Dossier
El suave eco de la voz de los niños trabajadores en el interior de la Argentina. Experiencias infantiles en el mundo del trabajo urbano (Córdoba, segunda mitad de los años ‘20)
The soft echo of working children in the interior of Argentina. Children’s experiences in the word of urban labour (Córdoba, second half of the 1920s)
Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 12, núm. 32, 2022
Recepción: 02 Febrero 2022
Aprobación: 10 Abril 2022
Resumen: Este artículo aspira a ser una aproximación a la participación infantil en el mundo del trabajo de la ciudad de Córdoba en la segunda mitad de la década de 1920. El objetivo es conocer el tipo de tarea realizada, las trayectorias laborales y los mecanismos de inserción en el mercado de trabajo, así como recrear sus experiencias como trabajadores y rescatar sus voces. Para ello se recurre a un análisis cualitativo e intensivo de una serie de doce notas aparecidas en el año 1927 en un suplemento infantil de un periódico de la ciudad de Córdoba. Esas notas intentaban poner en evidencia la realidad local del trabajo infantil, apelando a la entrevista realizada a niños trabajadores en su lugar cotidiano de labor asalariada.
Palabras clave: Niñez, Mercado de trabajo, Experiencias, Trabajo infantil, Desigualdad social.
Abstract: This article seeks to approach children’s participation in the world of labour in the city of Córdoba during the second half of the 1920s. Its purpose is to learn the type of tasks they performed, their labour trajectories and the mechanisms to enter the labour market, as well as to recreate their experiences as workers and rescue their voices. To do so, a qualitative and intensive analysis is conducted, which studies twelve news items from a 1927 children’s supplement in a newspaper from the city of Córdoba. These news items indented to reveal the local reality of child labour, appealing to interviews done to child workers in their usual location of paid work.
Keywords: Childhood, Labour market, Experiences, Child labour, Social inequality.
Introducción
Entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX, la provincia de Córdoba –en el centro geográfico de la Argentina– experimentó grandes transformaciones, tales como una intensa modernización material y social, una veloz urbanización, una significativa expansión demográfica y un sostenido crecimiento económico. Esas transformaciones fueron acompañadas de una generalización de desajustes sociales que afectaron la existencia cotidiana de una amplia franja de los sectores populares1 y que se expresaban en numerosas y variadas necesidades básicas insatisfechas y diversas situaciones de vulnerabilidad, precariedad, marginalidad y exclusión social que afectaban a la población adulta y a la niñez en particular. Las ocupaciones desempeñadas, las condiciones materiales de vida, el acceso diferencial a los consumos culturales, eran algunos de los rasgos más evidentes de un fenómeno que atravesó también al mundo infantil (Moretti, 2020: 108). Una manifestación concreta de esas desigualdades que cruzaron a la modernización capitalista en marcha fue la incorporación al mercado de trabajo de niños y niñas de los sectores populares.
Este artículo es una aproximación a la participación de los niños en el mundo del trabajo urbano en la ciudad de Córdoba en el marco de la economía agroexportadora dominante en la Argentina de entre siglos. Se pretende conocer el tipo de labor realizada, los mecanismos de inserción en el mercado de trabajo y sus trayectorias dentro de él, así como recrear jirones de sus experiencias como trabajadores. Para ello se recurrió a un análisis intensivo de una serie de notas aparecidas en 1927 en un suplemento infantil de Córdoba, las cuales ponían en evidencia la realidad local del trabajo infantil, apelando a la entrevista a pequeños trabajadores. El hallazgo de esta fuente muy poco común contribuye a dar visibilidad para nosotros en tanto historiadores –la tenía para sus contemporáneos– a los niños trabajadores de la época. Aún más, permite algo bastante inusual como es la posibilidad de restituir la voz de esos infantes, el suave eco de sus palabras reverberando en las entrevistas y plasmadas en la prensa. Esto fija una distancia con otras fuentes utilizables para el estudio del trabajo infantil, incluso con los relatos autobiográficos o las memorias de quienes experimentaron esa realidad en su niñez, ya que en esos casos sus experiencias “se expresan en boca de personas adultas, y forzosamente están mediatizadas por el transcurrir del tiempo, cuando no por posteriores trayectorias personales y el grado de madurez adquirido” (Fraga, 2019: 11-12).
Por lo dicho, este trabajo aporta a la visibilización de los niños trabajadores y, modestamente, a darles voz en la historia, en particular dentro de aquella dedicada al mundo laboral, donde los infantes permanecen hasta hoy en sus márgenes. En la historiografía argentina durante décadas las indagaciones sobre el mundo del trabajo focalizaron exclusivamente –o casi– sobre los trabajadores varones, a los cuales se añadieron no hace mucho las mujeres, de la mano de la perspectiva de género. Esto permitió cuestionar los relatos androcéntricos sobre el mundo laboral y la formación de la clase trabajadora, pero preservando otra desigualdad en su abordaje, por el olvido de los niños y las niñas. Más allá de las diferencias de género, siempre se trató de personas adultas (Aversa, 2015: 9, 47).
Aquí se aspira a acercarse a las experiencias de esos niños trabajadores y conocer qué es lo que ellos contaron y pensaron de su trabajo. Las dificultades de diverso tipo, especialmente las heurísticas, que enfrentan las iniciativas historiográficas de esta naturaleza contribuyen a explicar los magros resultados alcanzados en la amplia mayoría de los casos. Esas experiencias infantiles del mundo del trabajo a menudo parecen más supuestas que recreadas o reconstruidas históricamente con base empírica sólida; con mucha más frecuencia, la declarada intención de recuperarlas se queda en eso o se plasma en resultados superficiales y generales, despojados casi de historicidad.
Finalmente, este trabajo apuesta a la construcción de una historia con personas, que involucre seriamente a los individuos en su cotidianidad, que devuelva una visión más a escala humana del pasado y, específicamente, del mundo del trabajo, a la vez que más compleja y rica, por la incorporación de los niños como sujetos activos en el devenir histórico. Se confía en que las experiencias de los niños aquí considerados pueden ser representativas de las de muchos de sus semejantes; pero llegado el caso que no lo fueran, ¿las realidades vividas por ese pequeño grupo de niños trabajadores deberían ser omitidas de la historia?
El trabajo infantil en la historiografía argentina
La historia del trabajo infantil tiene escaso desarrollo en la Argentina, desde los valiosos antecedentes pioneros de Suriano (1990), Pagani y Alcaraz (1991) y Ciafardo (1992), pasando por aportes posteriores del mismo Suriano (2007 - 2015), hasta los más recientes de Mases (2013), Aversa (2015, 2016), De Paz Trueba (2014, 2019), Allemandi (2017), Anapios y Caruso (s.f.), Scheinkman (2016, 2019) y Moretti (2020), entre otros. Por otra parte, aunque hay un interés creciente por la problemática del trabajo infantil, aún ocupa un sitio marginal dentro de la historia social del trabajo, que sigue mucho más interesada por las acciones, las prácticas, los intereses y las experiencias de las personas adultas (hombres y mujeres).
En ese marco, la historiografía sobre el trabajo infantil en la primera mitad del siglo XX realizó avances con un conocimiento algo limitado, desde varios puntos de vista. Espacial, porque el grueso de los trabajos focaliza sobre la ciudad de Buenos Aires y casi nada hay para el enorme territorio “restante” de la Argentina. Sectorial, porque la atención se concentró casi exclusivamente en el trabajo industrial, en unos oficios callejeros –sobre todo el de vendedor de periódicos– y, más recientemente, en el servicio doméstico. Temático, porque el interés apuntó prioritariamente a un análisis cuantitativo –en menor medida cualitativo– de la participación infantil en las actividades apuntadas y, más aún, a los avances de las regulaciones estatales en la materia, incluida la intervención en su construcción de agentes de la sociedad civil (organizaciones obreras, asociaciones benéficas, higienistas, entre otros). Hay grandes progresos en el conocimiento de las intervenciones del Estado en el trabajo infantil, mientras que los avances son bastante más escasos en relación con las características de la participación de los niños en el mercado laboral, los mecanismos de inserción y sus trayectorias dentro de él, sus condiciones de faena, su presencia y acción en las luchas reivindicativas, entre otras cuestiones centrales. Sin embargo, la insuficiencia más sensible de la historiografía argentina sobre la problemática consiste en el muy escaso conocimiento de las experiencias infantiles y, aún más, en la consideración de los niños trabajadores como sujetos sociales activos.
Aportes recientes asumen el desafío de avanzar sobre esas dos limitaciones. Focalizando en espacios de trabajo concretos, unas pocas indagaciones intentan aproximarse a las experiencias infantiles en el mundo laboral, mientras que otra pretende hacerlo desde una escala de análisis tan amplia como la Argentina en su conjunto. Dentro del primer grupo se destacan los aportes de Scheinkman (2016), quien rescata el rol activo de los niños que trabajaban en la industria del dulce de Buenos Aires en las huelgas del sector, a veces con modalidades de acción propias, y de Aversa (2015), quien realiza un meduloso estudio del trabajo infantil tutelado en dicha ciudad en el período de entre siglos y de las experiencias en ese ámbito de niños y niñas. En el segundo grupo está el trabajo de Anapios y Caruso, que entre sus objetivos tiene el de “visibilizar la experiencia histórica y cualitativa del trabajo infantil” en la Argentina del siglo XX, más concretamente, “dar cuenta de una variedad de formas y territorios” del mismo, una ambición algo desmedida en relación con los resultados expuestos y los aún escasos avances de la historiografía sobre la problemática.
Para la Córdoba de las primeras décadas del siglo XX existen dos antecedentes historiográficos significativos sobre el trabajo infantil. El de Rustán y Carbonetti (2000) tiene como objetivo indagar el trabajo de los menores en dos espacios urbanos a través de un ejercicio comparativo de Buenos Aires y Córdoba, basado en los datos censales municipales de 1904 y 1906 respectivamente, complementado con un análisis cualitativo sostenido sobre unos informes de época. El estudio aporta al conocimiento de variables cuantitativas como la tasa global de empleo de los menores de entre 6 y 15 años, su distribución entre distintos sectores de la economía –industria y comercio– y su nivel de alfabetización. Sus contribuciones son más limitadas y por demás fragmentarias cuando consideran las condiciones de trabajo y la legislación respectiva, en varias ocasiones extrapolando con pocos reparos a la realidad cordobesa comentarios de época e historiográficos referidos a Buenos Aires.
Veinte años después, la tesis doctoral de Moretti sobre el proyecto salesiano para la infancia en Córdoba en las primeras décadas del siglo XX incluyó un capítulo inicial sobre la cuestión social y la minoridad. En él pretende acercarse a las experiencias de los menores en la ciudad y parte de su extensión está consagrada a aquellos incorporados al mundo del trabajo. Con la mira puesta sobre “las vidas de los pequeños trabajadores” –retomando a Moretti (2020: 38) – “intenta dar cuenta de las prácticas, estrategias, motivaciones, dificultades y oportunidades que marcaron el universo laboral infantil y de las voces que ocasionalmente permiten reflejar existencias precarias, marginales”.
En su trabajo vuelve sobre el sendero recorrido por Rustán y Carbonetti, haciendo un análisis cuanti-cualitativo basado en las mismas fuentes, pero los resultados son más ricos, por varias razones. La primera, el despliegue de un análisis más fino y meduloso de las fuentes, sobre todo de los datos cuantitativos. La segunda, el añadido de fuentes cualitativas no utilizadas por quienes le precedieron, como un estudio científico de época, la legislación nacional y provincial y la prensa local, valiéndose dentro de ésta de testimonios diversos, varios de ellos fragmentarios e involuntarios. Finalmente, porque examina ámbitos y realidades laborales invisibles para el registro censal e ignoradas por Rustán y Carbonetti, como el trabajo en las calles y el hogar, ahondando en los vendedores de periódicos e incursionando sobre menores en el servicio doméstico. Esas alternativas metodológicas le permitieron a Moretti iluminar mejor la presencia de los niños en el mundo del trabajo urbano en Córdoba y aproximarse un tanto a algunas de sus experiencias. Pese al meritorio avance conseguido, subsiste el desafío, por un lado, de ampliar y profundizar el conocimiento sobre el trabajo infantil en la ciudad –condiciones laborales, edades y vías de incorporación al mercado, etc.–; por otro, de concretar un acercamiento más logrado a las experiencias de niños y niñas en el mundo del trabajo.
“El niño que trabaja”
Este artículo se basa en un análisis exhaustivo e intensivo de una serie de 12 notas periodísticas publicadas entre el 30 de enero y el 15 de mayo de 1927, bajo el título “El niño que trabaja”, como parte del suplemento dominical infantil “El País de los niños”, del periódico El País, de la ciudad de Córdoba.2
El suplemento aspiraba a ser “el diario de los niños” –a quienes convocó desde el inicio a colaborar activamente– y fue caracterizado como “órgano preparador de la personalidad intelectual del niño”,3 abriendo sus páginas a todo aquello que aportara al interés y a la salud moral, intelectual y física de la infancia.4 Tenía un contenido variado, compuesto entre otras cosas de colaboraciones literarias de niños y niñas, entretenimientos, tiras cómicas, sueltos de adultos sobre cuestiones relativas al mundo infantil, noticias breves y útiles sobre la escolaridad y avisos comerciales de artículos para infantes. Publicaba con frecuencia escritos elaborados por niños y niñas donde abordaban temas vinculados a sus inquietudes y las de la sociedad en su conjunto.
La nota que inicia la serie “El niño que trabaja” vio la luz sin presentación previa alguna que alertara sobre su aparición. Despierta la atención el título, que define con claridad el objeto –mejor, sujeto– de atención: el niño. El interés focaliza sobre el sujeto infantil (masculino) que trabaja, no así sobre su trabajo como realidad económica o social u objeto de preocupación política o de reflexión sociológica, como era frecuente en la prensa, sensibilizada crecientemente respecto de esa cuestión. Ese sujeto infantil, además nominado, identificado en singular, se ubica en el primer plano de una serie de notas donde, en la inicial, se explicitaba que su fin era “la presentación de uno de los centenares de niños que trabajan. Un niño que desde corta edad conoce el honroso esfuerzo que exige la lucha por la vida”.5
Lo expresado colabora en el esclarecimiento de las finalidades de “El niño que trabaja”. Desvelarlas no es tarea fácil, porque el suplemento ofrece pocos elementos de juicio, reducidos a unas magras consideraciones dentro de un breve artículo alusivo a la serie, publicado cuando estaba muy avanzada.Allí se enunció de manera explícita –a la vez que escueta y poco precisamente– lo que parece ser el objetivo de “El niño que trabaja”:
al estampar en sus columnas las tiernas historias de los niños obreros (...) hace de esas notas cátedra de humana solidaridad y estimula y alienta a los chicos para proseguir fuertes y sin desmayos en la senda que el destino les ha trazado.6
Interpretada en el contexto de otras breves consideraciones incluidas en el artículo, y a la luz del contenido de la serie, esa “humana solidaridad” parecería apuntar al menos a dos sentidos. Por un lado, a caracterizar la actitud del propio periódico y su suplemento cuando “acogió en sus columnas a ese niño de la humildad”, compelido a trabajar. Por otro, más inferencial, a promover socialmente ese valor de la solidaridad para con esos niños, en especial en el interior del propio mundo infantil, heterogéneo, atravesado por clivajes de distinto tipo –clase, género, etnia, edad, etc. – y experiencias diversas. En el suplemento aparecían colaboraciones escritas por niños y niñas sobre diferentes temas, incluidos algunos cuyo contenido concernía a desajustes sociales que acompañaron al crecimiento y la modernización.7 En el suplemento alternaron la niña o el niño que recibieron un premio por su composición con su par que necesitaba trabajar. Así, la serie quizás contribuiría a acercar a sus lectores y lectoras a experiencias infantiles diversas –a menudo por mucho– de las propias, a aproximar por medio de ellas a sujetos sociales que transitaban infancias distintas y distantes.8 Esto sería facilitado por el visible interés que “El niño que trabaja” exhibía por este sujeto infantil en cuanto tal, caracterizándolo como “un personaje más del ambiente, más nuestro, un ente que tiene personalidad actual”, sobre el cual pretendía ofrecer “tiernas historias”, “relatos(...) siempre humanos”. Por eso mismo, como parte del objetivo de la serie, explicitaba la intención de alentar “a los pequeños orfebres de su propio destino” en la prosecución de su esfuerzo diario en el trabajo y la vida.
Por su inserción en el suplemento infantil es natural que los destinatarios de “El niño que trabaja” fueran los infantes y, dentro de ellos, aquellos que de algún modo u otro accedían a sus páginas, como se deslizaba al pasar en una de las notas: “El reporter se introduce en los talleres de la agencia Ford, en el deseo de dar con algún niño trabajador cuyas manifestaciones pudieran resultar interesantes para los pequeños lectores de este suplemento”.9 Dentro de ese espacio potencial de receptores, los editores del suplemento revelaban una ambición universalista, ampliamente inclusiva, sin distinción de clases o de otro tipo en el interior del mundo infantil: “El niño que trabaja y todos los niños de Córdoba y del mundo tienen en la nota que les dedica este diario el reflejo amable del protagonista de relatos de intensidad variable, siempre interesantes siempre humanos”.10 Los alcances de la alfabetización y el costo del periódico, por un lado, y la presencia en el suplemento de cartas, relatos, colaboraciones escritas por niños de la ciudad, que fueron enviadas a un periódico de orientación conservadora, podrían llevar a inferir que los destinatarios de la publicación –incluidas las notas de nuestro interés– eran los niños de los sectores acomodados y medios. Aun así, algún indicio permite matizar esa inferencia y especular sobre un espectro social más amplio e inclusivo en términos socioeconómicos que accedía y consumía el suplemento. Fernando Beltrán, infante que protagonizó una de las entrevistas de “El niño que trabaja”, aludió a la lectura del suplemento infantil como parte de sus actividades recreativas y se refirió a él con simpatía y afecto como “el paisito”,11 parte de la edición del periódico El País.
“El niño que trabaja”, en cada una de sus 12 entregas, abordó el caso de un niño trabajador, cuya fotografía acompañaba al texto respectivo. Carecemos de elementos de juicio para dilucidar el criterio de selección utilizado por el reportero para establecer quiénes formarían parte de la serie. Al menos en los tres primeros casos incluidos en ella los lugares de trabajo de los niños se ubicaban muy próximos a las oficinas de la dirección de El País, en la zona céntrica de la ciudad. De las 12 notas, teniendo en cuenta el tipo de ocupación o sector de actividad, 8 remiten a los servicios –en sentido amplio– y las 4 restantes a talleres, de reparación y/o fabricación. Entre los primeros se cuentan un fotógrafo (José Ramírez, edición del 6 de marzo), un dependiente de tienda de telas (Alfredo Rodolfi, 13 de febrero) y otro de una panadería (Francisco Rando, 24 de abril), un empleado en una casa de alfajores (Ramón Fernández, 13 de marzo), un ayudante de mozo en un bar-café (Alfredo Morán, 30 de enero) y otro de cuadra en una confitería (Higinio Rosales, 10 de abril), un lustrabotas callejero (Rafael Edmundo Cortés, 20 de febrero) y un vendedor ambulante de periódicos (Ernesto Romero, 27 de febrero). Dentro del segundo grupo se incluyen un aprendiz de mecánica en una armería (José Palacios, 6 de febrero), otro en un taller de herrería (Joaquín Vásquez, 20 de marzo), un fabricante de cajas de cartón para sombreros (Martín Heredia, 27 de marzo) y un ayudante de oficial en un taller mecánico de la agencia Ford (Francisco Beltrán, 3 de abril).
Esa distribución elemental entre sectores de actividad es aproximativamente representativa de la estructura económica de la ciudad de Córdoba de la época, marcada a grandes trazos por una amplia y predominante presencia de los servicios en general –el comercio en particular y también los prestados en la vía pública– y una actividad secundaria concentrada sobre todo en pequeños y medianos talleres, junto a unos pocos establecimientos industriales de envergadura. Basándose en el Censo Municipal de 1906, realizado veintiún años antes de las notas examinadas, Moretti establece que el comercio en su conjunto era el sector de actividad que mayor cantidad de menores empleaba en la ciudad. En ese año, 1.420 menores varones de entre 6 y 14 años se ocupaban en 1.260 comercios, representando el 22,3% de la fuerza laboral del sector (Moretti, 2020: 50). Dentro de él, el rubro alimentación era el que ocupaba más trabajadores, adultos y menores; estos últimos se desempeñaban mayoritariamente en almacenes de comestibles y bebidas. Confiterías, hoteles, fondas, restaurantes y locales de venta de pan empleaban en promedio más de dos menores por establecimiento. Mientras tanto, en las fábricas y los talleres se ocupaban 5.356 personas, de las cuales 196 eran varones de entre 6 y 14 años, equivalentes al 3,6% de la mano de obra del sector. Se concentraban mayoritariamente en fábricas de alpargatas y zapatos, camisas y sombreros, y en peluquerías, sastrerías y casas de moda; los establecimientos que elaboraban alpargatas, cal y yeso, y los que construían carros y carruajes concentraban el mayor número de niños trabajadores por unidad productiva (entre 20 y 23 según el caso considerado) (Moretti, 2020: 42).
Los datos permiten establecer diferencias significativas entre Córdoba y Buenos Aires promediando la primera década de la centuria. La mayor proporción de niños trabajadores se hallaba en el sector mercantil en Córdoba y en el industrial en Buenos Aires. Del total de la fuerza laboral empleada en el comercio, los menores representaban el 22% en la ciudad de Córdoba contra el 6,5% en Buenos Aires. La situación se invierte al examinar lo ocurrido con la mano de obra en el sector industrial, dentro del cual los niños constituían el 3,56% en Córdoba y el 10,56% en Buenos Aires (Rustán y Carbonetti, 2000: 170-171). Más allá de esas notorias diferencias en la distribución sectorial, el trabajo infantil en la Argentina de la época, por sus dimensiones y características, estaba lejos de parecerse a las legiones de niños obreros de las fábricas inglesas en los inicios del siglo XIX (Suriano, 2007: 355).
Entonces, las ocupaciones contempladas en “El niño que trabaja” son representativas de la realidad laboral cordobesa, pese a que existen ausencias notorias, tales como las desarrolladas en las unidades fabriles de mayores dimensiones –fábricas de calzado, galletitas, pastas, etc.–, en el domicilio –zapatos, vestimenta– y, muy especialmente, en el servicio doméstico. Estos dos últimos sectores involucraban a gran número de menores de ambos sexos –mayoritariamente del femenino–, aun cuando no podamos establecer su magnitud, por la falta de registro censal. En un informe oficial de 1913, elaborado por la Oficina de Estadística de Córdoba, se señalaba que en el trabajo a domicilio toda la familia muchas formaba “la unidad productora”, que incluía a mujeres y niños, y si se requería mano de obra adicional se asociaba a personas ajenas a aquella.12 Se estimaba que entre tres a cuatro mil personas se empleaban en el trabajo a domicilio en la ciudad, según el cálculo de individuos “competentes en la industria”, principalmente en la confección de ropa y la fabricación de zapatos.13 A su vez, el servicio doméstico en los hogares particulares congregaba a gran cantidad de infantes, sobre todo de sexo femenino, donde realizaban numerosas y muy diversas tareas, a menudo sin recibir paga, a cambio de la satisfacción de las necesidades de subsistencia. La amplísima mayoría de esas criaturas había llegado allí forzosamente, en virtud de colocaciones dispuestas por la justicia, la beneficencia o sus padres o tutores, en este caso con intervención (o no) de los defensores de menores. Los datos para cuantificar esta práctica son en extremo escasos y apenas definen órdenes de magnitud; para 1904, 2.635 menores habían sido colocados en casas particulares por la actuación de solo uno de los dos defensores de menores de Córdoba, de los cuales la amplia mayoría seguramente realizaba tareas domésticas (Remedi, 2011: 59-60).
La ausencia de ocupaciones rurales no es llamativa, tratándose de un ámbito urbano, aunque en sus suburbios existía una producción primaria que de seguro incluía mano de obra infantil, invisibilizada y subestimada por los testimonios cuantitativos.14
Finalmente, están absolutamente ausentes e invisibilizadas las niñas trabajadoras, porque todas las notas conciernen a varones. Su falta seguramente obedece a que sus destinos laborales más comunes eran el servicio doméstico y el trabajo a domicilio, dos sectores de actividad que –como se dijo- fueron ignorados en la serie. Por otra parte, se puede especular acerca de que el cronista compartía la idea –difundida en la época- de que el trabajo, al menos fuera del hogar, era inconveniente para las mujeres, por varios motivos –especialmente morales–. En todo caso, si no había otra opción para la búsqueda de la supervivencia, ellas debían desenvolver su ocupación retribuida dentro del hogar, en los ámbitos recién aludidos.
Las notas tienen un estilo algo variable, ya que unas veces es claramente una entrevista que un reportero realiza a un niño, en ocasiones se acerca más a una crónica sobre uno de ellos, y en algún otro caso se ubica en una posición entre ambas. Las tres notas que inician la serie son más bien crónicas sobre niños que trabajaban; su forma y contenido revelan que fueron entrevistados por el reportero, pero la voz de los infantes permanece silenciada o apenas audible por instantes. Las 9 notas siguientes tienen claro formato de entrevista, realizadas por el reportero a los niños en su sitio de labor. Las hay de disímil extensión y riqueza, así como de dispar participación activa del entrevistado, que en ciertos casos es mucho más locuaz que en otros. Entre las primeras están las entrevistas a Edmundo Cortés, Ernesto Romero, Joaquín Vásquez, Martín Heredia, Francisco Beltrán, Higinio Rosales y Federico Rando. Las entrevistas menos participativas y ricas son las realizadas a José Ramírez y Ramón Fernández; la calidad de aquellas parece estar muy determinada por el carácter de ambos niños, según se desprende de apreciaciones del reportero sobre su experiencia con ellos y la personalidad de los infantes.
Estas entrevistas son testimonios de un valor excepcional para el historiador, sobre todo porque permiten acercarse a la subjetividad de esos niños trabajadores y restituirles su voz. Vale para ellas lo que Borrás Llop (2019: 77) expresó en relación con sus semejantes realizadas en España en 1930 por Elena Fortún a un grupo de niños, cuando dice que “rompen el silencio de una realidad visible”. Incluso, añade, puede considerárselas como una “iniciativa pionera, pues fueron muy raras las entrevistas hechas a menores” (Borrás Llop, 2019: 77). Esto contribuye a justipreciar mejor el valor heurístico de las entrevistas del “El niño que trabaja”, que incluso preceden a las realizadas en España por Fortún.15
Los niños trabajadores cordobeses a escala humana
El conjunto de las notas examinadas ofrece información –muy variable en cantidad y calidad– sobre diversos asuntos concernientes a los niños que protagonizaron cada una de ellas. Dicha información alude a: datos personales del niño (nombre y apellido, edad, en pocos casos lugar de nacimiento) y referencias a sus características físicas, caracterológicas, actitudes, expresiones gestuales y lingüísticas; trabajo que desempeñaba y, en casi todos los casos, ocupaciones anteriores, así como anhelos para su futuro laboral; condiciones laborales; nivel educativo; situación familiar (datos heterogéneos y escasos); aporte del trabajo infantil a la supervivencia familiar; tiempo de ocio; y, en contadas ocasiones y de modo conciso, deseos o ilusiones para el porvenir. Como un primer avance y por restricciones de espacio se abordarán solo los asuntos más inmediatamente ligados a la actividad laboral, dejando los restantes para el futuro.
Las trayectorias ocupacionales
De los 12 niños, 9 ofrecieron información sobre antecedentes laborales, que remitían a una o más ocupaciones. Las primeras incursiones declaradas en el mundo del trabajo fueron variadas.
Al menos 4 se iniciaron en un pequeño emprendimiento familiar. Francisco Beltrán, que iba por los 15 años, hacía dos meses que era ayudante de oficial en un taller de la agencia Ford. Había empezado a trabajar a los 7 u 8 años en un taller familiar, bajo las órdenes de su cuñado, puesto que abandonó por dificultades de relación laboral entre ambos, ya que este último lo retaba, contando para ello con la anuencia expresa de la madre del infante. Fernando Rando, de 14 años, cuando recibió la visita del reportero hacía año y medio que era dependiente en una panadería, pero antes había trabajado con su padre en un taller de carpintería, que aún tenía en su casa. Es muy sugerente que Fernando aludía a esa labor sin recurrir al vocablo trabajo, caracterizándola como “ayuda”, muy probablemente por las circunstancias de desempeñarse bajo las directivas de su padre en un establecimiento familiar dentro del ámbito doméstico. Se auto-representaba más como colaborador de su padre que como un genuino trabajador. Rafael Cortés, de 14 años, lustrabotas, dos años antes también “ayudaba”, en este caso a su madre, en una actividad informal y que de seguro apenas daba para la supervivencia de ambos, ya que conducía la comida que ella hacía “para el Escuadrón”, las fuerzas del orden. José Ramírez, de 15 años, se inició en el trabajo en una casa de fotografía propiedad de su primo, quien desde los 9 años lo instruyó en el oficio.
A diferencia de los anteriores, un caso revela una primera experiencia laboral mediante la incorporación informal, mediada por la familia, a un trabajo en un establecimiento barrial, cercano a la residencia del niño. José Palacios inició su “carrera” laboral tempranamente, a los 8 años, en la panadería de un vecino, primero como mandadero y luego ayudante de cuadra; a los 10 años ingresó a un taller de platería, y desde los 12 hasta ese momento en que contaba con 14, trabajaba en “mecánica especial” en el taller de una armería del centro de la ciudad. José exhibía, entonces, una trayectoria laboral extensa, variada y ascendente en términos de habilidades e ingresos de al menos seis años al momento de la entrevista.
Con la misma orientación ascendente, buscando mejores condiciones laborales, se hallan los demás niños que aludieron a antecedentes ocupacionales. Higinio Rosales se había iniciado en el mundo del trabajo como lustrabotas en la estación del Ferrocarril Central del Norte a una edad no declarada, antes de ingresar como ayudante de cuadra en la prestigiosa Confitería Oriental, sitio que ocupaba desde hacía un año al momento de la entrevista, cuando contaba con 14 años. Alfredo Morán, de la misma edad, era ayudante de mozo en otro establecimiento céntrico muy famoso, el Bar Café El Espléndido, adonde arribó tras la búsqueda de mayores ganancias y esperanzas, luego de trabajar durante un año en una fábrica de alpargatas, cuando contaba con 12 años. Ramón Fernández, de 14 años, estaba empleado en una casa de alfajores, haciendo tareas de baja intensidad, pero había comenzado a trabajar a los 10 como repartidor de pan en un carrito. El menor de todo el grupo, Ernesto Romero, de 11 años, se dedicaba al expendio callejero de periódicos (canillita), porque “ganaba más vendiendo diarios” que con su trabajo anterior, que había consistido en hacer propaganda de una casa de automóviles por las calles. Alfredo Rodolfi se había desempeñado como aprendiz en un taller de hojalatería dentro de un ámbito institucionalizado, al cual había ingresado como interno a los 9 años y en el que permaneció año y medio, antes de trabajar como dependiente de una tienda de telas a los 12 años que tenía cuando la visita del reportero.
En los casos restantes se carece de información sobre antecedentes laborales. Joaquín Vásquez, de 14 años, hacía tres meses que era aprendiz en un taller de herrería, al cual llegó por intervención de su padre, que trabajaba allí como oficial desde hacía “mucho” tiempo. Martín Heredia, de la misma edad, hacía cajas de cartón para sombreros en un taller.
Algunos casos permitieron establecer la edad de ingreso al mundo del trabajo, que varió entre los 7-8 y los 11-12 años: Beltrán a los 7-8 años en el taller del cuñado; Palacios a los 8 como mandadero en una panadería vecina; Ramírez empezó su aprendizaje a los 9 años en la casa de fotografía de su primo; Fernández a los 10 como repartidor de pan; Romero antes de los 11 años realizaba propaganda callejera; Cortés distribuía las comidas de su madre a los 12 y, a la misma edad, Morán había ingresado en una fábrica de alpargatas.
El sitio de trabajo y las condiciones laborales
Los niños fueron visitados por el reportero en sus lugares de trabajo y a menudo sorprendidos en plena faena, habilitando así comentarios frecuentes –aunque asistemáticos– acerca de su indumentaria o presentación, sus actitudes y gestos y las tareas en ejecución. No obstante, la mirada del reportero estuvo decididamente concentrada sobre el niño, de modo que las consideraciones y referencias al lugar de trabajo propiamente dicho son casi inexistentes y, cuando las hay, son superficiales. Por ejemplo, Palacios fue hallado trabajando dentro de un “amplio y rumoroso taller” de una armería, “al pie de la máquina vigilante y atento”.
Las excepciones a la afirmación anterior son los casos en los cuales el lugar de trabajo era la calle, donde se desenvolvían Romero, vendedor de periódicos, y Cortés, lustrabotas. Esto no es casual, dada la representación vigente y ampliamente difundida en la época de la calle como lugar peligroso, perjudicial, insano, con riesgo de contaminación moral para los infantes, adultos en potencia. El reportero participaba de ese clima de representaciones dominante acerca de la calle y su influjo en la formación del niño; la caracterizaba como un espacio insano y perjudicial para el infante, “escuela de todos los vicios”.
No obstante, su postura no era rígida ni determinista y dejaba margen de maniobra para la acción humana –del propio niño, de su familia– o, incluso, para una eventual bondad del propio medio ambiente callejero. En efecto, aunque no parece ser lo dominante en su concepción sobre la calle, en el caso del lustrabotas, el reportero estimaba que ella había sido buena: “La vida ha sido dura para este niño y lo ha lanzado desde los 12 años al turbión de la calle. (...) La calle ha sido buena con él y no ha querido modificar sus mejores sentimientos”.16 Más comúnmente, enfatizaba en la acción humana para enfrentar y sobreponerse a las influencias nocivas del medio callejero, apuntando al mérito del niño y/o de su medio familiar integrado. Lo primero era contundente en Cortés: “Este chico que trabaja (...) ha sabido vivir en la escuela de todos los vicios, ha hecho por su trabajo mismo, casa de la calle, y ha sabido salir incontaminado”. A ese resultado quizás también había colaborado el hecho de que ese niño solo se moviera “de la calle a la casa y de su casa a la calle” para realizar su faena, aunque transcurriera en ella gran parte de su existencia. En el caso de Romero, el canillita de 11 años, el reportero subrayaba la contención de un afectuoso entorno familiar integrado y la relación armónica entre ese espacio íntimo y el público de la calle: “El training de la calle está equilibrado en Romero, por el calor del hogar. Su padre, guardián del Zoológico, lee todos los días el diario, y le dice a su hijo las noticias importantes (...). Su madre le sirve el desayuno”.17
Transcurrir muchas horas en la calle y moverse en ese espacio exigía al niño capacidad de adaptación a las condiciones de ese medio y el desarrollo de habilidades para desenvolverse y superar los desafíos y las contingencias que el entorno le planteaba.18 El reportero era contundente al respecto en alusión a Romero:
Como todos los que han hecho casa de la calle, su penetración es admirable y la agilidad de su pensamiento infantil se manifiesta en la respuesta pronta. (...) La calle no ha podido ni podrá nunca, tampoco, envolverle el espíritu de convencionalismo alguno. Es sincero y natural, a veces primitivo por los cuatro costados.19
Esa capacidad de adaptación hacía del canillita un niño que, en cierto sentido, se colocaba por encima de sus pares más favorecidos por la desigual distribución de la riqueza y del bienestar: “en su rostro vivaz, en sus gestos, se denuncia la fácil superioridad sobre el otro, que desconoce las peripecias de la calle, sus peligros y la forma audaz de esquivarlos”.20
El espacio de trabajo por momentos le resultaba un tanto hostil, accidentado, y a veces hasta violento, al canillita. Por un lado, en el ejercicio de su oficio debía eludir o soportar las maniobras persecutorias o las reprimendas de otros trabajadores en la calle, en este caso adultos, como los vigilantes de policía y los guardas de tranvías. Por otro, debía evadir o soportar, por su habilidad o los azares de la suerte, las violencias físicas que le infligían varones mayores que él, esperando a su vez la ocasión propicia para tomarse revancha y así, quizás, ponerles un límite. El reportero sintetizaba ese panorama que Ernesto enfrentaba a diario:
La calle le ha jugado malas pasadas. Los chicos grandes le buscan pelea y a veces los guardas de los tranvías o los agentes de policía, en virtud de sus ‘imperativos categóricos’, le obstaculizan su profesión. Pero él vende diarios de cualquier modo. Cuando me pegan los muchachos, yo espero un día que están desprevenidos y les pego con un palo. De algún modo me tengo que defender, concluye con naturalidad.21
Las notas brindan datos dispersos sobre las remuneraciones y la extensión de la jornada laboral. A diferencia de lo sucedido con aquellas, el reportero no siempre preguntó sobre esta última, y cuando lo hizo las respuestas fueron imprecisas, salvo excepciones.
En 6 de los 12 casos se consignaron datos sobre los ingresos de los niños trabajadores, por jornada o mes, según la ocupación. Quienes trabajaban en las calles tenían un ingreso por día de trabajo de $ 2 a $ 3, tanto el lustrabotas como el vendedor de periódicos, pero en este último caso el niño aclaró que percibía “propinas”. De todo el grupo ambos eran los que sobrellevaban las jornadas laborales más extensas e, incluso, extenuantes. El lustrabotas trabajaba de lunes a viernes desde las 7 hasta las 20 horas y los sábados hasta las 12. Estas circunstancias permitirían explicar, al menos en parte, que careciera de amigos, que al llegar a su casa simplemente se fuera a dormir y que el reportero enfatizara sobre su “vida dura”. Por su parte, el canillita iniciaba su jornada laboral temprano en la mañana y se extendía hasta la noche, trabajando de lunes a sábado inclusive. Aquellos que se desempeñaban en un taller recibían un jornal diario de $1,30 y $1,50, en el caso de quien trabajaba fabricando cajas y quien lo hacía en la agencia Ford, respectivamente. En el primer caso, su jornada era de 6 horas diarias, mientras que en el segundo solo se pudo establecer que se desempeñaba de lunes a viernes y medio día el sábado, aunque se ignora cuántas horas. El dependiente de panadería y el ayudante de cuadra de la Confitería Oriental percibían $30 mensuales; en este último caso trabajaba de lunes a sábado inclusive y en el primero sabemos que pernoctaba en el lugar de faena, por la distancia que lo separaba de su hogar familiar y su asistencia regular a la escuela nocturna.
El niño que trabaja en acción
Datos dispersos y de variable calidad permiten un acercamiento, aunque tímido y no tan logrado como gustaría, al niño trabajador inmerso en su faena, enfundado en su ropa de trabajo, desplegando su labor y su gestualidad asociada.
Alfredo Morán, ayudante de mozo en el famoso Bar Café El Espléndido, a sus 14 años era un “pequeñín” de “recia contextura”, un “pibe movedizo”, sonriente, afanoso en el trabajo, al que el amanecer lo sorprendía ya entre las mesas, inmerso en su chaquetilla blanca y su pantalón largo negro. En otro establecimiento del ramo estaba Higinio Rosales, de la misma edad que Alfredo, pero que a diferencia de éste permanecía tras bambalinas, dentro de la cuadra de la prestigiosa Confitería Oriental, desarrollando su tarea como ayudante, vestido al efecto con un delantal blanco que le llegaba casi hasta los tobillos y su cabeza enfundada en un gorro de cocina del mismo color, silbando y cantando alternativamente.
Ramón Fernández, de 14 años, pulcramente vestido con saco, camisa blanca y corbata, fue sorprendido en la casa de alfajores donde trabajaba, envolviéndolos y disponiéndolos en los mostradores para su exhibición. Quizás su rasgo de carácter más destacado era la “uniformidad de su seriedad”; tal vez por ser “enormemente reservado”, “cuesta hacerle hablar” y las respuestas al reportero eran de una “brevedad sencilla”, adivinándose –en sus palabras– una “operación mental lenta”.
El reportero halló a Fernando Rando, dependiente de panadería, detrás del mostrador atendiendo a un cliente “con una seriedad impropia de sus catorce años”, pero con “simpática desenvoltura”, yendo de un extremo a otro del local “tratando de complacer en la mejor forma los pedidos que le hacen”. Alfredo Rodolfi, el otro dependiente de comercio del grupo, en este caso de una tienda de telas en la céntrica calle Rivadavia, resultaba ser un “simpático personaje”, vestido con su sencilla camisita blanca de mangas largas, con su cuello abotonado; era un “pequeño” sonriente, que demostraba curiosidad y “habilidad precoz” para las actividades mercantiles y mantenía la “postura clásica de grandes vendedores de tienda” ante un montón de sedas, puntillas y medias.
El mayor del grupo, de 15 años, José Ramírez, en la casa de fotografía, aparecía enfundado en su trajecito, con saco, camisa y corbata, pantalón hasta la rodilla y zapatos. En sintonía con esa pulcritud, este “chico” que ya era “un hombre”, se mostraba educado, amable, sereno, pronto y claro en sus respuestas, franco y sonriente. Era “naturalmente inteligente”, amante de su trabajo, aunque esa parecía ser su única inquietud, sumido en la “monotonía de su vivir”, según el reportero.
Ya dentro de los talleres, Martín Heredia, “chico bandido”, se enfrentó con absoluto desenfado al reportero a la par de una máquina, vestido con su camisa a rayas de mangas largas, un pantalón que le cubría hasta un poquito por debajo de las rodillas, sujeto con un cinturón, y alpargatas, sorprendido cuando encolaba una caja de cartón para guardar sombreros. Joaquín Vásquez estaba enfundado –según el reportero– en sus “ropas azules engrasadas” y frotándose la nariz con la manga de su saco para quitarse el hollín, aunque en la fotografía aparece vestido con un saquito arremangado hasta los codos, pantalón hasta la rodilla y gorra, con manchas de aceite, sosteniendo un martillo y un trozo de hierro con “sus pequeñas manos endurecidas” por la faena como aprendiz de herrería. Francisco Beltrán, ayudante en el taller de Ford, estaba con su mameluco azul y un gorro que le cubría la cabeza, protegiéndose de la suciedad del taller, mientras esmerilaba una válvula, “entregado con entusiasmo a su labor”. Era un “pibe de simpática expresión”, “inteligentes ojos”, pero que tenía un “gesto de hombre que no admite distracciones cuando se trata de cumplir con su deber”, tanto así que, cortésmente y disculpas mediante, suspendió la entrevista porque a las 11 horas debía tener lista la válvula en la cual estaba trabajando. En el taller de la Armería Rivadavia, el “chico listo” José Palacios recibió al reportero “al pie de la máquina” –en la fotografía aparece sentado sobre una lata, con desechos desperdigados sobre el piso a su alrededor–, cubierto por un saquito bastante usado y pantalón a la rodilla, vigilante y atento, entusiasmado, sonriente, demostrando deseo por aprender y consciente de sus aptitudes y su valer, siendo caracterizado como un auténtico pioner.
Finalmente, se encuentran los niños que trabajaban en las calles. Los testimonios gráficos de ambos son contrastantes. Edmundo Cortés, lustrabotas de 14 años, aparece reclinado sobre su cajoncito prestando servicio a un cliente, ataviado con una chaquetilla blanca, pantalón a la rodilla, gorra y botines; se mostraba siempre franco, alternando su “rostro sonriente, a veces grave”. Ernesto Romero, vendedor de periódicos de 11 años, aparece con un saquito viejo y raído y camisa blanca abierta en el cuello, además de “desarrapado” y “descalzo”, según el reportero. Es el único caso de la serie en el cual el entrevistador se extendió en observaciones sobre la estética del niño trabajador, quizás porque por su aspecto y vestimenta, además de su gestualidad y carácter, se acercaba al arquetipo del vendedor callejero de periódicos, presentaba -según el reportero– el “tipo clavado del canillita”. La modestia de sus ropas parecía ser, más que la secuela de la pobreza, una exigencia del oficio, su “uniforme de trabajo”:
La despreocupación por su indumentaria es, acaso, una necesidad de su trabajo de canillita. La carrera rápida para atrapar antes que otro al cliente, las subidas a los tranvías, y a todo vehículo en movimiento, su perpetuo andar por todas partes, llueva o no llueva, le han creado la necesidad de andar descalzo para no comprometer[falta palabra] financiera, y de andar ‘así’, como el mismo dice.22
El mismo niño parecía asumirlo un poco de esa manera, como su indumentaria de trabajo, preocupándose por dejar establecido que contaba con otras ropas, de mayor calidad y mejor estado, reservadas para los domingos, dedicados al descanso y la recreación: “Pero yo tengo mi trajecito, mis botines, exclama a renglón seguido, para quitarnos la posible idea de que es un vago. Me lo pongo los domingos para ir a pasear”.23 Este niño, de “rostro moreno” –también evidenciado en la fotografía–, que exhibía el “guiño picaresco de la calle”, era “una mezcla curiosa (...) de buenos y malos pensamientos, de aspiraciones sanas y serias, y actos de bandidaje infantil”, aparecía “profundamente serio a ratos y a ratos un manojo vivo de picardías, propias de un buen chiquillo de 11 años”.24
Lo que cuentan los niños de su trabajo
Estos niños, ¿qué opinaban de su trabajo?, ¿qué deseaban para su futuro laboral? Responder a estos interrogantes es complicado, sobre todo por las dificultades para acceder a los pensamientos, las ideas, las concepciones, los deseos, las ilusiones de los niños en tanto sujetos sociales. En este punto, “El niño que trabaja” es excepcional por su calidad, ya que en los 12 casos considerados hay información –de variable extensión y nivel de detalle– acerca de qué les parecía su labor a esos infantes y a qué aspiraban para su devenir como trabajadores.
En una aproximación panorámica a la satisfacción o gusto del conjunto de los niños respecto de sus trabajos del momento se observa que a 5 de ellos les agradaba y tenían el deseo de continuar en el ramo –a menudo buscando aprender y ascender en el oficio–; a 4 les disgustaba lo que hacían, manifestándolo con variados énfasis, y orientaban sus preferencias hacia otras ocupaciones, a veces con aspiraciones de hacer otra cosa en el futuro y otras sumidos en la resignación de continuar como estaban por necesidad; 2 no manifestaron opinión sobre su trabajo, aunque deseaban otro para su porvenir; y 1 simplemente carecía de inclinaciones hacia el trabajo, presente o futuro.
Entre aquellos a los que les gustaba lo que hacían se hallaban Morán, Palacios, Vásquez, Ramírez y Beltrán, quienes deseaban seguir en la actividad, a menudo con aspiraciones de jerarquizarse dentro de ella. Vásquez, aprendiz de herrería, era el más entusiasta, con decidida inclinación hacia la capacitación en el oficio. Había llegado a ese lugar de trabajo de la mano de su padre, oficial en ese sitio, y en los tres meses que llevaba allí había aprendido mucho sobre un oficio que le gustaba, tal como lo expresaba:
Y... cómo no me va a gustar. Hace poco que estoy aquí y poco á poco aprendo ya el oficio. (...) Bastante me gusta. Desde que entré (...) ya aprendí muchos trabajos de herrería y dentro de poco voy a empezar de aprendiz mecánico. Me gusta mucho remachar y caldear; es decir ‘de gustarme’, me gusta mucho, pero me tengo que conformar por ahora con mirar como lo hacen los oficiales.25
Su satisfacción con el trabajo era grande y nutría sus anhelos de continuar y ascender en el oficio, aunque quizás, con el tiempo, en el marco de una relación laboral de otra naturaleza, en el seno de un pequeño emprendimiento familiar. Interrogado sobre sus aspiraciones para cuando fuera más grande, replicaba: “Como me gusta mucho el oficio de mecánico, pienso poner un tallercito para trabajar solo. Mi papá ya está haciendo en casa un galponcito para un taller. Yo lo voy a ayudar me parece”.26
También en un taller, en este caso de mecánica especial en una armería, Palacios llevaba dos años trabajando, exhibía entusiasmo por su tarea y exteriorizaba –según el reportero– “un deceo [sic] ilimitado que lo domina por aprender”. Lamentablemente para nosotros, resultó bastante menos expresivo que su par antes aludido. Del relato periodístico se infiere su inclinación por el trabajo en el taller para su futuro y, en estrecha vinculación con ella, su esperanza de mejoramiento económico. Decía el reportero:
Y cuando el chico recuerda su actual ocupación, se iluminan sus ojos de alegre esperanza y sus palabras tejen ingenuos proyectos de holgura y probabilidades sonrientes (...) recuerda a otros que fueron humildes y hoy son poderosos; poderío formado por el tesón y férrea voluntad que imprimieron a su esfuerzo.27
Morán, después de trabajar en una fábrica de alpargatas, recaló en el Bar Café El Espléndido tras la búsqueda de mayores ingresos, desempeñándose como ayudante de mozo. En las palabras del reportero se percibe que el oficio le satisfacía y su aspiración era conquistar la jerarquía de mozo titular: “desea apurar los días para poder alcanzar la dignidad de tal y con el objeto de ampliar sus recursos y de multiplicar sus ganancias, en sus largas horas de tragín”.28 Sobre sus “mayores aspiraciones”, su respuesta a la inquietud del reportero no dejó duda: “Quiero, señor, llegar a ser hombre rico y útil”.29
Ramírez, que había aprendido el oficio de fotógrafo desde los 9 años, a los 15 perseveraba en él dentro de una pequeña empresa familiar. Era un “amante de su trabajo”, subrayaba el reportero: “Adviértese esto en el cariño con que habla de todo lo relacionado con él y en la dedicación que le consagra, y que llega muchísimas veces a entregarle también los días de fiesta o de descanso”. El muchacho no parecía exhibir otra aspiración laboral que la de continuar perfeccionándose en el oficio: “Su destino se lo ha fijado él mismo con ejemplar seguridad. Y se aplica a él con alegría.” Seguramente en su inclinación también gravitaba la impronta de la muy temprana iniciación en el oficio, que unida –según el juicio del reportero– a su falta de inquietud, limitaban el horizonte de posibilidades que Ramírez visualizaba:
es uno de esos chicos que sólo ha encontrado ante él un solo camino. No ha tenido la angustia de una elección, ni la tortura de un fracaso. No conoce la desesperación de marchar por un rumbo que no es el que se había trazado por el cruel imperativo de una fatalidad superior.
(...) se pasa los días ahora como los ha de pasar o como ha pensado pasarlos siempre, entre la gente que acude a fotografiarse, la cámara oscura, el retoque, los mil detalles de la técnica de su oficio, enhebrando siempre una sonrisa y el comentario risueño a los accidentes naturales del día.30
Beltrán, en el taller de Ford, desde hacía dos meses se desenvolvía como ayudante de oficial, “entregado con entusiasmo a su labor”, porque –según confiaba– le “gustaba mucho la mecánica”, en la cual se había iniciado cuando tenía apenas 8 años, en el taller del cuñado. Su fervorosa inclinación por ese ramo definía sus deseos, quizás más bien sus ilusiones, para su futuro juvenil: “Me gustaría estudiar para perito mecánico o ingeniero electricista. Cuando cumpla los 18 años, pienso entrar a la Escuela de Aviación. Quiero ser aviador”.31 A esas ilusiones infantiles quizás no era ajeno que cuatro meses antes el Ministro de Guerra de la Nación había colocado en la ciudad la piedra fundamental de la que sería la fábrica de aviones de Córdoba.
En el grupo de aquellos a los que les disgustaba su ocupación estaban Rodolfi, Cortés, Heredia y Rando. Ellos experimentaban a diario, en su trajinar en sus lugares de labor, el tironeo entre el rigor de la necesidad de trabajar en lo que estaban o habían conseguido para sobrevivir y la pulsión por volcarse a otras actividades que estimaban más conformes con sus gustos y, en algún caso, sus aspiraciones.
Según las apreciaciones y observaciones del reportero, Rodolfi reunía muchas condiciones adecuadas para su desempeño como dependiente en la tienda de telas, tanto así que sus dueños parece que libraban a su propio criterio muchas cuestiones, debido a su “gran naturaleza de pequeño gran comerciante” y su “habilidad precoz” para el ramo. Él se conformaba con ese empleo por las necesidades económicas de su modesta y extensa familia –padre, madre y diez hijos–, pero sus anhelos laborales apuntaban hacia el taller:
Quisiera ser como tantos otros chicos, mecánicos. Lo impulsa su curiosidad y su voluntad de creación, pero él no se pertenece y resignado y todo, el niño que podría ser un gran mecánico desde hace meses sigue vendiendo sedas, medias y puntillas.32
Cortés expresó con su propia voz, de modo firme y contundente, su insatisfacción con su labor: “No señor, yo no quiero ser lustra-botas”, añadiendo que ejercía el oficio porque caso contrario su madre y él no podrían subsistir. Sus inclinaciones iban hacia la mecánica, tras manifestar una leve vacilación entre ella y la albañilería, aunque tuviera que postergar la concreción de sus deseos para el futuro:
Mecánico, nos dice luego con más seguridad. Pero está condenado a seguir siendo lustrador un tiempo más. Es preciso para la estabilidad familiar que él trabaje. Y se resigna a la demora del sueño de su vida (...). Es así como su carácter se ha ido formando, entre la necesidad de un trabajo que no le agrada y la aspiración a otro que significa más que una liberación. (...) Mientras no llega ese momento, ha de esperar a los dieciseis años [tenía 14], anda con su canjoncillo [sic] de lustrador por las calles.33
Heredia, también a disgusto con su trabajo, lo exteriorizaba con desparpajo y un desenfado propio de su carácter, que en más de un pasaje de la entrevista sumió en la incomodidad al reportero. Su labor haciendo cajas para sombreros lo dejaba insatisfecho, por varios motivos, como le hacía notar a aquel cuando le respondía sobre si le gustaba el oficio:
Regular nomás. Deja las manos sucias y uno tiene que lavarse casi todos los días. Francamente, creí que me iría mejor. Me pareció que pronto me haría millonario, como en las cintas de biógrafo, pero ya hace un año que trabajo y penas [sic] gano 1.30 por día, de los que ‘me se’ van los treinta en tranvía.34
El tipo de tarea, la higiene, la retribución producían disconformidad en el niño, que además había aceptado trabajar allí con la intención inicial de comprarse pronto un aeroplano. Más adelante, deja por demás clara su insatisfacción con su ocupación, apreciada por el propio Heredia como por debajo de sus condiciones y sus 14 años: “Vea, aquí entre nosotros, le voy a ser franco. Le parece lindo que todo un muchacho como yo se esté haciendo todo el día cajitas de cartón. Yo prefiero mil veces hacer máquinas de ferrocarril”.35 Con estas últimas palabras definía sus anhelos para su futuro laboral, casi del mismo tamaño que su deseo de adquirir un aeroplano. No podría llegar a fabricar los trenes “con radio y todo” que le anunciaba al reportero, pero su deseo de abandonar las cajas en favor del ferrocarril tenía posibilidades de concretarse, ya que su padre estaba ocupado en los talleres ferroviarios: “Mi ‘viejo’ trabaja allá y me dijo que pronto me va a conseguir un puestito en los Talleres Nuevos (...)”.36
Al igual que Heredia, pero con más énfasis, Rando apreciaba su ocupación como dependiente de panadería por debajo de lo que merecía y deseaba como trabajador: “Este no es oficio para mi categoría”, aseveraba. Lo suyo, acorde a sus aspiraciones y anhelos, era ser letrista: “Me gusta mucho porque es un oficio elegante. En la otra cuadra hay un pintor de letras y siempre que paso me paro a mirar como trabaja”. Además, estaba convencido de tres cosas respecto de esa ocupación: que contaba con destrezas para ella –“No soy nada manco en eso de hacer letras de imprenta”–; que era redituable, incluso bastante “no habiendo competencia”; y que era “un poco temprano todavía” para iniciarse en ella: “No quiero empezar a aprender hasta los 15 años”. Incluso había descartado otras opciones laborales, que no le atraían ni le parecían rentables. Antes de ingresar a la panadería había “ayudado” a su padre en un taller familiar de carpintería, sobre lo cual expresaba: “no tengo interés en semejante oficio. No es de porvenir”. Sus anhelos futuros, que definía en términos materiales –económicos y laborales– estaban íntimamente vinculados a su inclinación por las letras. Preguntado sobre sus ambiciones, replicaba: “La única que puedo tener es llegar a ser un buen letrista y ganar lo suficiente para poder vivir tranquilamente. Ah!... y para poder ayudar un poco a mi familia también”.37
Un tercer grupo se compone de los 2 niños que no expresaron gusto o disgusto por su actividad, aunque sus aspiraciones laborales se dirigían hacia otras ocupaciones. Romero, canillita, y Fernández, empleado en la casa de alfajores, coincidían en que deseaban ser mecánicos en el futuro, sin brindar más detalles. A lo sumo, en el caso del segundo, ignoraba cuándo podría concretar ese deseo, e incluso admitía –según el reportero– que fuera “una remotísima posibilidad”.
Finalmente, Rosales simplemente carecía de deseos de trabajar y de expectativas laborales. Antes lustrabotas, ayudante de cuadra en la Confitería Oriental cuando la entrevista, exhibió cierta sorpresa cuando se le preguntó si le agradaba el trabajo y contestó con valor general, más allá de su ocupación actual: “No hombre. (...) Como ‘quere’ que me guste el ‘laburo’”. Estaba allí acuciado por la necesidad económica, porque con su trabajo debía sostener a su madre y a sí mismo. De no haber soportado esta severa restricción, sus deseos lo mantendrían alejado del mundo del trabajo, en ambientes de aventura, o disfrutando de bienestar material y de la libertad con que la riqueza retribuía a sus poseedores, especialmente si venía por un golpe de suerte. En tal sentido, expresaba: “quisiera estar en un colegio, o en un buque... O, como me gustaría andar por ahí, sin nada que hacer, con buena ropa y con menega [lunfardo: dinero] en los bolsillos”. Por si subsistían dudas, cuando el reportero le inquirió acerca de qué pensaba hacer cuando fuera más grande, replicó: “Yo?... Y vivir, pues. Que quiere que haga. Via ver si me saco la grande y entonces si que la voy a pasear de lo lindo”.38
Vale señalar algo llamativo a nivel del conjunto de los niños que era su mayoritaria inclinación laboral por la ocupación de mecánico. Por lo menos 8 de los 12 expresaron –con distintos tonos y modos– su deseo de ser mecánicos, tener una ocupación que involucrara la mecánica y las máquinas. Ambas parecían seducir a estos niños trabajadores cuando pensaban en su futuro laboral, despertarles un atractivo particular e intenso. El mismo reportero dio cuenta de los alcances de ese fenómeno y subrayó lo que parecía ser una amplia difusión social –en el medio infantil local– de esa inclinación por la mecánica, cuando afirmaba: “La tendencia hacia la mecánica es una tendencia arraigada e indestructible y hondamente sentida por los chicos cordobeses. Como dijimos en otra ocasión, es un signo inequívoco de la época nuestra”.39 Así, los intereses y las preferencias de la mayoría de estos niños trabajadores parecían empapados de un clima de época que envolvía a ese mundo infantil, resultado de la modernización en marcha desde fines del siglo XIX y, como parte de ella, de la mecanización, la maquinización y la expansión de la tecnología. El reportero apuntaba en esa dirección y confiaba en que el despliegue y avance de la modernización supondría una provechosa oportunidad laboral para los niños, los entrevistados en particular. En relación con el canillita Romero y su deseo de ser mecánico manifestaba: “En esto es profundamente moderno. Viviendo una época de actividad dinámica, su intuición sorprendente le dice que en la máquina está su porvenir. Y desde luego, acierta”.40 De todos modos, las alusiones de los niños y del reportero dejan entrever una conceptualización bastante abierta e inclusiva, de contornos difusos, cuando referían a la mecánica, que abarcaban un espectro tan amplio que iba desde esmerilar una válvula hasta construir trenes.
Los niños trabajadores y la desigualdad social
La desigualdad social atravesaba de diversos modos la vida de cada uno de los niños trabajadores aludidos, sus historias personales –aún breves–, y se revela en muchos pasajes de las entrevistas y los comentarios del reportero. Ante todo, en mayor o menor medida, ellos eran hijos de la pobreza y, como tales, experimentaban la necesidad de sumarse tempranamente al mercado laboral para intentar paliar un tanto sus rigores y contribuir a solventar sus propias necesidades y las de su familia. Esto despunta con nitidez de múltiples circunstancias evocadas por los niños y, en algunos casos, es evidente la clara conciencia infantil acerca de su responsabilidad personal para el sostenimiento del hogar con su trabajo. Cortés, muy a su pesar lustrabotas callejero, revelaba en pocas y contundentes palabras la razón de su ocupación: “tengo que ayudar a mi madre. Si yo no trabajara no podríamos vivir”.41 Algo semejante expuso Rosales, ayudante de cuadra en la Confitería Oriental, al quien también le disgustaba su trabajo: “Tengo que ayudar a mi mamá, que es sola, sabe? Y pa eso tengo que trabajar”.42
Al menos en esos casos, el ingreso monetario producido por el trabajo infantil tenía una gravitación decisiva para preservar la vida de quienes integraban esos cortos núcleos familiares. En otros, ese aporte allegaba un dinero adicional al presupuesto y complementaba los ingresos del jefe de familia. Así, por ejemplo, ocurría con Rodolfi, quien con su retribución como empleado en la tienda de telas colaboraba –al igual que varios de sus nueve hermanos– en el sostenimiento de su extensa familia. Más en general, trascendiendo los casos aludidos –aunque incluyéndolos–, la inserción de niños y niñas en el mercado de trabajo fue, históricamente, un recurso integrado a las estrategias de supervivencia familiar de los pobres, mediante la búsqueda de una pluralidad de ingresos necesaria para el sustento de sus integrantes (Borrás Llop, 2019: 90). Una razón principal para la incorporación de infantes al mundo laboral era la escasez de recursos de su familia. Las fluctuantes coyunturas económicas, con su impacto sobre las retribuciones nominales y reales del trabajo y sobre la demanda de mano de obra, los bajos salarios, la enfermedad o la muerte de alguno de los progenitores, disparaban el ingreso de los niños y las niñas al mercado laboral. El trabajo infantil, concebido como complementario, transitorio y excepcional –al igual que el de las mujeres–, a partir de estos atributos fue justificado, aceptado socialmente y naturalizado (Anapios y Caruso, s.f.: 6). Una muestra de ello es que la tasa global de empleo de menores de entre 6 y 15 años era de 9,70% en las ciudades de Córdoba y Buenos Aires a mediados del primer decenio del siglo, entendiendo que dicho guarismo da cuenta de la proporción de individuos de ese rango de edad que tienen empleo sobre el total de integrantes del grupo etario (Rustán y Carbonetti, 2000: 169).
La naturaleza determinante de la pobreza sobre la incorporación del niño al mundo laboral está presente también en numerosas apreciaciones del reportero, comentando las circunstancias de vida de sus entrevistados. Más en general, caracterizaba a “El niño que trabaja”, origen y sentido de sus notas, como “Un niño que desde corta edad conoce el honroso esfuerzo que exige la lucha por la vida”.43 En más de una ocasión enfatizó en ese sentido épico –lucha por la vida, batallar con el destino– de las acciones de esos niños en el mundo del trabajo tras la búsqueda del mínimo vital para su reproducción y la de su familia y, eventualmente, la conquista de cierto bienestar sobre la base del sacrificio personal en aquel ámbito. Así, uno de los entrevistados era para el reportero “uno de aquellos predestinados al trabajo, que redime de la pobreza y eleva el pedestal de la holgura”.44
Por su pobreza, esos niños estaban “predestinados al trabajo”, pero en las notas la relación entre esas tres realidades se trataba con naturalidad, componiendo un relato de bajo o nulo dramatismo, tanto en las palabras del reportero como en las de los infantes. “El niño que trabaja” rescataba y subrayaba su esfuerzo, entereza, sacrificio, compromiso, responsabilidad, su lucha por ganarse la vida, pero sin cargar las tintas o apelar al drama humano involucrado en ella; en cambio, se inclinaba por atender y transmitir el lado humano más amable de esa experiencia infantil, a veces hasta revestido de detalles pintorescos. Ese infante orillado a trabajar era un “niño de la humildad”, “un personaje simpático”, “un personaje más del ambiente”, y las notas contaban “la historia cordial de los pequeños orfebres de su propio destino”.
El trabajo del niño era asumido con cierta naturalidad por el entrevistador y su interlocutor, consecuencia directa y en ocasiones así explicitada de la situación de pobreza familiar. Esa naturalización se reveló con nitidez en las vacilaciones y el desconcierto de uno de los niños frente al interrogante del cronista sobre las razones por las cuales trabajaba:
Joaquín parece desconcertarse. La pregunta, hecha así, a quemarropa, le debe haber tomado desprevenido.
- ¿Por qué trabajo? Y... este...
Comprendimos que le costaría al chico darnos una explicación exacta y cambiamos de pregunta.45
Con un valor más general, en su estudio sobre la minoridad delincuente en Córdoba, el doctor Gregorio Bermann afirmaba –más o menos en esos años– que en la provincia el trabajo de los niños –incluso menores de 12 años– era “contemplado como un hecho normal”, algo que atribuía sobre todo a la pobreza material, a veces palpada de cerca por él: “he podido constatar de visu la profunda miseria de muchos hogares que obligan al niño a salir en procura del indispensable sustento para él y los suyos”.46 Cuando la situación familiar era de gran vulnerabilidad, que los niños de las familias populares trabajaran parecía natural y, entonces, no era materia de discusión ( De Paz Trueba, 2014: 195).
A la pobreza material se le añadía un componente cultural, propio de esos sectores sociales, que empujaba a los niños a un ingreso temprano al mundo laboral, iniciándose especialmente en oficios callejeros. Bermann aseveraba:
canillitas, peoncitos de los mercados, lustradores, guardadores de coches, chocolatineros, portadores de carteles, etc. En Córdoba tales oficios aún desde la más tierna infancia son una institución (...). Constituye un hecho ‘natural’, tanto por la pobreza de los hogares que necesitan su cooperación precoz, como porque es un hábito que el trabajo comience para los hijos de pobres en edad excesivamente temprana.47
Con esa misma naturalidad, en “El niño que trabaja” se admitía la existencia de una organización social que colocaba a esos infantes en la posición de tener que asumir tempranamente la responsabilidad de su propia existencia y colaborar con la de su familia. Quizás en sintonía con la ideología conservadora del periódico estaba ausente una crítica social explícita al orden vigente y a sus fundamentos; el mismo era asépticamente apreciado, implícitamente aceptado por el reportero, refugiándose a veces en eufemismos o un lenguaje florido, con expresiones como “vida contradictoria” o semejantes.
El porvenir de esos niños trabajadores se inscribía dentro de las tensiones dinámicas entre sus propias acciones y los condicionamientos estructurales que sobre ellos gravitaban, aunque sin hacer a un lado lo contingente y lo aleatorio. En la visión del reportero acerca del devenir de esos niños estaban presentes todas esas variables. De algunos pasajes se infiere su percepción de esos niños como sujetos activos, artífices de su futuro; eran “los pequeños orfebres de su propio destino”, “pioner de su propio bienestar”. En otros momentos dejaba traslucir la interferencia de lo aleatorio en esas trayectorias vitales, cuando mencionaba que “el azar va abriendo el cauce de su ruta definitiva”.
Por otro lado, las opciones disponibles para esos niños en la construcción de su futuro se revelaban limitadas y las restricciones tenían su origen, en última instancia, en la estructura social, casi que determinando en sus trazos principales el devenir de esos “niños obreros”, que debían “proseguir fuertes y sin desmayos en la senda que el destino les ha trazado”.48 En este sentido, tras una escueta presentación del dependiente de la tienda de telas, el reportero deslizaba una reflexión: “Su relato sentido lleno de susgestiones [sic], revela al niño trabajado por la lucha diaria a que está obligada la humildad y la modestia, por las restricciones pecuniarias, que en el reparto azaroso la vida va condenando a una inmensa mayoría”.49 Ninguna reflexión, menos aún algún atisbo de crítica social, se deslizaba sobre el statu quo, las estructuras profundas de la organización social vigente que consagraban desigualdades que incidían sobre las vidas y los destinos de esos niños. En cambio, de algún modo legitimando el orden social existente, la razón subyacente a la pobreza y, en consecuencia, a la inserción laboral de la infancia era ese “reparto azaroso” de oportunidades al que aludía el cronista.
En esa ruda lucha por la vida, el trabajo se concebía como una herramienta que contribuía decididamente a la formación del niño, a labrar su carácter y personalidad, y a transformarlo en un adulto útil y con valores adecuados a una sociedad en tránsito de modernización capitalista. La clase dirigente de la época concebía al trabajo como una herramienta clave de reformismo social en aras de corregir hábitos y costumbres propias de los hijos de los sectores populares; el trabajo promovía en ellos hábitos que aportaban a una sociedad ordenada, tales como la disciplina laboral, la responsabilidad en el cumplimiento de los deberes, el respeto a la autoridad (del patrón, jefe, capataz, etc.), entre otros (Moretti, 2020: 33-34). La difusión social de estas concepciones excedía a los círculos dirigentes e incluso alcanzaba a los padres de esos niños, quienes consideraban al trabajo como “un entrenamiento formativo fundamental para su paso a la madurez” (Aversa, 2015: 8). A su modo, el mundo laboral era también una escuela para la educación de los niños pobres, a menudo marginados de la instrucción formal escolarizada y universal a la que las elites dirigentes aspiraban en virtud de la ley 1420. Para el reportero, “el niño que trabaja (...) en sus batallas diarias templa su voluntad y forma su personalidad futura”;50 en sus notas desfilarían “los chicos que la vida contradictoria lanza a la vorágine para templar sus espíritus y hacerlos hombres fuertes y útiles a la sociedad”.51 En relación con esto último, el reportero aprovechaba la oportunidad para deslizar, como al pasar, una apreciación crítica, de tinte nacionalista, sobre la mano de obra foránea que ingresaba al país: “Chicos así son los que hacen falta (...). Con hombres de esta clase, nuestro país marchará cada vez más en rumbos de progreso, sin necesitar tan imprescindiblemente del tipo extranjero”.52
La cuestión del trabajo infantil en los espacios urbanos de la Argentina agroexportadora, en franca expansión durante las primeras décadas del siglo XX, formaba parte de lo que se formuló como una problemática social de la época por parte de diversos agentes –entre ellos el Estado–, que era la creciente presencia y circulación de niños y niñas en las calles, en especial con manifestaciones percibidas en términos de vagancia, mendicidad, prostitución, delincuencia, vicios como el alcoholismo o los juegos por dinero. Siguiendo a Suriano (2007: 368), el Estado estaba más preocupado por los niños que deambulaban por las calles que por el trabajo infantil en sí mismo. Diversos actores de la sociedad civil y agentes del Estado concibieron al conocimiento y la práctica de un oficio por parte de los niños como “el camino hacia la redención social y moral” (Mases, 2013: 136), apartándolos o manteniéndolos a resguardo del mundo del delito y la corrupción moral y, a la vez, incluyéndolos en la sociedad salarial; en suma, convirtiendo a esos menores, “peligrosos” o considerados en situación de riesgo moral, en futuros trabajadores hábiles y provechosos y buenos ciudadanos.
En ese marco, el Estado recurrió a una doble estrategia simultánea en relación con la infancia. Por un lado, estableció la obligatoriedad de la educación primaria básica, apelando a la escuela como instrumento de disciplinamiento, aunque sin contraponerla al trabajo infantil. Por otro, dispuso el encierro en asilos e instituciones benéficas de los menores definidos como abandonados o cuyos comportamientos rayaban la delincuencia; en esos espacios se les debía brindar albergue y educación y desarrollaban diversas labores, sin percibir paga por ello, promoviendo su regeneración mediante el trabajo (Suriano, 2007: 367-368; Mases, 2013: 137-138).
En ese contexto de concepciones y prácticas acerca de la infancia popular, el espacio laboral que desde el Estado y diversos actores de la sociedad civil se estimaba como ideal para la prevención o la reforma social –según el caso– era la fábrica, y mucho más aún, el taller. El régimen de trabajo reinante en ambas unidades productivas acarreaba el sometimiento y la adaptación del niño a una disciplina, a una regulación de sus comportamientos, forjándose así su carácter y su personalidad en hábitos de orden y obediencia a normas y superiores. Adicionalmente, en los talleres, el trabajo manual contribuía a formar habilidades consideradas útiles para la vida y para el futuro ascenso en la sociedad salarial, en la cual esos niños ingresaban tempranamente. Hacia fines del decenio de 1910, Alejandro Unsain, a la sazón presidente interino del Departamento Nacional del Trabajo, aseveraba que la incorporación del niño al trabajo industrial conllevaba “la iniciación de su voluntad en los hábitos regulares que la obligación del trabajo imponen”, a la vez que distinguía con cierta claridad a los talleres –en especial los familiares– como ámbito genuino de formación en un oficio frente a las fábricas, donde la división del trabajo en “una serie de actos infinitamente distintos” hacía que –salvo contadas excepciones– no hubiera una educación industrial propiamente dicha.53 Las ventajas del taller se representaban a través de “los valores que implícitos en su propia dinámica de trabajo forjaban el carácter, las actitudes, las formas y hábitos de los futuros obreros” (Moretti, 2020: 48).
En las concepciones dominantes en la época, los beneficios formativos y morales que congregaba el trabajo en fábricas y talleres se oponían a los perjuicios de esta índole que eran asociados a las labores de la infancia que tenían a las calles como escenario. Como se señaló cuando se examinó la situación de Cortés y de Romero, el lustrabotas y el canillita respectivamente, en general la calle era vista como un espacio peligroso y de riesgo moral para la infancia, representación compartida por el periodista que dio origen a “El niño que trabaja”, con los matices que oportunamente se expusieron. En esta misma línea, un diario conservador como El País dibujaba ciertos recortes dentro de la presencia de la infancia popular en las calles, tomando como criterio de distinción el desenvolvimiento (o no) de un trabajo. Para la prensa conservadora local de inicios del siglo, el trabajo callejero de los niños, aunque no era lo deseable, tenía cierta aceptación y era visualizado, en última instancia, como un mal menor frente a otras realidades infantiles, presentadas como dolorosas, preocupantes y –a la vez– condenables, como la mendicidad (Remedi, 2019: 16-18). En este último caso, el niño se habituaba a vivir a expensas del esfuerzo ajeno y constituía una carga social, mientras que el otro se educaba en el valor del trabajo, devenido fundamental en una sociedad en tránsito de modernización capitalista como la cordobesa de la época.
A modo de cierre
Este artículo abordó la participación de los niños en el mundo del trabajo en la ciudad de Córdoba en la década de 1920; se examinó qué ocupaciones desempeñaban y cómo llegaron a ellas, cuáles fueron sus itinerarios laborales, sus pensamientos, deseos y expectativas sobre su trabajo. Se intentó focalizar la mirada sobre el niño en sí mismo, considerándolo como sujeto social, y acercarse a su experiencia en tanto trabajador. El medio para alcanzar dichos objetivos, excepcional por su calidad y riqueza para la reconstrucción histórica, fue la serie de notas “El niño que trabaja”, publicada en el suplemento infantil dominical del periódico El País, aparecida durante el primer cuatrimestre del año 1927, que contenía entrevistas a infantes que participaban del mundo laboral local. Aun con limitaciones, fue posible recuperar experiencias de esos niños como trabajadores y, a través del eco de sus palabras, restituirles algo de su voz.
Esas notas permitieron abordar la realidad del trabajo infantil trascendiendo la perspectiva analítica más transitada por la historiografía sobre la problemática, aquella que coloca énfasis –hasta excesivo– en el Estado y sus intervenciones sobre la materia, más concretamente la construcción de sus regulaciones orientadas hacia los “más débiles” –mujeres y niños– dentro del mundo laboral. El Estado y sus políticas de protección en materia de trabajo infantil están ausentes en “El niño que trabaja”. El reportero y sus entrevistados nunca aludieron al Estado y sus regulaciones laborales de ninguna manera. Eran una realidad que, simplemente, quedó al margen de los intereses y las consideraciones de las notas y sus protagonistas, adultos e infantes. Así, los resultados expuestos permiten confrontar –para tensionar y/o complementar– con esas construcciones historiográficas más consolidadas basadas en las opiniones, las ideas, las representaciones, los pensamientos de los agentes del Estado y los expertos –al servicio de él o independientes– sobre el trabajo infantil, que escudriñaban esta realidad midiéndola siempre en relación con la norma regulatoria –existente o a crearse– en vez de analizarla en sí misma y a partir de sus propios protagonistas, sus experiencias, visiones, expectativas y cómo las expresaban. Además, el análisis realizado permite también poner en tensión, con miras a complejizar, enriquecer y especificar, los relatos historiográficos sostenidos solo –o casi– sobre fuentes agregadas y cuantitativas, que por su propia naturaleza tienden a aplanar la realidad pretérita, en este caso el trabajo infantil, a la vez que a restarle densidad histórica y espesor humano.
Estas páginas revelaron, ante todo, una amplia diversidad de situaciones y matices que atravesaban al mundo del trabajo infantil y a los niños que participaban de él, en términos de ocupaciones, modos de reclutamiento, itinerarios laborales, condiciones de trabajo y, mucho más subjetivo, gustos, preferencias, anhelos y expectativas de futuro en ese ámbito.
Como contrapartida de esa diversidad, se pudieron detectar elementos comunes presentes en las experiencias de esos niños que trabajaban. Quizás ellos no sean del todo novedosos para la historiografía, pero parte significativa de su valor reside en verlos operar a escala humana, encarnados en sujetos nominados que, además, hablan por sí mismos –con la mediación del reportero y la prensa– y a menudo nos cuentan acerca de ellos. Entre esos elementos compartidos se pueden destacar por lo menos tres.
El primero, la incorporación temprana del niño al mercado de trabajo, impulsada por la necesidad económica de su familia. En algunos casos el ingreso del niño como trabajador era decisivo para la reproducción propia y la de su madre; es más, a veces el infante era plenamente consciente de esa situación y de su responsabilidad para el mantenimiento del núcleo familiar. Las situaciones de precariedad o vulnerabilidad y de pobreza material, aun en un contexto macroeconómico próspero como el de la Argentina en la segunda mitad de los ‘20, presionaban para el ingreso del niño al mercado laboral. En ocasiones esto conllevaba ocupaciones que el infante desempeñaba muy a su pesar, que le producían tensión e insatisfacción. Pero no siempre era así. Encontramos muchos otros niños cuyos testimonios, desprovistos de dramatismo, expresaron agrado por su trabajo e incluso revelaron interés en mantenerlo y jerarquizarse dentro del oficio.
Un segundo elemento compartido es la realidad del trabajo infantil como algo naturalizado, que tanto los niños entrevistados como el reportero parecen asumir como parte del statu quo, del orden natural de las cosas, sin someter su existencia a cuestionamiento, o siquiera problematización. Detrás de esa realidad, trascendiendo lo meramente económico, operaban también variables culturales que contribuían a esa naturalización.
Finalmente, despierta la atención la inclinación mayoritaria de los niños trabajadores cordobeses por el oficio de mecánico como destino laboral deseado, aun cuando entendido en un sentido laxo e inclusivo. Más llamativo aún porque la ciudad de Córdoba de esos años no destacaba especialmente por su desenvolvimiento industrial y en esta actividad dominaban los talleres –de variables dimensiones, en muchos casos familiares– sobre las grandes unidades, restringidas a unos pocos y contados productos. Esas aspiraciones de esos niños trabajadores seguramente se vinculaban al clima de época más general y al proceso de modernización económica en marcha, del cual eran parte el maquinismo, la mecanización y el progreso tecnológico, en el plano de las realidades materiales, tangibles, observables, como también en el de los ideales, las aspiraciones, los anhelos colectivos –como mínimo, de los círculos dirigentes–.
A tenor de lo que contaron los mismos niños, además de las manifestaciones del reportero, todos ellos parecían inmersos en ese clima de época que alcanzaba también al mundo del trabajo en el tránsito de la modernización capitalista. Un mundo en el que, como se vio, no solo revistaban adultos –varones y mujeres–, sino también infantes, auténticos sujetos sociales, de los cuales fuimos capaces de percibir el suave eco de sus voces.
Referencias
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Notas