Artículos

Un conspicuo mediador: las demandas de los trabajadores en la Justicia de Paz (Olavarría, 1935-1943)

A conspicuous mediator: workers’ demands in the justice of the peace (Olavarría, 1935-1943)

Pablo Canavessi
Universidad de San Andrés, Argentina

Estudios del ISHIR

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN-e: 2250-4397

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 14, núm. 38, 2024

revistaestudios@ishir-conicet.gov.ar

Recepción: 18 Julio 2023

Aprobación: 20 Octubre 2023

Publicación: 30 Abril 2024



DOI: https://doi.org/10.35305/eishir.v14i38.1842

Resumen: El trabajo indaga el papel jugado por la Justicia de Paz en la resolución de las disputas laborales en los años previos a la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión en 1943. Mediante una exploración de los expedientes tramitados en el juzgado de Olavarría, el artículo reconstruye las modalidades de conflicto, las estrategias desplegadas por patrones y trabajadores de distintos sectores productivos y las formas en que sus jueces impartieron justicia y aplicaron las leyes existentes. Sostiene que, ante las debilidades que adolecía el Departamento del Trabajo de la provincia de Buenos Aires, recurrir a esta institución era una opción no sólo factible sino también atractiva para los trabajadores que luchaban por sus derechos.

Palabras clave: Justicia de Paz, trabajadores, conflictividad laboral, historia judicial, instituciones laborales.

Abstract: The paper investigates the role played by the Justice of the Peace in the resolution of labor disputes in the years prior to the creation of the ‘Secretaría de Trabajo y Previsión’ in 1943. Through an exploration of the files processed in the Olavarría court, the article reconstructs the modalities of conflict, the strategies deployed by employers and workers of different productive sectors and the ways in which its judges’ dispensed justice and applied the existing laws. It argues that, in view of the weaknesses suffered by the Department of Labor of the province of Buenos Aires, resorting to this institution was not only a feasible option but also an attractive one for workers fighting for their rights.

Keywords: Justice of the Peace, workers, labor conflict, legal history, labor institutions.

En las primeras décadas del siglo XX, los habitantes de la provincia de Buenos Aires sabían que podían contar con el Juzgado de Paz para efectuar algún reclamo o zanjar las múltiples discrepancias que surgían de la vida en comunidad. Allí se apersonaba el propietario que buscaba desalojar a un inquilino moroso, el proveedor que buscaba cobrar el valor de las mercaderías provistas a un comerciante, el vecino que le había vendido un artefacto y no había recibido el monto acordado y también el trabajador que había desempeñado una tarea que no había sido adecuadamente remunerada o había quedado sin trabajo producto de un despido. Muchos de ellos concurrían al juzgado porque entendían que su proximidad garantizaba una solución accesible, expeditiva y equitativa a sus problemas. Allí encontraban un mediador avezado que les permitía ahorrarse el mal trago de un juicio largo y las más de las veces costoso en los tribunales letrados.

Su prestigio descansaba en el reconocimiento que gozaban sus magistrados dentro de las comunidades locales, pero también en la antigüedad de la institución. Creados luego de la supresión de los cabildos en 1821, los Juzgados de Paz se transformaron muy tempranamente en piezas clave del Estado posrevolucionario, adquiriendo especial relevancia durante el rosismo. Durante la primera mitad del siglo XX, esto funcionarios ejercieron no sólo funciones judiciales, sino una variada gama de tareas administrativas, entre las que se destacaba, la confección de censos, la organización de elecciones, la recaudación de impuestos y el reclutamiento militar. Con la sanción de la Ley de Municipalidades en 1854, se abre una nueva etapa para esta institución, caracterizada por la pérdida gradual de sus prerrogativas de la mano del avance de la construcción del Estado tanto a nivel provincial como local. La Ley de Procedimientos para la Justicia de Paz de 1887 terminó por cercenar sus funciones, circunscribiéndolas a la administración de justicia en causas menores dentro de sus municipios. Durante las siguientes décadas, la magistratura continuaría siendo ejercida, como en los primeros tiempos, por hombres legos que ejercían la función ad honorem y que, a pesar de haber perdido gran parte de sus funciones originales, continuarían atendiendo una variada gama de conflictos civiles y correccionales.

A raíz del papel central que jugaron en la construcción del orden en las décadas posteriores a la independencia, hoy conocemos en detalle la historia de los juzgados de paz y de sus modalidades de intervención en los conflictos políticos y sociales durante la primera mitad del siglo XIX (Díaz, 1959; Garavaglia, 1997; Gelman, 2000; Salvatore, 2003; Barral y Fradkin, 2005).[1] Mucho menos sabemos sobre el derrotero de la institución y su injerencia en las disputas con posterioridad a Caseros, siendo especialmente escasos los estudios centrados en el siglo XX. Aquellas pocas investigaciones que sí han explorado desde una perspectiva local el accionar de los juzgados durante estas décadas marcadas por el cercenamiento de sus poderes, lo han hecho privilegiando el análisis de las prácticas delictivas de los sujetos y la intervención de los jueces en conflictos interpersonales (Sedeillan, 2005 y 2014; Paz Trueba, 2008; Yangilevich, 2012; Corva, 2014; Di Gresia, 2014). Una notable excepción ha sido el trabajo de Juan Manuel Palacio (2004), quien dio cuenta de la potencialidad de la utilización de los expedientes judiciales a escala local para historizar los ritmos, las intensidades y las modalidades tanto del conflicto como del proceso de despliegue de las instituciones estatales en el interior de la provincia de Buenos Aires. De acuerdo a su argumento, la ineficacia de las políticas agrarias y una persistente “lejanía del Estado” en el extremo sur del territorio dieron lugar al surgimiento de una cultura legal a nivel local, materializada en un conjunto de arreglos y prácticas por medio de las cuales propietarios rurales y arrendatarios garantizaron el desarrollo productivo y dirimieron sus desavenencias. El efectivo accionar del juzgado de paz como instancia de resolución equitativa de los conflictos, fue un componente clave de un orden que, aunque contemplaba ganadores y perdedores, fue efectivo a la hora de garantizar la paz social.

Sin embargo, los conflictos laborales son poco más que una estadística en su investigación. Aquellos trabajos que han explorado específicamente la judicialización de las disputas obrero-patronales en las décadas anteriores al golpe de Estado de 1943, lo han hecho colocando el foco en el papel jugado por los tribunales letrados, más precisamente en los juzgados de Primera Instancia Civil y Comercial y la Justicia de Paz Letrada de la Capital Federal (Barandiarán, 2015; Scheinkman, 2015). Entre ellos se destaca el de Line Schjolden (2002). Su investigación parte de la premisa de que durante las primeras cuatro décadas del siglo XX la pasividad del Congreso Nacional y de un Poder Ejecutivo que alternaba períodos de tolerancia con ciclos de abierta represión, produjo un desajuste entre una estructura productiva cada vez más diversificada y un marco legal que –nacido a fines del siglo XIX en momentos en que Argentina era un país rural– mutaba a un ritmo más lento. De acuerdo a la historiadora, la persistencia de vacíos legales obligó a los jueces a ampliar los alcances de las leyes existentes con el objetivo de dar respuesta a los reclamos obreros, jugando con ello un papel central en la contención del conflicto y allanando el camino para la innovación legislativa posterior.

El siguiente artículo retoma estos importantes avances con el objetivo de explorar el papel jugado por los juzgados de paz en la resolución de las disputas de trabajo durante los años inmediatamente anteriores al Golpe de Estado de 1943 y la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Sostiene que, en vísperas del surgimiento del peronismo, ante las debilidades que adolecía el Departamento del Trabajo de la provincia de Buenos Aires (DPT), recurrir al juzgado de paz era una opción no sólo factible sino también atractiva para los trabajadores que luchaban por sus derechos. Para ello, el trabajo comienza con una reconstrucción sintética de las leyes existentes y del papel del DPT en la resolución de disputas individuales de trabajo, para luego explorar –por medio de expedientes civiles tramitados en el Juzgado de Paz de Olavarría[2] y publicaciones locales– las modalidades de conflicto, las estrategias desplegadas por patrones y trabajadores de distintos sectores productivos y las formas en que los jueces impartieron justicia y aplicaron las leyes existentes.

Las instituciones laborales en las décadas previas al Golpe de Estado de 1943

La historia de las instituciones laborales argentinas tiene un punto de partida muy preciso. Como es sabido, el 6 de mayo de 1904 el ministro Joaquín V. González presentó en el Congreso Nacional el proyecto de Ley Nacional del Trabajo, una pieza legal monumental que, compuesta por cuatrocientos sesenta y seis artículos distribuidos en catorce capítulos, perseguía como objetivo regular cada una de las aristas que conformaban el vínculo laboral y establecer la creación de órganos especializados en la resolución de conflictos. En materia de derecho individual del trabajo, establecía leyes de protección del salario, limitaciones a la jornada laboral, la obligatoriedad del preaviso en caso de ruptura de contrato, limitaciones al período de prueba que disponían los patrones e indemnizaciones por despido y accidentes de trabajo. Mucho más restrictivos eran los artículos referidos al derecho colectivo dado que, a pesar de reconocer la libertad de asociación, establecía, por un lado, estrictos requisitos para obtener la representación gremial y firmar contratos colectivos de trabajo y, por el otro, prohibía las huelgas que entorpecieran el comercio y el transporte ferroviario. Por último, establecía la creación de organismos encargados de velar por el cumplimiento de las leyes e intervenir en la resolución de conflictos obrero-patronales: la Junta Nacional del Trabajo –organismo administrativo cuyas funciones eran el asesoramiento en materia laboral, la recopilación de estadísticas, la elaboración de estudios y la inspección de los establecimientos– y los tribunales de conciliación y arbitraje –formado por un Consejo de Conciliación de conformación paritaria y una Corte Central de Arbitraje compuesta por el presidente de la cámara Federal y por dos vocales nombrados por el Poder Ejecutivo a propuesta de las partes obrera y empresaria (Zimmermann, 1994: 178-181)

Tanto la elaboración del proyecto como su ulterior fracaso tuvieron consecuencias duraderas. A pesar de que en décadas siguientes los intentos por sancionar códigos laborales naufragaron uno tras otro, la certeza de González respecto a la necesidad de crear instituciones regidas por un marco jurídico específico que contemple la desigualdad inherente de la relación laboral no dejaría de sumar adeptos. La construcción de un consenso respecto a la existencia del “nuevo derecho”, como lo denominó uno de sus más tempranos promotores (Palacios, 1920), impulsará en las décadas siguientes la conformación de un campo jurídico especializado a partir del surgimiento de cátedras en las universidades, institutos y publicaciones especializadas en el estudio de las leyes protectoras que paulatinamente fueron sancionadas en las décadas siguientes. Éstas irán conformando un corpus legal fragmentario conformado por una constelación de normativas dispersas sancionadas tanto por el Congreso Nacional como por las legislaturas provinciales. De esta manera, promediando el siglo XX, gran parte de los artículos que conformaban el Código González se habían cristalizado en leyes.

La primera de ellas nació hacia fines de 1904, cuando todavía el proyecto de González estaba siendo evaluado en comisiones: la ley de descanso dominical. En los años siguientes surgirán otras normativas que al igual que ésta última involucrarán aspectos parciales del contrato de trabajo. Se trata de leyes denominadas por el campo jurídico como “protectoras” o “reglamentarias”, dado que su función era establecer las condiciones mínimas en que el trabajo debía prestarse con el objetivo de erradicar una serie de prácticas abusivas que ponían en riesgo la integridad física y psíquica de los trabajadores y a proteger sujetos considerados débiles y jurídicamente inferiores (Unsain, 1927: 335). De esta manera se reglamentó el trabajo de mujeres y menores, se estableció el descanso en jornadas de fiestas nacionales, se reguló el trabajo a domicilio, se establecieron leyes de protección del salario, se prohibió el trabajo nocturno en las panaderías, se limitó la jornada de trabajo a ocho horas diarias, se extendió el descanso obligatorio a los sábados por la tarde, se reguló el horario de apertura y cierre de establecimientos comerciales, se establecieron leyes protectoras a la maternidad, entre otras.[3]

Asimismo, en esos años serán sancionadas dos normas que afectarán la esencia misma del contrato individual de trabajo al reformar o complementar los códigos. La primera de ellas fue la ley 9.688 que, sancionada en 1915, estableció la reparación por los accidentes laborales. Ésta estableció por primera vez explícitamente la teoría del riesgo profesional al invertir la carga de la prueba y estipular que el patrón era responsable del infortunio en el lugar de trabajo a menos que se demuestre culpa grave y manifiesta del obrero. Por medio de tablas tarifarias, la normativa estipulaba los montos de las indemnizaciones a pagar, obligando además al patrón a brindar asistencia médica y farmacéutica al obrero (Ramacciotti, 2016). La ley no modificaba, sino que complementaba el Código Civil, dado que no derogaba los artículos referidos a los daños y perjuicios de este último, sino que sumaba otra alternativa para el obrero, quien a partir de allí podía concurrir a la justicia invocando las disposiciones tradicionales o esgrimir la nueva ley.

La segunda de ellas fue la ley 11.729, considerada la primera ley de contrato de trabajo en la Argentina. Sancionada en 1934, la normativa amplió la primitiva protección establecida por los artículos 155, 156 y 157 del Código de Comercio, estableciendo una serie de regulaciones a las suspensiones y terminaciones de los contratos laborales en el sector mercantil con el objetivo de garantizar la estabilidad en el empleo de los trabajadores. De acuerdo a la nueva normativa, los patrones estaban obligados a conservar al trabajador en su puesto abonándole sus salarios durante tres meses no sólo en caso de accidentes sino también en caso de enfermedades, excepto si el trabajador contaba con una antigüedad mayor a diez años, en cuyo caso la obligación se extendía por seis meses junto con la obligación de conservarle el puesto por un año. En segundo término, establecía vacaciones anuales con goce de sueldo cuya duración dependía de la antigüedad. En tercer lugar, ampliaba los plazos del preaviso a un mes en el caso de los trabajadores con una antigüedad menor a cinco años y dos meses para los trabajadores con una antigüedad mayor, de manera que si el patrón no cumplía con los plazos a la hora de despedir a un trabajador debía abonarle los salarios correspondientes a esos meses. En todos los casos de cesantía el patrón debía abonar una indemnización equiparable a la mitad de su retribución mensual por cada año de servicio, estipulando que constituían despidos indemnizables la suspensión por un plazo mayor a tres meses y “la rebaja injustificada de sueldos, salarios, comisiones u otros medios de remuneración”. El patrón sólo podía excusarse de resarcir al trabajador si este último había perjudicado sus intereses mediante actos de fraude, había incurrido en abusos de confianza o demostraba ineptitud manifiesta en el ejercicio de sus tareas. Estos importantes beneficios eran válidos para todos los empleados comerciales, sin importar si el trabajador era “factor, dependiente, viajante, encargado u obrero”, resultando indistinto si sus contratos poseían o no un tiempo determinado de antemano (Linares Quintana, 1948: 355-364).

La temprana aparición de las leyes laborales volvió imperiosa la necesidad de crear un organismo especializado en las tareas de vigilancia y en la resolución de conflictos de trabajo. Así en 1907 fue creado el Departamento del Trabajo, al cual se le otorgaron un lustro después facultades idénticas a las que poseía la Junta Nacional del Trabajo en el proyecto elaborado por González (Zimmermann, 1994: 197-202). Aunque sus funcionarios aspiraron a extender su jurisdicción a todo el territorio nacional, la existencia de las autonomías provinciales consagradas por el sistema federal establecido en la Constitución de 1853 frustró esta posibilidad: la Ley Orgánica de 1912 únicamente le otorgó jurisdicción sobre la Capital Federal y los territorios nacionales. De manera que recayó en los gobiernos provinciales la responsabilidad de la crear y administrar sus propios departamentos. La legislatura bonaerense dio el puntapié inicial a fines de 1916, con la creación de la Oficina de Estadística y Departamento de Trabajo, y el paso definitivo en 1923 con la creación del Departamento de Trabajo de la provincia de Buenos Aires (DPT). Aunque al organismo todavía le quedaba un camino por recorrer, a partir de ese momento los bonaerenses contaron con una repartición autónoma y especializada en cuestiones laborales (Barandiarán, 2016).

Durante varios años, la actuación del organismo estuvo caracterizada por procedimientos ad hoc. Recién en 1937, durante el gobierno de Manuel Fresco, sus funciones fueron reglamentadas mediante la sanción de la ley 4.548 (Linares Quintana, 1948: 1-11). Compuesta por más de un centenar de artículos, la Ley Orgánica le otorgaba amplias funciones a la agencia, entre las que se destacaban la inspección y vigilancia de las leyes, el registro de los convenios colectivos de trabajo, la mediación preventiva en las disputas obrero patronales con el objetivo de “evitar la paralización del trabajo” y la intervención en la resolución de las demandas por accidentes de trabajo, cobro de salarios e indemnizaciones por despido. De acuerdo al procedimiento establecido, una vez iniciada la demanda y recibidas las pruebas, el director del organismo ofrecía a las partes someter voluntariamente el diferendo a un fallo inapelable. Si el empleador rechazaba el ofrecimiento o guardaba silencio, el obrero podía continuar el proceso por vía judicial con la asistencia de un asesor letrado de la repartición. En el caso de accidentes laborales a diferencia de los juicios por salarios y despidos, el procedimiento le otorgaba al organismo jurisdicción exclusiva sobre todos los accidentes laborales que se produjeran en el territorio de la provincia, estuvieran o no comprendidos en la ley 9.688. De esta manera, si un trabajador sufría un infortunio, el patrón poseía un plazo de veinticuatro horas para notificar a la repartición. Pero una vez abierto el proceso, él o la compañía aseguradora podían excusarse de su obligación de indemnizar a la víctima, lo cual habilitaba a esta última a recurrir al juzgado de paz si el monto reclamado era inferior a los $500 o al Juzgado de Primera Instancia si la suma era mayor.

Delineados los componentes esenciales del andamiaje institucional, conviene precisar sus alcances y limitaciones. A pesar del gran avance que significó la sanción de este conjunto de leyes, muchas de ellas poseían un carácter fuertemente excluyente. Así, por ejemplo, las leyes de descanso dominical y accidentes de trabajo y, más tarde, la reglamentación de la jornada laboral, excluyeron de forma explícita a grupos enteros de trabajadores, como los peones rurales y las empleadas domésticas. Estos últimos dos sectores también serían asimismo marginados de los beneficios establecidos por la ley 11.729, junto con la muchedumbre que engrosaba las filas de la clase obrera industrial.

En cuanto al DPT, a pesar de que la sanción de la ley 4.548 permitió intervención más incisiva del organismo en los asuntos laborales, su inserción en el extenso territorio provincial continuó siendo muy limitada. En efecto, aunque durante el mandato de Fresco se produjo un aumento de su presupuesto que se tradujo en un aumento exponencial de su planta burocrática,[4] a principios de la década de 1940 la repartición contaba con funcionarios en tan sólo once partidos de la provincia, de manera que en los noventa y nueve distritos restantes -entre los que se encontraba Olavarría-, la vigilancia de las leyes laborales continuaba recayendo en inspectores provenientes de La Plata que dedicaban gran parte de su vida laboral a recorrer el territorio provincial con el objetivo de recoger denuncias, levantar actas por infracciones y procurar relaciones amistosas entre las organizaciones sindicales y las patronales.

Las debilidades que adolecía el organismo tuvieron consecuencias muy concretas para los trabajadores. De acuerdo a las estadísticas difundidas por el propio DPT, en 1940 hubo en la provincia de Buenos Aires 31.503 denuncias de accidentes, de las cuales se dictaron resoluciones definitivas en 2.023 casos, y se atendieron 3.447 reclamos por haberes adeudados y despidos injustificados, dando lugar a 1.080 fallos administrativos de los cuales 642 fueron procedentes.[5] A pesar de tratarse de únicamente un año, las cifras sugieren que la repartición se dedicaba a resolver casi exclusivamente siniestros laborales, siendo muy escasos en términos proporcionales y absolutos los expedientes abiertos por otras cuestiones. Esto resulta lógico teniendo en cuenta que, como fue mencionado, la ley 4.548 le otorgaba a la agencia la intervención obligatoria en todos los accidentes que se produjeran en el territorio provincial. En contraste con el obrero que perseguía el cobro de salarios o de indemnizaciones a raíz de la ruptura de un contrato, el trabajador accidentado no podía optar por eludir la intervención previa del DPT recurriendo directamente a la justicia. A la luz de las cifras que arroja el desenlace de los procesos, esto claramente resultaba perjudicial para los trabajadores, dado que el número de expedientes abiertos por esta cuestión que fueron efectivamente resueltos mediante fallos por el Director (2.023) era llamativamente bajo en relación al total de los expedientes abiertos (31.503). Algunos de ellos seguramente no requerían del fallo de la repartición dado que se resolvían por medio de conciliaciones. Otros tantos se extendían un tiempo más pero no lo suficiente para arribar a sentencia, dado que muchos patrones optaban por rechazar la intervención de la agencia. Como sea, la brecha existente entre causas abiertas y efectivamente dirimidas sugiere que trámite burocrático era lo suficientemente lento como para extender la mayoría de los juicios por más de un año, generando, en consecuencia, una acumulación progresiva de expedientes irresueltos. Esa situación pudo haber convencido algunos trabajadores de que la forma más rápida y eficiente de lograr el reconocimiento de algún derecho era depositando su confianza en el mediador más conspicuo de su localidad: el Juez de Paz.

Los trabajadores en el Juzgado de Paz

El Juzgado de Paz de Olavarría nació junto con el partido en 1879. El primer magistrado fue Eulalio Aguilar, un viejo poblador de la zona que durante el gobierno de Rosas había sido beneficiado con una o más suertes de estancia al sur del partido de Tapalqué, siendo propietario de tierras ubicadas en la zona que décadas más tarde conformarían el partido de Olavarría. Como en otros partidos de la provincia,[6] los primeros años estuvieron atravesados por una gran inestabilidad política que se tradujo en un recambio constante de las personalidades que ocuparon el cargo, situación que fue normalizándose en el transcurso de las primeras décadas del siglo XX. Así, entre 1932 y 1943, el puesto fue ocupado de forma casi ininterrumpida por Ernesto Crosta, un vecino “antiguo y caracterizado” que gracias a la “rectitud de sus procederes”, había sabido tempranamente “granjearse las unánimes simpatías” de los habitantes del partido.[7]

Al igual que los jueces de paz en otros partidos, Crosta se caracterizaba por ser un hombre de perfil bajo, al punto que brillaba por su ausencia en las nóminas de las decenas de instituciones empresariales, sindicales, recreativas, mutualistas, deportivas y étnicas que funcionaban por entonces en la localidad.[8] Únicamente es posible hallar su apellido en Sierra Chica, asociado a los Gregorini en la explotación de la piedra en 1936, aunque no es posible saber con certeza si quienes confeccionaron la guía ferroviaria en la que aparece se referían a él o a algún familiar suyo.[9] Hacia aquel año también había sido elegido por el intendente conservador Antonio Grimaldi para desempeñarse como vocal en la delegación local de la Comisión de Control de Abastecimiento, una entidad formada para combatir la “lucha contra la especulación y el acaparamiento que encarecen la vida […] y propender a reajustar los costos generales de la alimentación y vestidos”,[10] dato que lleva a sospechar que quizás poseía cierta empatía para con los más desfavorecidos. Lo mismo es posible suponer de Víctor Mieri, un antiguo y destacado comerciante del partido con activa militancia en el Partido Socialista que ocupó la magistratura local por un breve lapso entre noviembre de 1940 y marzo de 1942,[11] y de Jorge Brown, quien antes de asumir el cargo de juez en 1943 en reemplazo de Crosta, se había desempeñado como Defensor de Menores durante la década anterior.[12]

Hasta mediados de la década del treinta, los jueces locales debían resolver las disputas laborales ateniéndose a la letra del Código de Procedimientos de la Justicia de Paz y a las disposiciones generales del proceso civil y comercial. En 1934 la legislatura provincial estableció un procedimiento especial para la resolución de juicios iniciados por accidentes laborales (ley 4.218) que sería unos años después extendido a los despidos injustificados (ley 4.455). De acuerdo a estas normativas, los juzgados de paz eran competentes para las demandas menores a $500 en el caso de accidentes y $1000 en el caso de despidos, mientras que las que superaban esos montos debían ser tramitadas en los tribunales letrados de Primera Instancia en lo Civil y Comercial que se encontraban en cada una de las seis cabeceras en las cuales estaban divididos los departamentos judiciales en la provincia. Por otra parte, la ley mantenía el beneficio de pobreza a la hora de litigar en la justicia de paz y lo hacía extensible a los juicios iniciados en Primera Instancia.[13]

Aunque la Justicia de Paz se había caracterizado desde siempre por ofrecer un trámite expeditivo a las partes, las nuevas leyes recortaban notablemente los plazos. De acuerdo a estas normativas, una vez entablada la demanda, el juez debía llamar a las partes a comparecer a una audiencia de conciliación en el término de diez días. Si el demandado no asistía, el magistrado debía fallar en un plazo de veinticuatro horas. Si, por el contrario, se hacía presente y reconocía la procedencia de la demanda, el fallo debía consumarse cinco días después, mientras que, en caso de desacuerdo entre las partes, el juicio se abría a prueba por seis días. Finalizado el plazo el juez debía llamar a las partes a alegar por escrito y dictar sentencia seis días más tarde. Esta rígida estipulación de plazos procesales implicaba que, si el juicio incluía todos los eslabones y llegaba a sentencia, debía resolverse en un lapso de tan solo tres semanas de interpuesta la demanda. Para garantizar la celeridad del trámite y evitar que este se vea empantanado por formalidades, la ley establecía la imposibilidad de solicitar términos extraordinarios para presentar las pruebas y le otorgaba al magistrado la potestad de “suplir y corregir las deficiencias de la demanda y apreciar las pruebas que versen sobre los hechos no alegados en la misma” (Ramírez Gronda, 1942: 68). De esta manera la ley le otorgaba nuevas herramientas a los jueces para evitar que los patrones dilaten los juicios aduciendo defectos procedimentales.

A juzgar por los expedientes abiertos en el Juzgado de Paz de Olavarría, resulta indudable que funcionarios como Crosta se tomaban muy en serio estas disposiciones. El 26 de julio de 1943, Pablo Vallejos se apersonó en su oficina con el objetivo de demandar a Cipriano Barrera por el cobro de $125 que este último le adeudaba por haberse desempeñado durante trescientas horas como peón en una obra a su cargo.[14] Barrera era uno de los tantos constructores ocasionales que existían en el sector, esto es, albañiles avezados en el oficio que alternaban su vida empleándose como dependientes de las empresas constructoras y como profesionales autónomos en la realización de obras cortas o tareas concretas para las cuales contrataban uno o más jornaleros como Vallejos. Aunque en este último rol podían obtener alguna ganancia adicional, la operación poseía riesgos dado que cualquier contingencia, como una mora en el pago de un trabajo por parte de un cliente, repercutía inmediatamente en la cadena de pagos con corralones de materiales o con los propios obreros que conformaban la cuadrilla. Esto era probablemente lo que le había sucedido a Barrera, quien, al ser convocado por el Juez, decidió allanarse a la demanda prometiendo pagar la suma en los tres meses siguientes por no contar con dinero suficiente en ese momento. Esta situación llevó al trabajador a recurrir nuevamente al juzgado para solicitar la intimación de pago bajo el argumento de que, “dado su condición de jornalero” no podía aguardar tres meses hasta percibirlos en su totalidad.[15] Sabía que Barrera se desempeñaba como frentista en una empresa constructora que realizaba obras de refacción en el Club Atlético Hinojo, de manera que le solicitó al magistrado que intime a dicha empresa a retener los salarios del demandado con el objetivo de que éste honre sus deudas. Tan sólo una semana después del inicio del expediente, el Juez de Paz se dirigió al Alcalde del Cuartel 2º del partido para que notifique al Club Hinojo del embargo de $125 correspondiente a los salarios de Barrera y $30 adicionales de los cuales una mitad fue destinada al pago de “honorarios regulados como indemnización al actor” y la otra a financiar las costas y gastos del proceso.[16]

Aunque se trataba de una demanda por salarios adeudados, Crosta no dudó en atenerse a los tiempos procesales establecidos por ley para los juicios por despido y accidentes. Ello se debió en gran medida al reconocimiento explícito de la falta por parte del demandado, sin embargo, ello no le quita mérito por haber accionado con determinación para efectivizar el pago de los jornales adeudados. Por su parte, Vallejos acertó al optar por los caminos tradicionales en lugar de probar suerte recurriendo al DPT. No fue el único: de los sesenta y dos expedientes disponibles en el fondo del Archivo Histórico Municipal (AHMO) que fueron abiertos por cuestiones laborales (v.g. salarios adeudados, despidos, accidentes) entre 1935 y 1943, dos tercios fueron resueltos por medio de conciliaciones que, si bien significaron para los actores resignar parcialmente sus pretensiones, les permitieron el cobro inmediato de una suma que les permitía afrontar las urgencias propias de su humilde condición. Si esto no sucedía y el juicio se abría a prueba, resultaba muy difícil para ellos ver resuelto el asunto tres semanas después, como establecían las nuevas leyes procesales. Esto no impedía que estos funcionarios se esforzaran por agilizar lo máximo posible los juicios, resolviendo los litigios mediante sentencia antes de los seis meses y, en no pocas ocasiones, antes de los tres. Fueron muy excepcionales los juicios que se extendieron por más de un año, incluso entre aquellos cuya resolución se dilataba a raíz de la apelación de la sentencia al Juzgado de Primera Instancia en lo Civil y Comercial.

Y por si esto fuera poco, para fortuna de los trabajadores, los fallos de Crosta y sus sucesores tendían a favorecerlos en situaciones dudosas. Unos días antes que Vallejos iniciara su expediente por cobro de salarios, otro albañil llamado Leonardo D’Amico había hecho lo suyo al demandar al constructor Roque Lobreglio. De acuerdo al actor, habiéndose desempeñado como oficial albañil en la construcción de una cocina durante quince días, este último únicamente le había liquidado $30 adeudándole por tanto los jornales restantes que calculaba en $74 a los que se sumaban $28 adicionales que había gastado en comprar los mosaicos necesarios para la obra. Presente el demandado en la audiencia, éste sostuvo que únicamente se encontraba pendiente el pago por los mosaicos dado que el pago por sus jornales se había satisfecho con los $30 ya abonados, como constaba en el recibo de pago firmado por el actor que presentaba como prueba.[17]

La parte actora solicitó la presentación de dos testigos: la mujer que había contratado a Lobreglio para refaccionar su cocina y el policía que vigilaba usualmente la cuadra donde la obra se efectuó. Ambos coincidieron en afirmar que habían visto a D’Amico trabajar en la obra para el demandado, sin embargo, ninguno de ellos podía asegurar cuanto tiempo había trabajado o si había percibido el pago de todos sus jornales por parte de Lobreglio, dado que desconocían completamente el arreglo que tenían. Esto no impidió que Crosta se incline a favor del trabajador argumentando que de acuerdo al artículo 110 del Código de Procedimientos Civil y Comercial el demandado al responder la demanda estaba obligado a “confesar o negar categóricamente los hechos pertinentes establecidos en la demanda […] sus silencios o respuestas evasivas pod(ían) estimarse como un reconocimiento de la verdad de esos hechos”.[18] Y callar significaba otorgar: el silencio del demandado respecto al tiempo que el actor decía haber trabajado para él y en cuanto al monto salarial que el actor aseguraba que le adeudaba, eran pruebas suficientes de su culpabilidad.

Pese al predominio de arreglos verbales de carácter informal, las demandas entabladas por cobro de salarios por parte de los trabajadores industriales eran relativamente sencillas de resolver para los jueces, dado que el vínculo que los unía a los patrones era simple –una relación de dependencia por tiempo determinado mediada por un intercambio salarial de tipo monetario– y, en el caso particular de la construcción, donde el obrero era contratado “por obra”, el monto en juego solía ser reducido. El verdadero desafío surgía cuando se apersonaban en el juzgado paisanos como Ángel Gómez quien, en 1941, concurrió para demandar a Germán Parmigiani –un arrendatario dedicado al pastoreo– acusándolo de adeudarle los salarios correspondientes a los trece meses en que había desempeñado como encargado de su establecimiento rural.

De acuerdo a Gómez, aunque él realizaba todas las tareas inherentes al establecimiento, la falta de recursos lo habían obligado a él y su esposa a efectuar trabajos para terceros y a contraer “deudas de cierta importancia” que aún debía solventar.[19] Aunque reconocía que la remuneración por sus servicios nunca había sido convenida con el demandado, estimaba que le correspondían $50 por cada uno de los meses trabajados, una suma “muy por debajo de la usual y que la costumbre tiene establecida en esta zona […] máxime teniendo en cuenta que el demandado nunca le suministró lo necesario para su alimentación”.[20] Presente en la audiencia, Parmigiani se apresuró a aclarar en su defensa que Gómez no era su empleado, sino su socio desde hacía poco más de un año. Explicó además que el acuerdo consistía en que Gómez debía cuidar la hacienda, las aves y los cerdos del establecimiento a cambio de la mitad de los animales menores que se criaran, la mitad “de lo que se sacase de un ternero guacho” y dos hectáreas de tierra para que éste las explotara por su cuenta.[21] Para probarlo aludió a todas las ventas de animales que Gómez había realizado, aclarando que éste también había realizado arreos de ganado a las ferias que, en forma de changas, eran abonados por separado. Por otra parte, el hecho de que el propietario del campo se encargara por su cuenta de la reparación de los alambrados, constituía para el demandado la prueba definitiva de que Gómez no se había desempeñado como peón mensual. Por último, Parmigiani destacó que unas semanas antes había recibido una intimación del pago de $1140 por los mismos conceptos por los que ahora el actor reclamaba la suma total de $650, prueba irrefutable de “la poca seriedad del actor”.[22]

Fracasada la conciliación, el juicio se abrió a prueba. Previsiblemente, ante la ausencia de un contrato escrito u otros documentos probatorios, las partes convocaron a una gran cantidad de testigos con el objetivo de que corroboren su versión de los hechos. Aunque ninguno de ellos conocía en detalle la naturaleza del contrato que ambos mantenían, estos tendieron a confirmar que Gómez cuidaba el ganado de Parmigiani pero que también realizaba arreos de ganado al demandado y a otros productores ganaderos por cuenta propia, y que había vendido unos pollos –presumiblemente producto del arreglo que mantenía con su patrón– unos meses antes.[23] A pesar de que Gómez no había presentado ningún testigo que pudiera confirmar que éste, en su condición de asalariado, había manifestado preocupación durante todos los meses que duró el vínculo por el hecho de no percibir sus jornales, el Alcalde del Cuartel N°1 (ante la ausencia del Juez de Paz) falló a su favor considerando que había trabajado a las órdenes de Parmigiani, condenando a este último al pago de los $650 reclamados.[24]

La última palabra la tendría el Juzgado de Primera Instancia en lo Civil de Azul, al que el demandado, descontento con el fallo, decidió apelar. Luego de examinar el caso, el tribunal azuleño resolvió revocar parcialmente la sentencia del funcionario olavarriense fijando “una mensualidad que conciliando el interés de ambas partes resuelva con equidad el pago que el actor pretende teniendo en cuenta […] los beneficios y facilidades que éste tenía durante el momento que prestó servicios a las órdenes del demandado”.[25] La mensualidad se fijó en $20 mensuales, reduciendo el monto adeudado por Parmigiani de $650 a $260. Aunque el fallo resulta un tanto escueto en su fundamentación, es posible que esta reducción se explique por la presencia de otros medios de subsistencia a disposición del trabajador y la condición de analfabeto de este último, la cual, volvía un tanto inverosímil la posibilidad de que pudiera haber ejercido funciones jerárquicas en el establecimiento.

Nuevamente se repite aquí la tendencia de los jueces de paz, o en este caso un Alcalde, a inclinarse a favor de los demandantes en situaciones dudosas. En este caso en particular, el funcionario fue todavía más lejos, garantizándole al actor no sólo el cobro de sus salarios, sino asumiendo para sí la prerrogativa de establecer el monto de los mismos en nombre de la equidad. Esta prerrogativa estaba contemplada por el artículo 1627 del Código Civil, citado tanto por el funcionario olavarriense como por el tribunal azuleño más tarde, el cual establecía que “el que hiciere algún trabajo, o prestare algún servicio a otro, puede demandar el precio, aunque ningún precio se hubiese ajustado, siempre que tal servicio o trabajo sea de su profesión o modo de vivir”.[26] El hecho de que la fijación judicial del salario fuera avalada por los jueces civiles letrados sugiere que se trataba de una solución bastante corriente y aceptada. En buena medida, solo podía ser posible en un mercado laboral que no poseía niveles salariales establecidos por ley o convenios colectivos que poseyeran un poder normativo y por lo tanto fueran de cumplimiento obligatorio. Era precisamente este vacío legal el que habilitaba este tipo de prácticas.

Los litigios por salarios adeudados como los iniciados por Vallejos, D’Amico y Gómez eran los juicios laborales más comunes tramitados en el tribunal local por aquellos años. En efecto, el 63% de dichas causas fueron iniciadas por este motivo, mientras que de las restantes un 31% fueron por despidos injustificados y solo un 6% por indemnización por accidente laboral o enfermedad. Existen ciertas razones que explican las causas que llevaron a los trabajadores a judicializar ciertos conflictos más que otros. En el caso de los expedientes abiertos por accidentes laborales, su marginalidad se debe a que, como fue mencionado anteriormente, la ley 4.548 establecía la intervención previa y obligatoria del Departamento de Trabajo, de manera que el trabajador únicamente podía recurrir a la justicia una vez fracasada la instancia administrativa. Si esto efectivamente ocurría, el actor podía judicializar el conflicto en el juzgado local únicamente si su lesión había sido relativamente leve, como la pérdida de una falange de un dedo de la mano o de un dedo del pie.[27] Cuando el asunto presentaba mayor gravedad, el tope de $500 establecido por ley para la intervención de la Justicia de Paz obligaba al obrero a dirigirse a Azul y litigar en el Juzgado de Primera Instancia, para lo cual debía contratar los servicios de un abogado.[28] Conviene recordar, por último, que los trabajadores rurales fueron excluidos de los beneficios de la ley 9.688 hasta 1940, una población que en partidos del interior de la provincia como Olavarría era numéricamente muy importante.

En cuanto a los juicios por despido, a diferencia de Capital Federal –donde un buen número de jueces de paz letrados y camaristas tendían fallar a favor de los obreros industriales mediante una interpretación amplia de la ley 11.729–, en la provincia de Buenos Aires la Corte Suprema se inclinaban por una interpretación restrictiva de la norma, excluyendo de sus beneficios a los trabajadores cuyas tareas no fueran estrictamente mercantiles.[29] Esto pudo haber condicionado a los jueces bonaerenses (tanto legos como letrados) desalentando el inicio de este tipo de litigios por parte de los trabajadores industriales y rurales. Con el fin de sortear este obstáculo, algunos obreros manufactureros que se habían empleado en grandes compañías que contaban con oficinas en la Capital Federal, esgrimieron por medio de sus abogados este último factor como argumento para justificar su decisión de recorrer cientos de kilómetros para litigar en los juzgados de paz porteños.[30] Esta aventura era una apuesta cara que estaba condenada al fracaso: todo indica que terminaban siendo derivadas a Olavarría para ser dirimidas en el juzgado local.[31]

Tanto la presencia de estas rebuscadas estrategias como la evidencia cuantitativa de las demandas de este tipo iniciadas en el juzgado olavarriense,[32] invitan a no exagerar la presencia de trabajadores industriales despedidos reclamando indemnizaciones en los estrados.[33] Resulta indudable que mientras más restrictivas fueran las leyes, menos posibilidad tenían los trabajadores de invocarlas en la justicia. Pese a la sensibilidad que los jueces vecinales revelaban con sus prácticas, gran parte de los trabajadores no solían recurrir a ellos para resolver los conflictos y desavenencias que los enfrentaban con los patrones. El carácter minoritario de la judicialización de los conflictos laborales resulta evidente cuando se los pondera dentro del universo total de causas civiles abiertas en el juzgado: de todos los expedientes abiertos en 1938 y en 1941, únicamente un 2% es posible encuadrarlo como juicio laboral.[34]

¿Cuál era la situación de los empleados de comercio frente a la Justicia de Paz? ¿Qué resultado obtenían de sus demandas por despido? A pesar de que en términos legales los obreros y empleados de este sector podían considerarse a sí mismos privilegiados en relación a sus pares de la industria y el campo, lo cierto es que su situación estaba muy lejos de ser idílica. Al igual que Clemente Di Carlo, muchos de ellos dedicaban su vida al trabajo. A principios de abril de 1938, este carnicero de veintiséis años había sido contratado por el esposo de su prima, Humberto Alessandrini, para trabajar en su carnicería, quedando a cargo de todos los asuntos del local luego de que, unas pocas semanas después, su patrón fuera víctima una enfermedad que lo alejó de sus negocios. Esta situación, transformó a Di Carlo en el virtual regente del comercio. Su jornada laboral comenzaba a las seis y media de la mañana con la preparación de la carne y, una vez abierto el local, su posterior despacho hasta las once y media. Hacia la una del mediodía, luego de almorzar y descansar unos minutos, reanudaba sus tareas faenando las reses en el matadero hasta las cuatro de la tarde, hora en que debía retornar al mostrador y atender la clientela hasta las nueve y media de la noche en que cerraba el local. El ajetreado ritmo que le imponían sus tareas de encargado no contemplaba días de franco y mucho menos la posibilidad de mostrar flaquezas: diez meses después de haber entrado a trabajar el empleado enfermó, enviando en su lugar a un amigo de su confianza para que le avise a Alessandrini y se ofrezca como reemplazo. Una semana después, ya recuperado, se apersonó en el local con el objetivo de intentar retomar sus tareas, momento en el cual su patrón le comunicó que sus servicios ya no eran necesarios. La imposibilidad de llegar a un acuerdo con él, llevó a Di Carlo a contratar los servicios del procurador Francisco Brusa quien, el 2 de marzo de 1939, se presentó en el juzgado de paz de Olavarría para reclamar $795 en concepto de salarios adeudados e indemnización por despido injustificado de acuerdo a la ley 11.729.[35]

Citado el demandado, éste concurrió representado por el procurador Vicente Lamarque, quien negó la existencia tanto de la deuda salarial como del despido. De acuerdo a Alessandrini, Di Carlo no había cumplido nunca las funciones de encargado, sino que había sido contratado como “peón achurador” para realizar además tareas generales de limpieza y mostrador. Originariamente, Di Carlo había sido contratado “por súplicas, por hallarse sin trabajo, a título desinteresado” a raíz del vínculo de parentesco que lo unía a su esposa, y además le había permitido disfrutar de otras retribuciones además de las salariales entre las que se contaba un juego de muebles y varios kilos de carne para su familia. De acuerdo a su alegato, Di Carlo nunca había sido despedido, sino que hizo “abandono espontáneo de sus obligaciones por haber contraído enfermedades secretas que lo obligaron a guardar cama”.[36]

Tres meses después de iniciado el expediente, el juez Ernesto Crosta dictó sentencia fallando a favor del trabajador y obligando a Alessandrini a pagar los $795 demandados. Los testimonios de los nueve testigos convocados, entre los que se encontraban trabajadores carniceros, propietarios de otros comercios de la misma índole y clientes esporádicos del local coincidían en afirmar que sobre Di Carlo recaían todas las responsabilidades del local, a lo que se sumaba el hecho de que el demandado se negara a presentar el libro de sueldos y jornales que, de acuerdo a la ley 11.729, debían llevar todos los locales comerciales y en el cual debían registrarse las fechas de ingreso y egreso de todos los empleados, las remuneraciones percibidas por éstos, las suspensiones y la razón que había motivado la disolución del vínculo laboral. La ausencia de la contabilidad formal y la inexistencia de convenios colectivos de trabajo en el sector comercial, determinaron que, al igual que en el juicio que enfrentó a Gómez con Parmigiani reconstruido anteriormente, el salario que le correspondía al actor y la correspondiente indemnización por despido fuera estipulados por Crosta. Para hacerlo, éste se apoyó en los testimonios de otros tres carniceros que, convocados por al actor en la audiencia, declararon que por tareas similares se acostumbraba a abonar entre $120 y $130, suma similar a los $100 estipulados por Di Carlo y su representante al momento de entablar la demanda.[37]

Incluso antes de que comience la ronda de interrogatorios a los testigos convocados, el procurador Brusa podía intuir el desenlace del juicio. Es que, por aquel entonces, por medio de sucesivos fallos los magistrados habían transformado al libro de sueldos y jornales establecido por la ley 11.729 en la prueba fundamental a la hora de resolver los juicios por despido. De manera que, cuando fue el turno de los alegatos previos al fallo, el procurador invocó como antecedente jurisprudencial la resolución del juicio que había enfrentado un par de años antes a Pascual Lagrave con Lucas Salgado, un comerciante que poseía un almacén de ramos generales dedicado a la compra y venta de cereales. Se trataba de una causa que Brusa conocía al dedillo, puesto que en ella había representado al actor ante el mismo juzgado.

En el caso citado, Lagrave había contratado servicios de Brusa una semana después de protagonizar un altercado con su patrón que, de acuerdo a su versión de los hechos, había derivado en su despido. De acuerdo a Brusa, su representado se había desempeñado durante nueve años a las órdenes de Lucas Salgado “sin tener en cuenta ni feriados, ni jornada legal”.[38] Su tarea consistía en recorrer con un camión de su patrón las chacras aledañas a la ciudad para recibir el cereal que luego era comercializado por el almacén. Por estas labores, decía haber percibido “como mínimo” un jornal diario de $4,50, razón por la cual reclamaba el pago de $562 por despido súbito e injustificado de acuerdo a la ley 11.729.[39]

Representado por Eleuterio Reyes, Salgado concurrió a la audiencia planteando que no le adeudaba nada al trabajador, puesto que, lejos de ser el hombre a cargo de la recepción del cereal, era un simple bolsero que, por lo tanto, no podía ser encuadrado como empleado de comercio. Además, no había sido despedido, sino que se había retirado por su voluntad luego de insolentarse en el marco de una discusión que ambos habían protagonizado en el mostrador del local, lo que motivó que el comerciante se dirija a la comisaría “a efectos de ponerse a cubierto de cualquier ulterioridad que pudiera producirse y dejar bien establecidas las causas porque el obrero mencionado se retiró de su casa”.[40] De acuerdo al acta levantada por el policía, Lagrave se desempeñaba “a jornal” como conductor de uno de los camiones que el almacén disponía para recoger los cereales hasta que el día anterior, luego de comunicarle que los trabajos se suspendían por unos días a raíz del mal estado de los caminos, éste expresó “su disconformidad a la orden del patrón y al mismo tiempo que se insolentaba con el mismo, manifestaba que no necesitaba trabajar más y que se retiraba”.[41]

Salgado no sólo poseía el acta policial, sino que además contaba con un par de testigos que se encontraban presentes aquel día en su almacén que, al ser citados por el Juez, confirmaron que Lagrave se había dirigido de forma altanera. El trabajador, por su parte, convocó a productores que coincidieron en afirmar que éste era el responsable de la recepción de los granos, a pesar de que esporádicamente trabajaba a la par de los peones cargando y descargando las bolsas del camión. Sin embargo, la prueba de fuego que llevó a Crosta a inclinarse por el trabajador fueron las irregularidades que presentaban los libros de sueldos y jornales del patrón.[42] De acuerdo al peritaje, a partir de la sanción de la ley 11.729 en 1934, Salgado había comenzado a registrar a sus empleados en dichos libros, entre ellos al actor, aunque en la casilla correspondiente no figuraba ni el monto salarial ni la firma del empleado que constatara la conformidad con el jornal abonado. Este defecto había sido subsanado a partir de noviembre de 1936, cuando Salgado finalmente había comenzado a llevar el libro de acuerdo a todas las disposiciones legales, si no fuera porque había omitido dejar constancia de las causas de la ruptura del contrato.

Agraviado por la resolución, Salgado decidió apelar la sentencia y el expediente fue remitido a Azul. Allí, a diez meses del inicio de la causa, el Juzgado de Primera Instancia convalidó el fallo del juez de paz estableciendo que “la circunstancia del despido sin preaviso se acredita(ba) por la presunción contraria al demandado, que resulta de no llevar el “Registro Especial” que establece la ley 11.729 […], ya que en el mismo debió quedar consignada la suspensión (del contrato) por retiro voluntario o involuntario”.[43] Sería esta contundente afirmación, la que Brusa esgrimiría como carta ganadora, tiempo después, a la hora de alegar en la disputa que enfrentó a Di Carlo con Alessandri y el juez Crosta utilizaría como antecedente para su sentencia en aquella ocasión.

Varias cuestiones resultan relevantes del análisis en conjunto de estos dos expedientes. En primer lugar, ilustran una cuestión que ha sido sugerida a lo largo de este capítulo: la distancia insalvable que existía entre la teoría y la práctica o, más precisamente, entre las leyes y su aplicación concreta. En efecto, aunque entre fines de la década del treinta y principios de la del cuarenta, el Estado se mostraba más interesado que en el pasado en otorgar nuevos derechos a los trabajadores –o, al menos, a un sector de ellos–, formalizar los contratos mediante documentos escritos y erigirse como árbitro en las disputas laborales, la materialización de estas políticas seguía frustrándose por las limitaciones que poseía el DPT para obligar a los patrones a acatar las leyes. Todavía en 1943, casi una década después de la sanción de la ley 11.729, la mayoría de los comerciantes del partido continuaban ignorando la ley y manejando sus negocios con prescindencia de los libros de sueldos y jornales, como revela el largo y detallado artículo titulado “El libro de la ley 11.729 en la prueba de despido” publicado por el diario local La Democracia. El texto tenía como objetivo exponer los debates jurídicos suscitados en los tribunales civiles y en las revistas especializadas a la hora de considerar la validez probatoria del registro con el objetivo de, en palabras de su autor, el doctor Palmiro Bogliaro, “contribuir al conocimiento y difusión de un aspecto de la ley de contrato de trabajo, que no merece la desaprensión y negligencia con que hasta ahora –nos enseña la práctica– el comercio en general lo tiene”.[44]

Muchos de los comerciantes probablemente no temían que su negligencia pudiera ser castigada en la justicia, pero otros –como Salgado–, comenzaban a tomar conciencia del riesgo que implicaba la disolución de un vínculo en malos términos y, temiendo que el viento se lleve las palabras, se apresuraban a producir documentos que pudieran servir como pruebas en un eventual litigio. La preocupación por quedar expuestos a una demanda resultaba justificada en la medida que existía por entonces en la ciudad un nutrido grupo de abogados y procuradores que veían en la nueva ley una oportunidad de ampliar su clientela. A diferencia de las demandas por salarios, en las cuales estaban en juego cuestiones “de hecho” más que de derecho, el desenlace de los juicios por despido involucraba saberes legales y estrategias más sofisticadas diseñadas por letrados que conocían el contenido de la ley e iban, con el correr de los años, aprendiendo sus posibles interpretaciones y perfeccionando sus estrategias.

Independientemente del resultado final del juicio, patrones como Salgado o Alessandrini, acertaron en optar por contratar los servicios de un profesional al ver que el trabajador había concurrido al juzgado acompañado por uno. Otros patrones, como la familia Arenal, cometieron la imprudencia de concurrir al Juzgado personalmente y responder la demanda sin contar con el asesoramiento correspondiente, quizás porque dieron por hecho que el trabajador iba a aceptar un arreglo conciliatorio que iba a poner fin de inmediato a la disputa o quizás simplemente porque subestimaron la situación. En 1943 esta empresa dedicada a la fabricación y venta de calzado, fue demandada por Eduardo Dirazar, un trabajador que decía haberse desempeñado primero como capataz de fábrica y luego como viajante de comercio, antes de ser reemplazado súbita e injustificadamente por Roberto Arenal, uno de los miembros de la familia propietaria. Este último decidió contestar la demanda argumentando que el actor no había presentado ningún documento que lo acreditara como empleado de la casa ni había acompañado su demanda del certificado del DPT en el cual constara la negativa de los patrones a indemnizarlo, ofreciendo como prueba el libro de accidentes de trabajo que establecía la ley 9.688.[45]

Evidentemente, Arenal ignoraba que la presentación del documento administrativo sólo era obligatoria en casos de juicios por accidentes laborales y que el mencionado libro no servía como prueba en juicios por despido. Ante esta situación el procurador Raúl Figueroa, como representante legal de Dirazar, además de convocar testigos para confirmar las funciones que éste desempeñaba, se apresuró a exigir la presentación del libro de jornales y sueldos estipulado por la ley 11.729 para su peritaje.[46] De nada sirvió que, a mitad del proceso judicial, éstos buscaran revertir la situación contratando los servicios del abogado José María Torres. El testimonio de los testigos convocados y especialmente la reticencia de los patrones a presentar los libros contables correspondientes, llevaría al Juez de Paz a fallar a favor del actor, concediéndole el derecho a percibir únicamente el monto indemnizatorio correspondiente a los meses que se había desempeñado como viajante de comercio, dado que el actor no había probado que había desempeñado las tareas de capataz en la fábrica “y, para el caso que así hubiera sido la Suprema Corte de la Provincia interpretó que los obreros industriales no estaban comprendidos en los beneficios de la ley 11.729”.[47]

Al inicio del expediente abierto por Dirazar, menos de dos meses habían transcurrido desde el golpe de Estado perpetrado el 4 de junio de 1943. Aún, se encontraba al frente del juzgado Ernesto Crosta, quien luego fue destituido y reemplazado por Jorge Brown, sobre quien recayó la resolución del juicio. Al igual que su predecesor, que antes de la sanción de la ley 11.729 se había limitado a resolver juicios por salarios adeudados que no requerían mayores conocimientos legales, funcionarios como Brown debían dedicarle tiempo al estudio de una creciente jurisprudencia y un número importante de estudios doctrinarios: con la aparición de este tipo de demandas, los juicios por cuestiones laborales se habían vuelto asuntos más complejos que en el pasado. De hecho, los empleados del juzgado, que hasta entonces habían rotulado estos expedientes bajo la nomenclatura genérica de juicios “por cobro de pesos”, a partir del expediente iniciado por Dirazar, comenzaron a refinar sus clasificaciones y a catalogarlos de allí en adelante como juicios “por despido injustificado”. Los juicios laborales comenzaban así a ser clasificados en toda su especificidad, en el preciso momento en que estaban por desencadenarse un conjunto de trasformaciones institucionales que marcarían el inicio de una nueva era en materia de relaciones laborales.

Conclusiones

¿Qué papel jugaron los jueces de paz en la resolución de los conflictos laborales en los años previos a la Revolución de Junio de 1943? En función de la reconstrucción esbozada en las páginas precedentes, resulta evidente que, todavía en la década de 1930, los trabajadores consideraban viable recurrir a sus estrados a efectuar sus reclamos. Ante las limitaciones que padecía el Estado provincial para arbitrar en los conflictos y garantizar el cumplimiento de las leyes, obreros industriales, peones rurales y empleados de comercio supieron apreciar las ventajas que ofrecía la proximidad de sus oficinas y la sensibilidad de sus magistrados. La celeridad de los procesos y la relativa falta de apego a las formalidades legales de sus funcionarios, persuadieron a una buena cantidad de ellos de elegir concurrir al juzgado de paz antes que al DPT o a los tribunales letrados. De esta manera, este trabajo reafirma la relevancia que tuvieron estos mediadores locales en la preservación del orden social de sus distritos durante los años previos al surgimiento del peronismo, incluso en aquellos que atravesaban un proceso de urbanización e industrialización.

Esta importancia era admitida por el propio gobierno provincial que, como fue mencionado, se preocupó por especificar las prerrogativas que poseían estos funcionarios a la hora de intervenir en causas laborales. Es que la sanción de la ley de accidentes de trabajo en 1915 y la promulgación de la ley 11.729 dos décadas más tarde, habían dado lugar a una creciente judicialización de los asuntos laborales (Schjolden, 2002). La aparición de estas nuevas herramientas legales acabó por tecnificar los procesos del juzgado de paz, en la medida en que entablar una demanda por despido implicaba conocer no sólo la letra de a la ley sino también la creciente jurisprudencia que, condensada en numerosos fallos, fue precisando sus alcances y circunscribiendo sus beneficios. Esto amplió el mercado de abogados y procuradores, quienes encontraron en estas disputas un nuevo nicho de consumidores a patrocinar ya sea en calidad de actores o demandados, como así también obligó a los magistrados a actualizar sus conocimientos jurídicos para estar a la altura de los nuevos desafíos.

Ahora bien, este trabajo también se ha ocupado de precisar las limitaciones que poseía este mecanismo de resolución de disputas. Aunque importantes, las disputas judiciales reconstruidas a lo largo de este trabajo constituían una minoría dentro del universo de contiendas que enfrentaban a los trabajadores con sus patrones en distintos espacios productivos. La mayoría de ellos no podía judicializar un despido arbitrario o un accidente de trabajo, por el simple hecho de que no disponían de una ley para invocar en los estrados. La situación de ostracismo legal en la cual se encontraban tanto los peones rurales como los obreros industriales, mantuvo la conflictividad laboral encapsulada en la privacidad de los establecimientos. Esta situación sólo cambiará luego del Golpe de Estado de 1943 cuando, mediante una batería de decretos y resoluciones, Juan Domingo Perón amplíe el alcance y el contenido de las leyes protectoras, conformando un piso de derechos común para la clase obrera argentina. La diseminación de las oficinas de la Secretaría de Trabajo y Previsión y de los tribunales laborales a lo largo y ancho del territorio provincial, marcarán el ocaso de los juzgados de paz (Palacio, 2004). Aunque su función mediadora no será eliminada por completo, sí se convertirá en un engranaje subordinado dentro del nuevo sistema de resolución de conflictos.[48]

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Notas

1. Para una visión sintética del origen de esta institución y su derrotero hasta hoy, véase Palacio (2020)
2. El juzgado ubicado en la ciudad de Olavarría poseía jurisdicción sobre el partido homónimo, el cual se encuentra situado en el centro de la provincia de Buenos Aires a unos trescientos cincuenta kilómetros de la Capital Federal. Durante el período de entreguerras, este partido experimentó un crecimiento demográfico por encima de la media provincial motorizado por el desarrollo de la minería de superficie y la inauguración de importantes plantas cementeras que lo transformaron en uno de los distritos más pujantes y diversificados. Con sus 48.545 habitantes era hacia 1947 el décimo séptimo partido más poblado de la provincia. Presidencia de la Nación, Dirección de Asuntos Técnicos (1947). IV Censo General de la Nación. Buenos Aires: Dirección Nacional de Servicio Estadístico.
3. En orden de enumeración: Ley 5.291 en 1907; 9.105 en 1913; 10.505 en 1918; 9.511, 11.278 en 1925 y 11.337 en 1926; 11.544 en 1929; 11.640 en 1932; 11.837 en 1934; ley 11.933 y ley 12.111 en 1934. Los textos de las leyes se encuentran en Linares Quintana (1948).
4. Luego de la sanción de la ley 4.548, la cantidad de empleados aumentó de 59 a 327. Véase: Barandiarán, 2016.
5. El Popular. 25 de mayo de 1941. Olavarría, p. 5.
6. Un estudio de caso de Coronel Dorrego en Palacio (2004)
7. Diario El Popular. Anuario 1935. Olavarría, p. s/n.
8. Para una exploración de los perfiles de estos funcionarios, véase: Garavaglia (1997) y Palacio (2004).
9. Ferrocarril del Sud, Oeste y Midland, Guía Comercial, Buenos Aires, 1936, p. 247.
10. Municipalidad de Olavarría, Memoria y balance financiero, Olavarría, 1942, p. s/n.
11. Registro Oficial de la provincia de Buenos Aires, La Plata, Taller de Impresiones Oficiales, tomo II, 1940, p. 378; Registro Oficial de la provincia de Buenos Aires, La Plata, Taller de Impresiones Oficiales, tomo I, 1942, p. 629.
12. Registro Oficial de la provincia de Buenos Aires, La Plata, Taller de Impresiones Oficiales, tomo III, 1943, p. 798.
13. Ley 4.218, en: Registro Oficial de la provincia de Buenos Aires, La Plata, Taller de Impresiones Oficiales, tomo I, 1934, pp. 461-470; Ley 4.455, en Registro Oficial de la provincia de Buenos Aires, La Plata, Taller de Impresiones Oficiales, tomo II, 1936, p. 297. Estos los juzgados de Primera Instancia, además de letrados, eran colegiados. En el caso de Olavarría se encontraban en Azul, la cabecera del Departamento Judicial del Sudoeste.
14. Archivo Histórico Municipal de Olavarría (AHMO), Justicia de Paz Civil (JPC), “Vallejos, Pablo c/ Barrera, Cipriano”, Olavarría, 1943, exp. 12.613, f. 1 vta.
15. AHMO, JPC, “Vallejos, Pablo c/ Barrera, Cipriano”, Olavarría, 1943, exp. 12.613, f. 3 vta.
16. AHMO, JPC, “Vallejos, Pablo c/ Barrera, Cipriano”, Olavarría, 1943, exp. 12.613, f. 7 y vta.
17. AHMO, JPC, “D’Amico, Leonardo c/ Lobreglio, Roque”, Olavarría, 1943, exp. 12.149, ff. 4 vta. y 5.
18. AHMO, JPC, “G. de D’Amico Serafina…”, cit., f. 30.
19. AHMO, JPC, “Gómez, Ángel c/ Parmigiani, Germán”, Olavarría, 1941, exp. 11.454, f. 4.
20. AHMO, JPC, “Gómez, Ángel c/ Parmigiani, Germán”, Olavarría, 1941, exp. 11.454, f. 4.
21. AHMO, JPC, “Gómez, Ángel c/ Parmigiani, Germán”, Olavarría, 1941, exp. 11.454, f. 4 vta.
22. AHMO, JPC, “Gómez, Ángel c/ Parmigiani, Germán”, Olavarría, 1941, exp. 11.454, f. 5 vta.
23. AHMO, JPC, “Gómez, Ángel c/ Parmigiani, Germán”, Olavarría, 1941, exp. 11.454, ff. 22-75.
24. AHMO, JPC, “Gómez, Ángel c/ Parmigiani, Germán”, Olavarría, 1941, exp. 11.454, ff. 86-88 vta.
25. AHMO, JPC, “Gómez, Ángel c/ Parmigiani, Germán”, Olavarría, 1941, exp. 11.454, ff. 97 y 98.
26. Argentina (1939). Código Civil de la República Argentina. Buenos Aires: J. Lajouane y Cía.
27. Si este era el caso y por ejemplo el damnificado era un albañil que percibía $8 diarios, la indemnización estipulada por este daño era de $480 y, por lo tanto, el trabajador podía recurrir al juzgado local. Véase: Ramírez Gronda (1940: 280).
28. La presencia de un número proporcionalmente alto de juicios por accidentes laborales graves que por aquellos años se tramitaban en Azul, parece corroborar estas impresiones. Véase: Barandiarán (2015).
29. Este posicionamiento era la regla más que la excepción por fuera de la Capital Federal. Los fallos que sentaron jurisprudencia en cada una de las provincias pueden consultarse en Schjolden (2002: 220).
30. Este fue el caso de un mecánico de Loma Negra que en 1940 demandó a la empresa ante el Juzgado de Paz Nro. 29 de la Capital Federal por haberlo despedido arbitrariamente luego de un altercado con un capataz. Aunque no resulta posible determinar las magnitudes de este fenómeno y hasta qué punto influyó en los índices de litigiosidad de Capital Federal, sí es seguro que no se trató de un caso aislado: en uno de los tantos alegatos, el abogado patronal reconoció que había atendido un juicio idéntico entablado por otro trabajador de Loma Negra en ese juzgado y otros dos iniciados por obreros industriales de una fábrica de Avellaneda. Juzgado de Paz Letrado de la Capital Federal Nro. 29, “Teixeira, José c/ S.A. Cía. Industrial Arg. Loma Negra”, Capital Federal, 1940, exp. 135, en: AHMO, JPC, “Loma Negra S.A. Cía. Industrial Argentina c/ Teixeira José Faustino”, Olavarría, 1940, exp. 10.750.
31. JPLCF, “Teixeira, José c/ S.A. Cía. Industrial Arg. Loma Negra”, 1940, exp. 135, f. 17 vta.
32. De los dieciocho juicios por despido abiertos durante el período que se conservan en el Archivo Histórico Municipal de Olavarría, únicamente dos fueron abiertos por trabajadores dedicados a tareas manufactureras.
33. Las características de este fenómeno han sido abordadas en Schjolden (2002: 187-226).
34. De los 494 expedientes abiertos en 1938 únicamente once pueden ser caratuladas como causas laborales. Tres años después fueron archivados 392 causas de las cuales solo ocho fueron laborales. AHMO, JPC, expedientes varios. Esto coincide con las estadísticas elaboradas por Juan Manuel Palacio para el caso de Coronel Dorrego. De acuerdo a su medición, del total de expedientes civiles referidos a conflictos rurales tramitados entre 1890 y 1940 únicamente el 13% involucró a patrones y trabajadores (Palacio, 2004: 161).
35. AHMO, JPC, “Di Carlo, Clemente c/ Alessandrini, Humberto”, Olavarría, 1939, exp. 10.147, ff. 6-7.
36. AHMO, JPC, “Di Carlo, Clemente c/ Alessandrini, Humberto”, Olavarría, 1939, exp. 10.147, f. 8.
37. AHMO, JPC, “Di Carlo, Clemente c/ Alessandrini, Humberto”, Olavarría, 1939, exp. 10.147, f. 38.
38. AHMO, JPC, “Lagrave, Pascual c/ Salgado, Lucas”, Olavarría, 1938, exp. 9531, f. 4 vta.
39. AHMO, JPC, “Lagrave, Pascual c/ Salgado, Lucas”, Olavarría, 1938, exp. 9531, ff. 4 y vta.
40. AHMO, JPC, “Lagrave, Pascual c/ Salgado, Lucas”, Olavarría, 1938, exp. 9531, f. 5.
41. AHMO, JPC, “Lagrave, Pascual c/ Salgado, Lucas”, Olavarría, 1938, exp. 9531, f. 40 vta.
42. AHMO, JPC, “Lagrave, Pascual c/ Salgado, Lucas”, Olavarría, 1938, exp. 9531, ff. 59-61.
43. AHMO, JPC, “Lagrave, Pascual c/ Salgado, Lucas”, Olavarría, 1938, exp. 9531, f. 64.
44. Diario La Democracia. Anuario 1943. Olavarría, p. s/n.
45. AHMO, JPC, “Dirazar, Eduardo c/ Arenal Miguel y Roberto”, Olavarría, 1943, exp. 12.633, ff. 2-6 vta.
46. AHMO, JPC, “Dirazar, Eduardo c/ Arenal Miguel y Roberto”, Olavarría, 1943, exp. 12.633, f. 7.
47. AHMO, JPC, “Dirazar, Eduardo c/ Arenal Miguel y Roberto”, Olavarría, 1943, exp. 12.633, f. 66 vta.
48. De acuerdo al artículo 7 de la ley 5.178 que en 1947 creó el fuero laboral en la provincia de Buenos Aires, “en aquellos partidos donde no existan Tribunales del Trabajo, cuando el valor de lo cuestionado no exceda de un mil pesos, será competente para conocer de la causa a opción del trabajador: el Tribunal del Trabajo de la jurisdicción respectiva o el Juez de Paz que corresponda”. Registro Oficial de la provincia de Buenos Aires, La Plata, Taller de Impresiones Oficiales, tomo IV, 1947, pp. 584-594.
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