criterios conservacionistas.
Guillermo Covas era oriundo de La Plata,[50] ciudad en la que transitó toda su educación y donde se graduó como Ingeniero Agrónomo en 1936 en la UNLP. No obstante, sus padres no habían estado inicialmente conformes con la carrera universitaria que había elegido, según relata la hija de Covas.[51] Probablemente la opinión de sus progenitores se sustentaba en las concepciones de la época, que, según vimos antes, devaluaban la carrera de agronomía y eso provocaba el reclamo de los profesionales por un mayor estatus social. Entre los docentes a los que destacaba Covas estaban Lorenzo Parodi, Santiago Boaglio y Carlos A. Lizer y Trelles. Cuando obtuvo el título, ingresó a trabajar en el Instituto Experimental de Investigación Agrícola de la provincia de Santa Fe, donde se desempeñaba también Arturo Ragonese (especialista en botánica), según recordaba Covas.[52] En 1938 ingresó en la Facultad de Agronomía de la UNLP y fue auxiliar en Botánica y Forrajicultura, pero en 1941 se radicó en Mendoza para ser profesor en estas mismas cátedras en la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad de Cuyo. Seis años después, se insertó en el Instituto de Fitotecnia de Castelar como jefe de la División de Genética Vegetal.[53] En 1954 se radicó definitivamente en La Pampa, provincia que en ese momento se denominaba Eva Perón, y lo hizo para dirigir la novel Estación Experimental Agropecuaria que se había creado en Anguil. Esta última dependía del Ministerio de Agricultura y Ganadería, pero cuando en 1956 se creó el INTA pasó a formar parte de ese organismo.
El propio Covas concebía su arribo al centro del país como una suerte de pasaje: para él había significado “un cambio muy grande” dejar “el trabajo de laboratorio” (que implicaba, según Covas, “tareas de valor especulativo”) para dedicarse a los “problemas que afectaban la producción agropecuaria”, con los cuales se había familiarizado a través de los viajes que realizaba para recolectar plantas.[54] Es decir, había cambiado las tareas de tipo académico y experimental por otras más relacionadas con problemáticas vigentes, que desde luego lo debieron poner en contacto asiduo con los productores, una experiencia que hasta ese momento no debía formar parte de su quehacer cotidiano. Es un hecho que cuando Covas llegó a La Pampa ya existían estudios previos sobre el impacto de la erosión eólica, muchos de los cuales fueron llevados a cabo por los técnicos del Instituto de Suelos y Agrotecnia (ISyA), que se había creado en 1944 y tuvo un papel central en los primeros relevamientos e investigaciones en torno a esa problemática (Martocci, 2023: 25-47). Entre los especialistas del ISyA, se destacaban, por ejemplo, los trabajos de Antonio Arena (director del ISyA), Casiano V. Quevedo, Antonio Prego, Luis A. Tallarico, Marino Zaffanella y Julio Ipucha Aguerre, quienes publicaron numerosos aportes entre 1945 e inicios de la década siguiente.[55] Algunos de ellos, en ese período, participaron en un evento que tuvo como objetivo central abordar los problemas que afectaban la fertilidad del suelo, entre los que se destacaba la erosión, y sus aportes los publicó el ISyA.[56] Pero también Kugler realizó estudios sobre la temática, aunque no trabajaba en dicha institución.
Debido sin duda a la masa crítica producida en Estados Unidos luego del Dust Bowl, ese país se convirtió para los ingenieros agrónomos de Argentina en una referencia clave en materia de conservación del suelo. Eso explica, por ejemplo, que en 1945 -luego de viajar a Estados Unidos- Arena publicara La conservación de los suelos en los Estados Unidos y el problema argentino de la erosión, texto que editó el ISyA, así como también que la gran mayoría de la bibliografía que citaba Quevedo en Conservación del suelo proviniera de Estados Unidos. Entre esta se destacaba, por caso, el libro Soil Conservation, escrito por el propio Hugh Hammond Bennett,[57] y diversos textos editados por el Servicio de Conservación del Suelo (SCS) de ese país.[58] Kugler también se referenciaba en las experiencias del norte, por eso publicó un trabajo en Argentina en el que revisaba las técnicas de labranza del suelo que se utilizaban en las regiones semiáridas de Estados Unidos y Canadá.[59][60] Además de utilizar abundante bibliografía norteamericana, en un trabajo que publicó para difundir el cultivo “bajo cubierta” a fin de evitar la erosión eólica, destacaba la importancia de las herramientas e implementos de Estados Unidos y el valor de los ensayos que se realizaban, desde 1954, en la institución experimental dirigida por Covas para adaptar algunos (como el arado rastra excéntrico) a las tierras argentinas.[61]
Si bien Covas no se había formado en estos temas durante su carrera, es importante considerar que antes de su llegada a La Pampa había hecho un posgrado en Estados Unidos, concretamente en la Universidad de California, en el que se especializó en Biosistemática bajo la guía de George L. Stebbins, que era un reconocido botánico a nivel mundial ya para ese entonces.[62] Luego de la creación del INTA, que contaba con importantes recursos para que el personal se capacitara en el exterior, la formación de posgrado en el ámbito norteamericano permitió que otros ingenieros agrónomos que trabajaban en la Estación Experimental Agropecuaria de Anguil se perfeccionaran en sus respectivas líneas de trabajo institucional (Martocci, 2020). Pero en el caso de Covas, estos vínculos iniciales con Estados Unidos se reforzaron, a la vez que emergieron otros con diferentes países sudamericanos y con el sur de África, de donde era nativa una forrajera que fue importante en términos conservacionistas para Argentina, como veremos enseguida.
En un relato retrospectivo, el propio Covas recordaba que las problemáticas de mayor relevancia cuando él se hizo cargo de la dirección de esa institución eran, por un lado, la conservación del suelo y, por otro lado, el adecuado manejo del agua que proveían las lluvias en una región semiárida,[63] donde las precipitaciones anuales no solían superar los 500 milímetros. Pero no en todas las regiones áridas y semiáridas del país se dimensionaban las consecuencias del proceso erosivo y el impacto que eso tenía a nivel productivo. Por ejemplo, Soriano recordaba sus primeros viajes patagónicos en las décadas de 1940 y 1950 y afirmaba lo siguiente:
En mis andanzas ecológicas pronto comenzó a preocuparme la escasa o nula percepción que los administradores, dueños de campos y pobladores parecían tener de los cambios que se estaban produciendo en la Patagonia. Me refiero a cambios en la vegetación y en el suelo que, sin mucho temor de errar, podían ser atribuidos a la acción de las ovejas. […] En muchos lugares la erosión del suelo avanzaba como un verdadero cáncer. […] Pero en los años de mis primeros viajes pocos oídos estaban dispuestos a escuchar advertencias acerca del cariz que estaban tomando las cosas. La prédica por la conservación de la naturaleza no se oía más allá de los cenáculos académicos, y de éstos, no en todos.[64]
Es probable que, a raíz de la enorme incidencia que tuvo la erosión eólica en la provincia de La Pampa, la situación allí fuera un tanto diferente, al menos en lo que respecta a las instancias de gobierno. Y no es casual que se haya instalado en Anguil la institución dirigida por Covas, ya que había sido una sugerencia de los técnicos del ISyA. Es por ello que la relación entre estos especialistas y los técnicos de la Estación Experimental Agropecuaria fue importante, según se advierte en fuentes institucionales,[65] pero su relevancia regional también se manifiesta en el rol que cumplieron sus técnicos en el cuerpo docente de la novel Facultad de Agronomía de la Universidad Provincial de La Pampa, creada en 1958. El desempeño de Covas fue importante en ese sentido, ya que los estudiantes de esa época lo identificaban como un profesor de referencia y destacan su aporte en materia conservacionista (Martocci, 2020).
Ahora bien, en la década de 1960 las contribuciones de la Estación Experimental Agropecuaria de Anguil eran resaltadas por los propios especialistas del ISyA. Por ejemplo, en el décimo aniversario de esa institución, Ipucha Aguerre decía que ofrecía “incuestionables beneficios” por sus investigaciones y servicios de extensión, razón por la cual gozaba de un “sólido prestigio”, a lo que contribuía la “experta conducción” de Covas. Recalcaba, a su vez, que no solo importaban las tareas orientadas a la conservación del suelo, sino que además el programa de trabajo incluía la adaptación y mejoramiento de especies forrajeras y el manejo de pasturas con el fin de preservar ese recurso y lograr, gradualmente, que la agricultura cerealera sea un complemento de la ganadería.[66] Prego, que era un especialista con gran trayectoria, en 1967 lo ubicaba a Covas entre los principales investigadores argentinos sobre los problemas de las tierras áridas y semiáridas, junto con Antonio Piñeiro, Arturo Ragonese y Alberto Soriano.[67]
Los resultados alcanzados por el centro experimental de Anguil a comienzos de la década de 1960 ya eran reconocidos por las autoridades nacionales, por eso Kugler, en el discurso que brindó como secretario de Agricultura y Ganadería en 1963 cuando inauguró una campaña de extensión para la conservación del suelo y el manejo de pasturas en regiones semiáridas, afirmaba que en esa institución se habían ensayado diferentes técnicas sencillas y económicas que evitaban la “voladura” del suelo y favorecían la acumulación de humedad edáfica. De todo ello los productores habían “sacado buenas ventajas”, afirmaba el funcionario, por eso con esa campaña se pretendía generalizar el empleo de estas prácticas.[68] Lo cierto es que, además, entre fines de la década de 1950 e inicios de la siguiente, los problemas de las regiones áridas y semiáridas ganaron trascendencia entre los ingenieros agrónomos en Argentina y América Latina, lo que se reflejaba en eventos que reunían a especialistas. En tal sentido, Prego no dudaba en señalar que el “gran acontecimiento” había sido la Conferencia Latinoamericana para el Estudio de las Regiones Áridas, que se llevó a cabo en septiembre de 1963 en Buenos Aires, fue patrocinada por la UNESCO y contó con la asistencia de científicos de todo el mundo.[69]
¿Cuáles eran los vínculos intelectuales de Covas en ese contexto y en qué tipo de actividades participaba? Las referencias que citaba en sus trabajos pueden ofrecer algunas pistas al respecto, pero si nos enfocamos en sus antecedentes personales y en las propias palabras de este ingeniero agrónomo es posible un panorama más completo al respecto. En tal sentido, cabe señalar que el director de la Estación Experimental Agropecuaria de Anguil conoció al propio Bennett cuando este último visitó las regiones erosionadas en Argentina en 1957, ocasión en la que el especialista norteamericano visitó dicha institución y elogió las tareas que se llevaban adelante bajo la orientación de Covas.[70] A su vez, como veremos aquí, los contactos de este ingeniero agrónomo argentino con los conocimientos norteamericanos en la materia se ampliaron luego de realizar su posgrado en Berkeley (1947-1948), ya que en las décadas siguientes realizó importantes aportes al ensayar y adaptar a la región semiárida argentina ciertas herramientas y prácticas que se habían generado en Estados Unidos. Ya al promediar la década de 1950 Kugler destacaba -e ilustraba con imágenes- las experiencias que se llevaban a cabo en la institución dirigida por el agrónomo platense con implementos que habían sido ideados inicialmente en norteamérica.[71] Cuando Covas trató por primera vez en una circular de extensión (texto que apuntaba a la divulgación entre productores, despojado, por lo tanto, de las referencias académicas) las ventajas del rastrón poceador, un arado con el que se experimentaba en Anguil desde 1956 y que presentaba ventajas para prevenir la erosión y evitar el escurrimiento del agua en la superficie del suelo, se remitía a los ensayos originalmente realizados en la Estación Experimental de Archer, en los Estados Unidos.[72]
Él también tuvo participación en eventos organizados en dicho país: al repasar sus antecedentes se observa que asistió, en el decenio de 1960, financiado por el Departamento de Estado de Estados Unidos al Seminario Internacional sobre Conservación de Aguas y Suelos, realizado en Brookings (Dakota del Sur), así como también a la Conferencia Internacional sobre mecanización agrícola en Regiones Semiáridas, que se llevó a cabo en Moline (Illinois). Además, había participado en 1960 como delegado argentino en el Congreso Internacional de Pasturas (Inglaterra), en 1974 en el Seminario Internacional sobre Pasturas (Argel), en 1978 en la Reunión organizada por la FAO sobre conservación de suelos en Sud América (Perú) y en la Reunión sobre Recursos en Plantas Forrajeras (Colombia) y en 1979 en el Simposio Internacional sobre Recursos Genéticos en Plantas Forrajeras (Australia).[73] En 1970 obtuvo en Argentina el Premio Bunge y Born en Agricultura, y ese mismo año fue delegado suplente por Argentina en la Conferencia Técnica sobre Conservación de Suelos en América Latina,[74] junto con Jorge I. Bellati (director del ISyA), Esteban Tacaks (Director Nacional de Recursos Naturales Renovables), Ragonese y Prego. El director de la Estación Experimental Agropecuaria de Anguil ocupaba, junto a otros colegas referentes en la temática, un lugar destacado en un evento científico que reunió a delegaciones de Estados Unidos, Barbados, Chile, Perú, Uruguay, Venezuela y Ecuador. Uno de los integrantes de la primera de ellas, fue justamente Roy D. Hockensmith, uno de los directores del SCS de Estados Unidos.[75] Entre los participantes de dicho evento estaba también, en representación de la Estación Experimental Agropecuaria de Anguil, el ingeniero agrónomo Martín Monsalvo, quien junto con Covas disertaron ante una parte de esas delegaciones cuando visitaron esa institución pampeana durante un viaje de recorrida por las zonas erosionadas en las provincias de Buenos Aires y La Pampa.[76]
Entre las décadas de 1960 y 1970 Covas consolidó su posición a nivel nacional como especialista en temas de conservación del suelo y producción en regiones semiáridas; lo convocaban, por ejemplo, para disertar sobre manejo de suelos y control de la erosión eólica en un seminario específico en el que interactuó con especialistas del ISyA como Ipucha Aguerre y Zaffanella, entre otros ingenieros agrónomos.[77] Sin duda, su desempeño al frente de la institución experimental de Anguil (donde fue director hasta 1977) contribuyó en tal sentido. Asimismo, al trabajar en el INTA en esos decenios, cuando el organismo nacional tenía un rol central en investigación y también en el área de extensión (Alemany, 2004), el contacto con el sector rural era asiduo, ya que los productores formaban parte de los consejos asesores locales de las estaciones experimentales. Ahora bien, de la evidencia previa se desprende que Covas también se posicionó en el ámbito internacional como referente en esos temas. Esto ocurrió en un contexto en el que, según señalaba Ipucha Aguerre en ocasión del Primer Congreso Panamericano de Conservación del Suelo -realizado en Brasil en 1966-, América se “movilizaba” con objetivos conservacionistas.[78] Pero además de los eventos de carácter académico, Covas realizó en ese período “viajes de estudio” a lugares como Brasil, Estados Unidos y Sudáfrica, entre otros, según consignaba en sus antecedentes.[79] Las visitas a los primeros dos países, al parecer, se inscriben en el marco de las acciones descriptas anteriormente, ya que Brasil había sido la sede del evento arriba mencionado y era un país que había sufrido problemas de erosión en espacios situados (da Silva, 2012).[80] Pero, ¿cuál era el interés que unía a Covas con Sudáfrica? Abordemos brevemente este interrogante.
Además de las técnicas conservacionistas para el laboreo del suelo, observamos previamente que la Estación Experimental Agropecuaria de Anguil tenía como objetivo desde su fundación la búsqueda de especies forrajeras adecuadas para la región semiárida. Para 1956, un importante botánico argentino destacaba la relevancia que tenía el pasto llorón (Eragrostis curvula) para dicha región y citaba muchos trabajos del director de esa institución pampeana en cuanto al estudio de plantas forrajeras.[81] En 1958 esa institución publicó una circular de extensión en la que Covas abordaba las ventajas del pasto llorón, una forrajera que, según señalaba, presentaba notable potencial para la región semiárida argentina.[82] Esa gramínea era originaria de África tropical y tenía un sistema radicular que superaba el metro y medio de profundidad, lo que permitía que desarrolle matas densas resistentes a la sequía y que podían sobrevivir a las heladas invernales e incluso rebrotaban en primavera. Además, se sabía que el pasto llorón había sido introducido a fines de la década de 1920 en Estados Unidos para realizar planes de mejoramiento de la especie. De ese modo, se habían seleccionado y difundido cultivares en ese país y en Sudáfrica, a los que se sumó la Argentina en los decenios siguientes. A partir de la década de 1940 se introdujo en este último país uno de los cultivares más difundidos (denominado Tanganyika), pero la primera vez que ello ocurrió de manera masiva y con destino a cultivos en escala fue en 1959, cuando el INTA compró semillas y las distribuyó a través de la institución dirigida por Covas. A inicios del decenio siguiente, en la Memoria institucional afirmaban que contaban con una colección proveniente de Estados Unidos y de Sudáfrica, así como también que proyectaban selecciones propias y que los ensayos demostraban la excelente receptividad ganadera del pasto llorón y su valor como forraje de mantenimiento, es decir, que no engordaba a los vacunos pero servía como alimento. Y este no era el único beneficio de la gramínea africana: también servía para combatir la erosión eólica.[83] Se podía sembrar en áreas medanosas, por eso Ipucha Aguerre insistirá en que entre las experiencias más difundidas de la institución experimental de Anguil estaba el cultivo de centeno en fajas alternadas con filas de pasto llorón asociado con sorgo negro, una práctica que era propicia para zonas de erosión.[84]
En la década de 1970, ya con el pasto llorón extendido en la región semiárida y otras zonas de Argentina (desde Jujuy hasta la Patagonia nororiental), Covas viajó a Sudáfrica, reforzó sus vínculos con técnicos de ese país, obtuvo material para ampliar las experiencias y conoció métodos de trabajo con productores que, como veremos aquí, luego aplicó en La Pampa. A su regreso, se realizó en mayo de 1974, en la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de La Pampa, la Segunda Jornada Técnica, auspiciada por el Colegio de Ingenieros Agrónomos y por el gobierno provincial, que llevó por título Simposio sobre pasto llorón en la Provincia de La Pampa. Según se afirmaba en la presentación, esa planta había representado un aporte trascendente para la producción pecuaria en La Pampa y en otras zonas ganaderas del país ubicadas en la región semiárida. En el evento, las exposiciones estuvieron a cargo de ingenieros agrónomos que trabajaban en la Estación Experimental Agropecuaria de Anguil y docentes de la mencionada Facultad. El orador principal fue Covas, y uno de sus trabajos se centró en el aporte de los pastos sudafricanos a la forrajicultura pampeana, en especial la Eragrostis curvula, que representaba “un hito en el desarrollo de la actividad agropecuaria regional”. Asimismo, agregaba que era “una fuente de forraje notablemente productiva” y un “seguro contra la sequía” que había permitido “consolidar miles de hectáreas de suelo altamente erosionable”, razón por la cual era el mejor recurso para fijar “médanos naturales” o “manufacturados” de la región semiárida.[85] El objetivo central que tuvo el viaje de Covas a Sudáfrica fue coleccionar material espontáneo y cultivado de pasto llorón y especies afines para ampliar el repertorio de germoplasma que existía en la Estación Experimental de Anguil, a partir del cual se podían realizar nuevos programas de selección. Es decir, no solo pretendía proveer de nuevos cultivares sobre la gramínea ya conocida, sino además ver la posibilidad de ensayar otros pastos que tuvieran posibilidad de adaptación a la Argentina, ya que una parte considerable de Sudáfrica presentaba condiciones ambientales de semiaridez.
En tal sentido, destacaba que del género Eragrostis existían más de 70 especies, de las cuales el pasto llorón tenía una importante dispersión en ese país, con cerca de 200.000 hectáreas cultivadas. En la Argentina se conocían diferentes cultivares: Morpa y Tanganyika (el mejor adaptado a la región semiárida hasta entonces), introducidos de Estados Unidos; Don Arturo, que era una selección realizada en el Instituto de Botánica del INTA, cuyo origen era un material original de Australia; Ermelo, introducido desde Sudáfrica; así como Don Eduardo, Don Juan, Don Pablo y Don Carlos, que constituían multiplicaciones hechas en Anguil a partir de material obtenido del Departamento de Agricultura de Sudáfrica. Esto demuestra que la circulación de conocimiento y de muestras entre esos países no era novedosa para comienzos de la década de 1970, pero es evidente que el viaje de Covas tuvo lugar en un marco de vínculos con colegas que trabajaban en ese país, entre los que se contaban N. F. G. Rethman, un estudioso contemporáneo de dicho género, y C. J. Pienaar, Jefe de Pasturas del Departamento de Servicios Técnicos Agrícolas de Sudáfrica, a quienes el especialista argentino incluía en la lista de personas que habían colaborado con él.[86] A partir de esta experiencia, Covas señalaba que había otros cultivares sudafricanos que aún estaban poco difundidos en Argentina, como el Kromdraai y el Witbank, pero también que existían diferentes especies de Eragrostis que merecían ensayarse en La Pampa[87] y más de 10 gramíneas que podían tener potencial. Ahora bien, la visita a ese país no solo impulsó la búsqueda de nuevas forrajeras. También incidió en acciones que luego Covas llevaría a la práctica en la Facultad de Agronomía local.
Luego de dejar la dirección del centro experimental de Anguil, en 1977, este platense asumió como Decano de esa unidad académica, cargo que ocupó entre 1979 y 1982, año este último en el que fue designado presidente del Consejo Directivo del INTA. Durante su etapa al frente del decanato implementó algunas actividades que se inspiraban en experiencias que conoció en otros países. De acuerdo con el relato de Covas, en 1981 dicha Facultad comenzó a ofrecer unos cursos agropecuarios que pretendían impulsar el avance técnico de productores de la región. El ingeniero agrónomo lo explicaba con estas palabras:
Se trata de una idea que trajimos de Sud África y cuya aplicación en la zona ha sido un éxito rotundo. Se han inscripto alrededor de 60 productores, de toda edad y nivel de conocimientos. Los cursos son dictados por profesores de la Facultad, en asociación con técnicos [del gobierno] de la Provincia y de la Estación Experimental [de Anguil]. Se desarrollan en cuatro bimestres, dictándose las clases los días sábados por la tarde. La filosofía del curso radica en la necesidad de que el productor agropecuario sea por lo menos un paratécnico, o sea que disponga de los conocimientos técnicos necesarios para poder tomar decisiones en materia de cultivos, manejo de suelos, producción animal, etc. ya que no siempre tiene al lado al técnico que le pueda asesorar o la bibliografía que le permita resolver una situación.[88]
El paso por tierras sudafricanas no solo le había permitido conocer otras plantas de ese continente, además del pasto llorón,[89] con significativo potencial forrajero y conservacionista en Argentina; también se inspiró en “prácticas” agronómicas que acercaban la academia a los actores productivos. Al hablar de prácticas, nos referimos al concepto que los estudios del conocimiento conciben en términos históricos; es decir, “en el sentido de que cambian a lo largo del tiempo” y son de enorme utilidad para “incorporar la historia de la ciencia a una historia más amplia de los conocimientos” (Burke, 2017: 57). Sin desconocer los reparos que se han planteado sobre la autonomía de los “campos” en relación con las sociedades en las que estos se encontraban implantados (Kreimer, 2016), creemos que resulta válido enfatizar en que, en este caso, las relaciones sur-sur habilitaron acciones concretas que se inscribían en un progresivo proceso de cambios en el habitus de los ingenieros agrónomos argentinos, el cual se retrotraía a la década de 1960 e intentaba revertir la desconexión entre los centros de enseñanza agronómica y el ámbito rural. En definitiva, el propio Covas se había formado en instituciones que padecían esa problemática, de acuerdo con los relatos que antes revisamos, con lo cual él había interiorizado un cierto sistema de disposiciones y estructuras objetivas constituido socialmente que validaba, a su vez, prácticas concretas, en términos de Bourdieu (2006: 23-31). Ahora bien, evidentemente las críticas de los ingenieros agrónomos en cuanto a la formación en este tipo de instituciones habilitaron cambio en las décadas posteriores, situación que recuerda el planteo de Burke cuando -al retomar a este sociólogo francés- insiste en que un habitus “no es un destino” porque “puede transformarse mediante la experiencia” (Burke, 2017: 36).
Esta iniciativa de Covas durante su gestión como decano abrevaba, sin duda, en la experiencia acumulada desde mediados del siglo XX a través del contacto con los productores. Pero a comienzos del decenio de 1980 se sustentaba, según el planteo de Covas, en el hecho de que existían las condiciones para incrementar la producción agropecuaria en la región semiárida, ya que se conocían técnicas, herramientas conservacionistas y recursos forrajeros apropiados. El pasto llorón estaba al alcance de los agricultores, al igual que la utilización del barbecho o la del arado cincel; y ninguno de esos recursos era costoso. Por ello, el decano de la Facultad de Agronomía afirmaba durante una entrevista, en 1980, que la principal inversión era “cultural” y debía impulsar la “racionalidad en el manejo”.[90] Los cursos agropecuarios que se ofrecían en esa unidad académica de la Universidad Nacional de La Pampa eran muestra de que desde el ámbito profesional interpelaba a los productores, pero además constituía una estrategia para que los estudiantes de la institución estuvieran en contacto con los actores rurales. Podría pensarse, aunque sin pretensiones de generalización, que las autocríticas que emergieron desde la década de 1960 no habían caído en saco roto. Sin embargo, hubiera sido difícil reconstruir este tipo de cuestionamientos y la alternativa superadora sin recurrir a la combinación de escalas para el análisis. Asimismo, no se hubiera aprehendido completamente la propuesta del decano sin colocar la lupa en sus redes académicas y en el rol que asumía la circulación trasnacional de saberes en la formación profesional y en la producción de conocimiento.
Queda claro en el itinerario de este ingeniero agrónomo que las relaciones de carácter académico e intelectual con Estados Unidos tuvieron importancia desde su etapa de formación de posgrado; pero el locus en el que se desempeñó Covas a partir de la década de 1950, en un contexto internacional cada vez más ávido de conocimientos sobre potencialidades y limitaciones de las regiones áridas y semiáridas, lo llevó a reforzar esas redes y a forjar vínculos con pares de otros lugares del mundo. Las relaciones de la Argentina con el país del DustBowl en función de la temática erosiva, iniciadas entre fines de la década de 1930 y los albores de la siguiente, se complejizaron a partir de mediados del siglo XX, ya que la casuística muestra notorios lazos entre los ingenieros agrónomos del sur global tanto en América como fuera del continente.
Conclusiones
En este trabajo hemos demostrado que, aún cuando ya ocupaban posiciones de relevancia en algunas esferas estatales y en ámbitos académicos, los ingenieros agrónomos no estaban completamente satisfechos con el estatus social que se le adjudicaba a su profesión en la década de 1930. Por tal razón, apelaban a las particularidades de la especialización que tenían, enfatizaban en el carácter científico de la agronomía (en contraposición al empirismo de quienes improvisaban con la agricultura) y, en ciertos casos, llegaban a plantear el rol que tenía el accionar “localista” en la producción de conocimiento agronómico. Esto último no era menor, porque los diferenciaba de otros profesionales: según sus argumentos, los saberes que se producían desde la ingeniería agronómica eran situados, es decir, no se comprendían sin tener en cuenta el locus, por ello no siempre eran aplicables de manera automática a otros países y debían mediar procesos de adaptación y experimentación. Esas cuestiones, sin embargo, no siempre se ponderaban y era preciso, según los argumentos de la época, incrementar el apoyo estatal para posicionar mejor a la profesión y, además, alcanzar a todos los productores de Argentina. Para decirlo con otras palabras, no era un problema intrínseco de la agronomía argentina el vínculo con el medio rural: eso explica el posicionamiento de quienes se asumían como profesionales (ya sea dentro o fuera del Estado) y, desde esa plataforma, reclamaban mayor impulso para la enseñanza agrícola y un incremento de la inversión estatal a fin de acrecentar las funciones y servicios del MAN. Pero no alcanza, como podrá verse, con apelar solo a la categoría anterior para aprehender a esos actores, ya que en otras circunstancias históricas es apropiado el concepto de intelectuales, según ha sugerido una pesquisa reciente.[91]
No es difícil explicar porqué, a comienzos del siglo XX, la ingeniería agronómica no era una de las carreras más elegidas por aquellas personas que ingresaban a la universidad, al menos si se la compara con otras más tradicionales como medicina y abogacía. A eso se le sumaba el hecho de que, según los registros que revisamos, se solía cuestionar a quienes estudiaban ingeniería agronómica y no tenían “una estancia propia”, como relataban algunos graduados. Sin embargo, no era visto como un problema el perfil profesional de estos últimos, puesto que existían certezas sobre el aporte de la agronomía a la modernización del agro argentino, con sus consecuentes beneficios económicos. Advertimos que los egresados de las décadas de 1930 y 1940 recuerdan, de manera retrospectiva, que el estatus social no era el que se esperaba y que la distancia existente con los productores resultaba notoria, según se desprende de sus relatos. Pero fue recién a fines de la década de 1950 y durante la siguiente que la desvinculación con el ámbito agrario se convirtió en un verdadero problema en el “campo” agronómico. Dos de los principales críticos fueron Walter Kugler y Jorge Molina, un experto estatal y un académico que se relacionaba también con el sector privado, respectivamente. Podría decirse que, pese a sus diferentes trayectorias, ambos actuaron como intelectuales en el curso del decenio de 1960 y tomaron distancia del habitus en el que se habían formado. Para decirlo en términos de Bourdieu, fueron una suerte de “herejes” en el ámbito agronómico local (inclusive el planteo de Kugler fue criticado por el CAIA), puesto que profundizaron algunos cuestionamientos que se habían formulado en la década anterior e insistieron en la importancia de que los graduados tuvieran un vínculo (y un conocimiento) más directo con el medio rural. En relación con esto último, Kugler llegó a objetar las coordenadas en las que se reconocía la agronomía nacional: señaló que los lazos con Europa explicaban esa desconexión y que los Land-Grant Colleges norteamericanos hubieran sido un mejor espejo para mirarse.
Puede que este estudio habilite un utillaje de las categorías del sociólogo francés que faciliten el cruce entre la historia del conocimiento y los estudios centrados en la agronomía como profesión; una manera, en definitiva, de hacer fructificar a un autor clásico mediante el abordaje de lógicas específicas de actores poco explorados desde las ciencias sociales (Martínez, 2021). Pero la perspectiva, además, permite poner en discusión miradas que dataron la crisis del perfil profesional agronómico en otro momento del siglo XX, signado por los profundos cambios en la agricultura.[92] A partir de la evidencia empírica, pudimos demostrar que la revisión de largo plazo es eficaz -como se sabe- para advertir cambios y continuidades, pero también a efectos de explicar cómo estos actores concebían su papel en la generación de conocimiento situado y en qué medida ello incidió en la circulación internacional de saberes. Al virar la escala de análisis y enfocar un caso particular, lo que se observa con claridad es que resulta imposible explicar esa trayectoria sin considerar el marco general de la agronomía argentina, el ingreso a la agenda especializada de esa disciplina de la producción en regiones semiáridas como problemática relevante y la expansión de las redes profesionales globales como producto de la Revolución Verde. Es decir, por un lado, Covas pasó de trabajar en centros de investigación y ámbitos académicos a involucrarse con una problemática que era imposible atender sin estar en el terreno, en permanente contacto con la realidad rural, accionar que se potenció luego de la creación del INTA con las iniciativas de ese organismo en materia de extensión agropecuaria. Es decir, no se comprende el papel de Covas en la producción de conocimiento sin entender el locus en el que actuó. De igual modo, no es posible dimensionar sus relaciones profesionales e intelectuales sin considerar, por un lado, el lugar que ocupaba Estados Unidos desde el decenio de 1930 como país productor de conocimientos sobre la conservación del suelo y, por otro lado, las redes sur-sur que se originaron en función de las innovaciones biológicas, tal el caso del empleo de la Eragrostis curvula para garantizar la producción ganadera y prevenir la erosión eólica en la región semiárida argentina.
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Notas