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Traducción. Esbozos sobre la estética de la existencia – I
Translation. Sketches for the Aesthetics of Existence - I
Revista Filosofía UIS, vol. 22, núm. 2, pp. 374-389, 2023
Universidad Industrial de Santander

Traducciones

Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 22, núm. 2, 2023

Recepción: 03 Noviembre 2022

Aprobación: 23 Febrero 2023

1. Premisa intelectual para una estética de la existencia

La idea de una estética de la existencia aborda en primer lugar la meditación. A saber, la reflexión por un lado de lo que llamamos estética, por otro de lo que llamamos existencia, y de nuevo esta consideración incluye la relación de lo uno con lo otro. Según su origen, el término estética [aisthēsis] significa percibir, sentir o escuchar algo. La palabra existencia [existemi], según su origen, significa algo que existe, algo que está ahí. Así la existencia quiere decir también estar ahí. La estética de la existencia significa entonces, en primer lugar, la percepción de la existencia. Sin embargo, para el ser humano como ser pensante y consciente de sí mismo, Dasein significa aún más que la mera existencia, porque el ser humano, a través de su capacidad de comprensión, su conciencia y la autorreferencia asociada a ella, es capaz de decir un yo-estoy-ahí ante el horizonte de su mundo vital, y en este sentido

exige aún más del mero Dasein; a saber, un determinado ahí, así como un quién, un qué soy yo y un cómo del ser. La estética de la existencia, como percepción de la existencia, abarca pues toda pregunta, juicio, elección, deseo de determinar y actividad en la relación entre la autorreferencia y las condiciones del respectivo mundo de la vida en el que el hombre se encuentra. Ciertamente, algunos pensarán inevitablemente en la colección de textos Estética de la existencia (Foucault, 2011)[1] que contiene una serie de escritos sobre el arte de vivir de Michel Foucault, que, sin embargo, no constituyen el punto de partida aquí, pero a los que me referiré más adelante. Cuando decimos la frase “estética de la existencia” en el lenguaje cotidiano, consideramos simultáneamente la relación de la una con la otra y nos planteamos la pregunta de hasta qué punto la existencia es estética, pues el concepto de estética excede aquí su significado original de aprehensión. Así, por estética entendemos más bien lo bello, lo acertado, lo bien proporcionado y lo correctamente diseñado, algo que agrada a nuestros sentidos, aunque la estética como tal también incluye lo desagradable, lo feo y lo repulsivo, por lo que su origen como percepción nos sigue hablando. A través de este cuestionamiento cotidiano, el concepto de aisthēsis se expande desde la pura audición y se adentra en la esfera de la cognición, de juzgar y querer determinar lo que se oye. Esto presupone, sin embargo, que existe una norma según la cual se puede dirigir el juicio y la determinación. Por un lado, está la sensación puramente inmediata de agrado o desagrado a través de la audición y, por otro lado, existe ya una idea cultural y socialmente condicionada, un concepto o una experiencia en nuestra conciencia que decide si lo que se escucha corresponde a lo que se considera estético[2].

En lo que respecta al concepto de lo estético, por ejemplo, Kant habla de una ambigüedad que radica en la terminología de lo estético y distingue el modo estético de la imaginación que, como sentido objetivo, se refiere a la facultad cognoscitiva, y está ligado a un concepto, y el modo estético de la imaginación que se refiere al sentimiento de placer y displacer, facultad que, junto con la cognición y el deseo, es una de las facultades a las que se puede remontar la mente humana. Según Kant, la base de toda cognición es la percepción, la sensualidad de la sensación, pues es a través de la percepción que se nos da lo objetivo en primer lugar, pero que luego puede ser pensado a través de la facultad del entendimiento. En este sentido, el entendimiento es la facultad de cognición de lo general. La facultad de juzgar caracteriza la capacidad de subsumir lo dado y lo particular a través de la percepción bajo un sentido general y está ligada en el sistema kantiano al sentimiento de placer y displacer. La razón, que sirve para determinar lo particular a través de lo general, se asigna a la facultad de percepción. El concepto de estética se refiere, pues, en primer lugar, a la percepción sensual y a la estimulación y sensación asociadas a ella, y está vinculado, por un lado, a un contexto epistemológico y, por otro, en relación con el juicio, a la sensación de placer y displacer, que la sensualidad, junto con todos los demás sentidos, no aporta al conocimiento, pues este es, como dice Kant, “meramente subjetivo, ya que todo el resto de las sensaciones pueden ser usadas para el conocimiento. Por tanto, un juicio estético es aquel cuyo principio determinante reside en una sensación que está conectada inmediatamente con el sentimiento de placer y displacer” (Kant, 1969, p. 44). Al respecto, Kant distingue entre juicio teórico, práctico y estético. Ahora bien, el concepto de estética se refiere, y esto está en nuestro uso del lenguaje, sobre todo desde que Alexander Gottlieb Baumgarten elevó la estética como teoría de la percepción a disciplina filosófica y desde la crítica de Kant al poder del juicio, a lo bello. Lo bello, como decimos de nuevo, es una cuestión de gusto y un asunto subjetivo. En este sentido, también se habla de una conciencia estética, de una experiencia estética y del gusto, que están profundamente anclados en nosotros. Al respecto, Kant llama a la capacidad del hombre para decidir lo que es bello, el juicio de gusto, y plantea la pregunta ineludible en su Crítica del juicio “¿de qué modo llegamos a ser conscientes en el juicio de gusto de una recíproca concordancia subjetiva de las fuerzas de conocimiento entre sí; si estéticamente, a través del mero sentido interno y la sensación, o intelectualmente, a través de la conciencia de nuestra actividad intencional con que las ponemos en juego?” (Kant, 1992, p. 135). Cuando decimos que algo es una cuestión de gusto, nos dirigimos en primer lugar a la percepción sensual del individuo, pero al mismo tiempo también estamos sugiriendo que si algo es una cuestión de gusto, entonces hay algo así como un sentido universalmente válido que señala el camino del gusto y del juicio. Gadamer señala que “en la experiencia estética, el gusto representa el momento nivelador. En tanto que momento nivelador, sin embargo, se caracteriza también como ‘sentido común’” (Gadamer, 1991, p. 28). Ahora bien, Kant dice que lo bello es un “objeto de complacencia sin interés alguno” (Kant, 1992, p. 128). Para Kant, el concepto de interés señala la distancia entre la percepción sensual del individuo y un sentido generalmente válido, pues, como explica en una nota a pie de página:

“[u]n juicio sobre un objeto de la complacencia […] puede ser completamente desinteresado, y, sin embargo, muy interesante, es decir, no fundarse en interés alguno, pero suscitar un interés; de esta índole son todos los juicios morales puros. Pero los juicios puros de gusto tampoco fundan en sí ningún interés. Sólo en la sociedad se vuelve interesante el tener gusto, la razón de lo cual será indicada en lo sucesivo” (Kant, 1992, p. 127).

Para lo bello y el juicio de ello, esto significa que “aquello en lo cual se tiene una complacencia de la que se es consciente que carece de todo interés, no puede ser juzgado de otra manera que como si debiese contener un fundamento de complacencia para todos” (Kant, 1992, p. 128). En última instancia, y esto me parece uno de los puntos más importantes, se trata de la línea divisoria difícil de localizar entre un interés personal-privado y un interés público. Del mismo modo que el juicio práctico, que se relaciona con la acción moral, ha de llegar a su fin mediante la separación de toda inclinación en favor del respeto a la ley, Kant intenta aclarar esta difusa línea divisoria exigiendo que “al juicio de gusto, junto con la conciencia de que en él hay apartamiento de todo interés, debe estarle asociada una pretensión de validez para todos, sin que la universalidad esté apoyada en objetos” y que “debe estarle ligada una pretensión de universalidad subjetiva” (Kant, 1992, p. 129). Con el concepto de generalidad subjetiva, Kant construye en cierto modo un puente entre lo privado y lo público; la base y la necesidad de la cualidad mediadora de este puente es la comunicación de la sensación como cuestión de gusto. Sin esta comunicación, el interés queda, por así decirlo, mudo y pertenece solo a lo privado. En este sentido, los juicios de gusto deben “tener, por consiguiente, un principio subjetivo que determine, solo por sentimiento y no por concepto y, sin embargo, con validez universal, lo que plazca o displazca. Pero un tal principio sólo podría ser considerado como un sentido común(Kant, 1992, p. 152). Este sentido común es, en última instancia, el horizonte que siempre se alcanza y que permite que la idea de generalidad subjetiva cobre validez. Gadamer señala también esta peculiaridad del juicio de gusto diciendo que, si “por seguro que sea el que en el juicio estético no se juzga por conceptos, sigue en pie que en el gusto estético está pensada la necesidad de la determinación general” (Gadamer, 1999, p. 66). La comunicación, a su vez, se dirige inevitablemente a la comunidad, y esta conexión es una necesidad para el acuerdo de lo que llamamos cuestiones de gusto, ya que, sin esta mediación a través de la comunicación, no se puede comunicar lo general, y esto, pienso, es siempre el caso cuando hablamos de cuestiones de gusto. Así, Kant (1992) subraya que “la universal comunicabilidad de un sentimiento supone un sentido común”, y que “sólo bajo la suposición, […], de un tal sentido común, puede ser emitido el juicio de gusto” (p. 153). Sobre el trasfondo de un aspecto tan importante del sentido común, por el que nosotros, en las respectivas sociedades culturalmente condicionadas de manera diferente, somos, por así decirlo, de sentimiento común, la idea de la generalidad subjetiva plantea en cierto modo la misma pretensión que el principio de la moralidad y el sentimiento moral explicado en la Crítica de la razón práctica. El concepto de sentido común, según Gadamer, “permite reconocer que originalmente el concepto del gusto es más moral que estético” (Gadamer 1999, p. 66), y la “aparición del concepto del gusto en el XVII, […] entra así en una línea de filosofía moral que puede perseguirse hasta la antigüedad” (Gadamer, 1999, p. 72). En ambos casos, la generalidad subjetiva y el sentimiento moral, como lo atestigua la línea divisoria entre el individuo y la comunidad, y como dice Hegel (1966), se trata de un deseo inhibido y alcanza un ámbito de la actividad humana que tiene que ver con la conciencia que se forma y la esencia de la educación en el sentido más amplio, pues como dice él, el deseo …

“la pura negación del objeto y, con ella, el sentimiento de sí mismo sin mezcla alguna. Pero esta satisfacción es precisamente por ello algo que tiende a desaparecer, pues le falta el lado objetivo o la subsistencia. El trabajo, por el contrario, es apetencia reprimida, desaparición contenida, el trabajo formativo(p. 120).

La conciencia es, como dice, “la acción formativa” y “la singularidad o el puro ser para si de la conciencia, que ahora se manifiesta en el trabajo fuera de sí” (p. 120). La idea de un sentido común, o de un sensus communis, reúne esta actividad formativa del ser humano. De nuevo, este sentido común es al mismo tiempo el requisito previo y la base para que podamos captar algo como lo común, es decir, para que podamos subsumir las particularidades de la percepción sensorial bajo un sentido común, pues el sentido común significa ante todo, según la koiné aísthesis, precisamente una facultad del hombre, pues aunque, como explica Aristóteles, “cada órgano sensorial es capaz de recibir la cualidad sensible sin la materia” (Aristóteles, Acerca del alma, 425a, 88), poseemos una facultad perceptiva por la que, cuando las impresiones sensoriales individuales coinciden, somos capaces, como él dice, de reconocerlas simultáneamente, y en este sentido tenemos la “sensación común y no por accidente de los sensibles comunes” (Aristóteles, Acerca del alma, 425a, 86). Así, Aristóteles ha señalado, como lo describe Gadamer (1999):

“que toda aisthēsis; tiene que ver con una generalidad aunque cada sentido tenga su campo especifico y en consecuencia lo que está dado en él inmediatamente no sea general. […] En realidad lo que nos está dado sensiblemente sólo lo vemos cada vez por referencia a una generalidad” (pp. 130-131).

Esto atestigua la estrecha conexión entre el sentido común en su significado original, lo que llamamos una idea común, y la estructura de la comunidad formada por la alianza de las personas entre sí, porque “sensus communis no significa […] sólo cierta capacidad general sita en todos los hombres, sino al mismo tiempo el sentido que funda la comunidad” (Gadamer, 1999, p. 50). La facultad humana del sentido común va así más allá de la experiencia sensorial inmediata, el puro sentido del yo, como dice Hegel, y forma una comprensión general y una existencia frente a lo que desaparece y es fugaz. La conciencia formada por este trabajo espiritual de la actividad humana “supera sin embargo a todo sentido natural en cuanto que éstos están siempre limitados a una determinada esfera. La conciencia opera en todas las direcciones y es así un sentido general(Gadamer, 1999, p. 47). Este sentido general, que se funda en la capacidad del sentido común, nos permite captar y experimentar nuestro mundo de la vida en una totalidad general, imaginarlo en este sentido y formarnos una idea de él que garantice su existencia. Ahora bien, la percepción y la experiencia de la existencia es en el fondo siempre de nuevo una percepción accidental de nuestro mundo de la vida, que nosotros, sin embargo, en el momento del acontecimiento, reunimos siempre en un todo de sentido y somos capaces también de anticipar y captar como un contexto de sentido. Imaginemos que no se pudiera combinar la percepción actual en un todo de significado, entonces – y todos lo sabemos por diferentes situaciones – el paso de un gran camión, por ejemplo, que desencadena en nosotros una reacción física por su aproximación, el ruido y las vibraciones quizás perceptibles, representaría en un primer momento una amenaza que, sin embargo, se anula e integra mediante la combinación de lo meramente percibido en un todo general de significado correspondiente a nuestro mundo de la vida. Por un lado, se trata de la previsibilidad de una comunidad en la que podemos confiar, no obstante, en cuestiones de duda, y esto es lo que nos enseña esta experiencia, tenemos, además del conjunto general del sentido, que tomar como guía, también una percepción inmediata de las situaciones, un sentido por así decirlo innato para tomar una decisión. El concepto amplio de sentido común abarca, pues, por un lado, el significado del sentido general como principio de la conciencia operativa que sabe subsumir lo particular bajo lo general y, por otro, se trata de tener un sentido de cómo juzgamos, elegimos y actuamos, por así decirlo, según el sentido en las situaciones siempre cambiantes de la vida cotidiana en las que nos vemos envueltos. Así, este sentido no debe entenderse solo como una intuición de algo, sino también como un sentido de decisión sensible y está estrechamente relacionado con lo que llamamos gusto. Como dice Gadamer (1999) tan bellamente, el “discernimiento sensible que opera el gusto, como recepción o rechazo en virtud del disfrute más inmediato, no es en realidad mero instinto, sino que se encuentra ya a medio camino entre el instinto sensorial y la libertad espiritual” (p. 67). Así, Gadamer (1999) muestra que “el gusto no se limita en modo alguno a lo que es bello en la naturaleza […] sino que abarca todo el ámbito de costumbres y conveniencias” (p. 70), es decir, allí donde nos encontramos en situaciones que exigen un juicio y una elección para orientar la acción. Sobre esto, Gadamer (1999) subraya que, por un lado, con el gusto “se designa una manera propia de conocer” (p. 70), y que, en última instancia, “toda decisión moral requiere gusto” (p. 72). Así, a veces se habla de mal gusto, o de que algo es insípido. Pero no es insípido porque simplemente no sabe a nada, ya que eso tendría que significar en primer lugar que no excitaría el sentido del gusto en absoluto, y en este marco solo afectaría al sentido del gusto como tal. Cuando evaluamos algo como insípido, esto es más bien en un sentido negativo, entendido como un juicio hecho sin la capacidad del gusto, porque está fuera de lo que puede considerarse gusto en absoluto y no se sitúa en el marco de una generalidad. Así, la experiencia de lo insípido es más bien algo que se nos impone como lo desconocido e inusual, algo que más bien nos crea un desagrado repulsivo que un placer. Lo que corresponde a nuestro gusto, si no es exactamente como un gozo de aceptación, quizá nos pasó más bien desapercibido, como ocurre igualmente con la salud, que solo llama la atención por cualquier alteración. Así, aunque digamos que algo es cuestión de gusto, que puede ser de una u otra manera, siempre se sitúa en el marco de la generalidad que contiene el gusto. Esto demuestra la estrecha relación entre lo que llamamos gusto y el sentido común. El sentido común es quizás aquella facultad de los hombres que coordina el pensar, el querer y el actuar, los concilia y es capaz de llevarlos a una unidad, pues la esencia del sentido común es juzgar y elegir y se dirige, en última instancia, a la acción. Aquí queda claro que el gusto, el sentido común y la ética, tanto la formación de la armazón asociada a ella como su aplicación práctica, están estrechamente entrelazados. A través de este requisito de juzgar y elegir, el sentido común es constitutivo, por un lado, de la autorreferencia, así como para la relación social en la interacción humana. Así, por ejemplo, el bon sens, tal y como lo entiende Bergson, “como fuente común de pensamiento y voluntad” (Gadamer, 1999, p. 56).

Nietzsche, por su parte, llama la atención críticamente sobre el lado más bien oscuro del sentido común, que tiene su precio para cada individuo, pues la estructura y los mecanismos del sentido común son, en relación con la comunidad, hasta cierto punto vinculantes, entendidos de tal manera que la generalidad del sentido común exige un comportamiento moderado de todos. Con relación a ello, Nietzsche señala la coherencia de lo agradable, lo placentero y lo útil y conveniente, pues la esencia de la moral es, como dice, “la unión de lo placentero con lo útil” (Nietzsche, 2014, 97, p. 115). La conservación de esta unidad se manifiesta en el hábito de nuestra forma de vida. Aquí es donde nos sentimos como en casa. Desde que la conciencia se ha despertado en el hombre, su acción ya no se refiere a la mera percepción accidental y al mero “bienestar momentáneo sino al duradero”, es decir, la acción dirigida a la utilidad y su conveniencia, así “se integra en un orden […] y actúa como individuo colectivo” (Nietzsche, 2014, 94, p. 113).

La moral, como dice, “nace del hábito” y uno “experimenta en ello placer y se saber por experiencia que lo habitual es eficaz” (Nietzsche, 2014, 97, p. 115). El sentimiento de moralidad y de conciencia ética puede verse así, por un lado, como un placer satisfactorio y, por otro, de nuevo como uno que provoca rechazo y resistencia, pues como dice él, “todas las costumbres, también las más rígidas, se van haciendo más agradables y suaves y […] incluso el modo de vida más severo puede convertirse en un hábito, y por tanto en un placer” (Nietzsche, 2014, 97, p. 115). Ciertamente, se debe distinguir entre el deber ético y el sentido común porque el conjunto de normas éticas y el sentido situacional de la decisión y la acción correctas a veces divergen; así, también ocurre que a veces actuamos de forma diferente en las situaciones individuales de lo que nos transmite nuestro sentido de la situación concreta, sino que actuamos según una norma y un hábito. Esto es válido no solo para las acciones relacionadas con la comunidad, sino también para las decisiones que, en cierta medida, nos afectan sólo a nosotros mismos, pues ¿no conocemos esa voz interior que resuena después y nos susurra ‘debería haberme escuchado a mí mismo’? Nietzsche también se refiere al cumplimiento de las normas y a la adhesión a los hábitos asociados con el placer y el disfrute como el instinto social en el que ve la más antigua alianza entre las personas, “cuyo sentido reside en eliminar y rechazar en común la amenaza de un dolor por el bien de cada particular. Así, del placer nace el instinto social” (Nietzsche, 2014, 98, p. 116).

En primer lugar, se pueden señalar los siguientes puntos que se refieren a la cuestión de una estética de la existencia. Aunque nuestra comprensión cotidiana del concepto de estética lo asocia inmediatamente con lo bello, lo bien proporcionado y lo correctamente diseñado, creo que es importante considerar su origen y ser conscientes de que aisthēsis significa ante todo percepción y percepción sensual. Una vez más, decimos que algo nos parece estético, y no simplemente porque nos parezca, sino porque nos agrada. Nosotros decimos que eso es hermoso. Lo bello, pues, es estético porque su apariencia nos evoca placer. Sin embargo, el hecho de que la belleza sea una cuestión de gusto y una cuestión subjetiva amplía aún más el pensamiento, ya que la cuestión del gusto se refiere en primer lugar al juicio subjetivo, pero al mismo tiempo también se refiere al sentido común de todos nosotros, y este sentido común es el requisito previo para que podamos clasificar algo como una cuestión de gusto. Así, el sentido común, koiné aísthesis, como ya se ha dicho, es considerado como la capacidad humana para captar las particularidades de la percepción sensorial bajo un sentido general y, por tanto, es también la fuerza formativa que crea comunidad. Para cada individuo, este ser de la misma actitud en las estructuras de la comunidad significa que uno se somete a su ordenamiento hasta cierto punto, que se comporta según su significado, que diseña así un comportamiento moderado correspondiente al orden en este proceso de subjetivación. El comportamiento moderado que se diseña en el proceso de subjetivación tiene dos puntos de referencia esenciales: por un lado, la integración en las estructuras y los mecanismos de la respectiva comunidad y, por otro, la relación que cada individuo tiene consigo mismo. Estas referencias siempre tienen que equilibrarse entre sí de alguna manera, porque la persona individual, como sujeto del orden respectivo, está aprisionada entre las exigencias de la sociedad y las referencias que tiene él para sí mismo. Es un gran desafío verse a sí mismo, por un lado, como sujeto del mero deber y la obediencia y, por otro, como sujeto de la enkrateia, que juzga, elige y actúa bajo su propia responsabilidad y como estas formas de subjetivación pueden conciliarse entre sí. Para Kant, por ejemplo, la ley exterior y la interior deben sondearse mutuamente a través de la idea de la autonomía de la voluntad, es decir, de querer en última instancia lo que se debe. Así, la línea divisoria entre el tema del deber puro y el de la enkrateia es a veces difícil de encontrar, ya que en ambos casos se trata en última instancia de un mandato, basado en una legalidad, al que nos sometemos obedientemente. La línea divisoria obvia que surge inicialmente se refiere a esta misma legalidad, y en este sentido se puede distinguir entre una ley externa que nos enfrenta y una ley interna que es inherente a nosotros y que obedecemos. Sin embargo, estas dos formas de legalidad difícilmente pueden separarse, sino que se entrelazan constantemente, ya que no podemos desprendernos de las riendas de las relaciones sociales, así como de nuestra auto-relación. Más bien debemos hablar de una relación que estas formas tienen entre sí. El desafío planteado al sujeto puede aclararse de manera similar a como Kierkegaard explica en La enfermedad mortal en respuesta a la pregunta de qué es el yo, a saber, que el sujeto de estas regularidades, que se sitúa entre las referencias de la comunidad y su yo, es una relación, y una que se relaciona consigo misma; el sujeto mismo es aquí “no la relación, sino que la relación se relaciona consigo misma” (Kierkegaard, 2002, p. 13)[3]. Si, por el contrario, no tuviéramos ninguna autorreferencia, lo que atestigua una cierta actitud que sabe provocar un conflicto de intereses, podríamos, por un lado, acatar de forma absolutamente obediente y ciega cualquier autoridad, o, por otro, entregarnos irresponsablemente, por así decirlo, a nuestras lujurias, deseos y placeres. Este es precisamente el problema que plantea Kierkegaard en O lo uno o lo otro, donde contrapone al eticista con el esteta y trata de conciliar sus actitudes ante la vida. Pero no es el caso de que no tengamos autorreferencia, ya que a través de la facultad de la autoconciencia somos capaces de dirigir la mirada cognitiva hacia nosotros mismos. Además, hay que reconocer que las exigencias de las leyes externas a través de la comunidad no representan un poder universal superior, sino un orden general que el hombre, por así decirlo, ha producido por sí mismo a través de su capacidad de sentido común y el sentido de comunidad asociado a él. Una estética de la existencia, por un lado, como percepción de la existencia y, por otro, también como belleza de la existencia, creo que llega necesariamente a este ámbito de la autorreferencia, en el que, en última instancia, se pone en la balanza la problematización de las regularidades que nos mueven a la acción, y se toman en consideración el juicio y la elección, el placer y el desagrado, la armonía y la resistencia.

2. La estética de la existencia como espacio constructivo de la autorreferencia

Si se vuelve a considerar la frase la estética de la existencia, pensamos en primer lugar, a través del amplio concepto de estética, en la percepción de la existencia, y de nuevo también en la belleza de la existencia, pues la belleza, según Cassirer, “es parte de la humana experiencia, algo palpable e inconfundible” (Cassirer, 1967, p. 119). Así que ahora se puede preguntar directamente si la apariencia y la percepción de la existencia nos evocan placer, si la consideramos bien proporcionada y diseñada según la medida correcta, y si la experiencia de la existencia, como la estética se relaciona con el arte, puede ser considerada como tal y, en particular, practicada. Pero la experiencia de la existencia es algo más que experimentar algo porque nosotros mismos estamos inevitablemente implicados con ese algo, como lo está el artista con su obra, y a partir de ahora tenemos que trabajar en nuestro plan de vida en relación con las condiciones sociales bajo nuestra propia responsabilidad, para dar a nuestra existencia una forma en la que podamos reconocernos, igual que el artista quiere dar forma a una idea o a una experiencia. Si, por ejemplo, miramos una obra de arte, un cuadro en una exposición, una escultura en un espacio público o incluso una mera ilustración de una obra en un catálogo, primero vemos la obra como una especie de cosa, colgada en la pared, de pie en el espacio o simplemente representada como tal. Ahora bien, puesto que se trata de una obra de arte, así que estamos tratando con una cosa “que encierra algo más” (Heidegger, 2010, p. 13). Si nos detenemos en lo que hemos captado por medio de la percepción, a menudo nos preguntamos, por un lado, qué es lo que se supone que representa y, por otro, juzgamos independientemente de lo que puede representar, como si fuera desinteresado de la cosa, como diría Kant, si nos agrada y despierta en nosotros la sensación de placer o si más bien genera desagrado. Y aunque, como dice Gadamer, “es sólo lo particular de una experiencia sensible que solemos referir a un universal hay algo que, de pronto, a la vista de la belleza, nos detiene y nos fuerza a demorarnos en eso que se manifiesta individualmente” (Gadamer 1991, p. 25). Independientemente de cómo nos afecte la obra, de si nos agrada o nos disgusta, puede que nos quedemos más tiempo para explorarla más de cerca, ya que tanto lo bello como lo desagradable pueden atraernos de alguna manera. Karl Rosenkranz, por ejemplo, se refiere a esto desagradable, totalmente en la tradición de Hegel, como la belleza negativa, pues como dice, “lo feo es sólo en cuanto que lo bello, que constituye su positiva condición previa […] aquello que es lo feo es sólo posible por su relación con lo bello que contiene su medida” (Rosenkranz, 2015, pp. 24-25). Ahora bien, cuando nos gusta algo, tendemos a decir, y esto está en nuestro uso del lenguaje, que es atractivo y ameno, pero este ser atractivo se refiere sobre todo a lo bello y lo agradable, a saber, en lo que comúnmente entendemos y aceptamos como bello y se limita a lo que llamamos buen gusto. Lo que me gustaría sugerir es que, sin caer en una generalidad subjetiva, debemos estar abiertos a escuchar lo que la obra nos dice. A veces nos precipitamos en nuestros juicios y no somos capaces de escuchar lo que la obra es capaz de decirnos. Así que no se debe despreciar el direccionamiento de lo incómodo, porque incluso aquello que tal vez nos genere más bien desagrado tiene un efecto en nosotros de alguna manera, porque el direccionamiento de la obra es su efecto y en esta promesa de la obra aprendemos algo sobre lo que la obra nos dice. Seguramente todos estamos familiarizados con esto cuando nos preguntamos ¿Qué nos dice el objeto que estamos mirando? Así que el objeto nos habla y en esta promesa escuchamos su declaración. Al escuchar la declaración de las impresiones sensoriales de la obra tomada por la vista y del lugar donde se encuentra, nos formamos a su vez una idea, una concepción, buscamos un significado o lo asignamos a una idea ya formada, una generalidad. Gadamer explica, por ejemplo, que:

“[e]n tanto que ser que comprende, tengo que identificar. Pues ahí había algo que he juzgado, que ‘he comprendido’. Yo identifico algo como lo que ha sido o como lo que es, y sólo esa identidad constituye el sentido de la obra” (Gadamer, 1991, p. 33).

La percepción a través de la visión de algo siempre se extiende de alguna manera más allá de la visión, ya que esta forma general incluye nuestros otros sentidos a través del sentido común. Al ver una escultura, por ejemplo, los demás sentidos se abren por el atractivo de la escultura y oigo, si soy capaz de escucharla, la actividad del artista en su obra, el espacio, las herramientas, los sonidos del espacio, en general todo el ambiente de esta creación. Sin embargo, el observador debe activarse a sí mismo como el que capta y comprende, ya que, como dice Gadamer (1991), “sólo habrá una recepción real, una experiencia artística real de la obra de arte, para aquel que ‘juega‐con’, es decir, para aquel que, con su actividad, realiza un trabajo propio” (p. 34). Toda obra, como él dice, “deja al que la recibe un espacio de juego que tiene que rellenar” (p. 34), y exige del copartícipe “un trabajo propio de construcción” (p. 44). A través de esta contribución propia y experiencia, se aclara el alcance del arte, ya que, como dice Cassirer (1967), “tampoco es el arte mera reproducción de una realidad acabada, dada. Constituye una de las vías que nos conducen a una visión objetiva de las cosas y de la vida humana” (p. 123) y también tiene un carácter comunicativo a través de la adhesión de la obra. Al respecto, según Cassirer (1967), el arte se puede describir como un “proceso continuo de ‘concreción’” (p. 124). La percepción de la actividad del artista, a su vez, amplía la experiencia del arte, ya que a través de esta audición la mirada se dirige a través de la obra al propio artista y su actividad. Ahora, se puede decir que el artista nos habla a través de su obra. A su vez, la propia obra habla a través de su figura y forma simbólica. A través de lo que llamamos arte, se abre un proceso hermenéutico, si se quiere, a través del cual se pone de manifiesto la imbricación del artista, su obra, la obra y el observador. Gadamer llama a esto la “identidad hermenéutica de la obra” (Gadamer, 1993, p. 116). Esta es también la respuesta a la pregunta de qué es lo que mueve al artista en primer lugar, así como al ser humano en general, a hacer algo, pues es su impulso creativo fundamental, su voluntad, en lo que se basa la eficacia humana. Cassirer habla de dar a las pasiones una forma estética, es decir, “[d]otar de forma estética a nuestras pasiones significa transformarlas en un estado libre y activo. En la obra del artista el poder mismo de la pasión se ha convertido en plasmador” (Cassirer, 1967, S. 129). La esencia de la actividad del artista, podría decirse, reside en su destreza[4] [Kunstfertigkeit], en la téchne de producir una forma que corresponda a su verdad. Así, por un lado, como dice Heidegger, el “artista es el origen de la obra. La obra es el origen del artista” (Heidegger, 2010, p. 11) y, por otro lado, en la obra de arte “se ha puesto manos a la obra la verdad de lo ente” (Heidegger, 2010, p. 20).

A través de la actividad del artista y de su relación con la obra, se aclara el alcance del concepto de destreza del hombre, a saber, un impulso inherente al hombre de observar, comprender y dar forma a su mundo vital y a su existencia, y, en última instancia, la cuestión de una estética de la existencia se refiere a esto, a saber, desplegar a través de esta destreza de la existencia una forma correspondiente a su verdad. El concepto de destreza abarca, pues, además de su significado de actividad manual y destreza, todo el contexto del que es testigo el ser humano, su actividad y la obra. Aquí, a su vez, la destreza habla de su origen como téchne, y significa, más allá de la habilidad, el cómo hacer algo, en el que se reúnen todos los tipos de técnica que conciernen al hombre en su relación con la vida. Así, este cómo hacer algo se remonta muy atrás en la historia de la humanidad, por ejemplo, a partir de la producción de las primeras herramientas, la fabricación de ropa y las viviendas, entendidas aquí como técnicas de supervivencia y de mejora de las condiciones de vida. Cuando las personas se reunieron en grupos más grandes y formaron comunidades sólidas, se hizo cada vez más importante seguir reglas generales de comportamiento, a partir de las cuales se desarrollaron técnicas de práctica de vida en la convivencia de las estructuras sociales, así como técnicas de comunicación y mediación. Al respecto, el diseño creativo es también una forma de dar expresión y forma a la comprensión del mundo, como puede verse, por ejemplo, en la imitación que hace un niño al realizar un dibujo infantil. Del mismo modo, esto también se aplica al aprendizaje de una lengua cuyo origen, como dice Cassirer, “en una imitación de sonidos” (Cassirer, 1967, p. 220). De manera similar, la destreza del niño que observa y busca comprender da testimonio de una “imitación de cosas exteriores. La imitación es un instinto fundamental, un hecho irreductible de la naturaleza humana” (Cassirer, 1967, p. 120). Aquí es donde comienza la comprensión del ser en su forma simbólica en cada ser humano. Así, como ser humano consciente de sí mismo, se trata también de las técnicas del yo, es decir, qué relación tenemos con nosotros mismos como sujeto de un orden y qué formas de subjetivación desarrollamos en estas relaciones, porque lo que constituye al sujeto, según Frédéric Gros, son:

“precisamente unas técnicas de sí históricamente identificables, que concilian con unas técnicas de dominación también históricamente datables. Por lo demás, el individuo sujeto no surge nunca sino en la encrucijada de una técnica de dominación y una técnica de sí” (Foucault, 2002, p. 497).

Además de la habilidad de la destreza, la técnica se entiende también como un medio para alcanzar un fin y el objetivo asociado, el despliegue de la teoría y los métodos aplicados al respecto. Esto atestigua la peculiaridad del hombre como ser pensante, pasional, entendido como deseo y voluntad, y actuante que observa, quiere comprender, intenta explicar y quiere diseñar. En general, se podría decir que téchne significa, por un lado, el manejo de las exigencias que nos plantea la vida y, por otro, el diseño creativo asociado a ella. Esta amplia perspectiva de la destreza de los hombres es ciertamente una de las características esenciales de lo que llamamos cultura, porque todo lo que llamamos cultura es una variedad de formas de creatividad humana, y la eficacia de los seres humanos deja tras de sí tales formas y figuras que recorren como huellas nuestra historia, tal como las conocemos, por ejemplo, desde el arte, la religión, la filosofía y la política, y a cuyas huellas y formas volvemos una y otra vez de forma hermenéutica.

El hecho de que nos preocupemos por hablar de una estética de la existencia indica que nosotros, como seres pensantes, pasionales y actuantes, somos conscientes, nos preocupamos y nos ocupamos de nuestro ser. En este sentido, lo que llamamos estética de la existencia está ligado a la relación entre la preocupación por el ser, su problematización y las técnicas y prácticas que se desarrollan a partir de ella. Foucault describe estas técnicas y prácticas como “los procedimientos, existentes sin duda en cualquier civilización, que son propuestos o prescritos a los individuos para fijar su identidad, mantenerla o transformarla en función de cierto número de fines” (Foucault, 1999, p. 255). Frente a este horizonte, queda claro que la cuestión de una estética de la existencia es necesariamente una cuestión dirigida a la práctica cotidiana de la vida, ya que la experiencia de la existencia está así ligada a toda una serie de deseos, esperanzas, exigencias y condiciones que se configuran de forma fija a través de las formas de subjetivación. En última instancia, esta forma solo se realiza a través de la acción, y es en ella donde se atestigua la relación entre nuestra comprensión del mundo de la vida, cómo mediamos con él y la relación que tenemos con nosotros mismos en el proceso. Así, como explica Martin Saar, el “ethos de una moral […] es siempre la expresión de una auto-relación, de auto-posesionarse como tal, quien es y cómo puede y debe actuar” (Foucault, 2011, p. 328)[6]. Esto abre las preguntas de cómo nos vemos a nosotros mismos en la visión interna, cómo nos vemos a través de la experiencia del otro, qué decisiones tomamos, y si podemos reconocer en este juzgar y elegir una verdad que sea válida para nosotros. Por tanto, se debe considerar ciertamente todo este proceso hermenéutico en el que cada individuo está involucrado a través de su estar-allí, cómo interpreta las condiciones y las exigencias de la comunidad, así como las exigencias que se le hacen a uno mismo, y cómo maneja y da forma creativa a esta misma experiencia en la autorreferencia. En la libertad de la autorreferencia se abre un espacio constructivo en el que es posible una destreza del Dasein porque el espacio constructivo en la autorreferencia no está sometido a ninguna autoridad externa, sino a la autonomía del sujeto, que juzga, elige y decide bajo su propia responsabilidad, en la que se funda la libertad, pero también donde la voluntad se encuentra con el deber. En este margen constructivo, como dice Gros, “Foucault pone de manifiesto otra figura del sujeto, ya no constituido sino en constitución a través de prácticas reguladas” (Foucault, 2002, p. 484). Hacer surgir una figura correspondiente a su verdad mediante esta destreza de la existencia en la realización de la vida cotidiana significa que el sujeto y su verdad, según Gros, “a partir de una elección irreductible de existencia” (Foucault, 2002, S. 483), están interconectados. Así ‘las artes de la existencia’, como resume Foucault (1984), son las

“prácticas sensatas y voluntarias por las que los hombres no sólo se fijan reglas de conducta, sino que buscan transformarse a sí mismos, mortificarse en su ser singular y hacer de su vida una obra que presenta ciertos valores estéticos y responde a ciertos criterios de estilo” (p. 9).

Ahora bien, esta pretensión de hacer de la propia vida una obra de arte tiene ciertamente sus límites, sus condiciones ineludibles y, como se dice, su precio. Es cierto que somos libres de juzgar, decidir y elegir bajo nuestra propia responsabilidad, si no fuera por la acción real que se requiere para redimir todo, porque es solo en y a través de la acción que cada individuo recibe y moldea la forma que puede ser escuchada, por un lado, a través de los compañeros en la estructura social respectiva, y cómo nos reconocemos a través de estas acciones.

El precio que cada uno tiene que pagar por configurarse radica, por un lado, en la limitación de la voluntad y, por otro, en el esfuerzo del trabajo y en la acciónconfiguradora de enfrentarse a sí mismo en el espacio de la autorreferencia. Aquí radica la destreza de la existencia para producir una forma verdadera y existente para sí, y como dice Hegel tan bellamente, el “verdadero ser del hombre es […] su obrar; en éste es la individualidad real(Hegel, 1966, p. 192). Esta forma existente producida por el acto, se podría decir, es la expresión de la independencia del individuo en su autorreferencia y en relación con la estructura general de la comunidad. Así, la verdadera independencia consiste, como dice Hegel, “en la unidad y compenetración de individualidad y universalidad, pues lo universal sólo cobra realidad concreta por medio de lo singular en tanto en cuanto sólo en lo universal encuentra el sujeto singular y particular la base inconcusa y el auténtico contenido de su realidad efectiva” (Hegel, 1989, p. 134).

Uno de los mayores retos que plantea al hombre esta actividad formativa es el acuerdo interno entre la voluntad, como fuerza motriz propia del hombre, y los límites que marcan las condiciones de la vida. Cuando hablamos de la voluntad, hemos superado, por supuesto, aquella etapa de la historia humana en la que el hombre se guiaba más bien por su instinto, pues es de la facultad de la voluntad de donde surgen, en primer lugar, el juicio y la decisión de una acción intencionada. Solo a través de la facultad de la volición podemos hablar de libertad, es decir, en la libertad de manejar la propia volición, por así decirlo. La destreza de la existencia tiene sus riendas en esta correlación de la voluntad y sus límites, que por un lado guía la destreza, pero también lo limita, y en esta correlación se abre el espacio en la autorreferencia en el que puede surgir un arte de la existencia, que puede hacerse real como ethos a través de la acción. En este sentido, la voluntad, la libertad y la forma ética están estrechamente vinculadas entre sí. Como dice bellamente Foucault en una conversación “[l]a libertad es la condición ontológica de la ética; pero la ética es la forma reflexiva que adopta la libertad” (Foucault, 1999, p. 396). Por un lado, entonces, sin libertad no tendríamos un comportamiento ético, ya que la acción ética presupone la libertad de elección. Por otra parte, la libertad es la forma reflejada de la ética porque la libertad no es algo arbitrario, sino que en ella se reflejan nuestras formas de subjetivación y cuya elección subyace a nuestro querer. La idea de la correlación entre la libertad y la ética nos remite a la relación entre el pensar, el querer y el actuar, y debe preguntarse hasta qué punto nosotros, como sujetos de este orden, podemos ver en él una verdad que se aplique a nosotros y nos reconozca. Pienso aquí, por ejemplo, en la fina línea que hace de la voluntad un deber o más bien una especie de estética de la existencia. Ahora bien, la pregunta no puede responderse realmente de forma adecuada porque la estrecha línea que separa la experiencia de la acción como deber o como artesanía de la moderación no puede medirse; cada persona debe dominar este acto de equilibrio por sí misma en la exploración del deseo y el deber. Tal vez se debe plantear la cuestión de otro modo, a saber, cuál es el verdadero mediador en el conflicto entre la voluntad y el deber, si se puede extraer de él un sentido edificante de la vida y la coherencia. La elección y la decisión realizada a través de la acción me parecen ser el punto central aquí, y el verdadero mediador en el conflicto entre la voluntad y el deber es, en última instancia, el reconocimiento de lo que implica esta decisión; en qué dirección dirige la vida, qué consecuencias hay que soportar y qué cambios están asociados a ella. Así, por ejemplo, ¿son el miedo, el sentimiento de culpa y la mala conciencia, por un lado, los que siempre hacen fuerte el deber, o son la lujuria y el deseo como fuerza motriz de la voluntad los que pasan a primer plano y guían nuestras acciones? Se trata, pues, de gestionar la relación entre la voluntad y el deber, que se deja a la propia responsabilidad de cada uno; por un lado, la moderación de la voluntad y, por otro, el control del deber. Estas fuerzas inherentes al hombre y a sus condiciones de vida determinan la relación entre la voluntad y el deber, y una estética de la existencia en este horizonte tal vez consista precisamente en ser capaz de lidiar con estas fuerzas; tanto si experimentamos nuestras decisiones como edificantes o simplemente las aceptamos como un deber. Me parece que este es el centro que se sitúa en la autorreferencia, donde se abre el espacio constructivo que puede experimentar la validez como espacio potencial de una estética de la existencia.

Referencias

Aristóteles (1978). Acerca del alma, Gredos.

Cassirer, E. (1967). Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura. Fondo de Cultura Económica.

Foucault, M. (1984). El uso de los placeres. Historia de la sexualidad. Tomo II, Siglo XXI Editores.

Foucault, M. (1999). Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, III, Paidós.

Foucault, M. (2011). Ästhetik der Existenz – Schriften zur Lebenskunst, Suhrkamp.

Foucault, M. (2002). Hermenéutica del sujeto, Fondo de Cultura Económica.

Gadamer, H. G. (1993). Kunst als Aussage. J.C.B. Mohr.

Gadamer, H. G. (1991). La actualidad de lo bello. Paidós.

Gadamer, H. G. (1999). Verdad y método I. Sígueme.

Hegel, G. W. F. (1966). Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica.

Hegel, G. W. F. (1989). Lecciones sobre la estética, Akal.

Heidegger, M. (2010). Caminos del bosque, Alianza.

Kant, I, (1992). Crítica de la facultad de juzgar. Monte Ávila.

Kant, I (1969). Primera introducción a la “Crítica del Juicio”. Juárez.

Kierkegaard, S. (2002). Die Krankheit zum Tode, Europäische Verlagsanstalt.

Sabrovsky, E. (2006), La técnica en Heidegger, Universidad Diego Portales.

Rosenkranz, F. (2015). Estética de lo feo, Athenaica.

Nietzsche, F. (2014). Obras completas. Vol. III. Obras de madurez I. Tecnos.

Notas

[1] Para el texto en alemán, véase Foucault, M. (2011). Ästhetik der Existenz – Schriften zur Lebenskunst (orig. Dits et Écrits, 1994).
[2] La versión original de esta sección no lleva una separación en dos párrafos. Se ha optado por lo anterior para ofrecer una pausa en la lectura.
[3] Traducción del autor.
[4] Dado que la palabra Kunstfertigkeit viene de Kunst y Fertigkeit podría significar ‘la habilidad para el arte’. En el presente trabajo seguimos el uso heideggeriano de la expresión Kunstfertigkeit como destreza (Cfr. Sabrovsky, 2006).
[5] Martin Saar im Nachwort zu Ästhetik der Existenz von Michel Foucault. Traducción del autor.

Información adicional

Información sobre el autor: Boliviano. Magister en en filosofía contemporanea de la Universidad de San Buenaventura, Colombia. Actual estudiante de doctorado de la Universidad Alberto-Ludoviciana de Friburgo, Alemania. El texto aparece en la Revista Topologik, (28), 2020, pp. 28-42. Escrito por Peter Prøhl-Hansen, también autor del volumen: Philosophie des Alltäglichen. Philosophie im Übertrag – Aspekte der Philosophie und die Wirksamkeit des Menschen im alltäglichen Lebensvollzug und in Grenzsituationen, Reihe: Existenz und Autonomie 4, Lit Verlag GmbH & Co. KG Wien, Zweigniederlassung Zürich 2017.

Forma de referenciar (APA): Choque-Aliaga, O. (2023). Traducción. Esbozos sobre la estética de la existencia - I. Revista Filosofía UIS, 22(2), 373-389. https://doi.org/10.18273/revfil.v22n2-2023016



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