Dossier
Recepción: 01 Noviembre 2021
Aprobación: 20 Noviembre 2021
Publicación: 30 Diciembre 2021
Resumen: 1936 es un año singular para la historia cultural de Tucumán porque se graban las primeras piezas de Atahualpa Yupanqui y se publican las novelas Hasta aquí nomás, de Pablo Rojas Paz, y Don Silenio, de Alberto Córdoba. Estas obras continúan el realismo social con rasgos indigenistas de la novela En el surco (1928), de Mario Bravo. Pero si bien los primeros autores han logrado amplio reconocimiento, el tercero ha quedado relegado de la historia literaria regional y nacional, por lo que este artículo busca rescatar de ese olvido a Don Silenio. Para eso se analizará el eco que tuvo al ser publicada, la construcción del protagonista -un peón indígena de una estancia en Zárate, cerca de San Pedro de Colalao, en Tucumán-, la trama de relaciones sociales, el contraste entre la ficción y el momento histórico que la inspira y la tensión entre la identidad provinciana y el cosmopolitismo porteño.
Palabras clave: Noroeste Argentino, indigenismo, regionalism, cultura rural, federalism.
Abstract: 1936 is a particular year for Tucuman’s cultural history, because Atahualpa Yupanqui records his first songs and the novels Hasta aquí nomás, by Pablo Rojas Paz and Don Silenio, by Alberto Córdoba, were published. These works continue the social realism with indigenists traits present in Mario Bravo’s novel En el surco (1928). But if the first two authors are well known, the third one has been almost forgotten in the regional and national literary history; for this reason, the purpose of this article is to highlight Don Silenio, analyzing some issues: its impact when it was just published, the narrativization of the main character -an indigenous peon at a ranch located in Zarate, near San Pedro de Colalao, in Tucuman-, the plot of social relations, the contrast between the fiction and the historical moment in which it was inspired, and the tension between the provincial identity and porteño cosmopolitanism.
Keywords: Northwestern Argentina, indigenism, regionalism, rural culture, federalism.
Indigenismo en el noroeste argentino: revisitando la novela Don Silenio (1936), de Alberto Córdoba
En 1936 el escritor tucumano Alberto Córdoba sacó a luz su primera novela, Don Silenio, el mismo año en el que se publicaba Hasta aquí nomás, de Pablo Rojas Paz, y en el que otro artista interesado en dar voz a “las artes olvidadas”, Atahualpa Yupanqui, lanzaba sus primeras grabaciones en el sello Mangruyo. Los tres autores siguieron el camino iniciado por la novela En el surco (1929), de Mario Bravo, en cuanto construyeron representaciones críticas de la realidad provincial, centrando la mirada tanto en la cuestión social como en la condición del indio, que va entrelazada con la anterior. De esta manera, se diferenciaron del hispanismo católico de los mecenas azucareros Ernesto Padilla y Alberto Rougés, quienes en 1926 habían comenzado a rastrear las huellas del Siglo de Oro español en la cultura popular del noroeste, a través de los cancioneros recopilados por el maestro catamarqueño Juan Alfonso Carrizo (Cheín, 2010; Chamosa, 2010). Al contrario de estos mecenas, Córdoba se ocupó de la imbricación de los habitantes de las zonas rurales con prácticas culturales ancestrales, que habían quedado en posición subalterna con respecto a la cultura citadina, moderna y cosmopolita. Sin embargo, a pesar de haber sido elogiada por el reconocido crítico David Lagmanovich (1966, 1974 y 2010) y por el escritor Walter Guido Weyland (1967 y 1989), entre otros, la obra de este escritor fue relegada de la historia cultural provincial y nacional.1
De este modo, el objetivo de esta contribución es, en primer lugar, poner de relieve la obra del autor que nos ocupa para impulsar su reconocimiento en la historia literaria provincial, regional y nacional, subrayando su perfil a contra-corriente de los criterios de valoración consolidados desde la declinación del criollismo. En cuanto a los temas de análisis propuestos por las coordinadoras del dossier, que giran en torno a los “imaginarios intelectuales y discursos de identidad provincial”, a las “representaciones del espacio, paisaje, y clasificaciones sociales en la producción de las regiones-provincias” y a las reelaboraciones identitarias del pasado, el folklore, las "tradiciones" y la reinvención del lugar, este artículo se plantea las siguientes cuestiones: ¿Cómo se entrecruzan las formulaciones de una tucumanidad ancestral y subalterna con la identidad provincial? ¿Qué relación hay entre la adscripción política del autor y el tiempo que le toca vivir? ¿Cómo se conecta la obra en cuestión con la historia de la literatura provincial y nacional?
De la provincia a Buenos Aires
En su novela El descendiente y en el prólogo a la antología titulada, justamente, Alberto Córdoba (1967), Weyland proporciona datos que dan cuenta de las dificultades que el biografiado experimentó para dar a conocer su obra y lograr algún reconocimiento.2 La amistad que ambos cultivaron y el hecho de que el primero conocía a las hijas del segundo, Inés y Elvira, son una fuente de información valiosa para comprender la marginación que imponía el circuito intelectual y editorial porteño a los provincianos que seguían adscribiendo al paradigma literario criollista. A partir de los textos mencionados, entonces, podemos reconstruir algunos trazos biográficos que ayudarán a comprender el perfil indigenista de su obra literaria. Después analizaremos la recepción crítica de Don Silenio, proponiendo la coexistencia de un sistema literario central y otro provinciano, para ocuparnos por último del indigenismo y de algunos intertextos literarios legibles en esta novela.
Nacido en Buenos Aires, Alberto vivió en Tucumán desde los dos años. Su madre, Josefina Alais, era porteña y de origen francés, mientras que sus ancestros por vía paterna se remontaban a la colonia y estaban vinculados a otras familias prominentes, como Aráoz, Colombres y La Madrid. Su abuelo Nabor (1820-1886), unitario, fue legislador provincial por el departamento de Monteros y diputado nacional.3 Su tío Lucas (1840-1913), fue dos veces gobernador de Tucumán e impulsó el proceso de modernización tanto en la industria azucarera como en los servicios; su padre, Nolasco, además de senador y constituyente, fue buen jinete, músico, bailarín de danzas criollas y reconocido por su generosidad, propia de “una época y un modo de vida que las transformaciones operadas en el país dejaron atrás definitivamente” (Weyland, 1967: 14). Por su parte, Josefina transmitió sus principios católicos, estoicos y compasivos a sus hijos, por lo que Alberto desde niño se sensibilizó ante el sufrimiento causado por la pobreza.
Alberto solía pasar temporadas tanto en la zona cañera del sur tucumano como en la estancia “Zárate”, de doña Ángela Colombres de Paz, ubicada en Trancas, en la frontera con Salta. Dichas estadías fueron ocasión de “trabajos rurales compartidos en un nivel de igualdad con las peonadas” (Weyland, 1967: 15), relación que le permitió acceder a una serie de conocimientos que alimentarían su creación literaria:
(…) todo lo relativo a las faenas de la ganadería (…) y del cultivo de la caña de azúcar; se adentró en la psicología diferente del habitante de la montaña y de la llanura; se compenetró de sus respectivas idiosincrasias, sentimientos, hábitos y actitudes vitales; se interesó en sus creencias y supersticiones; les escuchó referir sus cuentos y leyendas y cantar sus alegrías y pesadumbres; asistió a sus bodas y velatorios, y supo de la angustia incoercible que los arrastra a la borrachera. Ya mocito, su habilidad de guitarrero y sus dotes de cantor fueron el salvoconducto que le permitió ser recibido como igual en los ranchos de pirca o terrón y ganarse el afecto y la confianza de sus humildes moradores (Weyland, 1967: 15-16).
De ese reservorio saldrían Don Silenio, La malhoja y Rumbo al norte, novela esta última que se ocupa del abandono y la pobreza de los habitantes de las montañas altas y fue considerada por Gabriela Mistral como un “alegato patético en favor de toda la infancia de América Latina” (Weyland, 1967: 31). Si bien el conjunto de su obra tiene diferentes matices ideológicos, imbricados por el momento histórico en el que se escriben, siempre se manifiesta la musicalidad criolla y la identificación afectiva del narrador con los personajes más humildes.
Su formación educativa tuvo lugar en instituciones destinadas a familias tradicionales: el colegio Sagrado Corazón y el Colegio Nacional, donde tuvo como docentes a personalidades notables, como el biólogo Miguel Lillo, el primer director de la Escuela Normal, José Fierro, y el poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre. Weyland (1967) señala que, al contrario del prejuicio antiespañol reinante en la cultura argentina desde la época de la Independencia, Freyre ponía el acento en el estudio del idioma, en la literatura del Siglo de Oro y en obras del pasado americano, valorizando la “tierra nativa” e impulsando un “espíritu de reivindicación argentinista” frente a la discriminación de las culturas autóctonas que se imponía desde Buenos Aires. Es decir que el escritor boliviano, además de ser referente del modernismo literario, expresaba una faceta federal y nativista.
Pero Córdoba se topó con el centralismo en carne propia cuando en 1913 emigró a la gran capital para estudiar derecho, obedeciendo al deseo de su padre. Justo en ese año falleció su tío Lucas, quien iba a apadrinar sus estudios, ante lo cual ingresó como empleado del Ministerio de Agricultura, en un cargo que le consiguió otro tucumano, Julio López Mañán. Comenzó a frecuentar a la alta sociedad ligada a la familia de su madre, advirtiendo que sus parientes leían obras en francés y solían viajar a Europa, sin manifestar interés en conocer su país. Una vez -cuenta Weyland (1967: 18)-, estando en una reunión social, “harto de oír hablar de París, describió con enfervorizada elocuencia el Aconquija y otros aspectos de Tucumán”, ante lo cual se le acercó el antropólogo Juan B. Ambrosetti, que se encontraba entre los presentes, para instarlo a escribir sobre estos temas.
Al triunfar Hipólito Yrigoyen perdió su empleo y se vio obligado a dejar de estudiar para conseguir trabajos esporádicos para sobrevivir, por lo que sus parientes adinerados le dieron la espalda. En 1919 consiguió un puesto en la caja de jubilaciones para ferroviarios, trabajo que le permitió conocer el territorio nacional e impregnarse de las experiencias y conocimientos que alimentaron sus futuras narraciones.4
En El descendiente se reconstruye narrativamente el ambiente literario de los provincianos en Buenos Aires. A través de las andanzas del protagonista, Norberto Osores -un industrial azucarero que pasa algunas temporadas en esta ciudad, donde se encuentra con el escritor tucumano- se recrean las reuniones sociales y culturales que se celebraban a mediados de los años treinta:
Un sábado al mes, la Asociación de Residentes Tucumanos se reunía en un almuerzo que se realizaba en su sede de la calle Florida (…) En la reunión estaba Alberto Córdoba, a quien no veía desde que egresó del Colegio Nacional, en la joven plenitud de los cuarenta, casado y padre de familia (Weyland, 1989: 281).
En otra ocasión se dice que José Padilla, industrial azucarero que integraba el partido demócrata y ocupaba el cargo de Ministro de Agricultura entre 1938 y 1940, cuñado de Córdoba, invitaba a éste y a Osores a “suntuosas comidas en el Jockey Club (…) con propósitos de captación política” (Weyland, 1989: 284).
Sin embargo, sus relaciones políticas no alcanzaban a abrir el camino de las editoriales, que se negaban a aceptar el manuscrito, por lo que terminó recurriendo a la imprenta de la Oficina Internacional del Trabajo para financiar su propia publicación mediante un crédito que le otorgó su amigo Luis Lauzet. Una vez impreso Don Silenio, su autor encontró dificultades para su distribución:
Todas las mañanas, antes de ir a su oficina, portando un maletín con libros, visitaba un par de negocios” [hasta conseguir] a pesar a las resistencias que el gremio ponía a las ediciones de autor (…) que le aceptasen una cantidad en consignación y, lo que era más valioso, que exhibiesen el libro en un lugar visible de sus vidrieras (Weyland, 1989: 290).
Para ayudar a su difusión, Osores envía un artículo al diario La Gaceta a través del director del suplemento literario, Alfredo Coviello.5 Asimismo, solicita a otras redacciones que le publicasen comentarios, consiguiendo una colaboración de Pablo Rojas Paz, y envía a M. Thiebaud, dueño de la Librería francesa -de la que era habitué-, una cantidad de ejemplares de su libro anterior, Burlas Veras, para distribuir en Tucumán.
Ahora bien: a pesar de las dificultades, Don Silenio se agota en tres meses, y ocho años después sale una segunda edición por editorial Elan, que inicia así la colección “Terruño”. El éxito en ventas muestra que el sistema literario de Buenos Aires no se agotaba en los grupos de Florida y Boedo, sino que había un tercer circuito que correspondía a escritores de provincia, quienes se reunían en Asociaciones de residentes, se conectaban con críticos y libreros en sus lugares de origen y cuyo lectorado compartía el horizonte narrativo de la novela rural y el indigenismo latinoamericano. Por otra parte, la escena de la tertulia recreada en El descendiente pone de manifiesto que la consagración no dependía solo de los críticos, sino de los discursos de los notables, que podían ser políticos o personalidades reconocidas por la comunidad. Los detalles que proporciona contribuyen a reconstruir aspectos importantes para comprender el lugar del escritor tucumano en el sistema literario, es decir: sus condiciones de producción, su espacio de experiencia cotidiana y con quién y contra qué habla, “no sólo en el contexto de intercambios con otros centros y redes, sino en el contexto más inmediato” (Martínez, 2013: 177). En efecto, más allá de que Córdoba escribiese en la metrópoli, se autoconcibe en la categoría que Ana Teresa Martínez (2013) define como “intelectual de provincia”, porque en su palabra emerge “lo invisible para el centro, es decir aquello que se desprende de la particularidad del lugar” y su discurso está hecho de ‘debates locales’ y de ‘relecturas selectivas de los grandes temas nacionales’” (Martínez, 2013: 177).
En este sentido, la trayectoria de Córdoba no supone el requisito de la “desprovincialización” “para entrar en el circuito cerrado de la elite cultural porteña” y “narrar para la diversidad de la nación”, como en el caso, por ejemplo, de Arturo Capdevila. En todo caso, se acerca al modelo de Carlos Mastronardi, en su carácter de “forastero en Buenos Aires” que, desde ese destierro voluntario, construye su provincia en la escritura (Demaría, 2014: 395-405). Más que narrar para la capital, lo hace para sus comprovincianos, los norteños y quienes integran ese círculo que subsiste a contraluz en Buenos Aires. No busca sumar un paisaje a la diversidad de la nación, sino plantear el problema de la migración a Buenos Aires de la juventud de la clase dirigente –fenómeno del que él mismo es una prueba- y la condición indígena de los labradores en los latifundios tucumanos proponiendo como modelo productivo y social un paternalismo consciente de la vigencia de la cultura calchaquí.
El sistema literario provinciano: recepciones críticas de Don Silenio
Aunque las reseñas mencionadas por Weyland no pudieron ser identificadas por falta de datos específicos, se pudo consultar la que publicó el poeta y crítico uruguayo Gastón Figueira en Revista Iberoamericana (1945). Este no duda en afirmar que el autor que nos ocupa era “uno de los mejores prosistas argentinos”, especialmente destacado “en el cultivo de la narración nativista”, resaltando su obra por “su profundidad telúrica, su gran conocimiento de los seres que pueblan el norte de su patria, esas regiones andinas plenas de alucinación, de grandiosa y huraña belleza” (365). Figueira comenta que Córdoba solía viajar a caballo por Tucumán, Salta y Jujuy, donde establecía amistad con los habitantes de los cerros gracias a la mediación de su guitarra; de ese modo lograba una cercanía afectiva que le abría las puertas de su mundo, forjando en él la mirada indigenista que trasunta sus narraciones. Para reforzar su perspectiva cita un comentario del crítico tucumano Alberto Elsinger:
la belleza de la frase, la plasticidad de la palabra, la preocupación estilística campean junto a la emoción comunicativa, a la observación sutil y a la traducción fiel de las características del habitante de los valles enmarcados por agudos picos y comunicados por escarpados senderos (Figueira, 1945: 366).
Finalmente, concluye con una afirmación consagratoria: “He aquí características constantes de esta gran novela que se incorpora desde luego a las grandes realizaciones americanas” (Figueira, 1945: 366).
Otro crítico que notó la conexión de Don Silenio con la narrativa indigenista latinoamericana fue Gustavo Bravo Figueroa (1963),6 quien ubica a Córdoba en la segunda promoción de prosistas tucumanos, junto a Rojas Paz y Fausto Burgos, caracterizándolos por una estética “costumbrista o regionalista cargada de sentimientos sociales” que “se sincroniza con las llamadas ‘novelas rebeldes’ que para ese entonces irrumpieron en América”.7 La única salvedad que hacemos sobre esta apreciación es que la narrativa del autor que estamos considerando no se propone recrear las costumbres paisanas en un sentido pintoresquista, sino, en todo caso, busca dar cuenta de la cosmovisión indígena, el trabajo en la estancia y los rituales rurales, todo en clave cuasi antropológica.
En el mismo sentido, al referirse a la obra de su biografiado, Weyland (1967) señala lo siguiente:
Alberto Córdoba incorporó a la literatura nacional una temática virtualmente inédita: la vida del habitante de los cerros, valles y llanuras tucumanos, que antes de él solo de manera ocasional y sin aprehender más que lo pintoresco y aparente había incitado a alguno que otro escritor de costumbres (Weyland 1967: 7).
Emparentando su estética con las del catamarqueño Carlos B. Quiroga y la del salteño Juan Carlos Dávalos, lo ubica en “la más estimable tradición regionalista”, al tiempo que sostiene que dicha tradición puede alcanzar carácter universal a pesar del “proceso de colonización cultural y espiritual” que perjudica la apreciación de manifestaciones artísticas que se producen fuera de la metrópoli (Weyland, 1967: 7). Alejado de las modas literarias y los asuntos cosmopolitas, se sumerge en “personajes de extracción muy humilde, labriegos y pastores de la montaña”, quienes se deben enfrentar a los embates de la naturaleza y a la escasez de recursos. A la vez, la lucha por la supervivencia tiene lugar “en contacto permanente con el misterio”, en una “religiosidad cósmica” que da sentido “a sus pobres alegrías y a sus sufrimientos inconmensurables” (Weyland, 1967: 11). Asimismo, Weyland subraya el cuestionamiento a la “subestimación que ciertos sectores de la vida nacional hacen de lo argentino, posponiéndolo sistemáticamente a lo extranjero”, lo que impulsó a Córdoba a poner como sujeto principal de representación “al hombre criollo adscripto a la tierra, en su acepción más primitiva, aborigen casi, poco o nada influido por lo europeo” (Weyland, 1967: 12).
También Lagmanovich (2010 [1974]: 407) ubica al autor como referente de la narrativa tucumana, junto a Fausto Burgos y Pablo Rojas Paz.8 Más adelante, en un artículo titulado “Visiones literarias de Tucumán”, propone cuatro estilos característicos de este corpus: el romántico, el modernista, el nostálgico y el conflictivo.9 Dentro de este espectro Córdoba es considerado como representante de la visión nostálgica, sobre todo porque Don Silenio eleva a su protagonista “a la categoría de símbolo de las virtudes provincianas” y las hace extensivas a los habitantes de “los valles y las montañas del norte argentino” (Lagmanovich, 2010: 14). Al respecto, cabe notar que la construcción nostálgica fue en parte una reacción ante la industrialización que estaba experimentando Tucumán a partir de la llegada del ferrocarril, en 1876, proceso que significó la pérdida de la diversidad vegetal y las formas de vida asociadas a la época preindustrial. En Don Silenio esa nostalgia se canaliza en la idealización de la cultura calchaquí y su simbiosis con la naturaleza. Lagmanovich (2010: 41) sostiene también que esa perspectiva hace de esta obra“la contrapartida norteña de Don Segundo Sombra” tanto por el universo que construye como por la tipología gauchesca de sus personajes. Sin embargo, mientras que la novela de Güiraldes recrea el universo ido de la Pampa, Don Silenio se ocupa de un recóndito ámbito provinciano, de poco o escaso atractivo para la perspectiva cosmopolita de la metrópoli. También desde esta perspectiva, los ocho años que separan a esta novela de la de Güiraldes le otorgan cierto carácter extemporáneo; aun cuando en 1933 aparece Romance de un gaucho, de Benito Lynch, el apogeo criollista venía siendo opacado desde mediados de los años veinte por la renovación literaria de Roberto Arlt y Jorge Luis Borges.
Por eso, ante las apreciaciones positivas de los críticos locales resalta el silencio de los porteños. Ocurre que los juicios de Rojas Paz o Elsinger no hacen mella en la estética consagrada por el grupo Martín Fierro, porque este paradigma había desplazado del lugar de preeminencia al criollismo y el nativismo. Como observa Beatriz Sarlo (1997), “en los pocos meses que van del 23 al 24, la vanguardia ha montado su “álbum de familia” alternativo” (Sarlo, 1997: 221), poniendo a Evaristo Carriego, Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes en el lugar que hasta entonces habían ocupado Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y Leopoldo Lugones. La vanguardia, considerándose “como el único espacio moral y estéticamente válido”, canalizó su ideario en sus propias editoriales, marcando “el comienzo del fin de las ediciones de autor” características del período anterior (Sarlo, 1997: 225 - 227), razón por la cual la publicación de Don Silenio por fuera del circuito editorial prestigioso expresa su pertenencia al sistema cultural de provincianos en Buenos Aires, en el que la estética nativista seguía vigente.
De ahí que, como muestra en algunos tramos El descendiente, a pesar de la falta de interés de los editores, la novela encontrara sus lectores. Éstos probablemente hayan provenido de lo que Ezequiel Adamovsky (2019) llama “criollismo popular”, en referencia al amplio espectro de representaciones que buscaba cohesión entre los cambios introducidos por la inmigración y la modernidad. En ese proceso, si bien la novela que estamos considerando refuerza el sistema de dominación de los patrones de estancia, expresa su rebeldía ante el modelo centralista y extranjerizante, defendiendo el lugar para las provincias y las culturas prehispánicas en la construcción de la nación.10
En este sentido, es posible distinguir tres instancias de recepción de esta novela: una corresponde al lectorado que se genera en el momento de aparición de la obra; otra, la que depende de los criterios de la producción crítica dominante en Buenos Aires, de alcance nacional, que tiende a ignorar la obra; la tercera se refiere a los juicios con poder de canonización a nivel provincial y regional, que valoran la construcción de la cosmovisión indígena. Esta consideración permite observar la coexistencia de dos sistemas literarios: uno emanado de Buenos Aires, con poder de consagración nacional, que en ese momento soslaya las obras que cultivan estéticas no cosmopolitas provenientes de ámbitos no centrales, y otro correspondiente a sistemas provinciales y regionales –aun cuando las obras se escriban o publiquen en la metrópoli-, que pueden incluir, rescatar o consagrar obras de esa impronta.
Como observa Raymond Williams (1977), no existe una historia literaria lineal y sucesiva, sino una trama de tensiones entre lo emergente, lo dominante y lo residual, que a su vez está atravesada por otras tensiones concatenadas: el campo y la ciudad, lo local y lo global, lo indígena y lo occidental, lo tradicional y lo moderno, lo nacional y lo colonizado, formándose, a su vez, tonos, matices y mixturas entre los dos polos de estas categorías. En la obra de Córdoba vemos, justamente, una identificación afectiva con las primeras opciones de esta serie, que convierten su universo narrativo en un réquiem por un mundo destinado a perderse. En tal sentido, puede ser leída como Williams (2011) lee las obras literarias inglesas que postulan la idealización del campo a partir de los recuerdos de la infancia feliz de cada narrador, aunque no puedan evitar que emerjan los conflictos subyacentes tras la dimensión imaginaria de la nostalgia. La investigación sobre Don Silenio, en este caso, busca abrir esa dimensión subyacente, consciente de que toda obra estética conlleva un discurso ideológico y una posición sobre el momento histórico de su escritura.
La representación de los habitantes originarios del valle Calchaquí, del medio en el que viven, de sus prácticas culturales y de sus creencias supone un acto de transculturación de la oralidad a la escritura, vía predilecta para ficcionalizar las antiguas prácticas culturales en un momento en el que la fisonomía social de Argentina estaba en plena modificación por efecto del flujo migratorio.11 En ese sentido, Córdoba es un regionalista que lleva a cabo una operación de transculturación narrativa que converge en el realismo social indigenista de sustancia mítica.12 Sin embargo, su condición de provinciano en Buenos Aires, su ocupación como administrador ferroviario, su ubicación al margen de los grupos literarios-tanto de Florida como de Boedo- y su propia obsesión por registrar las últimas estribaciones del espacio rural argentino hicieron que el campo literario porteño lo dejara de lado.
Por último, es importante tener en cuenta la relación entre escritor, Estado y literatura (Dalmaroni, 2006: 16), en cuanto hay una intención de incidir en la conformación de las subjetividades requeridas por los procesos históricos. Como integrante de la clase dirigente, Córdoba percibe en la inmigración una amenaza (Sarlo, 1997: 235), constituyendo una manifestación tardía de lo que Aníbal Ford (1972) llama “regionalismo oligárquico”. En efecto, Estela Dos Santos (1968) señala que en esta narrativa
el hombre de campo es un paisano trabajador, sojuzgado a sus patrones, afincado en límites precisos, tan falto de sentido de la propiedad como su antecesor [el gaucho nómade], porque igual que él no tiene nada, pero es respetuoso de la propiedad de los otros (Dos Santos, 1968: 894).
Su descripción corresponde a la mirada elitista, que construye un gaucho manso, mientras que la estrategia representacional de escritores y artistas populares se afirma en la rebeldía de Juan Moreira (Adamovsky, 2019). En Don Silenio el primer caso puede adscribirse al protagonista, mientras que el segundo aparece en Tobías, un peón joven y rebelde cuyas protestas son siempre acalladas.13 Sin embargo, como venimos señalando, si bien el posicionamiento ideológico de Córdoba responde a su pertenencia social, su sensibilidad introduce una mirada indigenista, como matiz novedoso dentro del criollismo narrativo argentino.
La concepción crítica de la modernidad aparece como el rechazo a la imposición de profesiones liberales y la defensa de los saberes rurales de origen ancestral, considerados como emanaciones de una supuesta “barbarie”. En ese sentido, el indigenismo criollista, presente también en una novela posterior, La malhoja, da cuenta de un abanico intelectual más amplio, que permite conectar el pensamiento de autores como Adán Quiroga, Mario Bravo, Fausto Burgos, Ricardo Rojas, Atahualpa Yupanqui, Juan Carlos Dávalos, Rodolfo Kusch, Leda y Rolando “Chivo” Valladares e integrantes del grupo poético La Carpa, como Raúl Galán y Manuel J. Castilla.14 Todos ellos pueden ser asociados a la idea de un “espíritu de la tierra” enunciado por Rojas como “una hermenéutica capaz de explicar al ser nacional” (Prieto, 2013: 173) Y si bien no hubo un movimiento indigenista declarado como tal, sí hubo un conjunto de obras interrelacionado y conectado con escritores peruanos y bolivianos (Nicolás Alba, 2015a y 2015b). Los que escribieron en el momento de auge del nativismo y el criollismo, como Rojas, Burgos y Dávalos, lograron reconocimiento, así como los que canalizaron sus ideas a través del folklore, como Castilla, los Valladares –“Chivo” (Orquera, 2011) y Leda (Orquera, 2015) y Yupanqui (Orquera 2008, 2013a, 2013b y 2019). El caso de Kusch es particular, porque si bien consiguió difundir sus ideas, también encontró amplia resistencia, tanto por su indigenismo radical como por su adscripción al peronismo, después del Golpe del 55.
La historia por detrás de la ficción
El comienzo de Don Silenio ofrece una narración tradicional -omnisciente, costumbrista y apegada al habla local-, que pronto va adquiriendo una densidad envolvente, cuyo encanto brota del ambiente creado, de la historia que se va tejiendo y de la carnadura de sus personajes, especialmente del protagonista. Sin proponerse una innovación en el lenguaje, la novela fluye entre formas castizas y mestizas supervivientes en el ambiente rural tucumano de fines del siglo XIX, consiguiendo una dimensión por momentos onírica, capaz de transportar al lector al universo vivido por los calchaquíes, al ubicarse en el momento en el que la modernidad comienza a imponerse sobre las estructuras sociales que la preceden, dejando entrever la urdimbre montaraz de un espacio geográfico y social que comienza a eclipsarse.
La novela toma el nombre de su protagonista, un “eximio domador de potros y de almas” nacido y criado en la finca Zárate, al noroeste de la provincia de Tucumán. A través de este personaje se teje una trama centrada en dos conflictos: por un lado, el enfrentamiento entre la dueña de la finca, Mercedes, y sus hijos, en el que se proyecta la tensión entre la identidad provinciana y la porteña, por un lado, y entre la élite provincial, criolla, y los peones de la finca, que mantienen creencias y prácticas de vida indígenas, por otro. El primer conflicto aparece desde el comienzo de la novela, ya que Mercedes, al enviudar de su esposo Nabor, había impulsado a sus cuatro hijos varones a seguir carreras universitarias en Buenos Aires, pero al envejecer, éstos, ya profesionales, se resisten a regresar. El narrador -por cuya voz se expresan las opiniones del escritor- ve en la “obsesión universitaria” instalada en las familias pudientes la causa de la emigración de la juventud a las ciudades, causando el abandono de oficios y tareas necesarias para las actividades productivas en sus lugares de origen.15
De los siete hijos que tuvo el matrimonio, sólo se presenta al menor, Roberto, quien, ya casado y con título de médico, se ve obligado a volver para ayudar a su madre a atender la finca. Desde su llegada se deja en claro su “porteñización”, tanto por la tonada de su voz como por su vestimenta (Córdoba, 1944: 22), que, como la de su esposa Carolina, sigue la moda de la gran ciudad. Frente a ellos resalta la figura del gaucho, quien lo va a esperar a su llegada:
Las tres figuras eran la ciudad frente al campo. Por un lado la pareja con el cutis terso y coloradito y las manos blancas; con sus “breeches” con sus sacos entallados, sus botas brillantes de lustre y sus pequeños espolines; y por otro, la recia figura del viejo Silenio – “ataviao de domingo”, como él decía- (…) con su barba espesa y fuerte; su sombrero alón, de copa abollada en cuatro partes y terminada en punta (…); con su blusa azul-obscura, de cuatro bolsillos y finos bordados de nido de abeja; con sus amplias bombachas (…), que caían sobre las botas cortas y plegadas en su parte media como fuelle de acordeón; con su talero de verga de toro, y con su cuchillo del catorce, sujeto en el cinturón de lonja graneada y salpicada con una que otra moneda de plata boliviana (Córdoba, 1944: 47).
Los personajes no sólo representan la oposición entre campo y ciudad, sino también entre la estirpe gaucha y el anglicismo cultural del joven matrimonio, que genera desconfianza entre los paisanos. El estilo de la novela, por otro lado, combina la narración en tercera persona con frecuentes diálogos, dejándose atravesar por el habla local, tanto por palabras castizas que sobrevivían en las zonas rurales como por expresiones que precedían a la conquista y fórmulas que denotaban la supervivencia de relaciones sociales coloniales. Es así que Silenio se presenta en total subordinación:-“Pa su mandao, señora”- (Córdoba, 1944: 46), al igual que Tobías: “Pa lo que mande la niña” (Córdoba, 1944: 47). No son fórmulas vacías de sentido, sino expresiones que denotan el lugar social que ocupa cada uno de ellos en la trama del relato.
Ahora bien, si las observaciones de Córdoba se detienen en la descripción de prácticas ganaderas a fin de enfatizar la productividad y mostrar una visión idealizada de las relaciones entre la élite provinciana y la peonada, ejemplificada en la dupla Mercedes-Silenio, existen investigaciones históricas que complejizan ese panorama. De acuerdo con la investigadora Lorena Rodríguez (2011), después de las guerras Calchaquíes, finalizadas hacia 1665, “los indígenas de Colalao y Tolombón fueron encomendados y reasentados en el valle de Choromoros (jurisdicción tucumana)”. Dicho valle se ubica al noroeste de la actual provincia de Tucumán y se encuentra atravesado de norte a sur por el río Salí. Su área central, en efecto, guarda relevancia económica por la actividad agrícola-ganadera (Garrido, 2005). Ahora bien: hasta mediados del siglo XIX, la comunidad Colalao fue propietaria, con títulos, de la tierra que habitaban. Los intentos que se sucedieron por arrebatarles ese derecho implicaban pleitos tales como un extenso juicio por límites sostenido con Juana Cornejo de Heredia, viuda del Gobernador Alejandro Heredia, que fue continuado después de la compra de la estancia de Zárate por Manuel Paz, en 1840. Éste fue el padre de Ángela Colombres, representada por Mercedes en la novela. Uno de los hijos del matrimonio, Leocadio Paz, adquirió otras numerosas fracciones en 1869, junto a otro comprador llamado José Albezo, con lo que prácticamente deja de existir la propiedad comunal de los Colalao (Fandos, 2007: 2; López de Albornoz y Bascary, 1998: 90).
Los motivos para la desarticulación de la propiedad comunal fueron varios, entre ellos el hecho de que las parcelas de pequeñas dimensiones no les permitían a los antiguos pobladores tener ganado ni cultivos importantes, ya que la mercantilización progresiva de la economía regional y provincial presionaba sobre las economías familiares más precarias, carentes de posibilidades materiales para ajustarse a las nuevas exigencias (Fandos, 2007: 19). Al analizar el pleito con Manuel Paz, López de Albornoz y Bascary (1995) observan que para anular los títulos de los terrenos comunales las élites habían desarrollado una serie de argumentos, tales como cuestionar el derecho de los pueblos de indios a contar con protector, la exención en el pago de los costos de los juicios y la vigencia de la propia comunidad como tal, además de desacreditar la cultura indígena y estimular la división de las tierras comunales para llevar adelante el despojo definitivo. Un ejemplo de la desacreditación de la comunidad se puede apreciar en una carta presentada en el pleito con Paz, en el que su socio y empleado, Luis Thames, sostenía que había presenciado la reunión de los propietarios (originarios) de Colalao y que había visto “que tal comunidad no es otra cosa que una manada de carneros” y que si el gobierno los viera “se vería obligado a nombrarles tutor”, ante lo cual sugiere a su interlocutor influir en la interna entre los comuneros, favoreciendo a quien quería dividirlos (Fandos, 2007: 10). A estos argumentos la investigadora agrega que
(…) la figura recurrente de Manuel Paz y, luego, la de su hijo Leocadio en las vicisitudes de la propiedad comunal de Colalao desde mediados del siglo XIX no son casualidades de la historia. La usurpación de una parte de las tierras de la comunidad, el juego de infiltrar sus propios intereses haciendo partícipe a algún indio comunero y la adquisición de más tierras de la comunidad cuando se inició el proceso de privatización de las mismas fueron algunas de sus estrategias. Por otra parte, la estrecha vinculación de los Paz al empresariado azucarero tucumano convirtió este caso en paradigmático en el proceso de desaparición de la propiedad comunal en Colalao (Fandos, 2007: 21).
La cita importa porque explica el proceso histórico inmediatamente anterior a la historia presentada en la novela, y nos permite ubicar la posición de la narración con respecto al mismo, debido a la centralidad de la estancia de Zárate en los cambios étnicos y sociales producidos a fines del siglo XIX. Después de haberse establecido el telégrafo en Trancas, en 1873, y de haberse dividido en dos ese distrito para que se creara un Juzgado de Paz y una comisaría en la segunda sección, se conforma la villa de San Pedro de Colalao, en 1875. Las casas señoriales construidas en torno a la iglesia estaban destinadas principalmente a viviendas de verano de familias adineradas que venían desde la capital tucumana, sobre todo después de la construcción de la estación de tren en Trancas, en 1885, desde donde salían los carruajes (Fogliata, 2008: 94). A diferencia de los antiguos propietarios, los nuevos
(…) eran generaciones póstumas de hogares "blancos", descendientes de españoles. (…) sus proyecciones de parentesco político se realizaban también sobre grupos familiares de iguales filiaciones étnicas. Por último, si bien todos eran productores agropecuarios realizaban otras actividades vinculares con este perfil productivo. Por ejemplo, Leocadio Paz y Liborio Rodas eran comerciantes de la plaza, propietarios de tiendas y almacenes. Leocadio Paz también tenía curtiembres. Nicolás Salas era propietario del único molino patentado en el lugar. La mayoría contaba con casas propias en la Ciudad de San Miguel de Tucumán (Fandos, 2007: 18).
Es decir que entre las décadas del setenta y ochenta del siglo XIX se consuma el proceso de transferencia de las tierras comunales de los antiguos pobladores a la nueva élite criolla, que participaba además en el proceso de industrialización azucarera a gran escala. Dichos cambios se produjeron después de la llegada del ferrocarril, que había habilitado el surgimiento de la industria pesada, con la consecuente demanda de latifundios. Si bien Trancas no era zona azucarera, la villa de San Pedro de Colalao se convirtió en sede vacacional de los nuevos industriales.16 Y, como explica Fandos, el caso de Leocadio Paz resulta paradigmático, al lograr “una gran concentración de tierras” que, si bien no fueron utilizadas para extender sus cañaverales, “la actividad principalmente ganadera que tanto él como su padre desplegaron en Trancas sin duda fue una de las fuentes de acumulación de capitales, proyectadas luego a la industria azucarera. Además, la importante producción de ganado significaba el control de un recurso necesario y demandado por los núcleos azucareros” (Fandos, 2007: 20-21).
Por otro lado, no es posible separar el cambio que se da en el territorio tucumano respecto del proceso que se da a nivel nacional durante la presidencia del Gral. Julio Argentino Roca, desde la llamada “Conquista del desierto” implementada entre 1878 y 1884 hasta la adjudicación de grandes extensiones de tierras rurales a familias con poder, dando lugar a los latifundios sobre los que se sustentó el auge de la economía agrícola ganadera. Se trata en ambos casos de avanzadas de las élites de origen europeo sobre lo que quedaba de las comunidades indígenas en el noroeste y gauchas en la región pampeana.
En este sentido, es de notar que en Don Silenio Leocadio, que había muerto en 1895, no aparece representado, sino que es referido a través de la figura del difunto Nabor. La centralidad otorgada a Roberto, que representa a uno de sus hijos -Napoleón-, permite instalar el conflicto narrativo no en el enfrentamiento por la propiedad de la tierra entre los dueños de la estancia y la comunidad de Colalao, sino entre un indio ya sin tierra y resignado a su rol de peón de estancia, y su joven patrón aporteñado. De ese modo, la novela no menciona las disputas desarrolladas hasta la década anterior de la historia narrada, ni la antigua propiedad comunal, sino que construye la estancia como un espacio caracterizado por la sumisión voluntaria de los peones desposeídos a los nuevos dueños de la tierra.
Ahora bien, si Alberto Córdoba adopta, en este sentido, la perspectiva de la élite, a la que pertenece, también cabe notar que establece una identificación afectiva con la comunidad originaria. El suyo es un discurso nativista en cuanto una vez que los indígenas son despojados de sus tierras, son utilizados como reservorio simbólico de la argentinidad, sobre todo ante la amenaza de lo extranjero y de la identificación con el cosmopolitismo de Buenos Aires.17
Un enmarcado épico para transculturar la cosmovisión calchaquí
La identificación con el discurso ideológico de la élite no está exenta de un sentimiento de identificación con esos seres de los que el joven Alberto aprendió antiguos saberes. Este deseo lo ubica en el lugar de transmisor de un legado destinado en gran medida a desaparecer, que registra con herramientas narrativas aprendidas de su maestro Jaimes Freyre: el recurso a la estética modernista para el registro del paisaje, y la inserción de modelos provenientes de la literatura española para la construcción de los personajes. Además, si el escritor boliviano le había enseñado la importancia de lo local en la conformación de la identidad nacional, Córdoba agrega el cultivo de la fidelidad y el detallismo en el registro del habla, costumbres, creencias y rituales, otorgándole a su narración una dimensión documental y por momentos antropológica, sin que por ello deje de lado la condición literaria del relato. Esta característica merece ser destacada porque existen escasos registros fotográficos y fílmicos de esa región en ese momento, y lo que puede haber corresponde a familias pudientes, rara vez a peones o personas de servicio.
Veamos en líneas generales la utilización de esos recursos. En primer lugar, la novela, compuesta por 12 capítulos, contiene los siguientes momentos: presentación de Tucumán como una aldea y la vida de Mercedes en la Estancia; llegada de Roberto y su esposa Carmencita a la estación ferroviaria de Trancas e instalación de ambos en Zárate; visita a la familia Helguera en San Pedro de Colalao, inundación e injuria contra Silenio; partida de éste y procesión; viaje de Carmencita a Buenos Aires, reconciliación entre el protagonista y Roberto y participación de ambos en un arreo; enfermedad y muerte de Clemencia; regreso de Carmencita, reconciliación del protagonista con su hijo y condonación de la deuda que pesaba sobre la Estancia.
Los colores y sinestesias del modernismo ayudaron a transmitir el dramatismo del paisaje, desde la agreste condición de la tierra y la vegetación hasta los distintos momentos del día y la noche y los fluctuantes estados de cielo en el verano. Weyland señala, al respecto, que el único lenguaje que sabía leer Silenio era el de la naturaleza, como el gaucho rastreador, baqueano y cantor de Facundo (1845). Su identidad provinciana y montaraz se combinaba con su carácter pacífico y conciliador, dispuesto a renunciar a sus derechos por mantener el afecto de sus patrones. En ese sentido, puede equipararse al Martín Fierro de la vuelta, que ha depuesto su rebeldía a fin de integrarse a las reglas impuestas por el Estado en favor del naciente poder económico, o al ya mencionado protagonista de Don Segundo Sombra. En este sentido, el criollismo de Córdoba coincide con el del grupo Martín Fierro en su anti-moreirismo, lo que implica a su vez una adscripción de clase, que se advierte en la caracterización negativa de Tobías.18 En ese sentido, si Silenio representa a un sujeto étnica y socialmente subalterno, cuya autoridad proviene de su conocimiento del terreno, la vegetación, los animales, los fenómenos atmosféricos y el manejo del ganado, sus virtudes -el honor, la honradez y la lealtad- responden a su domesticación y se las elogia en cuanto refuerzan simbólicamente la estructura social de la estancia.19
La relación del personaje con su ámbito vital puede describirse como dialógica, en la medida en que puede decodificar el lenguaje atmosférico, como se advierte cuando van acercándose a San Pedro de Colalao:
-¿No nos tomará la lluvia?
-En tuavía no, niña. ‘ta muy lejos… Hay llegar p’al amanecer.
-¿De allá viene? -Inquirió Roberto, señalando al norte.
-No, niño. Esa se va. La que viene es aquella de aquel lao, mesmo de ande ha vigoreao ese rayo, ¿lo vido?
--Sí.
-D áhi, p’al lao de Hualinchay’ta cayendo piegra.
-¿Granizo?
-Aha… Piegra (Córdoba, 1944: 57).
A su vez, los recursos narrativos usados para entramar la historia y estimular el interés en el lector tienen que ver con el suspenso y la identificación con el protagonista. El principal es la introducción del motivo del exilio, cuyo epítome es Rodrigo Díaz de Vivar, vasallo del rey Alfonso y héroe del Cantar del Mio Cid (S.XII). Este texto ensalza los valores de lealtad y honor en la España medieval, a través de su injusta condena a destierro y posterior reivindicación. Su entrelazamiento con la historia de Silenio cobra envergadura si se considera, a juzgar por los cantares recogidos en el Cancionero Popular de Tucumán de Juan Alfonso Carrizo (1939), que la tradición poética del Siglo de Oro había sobrevivido en las zonas rurales de esta provincia. Es así que en el episodio de la visita a San Pedro de Colalao, el viejo gaucho es injustamente acusado por Carolina de haber abusado de ella, cuando en realidad intentaba curarla de una herida sufrida al huir su caballo de la creciente; esto provoca la ira de Roberto, quien, olvidándose de las enseñanzas que le había transferido el viejo peón desde su niñez, le da un latigazo y lo expulsa de la estancia. Llegando apenas a balbucear su explicación sobre lo sucedido, monta en su “Tusca” y se pierde en la noche “con dos lagrimones en los ojos, que le empañaban la visión y su coraje” (Córdoba, 1944: 68). Esta escena remite a los conocidos versos con los que da comienzo el mencionado cantar, en el momento mismo de la partida al destierro del vasallo: “De los sos ojos tan fuertemientre llorando, tornava la cabeça e estávalos catando…” Ya en su rancho, Silenio repasa mentalmente sus recuerdos:
(…) su mujer y sus hijos; sus caballos; sus perros y sus cachis; el finao [Nabor] y doña Mercedes; el tejido de sendas y caminos de las sierras y del valle, que tanto había andado y que tanto conocía; la montaña que le rodeaba (…) y toda su vida silenciosa y grande como ella. “Te vas de la estancia”, le había dicho Roberto. ¡Qué sabía el niño lo que él era! “Te vas de la estancia”. Si él tenía raíces muy hondas en todas las montañas y valles que la formaban! Si él era la misma estancia! (Córdoba, 1944: 79).
El estilo indirecto libre usado en este párrafo sirve para transparentar el ensimismamiento del protagonista, que arriba a un clímax reflexivo en el que contrasta la posesión material de la tierra con su pertenencia afectiva, que funciona como matriz de identidad. Invadido por la tristeza, Silenio recorre su rancho con su mirada y ve su guitarra desvencijada, y “como otra vez le envolvió la pena, se puso a canturrear una zamba airosa, que él bailara cuando fue chango”. El narrador pone así en el personaje tres elementos que también serían caros a Yupanqui: guitarra, zamba y pena.20 En su soliloquio reflexiona sobre su identidad india, profundamente ligada al paisaje que habita, y el penar, que en el sonido de la caja adquiere hondura metafísica. En el fondo de su tristeza habita la historia de su comunidad, que ante las sucesivas derrotas sufridas desde la conquista debió aceptar un paternalismo que, bajo la máscara de afecto y protección significaba el despojo de la tierra y la aceptación del trabajo sin paga.
En ese sentido, la referencia implícita al destierro del Cidno sólo supone una forma de intertextualidad, sino que constituye la inserción de un código maestro propio del feudalismo español, en un relato ubicado en el momento de formación de los latifundios tucumanos. Tal desplazamiento discursivo no solo es pertinente, sino que intensifica el drama del destierro, en cuanto a Silenio sólo le queda la nobleza espiritual y el conocimiento del lenguaje de la naturaleza, atributos que el narrador convertirá, al final del relato, en capital simbólico para construir una tucumanidad reconciliada con sus orígenes calchaquíes.
Ahora bien, en esa construcción alcanza relevancia la caja india. En el momento previo a abandonar su rancho, el desterrado recorre con su mirada los escasos objetos de su cotidianeidad-como el Cid en el cantar- y se detiene en ese instrumento, símbolo de una identidad que se manifiesta como colectiva:
Sólo nohotro podemos dentrarnos en tus entrañas -pensó el viejo, mirándola- que como un tapao, escuendes tuitos los lindos ruidos de las montañas y de los montes y que en el tum-tum, siempre el mesmo, reparás tan bien el tranquiar del caballo o la mula, por la sendas serranas, pu’ ande naides galopia, o al cáir del agua por los despeñaderos; tumtum que hai ser el primer ruido que nohotrolos indiosl’ hemos hurtao a la montaña, el primer dolor que nos ha salió del alma (…) (Córdoba, 1944: 71-72).
Esta concepción de la caja, contada en tercera persona, es la que manifiesta Jesús María Helguera, dueño de la casa que visitan en San Pedro de Colalao. Dado que Carmencita y Roberto son recibidos con músicas nativas y danzas, él le explica a la joven las características de los distintos géneros. Herrera comienza refiriéndose a La Condición, danza cuyo nombre se atribuye a Manuel Belgrano y contribuye en enaltecer la identidad tucumana independentista, al celebrar la conexión del general con esta provincia y el noroeste. Sigue por el gato, la chacarera y la zamba, hasta llegar a la vidala y vidalita, que se tocan con “la caja india”. Siguiendo con su explicación, Helguera indica que
ésta tiene un sonido seco e igual, y es difícil comprenderle, adentrarse en él cuando dice una queja en las vidalas o cuando pone su nota obscura en la clarinada de las bagualas que cantan los arrieros montañeses; acaso sea el primer sonido que el indio le sacó a la naturaleza, o, tal vez, la primera imitación de su propio yo, el primer acorde de su alma sufrida y ruda, hecha a la lucha áspera y bravía que ofrece la montaña (…) (Córdoba, 1944: 63).
En ese carácter hospitalario, festivo y musical, el personaje de Helguera parece inspirado en el padre del escritor y por su boca se expresa su idea sobre la música nativa. Como sucede en las escenas que recrean rituales locales, las descripciones alcanzan un relieve documental. Por otra parte, mientras manifiesta los límites del criollo para desentrañar el sentido de una vidala, la expresión “nohotro los indios” muestra que Silenio participa de una identidad colectiva cohesionada por el amor al pago, aunque ya no posea la propiedad de la tierra. De ese modo, a medida que éste cobra protagonismo, el mundo criollo-cristiano con el que se inicia la novela -San Miguel de Tucumán como aldea surcada por iglesias y campanarios-, es desplazado por el universo calchaquí, animado por creencias sobrenaturales y la presencia del hombre como emanación y parte de la naturaleza.
Durante su breve destierro Silenio recorre zonas aledañas y preside la procesión en honor a San Francisco Solano, patrono de Trancas, dando lugar a la descripción de tradiciones hispánicas y calchaquíes. Mientras tanto, Mercedes le reprocha a su hijo el castigo infligido: “Estos hombres son respetuosos y sumisos. Jamás tienen, no digo un gesto atrevido, ni siquiera el asomo de una rebeldía” (Córdoba, 1944: 91). Entonces sobreviene el perdón, que se interpreta como el cumplimiento de su promesa: “San Francisco hizo el milagro: ¡No morirá lejos del valle que lo vio nacer!- (Córdoba, 1944: 105). Al terminar la procesión los fieles festejan con bebidas y coplas populares.
Después de la reconciliación con Roberto, Silenio retoma su tarea de enseñarle a su joven patrón los secretos del lugar. Juntos participan en un arreo a Trancas y reciben al vallisto Atanasio Condorí, comerciante de Salta que llevaba ganado a Chile junto a cinco arrieros y baqueanos de la cordillera, “músicos y cantores, con su punto de curanderos”. Cuidando los detalles, el narrador aclara:
Tocaban la quena, la caja, el charango y la guitarra, pero ejecutaban únicamente de noche y siempre en instrumento ajeno. Inmóviles, callados, aguardaban la orden de marchar. En sus ojos adivinábase el ansia de camino, y en sus trazas, el gris de las sendas y de las huellas, ese gris que deja la distancia a los que andan y andan (…) (Córdoba, 1944: 119).21
Asimismo, después de la reconciliación de Silenio y Roberto, el narrador prosigue: “Los dos se echaron a andar al ‘marchao’ rítmico de sus cabalgaduras. La polvareda les perseguía como un fantasma (…)” (Córdoba, 1944: 122). En cierta forma la literatura nativista del norte argentino reconoce en el silencio de los personajes más humildes y en el misterio que emerge del paisaje los límites de su representación.
Otros personajes que parecen invocados por Silenio y Roberto son Don Quijote y Sancho Panza, tanto en un diálogo del primero con su esposa (“-Metafísico estáis / -Es que no como…”), como en la construcción de la dupla de los protagonistas a partir de la reconciliación, cuando se desarrolla el proceso de transformación del segundo al modelo cultural criollo transmitido por el colaleño. Ese proceso de conversión identitaria alcanza su punto máximo en el obsequio que le hacen los peones de una montura típica de la región -con caronas, guardamontes, perico, pellones, corriones, cinchas, encimera y pretal- hecha por ellos mismos, y un poncho de vicuña, coleto (saco) y caracantinas (pantalones de cuero). Roberto, que hasta entonces era percibido como “un jugador de polo” o “un jinete que luce su garbo en los jardines de Palermo, en las claras mañanas porteñas”, adopta el nuevo atuendo y decide quemar su vieja montura en la fiesta de San Juan.
Una noche, recorriendo la estancia, patrón y peón llegan al paraje de “La Aguada” -dentro de la estancia- para ver a Clemencia, antigua lavandera, curandera, celestina y madre de hijos de distintos padres, quien había estado grave y acababa de morir. La lloran “seis mujerucas de los aledaños” que el narrador describe como “seis montículos informes, agobiados; apachetas apretujadas en un abra serrana”, en una metáfora que hace de los personajes una prolongación del paisaje.22 La narración se detiene en la ceremonia de la muerte en medio de la noche; creencias, supersticiones, luces y sombras otorgan suspenso y una atmósfera onírica al relato. En ese clima surreal, avanza la carreta que traslada a Clemencia, en la que viene su compañero, Serafín, tocando la caja y cantando una vidala. La carreta se detiene y el rezo de Silenio transmite la hondura del misterio de la muerte, al ungir con una bendición cósmica a quien en vida era considerada pecadora: “el cadáver de doña Clemencia, frente a la noche, se confundía con la inmensidad sideral: casi era el infinito (…)”(Córdoba, 1944: 164). El partir de la carreta, chirriando, va acompasado por el tum tum de la caja. Esta escena, profundamente inmersa en el sentir indio, abre una puerta para que el lector viaje a través del tiempo y de las fronteras culturales hasta esa noche imaginaria en la que Clemencia, que vivió en la penuria material y al margen de la ley cristiana, es recibida en las entrañas del universo.
Por otro lado, en ese momento Roberto experimenta otro cambio fundamental, cuando al apartarse del camino, enfrenta la inmensidad hasta percibir su soledad para guardarla dentro suyo. Hacia el final, el cambio operado en él es tal que se identifica con el pensamiento de Mercedes y ambos canalizan el discurso del autor. Así, cuando Carmencita se queja de que su negocio de venta de tejidos no tenía el éxito esperado, su esposo le contesta: “El gusto de nuestra gente, y en especial el de los porteños, no es más que un reflejo extranjero”, al tiempo que cuestiona la idea que tenía Sarmiento de “Quiroga, El Chacho [Peñaloza] y Rosas, que, por añadidura, aborrecieron a los extranjeros” (Córdoba, 1944: 161).
La adhesión al discurso federal de Don Silenio, que no es habitual en la literatura de las clases dirigentes en Tucumán, se conecta con una crítica al colonialismo europeo, intensificada tras la segunda revolución industrial y la llegada del ferrocarril. La injerencia económica y cultural de Inglaterra aparece simbolizada en los breeches y la montura que Roberto terminó quemando:
A mi juicio (…) este repudio del gaucho, que no alcanza a empañar al gaucho legendario, se ha extendido hasta lo autóctono y considero que no es más que consecuencia de una hábil política europea, empeñada en hacer que repudiemos lo nuestro a la par que nos incitan a gustar lo suyo (…). Al fin y al cabo, no es esto más que una de las tantas formas de colonizar (Córdoba, 1944: 161).
Sin embargo, esta mirada no cuestionaba el dominio español impuesto con la conquista ni a dominación de las antiguas culturas que, por el contrario, aparecen como naturalmente dóciles y dispuestas a ocupar su lugar de subordinación respecto de las élites criollas arraigadas desde la colonia.23 Asimismo, el diálogo con Carmencita y la actividad que ella emprende, no sólo habla de las mujeres trabajadoras que animan la narrativa de Córdoba -como Mercedes y Clemencia-, sino que también muestra la alianza establecida entre una muchacha porteña socialmente encumbrada y el joven estanciero tucumano, que confluye en el fortalecimiento de la producción agrícola ganadera de la provincia.
El final le depara a Silenio el reencuentro con su hijo, Cirilo, quien había huido con su compañera a vivir en la localidad cercana de San Fernando, porque el padre de ésta, el Turco Simón, era terrateniente y no autorizaba a que ella se casase con un peón. Muerto éste, que era acreedor de una hipoteca que pesaba sobre los dueños de la estancia, el padre le pide a Cirilo que la anule: “ruempa tuito, hijo” (Córdoba, 1944: 167). El episodio sale del mundo mítico calchaquí para reinstalar el problema de la tierra. La lealtad a sus patrones, al punto de perder sus propios derechos, sorprende por su inverosimilitud y contrasta con el esmero por describir lo más fidedignamente posible el medio y las prácticas culturales de los personajes. En cambio, lo que prima en el final es el deseo de vivir en las tierras que eran su hábitat natural y que ya eran ajenas. El trabajo que realizaban, por lo tanto, no tenía otra paga que la alimentación y una asistencia básica en caso de enfermedad.
El único atisbo de rebeldía se manifiesta en Tobías, quien
había hecho el servicio militar en un buque de guerra y el recuerdo de Buenos Aires y de lo que allí vio y escuchó, le agitaba el alma con relámpagos de rebeldía que azoraban a sus compañeros que aun conservaban intacto todo el candor montañés (Córdoba, 1944: 35).
En efecto, “lo que allí vio y escuchó” alude a las ideas de los inmigrantes que residían en la metrópoli, algunos de los cuales adscribían al anarquismo y al socialismo. Sin embargo, el personaje queda aislado frente al “candor” del resto de los peones, en una construcción narrativa típicamente nativista, que concibe a los habitantes originarios según el modelo del buen salvaje. En cambio, como hemos visto, el análisis histórico muestra que los Colalao venían de luchar tres siglos por mantener la propiedad de sus tierras. En un episodio en el que los peones, después de haber trabajado toda la noche bajo la lluvia no reciben pan para acompañar el mate en su magro desayuno, Tobías protesta y Silenio le reprocha:
El Güeno Aire te ha cambiao… Nohotro, el valle y estas montañas somos la mesma cosa… (…) Y entonces, esto va pa vos, Tobías, ¿pa qué sirven los decires turbios? (…) Nohotro hemos nacío p’al trabajo, y el trabajar es güeno y es pan (Córdoba, 1944: 76-78).
El mandato es la represión de la rebeldía y el sometimiento a las condiciones de vida de la estancia, que apenas garantizan la subsistencia.
Así, mientras la novela construye a Tobías como peón díscolo y aporteñado, Silenio se transforma en símbolo de los habitantes de las montañas del norte, conocedores de las faenas del campo, sumisos y acostumbrados a la pobreza; en palabras de Roberto, quien al final asume la perspectiva del narrador, son
hábiles, en el más amplio sentido de esta palabra: doman, trenzan, carpintean, quinchan, desuellan, en fin, se bastan a sí mismos; con el alma limpia de intereses torcidos, sin amor al dinero, son un poco poetas, músicos y cantores; nacen y viven con la única aspiración de morir en sus valles o junto a sus montañas (Córdoba, 1944: 168).
Ya en la última escena de la novela Roberto repara en las condiciones de vida de Silenio y siente por primera vez un resquicio de culpa y responsabilidad, llegando incluso a esbozar un deseo de cambio:
Lo veía morir en su catre de tiento, (…) recubierto por unas colchas raídas y desflecadas y bajo el techo de paja de su miserable choza, y desde lo más íntimo de su alma, le nació un recio reproche, por lo que nunca había pensado en esto, en cambiar la situación desdichada de estos seres, comprendiendo que este llamado de su conciencia tenía su raíz en este mundo injusto que se llevaba el viejo y que era, en ese instante, como la luz bienhechora de otro más bello que su alma entrevía (…) (Córdoba, 1944: 168).
Si bien no se nos dice cuál sería ese otro mundo, sin duda se dejan entrever relaciones sociales más justas, siempre en manos de la benevolencia de los dueños de la estancia, ya que los peones aparecen al margen de los cambios históricos, arropados en una cosmovisión que parece transcurrir al margen del tiempo. Recién en La malhoja, publicada en 1952 -es decir durante el primer peronismo-, se representará a trabajadores que luchan para defender sus derechos frente a los industriales.
Conclusiones
A través de nuestro análisis hemos podido observar que Don Silenio surge y circula en un sistema literario provinciano, que se interna en los circuitos de residentes en Buenos Aires, pero por fuera de los canales de consagración establecidos en la metrópoli. En ese sistema sigue vigente la estética criollista y se conecta con el indigenismo, de alta gravitación en la región andina. Por otro lado, para comprender la relación entre la adscripción política de Alberto Córdoba y del sistema de representaciones que elabora en sus ficciones es necesario pensar en un esquema no lineal entre ambos factores, sino en una relación de continuidad. Así, se advierten algunas manifestaciones que provienen de lo que podemos llamar, con Fredric Jameson (1989), el “inconsciente político”.24 Córdoba proviene de una familia de raíces coloniales y vinculada al poder provincial, lo que sin duda incide en el discurso político de su narración, aunque éste no termina de ser unívoco, porque entra en tensión con su cercanía afectiva a los trabajadores rurales, con los que interactuó en su niñez y temprana adolescencia. De la sensibilidad cristiana que le transmitió su madre y lo inclinó a la compasión hacia los pobres, al conocimiento directo de los marginados del noroeste -desde los habitantes de los cerros que subsistían en condiciones extremas, hasta los trabajadores de las fincas y los ingenios azucareros-, surgió su identificación con los más antiguos habitantes de la tierra. Esta conjunción dio como resultado una “estructura de sentimiento” -en términos de Raymond Williams- abierta a la comprensión de los hábitos de vida y el mundo de creencias de esos seres despreciados por la Argentina culta y cosmopolita. Como ocurre en otros escritores y artistas que se fundieron con este universo, esa estructura del sentir iba ligada a la voluntad de difundir su percepción de la cosmovisión andina, y de impulsar su inserción en la dimensión imaginaria de la patria. Sin embargo, su identidad de clase terminó imponiéndose sobre su temprana sensibilidad social.
En todo caso, Don Silenio exige varios prismas para ser decodificada: si bien una primera aproximación llevaría a caracterizarla como una novela conservadora, por su recurso a la nostalgia, una consideración más profunda muestra tres capas: la de la historia que se narra, ubicada a fines del siglo XIX; otra, que responde a la educación y al sistema de valores y de relaciones sociales defendidos por Mercedes, la dueña de la estancia, quien se forma en el Tucumán previo a la aparición de los latifundios y grandes ingenios azucareros, y una tercera, representada por el protagonista, que se remonta a las formas de percibir y de estar en el mundo de los antiguos habitantes del lugar. En cierta forma la novela trae encapsulada la vigencia de la identidad calchaquí en un mundo rural que siente los embates de la modernización, a la vez que postula que la cosmovisión indígena preindustrial puede subsistir en el enclave de la estancia si el mundo profesionalizado y metropolitano respeta esa antigua sabiduría. Lo cual también puede ser leído como una crítica a la modernidad liberal y una apuesta a la alianza de las élites conservadoras con los habitantes originarios, siempre que no reclamen derechos laborales.
Por otro lado, esto no impide admitir que el escritor ha conocido en su niñez los vestigios del pasado preindustrial a través de peones rurales y que la persistencia de esos recuerdos lo llevó a emprender nuevos viajes a lugares remotos, experiencias que alimentaron su creación literaria. Si por un lado hay una mirada socialmente reaccionaria, por otro se manifiesta una crítica a la élite provinciana que sucumbe a la extranjerización impuesta desde Buenos Aires, al tiempo que en el acto de rememorar y narrar se libera el efecto de seducción que conserva la cultura calchaquí.
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Notas