Dossier
Recepción: 26 Enero 2023
Aprobación: 20 Marzo 2023
Publicación: 30 Abril 2023
Resumen: El término ‘revolución’ se ha convertido en usual para designar las grandes discontinuidades que separan largos períodos de permanencias estructurales. La aproximación al abastecimiento de agua de Barcelona en la larga duración confirma una profunda discontinuidad, después de siglos de gran estabilidad tecnológica y ambiental. De modo que, dentro del amplio cúmulo de cambios que hemos convenido en etiquetar como ‘revolución industrial’, podemos postular la existencia de una ‘revolución del agua’. De hecho, una transición inacabada de ciento cincuenta años que ha transformado radicalmente nuestra vida cotidiana y ha llevado al actual reto medioambiental. Con todo, abordar un estudio de caso no busca simplemente verificar un esquema teórico previo o una hipótesis de partida. El propósito es poner el foco sobre un caso concreto que permita desvelar aspectos contextuales específicos, relaciones imprevistas, cambios en los factores críticos y nuevas cuestiones a tomar en cuenta. Con esta intención, partiendo de una investigación netamente empírica, la selección de las cuestiones y su periodización son interpretativas, y tiene el propósito de ampliar la paleta de interrogantes y contribuir a las aproximaciones comparadas.
Palabras clave: Agua, ciudad, revolución tecnológica, vida cotidiana, reto ambiental.
Abstract: The term 'revolution' has become usual to designate the great discontinuities that separate long periods of structural permanence. The long-term approach to Barcelona's water supply confirms a profound discontinuity, after millennia of great technological and environmental stability. So that, within the broad set of changes that we have agreed to label as 'industrial revolution', we can postulate the existence of a 'water revolution'. In fact, an unfinished transition of one hundred and fifty years that has radically transformed our daily lives and has led to the current environmental challenge. However, addressing a case study does not simply seek to verify a previous theoretical scheme or a starting hypothesis. The purpose is to focus on a particular case that allows revealing specific contextual aspects, unforeseen relationships, changes in critical factors and new issues to take into account. With this intention, starting from a purely empirical investigation, the selection of the questions and their periodization are interpretative, and have the purpose of expanding the range of issues and contributing to the comparative approaches.
Keywords: Water, city, technological revolution, daily life, environmental challenge.
1. Punto de partida: la estabilidad tecnológica preindustrial, etapas y factores críticos
Lo primero que conviene destacar es la estabilidad tecnológica en la larga duración hasta mediados del siglo XIX. A grandes rasgos las soluciones técnicas utilizadas en la Barcelona de la primera mitad del ochocientos difieren poco de las utilizadas en época romana. Sean los acueductos de agua rodada, las conducciones de agua presurizada resueltas con ‘cañerías’ formadas por caños de barro cocido, la estructura de la red en forma de árbol; sean los sistemas de repartidores elevados, dispositivos muy semejantes en la Pompeya del siglo I o en la Barcelona de mediados del siglo XIX.
Hecha esta primera observación que caracteriza el conjunto del período, son significativas las diferencias entre subperíodos, que no son propiamente atribuibles a las innovaciones tecnológicas, sino a los cambios de orden social y político.
Del acueducto romano a la Acequia Condal: del agua consuntiva al agua productiva
Nacida en el borde del Mediterráneo, en un llano entre dos ríos de escaso caudal, Barcelona tenía el río Besòs, el más cercano y menor de ellos, a más de cinco kilómetros de distancia. Por esta razón la ciudad preindustrial se proveyó principalmente de aguas subterráneas. La Barcelona romana fundada en el siglo I a. C., además del agua del freático obtenida mediante los pozos, estuvo dotada desde su fundación de agua de calidad y abundante gracias a un acueducto, probablemente alimentado por un manantial cerca de Montcada. Era resultado de una clásica iniciativa de evergetismo, algo común en las ciudades del imperio romano. Quedan notables vestigios arqueológicos de su recorrido fundamentalmente subterráneo de más de 11 kilómetros. El acueducto solo se elevaba en las proximidades de la muralla de la ciudad por encima del nivel del suelo. El agua fluía por gravedad siguiendo una pendiente de 1,6 metros por kilómetros, habitual en estas infraestructuras. Dentro de la ciudad se piensa que disponía de dos castellum aquae principales que distribuían el agua presurizada principalmente a las fuentes públicas y a las termas, también probablemente a ciertas domus privadas destacadas, y se sabe que parte de ella servía una pequeña zona industrial. El sistema se complementaba con un sistema de alcantarillado que expulsaba las aguas residuales y de lluvia hacia los fosos de las murallas.
El declive del poder imperial romano comportó, en la mayoría de las ciudades, la progresiva erosión de la esfera pública y, en general, el deterioro de las grandes infraestructuras. En Barcelona no se conoce bien el proceso y las fechas de pérdida de funcionalidad del acueducto romano, pero los vestigios de pozos de la alta edad media parecen indicar la necesidad, en una ciudad disminuida, de un aprovisionamiento alternativo. A pesar de la sensación de evidente retroceso, a partir del siglo XI, la eclosión de la ciudad bajomedieval europea se sustentó en unas bases nuevas. En la ciudad antigua, el impulso principal venía de arriba, de las armaduras estatales centrales, que eran las que garantizaban el flujo de recursos que la sostenían. Mientras que la nueva dinámica bajomedieval estaba animada por un impulso que venía del entorno rural (Bois, 1988: 67). Era el acceso de los productores rurales al mercado el que ampliaba de forma progresiva los intercambios. Las ciudades crecían en torno a los mercados, y la integración de multitud de productores atomizados en la esfera de la circulación comercial concedía un protagonismo creciente a las fuerzas económicas, y a la capacidad de los poderosos de extraer rentabilidad de ellas.
La Acequia Condal (Rec Comtal) la mayor infraestructura hidráulica realizada en el siglo XI, refleja bien este cambio fundamental. Fue una inversión del Conde de Barcelona para mover sus molinos, un dispositivo técnico en expansión en aquellas décadas. La Acequia Condal seguía básicamente el trazado del acueducto romano, pero sus objetivos y sus soluciones técnicas diferían radicalmente. Su recorrido era superficial y buscaba variantes para obtener los saltos de agua necesarios para los molinos. Se alimentaba de aguas superficiales del río Besòs, su caudal era muy variable, pero muy superior al del acueducto romano. Su agua ya ni era consuntiva, ni era agua de boca. Era exclusivamente productiva y generadora de rentas (Ortí, 2000: 246). Sus aguas activaban los molinos y, de forma subsidiaria, irrigaban las huertas entre la Acequia y el mar, y no llegaba propiamente a la ciudad todavía apiñada en torno al recinto romano, solo al conjunto de los molinos más cercanos. Algunas de sus derivaciones se acercaban a las murallas y, como en tantas ciudades preindustriales, con el tiempo y la expansión de la ciudad la mayoría de las actividades productivas urbanas, especialmente de la lana y de la piel, se sirvieron de sus aguas (Guillerme, 1983). En consecuencia, durante ocho siglos, la Acequia Condal tuvo un papel determinante en la economía urbana y periurbana.
Gobierno de la Ciudad y el ‘bien común’: las fuentes de la ciudad
Hasta el siglo XIV la provisión de agua de boca en Barcelona dependió básicamente de los pozos. La consolidación del gobierno de la ciudad, desde finales del siglo XIII, dio paso a otro capítulo decisivo en la historia del agua en Barcelona: la aducción de agua potable y la gradual formación de un sistema de fuentes públicas. Jacques Heers vincula la construcción de fuentes públicas de agua de boca a finales de la edad media con la consolidación de los gobiernos municipales y con la emergencia de la noción de “bien común”, en un contexto de conflictos urbanos y de particularismos (Heers, 1995: 337). Una política de fuentes, concertada y sostenida a pesar de las dificultades y las costosas inversiones que requería, que contribuía poderosamente en la afirmación y refuerzo del concepto de bien público y de intereses comunes contra las antiguas tradiciones fuertemente particularistas.
En el caso de Barcelona, aunque los primeros intentos documentados son de 1301, no fue hasta el 1347 cuando se inició la captación de aguas en la cercana sierra de Collserola con la adquisición de una mina para drenar agua del freático siguiendo la técnica de los qanat, distinta de la del acueducto romano y muy extendida en las áreas áridas entonces bajo poder islámico. En 1356 ya brotaba agua en las fuentes de la ciudad y, a partir de estas fechas, el sistema se fue ampliando con nuevas fuentes y nuevas minas. El proceso de construcción y el mantenimiento del sistema, con la instauración del cargo de maestro de las fuentes, eran expresiones del poder municipal. También se reflejaba en la propia topografía de las fuentes y de los servicios servidos, que privilegiaba claramente las áreas centrales y centros institucionales.
El maestro fontanero era un maestro de obras. No solo los acueductos de agua rodada se resolvían con obra de albañilería, también todo el sistema presurizado que, desde un castellum aquae, fuera murallas, distribuía el agua a través de conducciones resueltas con caños de cerámica cocida empalmados formando una ‘cañería’ o ‘encañizado’. Nombre derivado de su aspecto parecido a una caña con sus anillos protuberantes. Aunque el plomo fue usual en conducciones en época romana y que, en la baja edad media, comportó la aparición de un oficio específico en el norte de Europa, el ‘plombier’, fue un material apenas empleado en nuestras latitudes. Además del costo y el miedo a los robos del plomo, la obra de albañil hacia más fácil la substitución del maestro de las fuentes, y ofrecía una tecnología más fácil de supervisar por los consejeros de la ciudad. En un contexto comparado el sistema implantado en Barcelona y su desarrollo, que conocemos bien gracias a la descripción que hace en 1650 el maestro Socias en su ‘Llibre de les Fonts’, era considerablemente ambicioso y notablemente ejemplar.1 Sin embargo, no era en absoluto el resultado de innovaciones técnicas. Era más bien el resultado de una innovación sociopolítica. Porque emergió de las nuevas condiciones políticas e institucionales que, con una organización pragmática, adoptó recursos largamente madurados, muy extendidos y fáciles de gestionar. Las galerías de filtración, tipo qanat, eran una solución muy consolidada en la amplia geografía árida extendida desde el sur de Asia hasta la península ibérica, y la distribución de agua presurizada mediante los ‘encañizados’ y el recurso a repartidores elevados no eran muy distintos a los que se empleaban en Pompeya.
Expansión urbana e intensificación de las tecnologías tradicionales: 1703-1868
La habitual estacionalidad mediterránea, las sequías y el deterioro y difícil mantenimiento del sistema motivaba períodos recurrentes de escasez. Tanto en la Acequia Condal como en el sistema de las fuentes de la Ciudad. Ya en 1703, la insuficiencia de las medidas tomadas por el Consejo de Ciento, para mantener e incrementar el agua del sistema de las fuentes, le llevaron a solicitar agua tomada de la Acequia Condal. Los administradores del patrimonio real otorgaron perpetuamente a la ciudad la facultad de poner una ‘sangradera’ para proveer de agua a la Rambla y al Raval, con el objeto declarado de regar los árboles y dotar de agua los abrevaderos, pero también apuntaba que podía servir ‘para beber de ella los habitantes mucha parte del año’. Se anunciaba así la que sería su función principal. Una solución higiénicamente muy dudosa que duró sin embargo hasta 1826.
A estas dificultades, se añadió el drástico recorte del poder y del presupuesto municipal a raíz del triunfo borbónico en la larga Guerra de Sucesión, en 1714, justamente en el período de gran crecimiento urbano, demográfico y económico generalizado en Europa. Especialmente acusado en Barcelona por su dinamismo, que la convierte en el siglo XVIII en el principal centro industrial de la península. La escasez de recursos del Ayuntamiento borbónico, el fuerte aumento poblacional, que se triplicó entre 1718 (34.005 habitantes) y el 1787 (100.580 habitantes), así como el crecimiento de las actividades, sometieron al sistema de abastecimiento de agua a fuertes tensiones. Las regulares ‘visuras’ del maestro de las fuentes revelan la frecuencia de las escaseces. En parte por las captaciones insuficientes, pero fundamentalmente por los problemas de mantenimiento de las minas y de las conducciones. Los Acuerdos muestran grandes fluctuaciones en la captación y fuertes pérdidas en el transporte. A pesar de todo, el sistema se fue ampliando, y llegó a barrios más periféricos como el Raval o el barrio de Sant Pere, hasta aquel momento huérfanos de fuentes. También aumentaron sensiblemente las concesiones hechas a particulares. El incremento de las concesiones para el consumo doméstico desde la década de 1740 marca una tendencia muy significativa que no dejará de crecer. Hasta el 1791 la obtención de agua municipal para residencias privadas era un privilegio concedido gratuitamente. Pero solo en usufructo y temporalmente, siempre que los gastos de conducción fueran a cargo del beneficiario. Un privilegio limitado a muy pocas familias. A partir de 1791, el aumento constante de las demandas, el coste de reparación de las conducciones, conservación y ampliación de las minas, y la falta de recursos del Ayuntamiento llevaron a hacer estas concesiones a cambio de un pago proporcional a la cantidad de agua otorgada.
Las persistentes carencias de agua y el marcado efecto de la estacionalidad llevaron a construir, entre 1778 y 1786, una mina bajo el río Besòs, la llamada mina de Montcada, para drenar agua de su acuífero y alimentar con agua más regular y de mayor calidad la Acequia Condal, que hasta entonces tomaba el agua superficial de un azud en el río. Financiaron las obras el Real Patrimonio, el Ayuntamiento de Barcelona, los concesionarios de los molinos y los propietarios de las huertas irrigadas. Con todo, el abastecimiento de Barcelona estaba fuertemente limitado por los exiguos presupuestos municipales y muy condicionado por la adscripción de las aguas al Patrimonio Real. Su paso al erario público en 1820 animó al Consistorio, en 1822, a impulsar la ampliación de la mina de Montcada. Pero las vicisitudes políticas complicaron extraordinariamente la transición, y el retorno al régimen absolutista en 1823 con el restablecimiento de la vieja ordenación jurídica, paralizaron las obras. Finalmente, en 1824 el monarca concedió 1.700 plumas (cada pluma eran 2.220 litros/día) para fuentes públicas y otras 500 para enajenar y atender con su producto a las obras de construcción del nuevo acueducto desde la mina de Montcada (Martín Pascual, 1990). La entrada en funcionamiento, en 1826, de este nuevo conducto permitió multiplicar por diez el caudal de agua que llegaba a Barcelona. Supuso un notable crecimiento de los domicilios con acceso al agua. Aunque en un número siempre minoritario, si se atiende al alto coste de su compra e instalación. En cualquier caso, es importante subrayar que la solución tecnológica difería poco de la empleada en la Barcino romana o en la baja edad media.
2. La revolución en el abastecimiento de agua: una transición de cien años, 1867-1967
Wrigley distingue, dentro del amplio cúmulo de cambios que hemos etiquetado como Revolución Industrial, dos etapas diferenciadas (Wrigley y Gavilán, 1992). La primera etapa, que correspondería al apartado anterior, se caracteriza por la liberación de trabas, la ampliación de los mercados y la intensificación de las prácticas económicas tradicionales. Es la de progresiva modernización del “sistema orgánico” heredado. La segunda etapa, caracterizada por el empleo de materias inorgánicas y de los nuevos combustibles fósiles, un contingente de energía sin paralelo en el pasado, es la de desarrollo de un “sistema industrial inorgánico”. Esta segunda es la de mayor ruptura en la gestión del agua corriente. Pero en el origen del cambio no está la demanda industrial. Es la demanda doméstica la que impulsa las grandes inversiones, los cambios tecnológicos y el uso de la máquina de vapor para la elevación del agua corriente, que se acaba convirtiendo en un producto industrial y mercantil. El crecimiento urbano, y en el caso de Barcelona la construcción del Ensanche, se acaba convirtiendo en el factor decisivo. La concentración de la población en las grandes ciudades y los azotes epidémicos, en especial la irrupción del cólera en Europa, consolidan una nueva mirada médica sobre la ciudad que deberá abordar la cuestión pendiente de la evacuación de las aguas residuales y más concretamente de las materias fecales. La gradual adopción del wáter-closet va de la mano de la decisión de evacuar las excretas en el sistema de alcantarillado y del imperativo técnico de aumentar el consumo de agua. Coincide también con la progresiva difusión del baño. La sala de baños, inicialmente muy exclusiva, se irá extendiendo gradualmente, hasta su práctica generalización en la segunda mitad del siglo XX.
A inicios del siglo XX, en muchas ciudades europeas, se pondrá en cuestión el carácter básicamente mercantil de la distribución de agua corriente, por razones de interés público y para garantizar el buen funcionamiento del sistema. El fracaso en Barcelona del impulso hacia la municipalización, el crecimiento urbano, y las décadas de crisis, antes y después de la guerra civil española, comportarán retrasos en un acceso suficiente al agua de amplias capas de la población. Solo en la década de 1970, con el aumento de la dotación culmina esta transición de cien años, que deja sin embargo el problema pendiente del saneamiento y que está en el origen de imprevistos problemas medioambientales.
El Ensanche de Barcelona, irrupción de las empresas privadas y cambio tecnológico
Entre 1740 y 1840 Barcelona consolidó de forma clara su condición de principal centro industrial de la península ibérica. Sin embargo, sería muy equívoco atribuir los cambios tecnológicos y organizativos que se precipitaron en la segunda mitad del siglo XIX a la demanda de agua generada por la actividad industrial. Sin duda, la industria era una gran consumidora de agua, pero la extraía directamente del freático. La introducción de la máquina de vapor en la década de 1840, facilitó e incrementó de forma decisiva el bombeo del agua de subsuelo.
El factor auténticamente disruptivo, tanto desde un punto de vista tecnológico como organizativo, fue sin duda la aprobación del plan de Ensanche en 1859. Este fue el principal problema y el auténtico desencadenante de la ‘revolución del agua’ en Barcelona. En primer lugar, por la necesidad de garantizar una dotación suficiente para la extensión de la ciudad. Pero fundamentalmente porque el castellum aquae heredado del siglo XIV tenía una cota de algo más de 20 metros sobre el nivel del mar, y quedaba muy por debajo del nivel del ensanche que se quería construir. Josep Fontseré, el entonces maestro de las fuentes, propuso en diciembre de 1859 instalar una bomba de vapor sobre el llamado ‘repartidor de Jesús’ que alimentaba la red presurizada de la ciudad amurallada, “para elevar 2.500 m3 de agua de la Mina de Montcada a la altura de 23 metros cada 24 horas (…)”.2 El proyecto, sin embargo, no se realizó y la primera expansión del Ensanche dependió fundamentalmente del agua de los pozos, como se puede comprobar en los proyectos de inmuebles de viviendas de los primeros años. La pasividad municipal facilitó la eclosión de empresas orientadas al abastecimiento del Ensanche. No es casual que el primer proyecto de elevación de agua para el Ensanche, a cargo de la Sociedad de Crédito y Fomento de Barcelona con intereses inmobiliarios, sea del año 1867 y que el mismo año se constituya en Lieja la Compañía de Aguas de Barcelona promovida por capital belga y francés. Esta sociedad internacional, bien capitalizada y con amplia capacidad técnica, adquirió una empresa que el 1857 había iniciado la conducción de aguas de Dosrius, a 57 km de Barcelona. La apertura de 12.306 metros de galerías de captación y una conducción de 57.724 metros terminaba en un depósito de 95 metros sobre el nivel del mar. Una altura que permitía servir con las mejores condiciones de presión los municipios de Gràcia, Sant Gervasi y el Ensanche.3 La escala de la intervención exigía una capacidad de financiación fuera del alcance de otras empresas. En un opúsculo editado en 1873 presentaba una red extensa ya en funcionamiento que servía ya 262 abonados en Gràcia, 38 en Sant Gervasi y 129 abonados en Barcelona, y precisaba que el agua llegaba a todos los pisos. La Compañía de Aguas que alimentaba su red presurizada con un acueducto de agua rodada de medio centenar de kilómetros, inauguró en 1882 una central elevadora que captaba 30.000 metros cúbicos de aguas subterráneas del freático del río Besòs. A pesar de la oposición de los municipios agrícolas y especialmente industriales colindantes, que insistían en el daño que podía causar a los numerosos pozos de las fábricas “que forman la riqueza del Llano de Barcelona, la mayoría de las cuales se alimentan de agua del Besòs en extraordinaria abundancia proporcionando trabajo a miles de brazos”.
Desde un punto tecnológico se establece una neta ruptura con el pasado. Son sistemas que permiten elevar las presiones en las conducciones, utilizan materiales nuevos de origen industrial, se generalizan las elevaciones de agua gracias a la máquina de vapor y a las nuevas fuentes de energía fósil, se sustituyen los viejos e imprecisos repartidores elevados por llaves de aforo, y se abandona la clásica red en forma de árbol por la red en malla que permite circuitos alternativos en caso de avería. Innovaciones que exigen una fuerte capitalización y permiten el uso de contadores que, con todo, encontraran una considerable resistencia por parte de los propietarios.
El considerable número de empresas, que proliferaron aquellos años, se vieron inmersas en una fuerte competencia y a necesidades crecientes de capital (Martín, 1990: 94-114, 158-188). La Compañía de Aguas de Barcelona, aunque se mostró como la más sólida, tuvo también dificultades ante el volumen de inversiones que la competencia exigía. En 1881 la Société Lyonnaise des Eaux garantizó la aportación de los recursos necesarios y se constituyó la Sociedad General de Aguas de Barcelona (SGAB). De esta manera pudo hacer frente a la competencia de la emergente Empresa Concesionaria de Aguas Subterráneas del Río Llobregat que, el 1866, había obtenido la concesión de captar aguas del acuífero de este río y en 1881 inauguraba su red de distribución. Entre las empresas que competían entre sí, estas dos sobresalían por su dimensión. Progresivamente las distintas empresas fueron cayendo dentro de la órbita de la reforzada Sociedad General de Aguas de Barcelona. A final de siglo dominaba de facto la totalidad de las empresas privadas, cuyas redes e infraestructuras fue incorporando. La variada topografía de Barcelona, desde el nivel del mar hasta los 500 metros del Tibidabo, hacía indispensable la división de la red en sectores por alturas para alimentar cada uno con sus correspondientes depósitos a la cota suficiente para que llegara el agua con la presión adecuada. De tal manera que el sistema de depósitos y de elevaciones resultantes permitía dar servició a toda la ciudad y el coste del agua de cada sector dependía de la altura y de las elevaciones necesarias. La Torre del Agua del Tibidabo, inaugurada el 1903, culminaba el sistema. De modo que la red municipal, apenas alterada, había adquirido un carácter meramente residual.
La necesaria renovación del alcantarillado
Desde finales del siglo XVIII, se advierte en muchas ciudades europeas al progresivo enterramiento de cursos de agua hasta entonces superficiales. La convicción que los miasmas, las emanaciones de los suelos y las aguas impuras, eran causantes de contagio y el mal olor su síntoma más inmediato, imponía evitar las aguas superficiales y estancadas. Para conjurar el riesgo se procuraba facilitar la circulación del aire y del agua, se aumentaban las fuentes, y se regaban las calles (Corbin, 1986; Barles, 1999; da Costa, 1999). Aunque también se renovaron pavimentos y alcantarillas, éstas se limitaban a recoger las aguas grises y de escorrentía.
Con la densificación de la ciudad se había generalizado la práctica de situar el pozo en el mismo patio de ventilación en el que estaba el pozo ciego que recogía las excretas de las letrinas, en casas en las que había crecido mucho el número de vecinos. Las filtraciones contaminaban el agua de los pozos, como denunciaban de forma recurrente los Informes de Obrería. Letrinas y pozos ciegos en el espacio privado eran pestilentes focos de infección y el frecuente vaciado y traslado en carros de las excretas comportaban desagradables emanaciones fétidas muy preocupantes desde un punto sanitario.
La irrupción del cólera en Europa desde la década de 1830 comportó la consolidación de la higiene como una disciplina dentro de la medicina, y la búsqueda de la salubridad fue impulsora esencial de reformas urbanas. Aunque se conocía el peligro de la infección de las aguas subterráneas por los pozos ciegos, lo cierto es que la interpretación miasmática del aire como vía de contagio, llevó fundamentalmente a combatir el hacinamiento y a potenciar la ventilación. El proyecto de Ensanche de Ildefonso Cerdà para Barcelona en 1859 es un buen ejemplo de ello. Como en el caso de las coetáneas reformas de Paris lideradas por el Barón de Haussmann, y en el resto de ciudades del continente, Cerdà ignoró la solución adoptada, unos años antes por Chadwick, en Londres de evacuar las excretas al alcantarillado.4
La fuerte expansión del Ensanche entre 1868 y 1880 no cambió las pautas de saneamiento heredadas. Como en el resto del continente fue durante la década de 1880 cuando se planteó adoptar la solución inglesa de la circulación continua, que se comparaba al funcionamiento de la circulación sanguínea: un sistema arterial de abastecimiento y uno venoso de evacuación. Paris se convirtió en aquellos años en el centro de un encendido debate. Las imponentes y admiradas alcantarillas proyectadas por Belgrand eran como se dijo entonces un “objeto de lujo”, hasta que una comisión técnica presidida por el propio Belgrand autorizó en 1883 el “tout-à-l’égout”. A pesar de la férrea oposición de los partidarios de mantener las fosas fijas y aprovechar las materias fecales como abono, el “tout-à-l’egout” se convirtió en obligatorio en Paris en 1894.
En 1884 el Ayuntamiento de Barcelona creó una comisión especial encargada de estudiar la reforma general del sistema de alcantarillado. Su Dictamen Previo ofrecía un balance del abanico de soluciones de saneamiento empleadas internacionalmente en aquellas décadas, y aconsejaba adoptar la circulación continua y completa. Se encargó el proyecto de saneamiento del subsuelo de Barcelona al ingeniero García Faria, secretario de la comisión.5 Su proyecto aprobado en 1891 era ambicioso y un gran esfuerzo de actualización técnica. Cambiaba radicalmente las pendientes y los recorridos para llevar las aguas residuales a una central con una bomba de vapor que las reenviaba mediante un emisario a las huertas del delta del Llobregat para su aprovechamiento. Una solución que se había ensayado en Londres y en Paris.
No parece una casualidad que la Exposición Universal, que se celebró en Barcelona el 1888, significara la presentación en sociedad de los nuevos wáter-closet, con descarga y sifón. Un equipo francés hizo la instalación de los aseos del certamen, que causaron sensación. A partir de estas fechas se inicia la comercialización de los modelos más modernos y su difusión entre las clases más pudientes. Tampoco es casual que el 1891, año de aprobación del proyecto de saneamiento, el Ayuntamiento también aprobara el proyecto de acueducto Alto de Montcada que tenía que garantizar un abastecimiento municipal actualizado, capaz de cubrir las necesidades crecientes del nuevo alcantarillado y otros servicios públicos. El mismo año, las nuevas ordenanzas municipales preveían la circulación continua, solo permitían fosas fijas impermeables en las casas de calles desprovistas de alcantarillado, y prescribían conexiones con la alcantarilla mediante sifón hidráulico obturador. No menos significativa era la dotación de agua que reclamaban, “250 litros diarios, por cada cuarto independiente habitable”. Quedaba muy lejos de lo que consideraba necesario el maestro de las fuentes en 1857, al que bastaban 14 litros por persona y día, o de la previsión algo más exigente de Cerdà en 1859 de 40 litros por persona día.6 El aumento del consumo privado era una exigencia de la circulación continua.
El proyecto de García Faria, publicado en 1893, se convirtió en un documento de referencia, pero nunca se realizó. Solo después de la agregación de municipios del Llano de Barcelona de 1897, con el cambio del gobierno municipal de 1902, se retomó con urgencia la cuestión del saneamiento. La renovación del alcantarillado se fue implementando a partir de esta fecha, pero renunciando a los cambios de pendientes y al bombeo de las aguas residuales hasta las huertas del delta del Llobregat. De modo que, durante décadas, éstas serían vertidas al mar sin tratamiento alguno.
Los cambios en las prácticas cotidianas: la gestación del cuarto de baño
Las décadas en torno al 1900 son claves en la divulgación de nuevas prácticas higiénicas. El wáter-closet sin duda fue el factor más crítico, y coincidió con la difusión y consolidación del baño doméstico. Desde finales del siglo XVIII se había iniciado una tímida recuperación de la práctica del baño fundamentalmente como medida terapéutica, después de siglos de prevención y abandono. Con motivo de la irrupción del cólera y la consolidación del higienismo, en las décadas de 1830 y 1840, la limpieza de la ropa y del cuerpo fueron motivo de creciente interés y, en Inglaterra y más tarde en muchas ciudades europeas, se crearon baños y lavaderos de carácter público. No es este el caso de España donde los que proliferaron a mediados de siglo XIX eran de iniciativa privada. La guía general de Barcelona de 1840 aporta una relación de las casas de baños y afirma: “De algunos años á esta parte se van aumentando estos establecimientos, por la mucha afición que se va tomando en bañarse, con motivo de los beneficios que reporta á la salud”. Algunos eran de agua de mar, podían ser de agua caliente o fría, también los había de vapor. En algunos casos se llevaban
á domicilio tanto para enfermos como para las personas que gusten tomarlos para recreo, así de día como de noche: hay depósitos de bañeras de todas clases, para poder tomar baños generales, de asiento, de pies, y otros para los brazos los cuales se pueden tomar con toda comodidad en la cama.7
También había “muchos hojalateros, que por tanto diario, prestan bañeras portátiles, cuidándose los que las alquilan, de hacerlas llenar del líquido que necesiten los enfermos para la curación de sus males”. Los baños públicos, los baños a domicilio o los baños de mar eran en general parciales, instrumentos terapéuticos. Formaban parte de una estrategia vigorizante que se refleja en los distintos métodos de hidroterapia.8
Lo cierto es que en las décadas centrales del siglo XIX son pocas las casas dotadas de bañera fija. En estos casos excepcionales, la bañera estaba generalmente colocada en una habitación ad hoc, apartada de los recorridos más habituales, como corresponde a un baño ocasional. Así sucede también en la casa-modelo que propone Garcia Faria, en 1891. Introduce wáter-closets y “orinaderos” con sifón, pero la bañera queda notablemente escondida en la parte más privada. Todo parece indicar que, para los higienistas más puritanos, como para muchos de sus coetáneos, el baño resultaba todavía una práctica moralmente peligrosa, y la visión de la bañera incomodaba. A pesar del predicamento de la hidroterapia, los descubrimientos de Pasteur y los progresos de la microbiología, a finales del siglo XIX los baños frecuentes despertaban todavía suspicacias en buena parte de la burguesía (Vigarello, 1985). Asustaba su componente hedonista y también la visión del cuerpo desnudo, de tal modo que era habitual que las mujeres se lavaran en camisa.
El aumento de popularidad de los baños de mar es un buen indicador de un cambio gradual de mentalidad y de una nueva relación con el cuerpo. En este sentido la considerable estabilidad de la indumentaria femenina para esta afición creciente da una medida de las resistencias al cambio. En cualquier caso, las primeras décadas del siglo XX son el período de la progresiva y definitiva popularización del ocio y de los deportes, y coincide con una mejora significativa en la dotación de agua doméstica y la difusión de los nuevos aparatos sanitarios entre los segmentos más favorecidos de la sociedad urbana. La sala de baños fue hasta finales de siglo algo muy excepcional; el agua corriente llegaba a pocas viviendas, y cuando lo hacía no era abundante. Lo más habitual era la limpieza con esponja usando palanganas o barreños. En Barcelona los catálogos del Almacenes El Siglo, en torno a 1900, muestran una amplia oferta de estos utensilios: lavabos, lavamanos, barreños, duchas o bidets de ebanistería, siempre portátiles.9 La presencia de un recipiente al que llamaban a menudo tub, un modelo muy plano importado de Inglaterra que se podía colocar en cualquier sitio corrobora hasta qué punto la limpieza con esponja era una práctica moderna.
En aquellos mismos años, casas especializadas comercializaban los sanitarios fijos para conectar a red, de agua corriente y de saneamiento, lo que permite comparar los precios. Un tub según el diámetro costaba entre 12 y 16 pesetas, las bañeras portátiles unas 50 pesetas. Mientras que las bañeras fijas costaban entre 200 y 300 pesetas y podían llegar a las 600 pesetas. El uso confortable de la bañera requería un calentador de gas que costaba entre 70 y 330 pesetas. Los precios de los wáter-closets eran entonces también considerables: en torno a las 100 pesetas. Si a estas diferencias se añade el coste de la instalación y del consumo de agua, resulta claro que su uso era todavía muy exclusivo.
Contra la visión más hedonista del confort que representaba el baño, muy consumidor de agua, la ducha que se aplicó primero a las instituciones colectivas como el ejército y las cárceles, y más tarde a la práctica del deporte, recogía la tradición más espartana y tonificadora de la hidroterapia (Guerrand, 1985; Eleb y Debarre, 1995). En el ámbito privado, como se puede comprobar en el mismo catálogo de El Siglo, eran habituales las duchas portátiles. Recipientes colgables con un caño en forma de regadera y provistos de una cadena para provocar la descarga del agua. A finales de la primera década del siglo XX y a inicios de la segunda, la publicidad ya mostraba la sala de baños completa, con water-closet, bañera, lavabo y bidé, lo que marca un cierto grado de difusión, pero todavía muy limitado, porque coexistió durante mucho tiempo con los utensilios portátiles que hemos comentado. No será hasta la década de 1920 y 1930 cuando se impone el uso del water-closet y cuando el dispositivo de la sala de baño, plenamente normalizada, como espacio sanitario, aséptico y plenamente funcional se empieza a generalizar en segmentos más amplios de la población barcelonesa (Rosselló, 2011: 129-138).
El fracaso del agua municipal en Barcelona
La adopción del saneamiento con circulación continua y completa exigía la modernización de las instalaciones y un incremento muy significativo en la dotación y en el consumo de agua. El práctico monopolio de la Sociedad General de Aguas no permitía hacer una política de precios más económicos. Fue entonces cuando el Ayuntamiento después de años de pasividad tomó la iniciativa. En 1890 aprobó y en 1891 empezó la construcción del llamado acueducto Alto de Montcada. El objetivo era obtener el aumento suficiente en la oferta para entrar en competencia con la SGAB, conseguir una reducción efectiva del precio y estimular de este modo el consumo de agua (Martín, 2009: 265-364).
El proyecto proponía, mediante dos estaciones de bombeo, elevar el agua captada en la mina de Montcada y elevarla a 147 metros de altura sobre el nivel del mar y dotar a la red municipal de la presión adecuada para los nuevos barrios de la ciudad. Pero se acumularon las incidencias, pleitos, algunos provocados por la Sociedad General de Aguas que trataba de impedir la competencia municipal, incompetencia técnica, sobrecostes y escándalos. En 1905 se habían establecido contactos entre la SGAB y el Ayuntamiento, con vista a una posible adquisición municipal de la compañía. No podemos olvidar que, en aquellos años, muchas ciudades habían optado por la municipalización del servicio. Probablemente la SGAB se debía convencer que le convenía negociar. El gobierno municipal mostraba determinación y voluntad de estructuración de las diversas políticas municipales, y estaba concretando un contrato de tesorería con el Banco Hispano Colonial que podía dotarlo de suficiente margen de maniobra. Los enfrentamientos partidistas impidieron que esta opción progresara, pero la cuestión de la municipalización no dejó de sobrevolar los debates. Siempre con la decidida oposición de los propietarios urbanos, liderados por la Cámara de la Propiedad Urbana de Barcelona, que estaban convencidos que la municipalización provocaría un coste que gravitaría sobre la propiedad. Veían como una amenaza el nuevo Reglamento de policía que autorizaba al Ayuntamiento de Barcelona a exigir el aumento del consumo doméstico de agua, de acuerdo con lo que establecían las ordenanzas, y a ejercer una inspección sanitaria sistemática. La dotación de agua de las casas corría a cargo de los propietarios y resultaba difícil repercutir los incrementos en los alquileres. Las nuevas exigencias acabarían obligando a cambiar las instalaciones de agua y saneamiento, ya que la inspección tendría capacidad para sancionar la permanencia de pozos ciegos. Por otra parte, las corporaciones industriales consideraban que podía perjudicar la producción fabril de la ciudad. Muchos establecimientos se alimentaban de pozos propios que una inspección sanitaria podía declarar insalubres, o podía considerar contaminante su evacuación de residuos. Se trataba de grupos bien organizados y a finales de agosto de 1914 quedaban pocas posibilidades de que la municipalización prosperara, y entonces se sumaron dos hechos que cambiaron radicalmente los parámetros del problema: el inicio de la guerra europea que hizo desistir de toda negociación a la SGAB que era una empresa francesa, y la gran epidemia de fiebre tifoidea que se desencadenó en otoño y que puso al Ayuntamiento contra las cuerdas.
Aunque inicialmente la opinión pública responsabilizó a la SGAB de los primeros casos, se demostró que la mayoría de las defunciones se concentraban en torno a las fuentes dotadas de agua municipal, y que la conducción había sido infectada por filtraciones de aguas residuales. Se tuvieron que precintar las fuentes municipales y la SGAB instaló fuentes provisionales de substitución, mientras se renovaba todo el sistema de distribución municipal entre 1914 y 1917. Se optó por construir la primera estación de elevación prevista para el proyecto de 1890 de acueducto Alto de Montcada y, en el lugar de la segunda elevación se construyó un gran depósito que daba la presión suficiente a un nuevo conducto tubular de cemento armado que aprovechaba el espacio de paso del acueducto de 1826 y distribuía el agua a la red municipal. En ésta se tuvo que prescindir de la red de cañerías de barro cocido, los tubos de plancha asfaltada y el obsoleto sistema de repartidores elevados. La nueva distribución se hizo con conductos de fundición de hierro que podía servir a todos los pisos. La súbita modernización del sistema no incrementó, sin embargo, la oferta de agua, de modo que dejó campo libre a la progresiva expansión de la SGAB.
El problema seguía siendo el consumo insuficiente. Gustà Bondia, responsable del nuevo alcantarillado insistía en 1917: “Desgraciadamente, el caudal de agua no alcanza, hoy por hoy, en nuestra ciudad el volumen que fuera, de rigor, preciso para que las galerías de evacuación se sostuvieran en el funcionamiento normal de eliminación, arrastre y desagüe que corresponde al sistema”.10 Contra las resistencias sociales y económicas, advertía que “es preciso entender que todo progreso, que todo perfeccionamiento, que todo refinamiento en orden cualquiera, no es un lujo sino una necesidad”.11 El Real Decreto de 1925 que promulgaba el Reglamento de sanidad municipal intentaba imponer un cambio en las instalaciones y en las pautas de consumo. Establecía que los ayuntamientos debían imponer las instalaciones domésticas de agua de contador suprimiendo el depósito, y apostaba claramente por la municipalización. Los ayuntamientos debían “procurar, por cuantos medios las leyes ponen a su alcance, la municipalización de los servicios de aguas potables, aguas residuales, mataderos, cementerios, enterramientos y abastos de leches”.
La situación económica en la Francia de la postguerra europea y la cobertura de las leyes promulgadas por la repatriación de capitales había permitido a un grupo bancario local adquirir la SGAB, en junio de 1920. Éste se ofreció a negociar con el Ayuntamiento, pero el carácter financiero de la operación le restó popularidad, en un momento de aguda conflictividad social y represión extrema. De modo que, a pesar de las hostilidades y amenazas latentes de municipalización, los años veinte fueron de plena consolidación de la SGAB como empresa privada. No solo garantizaba la dotación requerida, también creó su laboratorio e introdujo los procesos de cloración para garantizar su salubridad.
Crecimiento, crisis y excluidos
El crecimiento del consumo y del número de abonados a la SGAB fue claro y sostenido, pero la población de Barcelona duplicó entre 1900 y 1930, pasó de 500.000 habitantes a un millón. De modo que, en términos relativos el aumento del acceso al agua fue muy moderado. Si se observa la gráfica de distribución de la SGAB entre 1910 y 1936 se observa un aumento sostenido del consumo. Se observa una punta de crecimiento durante el período posterior a la epidemia tifoidea en la que la SGAB sirvió los abonados de aguas de Montcada. Durante la década de 1920 el crecimiento agregado del consumo quedó por debajo del crecimiento de la población, alimentado por la ola inmigratoria, y la media de consumo por habitante disminuyó. Un grueso de la sociedad urbana de economía más modesta mantuvo durante mucho tiempo pautas tradicionales de consumo y las inexistentes o viejas instalaciones privadas. Los sectores más débiles tenían difícil el acceso al servicio y seguían dependiendo de las fuentes, de los lavaderos y de los baños públicos. En los barrios más densos y populares se mantuvieron e incluso se agravaron las condiciones insalubres del pasado. Las nuevas periferias obreras, formadas entre los años 1920 y 1930, que tenían un nivel de urbanización muy bajo y un acceso muy limitado a las redes técnicas quedaron claramente excluidas de los nuevos servicios (Oyón, 2008). El uso de contadores prescrito por el Reglamento de sanidad municipal, aprobado por real decreto de 1925 chocaba con las resistencias de los propietarios y con las estrecheces económicas del periodo. Los contratos de aforo se mantuvieron durante mucho tiempo, y resultaban muy difíciles de superar las inercias que impedían mejorar las instalaciones e incrementar el consumo por razones sanitarias.
El estallido de la Guerra Civil comportó la colectivización del abastecimiento de agua, y un Comité Revolucionario Obrero se hizo cargo de la gestión de la empresa. A pesar de la imposibilidad de implementar grandes cambios en el contexto crítico de la guerra, el 30 de septiembre de 1936 se unificaron las tarifas. Un cambio histórico, porque las tarifas eran más altas en los sectores con mayor cota de altura, para repercutir el coste de las diversas elevaciones en la factura de los usuarios. Aunque el comité era anarquista difícilmente el cambio obedecía a razones ideológicas porque, en general, los barrios más bajos eran los más populares. Más bien se impusieron criterios de racionalidad en la gestión (Gorostiza, 2019).13
Acabada la guerra y cerrado el paréntesis de la colectivización, la SGAB, posicionada en el bando franquista, recuperó el control de la empresa y retomó con fuerza el hilo de las décadas anteriores. A pesar de la grave crisis económica, la demanda no dejó de aumentar. Durante los primeros años los sondeos y nuevos pozos intentaron incrementar la oferta mediante agua del acuífero del Baix-Llobregat. Pero la larga sequía de los años 1946 a 1953, agravada por las nefastas políticas económicas autárquicas de la dictadura franquista y por un crecimiento urbano alimentado por la inmigración, que huía de la miseria y represión en las regiones del sur, pusieron a prueba el sistema de suministro de la SGAB. Entre 1945 y 1948, a través de la prensa, la SGAB desmintió en diversas ocasiones la existencia de restricciones que atribuía a cortes del suministro eléctrico. Pero en 1949 anunciaba la implantación de medidas inmediatas para resolver los problemas de abastecimiento, y en 1950 reconocían abiertamente que
en los 50 años del presente siglo, en que la SGAB es responsable de este servicio público, el verano de 1950 ha sido el primero en el que el volumen del abastecimiento ha sido deficiente (…) el régimen de verdadera sequía, que desde 1946 viene sufriendo nuestro país, se agudizó de tal modo que, coincidiendo con el crecimiento del consumo, resultado del crecimiento demográfico de la ciudad, vino a absorber las reservas hídricas que provisoriamente la Sociedad se había creado, y a plantear un déficit entre la demanda del agua y las disponibilidades, agudizado por las repercusiones que las restricciones del suministro eléctrico han causado en la distribución y elevación del agua.14
Desde mayo de 1953, se vio obligada a imponer nuevamente restricciones de suministro del 30% de las horas de servicio. Lo atribuía a la lentitud de los trámites administrativos para poder aprovechar las aguas superficiales del Llobregat, que la SGAB había solicitado al Ministerio de Obras Públicas en febrero de 1949. Finalmente, el 24 de junio, en plenas restricciones, obtuvo el permiso, y también la autorización de aumentar un 24% las tarifas. Incluso en un régimen tan controlado como el de aquellos años, esta larga crisis de abastecimiento y los impopulares períodos de restricciones obligaron a reacciones políticas que la dócil prensa del período reflejaba.
Las nuevas captaciones y la generalización del acceso al agua en la década de 1970
Es en este contexto que se configuran las dos respuestas al problema de abastecimiento de la ciudad. La primera, la captación de las aguas superficiales del Llobregat, impulsada por la SGAB que significaba el primer paso para el aprovechamiento integral de las aguas de este río. La segunda, es la conducción de aguas superficiales del Ter, a propuesta de la Confederación Hidrográfica del Pirineo Oriental, que es la que defendió desde el primer momento el Ayuntamiento de Barcelona.15 Ya un decreto de 1950 proponía captar caudal del río Ter en el embalse de Sau, entonces en construcción a 90 kilómetros de Barcelona, y ordenaba a la Confederación Hidrográfica del Pirineo Oriental el estudio del sistema necesario para asegurar a Barcelona el suministro de 150 a 250 litros diarios por habitante. Aunque inicialmente eran dos propuestas confrontadas, finalmente se convirtieron en dos estrategias complementarias con promotores distintos que no se excluían entre sí. El recurso a las aguas superficiales significaba una clara ruptura en la historia de abastecimiento de agua potable en Barcelona que, hasta aquel momento, se había provisto únicamente de aguas subterráneas. La potabilización de las aguas superficiales, especialmente las del río Llobregat, planteaba problemas considerables y exigía un control estricto de la salubridad del agua. La aprobación del Reglamento de Policía de Cauces en 1958 establecía criterios de vigilancia y en 1959 se crearon las comisarías del agua con órganos administrativos directamente dependientes del Ministerio de Obras Públicas.
El proyecto de captación de aguas del Ter para Barcelona, a pesar de las garantías que daba la Confederación Hidrográfica del Pirineo Oriental de no perjudicar los intereses de la cuenca, levantó una notable oposición de la población afectada en la cuenca del Ter “por considerar que frustraría la implantación de los proyectados regadíos y la mejora de los existentes”. Probablemente para neutralizar esta oposición, en 1957, el Ayuntamiento de Barcelona impulsó un “Plan de Aguas de Cataluña, para el aprovechamiento integral de los ríos de la región catalana. Con la solución definitiva del abastecimiento de agua potable para la ciudad de Barcelona y poblaciones limítrofes”. El Consejo de ministros aprobó un años después, en 1958, definitivamente el anteproyecto de abastecimiento de agua potable de Barcelona y poblaciones de su influencia. El nuevo abastecimiento preveía conducir 8.000 litros por segundo de agua en condiciones adecuadas para el consumo público y se encargó a una junta administrativa que dependía del Ministerio de Obras Públicas. No se hacía cargo, sin embargo, de la regulación de los dos embalses de Sau y de Susqueda, ni la distribución en las diversas poblaciones beneficiadas, que quedaban a cargo de otros organismos. Se limitaba a librar el agua en los depósitos de los respectivos municipios. De los 8000 litros por segundo de dotación total, 6.500 litros por segundo se asignaron a Barcelona, mientras el resto se distribuía entre los otros municipios servidos. El Gobierno cubría el 50% del coste total, incluidas las expropiaciones y las obras, y del resto se hacían cargo los municipios. En 1961 se iniciaron las obras y en 1965, cuando estaban a punto de finalizar, el Ayuntamiento de Barcelona llegó a un acuerdo con la SGAB que asumía la distribución a través de su red que servía a Barcelona y a 23 municipios más. La conducción captaba el agua en el embalse de El Pasteral, la conducía hasta la planta potabilizadora de Cardedeu y, antes de entrar en Barcelona, salvaba el río Besòs mediante un sifón y llegaba a los depósitos del barrio de Trinitat Nova, desde los que la SGAB hacia la distribución en Barcelona.
Una visión de conjunto de la gráfica de la procedencia del aprovisionamiento de aguas de Barcelona entre 1950 y 1974 muestra la extraordinaria incidencia de las dos captaciones superficiales del Llobregat y del Ter en el aumento de la dotación de Barcelona, que substituyen y minimizan los caudales procedentes de aguas subterráneas. Entre 1955 y 1965, la captación de aguas superficiales del Llobregat resolvió las necesidades inmediatas de Barcelona. Con un crecimiento moderado al principio y acelerado a partir de 1960. En 1966 llega el agua del Ter, aunque en una cantidad meramente testimonial. Es a partir de 1967 que los caudales del nuevo abastecimiento adquieren una gran relevancia y superan los procedentes del Llobregat. Es justamente en la década de 1960, la etapa desarrollista, cuando se incorpora agua en cantidad suficiente a la mayoría de los domicilios, cuando culmina una transición iniciada ochenta años antes, y cuando se generalizan los equipamientos y las prácticas en el uso del agua en todos los segmentos sociales.
3. De la variable sanitaria a la crisis medioambiental
Si la etapa anterior ha sido generalmente caracterizada en términos de progreso, de higienismo, de conquista del agua y de ciudad sanitaria (Goubert, 1985; Guerrand, 1985; Wright, 1962; Melosi, 2008), en la década de 1960 se consolida una mirada de carácter medioambiental. El artículo de Wolman sobre el metabolismo de las ciudades, centrado en la escasez de agua y los problemas de polución (Wolman, 1965), es un hito claro que vendrá seguido en pocos años de la fundación del Club de Roma (1968) y del informe Meadows (1972). Se anuncia así la necesidad de un cambio de rumbo radical que necesitará décadas para ser asumido, que es y será el principal reto futuro.
Completar el saneamiento
Desde finales de la década de 1960, ya completada la dotación de agua potable, era urgente la actualización de la red de evacuación y saneamiento de las aguas residuales. La red de alcantarillado había sido definida a principios del siglo XX, cuando la ciudad tenía 500.000 habitantes, hacia 1970 superaba los 1.700.000 habitantes. A inicios de la década de 1950, ya se hacía un balance muy negativo de la situación de la red de saneamiento. No solo no se habían corregido los déficits de origen del sistema, como la falta de tratamiento de las aguas residuales que se vertían al mar, se consideraba todavía más urgente renovar el sistema de colectores. La red de alcantarillado más local y capilar se había ido extendiendo con la expansión de la ciudad, en algunos casos con mucho retraso y dificultad, pero la red básica de grandes colectores no había cambiado. El crecimiento dramático de la superficie urbanizada e impermeabilizada, captaba un volumen multiplicado de agua de escorrentía. Las cuencas se habían ampliado exageradamente y las fuertes lluvias estacionales desbordaban periódicamente los colectores y provocaba graves inundaciones.
El Ayuntamiento, por la falta de recursos, era incapaz de hacer frente a las fuertes inversiones necesarias. La imposición de contribuciones especiales permitía financiar la extensión de la red a medida que se urbanizaba, pero el altísimo coste de los nuevos colectores, de los emisarios y de las estaciones depuradoras exigían presupuestos extraordinarios que escapaban de la competencia municipal. En 1954 se redactó un plan de saneamiento con la esperanza de conseguir financiación del Ministerio de Obras Públicas. Esta no se obtuvo. La ciudad aumentó medio millón de habitantes, entre 1950 y 1970, y el sistema de alcantarillado siguió acumulando problemas, hasta que en 1969 se aprobó un nuevo plan de saneamiento redactado por el ingeniero Albert Vilalta que estableció las principales directrices que se irían implementando laboriosamente durante las décadas siguientes. Respetando la red heredada, estudiaba y proponía modificaciones estructurales. Proponía nuevos colectores, modificaba los existentes y creaba interceptores de las aguas de montaña, de modo que redimensionaba las cuencas en las que se había producido mayor crecimiento para asegurar su buen funcionamiento y evitar las inundaciones. También proyectaba estaciones depuradoras para evitar los vertidos en el medio.16
La actualización del saneamiento fue lenta y difícil. Se estaba impulsando en aquellos años el Plan de la Ribera, que tenía por objeto revalorizar la amplia área litoral entre el casco antiguo y el Besòs, ocupada por funciones industriales obsoletas y vías férreas, que tenía un alto valor potencial como barrio residencial frente al mar. Uno de los grandes objetivos del plan de saneamiento era liberar de contaminación la que debía ser la costa balnearia de la ciudad. Ya en enero de 1964, cuando se inauguró el segundo tramo del paseo Marítimo, se instaló una estación elevadora y un colector a lo largo del paseo para bombear al colector del Bogatell las aguas residuales que desembocaban en la Barceloneta. Desde la construcción del Ensanche era, con diferencia, el de mayor cuenca y que contaminaba la mayor área de la futura costa balnearia. Por esta razón, la estación depuradora del Bogatell era la más urgente. Se inauguró en 1972, aunque con carácter experimental solo trataba el 10% de las aguas residuales de la ciudad. Las crisis de la década de 1970 demoraron las realizaciones, y la principal estación depuradora localizada cerca de la desembocadura del Besòs no se inauguró hasta el 1979. Mientras tanto se había ido construyendo el interceptor litoral de aguas residuales hasta la nueva estación, para evitar el vertido al mar de las aguas residuales de los diversos colectores del sector costero.
En cualquier caso, la definitiva renovación de los colectores no se concretó hasta las obras, de finales de la década de 1980, preparatorias de las olimpíadas de Barcelona en 1992. Por un parte, la ejecución de los cinturones de ronda permitió realizar los interceptores de montaña previstos por el Plan Vilalta. Pero, sobre todo, el proyecto para la Villa Olímpica significó una ambiciosa reordenación de buena parte de los colectores del sector costero. La recuperación del litoral se completó con la urbanización de Diagonal Mar y la celebración del Fòrum de les Cultures el 2004.
La creciente conciencia ambiental y los debates en torno al Plan Hidrológico Nacional
La conquista del agua doméstica la convierte en instantánea, asequible abundante y ubicua, pero también en invisible y desmaterializada en un momento en el que conviene tener más presentes que nunca las limitaciones y la materialidad de los ecosistemas terrestres. Son hitos claros de la consolidación de una nueva conciencia medioambiental la publicación en 1965 del artículo de Abel Wolman “The metabolism of cities” (Wolman, 1965), la creación del Club de Roma en 1968 para el estudio científico de la pobreza, la pérdida de la biodiversidad y el deterioro ambiental en el planeta, que encargó la el informe Meadows sobre los The limits of growth publicado en 1972 (Meadows, 1972), el informe Bruntland Our common future de 1987 (Bruntland, 1987), la Cumbre de la Tierra celebrada en Rio de Janeiro el 1992, que planteaba un nuevo plan de acción internacional; finalmente los Objetivos de Desarrollo Sostenible del Milenio de 1997. Sin embargo, en el caso de Barcelona, no fue hasta después de la aprobación en el 2000 de la Directiva Marco Europea del Agua cuando el debate empezó a concretarse en medidas efectivas que afectaban al completo ciclo del agua.
Aunque la gestión del agua es competencia de las municipalidades, la red supramunicipal (“en alta”) se había convertido en decisiva. Las tomas del agua, subterránea y superficial, del Llobregat quedaban fuera del municipio de Barcelona, pero pertenecían al área de influencia definida en Plan Comarcal de 1955. En cambio, la conducción de aguas del río Ter el 1966, de 85 kms, cambió radicalmente la escala territorial del sistema. Se iniciaba entonces una red regional “en alta” que no ha dejado de crecer. Gestionada por el Ente de Abastecimiento de Agua Ter-Llobregat, abastece actualmente a cinco millones de habitantes de más de cien municipios. Su núcleo generador, el Área Metropolitana de Barcelona, tiene 36 municipios y 3,2 millones de habitantes. Hubo una sucesión de intervenciones en esta red de abastecimiento en alta. En 1976, la entrada en funcionamiento del embalse de la Baells en el río Llobregat permitió un mejor aprovechamiento de las aguas del río Llobregat y el 1980 entró en funcionamiento una nueva captación del mismo y su estación potabilizadora en Abrera, a 27 kms de Barcelona. Con la conexión directa entre los acueductos del agua del Ter y el del Llobregat, por la parte alta de la ciudad en 1987, se pudo iniciar en 1990 la gestión conjunta de la Red básica de abastecimiento Ter-Llobregat. El abastecimiento se completó el 1998 con la entrada en servicio del nuevo embalse de Llosa del Cavall en el Cardener, uno de los afluentes del Llobregat, a 150 kms de Barcelona, y en 1999, la red se extendió hasta la comarca del Garraf, en una clara ampliación de red supramunicipal.
Una misma lógica expansiva animaba las propuestas para el Plan Hidrológico Nacional, objeto de controversia política en las décadas de 1990 y 2000. Apostaba decididamente por los grandes trasvases y, para Barcelona, se inclinaba por un trasvase desde el río Ebro con 68 kms de acueductos y 87 kms de túneles. El gobierno autonómico de Catalunya propuso otra alternativa: un trasvase desde el río Ródano en Francia. Una opción todavía mucho más expansiva con una conducción de 316 kms. La aprobación en 2001 del Plan Hidrológico Nacional por el gobierno, entonces de derechas, impuso finalmente el trasvase del Ebro a pesar de las encendidas protestas de los habitantes de la cuenca afectada y de los partidos de izquierda que se inclinaban por soluciones más acordes con la nueva cultura del agua expresada por la Directiva Marco Europea del Agua, aprobada el año anterior.17 El Plan Hidrológico Nacional y la cuestión de los trasvases se convirtió en un campo de fuertes enfrentamientos políticos, entre territorios y entre las derechas y las izquierdas, y se resolvió en un claro golpe de timón con el doble triunfo electoral de las izquierdas en el gobierno autonómico catalán y en el gobierno español.
El golpe de timón de las izquierdas en 2004 y la necesaria contención de la huella hídrica
El dominio de las izquierdas en los nuevos gobiernos de Catalunya, a fines del 2003, y de España, a principios del 2004, significó un cambio radical de estrategia. Se renunció inmediatamente al trasvase del Ebro, hasta el punto que el nuevo gobierno catalán pidió que la Unión Europea se negase a financiarlo. Poco después, el Plan Hidrológico Nacional (ley 10/2001-5 julio), que había sido valorado críticamente por las autoridades europeas con los consecuentes problemas de financiación comunitaria, fue modificado en 2006 por la ley 11/2006-22 de junio. En ausencia de trasvases se apostó, en primer lugar, por medidas de eficiencia en el ciclo del agua para asegurar la sostenibilidad, mediante el ahorro del agua destinado a los usos más exigentes, ahorro de energía, ahorro en infraestructuras y preservación de los acuíferos. En segundo lugar, por la regeneración de las aguas depuradas. De modo que, en 2007, se iniciaron las obras en la estación regeneradora del Prat con la intención de reaprovechar 110,4 hm2 al año. Una regeneración básica dedicaría una parte de las aguas residuales a su reutilización ambiental para el mantenimiento de ríos y zonas húmedas. Otra parte, sometida a una regeneración avanzada, se dedicaría al riego agrícola, y otra sería inyectada, mediante una línea de pozos paralela a la costa, en el acuífero profundo para formar una barrera contra la intrusión salina, porque la gestión adecuada de los acuíferos era otro de los propósitos fundamentales. También se aprobó, en 2008, la prolongación de la conducción de agua regenerada, río arriba, hasta las balsas previstas para la recarga del acuífero y para aumentar el caudal ambiental del río Llobregat. Depurada luego en la estación potabilizadora de Sant Joan Despí, río abajo, debía cerrar de este modo el ciclo de su total reutilización.
En un clima mediterráneo con graves sequías periódicas, el sistema exigía otro dispositivo clave para completar esta estrategia: las estaciones desalinizadoras. Para servir el área costera al norte de Barcelona con altas demandas en el período veraniego, en 2002 había entrado en funcionamiento la ITAM (Instalación de Tratamiento de Agua Marina) del Tordera. En 2005, se anunciaba que se iba a duplicar su capacidad, al tiempo que se creaba una nueva ITAM junto a la depuradora del Prat de Llobregat. Todos estos cambios se completaban con el refuerzo de la interconexión de las cuencas, mejoras en la red, y con la voluntad de recuperar los acuíferos, al tiempo que se delimitaban zonas de protección especial mediante el agua regenerada. Cuando estas obras estaban en marcha, la prolongada sequía del 2007 y el 2008 encrespó bruscamente la siempre latente polémica sobre el abastecimiento. Retornó con fuerza la defensa de los trasvases como bandera de las derechas, y el gobierno de izquierdas sufrió un indiscutible desgaste.
Aunque en septiembre de 2009 se inauguró la desalinizadora del Prat y en 2010 se había duplicado la capacidad de la del Tordera, la ausencia de nuevos episodios de sequía y las graves consecuencias de la crisis llevaron a un largo paréntesis sin inversiones y con grandes retrasos sobre las previsiones. En cualquier caso, estaba claro el rumbo. Los nuevos episodios de sequía, la evidencia del cambio climático y el acuerdo de 2017 de reducir gradualmente la aportación de agua del río Ter al área metropolitana de Barcelona, por motivos ambientales, así como la complejidad de una gestión en la que intervienen una multitud de actores han llevado al Plan Estratégico del Ciclo Integral del Agua del Área Metropolitana de Barcelona, formulado en 2022 con horizonte en el 2050.18
Resulta claro, sin embargo, que la larga e inacabada transición que se inicia con la ‘revolución del agua’ está todavía muy lejos de recuperar un equilibrio ecológico semejante al que percibimos en el largo período que precedió a lo que acostumbramos a designar como la revolución industrial.
Conclusión: un instrumento heurístico
El propósito de esta aproximación empírica al caso de Barcelona en la larga duración no ha sido, como se ha indicado inicialmente, tratar de verificar una hipótesis previa o aplicar ciertos referentes teóricos que devienen fácilmente lechos de Procusto limitadores de la capacidad de observación. Más bien se ha entendido el estudio de caso como un instrumento heurístico, capaz de multiplicar las preguntas y las comparaciones. Porque, como afirma Paul Veyne, aunque la historia no es una ciencia, “forma parte integrante del descubrimiento de la complejidad del mundo" y " necesita una heurística, porque ignora sus ignorancias" (Veyne, 1984: 141, 143). Abusando de una expresión de Pierre Bourdieu, sobre la base de un trabajo empírico, se ha intentado trazar una escenografía que sirva de recordatorio para pensar relacionalmente (Bourdieu, 1994: 199).
En este sentido, la profundidad de la ruptura de lo que hemos llamado la ‘revolución del agua’, visible y compartida en todo el mundo urbano contemporáneo, resulta al cabo la comprobación más banal de este artículo. En cambio, ha sido poco subrayada la larga estabilidad tecnológica del período preindustrial que el caso de Barcelona evidencia, y ha sido poco estudiado el paso de la baja a la alta edad media, una discontinuidad esencial que ha venido en llamarse la ‘revolución del año mil’ (Bois, 1991). Aunque hay interesantes estudios específicos sobre los sistemas hidráulicos bajo medievales dedicados a la nueva función productiva de la ciudad (Guillerme, 1983), se ha prestado menos atención al paso de infraestructuras hidráulicas proveedoras de agua principalmente consuntiva a otras de agua productiva, observable en Barcelona, que ilustra bien el cambio fundamental entre la ciudad antigua y el nacimiento de la “ciudad europea” (Bois, 1988). Si bien es cierto que la formación del sistema de abastecimiento de las fuentes en la Barcelona, iniciativa del nuevo gobierno de la ciudad a finales de la edad media, encaja perfectamente con la interpretación de Jacques Heers (1955), su estudio permite establecer comparaciones y detectar diferencias relevantes respecto a las ciudades que disponen de trabajos sobre esta cuestión. También el seguimiento de la intensificación de las tecnologías hidráulicas tradicionales durante los siglos XVIII y principios del XIX, que son de carácter general, permiten establecer paralelos y desacuerdos significativos con investigaciones que las han abordado en otros lugares.
Los inicios de la ‘revolución del agua’ en Barcelona ofrecen características propias, condicionadas por su contexto geográfico e histórico específico. Es decisivo, por ejemplo, el proyecto e inicio del Ensanche y la necesidad de resolver el abastecimiento de sus inmuebles. También son muy relevantes los ritmos de incorporación de las novedades tecnológicas, o la relación entre la iniciativa pública y la iniciativa privada. Las comparaciones con otras ciudades mejor o peor estudiadas, como Londres, Paris, Lisboa, Madrid o Valencia, aporta mucha información de como inciden las condiciones locales en esta ‘revolución del agua’ que afecta todas las ciudades. El caso de Barcelona muestra la estrecha relación, desde finales del siglo XIX, entre los progresos del abastecimiento del agua de boca y los del saneamiento, a menudo tratados por separado. En nuestro caso, y cabe suponer en muchas ciudades, la introducción del inodoro con sifón y descarga impulsó el abandono de los pozos ciegos y la obligación de verter las aguas negras al alcantarillado. El ‘tout-à-l’égout’ suponía una renovación del sistema de saneamiento y, muy especialmente, obligaba al necesario aumento del consumo de agua para su buen funcionamiento, que en Barcelona necesitó mucho tiempo y superar no pocas dificultades. En paralelo, se observa el lento progreso de las nuevas prácticas higiénicas, entre las clases más acomodadas, y la consolidación de la sala de baños, puede servir para ilustrar la difusión de este género de innovaciones que han sido objeto de estudios diversos (Wright, 1962; Goubert, 1985; Guerrand, 1985; Vigarello, 1985; Corbin, 1986; Eleb, Debarre, 1995; Melosi, 2008; Barles 2013). Desde finales del siglo XIX la incorporación de estas innovaciones y de las nuevas pautas de consumo afecta primero a las clases más adineradas con capacidad de pagar su coste. Su difusión entre los diferentes estratos sociales fue mucho más lenta y difícil. La significativa multiplicación de las fuentes públicas, en una ciudad en expansión por la constante inmigración campo ciudad, revela las amplias capas sociales carentes todavía de agua corriente.
En el caso de Barcelona, las obras hidráulicas que permitieron alcanzar un abastecimiento suficiente solo se ultimaron a finales de la década de 1960, y como en tantos aspectos que afectan a la vida cotidiana, solo en la década de 1970 llegó a las capas sociales más desfavorecidas. Justamente, cuando en países más avanzados, empezaban a evidenciarse las repercusiones ambientales de la generalización del proceso ‘modernizador’ (Wolman, 1965; Meadows, 1972). Primero las consecuencias se plantearon principalmente en términos de polución. En el caso de Barcelona, era prioritario resolver la renovación del saneamiento y la depuración de las aguas residuales que exigieron décadas, obligaron a importantes esfuerzos de financiación pública, que se vinculó principalmente a la recuperación del frente marítimo. Sin embargo, a pesar de las tempranas advertencias sobre los límites del crecimiento (Meadows, 1972), las propuestas para el plan hidrológico nacional y la propias la red territorial de abastecimiento del área metropolitana de la ciudad siguieron su lógica expansiva.
Solo en 2004, cuatro años después de la aprobación de la Directiva marco Europea del Agua,19 la coincidencia de gobiernos de izquierda en España y en Cataluña permitió un cambio radical de estrategia con el objetivo de contener la huella hídrica del sistema metropolitano. Con todo, la confluencia de los años de crisis, las dificultades de realizar las importantes inversiones necesarias y los comprobables efectos del cambio climático plantean una perspectiva crítica y nos muestran lo lejos que estamos todavía de alcanzar el teórico equilibrio ecológico que suponemos a la larga etapa preindustrial. Olvidando, sin embargo, las crisis cíclicas que la caracterizaron.
Referencias bibliográficas
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Archivos consultados:
Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona (AHCB). Barcelona, España.
Arxiu Municipal Contemporani de Barcelona (AMCB). Barcelona, España.
Notas