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Hacia la depreciada pero esquiva categoría de provincia. El federalismo argentino y el lugar de los territorios nacionales según tres juristas durante la república radical (1916-1930)
Towards a depreciated but evasive category of province. The Argentine Federalism and the National Territories according to three jurists during the “Radical Republic” (1916-1930)
Estudios del ISHIR, vol. 14, núm. 38, 2024
Universidad Nacional de Rosario

Artículos

Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 14, núm. 38, 2024

Recepción: 30 Enero 2024

Aprobación: 01 Abril 2024

Publicación: 30 Abril 2024

Resumen: Para no pocos observadores de la sociedad argentina, la llegada del radicalismo al gobierno nacional estuvo lejos de representar el ingreso a una forma verdadera de república federal. Sin ser el único, uno de los principales focos de crítica estuvo en la inédita frecuencia de las intervenciones federales a las provincias. Para buena parte de los estudiosos del derecho, esa injerencia invasiva del gobierno nacional producía un menoscabo de la personalidad política de las provincias, cuyas autonomías estaban bajo constante amenaza. En este difícil contexto, algunos Territorios Nacionales –unidades administrativas controladas por el Estado federal– reunieron las condiciones previstas en la ley para obtener la categoría de provincias. Sin embargo, nada de ello se produjo. Este artículo explora las razones de ese resultado a partir del análisis de la obra de tres juristas que destacaron por su actuación académica y política.

Palabras clave: Argentina, régimen federal, derecho constitucional, radicalismo, autonomía provincial.

Abstract: For several observers of the Argentine society, the arrival of radicalism to the national government did not represent the beginning of a true form of a federal republic. Among others, one of the main focuses of criticism lay on the unprecedented frequency of federal interventions in provinces. To a great deal of Law scholars, such an invasive approach by the federal government led to a lessening of the provinces’ political personality as their autonomies were under constant threat. In this challenging context, some of the National Territories –administrative units controlled by the Federal State– reached the conditions fixed in the law for the achievement of the provincial category. However, this transformation did not take place. This paper aims to explore the causes of such outcome by examining the works of three jurists who stood out by their academic and political activity.

Keywords: Argentina, federal regime, constitutional law, radicalism, provincial autonomy.

Al llegar al centenario de su vida independiente, la República Argentina contaba con las mismas provincias que habían intervenido en la organización constitucional de la nación a mediados del siglo XIX. Esas catorce provincias seguían siendo las únicas pese a que entre ambos momentos el territorio nacional había sido casi duplicado, como resultado de las campañas de conquista desarrolladas contra las tribus indígenas que ocupaban extensos espacios al norte y al sur del país. Aquellas vastas regiones, sobre las que el Estado argentino afirmó en forma tardía su soberanía, habían sido organizadas en 1884 a través de la Ley de Territorios Nacionales –también conocida por su número, el de 1.532–, que las dividió en nueve gobernaciones, todas sujetas al control directo de los poderes federales. La misma Ley dictaba que los Territorios podrían ser admitidos como nuevas provincias una vez que hubiesen alcanzado la cantidad de sesenta mil habitantes. Los resultados del censo nacional de población de 1914, aprobados recién en 1919 tras largas negociaciones parlamentarias, ratificaron los obtenidos con el censo de Territorios de 1912, que ya había determinado que ese umbral había sido superado en un caso, el del Territorio Nacional de La Pampa.[1] Sin embargo, esto no dio lugar a la inmediata incorporación de una nueva provincia. De hecho, aun cuando en los años posteriores otras dos gobernaciones llegaron a alcanzar aquella cantidad de población –como se comprobaría con el censo de Territorios de 1920–,[2] los años de los primeros gobiernos radicales transcurrieron sin que ninguno adquiriese la categoría de provincia, con lo que su número era todavía el mismo cuando tuvo lugar el golpe de estado que puso fin a la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen.

Esta realidad no pasaba inadvertida a la mirada de los observadores de la evolución institucional de la nación. En 1927, en un artículo publicado en la prensa porteña, Juan Antonio González Calderón, ya entonces una destacada figura del derecho constitucional argentino, contrastaba la trayectoria del país con la de los Estados Unidos para señalar que, aproximándose “las bodas de brillante de la Constitución con la República, no tenemos más que catorce estrellas en nuestro firmamento político; en tanto que al terminar igual periodo de la vida constitucional norteamericana se contaban treinta y seis en la bandera nacional” (González Calderón, 1928: 197). Mientras que la gran república del norte había expandido sus dominios y ampliado el número de miembros plenos de su sistema federal –cuarenta y ocho hacia 1927–, Argentina había logrado lo primero pero no lo segundo, ofreciendo así el carácter de un federalismo estacionario, incapaz de aumentar la cifra de sus participantes. La situación parecía tanto más reprobable en cuanto significaba que las propias autoridades nacionales incumplían lo dispuesto en la Ley de Territorios, que habilitaba el reconocimiento como provincias de aquellos que reuniesen las condiciones ya señaladas. En efecto, no solo se trataba de que ninguno de ellos había sido admitido como provincia, sino que tampoco habían sido instituidas las legislaturas que la misma norma permitía crear siempre que un Territorio contase con treinta mil pobladores, siendo aún más las gobernaciones que cumplían con este requisito. Pese a que en los años comprendidos en este artículo no faltaron intentos para elevar a algunas gobernaciones al rango de provincia o para dotarlas de sus propias legislaturas, nada de esto se hizo efectivo en ningún caso, lo que ofrece otro ejemplo de la parálisis legislativa que marcó al Congreso durante el periodo (Halperin Donghi, 2000: 153-164; Persello, 2004: 104-120).[3]

Si bien en épocas previas la realidad de los Territorios había dado lugar a críticas, dirigidas sobre todo a señalar al gobierno federal como responsable de un poblamiento y un desarrollo material menos potente del que se había imaginado al crearlos (Navarro Floria, 2007; Gallucci, 2020b), las que se formularon desde 1916 tendieron además a denunciar el incumplimiento de la Ley de 1884 por parte de las autoridades federales. En este sentido, las reprobaciones ya no se limitaron a marcar las deficiencias del régimen impuesto a las gobernaciones, sino que pasaron a subrayar el hecho de que ni siquiera se aplicaba la normativa. La ley quedó así en el centro de las discusiones libradas en torno a los Territorios, lo que confirió un valor especial a las intervenciones que sobre el asunto hicieron algunas de las figuras de mayor reputación en el ámbito del derecho. Este artículo se propone entonces reconstruir las posiciones que tres destacados juristas del periodo analizado adoptaron ante el lugar de los Territorios en el federalismo argentino y frente al desafío de su reconocimiento como nuevas provincias. Además de constituir opiniones autorizadas en el ámbito del derecho, estos autores desarrollaron sus reflexiones desde diferentes instituciones académicas. Los tres extendieron su vida pública más allá de los claustros universitarios y las publicaciones especializadas, para incursionar también en el campo político, a veces en el ejercicio de cargos dentro de la burocracia estatal y otras como representantes en el Congreso de la nación. Se trata, por tanto, de un grupo reducido pero representativo de diferentes generaciones intelectuales y trayectorias profesionales. Vale señalar que ninguno de ellos se ocupó de los Territorios en forma detenida y sistemática. Antes bien, los comentarios que realizaron sobre la materia ocuparon un lugar marginal en sus respectivas obras, que versaron sobre temas más generales de sus respectivas especialidades. Pero la condición de no haber hecho de los Territorios su objeto de atención privilegiada es, de hecho, lo que justifica el propósito de poner foco en ellos. En efecto, a diferencia de los casos, más bien poco frecuentes, de autores que cultivaron un interés especial sobre el particular –como fue el caso de Ángel F. Ávalos (Gallucci, 2022)–, los aquí examinados constituyeron figuras más reputadas y de mayor influencia en el ámbito del derecho, del que no solo provenía gran parte de los legisladores nacionales, sino además muchas de las referencias de autoridad invocadas en los debates parlamentarios.

En lo que sigue, las distintas secciones del artículo reconstruyen las posiciones que cada uno de los autores aquí incluidos adoptó en relación con los Territorios. Así, la primera de ellas está centrada en una figura veterana en el estudio de las leyes como José Nicolás Matienzo, un exponente del reformismo liberal de comienzos del siglo XX que, además de consagrarse a la enseñanza del derecho constitucional, ocupó cargos importantes durante los gobiernos de Hipólito Yrigoyen y de Marcelo T. de Alvear. En segundo lugar, el foco se detiene en una figura del nacionalismo católico de comienzos del siglo pasado como Arturo M. Bas, quien desde su Córdoba natal se ocupó de temas de derecho público y federal, tanto en su paso por la enseñanza universitaria como también en sus intervenciones en la prensa y en su acción parlamentaria durante sus dos mandatos como diputado nacional por esa provincia. El tercer apartado está dedicado a Juan Antonio González Calderón, jurista de orientación conservadora que no solo estaba en tránsito a convertirse en uno de los más reputados estudiosos del derecho constitucional, sino que además fue diputado por la provincia de Entre Ríos en dos oportunidades. Por último, en las conclusiones se examinan los puntos de contacto y las divergencias identificadas entre los autores a propósito de los Territorios.

Por supuesto, sus posiciones no cobran pleno significado sin reconstruir las principales líneas de sus juicios sobre el estado general del federalismo argentino. En este sentido, resulta imprescindible señalar que para numerosos observadores, entre los que se cuentan los aquí analizados, el periodo abierto en 1916 fue contemplado como una etapa en la que el régimen federal consagrado en la Constitución resultaba desmentido por el real desenvolvimiento de la república (Roldán, 2006). Sea que algunos viesen en ese estado de cosas la confirmación de que el federalismo representaba una forma de organización vetusta que detenía la evolución de la sociedad argentina y que debía por lo tanto ser sustituida por un modelo unitario –según proponían fuerzas políticas como el Partido Socialista (Gallucci, 2024) y figuras como Rodolfo Rivarola (1913)–, sea que otros denunciasen la situación como el avasallamiento de derechos provinciales que debían ser protegidos en forma imperiosa –como era por ejemplo el caso de Joaquín V. González (1914)–, todo un abanico de opiniones, muchas veces disímiles, coincidían en señalar que el régimen federal se hallaba en una grave crisis. De cualquier manera, es menester advertir que no obstante sus diferencias generacionales, intelectuales y políticas, los tres autores aquí examinados contemplaban en forma crítica el estado del régimen federal pero sin llegar al punto de propugnar su abandono.

Más allá de las miradas que podían resaltar la continuidad de las tendencias centralizadoras manifiestas desde las últimas décadas del siglo XIX, que parecían no cesar de acrecentar las facultades del Estado nacional (Botana y Gallo, 1997), circunstancias políticas más inmediatas tuvieron un peso más decisivo en el reconocimiento de la grave situación del régimen federal. En particular, la política de intervenciones federales a las provincias llevada adelante por Yrigoyen desde su llegada a la presidencia en 1916, defendida por los radicales como impuesta por la misión “reparadora” que se arrogaron (Persello, 2007: 57), fue señalada por un número creciente de actores como evidencia de una virtual supresión del sistema federal, que anulaba la autonomía de las provincias según las conveniencias políticas del gobierno radical. Como ha señalado Virginia Persello, mientras que las intervenciones ordenadas contra gobiernos conservadores conllevaban la deposición de los poderes representativos, las dispuestas en provincias con gobernadores radicales se limitaban a disolver los órganos institucionales señalados como obstáculos a la acción del ejecutivo provincial (2004: 113-114). Por cierto, las intervenciones a las provincias no representaban ninguna novedad en la vida institucional de la república (Alonso, 2010; Cucchi y Romero, 2017), pero la inédita frecuencia con la que el gobierno de Yrigoyen recurrió al instrumento llevó a muchos contemporáneos a entender que las autonomías provinciales se encontraban amenazadas como nunca antes lo habían estado.[4] Además del rechazo de los sectores políticos contra los cuales se practicaban las intervenciones –por lo general de orientación conservadora–, la dirección que Yrigoyen imprimió al régimen federal despertó pronta desaprobación entre los estudiosos del derecho, quienes encontraban en ello otra manifestación del modo en que el orden constitucional que el nuevo gobierno proclamaba defender se veía avasallado por el “apostolado” que el líder radical decía llevar adelante (Padoan, 2002). Fue bajo estas circunstancias críticas que los autores aquí analizados plantearon sus posiciones acerca de los Territorios y su eventual transformación en provincias, todo lo cual era un modo de reflexionar sobre el porvenir mismo del régimen federal.

Matienzo y el imperio de la nación

Hacia 1916, José Nicolás Matienzo era ya una figura de firme reputación en el ámbito del derecho. Nacido en Tucumán en 1860, se trasladó más tarde a Buenos Aires, en cuya universidad fue alumno de José Manuel Estrada y en la que se graduó como doctor en jurisprudencia en 1882. Poco después inició una larga carrera profesional que, además de estar orientada por un enfoque positivista (Tau Anzoátegui, 1977: 114), lo condujo a ocupar distintos cargos en la administración pública y en la justicia, tanto del orden nacional como provincial, nada de lo cual le impidió involucrarse en los episodios revolucionarios de 1890 y 1893. En 1904 se convirtió en profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la que además se desempeñó como decano, entre 1906 y 1912, y luego como miembro del consejo directivo que conduciría las reformas adoptadas en la misma institución hacia 1918 (Buchbinder, 1997). En 1907 fue nombrado presidente del Departamento Nacional del Trabajo, creado ese mismo año por el gobierno de José Figueroa Alcorta, en la que representó una de las más destacadas iniciativas de reforma social de comienzos del siglo (Zimmermann, 1995). En 1909 comenzó su labor como profesor de la cátedra de Derecho Constitucional en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de La Plata, de la que se convirtió en decano en 1913. Desde 1916 y por dos décadas, fue presidente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, de cuya creación, en 1908, había sido partícipe. En 1917 fue designado Procurador General de la Nación por el presidente Yrigoyen, cargo en el que se mantuvo hasta 1922, no obstante su juicio crítico sobre el gobierno radical, en el que veía una expresión exacerbada –aunque no exclusiva– de lo que consideraba uno de los principales males políticos de la república: el personalismo (Zimmermann, 2008). En 1918, Yrigoyen lo puso al frente de la intervención a la Universidad de Córdoba, en el marco del conflicto que condujo a la reforma universitaria.[5] En 1922, aceptó su nombramiento como Ministro de Interior del gobierno de Marcelo T. de Alvear, cargo en el que permaneció poco más de un año para renunciar a raíz de las discrepancias suscitadas en torno a la intervención de Tucumán (Persello, 2000: 84). Su reputación académica le valió ser convocado por Juan B. Justo para integrar, como candidato a vicepresidente, la fórmula presidencial del Partido Socialista, aunque la muerte del líder, a comienzos de 1928, llevó a dicha fuerza a proclamar una nueva candidatura de la que Matienzo ya no formó parte.[6] En 1931 fue propuesto como candidato a la vicepresidencia de la nación por la Unión Cívica Radical Antipersonalista y por la Unión Cívica Radical Independiente, cuyas fórmulas estaban encabezadas por Agustín P. Justo –quien resultaría electo presidente– y por Francisco Barroetaeveña, respectivamente.[7] Al año siguiente, con el sostén del radicalismo antipersonalista, Matienzo sería electo senador nacional por la provincia de Tucumán, cargo en el que permanecería hasta su muerte a comienzos de 1936.

A lo largo de esa extensa trayectoria, Matienzo publicó numerosos escritos que lo posicionaron como una de las voces más autorizadas en el estudio del derecho argentino.[8] Sus obras sobre el orden constitucional y sobre el régimen federal se convirtieron en textos de referencia para las cátedras impartidas en las facultades de derecho del país, como también para otros estudiosos dedicados a las mismas materias. Uno de esos libros fue El gobierno representativo federal en la República Argentina, aparecido por primera vez en 1910, en el que combinaba un examen de los orígenes históricos del federalismo rioplatense con un comentario sobre la Constitución nacional que derivaba en un diagnóstico acerca del estado del régimen federal. En esas páginas, Matienzo postulaba que las deficiencias de este sistema, manifiestas, entre otras cosas, en los gobiernos de provincias que vulneraban las garantías de la ciudadanía con la tolerancia de las autoridades nacionales, que veían en ellos una fuente de poder desplegable en el ámbito parlamentario o en el terreno electoral, tenían como una de sus principales causas al diseño institucional adoptado por el país con la reforma constitucional de 1860.[9] Esta había tenido como fin asegurar la incorporación de Buenos Aires al Estado nacional y, con ese propósito, se había introducido a la Constitución una serie de modificaciones que a su entender fortalecieron las autonomías provinciales en detrimento de las atribuciones inicialmente conferidas al poder federal. Pero el resultado de haber quitado al Congreso la facultad de revisar las constituciones de las provincias y al Senado la de promover el juicio político de los gobernadores, no había sido otro que el de “obstaculizar la protección debida por el gobierno nacional a los derechos de todos los ciudadanos” (Matienzo, 1910: 338).

Sin embargo, ese armazón jurídico aparecía cada vez más tensionado por el efectivo desenvolvimiento de la república, que desde las décadas finales del siglo XIX mostraba al Estado federal acreciendo sus facultades y sus instrumentos para ejercerlas (Botana y Gallo, 1997). La distancia entre un orden constitucional que enaltecía la autonomía de las provincias y una realidad en la que tales autonomías parecían apagarse, no podía según Matienzo disminuir sino por la adecuación de la ley fundamental a las condiciones resultantes de la propia evolución de la sociedad argentina. Así, la salud del sistema representativo no podía depender de una defensa dogmática de autonomías provinciales que tendían a engendrar oligarquías locales, sino de imprimir al federalismo un horizonte centralizador que consagrase al imperio de la nación como garante de las libertades cívicas. Al mismo tiempo, más inclinado a la reflexión sobre la particularidad del caso argentino que al contraste entre distintos modelos de federalismo (Roldán, 2015: 235), Matienzo admitía que este sistema tenía profundas raíces en la nación argentina y que, por lo tanto, lo razonable era promover una nueva reforma constitucional que devolviese al Estado federal las competencias que le habían sido quitadas en 1860. Una de las razones que explicaban las falencias del federalismo argentino –y que a su vez justificaba el rumbo propugnado por Matienzo– estaba en la debilidad constitutiva de muchas de las provincias, cuya existencia era ante todo fruto de la fragmentación política desatada por la independencia. Hacia el Centenario, la realidad mostraba que “algunas de las provincias, aparte de las cuales se han formado diez territorios federales, constituyen ya entidades políticas y sociales de consideración, por el número de sus habitantes y la riqueza de sus medios de producción” (Matienzo, 1910: 79).

Pero esta observación sobre el adelanto de algunas encerraba una admisión del estancamiento general de otras, de lo que eran índice las evoluciones demográficas que Matienzo recogía. Si entre los censos de 1869 y 1895 varias de ellas habían exhibido un muy modesto crecimiento demográfico, estimaciones disponibles hacia 1908 comenzaban a mostrarlas superadas por algunos de los Territorios. En efecto, mientras que a la provincia de Jujuy se atribuía la cifra de 59.075 habitantes, para la gobernación de La Pampa, creada en 1884, la estimación era de 76.393 pobladores. En la medida que esas tendencias continuasen, la situación prometía volverse más frecuente, con lo que más provincias se verían sobrepasadas por más Territorios, sembrando interrogantes acerca de cuáles eran los criterios conforme a los cuales aquellas gozaban de autonomía mientras carecían de esta espacios que las superaban en peso demográfico y económico. La tendencia resultaba confirmada en la edición española del libro de Matienzo, publicada en 1917, donde los datos habían sido actualizados conforme al censo de 1914, según el cual la gobernación de La Pampa alcanzaba los 101.338 pobladores, superando a las provincias de Jujuy, con 76.031, La Rioja, con 79.754, y Catamarca, con 100.391 (Matienzo, 1917: 73). Hacia esos años, además, habían alcanzado cierta notoriedad los movimientos autonomistas que demandaban la inmediata elevación de La Pampa al rango de provincia (Gallucci, 2020b), lo que llevaba a algunos legisladores a plantear en el Congreso de la nación proyectos de ley para aprobar esa transformación.[10]

Si bien el problema de los Territorios y su lugar en el sistema representativo no era abordado en forma explícita por Matienzo en su libro de 1910 –como tampoco en las ediciones francesa de 1912 y española de 1917 (Matienzo, 1912, 1917)–, su posición sobre el particular puede ser reconstruida a partir de diversos indicios. En primer lugar, no atribuía la peculiar condición de las gobernaciones a alguna incapacidad política de sus pobladores. Antes bien, “la incapacidad demostrada hasta ahora por el pueblo para el ejercicio del gobierno representativo”, constituía en su mirada un denominador común a todos los distritos del país, aunque confiaba en que esa condición habría de ir corrigiéndose en forma gradual (Matienzo, 1910: 346). Al mismo tiempo, dado el profundo arraigo del régimen federal en la nación argentina, Matienzo entendía que no había otro destino para los Territorios que el de convertirse en nuevas provincias. Si la incapacidad para el gobierno representativo era un fenómeno general, el desafío no radicaba en remediarla en ciertos distritos, sino en definir los mecanismos que permitiesen que un artificio administrativo adquiriese la personalidad política necesaria para ser admitido como una entidad autónoma.

Para Matienzo, la respuesta estaba en la propia Ley de Territorios. De acuerdo con esta, las gobernaciones que alcanzasen la cifra de treinta mil habitantes quedarían habilitadas para instalar una legislatura electiva que tendría la función de preparar el tránsito hacia la autonomía provincial. Sin embargo, esas instituciones no habían sido establecidas en ningún caso, aun cuando los datos del censo de 1914 mostraban que al menos cuatro habían superado aquel umbral demográfico.[11] El funcionamiento de la legislatura territorial era concebido por Matienzo como un factor indispensable en el progreso de las gobernaciones por grados crecientes de autonomía. Su posición en torno a este punto era coincidente con la de otros publicistas, como era entre otros el caso de Ángel F. Ávalos, para quien la legislatura era un paso previo ineludible para la admisión de un Territorio como una nueva provincia (Gallucci, 2022). De allí que la política que Matienzo impulsó en relación con las gobernaciones en su breve periodo al frente del Ministerio de Interior consistiese en promover la instalación de legislaturas en varias de ellas, incluida La Pampa, pese a que superaba con holgura la cantidad de población requerida para ser admitida como provincia.[12] La medida suponía un giro respecto del rumbo adoptado en la materia por Yrigoyen, quien en los años previos había enviado al Congreso proyectos de ley para declarar provincias a algunas gobernaciones y quien solo había ordenado la formación de legislaturas para aquellos casos en que había sido superada la cantidad de población exigida a tal efecto, mas no la requerida para acceder al estatus provincial.[13] Si bien las legislaturas ordenadas por Matienzo nunca fueron instaladas, en parte porque su renuncia al ministerio hizo que la medida perdiese impulso y en parte porque era rechazada, tanto por quienes exigían una provincialización inmediata (Etchenique, 2001), como por quienes encontraban la medida inaplicable dadas las deficiencias que encontraban en la Ley de Territorios respecto de dichos cuerpos deliberativos,[14] su propia formulación revela que existían modos de concebir la incorporación de dichos espacios al sistema federal que no se reducían a la aplicación de una regla demográfica como la prevista en la normativa, ni tampoco –como han planteado algunos trabajos (Varela, 2009: 67; 2020: 191)– a meras estrategias urdidas para postergar el reconocimiento de derechos políticos a los pobladores de esos espacios.

Cabe entonces examinar el modo en que Matienzo pensaba la condición de los ciudadanos de los Territorios en relación con el sistema representativo, al que proponía mejorar mediante la renovación total de la Cámara de Diputados y la elección directa de los senadores nacionales (Matienzo, 1916: 178). En uno de sus dictámenes como procurador general de la nación, de diciembre de 1921, relativo a la situación electoral de los habitantes de la isla Martín García, el tucumano señalaba que, de acuerdo a la Constitución, “no hay más distritos electorales, a los efectos de la organización del gobierno federal, que las provincias y la Capital de la Nación” (Matienzo, 1924b: 738). En tanto la isla no pertenecía a ninguno de esos distritos, “se encuentra en la misma situación de los territorios a que se refiere el inc. 14 del art. 67 de la misma Constitución, que quedan fuera de los límites que se asignen a las provincias” (Matienzo, 1924b: 738). El dictamen concluía recordando que “los habitantes de tales territorios no tienen representación en la Cámara de Diputados, ni en el Senado, ni en los colegios de electores de presidente” (Matienzo, 1924b: 738).

Esta constatación no era sin embargo contemplada por Matienzo como una injusta privación de derechos políticos. Derivaba del reconocimiento de que, en el texto constitucional, las provincias eran las únicas entidades que revestían el estatus de personas políticas dentro del sistema representativo federal.[15] En este sentido, los cambios que Matienzo proponía introducir a ese sistema apuntaban a producir una representación política nacional más robusta, pero no eran extensivos a los Territorios. Así ocurría, en efecto, con el proyecto de reforma de la Constitución nacional que impulsó como ministro de Alvear. La propuesta de elección directa de los senadores nacionales no modificaba la condición de los pobladores de espacios que carecían de toda representación en el Congreso y que Matienzo, sujeto a la letra del artículo 37 de la Constitución, tampoco buscaba otorgarles en ninguna de las cámaras.[16] De forma similar, algunos años después, al abogar por la adopción de la representación proporcional en el Congreso –en reemplazo del sistema de tercios establecido por la reforma electoral de 1912–, Matienzo la presentaba como una modalidad más ajustada a la forma representativa de gobierno, que quiere “que el pueblo esté fielmente representado en el parlamento o en una de sus cámaras, y no hay tal representación cuando la ley solo toma en cuenta una fracción del pueblo, aunque sea la más numerosa” (Matienzo, 1928: 129). Sin embargo, nada de esto comprendía a aquella fracción de los ciudadanos que se encontraban radicados en los Territorios. En el rígido constitucionalismo de Matienzo, no había para estos lugar en el sistema representativo sino hasta su elevación, que entendía forzosamente gradual, al rango de provincias.[17]

Hacia 1930, las legislaturas territoriales, que para Matienzo eran medios para operar un avance progresivo a la autonomía provincial, seguían sin haber sido instaladas en ninguna gobernación. Pocas semanas después de caído el segundo gobierno de Yrigoyen, al que calificaba de “autocracia”, Matienzo ensayaba un diagnóstico sobre los males de la república que habían conducido a la revolución de septiembre. Uno de los más importantes estribaba a su entender en la permanente injerencia del gobierno nacional en las provincias, traducida en el abuso de la intervención federal, de la que se jactaba no haber hecho uso durante su breve función como ministro de Interior (Matienzo, 1930: 42). No se trataba de un juicio coyuntural sino madurado al cabo de varios años. Si su desempeño como procurador general entre 1917 y 1922 lo había llevado a confirmar sus “observaciones anteriores acerca de la tendencia general a centralizar en el gobierno nacional facultades que, en la teoría del gobierno federativo, corresponden a los gobiernos de provincia”, su breve paso por el gabinete de Alvear le había brindado “frecuentes ocasiones de corroborar la misma experiencia” (Matienzo, 1924a: V). De manera que, en la mirada del veterano jurista, el desempeño de los gobiernos radicales, que había incluso agravado la salud del régimen federal con el uso abusivo de la intervención a las provincias –en especial por la vía del decreto–, lo llevaba a concluir en la necesidad de una ley reglamentaria que reservase esa facultad al parlamento, de modo de impedir que el Poder Ejecutivo continuase actuando “como si los gobiernos de provincia fueran simples dependencias del gobierno federal, a voluntad de éste” (Matienzo, 1930: 48). No resulta entonces extraño que, frente a ese poco alentador escenario, no viese urgencia en hacer de los Territorios nuevas provincias, que habrían de verse así expuestas a los mismos males que los padecidos por las existentes.

Bas y la representación nacional

La experiencia de los gobiernos radicales llevó también a otros estudiosos del derecho a denunciar el estado crítico del federalismo argentino. Este fue el caso de Arturo M. Bas, nacido en Córdoba en 1875 y graduado en 1898 de la Facultad de Derecho de la universidad nacional de la misma ciudad, la más antigua del país y a la vez la más reticente a las reformas que apuntaban a modernizar la enseñanza superior y los órganos de gobierno de las casas de altos estudios (Buchbinder, 2010: 92 y ss). Bas ha sido considerado uno de los juristas que integraron la “generación de 1910”, marcada entre otros aspectos por la crítica a las perspectivas positivistas que hasta entonces habían dominado el estudio del derecho (Tau Anzoátegui, 1974: 229). En esa facultad, de la que habían surgido destacadas figuras como Joaquín V. González o Ramón J. Cárcano, Bas estuvo a cargo de la cátedra de Derecho Público Provincial, la primera en todo el país, desde su creación en 1907 hasta la reforma universitaria de 1918, tras la cual abandonó la enseñanza superior (Yanzi Ferreira, 2016).[18] Su actuación pública estuvo guiada por su pertenencia a los sectores clericales locales –de los que fue uno de los más altos dirigentes–, como también, a partir de 1912, por una aproximación al radicalismo cordobés que se formalizaría en 1919, con su afiliación al partido (Vidal, 2013: 144-147). Así, mientras que su primer ingreso al Congreso como diputado nacional por Córdoba se produjo en 1912, con el apoyo de la Unión Nacional, su segunda incorporación se concretó en 1920, impulsado por la Unión Cívica Radical azul, opositora a Yrigoyen. Por otra parte, fue muy activa su promoción del catolicismo social, como también fue notoria su cercanía con los Círculos de Obreros o con los sindicatos ferroviarios, aspectos estos que compartió con el médico y también legislador nacional por Córdoba Juan Cafferata (Ferrari, 2008: 248-253). En resumen, más allá de sus cambios en las adscripciones partidarias, hasta su fallecimiento en 1935, “las ideas por las que bregó [...] siempre respondieron al nacionalismo católico” (Ferrari, 2008: 248).

En 1909, bajo el título de Derecho público provincial, Bas publicó las lecciones impartidas en sus primeros años al frente de la cátedra del mismo nombre. El texto no solo formó parte de la bibliografía de la cátedra en los años que Bas permaneció al frente de ella, sino que permaneció entre los materiales que su sucesor y hasta entonces su suplente, Luis E. Molina, incluyó en el programa que confeccionó al asumir el cargo (Yanzi Ferreira, 2016: 18). Algunos años después de la muerte de Bas, Carlos R. Melo, profesor de la Facultad de Derecho de la universidad cordobesa, se refería a aquella obra en términos muy positivos y sostenía en buena medida en ella su recuerdo del autor como “el tratadista por excelencia del Derecho Público Provincial”, a quien juzgaba solo superado por Alberdi (Melo, 1942: 122). El libro de Bas consistía en una serie de conferencias en las que se abordaban sucesivos aspectos relativos al lugar de las provincias dentro del régimen federal, con comentarios a propósito de sus facultades legislativas y constitucionales, como asimismo acerca de sus relaciones con los poderes nacionales. En línea similar a la de Matienzo, postulaba que la forma federal de gobierno se había impuesto por ser la más ajustada a la constitución orgánica de la nación argentina, aunque rechazaba concebirla como simple producto de un pacto entre provincias.

En tanto las lecciones estaban centradas en el examen de las provincias, los Territorios no eran objeto de comentario especial, pese a que, según la normativa y la doctrina prevaleciente, eran provincias futuras. La única referencia directa al tema ocurría al mencionar la ley de 1862 por la que el Congreso consideró nacionales los territorios que quedaban fuera de los límites de las provincias. Pero en la medida que las gobernaciones debían, al menos en algún futuro, adquirir la autonomía propia de las provincias, es útil advertir cuáles eran, según Bas, los elementos que daban sostén a esa condición. En particular, señalaba la integridad territorial, la capacidad de darse una constitución, la de establecer y organizar sus instituciones locales y, además, la independencia económica. Esta última, aun sin estar contemplada en el texto constitucional, revestía especial importancia en la mirada del jurista cordobés, puesto que, según entendía, la insuficiencia financiera de una provincia la exponía a que el gobierno federal buscase someterla, “ya sea ofreciendo subvención o amenazando suprimirla”, a lo que se añadía el peligro aun mayor de que esas “promesas o coacciones” respondiesen a un “espíritu de partido” (Bas, 1909: 112).

Pero la constatación de que muchas provincias, en especial las del interior mediterráneo, no podían cubrir sus necesidades materiales, no lo llevaba a concluir que debiesen perder la autonomía política de la que gozaban, según proponían observadores de juicio más severo como Rivarola, para quien debían ser reducidas a la calidad de Territorios o bien anexadas a otras provincias (1908: 379). Antes bien, en línea con la doctrina predominante, Bas advertía las limitaciones de las provincias pero al mismo tiempo entendía que se trataba de entidades políticas cuya personalidad no podía ser eliminada. Esto lo llevaba a postular como una obligación del gobierno federal la de dotar a las provincias de los medios necesarios para vigorizar sus pálidas autonomías, “llevándoles elementos de trabajo y progreso, para que alcancen vida propia y con ello su independencia política” (Bas, 1919: 30). La urgencia con la que entendía necesario avanzar en esa dirección, la única que en su visión conducía a un federalismo genuino, lo hacía desaprobar las millonarias inversiones públicas destinadas a la construcción de “diques y ferrocarriles para poblar y fertilizar desiertos mientras que muchas de nuestras provincias permanecen abandonadas y en vía de despoblación” (Bas, 1919: 29-30), en clara referencia a las políticas emprendidas por el gobierno federal para impulsar el poblamiento y desarrollo de los Territorios.[19] Si bien declaraba entender ese propósito, no dudaba en reprochar la inversión de cientos de millones de pesos en aquellos espacios, porque significaba desatender las inversiones públicas que las provincias “reclamaban con urgencia, con verdadero derecho para ello, ya que constituyen los núcleos primarios de cuya solidaridad en el sacrificio surgiera la organización nacional” (Bas, 1919: 40).

Esto significaba que buena parte de las provincias se hallaban en un estado de insuficiencia respecto de su categoría de personas autónomas. Empero, esa contradicción entre la prescripción y la realidad del federalismo argentino era atribuida por Bas a la hegemonía política del litoral pampeano, a su entender la causa del letargo en el que se hundían las provincias del interior. De allí que se contase entre quienes, como Joaquín V. González, se opusieron a la aprobación de los resultados del censo de 1914, en tanto su aplicación para determinar la cantidad de diputados nacionales correspondientes a cada provincia profundizaría aquel rumbo. Para contrarrestar la irregular distribución de la población, cuya concentración en la región pampeana no hacía sino aumentar como resultado de su dinamismo económico y de las migraciones transatlánticas, Bas proponía hacer de la población argentina, nativa o naturalizada, la única base demográfica para determinar la composición de la cámara baja. Su opinión no era un simple eco de la expresada por figuras como el propio González (1919), para quien el peso demográfico de la población extranjera y su concentración regional constituía el primer factor distorsivo de la representación.[20] En respaldo de su propuesta, Bas citaba el proyecto de reforma de la Ley de Territorios Nacionales elaborado por el gobierno de Roque Sáenz Peña –enviado al Congreso tiempo después de su muerte pero nunca aprobado–, en el que las gobernaciones eran clasificadas en categorías según su cantidad de población argentina, a las cuales a su vez correspondían grados crecientes de autonomía.[21] Excluir a la población extranjera de la base demográfica para establecer la representación en el Congreso permitiría, según Bas, “disminuir el desequilibrio antifederalista” que contrariaba la organización federal de la nación (1919: 32).

La propuesta también había formado parte del proyecto de reforma constitucional presentado al Congreso en 1917 por Carlos F. Melo, diputado radical por la Capital Federal, en el que además se proponía dar a los Territorios con más de quince mil habitantes –sin precisiones acerca de su nacionalidad– representación en la Cámara de Diputados a través de delegados con voz pero sin voto.[22] Este punto recibía la aprobación de Bas por considerar que supondría consagrar un principio representativo ya adoptado en los Estados Unidos y que la nación argentina debía incorporar para lograr una más completa representación de sí misma. Otra de las reformas planteadas en el proyecto de Melo, por el que Bas declaraba una entusiasta adhesión, era la de establecer la elección directa para los cargos de senador nacional y de presidente y vice. Sin embargo, la medida no se proponía como extensiva a los Territorios, ni tampoco Bas encontraba en ello la ausencia de distritos que debiesen ser incorporados. Esto no solo obedecía a que las gobernaciones carecían de representación en el Senado, dado que su carácter de dependencias administrativas implicaba su carencia de personalidad política. Respondía, además, a una concepción de la representación política de la nación que permanecía mediatizada por el sistema federal, en tanto que, pese al cambio propuesto en la modalidad de elección presidencial, se mantenía el dictado constitucional de reservar a las provincias y a la Capital Federal la participación en la designación del Ejecutivo federal.[23] De este modo, para juristas como Bas, los Territorios podían ser vistos como espacios desprovistos de medios para representar sus intereses en el Congreso, al mismo tiempo que su falta de participación en la elección de las máximas autoridades de la nación no era contemplada como una privación de derechos políticos.

En 1927, Bas publicó El derecho federal argentino, obra en dos tomos que constituía una reedición ampliada de su libro de 1909, a la que añadió comentarios sobre la doctrina de la Corte Suprema de la Nación respecto de distintos puntos expuestos en su texto, como también incorporó nuevos capítulos. En particular, la inclusión de uno específico sobre la intervención federal a las provincias era un signo de la magnitud que el recurso a ese instrumento había adquirido en el curso de los años transcurridos entre las dos ediciones del libro. Sin embargo, la nueva sección no incluía ninguna evaluación especial acerca de la inédita frecuencia con la que el primer gobierno radical apeló a la suspensión de las autonomías provinciales. No obstante su rechazo a los sectores Yrigoyenistas, Bas no solo ratificaba la facultad constitucional del Ejecutivo de ordenar intervenciones durante los periodos de receso parlamentario, sino que además concedía al comisionado federal la atribución, en principio excepcional, de apartarse de las constituciones y leyes locales cuando estas contrariasen los propósitos de la intervención (1927: 171). Ahora bien, si Bas sostenía tal razonamiento no era para aprobar la gestión de Yrigoyen, sino porque su paso al antipersonalismo hacia 1922 lo invitaba a dejar en manos de este sector los mismos medios que los empleados por el ex presidente para intervenir en las provincias con la discrecionalidad que requiriesen los objetivos políticos del momento, algo que los líderes de aquel espacio habían buscado hacer en su paso por el gabinete de Alvear.[24]

Por otra parte, pese a que hacia 1927 ya eran cuatro las gobernaciones que superaban la cantidad de población requerida por la Ley de Territorios para ser admitidas como provincias –lo que llevaría a algunos legisladores nacionales a presentar proyectos de ley para producir tal transformación–,[25] Bas no incluyó en la nueva edición de su libro ningún comentario acerca de tal posibilidad. De manera que su posición sobre el asunto solo puede ser inferida del examen de su concepción acerca de los factores que daban a las provincias su carácter de personas políticas. Para el jurista cordobés, que reiteraba en 1927 lo dicho en 1909, la personalidad política de las provincias argentinas era el fruto de una evolución histórica multisecular, que se hundía en los tiempos de la Conquista española y en la que los cabildos, gobiernos locales de ciudades “completamente desvinculadas entre sí” como habían estado durante el periodo imperial, “constituyeron el germen del federalismo nacional” (Bas, 1909: 19-20). Pero si bien se declaraba fiel a la doctrina de que el federalismo argentino había sido adoptado en 1853 “como una exigencia de la constitución orgánica del país” (Bas, 1927: 17), no dejaba de reconocer que las provincias entonces existentes carecían “de una organización adecuada a estados autonómicos, [...] faltándoles, en general, hasta la capacidad económica para el gobierno” (Bas, 1927: 29). Este reconocimiento conducía a la inquietante conclusión de que la misma Constitución que había consagrado el régimen federal había reconocido autonomía a entidades que no tenían plena capacidad para ella. Ese hecho, que había quedado reflejado en el propio texto constitucional,[26] era según Bas resultado de “una exigencia impuesta por las circunstancias [...] de reconocer en calidad de provincias autónomas, entidades, que notoriamente carecían de capacidad financiera para desenvolverse por sí mismas, pero que venían figurando con personalidad propia” (1927: 121).

Bien entrada la década de 1920, la realidad de muchas provincias no parecía muy distinta. Sin embargo, Bas creía posible que llegasen a alcanzar una genuina autonomía. Puesto que todas contaban con abundantes recursos naturales, solo era necesario que

se llevara hasta ellas los grandes recursos de la Nación, no para mantenerlas atadas al carro de su presupuesto, sino por el contrario para libertarlas definitivamente, realizando grandes obras de riego, de transporte y otras tantas que permitan explorar económicamente sus grandes riquezas (Bas, 1927: 123).

No solo se trataba de que el sistema federal había sido violentado por la creciente gravitación de las autoridades nacionales, sino de que ese régimen había sido levantado sobre entidades que, en su mayoría, seguían mostrándose incapaces de sostener una verdadera autonomía. Las provincias realmente existentes debían entonces desarrollar sus capacidades –o más bien, ser conducidas a ello– hasta llenar el volumen propio de la personalidad que detentaban dentro del sistema federal.

Pero advertir tales insuficiencias no llevaba a Bas al punto de cuestionar la personalidad política de las provincias, que entendía dada por factores de otra naturaleza que la económica. Según el jurista cordobés, los elementos que determinaban la existencia de una provincia se correspondían con el criterio del estudioso español Adolfo Posada, “eminente escritor de derecho público”, para quien un Estado federal suponía la presencia de “un conjunto de comarcas fuertemente constituidas, por lazos de localidad, de historia, de raza u otros semejantes” (Bas, 1927: 95-96). Una definición tal permitía defender el carácter imperecedero de la personalidad política de las provincias argentinas, aun cuando muchas de ellas, como el propio Bas observaba, carecían de la capacidad material necesaria para su autonomía. Sin embargo, ese modo de concebir la personalidad provincial no podía ser más distante de lo dispuesto en la Ley de Territorios, que admitía su transmutación en entidades autónomas a partir de la comprobación de un mero volumen demográfico. No resulta extraño, en este sentido, que a lo largo de ocho años de acción parlamentaria, Bas no formulase ninguna propuesta para otorgar la categoría de provincia a aquellas gobernaciones que tenían más de sesenta mil habitantes, ni que tampoco dedicase en sus obras especial atención a la formación de nuevas provincias.

González Calderón y el federalismo histórico

Otro de los juristas más destacados durante el periodo aquí analizado fue Juan Antonio González Calderón. Nacido en Gualeguay, Entre Ríos, en 1883, se graduó en leyes en la Universidad de Buenos Aires en 1909 y ha sido considerado uno de los más destacados juristas de la “generación del Centenario”, que dio “jerarquía científica” al estudio del derecho constitucional y político (Tau Anzoátegui, 1974: 269). En 1912, en la Facultad de Derecho de la misma institución, se incorporó como profesor suplente a la cátedra de Derecho Constitucional a cargo de Tomás Cullen, de la que se convertiría en titular tras la salida de este, en 1924, y en la que permanecería hasta 1947, cuando renunció motivado por presiones del gobierno peronista (Tanzi, 2011: 101-104). Durante las mismas décadas, González Calderón se desempeñó además como profesor de la cátedra de Derecho Público Provincial en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Nacional de La Plata. Tras el desplazamiento de Perón del poder, reasumió sus cargos docentes por un breve periodo, jubilándose de la enseñanza universitaria en 1956. Por otra parte, primero entre 1906 y 1910, y luego entre 1922 y 1925, fue diputado nacional por su provincia natal de Entre Ríos, siempre con el respaldo de los sectores conservadores locales. A lo largo de su trayectoria publicó varias obras que contribuyeron a ubicarlo como una de las mayores figuras del derecho constitucional argentino, como asimismo intervino de forma regular en la opinión pública mediante contribuciones en la prensa periódica. Falleció en Buenos Aires en 1964.

Una de las premisas desde las que González Calderón abordaba el estudio del federalismo argentino era la que atribuía a la nación y a las provincias una preexistencia mutua. En una de sus primeras obras tomaba distancia de las interpretaciones para las cuales la nación era anterior a las provincias, pero también de aquellas que sostenían que eran estas últimas las que habían dado lugar a la primera, para postular en cambio, por una parte, que “la Nación, considerada como unidad étnica, geográfica, histórica y social ha precedido a las provincias autónomas” y, por la otra, que “en la construcción jurídica que se llama Estado federal argentino [...] las provincias han preexistido a su realización positiva” (González Calderón, 1913: 66-67). Esta distinción permitía colocar a la nación como fuente originaria de la soberanía –y dar a las provincias la condición de entidades autónomas pero nunca soberanas–, al mismo tiempo que hacía de la forma federal de gobierno un elemento ingénito de la nación argentina y por lo tanto imposible de sustituir por otro modo de organización. Pero la realidad obligaba a reconocer que varias de las provincias “apenas si pueden desenvolverse preñadas de dificultades rentísticas, teniendo que apelar al tesoro de la Nación para cubrir sus presupuestos” (González Calderón, 1913: 91). Esto no lo llevaba a concluir que fuese necesario adoptar otro tipo de régimen –“el unitarismo entre nosotros es una ilusión candorosa” (González Calderón, 1917: 406)–, ni tampoco a retirar a esas provincias la condición autonómica que les reconocía la Constitución, según reclamaban otras voces. A ojos de González Calderón, todos estos signos de crisis del federalismo argentino no hicieron más que profundizarse durante el primer gobierno de Yrigoyen. Ese fue el escenario sobre el que produjo la más importante de sus obras, Derecho constitucional argentino, cuyos tres volúmenes fueron escritos conforme avanzaba el primer gobierno radical.[27] Además de un examen de los orígenes históricos del federalismo argentino y de comentarios jurisprudenciales sobre distintos puntos de la organización constitucional del país, la obra ofrecía un muy severo juicio acerca del estado crítico del federalismo argentino y de su agravamiento por el primer gobierno radical.

En esas páginas, González Calderón señalaba como una de las principales fuentes de tensión del federalismo argentino la existencia de provincias que eran autónomas en la letra constitucional, pero que en la realidad mantenían una fuerte dependencia de las arcas del Estado nacional. Esta tensión se agravaba al extender la mirada al conjunto del territorio nacional para advertir, por ejemplo, que una gobernación como la de La Pampa, “encuéntrase sin duda en mejores condiciones para la vida autonómica que ciertas provincias” (González Calderón, 1918: 358). Pero aun cuando González Calderón podía considerar que los Territorios eran “bases naturales para la formación de nuevas provincias” y que algunos, como en el caso pampeano, “están en condiciones formales de adquirir la plenitud de los derechos autonómicos de los estados argentinos preexistentes” (González Calderón, 1923: 192), lo cierto es que no se había operado ningún progreso en tal dirección. Más allá de cuáles eran las razones que en su opinión habían impedido la admisión de nuevas provincias, el catedrático entendía que el mantenimiento de los Territorios en la misma condición política que desde su creación, en 1884, comportaba una mácula en la forma representativa de gobierno que exigía solución. Esto lo llevaba a afirmar que la Cámara de Diputados no estaba en verdad integrada por los representantes de todo el pueblo argentino, “porque los territorios, cuyos habitantes están sujetos a las mismas cargas y obligaciones que soportan los de las provincias y la capital [...] no tienen derechos de representación en el Congreso federal” (González Calderón, 1918: 355). La razón de esto se remontaba, en su mirada, a la propia Constitución de 1853. Al hablar de territorios nacionales para referirse a espacios que quedaban fuera de los límites que se asignarían a las provincias, aquella asumía que serían organizados en el futuro, todo lo cual lo llevaba a deducir que los constituyentes “no quisieron deliberadamente acordar a esos territorios representación legislativa semejante a la de las provincias y de la capital” (González Calderón, 1918: 355). Se trataba entonces de una falencia de diseño constitucional que debía ser remediada otorgando a los Territorios representación en el Congreso –en Diputados, para más precisión–, en la forma de un delegado con voz pero sin voto. Según el jurista, era inexplicable que un extranjero, una vez naturalizado, podía intervenir en las elecciones nacionales, mientras que

un ciudadano nativo de los territorios –vinculado al suelo patrio por los lazos indestructibles de la sangre y de la nacionalidad, más capaz en muchos casos que el elector de las pampas o de las sierras provincianas– no pueda tomar parte en la formación del cuerpo legislativo (González Calderón, 1918: 357).

Ahora bien, pese a señalar como injusta la ausencia de los Territorios en el Congreso nacional, su propuesta para incorporarlos allí ponía de manifiesto que al no contar, como las provincias, con personalidad política, las gobernaciones solo podían tener una representación inferior como la expresada en la figura del delegado.

De esta manera, aun cuando varias de las provincias originarias estaban lejos de mostrar los caracteres que, según el propio González Calderón, eran necesarios para sostener una genuina autonomía, la representación parlamentaria y la participación en las elecciones nacionales, por derivarse de la calidad provincial, se mantenían como algo esquivo para los Territorios. Es que, además de defender el postulado doctrinario según el cual las provincias eran “indestructibles” –concepto que no solo apoyaba en la experiencia histórica argentina, sino también en la de otros estados federales como Alemania y los Estados Unidos–, las evidentes deficiencias de varias provincias argentinas para darse una existencia en verdad autónoma podían ser siempre imputadas al gobierno nacional. En efecto, fuera de tendencias centralizadoras comprobables tanto en Argentina como en aquellos otros regímenes federales, el constitucionalista resaltaba la importancia de factores de índole local como la propensión de los gobiernos nacionales a someter a las provincias a la intervención federal. Lejos del verdadero propósito de la intervención federal, que era el de asegurar la forma representativa y republicana de gobierno, la “dictadura mansa” de Yrigoyen –como la calificaba González Calderón (1923: 218)– no solo había hecho de aquella un medio para “imponer en las provincias su propia voluntad para perpetuar su influencia política”, sino que además, al ordenarlas por decreto durante los recesos parlamentarios, había actuado con deliberada prescindencia del Congreso (González Calderón, 1923: 558).[28] Fue esta experiencia la que lo condujo, a mediados de 1922 y ya desde su banca en la Cámara de Diputados, a formular un proyecto de ley reglamentaria de la intervención federal –no sancionado–, que al reservarla al Congreso buscaba restituirle poderes “usurpados por una injustificable y desquiciadora concepción ejecutivista de nuestro régimen de gobierno” (González Calderón, 1926: 13).[29]

Pero más perniciosa aún que la inusitada frecuencia con la que Yrigoyen había recurrido a las intervenciones federales era, según González Calderón, el hecho de que había sido socavada la propia entidad política de las provincias. Esta preocupación lo llevó, en 1927, a hacer de la personalidad de las provincias el tema de una disertación que había sido invitado a dar en el Instituto Popular de Conferencias, entonces presidido por Carlos Ibarguren. En esa oportunidad, el catedrático no perdió ocasión para subrayar que las provincias argentinas constituían “catorce unidades indestructibles” (González Calderón, 1927: 22), una afirmación que parecía una descripción algo extemporánea si no fuese porque reflejaba su inquietud, expresada ese año en uno de sus artículos publicados en La Prensa, por la necesidad de “restablecer la personalidad histórica y constitucional de las provincias” (González Calderón, 1928: 100). El examen del desenvolvimiento del régimen federal en las últimas décadas revelaba que las provincias eran víctimas de un “aniquilamiento progresivo”, que además de manifestarse en las intervenciones federales, se advertía en el hecho de que “gran parte de la esfera reservada por la Constitución a las provincias ha sido ocupada por la expansión progresiva del poder central” (González Calderón, 1928: 98). Tanto la educación primaria como la asistencia social, sin olvidar las obras públicas en infraestructura, entre muchos otros aspectos, se habían convertido en frentes de una expansión del gobierno federal que imponía una conclusión sombría: “las provincias argentinas, evidentemente, tienen hoy menos personalidad histórica y jurídica que en 1853” (González Calderón, 1928: 99). Restituir las provincias su condición de tales exigía remediar las “causas decisivas” de la situación, que comprendían “el desconcepto con que se las mira desde la metrópoli absorbente, la inexistencia de partidos orgánicos que reivindiquen sus derechos, el abusivo empleo del torniquete federal para dominarlas, la prepotencia del ejecutivo, la desorientación institucional del Congreso y el prurito demagógico de sus miembros para conquistar las simpatías cambiantes de los electores” (González Calderón, 1928: 99-100). La magnitud de la agenda bien podía ser tomada como una admisión de que una restitución de las autonomías provinciales del calibre que imaginaba era en verdad impracticable.

En este contexto, la cuestión de los Territorios asomaba para González Calderón como uno de los signos más visibles del apartamiento del país respecto de sus fundamentos federales. A su entender, algunos de ellos se encontraban en condiciones de ser admitidos como provincias. En un artículo de opinión publicado en La Prensa en 1927 se declaraba en favor de admitir como provincias a La Pampa y a Misiones, no solo porque “han sobrepasado la base determinada en la ley orgánica de 1884”, sino además porque “el primero de estos territorios, si no los dos, tiene adquiridas ya todas las demás condiciones requeridas para gozar de un gobierno autónomo” (González Calderón, 1928: 199). Si bien señalaba a la Ley 1.532 como un título que habilitaba tal transformación, la alusión a una serie de “demás condiciones” necesarias para acceder a la autonomía política, revelaba la presencia en su razonamiento de un concepto de personalidad provincial que la hacía depender de un conjunto indeterminado de factores no reductibles a un simple volumen demográfico y, por lo tanto, sujetos a la pregunta de si estaban o no presentes en su totalidad. Si bien, como el jurista recordaba, se habían formulado distintos proyectos con aquel propósito, todos habían expirado por desinterés de los legisladores, absorbidos por otras gestiones y asuntos, resultado que atribuía a “la falta de ‘delegados’ permanentes de los territorios en la Cámara popular” (González Calderón, 1928: 202). La incorporación de esos singulares representantes, a favor de la cual ya se había pronunciado años atrás, volvía ser presentada como la reforma clave a introducir en el régimen de Territorios. Esto llevaba a que la obtención de la calidad provincial fuese en definitiva concebida como algo deseable aunque no urgente. Así, González Calderón concluía llamando a las autoridades federales a ocuparse de “la situación de injusta incapacidad política en que se encuentran los territorios”, e invitándolas a actuar “si no para erigirlos en provincias autónomas –según corresponde– a lo menos para permitirles la elección de delegados que hagan algo en favor de sus comitentes” (González Calderón, 1928: 204).

Con el retorno de Yrigoyen al gobierno, González Calderón volvía a cargar contra las razones que habían conducido a que la república viviese bajo un federalismo adulterado. En 1929, en ocasión de su incorporación a la Academia de Derecho y Ciencias Sociales –todavía presidida por Matienzo–, señalaba como una de esas causas al poderoso Poder Ejecutivo legado por “la teoría alberdiana”, que se había convertido en “un anacronismo y un obstáculo para que el país pueda disfrutar del gobierno constitucional propiamente dicho” (González Calderón, 1929: 5).[30] En particular, la “inhabilidad” con la que el Ejecutivo había hecho uso de la intervención y el “interés netamente partidista con que ha procedido, salvo muy contadas excepciones” (González Calderón, 1929: 44), eran dos sombras que habían oscurecido el sistema federal y que volvían a extenderse con el regreso de Yrigoyen al sillón presidencial. Nada de esto, sin embargo, lo cohibía en reafirmar su fe en una restitución del que denominaba “federalismo histórico”, que a su entender representaba “la expresión genuina y concreta de lo que era y debe ser la Nación: un cuerpo vigoroso, formado por órganos adecuados para realizar funciones propias, siempre que no se les perturbe con intromisiones desacertadas del poder central” (González Calderón, 1929: 46). Pero aunque elocuente, esa declaración de fidelidad hacia el federalismo era al mismo tiempo una confesión de que las provincias realmente existentes no eran tales órganos, y si bien sus deficiencias podían ser endilgadas a la injerencia del Estado nacional, se requería también de una cuota no menor de fe para creer que las dificultades que tenían para realizar sus funciones respondiesen a esa única causa. Como fuese, el cuadro del federalismo argentino que González Calderón ofrecía hacia el final de la república radical, marcado por las intervenciones federales y la depreciación de las autonomías provinciales, no parecía el más alentador para hacer de los Territorios nuevas provincias. Acaso ese panorama permita entender que no hubiese duplicidad entre su afirmación de que existían Territorios en condiciones de ser reconocidos como provincias y el hecho de que durante su actividad parlamentaria no impulsase ningún proyecto de ley para concretar tal transformación, aun si lamentaba –como en la cita del inicio– que el régimen federal argentino había sido incapaz de incorporar nuevos miembros.

Conclusión

Este recorrido por la obra de tres destacados juristas con actuación política y parlamentaria durante los primeros gobiernos radicales ha permitido advertir la existencia de miradas no muy convencidas acerca de que el triunfo del radicalismo marcaba el ingreso de la sociedad argentina a la “República verdadera”, para emplear una noción todavía muy arraigada en la historiografía sobre el periodo. Este no es, claro está, un hallazgo original sino otra comprobación del desencanto que la experiencia radical produjo en actores de muy diversa orientación política (Halperin Donghi, 2000;Tato, 2004; Devoto, 2005). Más allá de sus trayectorias personales, que en algunos casos los condujeron al radicalismo, los tres autores coincidieron en que el desempeño de los gobiernos radicales, sobre todo bajo Yrigoyen, había producido un mayor deterioro del sistema federal. Al viejo problema de provincias que no eran lo que debían ser y que se mostraban como entidades decaídas que no se correspondían con el vigor autonómico que la doctrina federal esperaba tuviesen, se añadía el deterioro que la propia calidad provincial enfrentaba como consecuencia de la dirección intervencionista adoptada por Yrigoyen en busca de una mayoría parlamentaria que llegó a obtener entre los diputados pero nunca en el Senado. Fue en este escenario que la transformación de los Territorios en nuevas provincias emergió como una cuestión ya no solo hipotética, sino planteada por el surgimiento de grupos que, desde algunos de esos espacios, reclamaban hacer efectivo ese cambio de estatus en forma inmediata. Las orientaciones que los gobiernos radicales asumieron frente al asunto no tuvieron una única dirección. Si en su primer gobierno Yrigoyen promovió la elevación de algunos Territorios a provincias, el conducido por Alvear apuntó en cambio al establecimiento de las legislaturas territoriales para desviarse luego hacia una reforma de la Ley 1.532. Ninguna de esas iniciativas prosperó –los motivos exceden el objetivo de este estudio–, por lo que los primeros gobiernos radicales transcurrieron sin que se produjese la admisión de nuevas provincias, resultado que ofrece otro reflejo de la parálisis legislativa que marcó al Congreso durante gran parte de esos años.

Pero hay razones más específicas que ayudan a explicar esa situación y sobre las que echan luz las miradas de los juristas analizados en estas páginas, cuya gravitación en las cátedras universitarias y en el debate público invitan a pensar que sus posiciones eran seguidas por sectores más amplios de la dirigencia política y de la ciudadanía en general. Como pudo observarse, todos ellos suscribieron el criterio general de que los Territorios no podían tener otro destino que el de dar lugar a nuevas provincias. Sin embargo, discrepaban en cuanto al modo en que debía producirse ese cambio. De un lado, los radicales Matienzo y Bas entendían que ese cambio solo podía operarse de forma gradual, mediante el previo funcionamiento de las legislaturas previstas en la Ley 1.532, a las que concebían como indispensables para el desarrollo de la personalidad política de los Territorios. No parece que este razonamiento, al que suscribía la mayor parte de los juristas, pueda atribuirse al solo interés de obstruir una medida que podía conducir a un aumento de la representación Yrigoyenista en el Congreso. Del otro lado, González Calderón, conservador insospechable de simpatía alguna por el líder radical, no parecía temer aquella posibilidad cuando hacia 1927, siendo ya un hecho la nueva candidatura de Yrigoyen a la presidencia, se declaraba en favor de la provincialización de La Pampa y Misiones. Lejos de poder reducirse a necesidades partidarias, las posiciones asumidas por estos juristas dan cuenta de cierta autonomía de las ciencias jurídicas respecto de la escena política.

Como se pudo comprobar, cuando tocaron la cuestión, ninguno de los autores aquí examinados se limitó a seguir el criterio demográfico de la Ley 1.532 para postular que debiesen ser de inmediato elevadas al rango de provincias aquellas gobernaciones que contaban con más de sesenta mil habitantes. Ante la mirada de los tres juristas, que en esto seguían a la mayor parte de sus pares (Gallucci, 2020a, 2022), la mera cantidad de población no probaba por sí sola que un Territorio hubiese desarrollado la personalidad política propia de una provincia. Pero descartar esa fórmula por ineficaz no hacía más sencillo el desafío de precisar cuáles eran los factores que determinaban la existencia de una persona política con el nombre de provincia. La búsqueda de una respuesta a esa pregunta, tácita pero no menos acuciante, los llevó a indagar en el pasado con el ánimo de descubrirla en los orígenes históricos de las provincias. Pero de esas incursiones no obtuvieron respuesta precisa y los fundamentos de la calidad provincial permanecieron como algo en definitiva indeterminable. Las provincias eran un hecho de la experiencia política argentina pero los elementos que fundaban la personalidad provincial permanecían como una materia de esquiva definición. A esta dificultad para descomponer la calidad provincial en un conjunto concreto de componentes que pudieran luego exigirse a los Territorios para recibir tal categoría, vino a añadirse, según los juristas analizados, una efectiva depreciación de dicha calidad como producto del intervencionismo de los gobiernos radicales. En ese contexto, el propósito de hacer de los Territorios nuevas provincias podía permanecer en el horizonte, a la vez que no se veía urgencia alguna en dar pasos para avanzar hacia él.

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Notas

1 Ministerio del Interior (1914). Censo de población de los Territorios Nacionales, 1912. Buenos Aires: Guillermo Kraft, p. 12; República Argentina (1916). Tercer censo nacional. I. Buenos Aires: Talleres gráficos de L. J. Rosso y cía, p. 65.
2 Ministerio del Interior (1923). Censo general de los Territorios Nacionales, 1920. Establecimiento gráfico de A. Martino, p. 9.
3 Examinar los debates producidos en el Congreso en torno a cada una de esas iniciativas implicaría extender este artículo más allá de lo razonable y no forma parte de su propósito, que es explorar las miradas elaboradas sobre los Territorios desde el ámbito académico. Algunos trabajos han revisado distintos proyectos de ley formulados en torno a esos espacios entre 1916 y 1930 (Ruffini, 2011). Según han postulado, el común fracaso de esas propuestas obedecería a la vigencia de una concepción restrictiva de la ciudadanía política que, incólume desde su articulación a mediados del siglo XIX, llevaba a ver a los pobladores de aquellos lugares como sujetos incapaces para el gobierno propio. Empero, al exagerar esa continuidad tal interpretación diluye lo específico de periodos como el analizado. Por lo demás, del hecho de que esos proyectos no fuesen aprobados y muchas veces ni siquiera debatidos no es posible deducir que se debiese a una imputación de incapacidad política, además inalterada desde los tiempos de Alberdi.
4 Entre 1916 y 1922, el gobierno radical llevó adelante diecinueve intervenciones, de las cuales quince fueron por decreto del Ejecutivo. Mientras que la totalidad de las diez intervenciones realizadas contra gobiernos conservadores fueron ordenadas por decreto, las aplicadas a provincias de gobiernos radicales fueron dispuestas por decreto en cinco casos y mediante ley en los cuatro restantes (Persello, 2022: 191) El dato cobra mejor dimensión si se tiene presente que entonces solo existían catorce provincias.
5 La historiografía sobre los conflictos universitarios de 1918 es demasiado amplia como para consignarla en detalle aquí. A efectos ilustrativos puede remitirse, entre otros, a Buchbinder (2008, 2010) y Bustelo (2021).
6 La fórmula presidencial del socialismo terminó integrada por Mario Bravo y Nicolás Repetto, como candidatos a presidente y vice, respectivamente.
7 El cargo de vicepresidente quedó para Julio A. Roca (h), que junto a Justo integraba la fórmula presidencial del Partido Demócrata Nacional. Por su parte, la candidatura de Matienzo fue la que reunió el menor número de electores.
8 Para un registro detallado de las publicaciones de Matienzo, Menegazzi (1940).
9 Acerca de la reforma, Aramburo (2021).
10 En 1916, el diputado radical por la provincia de Buenos Aires, Francisco Riú, presentó un proyecto para admitir a La Pampa como nueva provincia. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 26/6/1916. En 1918, una nueva iniciativa con el mismo propósito sería presentada por el diputado Adrián C. Escobar, del conservadorismo bonaerense. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 8/9/1918.
11 Además de La Pampa, las otras gobernaciones que hacia 1914 ya contaban con la población exigida para permitir la instalación de una legislatura eran Misiones, Chaco y Río Negro (Matienzo, 1917: 73).
12 Un decreto del 20 de abril de 1923 dictaba la formación de legislaturas en La Pampa, Misiones y Chaco, mientras que otro del 26 del mismo mes ordenaba lo mismo para Río Negro y Chubut. Boletín Oficial de la República Argentina, 7/5/1923.
13 En 1919, Yrigoyen envió al Congreso sendas iniciativas para hacer de La Pampa y de Misiones dos nuevas provincias, propuesta que reiteró en 1921. En 1922, a pocos días de concluir su gobierno, impulsó la misma medida para Chaco, en razón de que el censo de Territorios que Yrigoyen había ordenado realizar en 1920 comprobó que había sido superada la cantidad de sesenta mil habitantes. Ninguna de estas iniciativas resultó tratada por el Congreso, ni siquiera por la Cámara de Diputados, donde el radicalismo contaba con mayoría desde 1918 (Persello, 2004: 95). Por otra parte, en el mismo decreto en el que se aprobaban los resultados del censo, Yrigoyen ordenó la formación de legislaturas en Río Negro y Chubut por haber alcanzado los treinta mil habitantes pero y al mismo tiempo hallarse todavía por debajo del umbral de los sesenta mil. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 13/08/1919 y 20/8/1919; Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 14/7/1921; Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 21/9/1922; Boletín Oficial República Argentina, 29/9/1922.
14 Esas consideraciones llevaron a Vicente Gallo, sucesor de Matienzo en la cartera de Interior, a suspender la aplicación inmediata de los decretos que ordenaban la creación de legislaturas y a enviar al Congreso un proyecto para reformar la Ley de Territorios en lo relativo a esas instituciones. La iniciativa, sin embargo, nunca fue tratada por las cámaras. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 30/9/1924.
15 Si bien la Capital Federal contaba, como las provincias, con representación propia en el Congreso, se distinguía de ellas por carecer de autonomía política. Acerca del marco institucional de la Capital Federal y sus modificaciones, De Privitellio (2003).
16 El proyecto además proponía, entre otros puntos, reducir a tres años el mandato de los diputados nacionales y establecer la renovación total de la cámara al cabo del mismo periodo. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, 23/8/1923.
17 Distinto sería el criterio de su sucesor en la cartera de Interior, Vicente Gallo, quien desde esa oficina impulsó –sin éxito parlamentario– un proyecto para otorgar a los Territorios representación en la Cámara de Diputados, a través de delegados con derecho a intervenir en los debates de asuntos relacionados con los Territorios como también a presentar proyectos de ley relativos a estos, aunque sin contar con voto en el recinto. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 23/9/1924.
18 Acerca de los sucesos de 1918 en Córdoba y sus derivaciones hacia las demás universidades, Buchbinder (2008: 93 y ss) y Bustelo (2021: 139 y ss). Para una mirada más sintética, Agüero (2021).
19 Aun si no la mencionaba, es posible imaginar que Bas tuviese en mente el plan de obras de infraestructura puesto en marcha mediante la Ley de Fomento de los Territorios Nacionales de 1908. Acerca de ese plan y su ejecución, Bandieri (2009).
20 La propuesta de González, a la postre triunfante, no pasaba por excluir a los extranjeros de la base demográfica, sino por incumplir la adoptada por la reforma constitucional de 1898 y alegar un criterio de “equilibrio” –inexistente en la letra de la Constitución– para que, sin importar los resultados del censo de 1914, ninguna provincia viese reducido su peso en la Cámara de Diputados como había ocurrido con la reforma constitucional de 1898 (Gallucci, 2020c).
21 El proyecto había sido elaborado desde el Ministerio de Interior, entonces a cargo de Indalecio Gómez, quien sostenía una mirada nacionalista similar a la de Sáenz Peña y cuya presencia en el gabinete daba cuenta de la proximidad de los sectores católicos con el presidente (Castro, 2009). Para un estudio detallado del proyecto, Gallucci (2020b).
22 Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, 6/7/1917.
23 Sobre la gravitación del régimen federal en el sistema representativo argentino, con especial atención al caso de los Territorios, Gallucci (2021).
24 Es oportuno señalar que el ministro Gallo, figura principal del antipersonalismo, no solo retornó a las intervenciones por decreto –promoviendo cuatro de las siete decretadas en la presidencia de Alvear–, sino que además impulsó en 1925 un proyecto de intervención a la provincia de Buenos Aires con el fin de despojar al yrigoyenismo de su principal bastión. El fracaso de la iniciativa llevó a Gallo a abandonar el gobierno ese mismo año (Persello, 2022: 170-173). Tres nuevas intervenciones serían decretadas entre febrero y abril de 1928, ya con José P. Tamborini como ministro de Interior.
25 Durante la presidencia de Alvear, el Poder Ejecutivo no impulsó ninguna provincialización, aunque no faltaron legisladores que plantearon iniciativas con ese propósito. En 1926 y 1927, los diputados por la Capital Federal Eduardo Giuffra y Romeo Saccone, ambos de orientación yrigoyenista, formularon sendos proyectos declarando provincia a La Pampa y a Misiones, en el caso del primero, y lo mismo para Chaco en el segundo. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 10/8/1926; Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 14/7/1927.
26 La Constitución de 1853 (inciso 8 de su artículo 64°), incluyó entre las atribuciones del Congreso la de “acordar subsidios del Tesoro Nacional a las provincias cuyas rentas no alcancen, según sus presupuestos, a cubrir sus gastos ordinarios.” El punto ha superado sin modificaciones todas las reformas constitucionales posteriores. Confederación Argentina, Constitución de la Confederación Argentina, San José de Flores, 1853.
27 El primer volumen de la obra apareció en 1917, mientras que el tercero y último lo hizo en 1922. Esa primera edición fue publicada por la editorial J. Lajouane & Cía, que ofreció una nueva edición en 1923 y una tercera, además aumentada, entre 1930 y 1931. Bajo el título de Curso de Derecho Constitucional, la obra volvió a ser publicada en 1943, esta vez por la casa Guillermo Kraft, que volvió a editarla en 1958 y 1964. La editorial Depalma publicó nuevas ediciones en 1974 y en 1984, al cumplirse diez y veinte años de la muerte de González Calderón.
28 De aquí que la opinión de Bas, señalada más atrás, acerca de la plena legitimidad del Ejecutivo para decretar intervenciones sobre las provincias durante el receso parlamentario y actuar con prescindencia de las constituciones y leyes locales fuese repudiada por González Calderón como una “teoría maquiavélica y repugnante a la Constitución”, lamentándose además de que fuese sostenida por letrados que se habían desempeñado en la enseñanza universitaria (1928: 95-96).
29 En 1924, González Calderón volvió a presentar la iniciativa, aunque con el mismo resultado negativo. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 17/9/1924.
30 Sobre la concepción alberdiana del Ejecutivo fuerte como algo indispensable para la nación argentina, corresponde la consulta al clásico de Botana (1997). A propósito de la incorporación de González Calderón a la Academia, De la Fuente (2023).


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