Dossier
Recepción: 22 Septiembre 2021
Aprobación: 01 Noviembre 2021
Publicación: 30 Diciembre 2021
Resumen: Este artículo se centra en la obra de Adán Quiroga (arqueólogo amateur y estudioso del legado precolombino del NOA), atendiendo al modo en que allí se formulan algunos tópicos centrales de la legitimación arqueológica y folclorista del continente, que luego serán claves en varios autores vinculados al indigenismo espiritualista de la década del veinte. Considerando La cruz en América (1901) y especialmente Folklore calchaquí (1929), atiende al modo en que Quiroga carga de sentidos prehispánicos y mestizos el área calchaquí, reforzando el lazo profundo de la misma con el mundo andino. Sobre todo en Folklore calchaquí, el NOA se presenta como un espacio riquísimo en términos de multitemporalidad y de productividad cultural, atravesado por un fuerte sentimiento místico que emana del panteísmo y de las cosmogonías más remotas, aún vivas –en parte al menos– en el folclore del presente. En ese sentido, las exploraciones hermenéuticas de la arqueología y del folclore, que emprende Quiroga en ambos ensayos, pueden pensarse como respuestas indirectas a la secularización moderna. Palabras clave: historia de las ideas; Adán Quiroga; arqueología americana; folclore; NOA. Pre-columbian archaeology, folklore and hybridization in Adán Quiroga
Palabras clave: historia de las ideas, Adán Quiroga, arqueología americana, folclore, NOA.
Abstract: This article focuses on the work of Adán Quiroga (an amateur archaeologist, scholar of the pre-Columbian legacy in the Argentinean North-Western area), paying attention to the way in which some central topics of the archaeological and folklorist legitimization of the continent are formulated there, which will later be key in several authors who have been linked to the spiritualist indigenism of the twenties. Focusing on La cruz en América (1901) and especially Folklore calchaquí (1929), we can see Quiroga's way of loading the Calchaquí area with pre-Hispanic and mestizo meanings, reinforcing its deep bond with the Andean world. Particularly in Folklore calchaquí, the Argentinean North-Western area is presented as a very rich space in terms of multitemporality and cultural productivity, imbued with a strong mystical feeling that emanates from pantheism and the most remote cosmogonies, which are still alive – at least in part – in current folklore. In this sense, the hermeneutic explorations of archaeology and folklore, which Quiroga undertakes in both essays, can be thought of as indirect responses to modern secularization.
Keywords: history of ideas, Adán Quiroga, American archaeology, folklore, Argentinean North-Western area.
Este trabajo se centra en la obra de Adán Quiroga, atendiendo al modo en que allí se formulan algunos tópicos centrales de la legitimación arqueológica y folclorista del continente, que luego serán claves en varios autores vinculados al indigenismo espiritualista de la década del veinte. Considerando La cruz en América (1901) y especialmente Folklore calchaquí (1929), atiende al modo en que Quiroga carga de sentidos prehispánicos y mestizos el área calchaquí, reforzando el lazo profundo de la misma con el mundo andino.
Una hermenéutica de la cruz
En Crisis y renovación de la historia de las religiones, Mircea Elíade (2005) subraya la avidez de varios intelectuales europeos del siglo XIX, por dialogar con la espiritualidad de áreas no europeas, estableciendo relaciones comparativas. El estudio del encuentro del hombre con lo sagrado (en cuyo marco se inscriben tanto la historia de las religiones como así también parte de la arqueología) se alimenta del orientalismo y del estudio de los llamados “pueblos primitivos”, que ganan un impulso creciente en esta etapa.
La hermenéutica de la religiosidad precolombina (calchaquí y andina en general) cobra fuerza entre algunas pocas figuras de la Argentina de entresiglos, bajo el impulso de la mitología comparada practicada por estudiosos europeos como Girard de Rialle y Max Müller. En este contexto, y en el marco de la consolidación del Estado nacional, la arqueología argentina se inicia, a fines del siglo XIX, privilegiando el NOA como espacio arqueológico central.
Los inicios de ese discurso identitario (regional y nacional) convergen con el despliegue del itinerario intelectual de Adán Quiroga como arqueólogo amateur. Proveniente de una familia de clase alta, Quiroga (que vive en San Juan, Córdoba y Catamarca), estudia Derecho en Córdoba entre 1880 y 1886, y se forma como autodidacta en el campo de la arqueología, la etnología y el folclore, publicando artículos en la Revista de Derecho, Historia y Letras, la revista de la Sociedad Científica Argentina y el Boletín del Instituto Geográfico Argentino, entre otras publicaciones del campo científico en formación. Allí aborda temas que colaboran indirectamente con el proceso de “invención de la nación”. En esas publicaciones y en las instituciones que las respaldan (como el Instituto Geográfico Argentino, que fomenta las exploraciones de etnólogos, lingüistas, folclorólogos y arqueólogos como Samuel Lafone Quevedo, Juan Bautista Ambrosetti y el propio Quiroga), el NOA se consolida como un área “rica” en términos arqueológicos, capaz de contrapesar indirectamente la modernización internacionalista encarnada por Buenos Aires.1 Estos americanistas, pioneros de la arqueología calchaquí –junto a otras figuras como Florentino Ameghino–, indagan en torno al problema de la cultura material de los indígenas en el período de la Conquista y en su etapa previa, buscando determinar la secuencia cultural que se despliega desde antes de la dominación inca.2
Sumergido en este contexto de ideas, Quiroga defiende la riqueza simbólica del mundo precolombino. Definiendo América como un espacio arqueológico privilegiado, junto a otras grandes civilizaciones antiguas, el sentido universal de los símbolos permite establecer correspondencias entre el NOA y otras áreas del continente, como demostración de la existencia de una cultura americana trascendente.
En su ensayo La cruz en América (1901), Quiroga se propone explorar la gravitación del símbolo precolombino de la cruz en distintas culturas, atendiendo a las “grandes civilizaciones prehispánicas” (azteca, maya, tiahuanacota e inca), pero también a otros grupos periféricos (como los calchaquíes), e incluso a pueblos tradicionalmente considerados “inferiores” (desde los pieles rojas hasta los onas o los indios amazónicos). Sumergido en la hermenéutica de la plástica indígena, confirma la existencia de una sólida unidad continental, por la convergencia del mismo símbolo y con el mismo significado, entre los grupos más distantes del continente.3 Fascinado por las cosmovisiones indígenas (y por el potencial de la mitología comparada), advierte que la cruz precolombina, como símbolo universal americano, representa la convergencia de los cuatro puntos cardinales (incluidos los cuatro vientos) como claves para la producción de la lluvia, sagrada por la importancia de este recurso para la supervivencia.
Con una mesura hermenéutica notable para la época, Quiroga acumula pruebas sobre la convergencia en el empleo de la cruz (de dos líneas iguales) como símbolo espacial y acuático, así como también de las aves como símbolos de las nubes, de las serpientes como símbolos de los rayos, o de los sapos como símbolos del agua. En la alfarería y en los textiles que analiza, estas figuras a menudo se combinan para reforzar la misma invocación de la lluvia, ya que la cruz –dice Quiroga– “se vuelve el símbolo sintético de todos los accidentes y fenómenos atmosféricos”.4 Por eso las divinidades climatológicas en América (desde Tláloc o Quetzacoatl a Huitzilopotchli o Viracocha, e incluso divinidades más locales como la figura mapuche de Pillán o la calchaquí de Huayrapuca) llevan el mismo emblema de la cruz, o ellas mismas forman cuaternos sagrados, porque “la lluvia es el motivo fundamental de la religión, y la cruz su símbolo”,5 amén de que, no casualmente, todos los pueblos americanos que veneran el sol también veneran el número 4, que remite a los cuatro puntos cardinales sagrados.
Si el ensayo seculariza el misterio de la cruz precolombina (tan explotado por los cronistas coloniales, como prueba de una supuesta evangelización milagrosa, previa a la Conquista),6 al mismo tiempo logra una cierta resacralización moderna, al recrear esa unidad espiritual perdida. Moderado en sus hipótesis, Quiroga especula que la gravitación continental del mismo símbolo solo puede deberse al contacto histórico de estos pueblos entre sí, pero no se detiene en formular hipótesis más osadas sobre el posible origen común de las culturas americanas, tal como sucede en cambio en las obras previas de Vicente Fidel López y de Henri Girgois (o luego, de Ricardo Rojas), que legitiman el mundo quichua (y sus proyecciones en el área calchaquí) en base al origen “prestigioso” (“indoeuropeo” o “ario”) de los primeros grupos.7 De este modo, se anticipa, en algunos aspectos, a los principios de la escuela histórico-cultural, que en Argentina difunde José Imbelloni a partir de textos tempranos como La esfinge indiana de 1926.8
A través de esta hermenéutica de la plástica precolombina, Quiroga responde a la pregunta por la identidad nacional, en un momento de crisis por el impacto del llamado “aluvión inmigratorio”, señalando las raíces continentales de la Argentina, cuya profundidad (como las capas estratigráficas de la arqueología) conduce al pasado más remoto y a la dimensión mítica más elemental (que poco después se definirá como “inconsciente”). Es más: si, tal como señala Quiroga, la centralidad de la cruz es mayor en la cultura calchaquí que en otros contextos americanos, esa centralidad relegitima el NOA en el mapa simbólico del país y del continente, definiéndolo como un centro privilegiado que tracciona la Argentina hacia al mundo andino y, desde allí, hacia sus “verdaderas” bases precolombinas y americanas, negadas por los discursos del internacionalismo modernizador.9
Al subrayar esa riqueza espiritual prehispánica, Quiroga aspira indirectamente no solo a americanizar la Argentina, sino también a legitimar el continente por sus vasos comunicantes más profundos con las “grandes civilizaciones” de la Antigüedad, sentando así las bases del americanismo indigenista posterior, encarnado en el área por figuras como Ricardo Rojas o Ernesto Quesada, entre otros autores.
Arqueología y folclore en la relegitimación del NOA
Poco después de editada La cruz en América, crece el interés intelectual –entre algunas figuras– por explorar la potencialidad estética de la arqueología prehispánica, sobre todo para subrayar la identidad americana del país frente a Europa. Esta perspectiva se traduce, por ejemplo, en la búsqueda de un estilo arquitectónico inspirado en los monumentos prehispánicos o en el mestizaje indo-hispánico colonial, en la exploración de una plástica moderna de tema americano (como en el óleo “La chola desnuda” –1924– de Alfredo Guido), o incluso en innovaciones didácticas para los sectores en proceso de alfabetización, como el manual Viracocha de dibujo decorativo americano –editado en 1923–, que busca cultivar una sensibilidad americanista en las capas medias y en los sectores populares, a través de la imitación del arte calchaquí.
En ese contexto crece el interés de intelectuales como Rojas por difundir la obra previa de Quiroga, abocada al estudio del folclore, del legado indígena y especialmente del área del NOA. En Folklore calchaquí (editado en 1929, de manera póstuma, y precisamente gracias a la mediación de Rojas),10 Quiroga expande el encuentro de una sacralidad antigua (entre precolombina y colonial) que contrarresta el arrasamiento del aura en la Modernidad, incluso porque se halla viva en el presente. Así, el NOA aparece nuevamente como la vía para la resacralización del mundo, justamente cuando “el grito del progreso ha acallado las plegarias de la fe sencilla y primitiva”.11
En este ensayo, Quiroga revisa minuciosamente las concepciones del mundo (incluida la metafísica) implícitas en el universo calchaquí, tanto entre los grupos prehispánicos como entre quienes habitan el área en la colonia, e incluso en el presente. Para ello, apela a diversas fuentes, interpretando desde restos arqueológicos materiales, o crónicas coloniales del área andina, hasta ritos católico-mestizos, vivos en el presente, apelando a la continuidad folclórica entre esas diversas temporalidades.
Por eso Quiroga repite insistentemente en el ensayo que muchas de esas prácticas perduran “hasta hoy”. Así por ejemplo, señala que los cacllas son amuletos de barro que protegen contra el daño, y que al igual que los caijlles –láminas de cobre con figuras humanas o con caras– “son conocidos hasta hoy en Calchaquí”;12 que “hasta hoy los calchaquíes guardan, bajo los aleros de sus casas, plumas de cóndor, que tienen por preciados talismanes para vivir largos años”,13 o que “hoy mismo, en los valles calchaquíes del norte, al empezar la siembra, el dueño de la labranza celebra en ella sus fiestas propiciatorias”, recurriendo incluso a algunas prácticas que no son sino “reminiscencia de viejos sacrificios”.14 En efecto, en el caso de las fiestas del Pucllay y del Chiqui, “hasta hoy (…) se cuelgan del árbol frutas, roscas de pan, huahuas de harina, y la cabeza de los animales sacrificados”,15 como “rastros evidentes de los antiguos sacrificios humanos de los valles”, ya que esos objetos que “se ofrecen en holocausto (…) representan a los niños de otros tiempos”.16 En otros casos, la combinación entre el término “calchaquí” (que el ensayo reserva en general para los antiguos indígenas) y el empleo de verbos en presente, abre una referencia ambigua que refuerza la convergencia de las diversas temporalidades postulada en la argumentación (por ejemplo, cuando al analizar la medicina chamánica, aborda “la fuga del espíritu” por un síncope, afirmando que “los calchaquíes creen” en un ritual para invitar al espíritu a volver al cuerpo). 17
Más allá de estos rasgos generales, Quiroga advierte que algunas áreas de Calchaquí presentan un mayor aislamiento histórico, y por ende un grado más alto de pureza cultural, como en el caso de Cajón, en donde el autor encuentra aún vivas e intocadas las supersticiones y otras prácticas de los “antiguos”.18
Quiroga se esfuerza por interrogar obsesivamente el sentido de los restos arqueológicos, centrándose especialmente en la interpretación de las imágenes. Varias de ellas se reproducen por medio de dibujos, convirtiendo el libro en una suerte de vitrina arqueológica, aunque el enfoque de Quiroga no se limita al inventario y la clasificación (tan común en esta etapa, y necesaria, por lo demás, para la configuración de los primeros archivos), sumergiéndose en cambio en una hermenéutica del misticismo indígena. Aun divergiendo con respecto al discurso hegemónico de la arqueología de la época, la insistencia con que subraya la pertenencia de algunas piezas a “mi colección”, o a la de colegas como Ambrosetti y Lafone Quevedo, deja entrever el esfuerzo por construir los primeros acervos, clave entre los arqueólogos y folcloristas de esta etapa, como parte de la fundación de la disciplina arqueológica.19 Aunque estos rasgos son comunes a la interpretación docta del mundo precolombino –y popular en general– a principios del siglo XX, llama la atención la minuciosidad con que Quiroga se entrega al estudio de las cosmovisiones indígenas, y la seriedad con que asume la interpretación de las mismas, reconociendo la complejidad y la coherencia de ese pensamiento arcaico.
Una red de fuentes coloniales y contemporáneas
En un encadenamiento de miradas especulares, Quiroga observa los resabios precolombinos en las prácticas coloniales, y los resabios coloniales en las prácticas del presente, perfilando un Calchaquí multitemporal y dinámico en términos de continuidad y de diferencias, forjando así una suerte de caleidoscopio en movimiento.20 En efecto, para analizar algunas prácticas, Quiroga apela a textos coloniales sobre el mundo andino (del Inca Garcilaso, Juan de Santacruz Pachacuti, Bernabé Cobo, Bartolomé de las Casas, el Padre Montoya y Fernando de Montesinos, entre otros autores), reforzando así la concepción del mundo colonial como una suerte de puente entre el pasado prehispánico y el presente, amén de consolidar la unidad cultural entre el NOA y el resto del área andina (en gran medida, gracias a la extensión del imperio incaico).
En su abordaje de las fuentes de esta etapa, llama la atención la consciencia, de parte de Quiroga, respecto de la dominación material y de la represión cultural ejercidas por los españoles, que condicionan el contenido mismo de las crónicas coloniales. Esto se hace visible, por ejemplo, cuando reproduce un documento de 1691 (en donde se prohíbe a los indios vestirse como los españoles y los mestizos libres), definiendo ese texto como “una pieza verdaderamente patriarcal”.21 Y cuando menciona la persecución de la religiosidad indígena, por parte de la Iglesia, la juzga como una práctica condenada al fracaso, dado el profundo arraigo de las creencias populares (así por ejemplo, declara que frente a Pucllay –dios de los excesos del carnaval–, “los misioneros católicos, a pesar de sus esfuerzos, jamás pudieron quitar a Calchaquí su furor por las fiestas y bacanales, ni alejar de su boca el vaso de la inmunda chicha, como llama Lozano al licor de las libaciones”,22 distanciándose además, a través de la bastardilla, respecto del preconcepto implícito en la fuente colonial).
El diálogo insistente con la obra de “americanistas” contemporáneos como Ambrosetti y Lafone Quevedo demuestra la existencia de una densa red de colaboraciones mutuas, abocada a la interpretación del mundo precolombino. De modo indirecto, esas referencias cruzadas (que incluso implican el establecimiento de discusiones) logran consagrar la riqueza arqueológica del área.23 También Eduardo L. Holmberg gravita en el ensayo, reconocido como “mi compañero de excursión arqueológica”,24 reproduciéndose dibujos de su autoría sobre varios restos exhumados, amén de la gravitación de Mis montañas (1893) de Joaquín V. González, citado por la información etnográfica allí contenida. Con estos nombres, próximos a Quiroga en términos de sociabilidad y de objetos de estudio, Folklore calchaquí consolida la identidad regional, asediando la diversidad y la vitalidad de las culturas populares tradicionales, al tiempo que consolida la antropología como disciplina científica incipiente.
Además, marginalmente Quiroga comenta haberle regalado a su “distinguido amigo Leopoldo Lugones” un tortero de hilar “con preciosos grabados de serpiente”,25 evidenciando entonces en qué medida, más allá de los viajes y de la circulación de bienes, ideas y publicaciones al interior del incipiente campo de la arqueología, los restos arqueológicos también funcionan como “dones” o fetiches secularizados, que sellan lazos de sociabilidad en un campo intelectual más amplio.
El trabajo de campo y la configuración de un “nosotros”
Para su estudio del mundo calchaquí, Quiroga también apela al trabajo de campo que realiza en forma amateur, facilitado por sus contactos en el área, e incluso se basa en sus vivencias personales en el NOA, tanto en el presente como en el pasado infantil, dejando entrever así el lazo afectivo que liga al sujeto de enunciación con ese universo cultural.26 Los vínculos con informantes de la infancia y del presente dejan entrever la existencia de una densa red de figuras, bienes e ideas, imprescindible para nutrir la investigación desde las bases populares, como contracara y complemento respecto de la red intelectual. En efecto, Quiroga apela al testimonio indirecto de algunos informantes (como el “machi de los Cardones”),27 aunque identifica a pocos individuos, en sintonía con el tipo de etnografía practicada en general en esta etapa. Además, a menudo sus búsquedas se ven frustradas por el celo con que los indígenas guardan sus secretos ancestrales, preservando la distancia aun frente al letrado que se considera a sí mismo como un mediador privilegiado, próximo con respecto al (o incluso parte del) mundo popular “calchaquí”. Así por ejemplo, cuando aborda el culto a la divinidad nefasta del Chiqui, advierte que
la india María de Machigasta celebró la ceremonia con una pequeña cabeza de guanaco, momentos antes de que llegara yo, pero me fue imposible conseguir [que] lo hiciera en mi presencia, y eso que me valí de la influencia del mentado Bambicha28
además, cita el testimonio de Ambrosetti en Costumbres y tradiciones de los calchaquíes, para subrayar el celo con que se resguardan los ritos a la Pacha Mama, por temor a la burla de los blancos. La defensa indígena de la sacralidad, en contra de la investigación como “sacrilegio”, dificulta no sólo la observación de ceremonias secretas sino también la exhumación de tumbas. Por eso, al subrayar la vitalidad actual del culto a los muertos, Quiroga señala el respeto religioso de los indios cuando se ven obligados a excavar en sepulturas calchaquíes, al colaborar con la exploración arqueológica.29 La resistencia a las exhumaciones es constantemente registrada en el ensayo del período, aunque con connotaciones muy diversas (así por ejemplo, mientras Estanislao Zeballos en Viaje al país de los araucanos subraya con ironía el terror supersticioso de los indios, Quiroga asume un punto de vista neutro, integrando incluso ese rasgo en el amplio abanico de concepciones y de prácticas que revelan el misticismo vivo del NOA).30 También la colección de objetos mágicos del pasado y del presente se ve dificultada por la resistencia popular. Por eso Quiroga declara, por ejemplo, que con enorme esfuerzo ha logrado apropiarse de algunas cacllaso, amuletos personales que “pertenecieron a terceras personas, pues de otro modo hasta me hubieran negado cualquier noticia del propio talismán, pues revelado el secreto, según me aseveraron, pierden su virtud”,31 o se queja de que “a los coleccionistas nos cuesta un triunfo obtener uno de estos amuletos”, ya que “las personas ocultan sus illas porque de ellas depende la prosperidad de sus animales”.32 Por eso resulta una verdadera victoria la profanación de una “chuspa de la suerte” (bolsa con amuletos personales, celosamente oculta para conservar sus poderes), tal como ocurre en Tolombón, cuando “me fue posible tener entre las manos una […], y examinar detenidamente su contenido, gracias a que su dueño […] encontrábase ausente del lugar”.33 El mismo logro se celebra cuando el ensayista accede, de forma exclusiva, al “muy interesante archivo de papeles, medicinas, cosas y trastos” del “indio don Tiburcio Santos”,34 obteniendo datos valiosos, por ejemplo para entender la creencia en los días de mala suerte, gracias al testimonio escrito del “indio Cornelio”.
A la resistencia popular frente al “sacrilegio” implicado en el estudio y/o en el saqueo de bienes y en la profanación de prácticas religiosas, se suma la fragmentación histórica de las supervivencias culturales, como resultado de la dominación y del mestizaje en la larga duración, dado que “nuestro mismo pueblo bajo venera símbolos cuya significación religiosa ignora, pero le basta saber que son símbolos sagrados”35 que sostienen el carácter comunitario y festivo de algunos ritos, aunque se desconozcan ya sus antiguos fundamentos religiosos. Así, tanto la resistencia popular como la fragmentación histórica complotan, dificultando en definitiva el estudio del folclore.
Basándose en la hipótesis de que es posible sumergirse en la cultura calchaquí contemporánea, para encontrar allí algunas huellas sobrevivientes del mundo precolombino, el texto emprende un viaje simbólico hacia las profundidades temporales del folclore, en una suerte de hermenéutica arqueológica tras la cual devela una concepción sacralizadora del mundo, relativamente inalterada, pues “por más que pudiera creerse otra cosa, no obstante los siglos que van corridos, perduran en Calchaquí los rastros luminosos del pasado, luchando incesantemente con el tiempo y con las culturas actuales”.36 Y al menos en parte, para Quiroga esa perduración es el resultado de la resistencia silenciosa de la religiosidad indígena, protegida bajo los embates del mestizaje, aunque con grados muy desparejos de conservación (así por ejemplo, el culto a la Pacha Mama, dada la importancia de esta divinidad,
ha pasado casi intacto al presente (…). De los otros cultos no quedan sino reminiscencias, y si se recuerda de Chiqui o de Pucllay es porque éstos, más que nada, sirven a los descendientes de los calchaquíes de pretexto para beber y armar orgías (…). Son dioses destronados.37
La oralidad popular es una fuente válida para recrear varias tradiciones arcaicas aún activas. Así por ejemplo, algunas narraciones de fogón se inspiran en antiguos cultos (por ejemplo, los relatos sobre la “Mulánima” –el alma de un condenado que atormenta a los vivos–se basan en antiguos cultos a los muertos);38 el temor supersticioso a la serpiente hunde sus raíces en la vieja asociación de este animal con lo sobrenatural,39 y la creencia popular en el gaucho malo que se convierte en tigre se retrotrae a esas metamorfosis en el pensamiento prehispánico.4041 De este modo, la hermenéutica de Quiroga permite religar los diversos pasados cuyos vasos comunicantes se han perdido en la larga duración de la memoria colectiva, y articular esas representaciones remotas con los imaginarios de los sectores populares en el presente.
Además, al abordar el folclore oral, el libro amplía su concepto de “colección”, incorporando la reproducción y el análisis no sólo de bienes materiales, sino también de relatos de la oralidad popular. Y en algunos pasajes, al asumir el propio ensayista la recreación de escenas de narración oral, e incluso algunos giros de este tipo de registros literarios (aunque sin perder el control propio de la enunciación letrada),42 el texto busca alcanzar “desde arriba” algo de la cohesión colectiva que produce el folclore “desde abajo”.
A menudo, las prácticas populares son descriptas apelando a la narración literaria en tiempo presente, de una escena modélica que no responde al registro etnográfico sino a la mostración de una tipicidad. Esto ocurre, por ejemplo, en el caso de una cura chamánica del desmayo, en donde Quiroga reproduce un diálogo ficcional entre el machi y su comunidad, para ejemplificar el complejo procedimiento de cura, consistente en atrapar, en un sombrero, el espíritu del enfermo –que se ha fugado del cuerpo–y obligarlo a volver.43 Al narrar algunas prácticas como si se tratara de un trabajo de campo registrado “en vivo”, Quiroga busca impactar en el lectorado, recreando la cultura calchaquí como espectáculo, y por ende reforzando el modo en que el área se configura como una geografía simbólica atractiva en términos arqueológicos (e incluso turísticos, atendiendo a la emergente cultura de masas). Por ejemplo, para mostrar una “típica” cacería de vicuñas (como aquella a la que asistió el ensayista, en Santa María en 1868), apela al uso del presente, buscando volver más vívido ese rito, que ya es parte del pasado en el momento de la escritura, y que por ende está siendo inventado por el ensayo como “tradición”.
¿Positivismo moderado o relativismo eurocéntrico?
Quiroga no sobrecarga el ensayo de juicios de valor sobre las prácticas y las creencias del otro social, y además explicita sus dudas cuando despliega sus hipótesis interpretativas,44 todo lo cual redunda en el predominio de una actitud respetuosa, y en el ejercicio de cierto control autocrítico, valioso en términos epistemológicos y muy poco común para la época. En efecto, Quiroga tiende a evitar tanto la admiración como la condena de las diferencias culturales, alejándose así del eurocentrismo dominante en otros autores contemporáneos. Esa neutralidad lo acerca a la perspectiva del estudioso español Daniel Granada (a quien Quiroga cita, siguiendo sus Supersticiones del Río de La Plata).45 Como Granada, Quiroga mantiene un distanciamiento escéptico (pero respetuoso) respecto de las creencias populares, y si en algunos casos afirma algún acontecimiento mágico, lo hace apenas como un recurso literario, y no como adhesión sincera al esoterismo popular (tal como ocurre, en cambio, en autores contemporáneos como Henri Girgois). Así por ejemplo, Quiroga afirma que la Pacha Mama agradece los frutos que recibe como ofrenda,46 o adhiere a ciertas supersticiones, movido por el impacto literario del “caso” más que por la confirmación de lo sobrenatural,47 y cuando describe las prácticas médicas indígenas se abstiene en general de formular un juicio descalificador, e incluso deja entrever cierta admiración (por ejemplo, por el modo en que los machis preservan sus saberes ancestrales).4849
A esa mesura ideológica del ensayo se suma la modernidad con que encara el contenido sexual de algunas piezas arqueológicas (desde morteros que reproducen la cópula en el acto de moler, hasta fetiches fálicos para proteger la fertilidad femenina, incluyendo la descripción detallada de un pene de piedra,50 en paralelo a la visibilidad que por entonces comienza a adquirir la sexualidad, en publicaciones de otras disciplinas científicas como la revista Archivos de psiquiatría y criminología (1902-1913), dirigida por José Ingenieros.51
Límites ideológicos
A pesar de esa mesura predominante, Quiroga repite algunos clichés propios del evolucionismo y de la psicología de las multitudes, perspectivas hegemónicas en su contexto enunciativo, especialmente cuando cita acríticamente algunas fuentes de autoridad previas y contemporáneas, o cuando recrea la jerarquización del mundo andino –tan transitada entre los indigenistas de esta etapa–, concibiendo la cultura calchaquí como un remedo menor y dependiente respecto de la civilización incaica, superior. 52 Veamos algunos ejemplos. En sintonía con la mayor parte de los autores de la época, Quiroga sostiene que la religiosidad de los pueblos “primitivos” progresa en términos metafísicos, “avanzando” desde el fetichismo hacia el politeísmo, “por un fenómeno de condensación o de sincretismo”.53 Además, algunos juicios valorativos subrayan abiertamente el estereotipo del salvajismo indígena. Así por ejemplo, cita a Ambrosetti cuando este último advierte la elevada mortandad entre las parturientas de Calchaquí, “dadas las condiciones en que vivían y lo anticipado de las nupcias, tan común entre los pueblos salvajes”,54 para inmediatamente después emplear él mismo el adjetivo “salvaje” –en una suerte de contaminación por contigüidad–, al advertir que “la mortandad en niños de Calchaquí sin duda sería grande, por la manera salvaje de criarlos”.55 Y analizando talismanes secretos empleados para retener la fortuna, advierte –como al pasar– que el indio es “el ser más egoísta de los humanos, capaz de ver impasible que un viajero se muera de hambre antes de alcanzarle una porción cualquiera de alimento”.5657
Apelando a una antigua crónica colonial del Padre Pedro Lozano (que asume una perspectiva claramente eurocéntrica), Quiroga emplea un vocabulario afín a la psicología de las multitudes de Gustav Le Bon (que por entonces rige los análisis de la conducta colectiva en el contexto latinoamericano),58 cuando recrea las celebraciones de Pilla-Jacica (sacrificio de animales en época de las mieses), concibiéndolas como festines turbulentos “entre los cantos estruendosos de las turbas” .59 Lo mismo ocurre al citar acríticamente una obra del Padre Nicolás del Techo, para dar cuenta del descontrol de la multitud en los funerales calchaquíes, marcados por el alcohol, el llanto y la danza desenfrenados.60 Cuando recrea la fiesta de Pucllay o la de la Chaya, en el marco del carnaval, subraya la excitación colectiva provocada por el alcohol, aludiendo a la caída en “estado de multitud” de los danzantes, que pasan
(…) dando alaridos, saltando (…), en revuelta confusión con sus trajes grotescos (…), como si se tratase de un pueblo de locos o de insensatos, que después de reír media docena de días, concluye por pelear, con la excitación natural de las bebidas y licores salvajes (…), hasta que el ser humano se vuelve una bestia sin conciencia de su propia vida.61
Además, cita acríticamente Mis montañas de Joaquín V. González, en el pasaje en que el narrador advierte que quienes participan del carnaval “son los descendientes más directos de los antiguos pobladores, raza intermedia, degenerada, llena de preocupaciones propias de la barbarie”, moviéndose “entre tenues vislumbres de civilización conquistadora” y “nebulosos hábitos de edad prehistórica”,62 a tal punto que “parece aquella masa semisalvaje pugnar por volver al punto de partida, a la existencia selvática de la edad inculta, impelida por alguna fuerza latente de atavismo”.6364 Cabe aclarar que el desenfreno de las fiestas religiosas es un punto particularmente álgido para la perspectiva eurocéntrica de varios intelectuales de esta etapa, dada la temida pérdida del control racional que supone el éxtasis desencadenado por la danza extenuante y el consumo de drogas, entre otros factores. Es posible pensar entonces que, por momentos, Quiroga se ve arrastrado por cierta ambivalencia entre la fascinación y el terror, tan común en otras voces que adhieren al paradigma hegemónico, eclipsando así en parte la neutralidad que el ensayista mantiene frente a otros fenómenos del mundo popular.
¿Un positivismo espiritualizador?
La presencia de valoraciones eurocéntricas como las arriba señaladas es menor, sobre todo teniendo en cuenta la gran extensión del ensayo y la neutralidad dominante, lo cual –siguiendo el modelo teórico de Angenot (2010)–podría explicarse como resultado de las presiones ejercidas por los discursos dominantes, sobre una enunciación no-hegemónica, o incluso marginal.
Es más: por momentos, la neutralidad dominante llega a ser sustituida por una verdadera fascinación frente a la cultura popular. En efecto, entre líneas (y oscilando entre el distanciamiento letrado y el apego emocional) es posible leer en Folklore calchaquí cierta admiración por ese mundo abigarrado de creencias y de ritos que saturan la vida cotidiana con diversos sentidos religiosos, revelando una creatividad popular excepcional para intervenir en la vida y en la muerte. Quiroga subraya reiteradamente hasta qué punto todos los bienes y las prácticas tienen una dimensión sagrada, dada
(...) la insistencia pertinaz del indio de hacer intervenir a sus dioses en todas sus cosas y en todos los actos de su vida (…). Cada objeto indio no está destinado pura y simplemente al uso diario de la familia (…), sino que también ha de estar consagrado a su filosofía, a su religión, a sus dioses, a sus supersticiones. (…). La religión presidirá todos los actos de su vida (…). Cualquier empresa, por más insignificante que sea, no saldrá bien si no se han propiciado a las divinidades.65
Sensible ante la fuerza poética del culto a la Pacha Mama, que ocupa un lugar central en las creencias del NOA (y por ende también en el ensayo), Quiroga analiza las invocaciones a esta divinidad ante cualquier tarea cotidiana, desde sembrar a beber o coquear. Así, anudando las concepciones prehispánicas y las del folclore del presente, convertidas estas últimas en vías de pasaje hacia esa sacralidad antigua, Quiroga expresa veladamente su propia nostalgia por el misticismo perdido o en proceso de disolución.
Un elemento clave que impulsa la seducción por ese misticismo vivo, en el que conviven elementos arcaicos y católicos, remite a las experiencias de comunión colectiva. Así por ejemplo, cuando describe la fiesta de la chaya, destaca la fuerza de la comunidad, reunida para cosechar las vainas de algarroba (a fin de preparar las bebidas del carnaval), propiciando experiencias estéticas valiosas como la invención de vidalitas.
La admiración por las creencias del mundo calchaquí crece frente a ciertos temas cuya potencialidad poética –e incluso metafísica– resulta evidente (por ejemplo, frente a la concepción de la muerte como metamorfosis del espíritu en estrella, o del muerto como protector del hogar). Una sensibilidad folclorista semejante se percibe, a pesar de la neutralidad afectiva del sujeto de enunciación, cuando Quiroga aborda la relación del calchaquí con los rebaños, que redunda en un reconocimiento nostálgico de la antigua unidad profunda del ser humano con el Universo.
Además, Quiroga compara creencias indígenas y grecolatinas, para reivindicar el prestigio simbólico del área (por ejemplo, al señalar el paralelo entre Pucllay y Baco,66 o entre Pacha Mama y Ceres, Perséfone y Proserpina);67 sin embargo, ese comparatismo es muy escueto y, como en La cruz en América, no conduce a especular con un posible origen común para esas culturas (tal como sucede en cambio en las obras previas de Vicente Fidel López y Henri Girgois), eligiendo en cambio subrayar la existencia de una cierta universalidad de lo simbólico.
El elogio del misticismo popular alcanza el clímax especialmente en capítulos claves como el destinado a la Virgen del Valle (comparable al pasaje sincrético de Quetzacóatl a Guadalupe en México, por el origen indígena del culto y su apropiación en el siglo XVII, por parte de la Iglesia, para quebrar la resistencia “de los indómitos calchaquíes”).68 Cuando Quiroga aborda ese caso, reconocido como un simbolizador privilegiado en la construcción identitaria de la región, deja entrever cómo su “objetividad” positivista (incluido cierto distanciamiento crítico respecto de la Iglesia)69 cede ante el reconocimiento de la fuerza con que se manifiesta la devoción popular. Y de hecho es probable que la fuerza de ese catolicismo indo-hispánico condicione el respeto del ensayista por las formas más arcaicas (y menos mestizas) del misticismo indígena. En este sentido, aun cuando la fascinación frente a la devoción popular es controlada por el sujeto de enunciación, evita deslegitimar el fanatismo católico,70 y asume en cambio un tono “respetuoso”, aprehendiendo poéticamente el modo en que esa devoción crea cohesión colectiva, como contrapeso explícito del arrasamiento de la fe por el avance de la modernización. En este sentido, la Virgen del Valle
se convierte en la depositaria (…) de la suerte de esa multitud que corre afanosa a ofrecerle cánticos, a quemarle incienso, a darle oro, a brindarle como ofrenda, cuanto más no sea, las flores del aire de la mañana que las brisas cálidas llenan de perfumes voluptuosos y orientales.71
Más allá de la violencia implícita en la apropiación católica de ese culto, para Quiroga la fiesta de inauguración de la capilla (construida por los indios, bajo la orden del Gobernador de Tucumán) suelda el desplazamiento de la sacralidad profana, y consolida el lazo entre “cantos en latín y cantos en quichua, alegres jaleos españoles y plañideras tonadas salvajes” ,72 aunque también recuerda que, según la creencia popular, la Virgen continúa desapareciendo, para manifestar así su pertenencia ambigua a ese mundo mestizo.
Además, advierte que, en el presente, la devoción supera las fronteras nacionales, integrando el NOA al mundo andino en su conjunto, desde sus bases populares, a tal punto que “la Meca argentina se llena de coyas”.73 Por su carácter mestizo, ese culto sincrético se define en el ensayo como la práctica de mayor cohesión colectiva, reconduciendo además positivamente el misticismo indígena, al permitir superar los resabios “orgiásticos” aún vigentes en otras fiestas populares.
Junto con –y más allá de– esa jerarquización implícita, predomina en el texto el reconocimiento de la fuerza arrasadora de un misticismo popular que atraviesa todos los planos (no solo la naturaleza animada y la inanimada, sino también cada práctica de la vida cotidiana), convirtiendo el NOA en una suerte de universo onírico (a tal punto que, en el pasado, la sociedad habría llegado al extremo de entregar a sus propios hijos en “holocausto”, durante las grandes festividades religiosas, como parte del propio misticismo exaltado.74
Ese esfuerzo de Quiroga por subrayar que el misticismo atraviesa cada detalle de la vida calchaquí se percibe claramente cuando el autor discute con colegas como Ambrosetti o Lafone Quevedo, quienes se inclinan por atribuir un sentido meramente utilitario a objetos o prácticas que no parecen haber cumplido una función religiosa. Así, por ejemplo, unos vasos con forma de pato, que para Ambrosetti son meros juguetes para niños, diseñados para flotar en el agua, para Quiroga fueron hechos “con el propósito de pedir a algún Llastay, dueño de las aves del agua, [para] que éstas frecuentasen más las lagunas o arroyos para darles caza”.75 La misma tendencia a reforzar el sentido religioso se percibe ante muñecos (que para Quiroga son siempre amuletos),76 o ante los morteros (que para el autor sirven no sólo para moler granos–como suponen sus colegas–, sino también como objetos propiciatorios de las divinidades).77 De este modo, para Quiroga todos los elementos de la vida cotidiana demuestran “la gran influencia que la religión ejercía en todos los órdenes de la vida calchaquí”,78 porque
en todos los actos y momentos (…), la religión o la superstición han de tener una intervención directa, porque todo cuanto sucede (…) es obra de los dioses, a los que ha de invocarse hasta en los asuntos domésticos más íntimos.79
En definitiva, misticismo y communitas80 se combinan en las prácticas del pasado y del presente, para definir un escenario pletórico de bienes, creencias y ritos (en sintonía además con el misticismo que anida en la obra poética del propio Quiroga),81 aunque esto no deje de implicar además una cierta secularización, en la medida en que los elementos del mundo popular son sustraídos de su contexto de origen, reificados e integrados en el seno de modernas colecciones científicas.
Algunas consideraciones finales
En sus estudios sobre arqueología y folclore, al buscar comprender la cosmovisión del otro sin deslegitimar el misticismo popular, Quiroga articula un regionalismo capaz de jaquear el universalismo homogeneizador del “centro”, enriqueciendo la identidad de la Argentina a partir del reconocimiento de sus antiguas raíces no occidentales. En efecto, si en La cruz en América se sumerge en el pasado arqueológico prehispánico, en Folklore calchaquí deja entrever la vitalidad de creencias y prácticas de ese sustrato, en la dinámica popular del NOA, en el presente. Por eso, lo que cae completamente fuera del marco del libro (la modernización de las grandes ciudades, el estallido demográfico por la inmigración europea y la expansión de la cultura de masas) parece operar una presión silenciosa, impulsando el repliegue hacia el interior profundo, hacia lo simbólico y hacia el pasado. En ese sentido, las exploraciones hermenéuticas de la arqueología precolombina y del folclore colonial, que emprende en ambos ensayos, pueden pensarse como respuestas indirectas ante la experiencia de la modernización en el presente. Si bien no hay referencias críticas a la vida urbana moderna, precisamente esa ausencia se vuelve significativa como contraste con respecto a la fuerza que adquiere la concepción religiosa del mundo en el NOA, que se presenta como una suerte de “mónada”, separada y opuesta al cosmopolitismo modernizador, preservando formas premodernas y cargadas de misticismo, para concebir el cuerpo, la relación con la naturaleza o lo comunitario.
En su escritura, el NOA se despliega como un espacio riquísimo en términos de multitemporalidad y de productividad cultural, reforzando así el lazo profundo del área con el mundo andino en general, en una tracción centrípeta que contrapesa la fuerza centrífuga del cosmopolitismo. El sentimiento místico común a estas áreas, que emana del panteísmo y de las cosmogonías más remotas, no cesa de ser recreado –aun mestizo y en fragmentos–en el presente.
Esa tendencia a subrayar el misticismo popular se hace más clara al observar las discusiones que Quiroga entabla abiertamente con Ambrosetti y con Lafone Quevedo: frente al mayor pragmatismo de sus colegas, Quiroga asume una suerte de resistencia a la secularización, según la cual nada del mundo calchaquí cae fuera del orden de lo sagrado. Atiborrado de creencias y de ritos no occidentales, el NOA se erige entonces como un sólido contrapeso respecto del internacionalismo modernizador del “centro”.
La gravitación del “nosotros” (implícito en expresiones reiteradas tales como “nuestros calchaquíes”) subraya la cohesión de una cultura popular que integra a indígenas del pasado y a campesinos del presente, y al mismo tiempo preserva la alianza paternalista forjada históricamente por la élite, pues el gesto que confirma el lazo social –enfatizando la pertenencia común al mismo imaginario regional– también confirma la asimetría sociocultural frente al otro, convertido en objeto de estudio. La mediación privilegiada que ejerce el “yo” (integrado afectivamente al universo calchaquí, y distanciado por su pertenencia de clase y formación letrada) se palpa incluso en la propia forma discursiva, al aproximarse a la oralidad popular sin abandonar la corrección académica, generando así una enunciación particularmente mestiza.
En “Permanencia de lo sagrado en el arte contemporáneo”, Mircea Elíade advierte que, en la modernidad occidental, la “muerte de Dios” –postulada por Friedrich Nietzsche a fines del siglo XIX– acarrea la imposibilidad de expresar una experiencia religiosa apelando a los lenguajes tradicionales. Pero aun así lo sagrado no desaparece, sino que se vuelve irreconocible, debiendo ser buscado en experiencias profanas capaces de encausar esa nostalgia, ya que “el hombre moderno ha ‘olvidado’ la religión, pero lo sagrado sobrevive, sepultado en su inconsciente” (Elíade 2005: 140-141). En esta dirección, además (o a pesar) de adherir al positivismo, Quiroga busca expandir los límites del discurso sobre la alteridad, abriendo así espacio para la emergencia de “lo nuevo”: anticipando en parte un gesto que será común a los primitivismos en la década del veinte, interpreta–y por ende, en cierta medida recrea– una sacralidad arcaica, imposible en el mundo occidental, como respuesta indirecta ante la desacralización llevada a cabo por el mismo racionalismo científico en el que se basa. Por eso, en última instancia es posible preguntarse si la propia pulsión hermenéutica, tan sostenida en la obra de Quiroga –y operando como motivación de fondo en su investigación–, no constituye en sí misma una respuesta ante la nostalgia por lo sagrado, una compensación secularizada frente a la sed de metafísica, un sustituto moderno del misticismo perdido.
Referencias
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Notas