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El ecosistema social y los modos de supervivencia individual. Criterios para estudiar la corrupción y la criminalidad
The Social Ecosystem and Individual Survival Modes. Criteria For Studying Corruption and Criminality
Revista Filosofía UIS, vol. 21, núm. 2, pp. 201-228, 2022
Universidad Industrial de Santander

Artículos

Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 21, núm. 2, 2022

Recepción: 09 Noviembre 2021

Aprobación: 27 Abril 2022

Resumen: este ensayo aborda una interpretación de la violencia, la criminalidad y la corrupción en la sociedad, a partir del estudio de un cúmulo de fuentes de diversa índole, y del análisis crítico de las interpretaciones vigentes. Por ello, se discuten, con cierto detalle, los efectos perniciosos del predominio del platonismo en la interpretación de dichas fuentes, y se propone, de la mano de Nietzsche y del pensamiento evolucionista, un abordaje del problema, que, apoyado en la perspectiva del platonismo invertido planteado por el filósofo, concibe la sociedad como un ecosistema, esto es, un sistema vivo, donde cada individuo debe enfrentar el reto de sobrevivir, arreglándoselas para obtener recursos que aseguren su existencia. Así, hemos identificado diferentes modos de supervivencia y los hemos clasificado en tres categorías: 1) generadores (creadores-productores); 2) saqueadores (parásitos, predadores y oportunistas) y, 3) simbiontes (mutualistas y leoninos).

Palabras clave: ecosistema, supervivencia, parasitismo, depredación, simbiosis.

Abstract: this essay approaches an interpretation of violence, crime and corruption in society, based on the study of a host of sources of various kinds, and the critical analysis of current interpretations. For this reason, the pernicious effects of the predominance of Platonism in the interpretation of these sources are discussed in some detail, and it is proposed, from the hand of Nietzsche and evolutionary thought, an approach to the problem, which, supported by the perspective of Inverted Platonism raised by the philosopher, conceives society as an ecosystem, that is, a living system, where each individual must face the challenge of survival, managing to obtain resources that ensure their existence. So, we have identified different modes of survival and classified them into three categories: 1. Creator-producers; 2. Looters (parasites, predators and opportunists) and, 3. Symbionts (mutualists and lions).

Keywords: ecosystem, survival, parasitism, predation, symbiosis.

1. Introducción

Este trabajo no es el producto de una elucubración mental practicada sobre la base de supuestos, percepciones u opiniones recibidas de oídas o en los noticieros de televisión. Tampoco pretende proporcionar un compendio, resumen o comentario acerca de esos lugares comunes tan cómodamente arraigados en el imaginario colectivo de las mentes sabias o profanas. En cambio, es el resultado de pacientes años de reflexión sobre un cúmulo de fuentes diversas, que comprenden: trabajos académicos sobre problemas afines; textos teóricos de diferentes disciplinas; informes de prensa sobre temas relacionados; análisis de un sinnúmero de casos pertinentes; videos, documentales, series de televisión y películas del ramo, y la observación de la naturaleza inerte, viva y social, en particular, del animal humano. La necesaria extensión de los aspectos teóricos y la limitación del espacio disponible hizo imposible entrar en la casuística, la ejemplificación y la demostración de las tesis con pruebas en la mano, pero confío en que quien lea con atención sabrá encontrar las evidencias por sí mismo, al contrastar lo dicho con los hechos.

Uno de los rasgos distintivos de la sociedad colombiana es el alto nivel de violencia, criminalidad y corrupción que la caracteriza. Valga decir que estos factores presentan un carácter multisectorial, es decir, se encuentran en todas las esferas y estratos sociales, permitiendo suponer que existen conexiones complejas entre ellos y que el asesinato, la violación de derechos humanos de la población vulnerable, el desplazamiento forzado de individuos y comunidades, la desaparición forzada, el robo de todo tipo de cosas y a todo tipo de personas o entidades, el desfalco a las arcas del Estado, y otros tantos delitos, forman parte de un cierto modus vivendi que se ha naturalizado en el sistema social colombiano, hasta sus raíces más profundas. Es obvio que el delito y la corrupción existen en todas las sociedades, por cuanto en todas ellas hay formas de apropiación de recursos penalizadas por la ley o censuradas moralmente, pero estas alcanzan en Colombia unos niveles tan elevados que resultan inconvenientes para el éxito de cualquier proyecto de desarrollo humano y social. Por ello, es preciso abordar el problema en términos apropiados, aunque aquí nos limitaremos a los aspectos teóricos, procurando descifrar las condiciones de posibilidad que lo sustentan.

Por desgracia, estos problemas se suelen abordar de manera inadecuada, debido al predominio en las ciencias sociales, de un enfoque culturalista, con connotaciones idealistas, como luego se verá. Este trabajo se propone desarrollar un modelo de interpretación ecosistémico que permita estudiar los problemas anteriormente mencionados, sin caer en la conocida contraposición naturaleza/cultura o animalidad/humanidad y, antes bien, prestar igual atención a las continuidades y discontinuidades que se ofrecen a la observación cuando se contempla al ser humano como una especie más dentro de la compleja diversidad del mundo natural, la cual tiene también que resolver los problemas derivados del simple hecho de existir, como todos los demás seres vivientes.

2. Platonismo

Quizás pueda decirse que, en ciertas ocasiones, cuando la ciencia extravía su camino, debe acudir a la filosofía para volver a encarrilarse, sobre todo, en la medida en que se haga indispensable distinguir el nivel en el que operan ambos dominios y el objetivo que persiguen, pero también, para aprovechar el modo en que la filosofía permite otear desde las alturas los escollos que no se pueden percibir observando el horizonte desde la superficie. En ese sentido, al ubicarse en esa posición de exterioridad proporcionada por la filosofía, puede alcanzarse ese efecto de extrañamiento que resulta indispensable para observarse a sí mismo con los ojos del otro y ver lo que, de otro modo, permanece invisible porque siempre está ahí y, por lo mismo, se ha adquirido la costumbre de dejarlo pasar desapercibido, y se abre la posibilidad de que en el contraste se invierta el efecto, cuando se observa desde la superficie a quien observa las alturas desde la superficie y la superficie desde las alturas. Por cierto, no es otro el propósito que alienta las reflexiones que siguen.

Así pues, se hace necesario regresar a Platón, quien, en el famoso pasaje del Teeteto que trascribimos a continuación, nos pone sobre aviso acerca de las singularidades y los riesgos que acompañan al saber filosófico, al referirse a las burlas de que fue objeto el filósofo Tales de Mileto por parte de una criada, en los siguientes términos:

Éste, cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía delante y a sus pies. La misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía. En realidad, a una persona así le pasan desapercibidos sus próximos y vecinos, y no solamente desconoce qué es lo que hacen, sino el hecho mismo de que sean hombres o cualquier otra criatura. (Platón, 2011, pp. 470-471)

Cabe observar que este argumento, relativo a la naturaleza del razonamiento filosófico, no fue ajeno a los desvelos de Heidegger, quien lo aprovecha para hacer hincapié en el riesgo que corren aquellos que, como él, se ocupan de cuestiones tan abstractas y elevadas, de caer en un pozo sin fondo y ser objeto de burlas por parte de los profanos, agregando de pasada, en una especie de chiste fuera de tono, que “la filosofía es el pensamiento con el que esencialmente no puede hacerse nada y del cual, necesariamente, ríen las sirvientas” (Heidegger, 2009, pp. 18-19) (probablemente, dado que lo hace más de una vez, se regodee con el tema para burlarse de la burladora quien, no por casualidad, es una mujer). A su turno, Arendt (2002), sin dejarse afectar por la socarronería de su maestro, señala, al respecto, que:

La hilaridad antes que la hostilidad es la reacción natural de la mayoría ante la preocupación del filósofo y la aparente inutilidad de sus asuntos. Esta risa es inocente y bastante distinta del ridículo que suele dirigirse contra un adversario en las disputas serias, en las que puede convertirse en un arma temible. Platón [...] temía el ridículo de toda risa. Lo que importa aquí no son los pasajes de los diálogos políticos [...], sino la seriedad con la que narra la historia de la joven sirvienta tracia que se echó a reír al ver a Tales caer en un pozo mientras miraba hacia arriba para contemplar el movimiento de los cuerpos celestes. (pp. 104-105)

El tema, por lo demás, en cuanto involucra a un filósofo que tropieza o cae, y a una mujer del común que se burla de él, es susceptible de interpretaciones inusitadas, como la ofrecida por Pagés, en el texto que lleva por título, “La risa de la muchacha tracia” (2018, pp. 29-40), la «espectadora del espectador», donde, refiriéndose a esta cuestión, la autora expresa que la filosofía “señala la feminidad como una posición que hace caer al discurso filosófico, mejor dicho, lo hace titubear. Cuando se acerca a la filosofía, la hace trastabillar. Ella no se da cuenta del obstáculo que pisa” (p. 30). Lo cual se debe al abordaje proximal femenino de los detalles del mundo que se le ofrece a la percepción, donde no pasan desapercibidos sus próximos y vecinos y que, desde esa posición, con los pies en la tierra, interpela la perspectiva ensimismada y distante asumida por los filósofos, llenándola de matices, empatía y lúdica. Interesante perspectiva.

Por otro lado, en el relato aparece, de acuerdo con Reale, “la emblemática figura de Tales, presentado por Platón en el Teeteto como aquel que contempla y que representa al filósofo en cuanto tal” (2002, p. 262), agregando que “la tradición reconoce como ya encarnada en Tales esta «cifra teorética» del filosofar como contemplar” (2002, p. 262). Y aquí se encuentra el vínculo de la filosofía platónica con la metafísica, del cual se apropia Heidegger (2009) cuando, tras referirse al episodio de Tales, expresa que “este nombre, «metafísica», debería indicar solamente que las preguntas aquí tratadas se encuentran en el núcleo y en el centro de la filosofía […] Este nombre describe exclusivamente el proceder en el que se corre especial peligro de caer en un pozo” (pp. 19-20), sobre todo, cuando se abordan cuestiones tan serias como aquella de “la pregunta por la cosa”.

La más célebre ilustración de la metafísica platónica se encuentra, como se sabe, en el libro VII de la República, en la versión del mito de la caverna, donde se presenta al hombre corriente como un prisionero que ha sido privado del conocimiento de las cosas esenciales, inaccesibles para él, y estando condenado a conformarse con la percepción del pálido reflejo de unas realidades que están por fuera de su alcance. Dado que se trata de un relato extenso y bastante conocido, de su argumentación nos limitaremos a presentar dos de las conclusiones ofrecidas por Reale (2002):

En primer lugar, el mito simboliza los diferentes grados de la realidad: el muro representa la divisoria de aguas que divide el mundo sensible del suprasensible. Las sombras en la caverna representan las apariencias sensoriales de las cosas sensibles; las estatuas representan las mismas cosas sensibles. Las realidades verdaderas, que están más allá del muro, simbolizan las ideas. Los astros representan las ideas más elevadas y el sol simboliza la idea del Bien. Y los reflejos de estas realidades particulares que se ven en el agua del otro lado del muro representan los entes matemáticos intermedios […] En segundo lugar, el mito de la caverna simboliza los grados de la consciencia: la sensible, más acá del muro; la inteligible, del otro lado del muro, con la diferenciación del momento matemático y del dialéctico. (p. 334)

En consecuencia, la Verdad, lo mismo que el Bien, habitan el mundo suprasensible (el transmundo), que es el mundo de las Ideas (de allí que sea inteligible), y en ese más allá reside la esencia de las cosas que, por su parte, se materializan en este más acá de apariencias engañosas (el cismundo). Así, el mundo sensible deviene en apariencias que se perciben como un reflejo (imagen, copia, imitación) de esencias primordiales independientes y determinantes en sí mismas. De otro modo, el pensamiento metafísico, como si dijéramos, presume la existencia de una especie de planos de construcción, anteriores y superiores al ente material, a los cuales, este último trata de acercarse con obstinación, pero infructuosamente (arriba se encuentran los arquetipos ideales, perfectos, inmutables y eternos; abajo se localizan los entes materiales, degradables, cambiantes y transitorios). En ese orden, se puede asumir que, cuando se da prioridad a las ideas ˗entendidas como el deber ser de las cosas˗ sobre los hechos ˗lo que acaece˗, que, bajo este supuesto quedarían subordinados a dichas ideas, se está adoptando una perspectiva platónica.

Con base en lo anterior, podemos afirmar que el enfoque culturalista predominante en las ciencias sociales perpetúa la metafísica platónica recibida en Occidente a través el cristianismo, al preservar subrepticiamente, su naturaleza dualista, la cual, como dice Mèlich (2010), asume que:

Tras el mundo sensible existe otro, otra realidad, la auténtica, la verdadera. Toda metafísica se sostiene grosso modo sobre esta hipótesis: el mundo, el paso del tiempo, el sufrimiento, la muerte… sólo se pueden soportar en la medida en que pueden considerarse una expresión (superficial) de otra realidad más profunda, auténticamente real, que les da sentido. (p. 52)

Scheaffer, por su parte, considera tanto el aspecto existencial que da sentido al dualismo metafísico, como el aspecto conceptual que identifica esta manera de pensar el problema, dándole el nombre de tesis del dualismo óntico, que es concomitante a la tesis de la excepción humana, como se puede ver aquí:

El «dualismo óntico» es la tesis según la cual existen dos modalidades de ser, la realidad material por un lado, y la realidad espiritual por el otro […] La Tesis [de la excepción humana] implica […] una interpretación específica del dualismo ontológico: […] reserva ese estatuto al hombre, y también se sirve de él para justificar el postulado de la ruptura óntica entre el hombre y los otros seres vivos. Pero al mismo tiempo traspone la ruptura óntica al interior del hombre mismo, de manera que el polo «espiritual» se convierte en el polo propiamente humano mientras que el polo «corporal» corresponde a la animalidad. (Scheaffer, 2009, p. 380)

Desde luego, Schaeffer no desconoce el alcance universal de esta manera de enfrentar la angustia de la muerte, presente en todas las culturas, dada la conciencia universal de la finitud humana. De allí que se vea llevado a admitir que:

Después de todo, puesto que todos los hombres comparten el mismo destino (mortal) y que su arquitectura cognitiva y emotiva de base es la misma sea cual sea la sociedad en la que viven, las soluciones mentalmente satisfactorias para la angustia de la muerte -una angustia que parece formar parte del precio que paga la humanidad por el acceso a representaciones reflexivas- no son muy numerosas: negar la mortalidad, y postular por lo tanto algún tipo de supervivencia después de la muerte del “cuerpo”, ha sido una solución que se ha propuesto en prácticamente todas las culturas. (p. 227)

En efecto, está presente en todos los mitos del paraíso perdido, incluido, por supuesto, el mito fundacional de la tradición judaico-cristiana, cuya formulación moderna se presenta como el argumento del diseño inteligente o hipótesis de Dios, del cual Dawkins (2007) proporciona una versión y ofrece una inmediata refutación:

existe una inteligencia sobrenatural y sobrehumana que, deliberadamente, diseñó y creó el Universo y todo lo que contiene, incluyéndonos a nosotros. Este libro defenderá un punto de vista alternativo: cualquier inteligencia creativa, con suficiente complejidad como para diseñar algo, solo existe como producto final de un prolongado proceso de evolución gradual. Las inteligencias creativas, tal cual han evolucionado, llegan necesariamente tarde al Universo, y por lo tanto, no pueden ser las responsables de su diseño. Dios, en el sentido ya definido, es un espejismo. (p. 41)

Un espejismo porque proyecta en un pasado remoto la imagen de un ser inmensamente más complejo que los seres del presente, dejando irresoluta la cuestión de su propia procedencia. Así sea. Consideremos ahora los efectos del entrecruzamiento del judaísmo y del zoroastrismo con el helenismo, en particular, con el platonismo, en los albores del cristianismo. Es el caso del gnosticismo (movimiento cuya anterioridad, contemporaneidad o posterioridad al cristianismo, aún se discute), donde el dualismo metafísico alcanza los más altos extremos, al postular no uno sino dos dioses, uno del cielo y otro de la tierra, uno del espíritu y otro de la materia, uno del bien y otro del mal, coincidiendo el segundo con el demiurgo (artesano o artífice) platónico, como también fue el caso del maniqueísmo y de otras sectas que comparten con el gnosticismo antiguo una análoga concepción del mundo.

El gnosticismo ubica la perfección propia del bien del lado del espíritu, y la corrupción inherente al mal, del lado de la materia, por lo cual, podría llamársele maniqueo[1] pues, como dice Wolfe (2013):

Al igual que el gnosticismo, […] y de un cierto número de sectas hasta ahora bastante oscuras, como las de los bogomiles y los cátaros, el maniqueísmo postulaba la existencia de un reino del mal absoluto, tan poderoso como el del bien. Y lo más significativo era que trataba también al ser humano individual de una manera dualista: la bondad residía en nuestra alma incorrupta, mientras que la materia terrenal, especialmente nuestros cuerpos, salvo algunos raros y preciosos rayos de luz, era toda ella suciedad y oscuridad. (p. 121)

Según esta doctrina, el mundo material sería el producto de las manipulaciones de un Demiurgo (dios artesano) malévolo, que modela los seres materiales a partir de un repertorio de arquetipos ideales. En resumen, la carne sería la cárcel del espíritu y, por lo tanto, su condena. El acceso al mundo terrenal sería el resultado de una caída de lo espiritual a lo material. Literalmente, el hombre habría sido arrojado al mundo[2]. La carne, lo material, sería despreciable y degradable, y el amo del mundo, el Demiurgo, no sería un dios bueno. Bajo esta lógica, la tierra y el infierno serían una misma cosa. Y por “un accidente acaecido en las regiones superiores o como resultado de la agresión primordial de las tinieblas contra la luz” (Eliade, 1999, p. 436), el Dios del Nuevo Testamento habría quedado exento de toda culpa, ya que su reino no es de este mundo. Adicionalmente, su hijo Jesucristo habría descendido a la tierra sin encarnarse en la demiúrgica materia, limitándose a adoptar una apariencia física engañosa (docetismo). Al final, todo concluiría en una inmensa batalla cósmica que pondría fin al demiurgo con su mundo terrenal (el fin del mundo). Con todo, este dualismo exacerbado ofrecía una explicación plausible, desde el punto de vista religioso, de la prevalencia del mal en la tierra, evitando los rodeos y enredijos retóricos de un cristianismo como el de Agustín (Safranski, 2001, pp. 50-53), cuyo dualismo es más moderado.

Un intento de salir del atolladero se encuentra en el “Discurso sobre la dignidad humana” del autor renacentista, Giovanni Pico della Mirandola, quien, a sabiendas de los riesgos a que se exponía, procuró conciliar eclécticamente el enrarecido dualismo platónico-cristiano con la perspectiva holista de la tradición hermética. En ese Discurso, de evidentes alusiones al demiurgo platónico, expresa que el Dios Padre, bajo el furor de su acto creativo, habría agotado los arquetipos disponibles para modelar los seres materiales ‒cuya naturaleza estaría determinada por su origen arquetípico‒, y notando que faltaba un ser que pudiese conocer, amar y admirar la magnificencia de su obra, habría creado al hombre. Después pone en boca del Dios Padre, también llamado el Supremo Arquitecto o el Óptimo Artífice ‒términos más propios del hermetismo y la masonería que del cristianismo‒, una declaración en donde el hombre aparece como un ser abierto al mundo, sin determinismos ni constricciones, proteico, que puede modelarse a sí mismo según le parezca, elevándose hasta exuberantes alturas como un ser celestial, o degradándose hasta viles e inmundos abismos como abyecta alimaña. El texto dice así:

No te he dado, oh Adán, ni un lugar determinado, ni una fisonomía propia, ni un don particular, de modo que el lugar, la fisonomía, el don que tú escojas sean tuyos y los conserves según tu voluntad y tu juicio. La naturaleza de todas las otras criaturas ha sido definida y se rige por leyes prescritas por mí. Tú, que no estás constreñido por límite alguno, determinarás por ti mismo los límites de tu naturaleza, según tu libre albedrío, en cuyas manos te he confiado. Te he colocado en el centro del mundo para que desde allí puedas contemplar con mayor comodidad a tu alrededor qué hay en el mundo. No te he creado ni celestial ni terrenal, ni mortal, ni inmortal para que, a modo de soberano y responsable artífice de ti mismo te modeles en la forma que prefieras. Podrás degenerar en las criaturas inferiores que son los animales brutos; podrás, si así lo dispone el juicio de tu espíritu, convertirte en las superiores, que son seres divinos. (Petrarca, et al., 2000, p. 99)

En este fragmento se pueden apreciar los principales elementos característicos del dualismo metafísico: los arquetipos platónicos, el Dios arquitecto o artífice creador del mundo, la referencia al judaísmo y a Platón, y el contraste entre necesidad y libertad, expresado en la contraposición entre la fijeza del animal y el libre albedrío del hombre, que puede ascender hasta elevadas cumbres o hundirse en abismos despreciables, conservando, no obstante, su posición de superioridad sobre el animal. Pero, como señala Arnold Gehlen, refiriéndose a su propio trabajo: “el problema antropológico aquí bosquejado se encuentra ya en la Summa theologica de Tomas de Aquino (I, 76, 5):

El alma espiritual es el alma más perfecta. Pero si los cuerpos de los demás animales sensibles (es decir, los animales) poseen una protección dada a la par que su naturaleza, pelos en lugar de vestido; pezuñas en lugar de zapatos, así como también las armas que les dio la naturaleza, como garras, dientes y cuernos: parecería pues que el alma espiritual no podría ser unida a un cuerpo tan imperfecto, ya que le faltan tales ayudas […] El alma espiritual tiene la fuerza hacia lo infinito, ya que puede captar lo universal (apertura al mundo). Y por ello no pudo ser que le fueran fijados por la naturaleza modos de pensar concretos, instintivos... en lugar de esas cosas el hombre posee por naturaleza la razón y las manos, que son los instrumentos de los instrumentos, etc. (Tomas de Aquino, citado en Gehlen, 1987, p. 39)

Curiosamente, esta tesis, cuya versión extrema presenta, como acabamos de ver, al hombre emparentado con lo divino y en el centro del universo, posee una versión profana donde el hombre aparece como un ser biológicamente imperfecto que, a pesar de sus limitaciones, logra obtener ventajas de sus propias deficiencias.

De acuerdo con Simondon, su hilo conductor se puede trazar desde la antigüedad socrática y platónica, pasando por el estoicismo de Séneca, siguiendo con el cristianismo –principalmente el de los apologistas–, hasta alcanzar su máxima expresión en la radicalización del dualismo en Descartes. Su objetivo consiste en presentar al hombre como un ser de condición especial, completamente separado de los demás animales y que, por encima del instinto, encuentra en el pensamiento su rasgo distintivo por excelencia. En palabras de Simondon:

[…] es el tema del junco pensante. El hombre parece inferior a los animales en todo lo concerniente a la naturaleza, al montaje instintivo, pero es incomparablemente superior a ellos en todo lo que concierne a la razón. Si se toman algunos pasajes de Séneca, se encontrarán en el estoicismo latino, ricos y numerosos ejemplos de comparación entre los seres vivos animales que están perfectamente adaptados a su función por naturaleza, y los hombres que son inadaptados de origen y desde el primer intento. Por ejemplo, dice Séneca que en todos los seres vivos existen defensas naturales. Unos tienen bellas pieles que los protegen del frío, otros tienen escamas, otros púas, otros tienen una piel viscosa que impiden que se los tomen con la mano, otros están envueltos en una robusta concha. El hombre nada tiene. Nace dejectus, se lo pone en el suelo, es incapaz de moverse, mientras que ya los polluelos de las aves son capaces de buscar un alimento, los insectos cuando nacen saben a dónde deben dirigirse para emprender vuelo. El hombre nada sabe. Es desfavorecido por la naturaleza. Debe aprender todo y debe durante largos años depender de sus padres para lograr ganarse la vida y prevenirse contra los principales peligros que acechan su existencia. Pero, en cambio, posee la razón, es el único de todos los animales que permanece erecto, que puede dirigir los ojos hacia el cielo […] El resto de la creación pertenece al mundo, a la naturaleza, todo está limitado a sí mismo, pero el hombre es de otra naturaleza y descubrirá su verdadero destino en otro mundo. (Simondon, 2008, pp. 46-47)

El “tema del junco pensante” es una alusión directa a Pascal; pero una idea análoga se puede encontrar en Pico della Mirandola, como vimos. Mas será en las manos de Arnold Gehlen donde la tesis de la excepción humana llegará a su máxima expresión, y sorprende que se haya apoyado en Nietzsche (2010a) quien, en su ensayo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, enfiló su artillería contra la arrogancia del intelecto humano (pp. 189-201), y jamás pretendió separar al hombre del animal ni el instinto de la inteligencia. Aun así, toma como referencia la afirmación nietzscheana de que el hombre es “el animal todavía no afirmado” (Gehlen, 1987, p. 10), para presentarlo como “un ser […] desvalido, necesitado y expuesto” (p. 20), “un ser «inacabado»” (pp. 10 y 18), que “no está «establecido con firmeza»” (p. 18), un animal “sumamente imperfecto e incluso imposible” (p. 22), un “ser abierto al mundo” (pp. 39-40) que “estaría situado ante sí o ante ciertas tareas que le habrían sido dadas por el mero hecho de existir, pero sin resolver” (p. 10), una “tarea para sí mismo” (p. 40). En ese sentido, destaca la indigencia corporal del hombre ‒caracterizada por la carencia de medios específicos de adaptación como los que conectan a los animales con entornos particulares y posibilitan su supervivencia‒, la “no-especialización”, el “primitivismo”, es decir, algo “esencialmente negativo”:

En efecto, morfológicamente, el hombre, en contraposición a los mamíferos superiores, está determinado por la carencia que en cada caso hay que explicar en su sentido biológico exacto como no-adaptación, no-especialización, primitivismo, es decir: no evolucionado; de otra manera: esencialmente negativo. Falta el revestimiento de pelo y por tanto la protección natural contra la intemperie; faltan los órganos naturales de ataque pero también una formación corporal apropiada para la huida; el hombre es superado por la mayoría de los animales en la agudeza de los sentidos; tiene una carencia, mortalmente peligrosa para su vida, de auténticos instintos y durante toda su época de lactancia y niñez está sometido a una necesidad de protección incomparablemente prolongada. Con otras palabras: dentro de las condiciones naturales, originales y primitivas, hace ya mucho tiempo que se hubiera extinguido, puesto que vive en el suelo en medio de los animales huidizos ligerísimos y las peligrosas fieras depredadoras. (Gehlen, 1987, p. 37)

Sólo la cultura, constituida como una segunda naturaleza, habría hecho posible la supervivencia humana, al desempeñarse como una especie de prótesis que compensa lo que le falta al hombre, aquello que la naturaleza no le dio y que éste debe procurarse por sí mismo para subsanar sus carencias:

Como consecuencia de su primitivismo orgánico y su carencia de medios, el hombre es incapaz de vivir en cualquier esfera de la naturaleza realmente natural y original. Por lo tanto ha de superar él mismo la deficiencia de los medios orgánicos que se le han negado […] Tiene que «preparar» él mismo las armas de protección y ataque que le fueron negadas por la naturaleza así como su alimento que no se halla en modo alguno naturalmente a su disposición. […] Ha de preocuparse de protegerse contra las inclemencias; alimentar y criar a sus hijos subdesarrollados durante muchísimo tiempo […] No hay una «humanidad natural» en el sentido estricto: es decir, no hay una sociedad humana sin armas, sin fuego, sin alimentos preparados y artificiales, sin techo y sin formas de cooperación elaborada. La cultura es pues la «segunda naturaleza»: esto quiere decir que es la naturaleza humana, elaborada por él mismo y la única en que puede vivir. (Gehlen, 1987, p. 42)

En síntesis, la naturaleza en el hombre está incompleta, inacabada, hay un vacío, y este vacío es ocupado por la cultura, que es elaborada por él mismo. De allí que se postule una separación radical entre el hombre y el animal, por cuanto, el primero ‒el hombre‒, “está construido para transformación y dominio de la naturaleza”, mientras que, el segundo ‒el animal‒, nace ya adaptado a ella. En esta interpretación, Gehlen (1993) se apoya en la respuesta de Scheler a la pregunta por el hombre, en cuanto a que:

Un ser portador de espíritu ya no está encadenado a sus instintos, ya no se adapta a su medio ambiente como un animal, sino que es capaz de elevar el medio ambiente a la objetividad, de distanciarse de él. Lo específicamente humano seria esta objetividad, esta libertad de origen interno, esta posibilidad del conocimiento y la acción humanos de ser determinados por el modo de ser de las cosas, tengan o no valor biológico. (p. 30)

Y aunque Gehlen espera superar el dualismo metafísico de Scheler (el problema cuerpo-alma), señalando que “para tal propósito serviría la acción, esto es la concepción del hombre como ser primordialmente activo, entendiéndose por “acción” la actividad destinada a modificar la naturaleza con fines útiles al hombre” (p. 32), su presunta perspectiva empírica e incluso pragmática, se mantiene dentro de los parámetros de la tesis de la excepción humana, encasillando al animal en el estrecho marco de las conductas instintivas que restringen su conducta a la mera satisfacción de su necesidad de sobrevivir, como se puede apreciar cuando postula:

una diferenciación tajante entre ser humano y animal, pues, por regla general, los animales están limitados por instintos fijos, innatos a sus respectivos ambientes específicos. Si consideramos los ambientes de la araña, la urraca y el venado en el mismo bosque, veremos que nada tienen que ver unos con otros: ninguna de esas especies advierte lo que percibe la otra; en cambio, cada una registra con seguridad y con exclusividad innatas solamente aquello que tiene importancia para su propia vida, lo que le corresponde por refugio, pareja, enemigo, presa. Dentro de ese círculo, por cierto muy estrecho, el animal se conduce con acierto innato y esto es lo que, justamente, calificamos de «instintivo». Su capacidad de aprender, si la posee, opera también dentro de ese marco congénito fijo. (Gehlen, 1993, pp. 32-33)

Así se pone en evidencia la caída de Gehlen en la trampa del humanismo ‒el adalid de la tesis de la excepción humana‒ y su inopinado acercamiento al cristianismo, dando razón a quienes critican esta manera de ver las cosas, como Gray (2008), cuando afirma que:

Darwin mostró que los seres humanos son como cualquier otro animal; los humanistas afirman que no. Los humanistas insisten en que si usamos nuestros conocimientos, podemos controlar nuestro entorno y prosperar como nunca antes. Mediante tal aseveración, renuevan una de las promesas más dudosas del cristianismo: la de que la salvación está abierta a todos […] las enseñanzas de Darwin han sido subvertidas y ha vuelto a cobrar vida el error esencial del cristianismo: considerar a los seres humanos diferentes al resto de animales. (p. 9)

3. Platonismo invertido

Aparentemente, la primera referencia al platonismo invertido habría aparecido en la crítica realizada por Marx a Hegel en el “Postfacio a la segunda edición [alemana]” del primer tomo de El Capital, crítica de la economía política, donde dice:

Mi método dialéctico no sólo es fundamentalmente distinto del método de Hegel, sino que es, en todo y por todo, la antítesis de él. Para Hegel, el proceso del pensamiento, al que él convierte incluso, bajo el nombre de idea, en sujeto con vida propia, es el demiurgo de lo real, y esto la simple forma externa en que toma cuerpo. Para mí, lo ideal no es, por el contrario, más que lo material traducido y traspuesto a la cabeza del hombre. (Marx, 1977, p. XXIII)

Adviértase que, en ese mismo texto reconoce Marx su deuda con Hegel, tomando distancia de quienes lo habían considerado un “perro muerto”, y tras declararse “abiertamente discípulo de aquel gran pensador”, aclara que:

El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una mistificación, no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho ponerla de pie, y en seguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional. (Marx, 1977, p. XXIV)

Por cierto, la inversión marxiana de Platón a través de Hegel se limita a dar prioridad a lo material sobre lo ideal, postulando un determinismo económico que convierte lo ideológico en una parte de la superestructura social, es decir, en un reflejo de las condiciones materiales de existencia. Justamente, este unilateralismo ‒que afecta, por igual, a materialistas y culturalistas‒ es cuestionado por Weber, en el último párrafo de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, en donde, lejos de privilegiar el enfoque desarrollado en el libro, expresa que:

ahora debería investigarse la manera como el ascetismo protestante fue influenciado a su vez en su desenvolvimiento y características fundamentales por la totalidad de las condiciones culturales y sociales, singularmente económicas, en cuyo seno nació. Pues […] nuestra intención no es […] sustituir una concepción unilateralmente materialista de la cultura y de la historia por una concepción contraria de unilateral causalismo espiritualista. Materialismo y espiritualismo son interpretaciones igualmente posibles, pero como trabajo preliminar; si, por el contrario, pretenden constituir el término de la investigación, ambas son igualmente inadecuadas para servir la verdad histórica. (Weber, 1999, p. 262)

Volviendo al platonismo invertido, Arendt ofrece una perspectiva más amplia, pues presenta no solo a Marx, sino a Kierkegaard y a Nietzsche, coincidiendo ‒cada uno por su cuenta‒ en la misma pretensión, por cuanto:

En completa independencia mutua -ninguno de ellos supo siquiera que los otros existían-, llegan a la conclusión de que esta empresa, en términos tradicionales, se puede hacer sólo a través de una operación mental mejor descrita con imágenes y comparaciones: saltar, invertir y poner los conceptos del revés; Kierkegaard habla de su salto de la duda a la fe; Marx pone del revés a Hegel o, más bien, a «Platón y toda la tradición platónica» […], «lo vuelve del derecho otra vez» saltando «del campo de la necesidad al campo de la libertad»; y Nietzsche comprende su filosofía como «platonismo invertido» y «transformación de todos los valores». (Arendt, 1996, pp. 41-42)

Sin embargo, Arendt se muestra escéptica respecto a las posibilidades que ofrece esta operación de inversión, en todos los casos mencionados y, en cuanto al que nos interesa, opina que:

El salto de Nietzsche desde el reino trascendente no sensual de las ideas y dimensiones al reino sensual de la vida, su «platonismo invertido» o «transvaloración de los valores», como él mismo diría, fue la última tentativa de apartarse de la tradición y su éxito se redujo a ponerla cabeza abajo. (Arendt, 1996, p. 35)

Antes de Arendt, su maestro Heidegger ya había encarado la cuestión, en el estudio que lleva a cabo sobre Nietzsche, donde, en respuesta a la pregunta sobre cómo se relaciona la concepción nietzscheana del conocimiento con el platonismo y el positivismo, expresa:

Nietzsche dice en una ocasión […]: «Mi filosofía, platonismo invertido: cuanto más lejos del ente verdadero, tanto más puro, bello, mejor. La vida en la apariencia como fin» (IX, 190). Es ésta una sorprendente anticipación por parte del pensador del conjunto de su posterior posición filosófica fundamental, pues sus últimos años de creación no se ocuparon más que de esta inversión del platonismo […] Para el platonismo, lo verdadero, lo verdaderamente ente es lo suprasensible, la idea […] En la medida y hasta donde quepa llamarlo ente, lo sensible tiene que medirse por lo suprasensible, pues lo no ente tiene la sombra y el resto de ser de lo verdaderamente ente […] Invertir el platonismo quiere decir, entonces: invertir los criterios de medida; por decirlo así, lo que en el platonismo estaba debajo y tenía que medirse por lo suprasensible tiene que pasar arriba y lo suprasensible tiene que ponerse a su servicio. Al llevar a cabo la inversión, lo sensible se convierte en lo propiamente ente, es decir en lo verdadero, en la verdad. Lo verdadero es lo sensible. (Heidegger, 2000, pp. 150-151)

Resulta obvio que, con esta operación de inversión, Nietzsche pretende restablecer el orden natural de las cosas que había sido trastocado por Platón, y él mismo plantea la cuestión en estos términos:

Esto es platonismo: que poseía, sin embargo, una audacia más, en la inversión: ‒medía el grado de realidad de acuerdo con el grado de valor y decía: cuanto más «idea», tanto más ser. Invertía el concepto de «realidad» y decía: «lo que tenéis por real es un error, y cuanto más nos acerquemos a la «idea», a la verdad». ¿Se entiende? Ése fue el mayor rebautizo: y por haber sido recogida por el cristianismo no vemos lo sorprendente de la cosa. Platón, como artista que era, prefirió en el fondo la apariencia al ser: o sea la mentira y la invención a la verdad, lo irreal a lo existente, ‒estaba tan convencido del valor de la apariencia que le otorgó los atributos «ser», «causalidad» y «bondad», verdad, en fin, todo lo demás a lo que se le otorga valor. (Nietzsche, 2008, pp. 189-190)

Aquí se hace inevitable señalar la relación de este platonismo invertido con el nihilismo (Dios ha muerto) ‒o lo que también se ha interpretado como la desaparición del mundo metafísico (Hollingdale, 2016, p. 180)‒, que Heidegger (2000) resume en los siguientes términos: “Por nihilismo Nietzsche entiende el hecho histórico, es decir el acaecimiento, de que los valores supremos se desvalorizan, de que todos los fines están aniquilados y todas las estimaciones de valor se vuelven unas contra otras” (p. 153) ‒palabras más, palabras menos, es el “todo vale” del que hablan los escritores posmodernos‒. Arendt coincide por completo con esta apreciación de Heidegger (que es, por lo demás, la del propio Nietzsche), cuando afirma que:

El platonismo invertido de Nietzsche, su insistencia en que la vida y lo sensual y materialmente dado eran contrarios a las ideas suprasensuales y trascendentes que, desde Platón, supuestamente medían, juzgaban y otorgaban sentido a lo dado, terminó en lo que, por lo común, se denomina nihilismo. (Arendt, 1996, p. 36)

Pero debe aclararse que fue Heidegger quien llamó la atención sobre la propuesta de Nietzsche de considerar su filosofía como platonismo invertido, dando lugar a múltiples estudios orientados, tanto a analizar en qué podría consistir dicha inversión, cuanto a examinar hasta qué punto podría tener razón Heidegger al considerar a Nietzsche como el último metafísico, con la intención de presentarse a sí mismo como el primer posmetafísico, cuestión que está por verse (Zengotita, 2020, p. 251). Adicionalmente, respecto a la perspectiva asumida por Heidegger, Vermal (2009) afirma que:

Heidegger comienza su interpretación apoyándose en la formulación del propio Nietzsche de que «mi filosofía es un platonismo invertido». “Si la metafísica es esencialmente la división de dos mundos, un mundo verdadero, constituido por lo que propiamente «es», es decir permanente e inmutable, y lo que no es más que apariencia, es decir lo sensible y cambiante, la inversión de la metafísica tendría que consistir, ante todo, en la afirmación del «mundo aparente» como único mundo real, y la relegación del «mundo verdadero» al carácter de apariencia. La inversión se repite, como es evidente, en otras oposiciones típicamente metafísicas, como la de cuerpo y alma o espíritu y materia, pero su punto central se encuentra en la concepción de la verdad. (p. 99)

Luego hace referencia a una cuestión de especial relevancia, en cuanto a la posición que asume Heidegger respecto a si el platonismo invertido de Nietzsche constituye una superación de la metafísica platónica, eliminando la parte superior (el mundo suprasensible) y quedándose sólo con la parte inferior (el mundo sensible), y señala que “Heidegger formula esta disyuntiva con términos muy plásticos, preguntándose si se pasa de la Umdrehung (inversión, giro que invierte) a una Herausdrehung (expulsión, giro que expulsa)” (Vermal, 2009, p. 100), para concluir que, según Heidegger, Nietzsche no habría conseguido salir del universo metafísico, en tanto sólo habría cambiado el orden de prioridad.

Por su parte, Sonna destaca el papel jugado por Heidegger como responsable de haber llamado la atención sobre la importancia de esta cuestión para caracterizar la filosofía de Nietzsche:

La fórmula “inversión del platonismo” se remonta a Nietzsche, quien afirmaba que su filosofía era un platonismo invertido: “mi filosofía, platonismo invertido: cuanto más lejos del ente verdadero, tanto más puro, bello, mejor. La vida en la apariencia como fin”. Heidegger fue el primero en interpretar la fórmula “inversión del platonismo” como un tópico de la filosofía nietzscheana y le dedica un capítulo en su libro sobre Nietzsche. Este autor afirma que Nietzsche abandona el platonismo al escapar a la estructura binaria y jerárquica del arriba y el abajo (arriba el plano noético, el plano de las ideas; abajo el plano sensible, el plano de los cuerpos). (Sonna, 2018, p. 99)

Entre estos estudios se encuentra uno que podría generar ciertas expectativas iniciales, por cuanto aborda la relación de Nietzsche con Darwin, en términos de lo que el primero había asumido como posición anti-Darwin (Zengotita, 2020, pp. 246-248). Sin embargo, el autor de este estudio parece no haberse dado cuenta de que la presunta teleología de Darwin (según la cual la evolución transita de lo inferior a lo superior, o de lo peor a lo mejor) y otras críticas que recibe este biólogo por parte de Nietzsche, respecto a la supuesta interpretación de la evolución en términos de supervivencia del más fuerte (sobre la cual Nietzsche lanza una airada condena, pues se queja de que desafortunadamente sucede todo lo contrario), permiten inferir que Nietzsche no leyó directamente a Darwin sino a los neodarwinistas sociales, y que las críticas que pretende lanzar contra el autor de la teoría evolucionista no dan en el blanco. Pese a todo, el mundo en el que se mueve el pensamiento de Nietzsche ya es el mundo abierto por Darwin, y puede decirse que, junto con él, construyó la llave que abrió las puertas del mundo posmetafísico.

Por último, los trabajos que se acaban de referenciar parecen haber quedado abrumados por la perspectiva Heideggeriana, en cuanto al hecho de que se limitan a abordar la cuestión del platonismo invertido de Nietzsche y la noción de voluntad de poder, en relación con el arte, quedándose en ese terreno, sin intentar ir más allá y, como veremos en lo que sigue, esa, de ninguna manera, es nuestra intención.

Esta propuesta se diferencia de otros tratamientos del problema, en cuanto no pretende examinar las implicaciones de la inversión del platonismo llevada a cabo por Nietzsche, para considerar las repercusiones de la voluntad de poder y el nihilismo en el arte, sino en la ciencia, en particular, en las ciencias sociales. La necesidad de realizar un abordaje filosófico de estas cuestiones se debe al hecho de que ellas no suelen recibir una adecuada atención desde aquellas disciplinas. En otros términos: la argumentación filosófica sirve de fundamento para apuntalar la problemática científica. En ese sentido, el tratamiento filosófico de los temas tratados no tiene el propósito de dilucidar problemáticas filosóficas específicas de la filosofía, sino que están orientados a resolver problemáticas surgidas en el seno de la investigación científica, imposibles de resolver de otro modo.

Llegados a este punto, podemos abordar la naturaleza de la voluntad de poder, en la perspectiva del platonismo invertido en el que Nietzsche la concibió, según nos parece. Para tal efecto, es necesario aclarar que cuando Nietzsche habla de voluntad no está pensando precisamente en la voluntad humana. Por eso mismo, afirma Heidegger (2000) que “La expresión «voluntad de poder» nombra el carácter fundamental del ente; todo ente que es, en la medida en que es, es voluntad de poder. De este modo se dice qué carácter tiene el ente en cuanto ente” (p. 31). Así pues, la voluntad de poder posee un carácter despersonalizado, cuyos dominios se extienden más allá del mundo viviente, incluyendo las reacciones químicas y físicas de la materia y el flujo de energía por el universo entero.

Unas frases de autoría indeterminada ‒tal vez, del poeta Paul Eluard‒, expresan con precisión el significado del platonismo invertido. Las frases dicen: “Hay otros mundos, pero están en este […] Hay otras vidas, pero están en ti”. De otro modo: no hay que buscar explicación a los problemas del mundo recurriendo a realidades externas (el mundo suprasensible); los fenómenos y acontecimientos se producen bajo condiciones intrínsecas a su naturaleza; los patrones que se puedan identificar son inherentes al funcionamiento del mundo material, y el pensamiento es un campo abierto a una multiplicidad de experiencias, dentro de este mundo. Probablemente, a ello se refiere Nietzsche (2008) cuando dice que “el mundo del pensamiento sólo un segundo grado del mundo fenoménico‒” (p. 49). Las ideas forman parte de este mundo, son tan reales como él. En otros términos, son contingentes, como todo lo demás. En resumen: no hay que buscar explicaciones donde no las hay y, en cambio, hay que acceder al lugar de los hechos para encontrar la raíz de los problemas. Y es eso lo que, según parece, quiso hacer Nietzsche, al presentar la voluntad de poder como un enorme juego de suma cero:

Este mundo una enormidad de fuerza, sin principio, sin fin, una grandiosidad sólida y férrea de fuerza, que no aumenta ni disminuye, que no se gasta, sino que sólo se transforma, en cuanto todo inmutablemente grande, una economía sin gastos ni pérdidas, pero asimismo sin crecimiento, sin ingresos, envuelto por la «nada» como por un límite, nada que se desvanezca, que se disipe, nada infinitamente extenso, sino en cuanto fuerza determinada, colocada en un espacio determinado y no en un espacio que estuviera «vacío» en alguna parte, antes bien, en cuanto fuerza por todas partes, en cuanto juego de fuerzas y ondas de fuerza, a la vez uno y «múltiple», creciendo aquí y a la vez disminuyendo allá, un mar de fuerzas que se precipitan sobre sí mismas y se agitan […]: éste es mi mundo dionisíaco del eterno crearse-a-sí-mismo, del eterno destruirse-a-sí-mismo […] mi más allá del bien y del mal, sin meta, a no ser que la meta consista en la felicidad del círculo, sin voluntad, a no ser que un anillo tenga una buena voluntad consigo mismo, –¿queréis un nombre para este mundo? […] –Este mundo es la voluntad de poder– ¡y nada más! (Nietzsche, 2010b, p. 831)

En este fragmento se presenta la voluntad de poder bajo la forma de una dinámica sempiterna que rige el juego de las fuerzas cósmicas, sometidas de manera ineluctable a un enfrentamiento permanente, con ganancias y pérdidas sucesivas, progresivas y regresivas. Pero esa dinámica no es exclusiva de la naturaleza inerte; también se aplica a la naturaleza viva, y en los mismos términos. He aquí uno de tantos ejemplos:

La voluntad de poder sólo puede exteriorizarse ante resistencias; busca lo que se le resiste, — ésta la tendencia del protoplasma cuando extiende seudópodos y tantea a su alrededor. La apropiación e incorporación es sobre todo un querer subyugar, un formar, configurar y reconfigurar hasta que finalmente lo sometido ha pasado totalmente al poder del atacante y lo ha acrecentado. (Nietzsche, 2008, p. 282)

4. El ecosistema social y los modos de supervivencia individual

En este punto, conviene preguntarse: ¿A qué viene todo esto? ¿Qué sentido tiene toda esa discusión previa acerca del platonismo, de su inversión, del nihilismo, de la voluntad de poder y, finalmente, de Nietzsche? Pues bien, esta es la respuesta: Nietzsche nos ha proporcionado, casi sin que nos demos cuenta (tal parece que ni Heidegger ni Arendt lo hicieron), un método para identificar patrones (¿arquetipos?) universales en la naturaleza (inerte, viva y social), es decir, homologías ‒no analogías‒ entre elementos de diferente orden y condición, tal que, a problemas semejantes o idénticos, se ofrezcan soluciones semejantes o idénticas.

Antes de seguir avanzando, es necesario establecer con precisión la diferencia entre homología, analogía y difusión, dado que se trata de operaciones o procesos que, aunque estén indiscutiblemente relacionados, no se deben confundir, y es lo que generalmente ocurre. Al respecto, Schaeffer proporciona la siguiente distinción:

Una relación de similitud no siempre es un indicio (o una prueba) de una relación de homología, es decir, de la existencia de una misma causa interna. También puede deberse a una relación de analogía, es decir, a efectos equivalentes debidos a causas externas análogas, o a una relación de difusión extrasomática, luego a una lógica eminentemente social y cultural. (Schaeffer, 2009, p. 227)

En otras palabras, la homología implica una semejanza en la estructura profunda, mientras la analogía implica una semejanza en la estructura superficial. La difusión, en cambio, es una transmisión de tipo biológico o cultural (herencia genética o aprendizaje social), y su naturaleza resulta mucho más difícil de establecer, pues su función consiste en transmitir tanto homologías como analogías. Ahora bien, ante la sospecha de que es posible detectar ciertas homologías en los comportamientos que los organismos exhiben en la lucha por la existencia, las cuales permitirían identificar ciertos patrones de supervivencia susceptibles de ser generalizados al mundo viviente, incluido el humano, hemos desarrollado la siguiente argumentación.

La vida es una organización especial de materia, energía e información, por cuanto, existen organizaciones no vivas de materia, energía e información, como los ordenadores y otros artefactos (he aquí una analogía). Ya que todo proceso vital consume materia, energía, e información, se debe recurrir a los recursos disponibles, que permitan, según su naturaleza, reponer lo consumido. Tal vez podamos describir este proceso, de manera más gráfica e interesante, si tomamos el cuerpo humano como referencia para nuestro análisis y, con ese fin, nos apoyaremos en el libro de Bill Bryson, El cuerpo humano. Guía para ocupantes (2020).

En ese texto, Bryson denomina lo que aquí hemos llamado homología, como evolución convergente, con lo cual, se refiere a la “existencia de resultados evolutivos similares en dos o más ubicaciones distintas” (Bryson, 2020, p. 20), y precisa que no es “porque exista un vínculo genético directo entre ellas, sino porque evolucionaron independientemente para lidiar con las condiciones en las que vivían, que son similares” (pp. 20-21). Precisamente, ese tipo de coincidencias ‒llámeselas homología o evolución convergente‒ es lo que nos proponemos encontrar y utilizar para nuestra propuesta de interpretación.

De acuerdo con Bryson, en el cuerpo de un hombre joven de unos 70 kg y 170 cm de estatura hay aproximadamente 37,2 billones de células humanas y otro tanto de células de bacterias, arqueas, virus, hongos y otros microorganismos, pero de eso hablaremos después. Por ahora, y para simplificar, nos vamos a concentrar en el proceso vital de la piel, sobre el cual, dice Bryson que:

La piel está formada por una capa interna llamada dermis y una externa que recibe el nombre de epidermis. La superficie más externa de la epidermis, la denominada capa córnea, está compuesta íntegramente de células muertas […] Esas células externas de la piel se reemplazan cada mes. Perdemos piel de manera copiosa, casi irresponsable: unos 25.000 «copos» por minuto, es decir, más de un millón cada hora. Si pasa el dedo por un estante polvoriento, en gran medida estará abriendo camino a través de fragmentos de su antiguo yo. Nos convertimos en polvo de forma tan discreta como implacable. A esos «copos» de piel se los denomina propiamente escamas. Cada uno de nosotros deja tras de sí alrededor de medio kilo de polvo al año. (Bryson, 2020, p. 18)

Y eso que sólo se está refiriendo a la piel. Imaginemos de cuánto estaríamos hablando si hubiésemos considerado el cuerpo entero (sin incluir, claro está, los microbios que lo habitan). El gasto de energía suele ser más reconocido ‒quizás, por su obviedad‒ pero, al tener en cuenta la pérdida de células, debemos considerar no sólo el consumo de la materia sino de la información que las constituye. Por esa razón, el cuerpo debe reponer constantemente la materia, energía e información que consume continuamente en el diario vivir.

Pero eso no es todo. Aparte de la alimentación (en términos generales, minerales, agua, aire y energía ‒los cuatro elementos, como si dijéramos‒), los seres vivos requieren un refugio (hábitat) y, en los organismos complejos, también necesitan disfrutar de la existencia (placer/displacer) para tener deseos de vivirla. Esto, en cuanto individuos, porque, como especie, requieren también de la reproducción. ¿Qué significa todo esto? Pues que, para vivir, los organismos necesitan consumir una cantidad de recursos suficiente para reponer el gasto energético y el deterioro físico ocasionado por el despliegue de sus procesos vitales internos y externos (es decir, deben pagar el coste de la existencia) y, además, compensar el desgaste derivado de la entropía. Pero, entre los humanos y los demás seres vivientes hay una diferencia que no podemos pasar por alto, diferencia que se ha planteado como una disyuntiva entre necesidad y libertad, o entre naturaleza y cultura, y que nosotros consideramos que se debe plantear como límite y desmesura: solo el hombre es capaz de desbordar los límites impuestos por la necesidad o los requerimientos de la naturaleza. Solo el hombre puede definirse como un ser insaciable y codicioso. La cuestión es que no todos se desbordan en el mismo grado ni del mismo modo. También en ese punto, hay diferencias individuales que conviene reconocer.

Ahora viene el asunto de las células de bacterias, arqueas, virus, hongos y otros microorganismos que habitan nuestro cuerpo. De otro modo: nuestro cuerpo no es una entidad unitaria, sino algo mucho más complejo: es todo un ecosistema. De hecho, la naturaleza está poblada de ecosistemas, por doquier, y nuestro cuerpo no es la excepción: carga consigo una inmensa cantidad de microorganismos, como enseña Bryson cuando afirma que:

En 2016, diversos investigadores de Israel y Canadá hicieron una evaluación más meticulosa y llegaron a la conclusión de que cada uno de nosotros contiene alrededor de 30 billones de células humanas y entre 30 y 50 billones de células bacterianas (la cantidad depende de múltiples factores como la salud o la dieta), de modo que en realidad ambas cifras están mucho más cerca de ser iguales. (Bryson, 2020, p. 33)

Pero nuestro cuerpo no está habitado solamente por bacterias pues, como indica Bryson (2020):

además de bacterias, nuestro repertorio personal de microbios contiene hongos, virus y protistas (amebas, algas, protozoos, etc.), además de arqueas, que durante mucho tiempo se consideraron simples bacterias, pero que en realidad representan una rama completamente distinta del árbol de la vida. (p. 34)

Precisamente, esa situación inspiró el título de dos libros de divulgación que se refieren justamente a ese tema: “Yo contengo multitudes” (Yong, 2018) y “Yo soy yo y mis parásitos” (McAuliffe, 2017). Así que, bajémonos de esa nube: no somos el centro del universo ni el centro de nada; habitamos un mundo y somos, a la vez, un mundo habitado por otros seres, para quienes sólo somos el soporte del hábitat en el que despliegan su existencia. Somos el vehículo en el que viven y en el que viajan por la vida; algo así como el conjunto de sociedades en el que vivimos nosotros: para ellos no somos nada más que eso. En ese sentido, el cuerpo no es un simple ecosistema, el cuerpo es un cúmulo (acumulado) de ecosistemas para la inmensa variedad de microorganismos que viven en él. A eso apunta Bryson (2020) cuando expresa que:

Para todos ellos [los microbios], sin excepción, cada uno de nosotros no es una persona, sino un mundo: una vasta y sorprendente diversidad de ecosistemas maravillosamente ricos con la ventaja añadida de la movilidad, junto con los utilísimos hábitos de estornudar, acariciar animales y no lavarse siempre tan meticulosamente como de hecho deberíamos hacerlo. (p. 34)

A estas alturas, debería quedar claro a qué nos referimos cuando proponemos hablar de ecosistema social. Según el Diccionario de la Real Academia Española, un ecosistema es la “comunidad de los seres vivos cuyos procesos vitales se relacionan entre sí y se desarrollan en función de los factores físicos de un mismo ambiente”. De manera más precisa, dice Margulis (2002) que un ecosistema es:

un conjunto de comunidades de diferentes especies de organismos que viven en el mismo lugar al mismo tiempo y que disfrutan de un flujo interno de energía y materia externas. [Más exactamente,] un ecosistema es un volumen de superficie terrestre en el que hay organismos que reciclan energía y materia con más rapidez dentro del sistema que entre él y otros sistemas. En cualquier ecosistema, las necesidades de materia y energía de los organismos se cubren mediante el reciclaje de todos los muchos compuestos químicos necesarios para el mantenimiento de la vida. (pp. 82-83)

A nuestro juicio, el ecosistema constituye una condición de posibilidad para la vida de los diferentes organismos que lo habitan (bien sean de la misma o de diferente especie), los cuales guardan entre sí relaciones de diversa índole, ya que en él encuentran todo lo que necesitan a nivel individual y colectivo: alimento, refugio, disfrute y reproducción. ¿Y qué otra cosa es, por ventura, ese conglomerado de personas, animales (domésticos, alimenticios, silvestres e intrusos, que se cruzan en nuestra vida), plantas, árboles, yerbajos, microbios, tierra, agua, aire y fuego, que llamamos sociedad? Ciertamente, no estamos solos, aunque muchos de esos seres que nos acompañan, quizás no sean los que esperábamos.

No obstante, a pesar de que la vida dependa del vínculo con distintos seres y cosas, la clave de todo reposa en la supervivencia individual. Cada ser vivo debe arreglárselas por su cuenta para encarar el imperativo natural de luchar por su propia existencia, aprovechando sus cualidades y habilidades. Los ingresos son individuales, la forma de repartirlos depende de las circunstancias; si se dispone de un proveedor generoso, tanto mejor. Por tanto, deberíamos tener cuidado con las generalizaciones y no cometer el error de homogeneizar, pues la naturaleza es fuente de heterogeneidad. Más bien, convendría prestar atención a Gray (2008), cuando expresa que:

Para quienes creemos que los seres humanos son animales, no puede haber una historia de la humanidad, sino solo las vidas de humanos específicos. Hablamos de la historia de la especie solo para denotar la incognoscible suma de esas vidas. Como ocurre con otros animales, algunas vidas son felices, otras desgraciadas. Ninguna tiene un sentido que vaya más allá de sí misma. (p. 43)

Cada uno con lo suyo. Nuestra tarea consiste en identificar los modos de supervivencia individual y en determinar los patrones que los rigen. Nada más.

«La economía, estúpido» (the economy, stupid), fue una frase impactante y, por la misma razón, recurrente en la campaña de Bill Clinton de 1992 y, si se nos permite, será nuestro acicate para conservar el hilo. Valga decir que, casi siglo y medio antes, Marx pudo haber dicho algo parecido, con insulto incluido. Pero no seguiremos esa línea, y nos bastará reiterar que la existencia tiene un costo, porque la vida se desgasta a cada instante, como consecuencia de sus propios procesos de funcionamiento. Como se desgasta, debe reponer sobre la marcha lo consumido y lo perdido, es decir, requiere la obtención de recursos, y ahí está el meollo de la cuestión.

La obtención de recursos para vivir se puede ordenar en tres categorías, a saber: 1) Generación del recurso (creación o producción de bienes, servicios e información); 2) Saqueo del recurso (extracción o despojo del producto ajeno) y, 3) Comercio del recurso (intercambio, más o menos equitativo, de productos). Obviamente, la producción de recursos constituye la base de los demás procesos, pues, sin producción, no hay recursos, y sin recursos, no hay vida. Dado que el trabajo es una actividad orientada a un fin, el fin del generador es hacer, el del saqueador es quitar, y el del comerciante es intercambiar el recurso. Hay dos tipos de generadores de recursos: quien lo hace por primera vez (creador) y quien lo hace repetidamente (productor). Pero aquí nos interesa detenernos, sobre todo, en las dos categorías subsiguientes: los saqueadores y los comerciantes.

De los saqueadores, hay tres tipos: parásitos, predadores y oportunistas. Comencemos con los primeros. Aunque los parásitos pueden acceder eventualmente a una vida libre y comportarse como predadores de ocasión ‒si poseen algún tipo de movilidad‒, cuando carecen de movimiento propio deben valerse de vectores para establecerse como parásitos obligados (el caso de los microbios) en una fuente duradera de provisión de recursos (alimento y refugio). Precisamente, de allí deriva la etimología de este término que, como recuerda Zimmer, “significa literalmente «junto a la comida»” (2016, p. 25). La característica del parásito es la fijeza, lo que significa que cuando encuentra una fuente de sustento, se instala allí para garantizar una extracción indefinida. Aquí resulta sorprendente el método que aplica para asegurar su permanencia in situ, el cual consiste en proyectar sobre su portador, en los casos más extremos, una especie de fatal fascinación, comparable al efecto de la sugestión, seducción o persuasión en los humanos, en todo caso, algo que le hace sentir una extraña atracción, a veces irresistible, por aquel, hasta el punto de convertirlo en una especie de zombi dispuesto a servirle incondicionalmente (Zimmer, 2016, pp. 111-151; McAuliffe, 2017, pp. 63-79; Yong, 2018, pp. 61-90).

En este caso, sorprende la exactitud de la homología que presentan estos casos detectados en el mundo vegetal y animal, con el caso humano. En efecto, los ejemplos abundan y la gama es muy amplia, tanto por la cuantía de los recursos comprometidos, como por la variedad de situaciones que presentan. Las víctimas abarcan, desde grandes potentados y herederos, hasta míseros viandantes y buhoneros, incluyendo el variopinto espectro de las capas intermedias. Los perpetradores comprenden: cazafortunas advenedizos, aventureros donjuanescos, cuidadores oportunistas, curanderos ladinos, iluminados gurúes, extáticos predicadores, carismáticos políticos, abogados mañosos, protectores mafiosos, vendedores de ilusiones y avivados e impostores de diversa naturaleza y condición. Al respecto, cabe destacar, entre otros, el estudio de esta situación, para el caso de personas en condición de vulnerabilidad, realizado por Hirigoyen (2012) en su libro El abuso de debilidad y otras manipulaciones (pp. 19-52). Existen tres tipos de parásitos: comensales (viven sin causar perjuicio a su portador), patógenos (causan daños y perjuicios a su huésped), y simbiontes (proporcionan beneficios a su anfitrión y pueden ser indispensables).

Pasemos a los predadores. Como se sabe, predador significa apresador (del latín praeda: presa) o cazador. A pesar de su uso indiscriminado, no debería confundirse con depredador, que, como señala el diccionario de la RAE, significa “robar y saquear con violencia y destrozo” y, por tanto, este término, que designa un predador extremo, debería reservarse exclusivamente para el hombre. A diferencia del parásito, el predador posee movimiento propio, pudiendo desplazarse libremente de un lugar a otro, en su búsqueda de una presa a quien despojar. Su método consiste en rastrear huellas e indicios que lo conduzcan al refugio de sus presas, ese lugar en donde ellas se sientan en estado de confort y estén confiadas, para luego acecharlas pacientemente, a la espera del momento oportuno para atacarlas por sorpresa. Para ello se vale de una fluida capacidad de mimetización, de hacerse invisible a la vista de todos, principalmente de sus víctimas, que esperan cualquier cosa, menos ser atacadas por él. Por desgracia, cuando lo hace, el efecto suele ser fulminante e irreversible.

Por regla general, el predador prefiere a las presas más vulnerables (las de mayor o menor edad, las menos ágiles y despiertas, las débiles o enfermizas, las descuidadas y distraídas, las maltrechas o desprotegidas, las inocentes o ingenuas), pues esas limitaciones garantizan la eficacia de sus incursiones. En ese sentido, privilegia los encuentros desiguales, porque ellos le brindan la oportunidad de obtener una ventaja segura, facilitada por la precariedad en que se encuentran sus víctimas. Un dato final: si bien el daño que causa es visible e inmediato, siendo imposible que no se percate de él, es proverbial su marcada insensibilidad ante el mal que ocasiona.

Es tiempo de platicar sobre el oportunista; ese agente sinuoso, cuya injerencia es más común de lo que podría creerse, por cuanto uno de sus rasgos distintivos es la habilidad para actuar sin hacerse notar y sin dejar rastro tras sus pasos. Ello se debe a su habilidad para comportarse como un saqueador todoterreno, que parasita cuando tiene oportunidad y depreda cuando tiene necesidad, dando muestras de una maleabilidad tal, que se adapta al cuerpo o a la situación, con una precisión análoga a la manera en que el traje de neopreno se ajusta al cuerpo del nadador (mímesis). Este tipo de saqueadores abunda en la naturaleza, pero el término “oportunista” resulta particularmente adecuado para referirse a los seres humanos, especialmente a quienes están dotados para vivir a costa de los demás, pudiendo desempeñarse eficientemente como parásitos, como predadores o como depredadores.

En lo que respecta a sus efectos y posibilidades, existen notables diferencias entre parásitos y predadores. Al parásito, que se instala dentro, encima o cerca del huésped, no le conviene ‒evolutivamente hablando‒ destruirlo inmediatamente y, al contrario, más le vale hacer lo necesario para protegerlo y prolongar su vida. En cambio, el predador, que deambula de un lugar a otro, despojando aquí, allá y acullá, es indiferente al efecto del saqueo que practica. Así, es más probable que el simbionte surja del parásito que del predador, aunque los mejores candidatos para dar lugar a la simbiosis son, sin duda, los productores, que no están manchados por la ignominia. Curiosamente, desdeñando su infame prontuario, las masas suelen otorgar una inmerecida prestancia al predador, prejuicio del que ni siquiera escapó Nietzsche, quien elogiaba a los depredadores ‒bajo el nombre de animales de rapiña o de presa, según las traducciones (2011, p. 607)‒, mientras vilipendiaba a los parásitos (2010a, p. 250). En efecto, en tanto el parásito cosecha repugnancia y desprecio, el predador inspira un temor reverencial, por sus gestas heroicas o su irresistible encanto superficial, que recuerda el magnetismo de los psicópatas (Garrido, 2012, pp. 13-14; Dutton, 2013, pp. 18, 27 y 49) y que suele adornar las virtudes de héroes y líderes políticos, religiosos o empresariales, tan proclives, por lo demás, al oportunismo.

Solo quedan los comerciantes, categoría que en este contexto alude a quienes realizan un intercambio de productos, independientemente de su procedencia. Ese intercambio hace posible la simbiosis, que en griego significa vida en común, y es la base de toda relación social, pues, sin ella, no habría razón para establecer un vínculo colectivo y los organismos, sin excepción, estarían condenados a vivir en estado de aislamiento y en constante lucha. Por fortuna, no es así, pues la simbiosis se hace presente en cuanto lugar se encuentre habitado y, como afirma Margulis (2002): “no es un fenómeno marginal o raro. Es natural y común. Habitamos un mundo simbiótico” (p. 19). Pero no se debe confundir o identificar la simbiosis con el mutualismo: error habitual que consiste en confundir el todo con la parte.

Ciertamente, la simbiosis puede ser mutual (cuando es equitativa, y lo que se recibe es proporcional a lo que se da), pero también puede ser leonina (cuando es desigual, y una de las partes aprovecha la ventaja que tiene sobre la otra). Por ejemplo, la simbiosis leonina es típica de la relación centro-periferia o fuerte-débil, y, en ciertos casos, describe la relación empresario-trabajador, o la relación Estado-Estado, o Corporación-Estado. Entonces, hay simbiosis leonina cuando, además del mutualismo, se introducen prácticas parasitarias o predatorias en la relación empresario-trabajador (productor), metrópolis-periferia, Estado-ciudadano, y en toda relación de intercambio desigual, generalmente informal, como las alianzas y contubernios de algunos empresarios con políticos y criminales, con el fin de apoderarse de los recursos públicos y suplantar el interés colectivo. De todos modos, no puede haber sociedad sin algún tipo de intercambio (entre sus miembros y entre ellos y su entorno); de otro modo: sin simbiosis, no hay sociedad, porque la sociedad es un ecosistema.

Tras quedar en evidencia la improductividad de esa plaga de depredadores, parásitos y oportunistas, que trabajan el mínimo indispensable para reducir el máximo posible, el costo energético y material de su operación, podemos concluir:

1. Que su beneficio particular se obtiene a costa de provocar un perjuicio colectivo (algo que no deberíamos olvidar jamás);

2. Que la simbiosis mutual hace posible la existencia de la sociedad, animando su progreso y ampliando sus posibilidades, mientras el saqueo hace todo lo contrario: la amenaza y la pone en riesgo, al desalentar el crecimiento de las fuerzas vivas y reducir las oportunidades de posicionarse en el concierto internacional, restringiendo así las posibilidades de sobrevivir en el futuro.

3. Que la sociedad debe auspiciar, apoyar y proteger al máximo, la viabilidad de sus productores y simbiontes mutuales, mientras hace todo lo posible por reducir a su mínima expresión, la viabilidad de sus parásitos y depredadores.

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Notas

[1] Stricto sensu, el maniqueísmo surge en el siglo III, a partir de las doctrinas del profeta persa Mani o Manes, pero como todas las doctrinas gnósticas es dualista y postula un enfrentamiento cósmico entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal.
[2] Jonas (2000) ha advertido una posible influencia gnóstica en el pensamiento de Heidegger: “Sería muy interesante comparar el uso gnóstico del término con el de Martin Heidegger en un reciente análisis filosófico sobre la existencia. Todo lo que deseamos decir aquí es que, en ambos casos, «haber sido arrojados» no es una mera descripción del pasado sino un atributo que califica la situación existencial dada y que viene determinada por ese pasado” (p. 98).

Notas de autor

* Información sobre el autor: colombiano. Magister en Ciencia Política, Universidad de Antioquia, Colombia. Profesor Asociado, Universidad Nacional de Colombia.

Información adicional

Forma de referenciar en APA: Bustamante-Fontecha, Alejandro. (2022). El ecosistema social y los modos de supervivencia individual. Revista Filosofía UIS, 21(2), 201-228. https://doi.org/10.18273/revfil.v21n2-2022009



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