Artículos libres
Recepción: 13 Mayo 2020
Aprobación: 10 Agosto 2021
Resumen: Este artículo indaga sobre la dimensión espacial de la política rioplatense durante las invasiones inglesas y el juntismo revolucionario desde la perspectiva del Cabildo de Buenos Aires. Por un lado, se conceptualiza al espacio concebido en el ocaso del período colonial, y, por otro, se señala su continuidad en tiempos revolucionarios, aunque en aparente contradicción con la crisis de la monarquía, a la que se propone pensar en términos de desterritorialización. En los entresijos de ese pasaje, se sugieren reflexiones sobre fragmentos de las trayectorias de diferentes actores políticos, reparando en las claves espaciales de su legitimidad. Finalmente, se despliegan las intervenciones del orden revolucionario sobre la ciudad de Buenos Aires, a través de los planos diplomático, festivo y sociopolítico para la configuración de un nuevo espacio público y social.
Palabras clave: Espacialidad, Territorio, Ciudad, Espacio público, Legitimidad.
Abstract: This article explores the spatial dimension of politics in the Río de la Plata during the English invasions and the revolutionary juntismo from the perspective of the Cabildo of Buenos Aires. On one hand, conceived space is conceptualized at the decline of the colonial period, and, on the other, it is pointed out its continuity through revolutionary times, although in apparent contradiction with crisis of the monarchy, which is proposed to be thought in terms of deterritorialization. In the mesenteries of that passage, reflections are suggested about fragments of the trajectories of different political actors, focusing on the spatial keys of their legitimacy. Finally, interventions of the revolutionary order on the city of Buenos Aires are deployed, throughout the diplomatic, festive, and sociopolitical levels for the configuration of a new public and social space.
Keywords: Spatiality, Territory, City, Public space, Legitimacy.
Introducción
El presente ensayo busca responder iniciática y provisoriamente a una serie de interrogantes respecto de un objeto que no ha sido abordado por la historiografía, al menos directamente. La problemática que vertebra esta investigación gira en torno a los usos políticos del espacio, en una coyuntura/encrucijada crucial, que a grandes rasgos podría identificarse como la transición, o el pasaje, del mundo colonial al mundo independiente, en el Río de la Plata, al comenzar el siglo XIX.1
Diversos campos del conocimiento ligados a las Humanidades y las Ciencias Sociales han reparado en la relación entre espacio y política. Durante las últimas décadas, los problemas espaciales han ocupado un lugar relativamente significativo en la reflexión académica. Lo que interesa en este artículo es incorporarlos como un nuevo mirador posible para los estudios dedicados al fenómeno de la soberanía en los albores del siglo XIX. Comprendiendo a la política, en los términos de Hannah Arendt, como una arena de tensiones y niveles en donde discurso y praxis constituyen una unidad indisoluble en la que el primero le otorga significado a la segunda, la identificación específica del problema del espacio contribuye desde esa perspectiva a la indagación de la cultura política del período (Ternavasio, 2011).
Las invasiones inglesas y los primeros años del proceso revolucionario que comienza en mayo de 1810 en Buenos Aires constituyen conjuntos episódicos atractivos para cualquier historiador que atienda a la cantidad y a la densidad de los cambios que allí se gestan. El formidable laboratorio en que se transformó el gobierno de un territorio cuyo nombre si quiera resistió a la embestida revolucionaria, invita a que la historiografía sospeche, como es este el caso, de la posibilidad de encontrar en ese humus fenoménico, respuestas originales para las más variadas de las preguntas. El avance del liberalismo, la movilización política y militar de base popular o la vinculación del Río de la Plata al -aun en ciernes- orden capitalista internacional, constituyen, hoy en día, solo algunos de los temas más recorridos y cultivados por la historiografía especializada. Si bien ésta converge en sostener que la revolución se desató en el plano de la acción política -y es a raíz de esta hipótesis que las invasiones constituyen una coyuntura imprescindible para su comprensión-, también ya forma parte del consenso disciplinar que aquel proceso fue transformando, con diferentes ritmos e intensidades, la vida toda de los habitantes del, ahora, ex Virreinato del Río de la Plata.
No obstante, la inspiración específica del interrogante por el espacio no provino de una lectura estrictamente historiográfica sino más bien de una teórica. Me refiero a las clases compiladas en Seguridad, territorio, población, de Michel Foucault, quien fue quizás el primero en construir hipótesis sobre la relación entre historia, espacio y política. Allí, el filósofo con ribetes de historiador conceptualizó el pasaje del Antiguo Régimen a la modernidad política como la suplantación del principio de la expansión y conservación del territorio por el de disciplinamiento y securitización de la población. Proceso que se produjo mediante el despliegue de una serie de dispositivos sociológicos sobre las ciudades, que se volvieron escenarios privilegiados del nuevo orden liberal y utilitarista, transformándolas en espacios heterotópicos (Foucault, 2010 [1984], 2016 [2004]).
Bajo este presupuesto, y con arreglo de esa teoría a la transición del mundo colonial al independiente, se optó por interpelar al Cabildo de Buenos Aires, institución protagónica de todo el proceso revolucionario. Sus acuerdos reflejan discusiones e intercambios sobre la vida social, política y cultural de la ciudad, en tanto su sala capitular, en la que confluían vecinos y representantes de las distintas corporaciones, fue órgano locutivo y caja de resonancia de los dilemas urbanos (Tau Anzoátegui, 1999).
La genealogía historiográfica que sirve de paraguas sobre las derivas concretas que corren entre 1806 y 1811, fue elaborada en torno a los estudios clásicos de historia política para el análisis del proceso revolucionario. Comenzando con el clásico Revolución y Guerra de Tulio Halperín Donghi (2014 [1972]), ese libro fundante, plagado de pistas intuitivas para las lecturas historiadoras, ocupó también un lugar importante para definir la pregunta por el espacio, que, si bien Halperín no se hizo, rodeó de manera tangencial legando la identificación de lugares de la acción política. Por su parte, los aportes de José Carlos Chiaramonte, que hicieron escuela a partir de la hipótesis sobre la ausencia del estado-nación en la primera mitad del siglo XIX, instalaron, en su lugar, la idea de que la geografía rioplatense estaba fundamentalmente compuesta por ciudades y provincias (Chiaramonte, 1993, 2007 [1997]). Sin embargo, la orientación conceptual del campo disciplinar en torno a la carencia de estatalidad no produjo, paralelamente, una profundización sobre el cariz espacial de los fenómenos soberanos que sí se desplegaron durante el período. Los trabajos de Chiaramonte fisuraron el obstáculo epistemológico que suponía la existencia del estado nacional en los albores del período independentista, pero en ellos se detuvo la exploración de los armazones político-espaciales que sí se configuraron durante aquellos años. De hecho, el campo profesional ha explorado los dilemas intelectuales y políticos de los dispositivos de gobierno más no se ha detenido en sus marcas espacializadas (Goldman, 2008, 2016; Ternavasio, 2002, 2007; Verdo, 2002). Lo que igualmente no quita que el conjunto de esa historiografía haya contribuido de manera invaluable a la instalación de nuevas y troncales hipótesis para los procesos rioplatenses, particularmente a los situados en Buenos Aires, que volverán a ser frecuentados en este trabajo.
Al mismo tiempo, y por fuera de esas líneas de investigación concentradas en las derivas abiertas por la revolución, resulta preciso reconocer que, respecto del espacio, la historia social de la justicia y la historia urbana han producido en los últimos años una miríada de sugerencias sobre dos de sus variaciones específicas: la jurisdicción y la ciudad. De hecho, el giro espacial en Ciencias Sociales ha estimulado el recorte de objetos novedosos, y la apertura de nuevas canteras de reflexión teórica y filosófica. Sin embargo, tanto los trabajos orientados a indagar sobre el equipamiento político del territorio (Barriera, 2006) como los que apuestan por sistematizar una imaginación espacial de lo urbano (Pascual, 2014), se ocupan, respectivamente, de un período anterior y posterior al de la primera mitad del siglo XIX y conciben al espacio desde una óptica diferente a la que se propone ese estudio. Si bien ofrecen herramientas y aportes de sentido histórico significativo, que abrevan en diálogos interdisciplinares, la configuración de jurisdicciones se aborda en general desde una microanalítica de los cursos diferenciales de acción política, y los clivajes urbanos se analizan desde un eclecticismo de base sociológico que excluye la especificidad de lo político.
En estas páginas se buscará entonces introducir un interrogante no absolutamente original, pero si vacante de una exploración sistemática, en el que resuenan distintas corrientes de investigación y claves teóricas. Sin embargo, el abordaje se acercará más a la perspectiva cultural y conceptual de la nueva historia política. Se recuperará el peso relativo de los acontecimientos, enfatizando los cambios contingenciales para iluminar las zonas posibles del azar. Se aboga por una historia que muestre los efectos múltiples de la dominación para identificar los matices y variaciones que un tiempo específico pudo ensayar.
Las invasiones inglesas (1806-1807)
Al interrogarnos por los usos políticos del espacio durante estos convulsionados episodios, advertimos primeramente que aquellos operaron en la transición entre la primera y la segunda invasión. Suspendida la trama política durante los días de combate, el asunto de la dominación se encontró entre un paréntesis de carácter militar y bélico, cuyo saldo habría de ser determinante para cerrarlo y regresar sobre el asunto del gobierno. Fue a partir del congreso general del 14 de agosto de 1806 que se retomaron las riendas de la institucionalidad y se fueron recomponiendo los retazos dejados por la lucha. Desde allí y hasta concluir la segunda contienda podemos rescatar fragmentos indiciarios de la vida capitular para reflexionar sobre el problema del espacio.2
La primera referencia que denotó el cabildo fue su vinculación con el orbe hispánico, que a su vez se manifestó en tres ocasiones. En primer lugar, “en circunstancias de hallarse ausente el Excelentísimo Señor Virrey” -dado que se había trasladado de Buenos Aires a Córdoba para declararla capital provisional y desde allí organizar la defensa, tal y como prescribían los pactos con las autoridades peninsulares-, se organizó el congreso general, “para afirmar la victoria, que el Todo Poderoso nos concedio”. Se subrayaba que el cabildo “espera de su amor al Rey Nuestro Señor y a la Patria (…) sin ceremonia ni etiqueta de asientos, por haber de concurrir como hijos de un mismo Padre, que es nuestro Rey, y como hermanos”.3
En segundo lugar, pasada la primera invasión, los ingleses se reorganizaron militarmente con la llegada de refuerzos a la Banda Oriental y tomaron Montevideo en febrero de 1807, por lo que el día 6 de ese mes
Se presentó a la Puerta de esta Sala Capitular un gran numero de Pueblo clamando y diciendo a voces, que todos querían ir a reconquistar la Plaza de Montevideo, y estaban prontos a derramar toda su sangre para conservar al Rey sus Dominios, y que en parte alguna de ellos no se extinga la Religion de Jesus Cristo.4
Por último, antes de desatarse la segunda invasión, el cabildo convocó a las tropas para nuevamente “defender los Sagrados Derechos de la Religión del Rey y de la Patria”.5
Contemplando estos tres momentos tan breves, podemos inferir que, en Buenos Aires, en los momentos más críticos de la coyuntura invasionista, con motivo de requerir un esfuerzo mancomunado que incluía a los sectores populares de la época, se apelaron las figuras que representaban el orden monárquico-imperial. Ante el riesgo o la consumación de una pérdida, el cabildo evocaba a la del rey, basada en una alegoría áurica, naturalista, patriarcal y filial, que se emplazaba como variable máxima de la arquitectura monárquica, otorgando sentido a su defensa y manteniendo unido al conjunto. Lo que demuestra el calado de un imaginario político que tenía a los súbditos como garantes de la conservación de una extensión territorial, que era nombrada como “dominios”, y que no era más que un compuesto de jurisdicciones distantes entre sí y de la misma metrópoli. Sus dimensiones globales solo se abroquelaban en un único entramado imperial por la transversalidad de aquella figura real (Foucault, 2016 [2004]).
Esa apelación se inscribía como parte de una tríada que integraban también la patria y la religión. El concepto de patria era lábil y polisémico, ya que podía ser utilizado para nombrar el lugar, ciudad o país en el que se nacía, pero también para evocar un espacio abstracto y difuso, sin límites precisos, que en el presente estudio es imposible identificar con certeza, pero que podría oscilar entonces entre la ciudad misma y la nación española (Di Meglio, 2008). En cambio, de lo que no cabe dudas es que la religión católica coincidía exactamente con el radio monárquico ya que el carácter confesional del compuesto era vehículo troncal para la producción de legitimidad entre los súbditos y su rey (Thompson, 2005).
Pero además de la referencia a esa tríada, podemos subrayar otra marca que el cabildo dejó ver sobre su pertenencia espacial, y que aludía al espacio americano. Luego de que a fines de diciembre de 1806 llegara un pliego desde Montevideo solicitando el envío de hombres voluntarios “por el mutuo interés que tienen ambas Ciudades para la defenza de esta parte de la América”, y de que en el mes de enero se cometieran derrotas, Buenos Aires puso en marcha una serie de peticiones a los cabildos del interior de su virreinato, del Perú y de la Capitanía General de Chile para que enviaran armas y donativos en favor de la “protección que tanto interesa de todo el Continente”.6 En este caso, en el momento anterior a esa defensa, y con miras a evitarla, o a que sea efectiva, la relación entre ciudades/cabildos se produjo en nombre de un mutuo interés americano. Vemos así un cambio en el registro de alocución espacial cuando el interlocutor del cabildo no es el pueblo o las tropas sino los vecindarios de otras ciudades. El tono exaltante de la apelación al ideario naturalista se reemplazó por uno más estratégico y pragmático. Operó entonces una comunicación que no subrayaba la pertenencia al compuesto monárquico sino la responsabilidad política de la defensa.
Sin embargo, ese registro diferencial no denotaba una dicotomía friccional entre identidades criollas opuestas a la española imperial, sino el funcionamiento de un mismo principio político de conservación del territorio que incluía a los niveles monárquico y americano armónicamente, evocados de acuerdo con la posición interlocutora.
Se podría considerar entonces que los usos políticos del espacio durante las invasiones inglesas se limitaron en todo caso a evocaciones conceptuales, alusivas de un mismo espacio concebido. En los términos de Henri Lefebvre, este se define como un régimen sincrónico y simultáneo, portador de una racionalidad específica, de una ideología o representación en sí misma abstracta que se vuelve un saber establecido en torno a una cierta percepción del espacio (2014 [1974]). En este sentido, las invasiones enseñan sobre el funcionamiento de un régimen espacial de tipo simbólico, relacionado con el sostenimiento de la dominación española. Tanto en el lazo del cabildo con el pueblo como con sus homólogos del resto del continente, las representaciones espaciales emergieron para recordar y actualizar una vez más que el Río de la Plata y su ciudad capital formaban parte de un mundo ultramarino, que se orientaba en torno a la figura de un rey sacro.
Peculiarmente, los términos de esta semántica, que parece haber sido de larga duración, invertían las proporciones de la clásica pirámide vertical y jerárquica de la teoría del derecho medieval, que ubica al rey en la cima y a las ciudades en la base. Lo que el binomio 1806-1807 está mostrando es que el espacio urbano se encontraba en una base ya no ancha sino angosta, y que la cima no solo coincidía con el rey, sino con todos sus dominios y por ende con la religión católica. Las apelaciones al espacio producían entonces una percepción que amplificaba o globalizaba la pertenencia local, inscribiéndola en un universo americano, español, monárquico católico. Este régimen espacial podría ilustrarse con la metáfora geométrica de un embudo o cono invertido, que se asemejaría al siguiente:
De esta forma, se demuestra, una vez más, que durante las invasiones inglesas el orden colonial se mantuvo en plena vigencia. Si pudo observarse un primer agrietamiento, se correspondió con la crisis de autoridad en la que entró el virrey Sobremonte, sobre el que a continuación indagaremos en torno a sus marcas espaciales, pero que, de acuerdo con este análisis, tampoco cuestionaron el espacio concebido, sino que su desplazamiento se hizo en nombre de la tutela de las figuras que lo componían (Halperín Donghi, 2014 [1972]).
Fue también en el contexto del congreso general de 1806, que, amparándose en el “margen” de la ley indiana para satisfacer “deseos” de la Tropa y el Pueblo, el cabildo postuló el desplazamiento del virrey para que su lugar lo ocupara quien se erigía como un nuevo líder político de fuerte apoyo popular por su participación destacada en las jornadas de lucha: Santiago de Liniers.7
Luego de que los ingleses reorganizados desde la Banda Oriental tomaran Montevideo en febrero de 1807, el cabildo decidió que a Sobremonte “se lo […] separe enteramente, y se asegure su Persona para que no embarace ni incomode”. Las razones que se esgrimían formaban parte de una acumulación que se remontaba a la “entrega indebida” de Buenos Aires al momento de la invasión de 1806, continuaba con el desembarco de los ingleses en Montevideo sin “hacerles la debida resistencia” y concluía con la falta de cooperación para el transporte de “tropas y bagajes” que hacía pocos días llegaban desde Buenos Aires en carácter de auxilio hacia la Banda Oriental.8
El efecto que esa acusación finalmente tuvo se pudo ver ese mismo mes, cuando los capitulares recibieron el pliego en que la Real Audiencia le solicitaba al virrey la delegación total de sus funciones, conforme a “remover la desconfianza general”.9 Como corolario, en medio de la contienda que se desataría otra vez en Buenos Aires, el 30 de junio llegó una Real Orden desde España, consignando que la Corona había cambiado el criterio de selección para ocupar las vacancias. Ya no era el presidente de la Real Audiencia el elegido para ocuparlas sino el militar de mayor rango.10 Si bien es posible que Madrid hubiera estado considerando a Ruiz Huidobro, marino y gobernador de Montevideo, su captura y envío en cautiverio por parte de los británicos hacia Inglaterra, dejó finalmente el camino abierto a Liniers (Halperín Donghi, 2014 [1972]).
Lo que se puede inferir de esta deriva es, principalmente, que, para el Cabildo de Buenos Aires, el representante del monarca en el Río de la Plata ejerció su puesto de manera deficitaria, pasiva, inerte, falta y ausente. La expulsión política del virrey se produjo bajo la percepción de un espacio huérfano, de un territorio degradado en tierra de nadie, entregado a manipuladores cambios de autoridad. Quien gozaba de la confianza delegativa del monarca lo defraudaba al librar a su suerte la defensa de sus dominios. En síntesis, a partir de que Sobremonte estuvo ausente del escenario de batalla de la primera invasión, se convirtió su entera persona en una amenaza permanente para la espacialidad, tanto la concebida como la real.
El mecanismo a través del que se lo apartó indica que, frente a un mando virtualmente vacante, fueron la ciudad y su pueblo los que se volvieron soberanos. El cabildo se arrogó una potestad que le correspondía al rey, proyectando su espacio de dominación localizado hacia una escala de alcance provincial. La ciudad capital se transfiguró en ciudad-virreinato con miras a sostener (se en) ese constructo y fue solo mediante esa operación política con implicancias espaciales que pudo volver disponible la figura del representante del monarca en el Río de la Plata, para malear tanto su autoridad como la jurisprudencia hispánica, de una forma discrecional.
Aunque parezca curioso que la metrópoli se adaptara a ese curso de acción sin reprimir o prohibir la toma de la decisión, incorporándola a su casuística, en verdad su cultura jurídica así lo contemplaba. En general, desde España se confirmaban las derivaciones jurisprudenciales que en ocasiones adquirían los conflictos políticos, sin imponer grandes contrariedades. Todo lo cual apuntaba a garantizar la supervivencia del orden imperial mediante la contemplación de las autonomías urbanas antes que sometiéndolas al ejercicio de un poder absoluto (Garriga, 2004). En el caso de Buenos Aires, a su vez, esa autonomía se sustentaba en su emplazamiento geográfico fronterizo y a siglos de postergación política, anteriores a los cambios que trajeron consigo las reformas borbónicas.
Durante el proceso de las invasiones, ese ensimismamiento también quedó datado en la relación con la Banda Oriental, cuando, desde allí y frente a la reorganización de las tropas británicas, Sobremonte solicitó el envío de recursos militares para la defensa. Entre septiembre y diciembre de 1806, incluso con la noticia de que Colonia había sido despoblada frente a la amenaza de guerra, el cabildo evadió la solidaridad responsable que le confería el papel de “hermana mayor” en tanto capital virreinal. Arguyendo una posible conspiración por parte del virrey y/o de los mismos ingleses, que buscaban dejar indefensa a Buenos Aires, solo cuando se cometieron las primeras derrotas a principios de 1807, se activaron las decisiones necesarias para responder a los ataques, convocando a la asistencia de otros cabildos americanos.11
Ahora bien, contemplando la artificialidad a la que fue sometida la tramitación de la figura del virrey y las resistencias por parte de la capital a asumir su rol en un contexto de alto riesgo bélico, lo cierto es que estos indicadores parecen sugerir que lo que en todo caso estaba siendo desconocido era el virreinato mismo, tanto a la base legal de su autoridad principal como a las exigencias políticas que se le conferían a su ciudad rectora.
En consecuencia, este estudio no puede más que contribuir a lo que hoy ya es un sentido común historiográfico: el reformismo borbón resultó efímero y la cultura política de la monarquía siguió orientada sobre su pasado (Halperín Donghi, 1985). Así puede entenderse que, páginas más atrás, cuando se conceptualizó el espacio concebido, el orbe virreinal haya estado ausente. Su recentismo -en el marco de una monarquía centenaria- puede haber sido lo que permitió intervenciones lo suficientemente plásticas como para disponer a merced sobre su gestión y gobierno.
El juntismo revolucionario (1810-1811)
La “semana de mayo” de 1810 inauguró la nueva vida política.12 En el juramento que prestaron el día 24 los miembros de la junta de gobierno que presidiría el virrey Cisneros prometieron “conservar la integridad de esta parte de los Dominios de America a nuestro Amado Soberano el Señor Don Fernando Septimo, sus legitimos sucesores y observar puntualmente las Leyes del Reino”. Al día siguiente, los términos de esa jura serían reiterados luego de que, por presión popular en la plaza y los cuarteles, se expulsara a Cisneros de su cargo y reemplazaran los miembros. Las novedades se transmitirían al resto del virreinato mediante el envío de circulares “con el fin de evitar en lo posible los desastres que podrían ocasionar la desunion y la discordia en perjuicio de los sagrados derechos del Rey y de la Patria”.13
La permanencia del virrey en el primer intento juntista pudo haber estado indicando una estrategia preventiva frente a la repetición de los problemas que se habían producido en la península cuando la Junta Central había intentado tomar decisiones. Es que, ausente Fernando VII, la majestad que mantenía unidos a los pueblos se hacía añicos, y solo la legitimidad monárquica podía proteger al compuesto de su disolución.
Sin embargo, paradójicamente, la ausencia de la misma figura a partir del día 25 tampoco desafía esa hipótesis. Tal y como señaló Halperín Donghi (2009, 2014 [1972]), la revolución se produjo en el plano de la acción política puesto que su amparo jurídico se hizo bajo el marco de la legalidad colonial apelando al principio de retroversión provisoria de la soberanía del rey a los pueblos, que se hallaba disponible en la jurisprudencia castellana desde el siglo XIII. Por eso, observamos que la fundamentación de la primera junta se hizo en nombre del rey, sus dominios y la patria, o sea, ajustada a las variables que referían al espacio concebido de la etapa colonial.
En todo caso, desde la perspectiva del espacio, lo novedoso también correspondió al plano de la praxis. Podríamos esbozar la idea de que la revolución tuvo como punto de partida la triangulación plaza–cuartel–cabildo bajo una síntesis singular, otorgada por la intervención del segundo elemento, que señalaba la vigencia del reciente proceso de militarización que se había abierto en 1806, volviendo posible que las tropas ejercieran presión sobre la sala capitular para expulsar al virrey de la presidencia de la junta. Es que, hasta el momento, las movilizaciones en la plaza pública no habían incorporado tropas acuarteladas.
De esa forma, la capital rioplatense se abusó de su condición de tal una vez más, tomando la decisión, en nombre de todos los habitantes del virreinato, de componer, a partir del día 25, un nuevo soberano que regenteara al rey, manteniendo intacta su escala de dominación, pero rediseñando su autoridad bajo formato juntista. Si en 1806-1807 habían desplazado la persona del virrey, ahora disolvían por completo el cargo, asumiendo sus funciones un grupúsculo de vecinos elegidos a tal fin por parte del pueblo de Buenos Aires. De manera que, desde la perspectiva de este ensayo, los revolucionarios intentaron articular, en nombre del espacio concebido, un nuevo uso político en la práctica. La espacialidad sobreviviría entonces como representación para la obtención de legitimidad, a pesar de haber entrado en contradicción con los acontecimientos: la acefalía real, la consecuente descomposición de la patria española y la pretensión de Buenos Aires por emplazarse como límite, frontera y cabecera de un territorio que renunciaba a su pertenencia ultramarina.
Pero el hecho de que el principio de retroversión hiciera descender a la soberanía del monarca sobre los pueblos, volvió posible que cualquier ciudad pudiera repetir lo que había hecho la capital sin desafiar el corpus normativo. Lo cual indicaba, una vez más, cuán frágil era el nivel virreinal en las intermediaciones entre los extremos jurídico-políticos de las jerarquías institucionales.
De cualquier forma, lo significativo en términos espaciales fue que a partir del momento en que desde Buenos Aires reconocieron la ausencia del rey legítimo, el carácter compuesto e imperial de la monarquía se diluyó en el acto. Si a ese descenso de la soberanía le sumamos los sucesivos que se produjeron en otras latitudes del ahora ex virreinato, podría sostenerse que la crisis de la autoridad monárquica desató un generalizado proceso de desterritorialización del cuerpo político.
En los términos de Deleuze y Guattari (1994), si el poder puede ser pensado en clave rizomática, habría que sostener que del Uno solo sobrevivió lo Múltiple. La invasión napoleónica en España, vuelta posible por el Tratado de Fontainebleau de 1808, constituyó una insospechada “línea de fuga desde arriba o desde el centro”, que derivó en la caída del monarca. Si eso diluyó la majestad que mantenía cementada a las diferentes jurisdicciones del imperio y estas últimas siquiera pudieron sostener estables sus fronteras conocidas, puesto que, por ejemplo, en el caso rioplatense, tanto Paraguay, la Banda Oriental y el Alto Perú emprendieron respectivos procesos de autonomización, entonces, lo que era una estructura territorial centenaria se transformó en un patchwork de dimensiones sin capacidad de adquirir la consistencia suficiente para convertirse en nuevos territorios. La Corona eclosionó dejando a libre supervivencia a sus ciudades, que adoptaron rumbos disímiles matrizados por la tensión consenso/coerción, cuyo carácter siempre fue de “provisionalidad permanente” (Chiaramonte, 1993). Por ello, la analogía rizomática, que siempre deja abierta la posibilidad de reformular su propia cartografía, se vuelve una metáfora funcional para pensar cómo se utilizó políticamente el espacio luego de 1810. Cuando indagamos en el rumbo particular del Cabildo de Buenos Aires, encontramos que ese proceso de desterritorialización se manifestó de manera sintomática en varias ocasiones. Pasado el 25 de mayo de 1810, en septiembre de 1810, los capitulares juraron fidelidad de manera secreta al Consejo de Regencia luego de recibir la recurrente presión del exvirrey Cisneros. Anoticiada la junta, se optó por remover a los cabildantes que desde el 1° de enero se encontraban en funciones, prohibiéndoles de por vida ocupar cargos concejiles. La decisión se fundaba sobre la “fraternidad de los Pueblos de America con los de España que estuviesen libres del enemigo, y la constante adhesión a la causa del Rey”.14
Más tarde, el 21 de enero de 1811, desde Montevideo, el gobernador Elío avisó “haber sido nombrado por el Consejo de Regencia para Virrey Gobernador y Capitan General de estas Provincias, y Presidente de la Real Audiencia”. El cabildo, subsumido al rumbo que la junta le había impuesto, contestó al pliego, entre otras cosas, que no se toleraría el “desprecio con que hasta hoy son tratados los Pueblos libres de America”.15 El 1° de julio, nuevamente, los capitulares advirtieron que Elío estaba preparando una invasión nocturna aliada al partido de los “Españoles Europeos”, por lo que instó a la junta a la separación de estos del espacio de la capital hacia “lugares distantes en las costas”. Ese rumor sería exacerbado un mes más tarde cuando Felipe Contucci fuera enviado desde Río de Janeiro por parte de Carlota Joaquina para instar a Buenos Aires a que la junta jurase obediencia y dependencia a la “Regenta de las Americas”, prometiendo a cambio el avance de las tropas portuguesas sobre Montevideo. Finalmente, se llegó a un acuerdo en septiembre, reconociendo la autoridad de Elío dentro de los límites de la gobernación de la Banda Oriental en tanto “cuerpo de nación” de España, fiel a la dominación de Fernando VII y dependiente de Buenos Aires.16
Por su parte, en medio de la tensión con Elío, el 20 de junio se había producido la derrota en la batalla de Huaqui. En respuesta, Cornelio Saavedra, presidente de la junta, decidió partir hacia el Alto Perú sin que todavía se hubieran nombrado los diputados por Buenos Aires para integrarla. El cabildo, advirtiendo que con la ausencia de quien mayor autoridad revestía en la ciudad, puesto que ejercía como Comandante en Armas, la elección podría descontrolarse (léase favorecer a los opositores de Saavedra), solicitó que el viaje se postergara.17 Sin embargo, la magnitud del fracaso militar exigía no solo la presencia en el territorio del responsable político del ejército, sino también la desaparición de Saavedra del escenario capitalino. Su legitimidad quedó definitivamente fracturada cuando se confirmó la pérdida de un área tan significativa como el Alto Perú, del que dependía la caja de Buenos Aires por la exportación de metálico, sumado a la virulencia de la derrota en un inédito ataque de pánico que asoló a los soldados (Rabinovich, 2017).
El conjunto de estos episodios colabora en corroborar la idea de una cartografía difusa como efecto de la desterritorialización. Su carácter abierto y provisorio habilitaba que la función de “lugar” nada indicara sobre la (des)obediencia a Buenos Aires, sino por el contrario, que fuera la posición de los actores en la arena política, desmarcada de lo geográfico, el tipo de indicador que operara sobre las disputas de poder. Pudieron ser el cabildo, el propio Saavedra o personajes externos a la ciudad, como Elío, o al virreinato mismo, como Carlota Joaquina, los que interfirieron en el proceso de descomposición territorial. Una dominación frágil recorrió un espacio político en organización permanente, incapaz de otorgarse continuidad, contigüidad y seguridad a sí mismo.
El caso de Saavedra resulta en ese sentido significativo ya que su marginación de la escena capitalina reactualizó la expulsión que se había dado con Sobremonte en 1806-07 y con Cisneros y Mariano Moreno en 1810.18 La ausencia o falla de conducción del escenario de batalla en los primeros dos casos y la (o)posición política en el resto, alejaron a los actores de sus puestos de poder. Cada personaje apartado fue asociado con el peligro, la indefensa o la desviación del curso de acción política. Sus corrimientos fueron efecto de interpretar a sus agenciamientos como potenciales líneas de fuga disolventes de una organización del espacio en marcha o de un territorio ya definido.
Durante el mismo lapso temporal en que el cabildo fue caja de resonancia del proceso de desterritorialización de la monarquía en el Río de la Plata, también se ocupó del espacio estrictamente local. En febrero de 1811, la junta solicitó se le distinguiera a Lord Strangford, el Ministro Embajador de Su Majestad Británica en la Corte del Brasil, con la cualidad de ciudadano, “en obsequio del empeño del Gobierno en la causa que sostiene bajo el nombre y auspicios del Señor Don Fernando Septimo, en defensa de la Patria”.19 Al día siguiente, en un acto plagado de reconocimientos a la “nación inglesa”, se realizó el reconocimiento. Es que, en la coyuntura de la vacatio regis, Inglaterra se había convertido en aliada de una Buenos Aires que ahora tramitaba de manera autónoma sus relaciones exteriores. La ciudad se convertía en plataforma diplomática del espacio siempre cambiante que apuntaba a representar. Mediante el corredor luso-británico que habilitaba Strangford, Buenos Aires hallaba nuevas referencias de legitimidad procedentes del exterior, que a su vez se utilizaban en el sector interno para ampliar consensos en un contexto crítico tanto política como económicamente. Pero ello traería, en relación con este estudio, cambios más significativos.
Al día siguiente del acto con Strangford, el cabildo tomó decisiones puntuales respecto del inminente acontecimiento que interrumpiría la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad porteña: el carnaval. Concretamente, los capitulares
Tuvieron presente (…) que La Capital de Buenos Aires ha adquirido por la energica conducta de sus moradores un grado de dignidad y consideración aun entre las grandes y cultas Naciones de la Europa, que la hacen acreedora a la general admiración: que seria un negro borron para sus dignos pobladores el perpetuar entre las costumbres reprehensibles que supo tolerar por pura debilidad el Gobierno antiguo, la barbara del Carnaval (…) a presencia de una multitud crecida de Extranjeros, que condenan en silencio tan barbara costumbre.
Lo que sigue en la fuente es un detalle prescriptivo de los eventos que transcurrirían durante las tres noches de carnaval.20
Jacques Attali (1985) indica con agudeza que esta festividad, durante el Antiguo Régimen, interrumpe el tiempo de la vida cotidiana a través del espacio urbano, en la plaza pública. De base popular, en ella se mezclan edades y clases provocando el renacimiento del cuerpo colectivo. Allí se expresa una cultura específica, que, por ser transversal al conjunto del cuerpo social, se opone a la lógica del poder. En este sentido, las actas del cabildo nos muestran que, si la forma de hacer política había cambiado, también podía reconfigurarse el sentido de la relación entre sociedad y poder. Lo que desde 1811 se interpreta al respecto del carnaval, y de la fiesta pública en general, es su carácter performativo. En una Buenos Aires diplomatizada/ante que se espeja sobre un otro extranjero considerado superior y modélico, su dirigencia optó por regular las prácticas que acreditaban su respetabilidad y decoro para que su calidad capitalina fuera reconocida.
Si bien no se cercenó de plano el ritual carnavalesco, sí se limitaron sus manifestaciones más desenfrenadas. El poder prohibió lo que atentaba contra su legitimidad en una respuesta típica de Antiguo Régimen. En todo caso, lo que el episodio tiene de moderno puede estar relacionado con sus implicancias sobre el espacio público. Su definición rousseauniana, que circulaba en Buenos Aires durante la época, sostenía que era el soporte físico del pueblo que lo delimita, a la par que lo inviste de un halo místico que lo vuelve símbolo de una condición social y su correspondiente forma política (Habermas, 1981). A través de los efectos miméticos que producía la fiesta, Buenos Aires pretendía configurarse a sí misma una doble sinécdoque: si su rango capitalino emulaba un pretendido territorio, su espacio público emulaba su pueblo civilizado.21
Un mes después del carnaval, el cabildo ya se encontraría tramitando asuntos diferentes. El 22 y 23 de marzo sus acuerdos anunciaban tímidamente lo que las jornadas del 5 y 6 de abril traerán consigo. En esta ocasión, los “Españoles Europeos” se acercaron a exponer que el nuevo gobierno los intimaba a dejar la ciudad. Lo que fundaba la queja era su manifiesta adhesión a la causa revolucionaria, suplicando por ello la suspensión de la orden. Su difícil instrumentación, que precisamente exceptuaba a los que habían manifestado adhesión, llevó a que el cabildo solicitara su supresión proponiendo a cambio que los “Españoles Europeos” prestasen un juramento de obediencia al gobierno que incluyera la contribución entera a la causa. Si bien la junta recogió la sugerencia, a los pocos días el dilema tomó un calado más intenso.22
A raíz de una fuerte movilización en la plaza la noche del 5 de abril, al día siguiente los cabildantes recibieron por parte de Joaquín Campana, en representación de los Alcaldes de Barrio y de la multitud, una representación para el “Superior Gobierno” que requería la expulsión de la ciudad de todos los europeos que no hubieran mostrado conformidad de manera pública para con el rumbo tomado desde mayo de 1810, deviniendo por ello en una “facción” que disponía de la suerte de todas las provincias. Pero, además, también solicitaron que se separaran de la junta Nicolás Peña, Hipólito Vieytes, Miguel de Azcuénaga y Juan Larrea. Cornelio Saavedra debía, a partir de allí, concentrar la autoridad en su plenitud, ya que el depósito del poder ejecutivo en muchas personas confería “trabas, entorpecimientos e inconvenientes”. Por último, se exigía que “en lo sucesivo no se dé empleo a individuo que no sea natural de la Provincia donde ha de ocuparlo (…) a no ser que la misma Provincia por haber acreditado su talento y patriotismo, lo pretenda”. Este último punto, según la presentación, prevenía de la “desunión” a las provincias y de una potencial guerra civil.23
Lo que las jornadas de abril transmitían era la profundización del conflicto interno de la junta entre las posiciones “morenista” y “saavedrista”. Atentos a que quien se relacionaba con los sectores populares era Saavedra (por ser Comandante en Armas), los morenistas habían intentado ganar por el contrario el apoyo de los peninsulares; sin embargo, desde la óptica de los plebeyos, los europeos se asociaban al sector del que dependían para su sustento, ya que los tenderos y comerciantes eran en general de procedencia metropolitana. Empleando entonces ese artilugio, Saavedra camufló su vocación por desterrar a sus opositores y concentrar el mando sembrando una rivalidad extrema con un otro que etiquetó como europeo-traidor (Di Meglio, 2001).
El día 8 de abril, con miras a capitalizar el éxito de la jugada, se inauguró un Tribunal de Seguridad Pública, encargado de controlar y judicializar cualquier tipo de disidencia para con la junta, tareas a las que se compelería el cabildo.24 El espionaje y las delaciones se multiplicaron, sumiendo al sector que había quedado apartado del poder revolucionario en un estado de persecución y temor constante.
El conjunto de estos acontecimientos parece indicar que el sector gobernante puso en marcha un uso político del espacio social. El objetivo de Saavedra yació en depurar la sociedad urbana, bajo la ficción de que sobre ella se reflejaría el poder regenerado con la revolución. Estrategias que parecen haberse heredado de la cultura política hispanoamericana, ya que, durante tiempos coloniales, una concepción organicista que cristalizó en la estructura de castas había trazado fronteras que espacializaron el radio social, a la vez que, como en España, la Inquisición reguló, mediante el ejercicio de la violencia física y simbólica, la variable más transversal de inclusión y exclusión del orbe: la fe religiosa. Al observar lo ocurrido durante las jornadas de abril de 1811, podríamos sostener que ese legado se reactualizó, exacerbando su costado unanimista.
Así, entre el uso político del espacio público y del espacio social, advertimos que Buenos Aires concentró variados y heterogéneos ensayos para dotar de legitimidad y perspectiva de futuro al nuevo soberano juntista. La ciudad capital fue el lugar en que la revolución pudo desplegarlos con mayor progresividad, asegurando su control y efectividad. Sin embargo, no estuvieron exentos de limitaciones e incluso frustraciones. De hecho, para fines de 1811, ese soberano juntista se reconvertiría en una forma de gobierno más novedosa aún, ejercida por tres triunviros, que se caracterizarían por introducir una concepción moderna del poder político, dejando atrás el estilo de mando de Saavedra y con él, al primer gobierno autónomo del Río de la Plata.
Conclusiones
El presente artículo buscó ofrecer una nueva veta de exploración para la historia política de principios del siglo XIX en Buenos Aires. Seleccionando al espacio como locus analítico, se rastrearon sus múltiples divergencias simbólicas y prácticas desde la perspectiva de la cultura política.
La condición del Cabildo de Buenos Aires, inserta en los dramas de las invasiones inglesas y del juntismo revolucionario, habilitó a que la reflexión no se limitara a la maraña de datos administrativos de la vida de la ciudad, sino que navegara por los acontecimientos que produjeron efectos sobre la sociedad y la política. En ese sentido, el nivel territorial y urbano organizan principalmente las hipótesis.
Aunque en un principio el horizonte teórico de este trabajo buscaba modular la teoría foucaultiana sobre el pasaje del gobierno del territorio al de las poblaciones, las limitaciones cronológicas de la investigación ofrecieron, más que pistas sobre el pasaje, indicadores sobre la crisis en la que entró el Antiguo Régimen, que, si bien resultaron demostrativos de la primera parte de la teoría de Foucault, no lo fueron tanto para la segunda. En su lugar, se recurrió a otras herramientas analíticas que permitieron echar sentido sobre asuntos espaciales.
En el primer apartado, la idea de espacio concebido durante la etapa colonial tiñe al conjunto del capítulo, al estilo de un modelo explicativo que ordena una serie de imágenes espaciales que contribuyeron a que el sostén del lazo monárquico no se quiebre frente a la violenta amenaza de las invasiones inglesas. Allí, una semántica que parece haber sido de larga duración emergió durante la coyuntura, pudiendo leerse tras los significantes que estratégicamente emplearon los capitulares. Pero, además, se aventuró una interpretación posible sobre el derrotero de Sobremonte, que incorpora una clave político-espacial para reflexionar sobre la crisis de la autoridad virreinal y las derivas autonómicas de la ciudad.
En el segundo tramo, se observa ya el tiempo revolucionario atravesado por el proceso de desterritorialización. La idea de una cartografía permanentemente provisoria, imposible de estabilizarse, resignifica las derivas y percepciones espaciales sobre cómo sobrevivió el territorio virreinal luego de 1810. De ahí que una perspectiva rizomática del poder puede volverse productiva para el análisis del proceso. El cabildo, en ese sentido, manifestó una serie de síntomas evidentes de las limitaciones por reterritorializar un espacio desorganizado, pero, a la vez, las decisiones que de aquel emanaron se revelaron originales y fértiles para indagar sobre la reconfiguración del espacio público y social de Buenos Aires.
Para finalizar, sería entonces auspicioso pensar que de aquí en adelante se podría desplazar el interrogante que siembra este artículo hacia un período más amplio y postrero, donde quizás finalmente se encuentre un suelo más firme para abordar de conjunto el pathos foucaultiano, conforme avance el utilitarismo en el Río de la Plata y se desplieguen dispositivos de disciplina y securitización, que permitan ilustrar la traducción de la nueva libertad política en una tecnología de gobierno. Por el momento, la conclusión más certera que se desprende del análisis de los dos binomios sobre los que este artículo echó el ojo es que del mundo seguro de los dominios del Rey, quedó una ciudad sin su territorio.
Archivos consultados:
Archivo General de la Nación (AGN). Buenos Aires, Argentina.
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Notas