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Recepción: 24 Enero 2022
Aprobación: 09 Febrero 2022
Resumen: en este ensayo se sostienen tres puntos. El primero es que el tema de las drogas merece una reflexión más allá de lo que nos dicen la sociedad telemática y los empresarios morales. En este sentido, se recuerda que en todas las culturas han existido drogas, que en ciertas culturas algunas drogas son prohibidas y que sobre dichas drogas y sus consumidores recae una doble estigmatización: adicción y (auto)destrucción. El segundo punto es nuestra propuesta concreta para reducir la violencia criminal en Latinoamérica, que consiste en (i) despenalizar el consumo y el tráfico (por lo menos el menor) de drogas; (ii) eliminar la prohibición legal del consumo y el tráfico (por lo menos el menor) de drogas, salvo casos donde el consumo o el tráfico puedan afectar derechos legítimos de terceros; y (iii) suprimir la doble estigmatización que recae sobre el consumo en general y sobre los adictos en especial, lo que supone una sociedad civil más reflexiva sobre las drogas, principalmente sobre lo que hay detrás de la famosa lucha contra las drogas, etcétera. El tercer punto gira en torno a cómo las propuestas de eliminar la prohibición deben enfrentarse al discurso hegemónico de los empresarios morales, para lo cual se pone como ejemplo lo que sucedió en Colombia con la Sentencia C-221 de 1994, mediante la cual la Corte Constitucional dio un paso importante en el camino hacia la despenalización del consumo de drogas; esta Sentencia originó reacciones aireadas de los empresarios morales al punto de reformar la Constitución para mantener vivo el régimen de la prohibición.
Palabras clave: drogas, estupefacientes, guerra contra las drogas, empresarios morales, tolerancia cero.
Abstract: in this essay, three points are made. The first is that the issue of drugs is something that deserves reflection beyond what the telematic society and moral entrepreneurs tell us. In this sense, it is recalled that drugs have existed in all cultures, that in certain cultures some drugs are prohibited and that a double stigmatization falls on these drugs and their users: addiction and self-destruction. The second point is our concrete proposal to reduce criminal violence in Latin America, which consists of 1) decriminalizing the consumption and trafficking (at least the minor) of drugs; 2) eliminating the legal prohibition of consumption and trafficking (therefore minus the minor) of drugs, except in cases where consumption or trafficking may affect the legitimate rights of third parties; and 3) eliminate the double stigmatization that falls on consumption in general and on addicts in particular, which implies a more civil society reflective on drugs, especially on what is behind the famous "war against drugs", etc. The third point revolves around how the proposals to eliminate the prohibition must confront the hegemonic discourse of moral entrepreneurs, for which this paper give an example about what happened in Colombia with the Sentence C-221 of 1994 by which the Constitutional Court took an important step on the road to the decriminalization of drug use. This Sentence caused airy reactions from moral entrepreneurs to the point of reforming the Constitution to keep the prohibition regime alive.
Keywords: drugs, narcotics, war on drugs, moral entrepreneurs, zero tolerance.
1. Introducción
Muchos estudios, y destacamos los surgidos desde la antropología [para mencionar un solo caso: (Furst, 1992)], han identificado la presencia de drogas o sustancias psicoactivas[1] –términos difíciles de conceptualizar (Fericgla, 2000, pp. 3-19)– en todas las culturas humanas, en todos los tiempos y en todos los espacios (Escohotado, 1998, vols. I, II y III). Parecería que el consumo de drogas es una de las características esenciales de lo que es ser humano:
Las drogas funcionan como protecciones contra las angustias asociadas a la muerte y al tiempo. Es decir, todos los hombres, en todos los momentos y bajo todas las latitudes se entregan a la droga. Esta conducta, entre muchas otras, nos distingue de las otras criaturas del reino animal… El hombre, universalmente, se droga. Podríamos aun preguntarnos si la toxicomanía no es aquello que lo define, al menos, biológicamente. El hombre es un ser adicto. (Serres, 1990, p. 97)
Aun así, en algunas culturas, pocas la verdad, se ha querido articular el consumo de ciertas drogas con una doble caracterización: adicción y (auto)destrucción. Entonces, la regla general es que dicho consumo ha estado asociado a prácticas aceptadas socialmente, como la religiosidad o la ritualidad[2], o tolerado por efectos de la sociabilidad y la empatía que producen o, incluso, por asuntos de productividad, por solo dar unos ejemplos, y la excepción ha sido la prohibición (Escohotado, 1994).
Ahora bien, en las culturas con la doble caracterización antes dicha no todas las sustancias psicoactivas se articulan con un señalamiento negativo; este etiquetamiento se asigna por criterios rara vez objetivos (¿qué determina que una droga sea prohibida o permitida por las instancias oficiales?). En estas culturas, las sustancias etiquetadas como prohibidas son consideradas por el discurso etiquetador como motores de adicción y de (auto)destrucción, de forma tal que se comportan, en lo profundo, como manifestaciones de una pulsión de muerte o tánatos, de la cual Freud tanto nos habló en su obra El malestar de la cultura[3]. Esta pulsión surge, entre otras cosas, (i) de un etiquetamiento negativo que obliga al etiquetado a comportarse como agente de (hetero y auto)destrucción, y (ii) del comportamiento del individuo que, de esta manera, reacciona (con la evasión, la autodestrucción masoquista, etcétera), muchas veces sin saberlo, ante un orden preestablecido en el que no todos estamos debidamente acomodados y satisfechos.
Está claro, pues, que en las sociedades de las que venimos hablando (i) se clasifica al adicto como el que (se auto)destruye, y (ii) se considera que la pulsión de muerte que caracteriza, hoy día, el consumo de algunas de estas sustancias (las que, por criterios rara vez objetivos, son prohibidas) es un asunto exclusivamente del individuo afectado (por su falta de voluntad, por su inclinación psico-genética, etcétera) y no de la sociedad que lo rodea. En caso de ser cierta la existencia de una pulsión de muerte en el consumo de psicoactivos, cabe hacerse esta pregunta: ¿ella, la pulsión del tánatos, es propia del adicto o es impuesta por la sociedad que lo acusa o es responsabilidad de ambos?
Entonces, ante el imaginario actual sobre las sustancias psicoactivas, en especial en la sociedad latinoamericana, donde se observa al individuo y no a la sociedad como el centro del consumo negativo, con su doble caracterización de adicción y (auto)destrucción, queremos proponer una labor de sospecha, con el fin de descargar, en parte, la presión que pesa sobre el individuo, como si este fuera el (único) que pone en entredicho su propia existencia al consumir algunas sustancias prohibidas y empezar a denotar la funcionalidad del etiquetamiento, que se comporta como pulsión de muerte para los individuos, especialmente para los que son excluidos del banquete, y para el sistema socio-político-económico dominante. Y para ello, nos valdremos de una sentencia de la Corte Constitucional colombiana justo sobre el punto del consumo de drogas.
2. Precisiones iniciales
Antes de entrar en materia, debemos hacer varias precisiones iniciales. En primer lugar, el individuo consumidor de psicoactivos está socialmente etiquetado como adicto y como sujeto destructor y en autodestrucción, justo por una sociedad hipócrita, liderada por empresarios morales[4], que favorece soterradamente el consumo de todo tipo de drogas (no solo las prohibidas), y por los individuos que se suelen poner como ejemplo de la etiqueta que corresponden solamente a una pequeña minoría de los consumidores. Este etiquetamiento pretende reducir el debate sobre la drogadicción a la mera falta de voluntad de la persona (el drogadicto lo es porque así lo quiso) y a las falencias del mercado ilegal (si hay demanda, hay oferta, de forma tal que hay que reprimir la demanda y erradicar violentamente la oferta), para silenciar así la reflexión sobre los contextos sociales, culturales y económicos que son los que desatan la epidemia de las drogas entre los más desfavorecidos (Vargas, 2021, pp. 4-6). Como escribió Serres (1990):
Los toxicómanos son hombres ni más ni menos drogados que usted y yo, pero, eso sí, gravemente enfermos: La desgracia, la pobreza o la mala suerte los conduce a la elección de una droga atroz y rápidamente mortal, en tanto que usted y yo hemos escogido, por suerte, una droga deleitable y solamente. mortal lentamente. (p. 100)
En este caso, siguiendo esta reflexión sobre el imaginario que se nos vende sobre el individuo que consume drogas, debemos resaltar las diferencias entre los adictos y los consumidores, las cuales no están dadas tanto en el acto de consumir como sí en el etiquetamiento del producto que se consume y las condiciones que rodean el consumo. Veamos. Cuando se menciona el término drogadicto, la representación colectiva que se evoca es la de aquel desviado o marginal, etiquetas que se asignan al sector menos favorecido de la población, el que ya estaba de antemano excluido de nuestro sistema socioeconómico, por lo que ese desviado es doblemente etiquetado (adicción y autodestrucción): por ser marginal en acto y por ser drogadicto en potencia. Este doble etiquetamiento refuerza la exclusión y la sensación de bienestar moral de los que etiquetan, máxime si se considera simplistamente que la drogadicción es consecuencia de la (falta de) voluntad del individuo o de un mero problema de mercado que se resuelve con destruir la demanda (de ciertos sectores) y la oferta que se hace desde el sur global, para evitar así la huida de riquezas del norte global.
Ahora bien, el consumidor de las clases integradas al sistema socioeconómico no recibe tales etiquetas, a pesar de que consuma drogas, salvo en casos extremadamente graves, lo que favorece su desenvolvimiento funcional en el sistema etiquetador y, muchas veces, juzgar con severidad a los etiquetados como drogadictos, a pesar de que puede ser un consumidor de drogas permitidas e, incluso, prohibidas.
En segundo lugar, muy asociado con lo anterior, se suma que la etiqueta no solo recae sobre la persona, sino también sobre lo que consume, como se dijo antes. Los medicamentos contra la depresión o el insomnio, altamente adictivos y problemáticos para la salud, no reciben etiquetamiento alguno. Ciertas drogas permitidas tienen efectos nocivos incalculables para la población. Igualmente, algunas sustancias prohibidas apenas reciben censura social, a diferencia de los productos que suelen consumir los que han sido marginados por la sociedad, de forma tal que el establecimiento estatal y los empresarios morales centran su discurso sobre los que están condenados previamente y sobre lo que estos consumen, y son más benignos con los productos prohibidos consumidos (que suelen ser de mejor calidad atendiendo el nivel de adquisición de sus clientes, lo que repercute en un menor número de muertos por sobredosis) por quienes están en los niveles más altos de la cadena alimenticia socio-económica; a estos últimos consumidores se les perdonan sus prácticas de consumo porque son considerados como elementos productivos del sistema[5], de forma tal que el discurso prohibicionista no opera para todos igual[6], y funge en este caso, como una forma más de control sobre ciertos sectores sociales, incluso uno al mejor estilo de Huxley, según lo que nos dice en Un mundo feliz, sobre la función de la droga soma para el control amable de una sociedad futurista. A fin de cuentas, como escribió Rosa del Olmo (1979):
En América Latina, sólo se considera como delito ciertas manifestaciones de conducta, cometidas por individuos que no tienen recursos económicos para pagar un abogado. Sabemos muy bien que el rico que delinque no llega a la cárcel, aun cuando en contadas excepciones puede llegar el caso a la policía y a veces a los tribunales. Y debido a esta realidad tenemos una concepción deformada de lo que es un delincuente. (p. 172)
En tercer lugar, ese consumidor simplemente juega a arreglárselas como puede –y con lo que tiene–, preservando su ser en el tiempo y el espacio culturales, dentro de las reglas de juego social que unas veces comprende y asume, y otras veces padece mientras cree que las va entendiendo, pero con algo en común: la satisfacción de saber/sentir que donde se juega la destrucción y el fin del juego mismo de la vida se encuentra la posibilidad del goce tan mercantilmente vendida en nuestra sociedad del estrés, del “cansancio mortal” [concepto de Handke (1990)]. Dicho en otras palabras, estamos ante ritmos de vida, con una urdimbre de reglas y exigencias de fondo que, a duras penas, pocos entienden; una red que nos somete a una fatiga y a un estrés excesivo, y que propone diferentes tipos de dopaje (entre productos permitidos o prohibidos) para (creer que se puede) evadir o soportar tal carga[7], ritmos que causan más enfermos y muertos que las propias drogas prohibidas, ritmos que provienen, entre otras cosas, del gran desencanto frente a la cultura que surgió con la erosión de los rígidos valores morales modernos[8]. El desencanto generalizado de los fundamentos del mundo de la vida[9], de la pérdida del sentido de la realidad por la desaparición del mundo simbólico[10], produjo un vacío que se reemplaza hoy día, entre varias maneras, mediante la adoración del nuevo biotipo de persona: el homo oeconomicus[11]. Así, estamos en una sociedad que, en su faceta superficial, etiqueta al consumidor por (i) caer en la trampa de esta existencia, mediada por el cansancio, trampa que la sociedad misma propone; o (ii) por querer jugar al goce tanático de fondo que hay en las sustancias psicoactivas, goce tanático que se alimenta, obviamente, de la prohibición misma en el marco de una sociedad que intenta reemplazar los sentidos de la vida previos por un nuevo biotipo humano, tan duro y excluyente como otros del pasado, el homo oeconomicus, uno al que se le hace creer que es el dueño y el responsable de sus éxitos y sus fracasos.
Frente a esto último, del goce tanático, recordemos que no se obtiene el mismo goce, fruto de llegar al borde de la existencia incomprendida en una sociedad difícil, cuando se está cómodo a cuando se está excluido; igualmente, no produce el mismo goce el consumo del alcohol, por estar permitido, que la droga prohibida que comercializa el jíbaro, pues el goce responde, en buena (pero no única) medida, a la etiqueta de prohibición, tanto o más que al componente químico de la sustancia[12]. Lo prohibido, en este contexto, termina por incentivar el consumo, y este refuerza la prohibición y el discurso interesado de los empresarios morales, con lo que se genera un círculo vicioso.
Veamos esto último de mejor manera: ¿qué lleva al individuo a consumir psicoactivos? La literatura señala varias causas materiales y eficientes que se repiten en muchos de los casos, especialmente en los que caben en el grupo de consumidores que nos venden el imaginario del adicto, pero hay una que, desde la causa final, tiene especial interés, sin ser la única respuesta posible: la atracción por lo prohibido y lo censurado como forma de contrarrestar los efectos de un desencanto frente al mundo, de una sociedad capitalista que apenas comprendemos en su funcionamiento y efectos, y de un sistema que lleva al individuo hasta lo último de sus fuerzas, bajo la ilusión de que su destino está exclusivamente en sus manos.
No obstante, los empresarios morales prefieren respuestas sencillas y superficiales, fruto y causa del imaginario de adicción y destrucción que rodea al consumidor, respuestas que resaltan que la causa del consumo está en la existencia de un mercado ilegal (lo que exigiría etiquetar el consumo de algunos y erradicar la oferta en el sur global) y en la (falta de) voluntad del individuo, respuesta amplificada por los mass media que ratifica así el modelo del homo oeconomicus, donde la voluntad puede con todo y todo es fruto de la voluntad, desde la política –con el neocontractualismo– hasta la riqueza –con el neoliberalismo que afirma sin tapujos que es rico el que quiere y se esfuerza, y que es pobre y adicto el que no tiene voluntad emprendedora–; esto invisibiliza cosas más fuertes como la presión social y económica prolongada en el tiempo que termina por quebrar la resistencia de muchos, la culpa sobrellevada y extenuada por las vivencias prolongadas de dolor y ansiedad, la necesidad de reproducir en el juego socio-económico dinámicas tanáticas como forma de controvertir una existencia que presiona hasta lograr la fatiga crónica (y no solo de los cuerpos), etcétera.
Un ejemplo de lo anterior lo proponen Jung y Han, antes citados. Ambos señalan que cuando se pierde el sentido de la vida, en el caso de ese autor con la pérdida de la vida simbólica[13] (Jung, 2016) o de los rituales sociales (Han, 2020), el individuo busca constantemente sensaciones estimulantes que lo ayuden a escapar de la banalidad de su existencia, en tanto se siente desorientado y desencantado, y le permita reconstruir, real o ficticiamente, esa fuerza simbólica que le daba identidad, social y subjetiva a sus antepasados, pues cuando no hay una vida simbólica, cuando no hay ritualidades sociales sentidas, se quiere fácilmente reemplazar por cualquier cosa que puede ser pensada como algo “más grande que uno mismo” (Jung), de allí la búsqueda de sustancias, preferiblemente prohibidas, como forma de estar-en-el-mundo (Heidegger), pero un mundo que lo quiere sumido en unas reglas difíciles de comprender, un mundo que no dudará en sacrificarlo si llega a caer en el grupo de los doblemente etiquetados, y un mundo que, a pesar de los esfuerzos de la búsqueda de sentido de sus miembros, hace todo para desvanecerlos.
Echándole la culpa al individuo, específicamente a su (falta de) voluntad, se logra exculpar al sistema socioeconómico dominante e, incluso, legitimarlo, como ya lo vimos, cayendo en un círculo vicioso en el que la culpa societal es invisibilizada: ¿por qué X es adicto?, porque así él lo quiso, y ¿por qué lo quiso?, porque no era un miembro incluido en la sociedad, sino uno que se puso a sí mismo en condiciones de marginalidad (pues la pobreza, la marginalidad, etcétera, son fruto de voluntades débiles y perezosas), poniendo en riesgo a los que, por su propia iniciativa, han logrado salir adelante. Todo esto va de la mano con el discurso del homo oeconomicus que nos pretende convencer (incluso desde la institucionalidad educativa[14]) de que la voluntad individual (herencia de la modernidad), dispuesta a producir en todo momento –estilo de vida de rendimiento y consumo 24/7[15], que sacrifica el descanso (Botero, 2021, pp. 1-6) (Almeyda y Botero, 2021, pp. 423-451)–, es lo único para tener en cuenta, de forma tal que solo es pobre quien quiere, que hay que ser empresarios de sí mismo, escondiendo la (auto)explotación que ello significa (Aguirre, et. al, 2020, pp. 109-124), etcétera.
Igualmente, pueden darse respuestas desde la química y las tendencias psico-biológicas del individuo que explican la causa material y eficiente de la adicción, pero matizando que no todos los consumidores son adictos, que los adictos marginados no suelen estar en dicha condición solo por la droga (es común que la adicción tanática esté aparejada a otros problemas bio-psico-sociales previos, que son los que realmente potencializan los peores síntomas de la adicción o facilitan el camino para estos) y aclarando que estas explicaciones no solo dan respuesta a las adicciones a las drogas prohibidas, sino también a las que cuyo consumo no está prohibido. Le sumamos que no es nuestra intención buscar la causa material y eficiente del consumo de drogas en general y de la adicción en particular, pues es asunto de otras disciplinas, sino que pretendemos comprender –con todo lo que significa esta palabra en las humanidades (Wright, 1971, pp. 17-56) y (Bubner, 1992, pp. 5-16)– el fenómeno a partir de su causa final. Mejor que preguntar por el qué está indagar el por qué, por lo menos en este trabajo.
3. Propuesta
Entonces, ante el diagnóstico escueto y muy general antes señalado, cabe preguntar qué podemos proponer en nuestra calidad de “intelectual comprometido” (Botero, 2002) ante el fenómeno señalado. La respuesta no puede ser otra que: i) la despenalización del consumo (incluso, del tráfico, por lo menos del que se hace en pequeña escala); ii) la eliminación de la prohibición (que va más allá del derecho penal) del consumo de todas las drogas; y iii) la supresión del doble estigma que aqueja al consumo (adicción y autodestrucción), para permitir una mayor y mejor visibilidad del adicto, pues consumo y adicción, como se ha dicho varias veces, no son lo mismo. Empero, somos conscientes de que esto que se propone, a pesar de que cada día que pasa hay un mejor ambiente para ello (en especial con el consumo de la marihuana), generará un discurso en contra por parte de los que se benefician de la penalización, la prohibición y el doble estigma: el narcotráfico (que surge de la prohibición) y los empresarios morales (que acumulan poder por su discurso de tolerancia cero a las drogas).
Reacción de los empresarios morales frente a los discursos anti-prohibicionistas: el caso de la Sentencia C-221 de 1994
Para explicar la reacción de los empresarios morales frente a las propuestas como las que mencionamos antes, quisiéramos poner un ejemplo basado en el contexto colombiano. La Corte Constitucional colombiana, mediante la Sentencia C-221 de 1994, cuyo magistrado ponente fue Carlos Gaviria Díaz, consideró como inconstitucional la penalización y la prohibición, en varios casos, del consumo de drogas prohibidas. Obviamente, esta Sentencia generó, en aquel entonces, todo un alboroto que no tendría similar, pues tocó de forma directa ese discurso de los empresarios morales al que nos venimos refiriendo, que aprovecharon la oportunidad para hacer proselitismo partidista. Sobre esto volveremos más adelante.
Pasemos, por el momento, a exponer los principales aspectos de la Sentencia en cuestión [un mejor análisis de este fallo judicial se encuentra en Botero (2001, pp. 37-53)], que sirven de base para nuestra propuesta de despenalizar y de suprimir la prohibición. La Sentencia señaló que dentro de un sistema penal liberal y democrático como el que deriva de la Constitución colombiana de 1991, debe estar proscrita la imposición de la pena fundada en criterios predelictuales, esto último derivado del peligrosismo en materia penal[16]. En otras palabras, el comportamiento del autor de un delito antes de haberlo cometido no debe influir en la sanción que ha de imponérsele. En consecuencia, afirmó la Corte, si el peligrosismo, propio de la criminología positivista, está proscrito en el ordenamiento jurídico colombiano, mal se haría si al drogadicto se le condenara porque es un potencial delincuente o que se justifique su persecución penal basados en que puede cometer delitos a futuro. En consecuencia, si el “Derecho Penal debe, ciertamente, contribuir a superar el caos en el mundo y a contener la arbitrariedad de los hombres por medio de una consciente limitación de su libertad; pero sólo puede hacerlo de forma compatible con el nivel cultural general de la nación” (Jescheck, 1981, p. 5), y si el “Derecho Penal solo puede asegurar la protección de la Sociedad garantizando la paz pública, respetando la libertad de actuación del individuo, a la vez que defendiéndola de la violencia ilegítima, y actuando con arreglo al principio de justicia distributiva en caso de infracciones importantes” (p. 5), tenemos que la criminalización del consumo y el tráfico no es la mejor arma para lograr la convivencia social en el contexto de la sociedad contemporánea, menos cuando se concentra más que todo en la persecución de los drogadictos y los expendedores menores.
En este sentido, solo podría condenarse a un drogadicto si este mismo hecho fuera en sí mismo punible, pero considerar delito la drogadicción es algo abusivo, por tratarse de un asunto, jurídicamente hablando, de la órbita de acción del individuo y reservado a un derecho que se funda en el respeto a la libre determinación y en la dignidad de la persona (autónoma para elegir su destino)[17], aspecto sobre el que luego volveremos.
Esto, sin mencionar que, para muchos, la drogadicción que cobija a una pequeña parte de los consumidores es una enfermedad, por lo que castigar penalmente al enfermo, por ser tal, es algo ilógico desde el derecho que, como todos sabemos, no puede castigar lo que no se puede evitar (solo puede ser objeto de una norma una conducta que se puede transgredir). Dicho en otras palabras, partiendo de que la adicción es una enfermedad, cada individuo es libre de decidir si recupera o no su salud. El Estado no es dueño de la vida y de la salud de nadie, motivo por el cual el Código Penal no considera la tentativa de suicidio ni la autoflagelación ni la negativa a recibir tratamiento contra una enfermedad contagiosa ni el rechazo a ser vacunado como conductas delictuales.
Por lo anterior, ni siquiera el Estado puede modificar la sanción penal por una orden de internamiento psiquiátrico desde la perspectiva médica. En este caso, a criterio de la Corte Constitucional, la evidencia de inconstitucionalidad es aún mayor, pues no solo es inconcebible, sino monstruoso y contrario a los más elementales principios de un derecho civilizado que se sancione a una persona sin haber infringido norma alguna (pues ya la Corte parte de que la condena por el mero consumo no es válida) y se le obligue (salvo que sea inimputable), por mandato de norma penal, a recibir un tratamiento médico que no desea. Con base en lo anterior, la Corte deja en claro los alcances del último inciso del artículo 49 constitucional, al indicar que ese deber no tiene efecto jurídico por sí mismo[18], pues por lo ya dicho, no se puede obligar jurídicamente a un adicto a cuidarse y dejar de lado el consumo de psicoactivos.
Entonces, recordó la Corte, solo las conductas que interfieran con la órbita de acción del otro o de los otros podrán ser reguladas jurídicamente, pero la drogadicción no supone per se una afectación o una interferencia de la órbita del otro, por lo que el derecho no podrá entrar a penalizar en especial, ni prohibir en general, la mera conducta del consumo de psicoactivos. Pues bien, la primera consecuencia que se deriva de la autonomía personal consiste en que es la propia persona la que debe darle sentido y rumbo a su existencia. Decidir por ella es arrebatarle brutalmente su condición humana, para reducirla a la condición de objeto. Entonces, si a la persona se le reconoce esa autonomía, solo se le puede limitar en la medida en que entre en conflicto con la autonomía ajena, y solo en este último caso el Estado puede regular las circunstancias de lugar, de edad, de ejercicio temporal de actividades y otras análogas dentro de las cuales el consumo de droga resulte inadecuado o socialmente nocivo, como sucede en la actualidad con el alcohol y el tabaco.
Igualmente, la Corte se pregunta: ¿qué puede hacer el Estado, respaldado por la voluntad general, si encuentra indeseable el consumo de estupefacientes y quiere evitarlo sin vulnerar la libertad y la autonomía de las personas? Cree la Corte que la vía adecuada y compatible con los principios que el propio Estado se ha comprometido a respetar y a promover consiste en brindar educación de calidad. Se propone, entonces, desde esa instancia judicial, que cada persona elija su forma de vida responsablemente; para lograr ese objetivo es preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia y la ingenuidad. No puede, pues, un Estado respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía personal y del libre desarrollo de la personalidad escamotear su obligación irrenunciable de educar y sustituirla por la represión como forma de controlar el consumo de sustancias que se juzgan nocivas para el individuo y, eventualmente, para la comunidad a la que se ha integrado.
Ahora bien, esta Sentencia, que fue un parteaguas de la jurisprudencia constitucional colombiana porque enarboló banderas que desde aquí defendemos, ha recibido muchas críticas, que intentaremos clasificar en tres grupos, para centrarnos en uno de ellos.
El primer grupo de críticas son las jurídico-constitucionales, empezando por las que hicieron los magistrados que salvaron su voto (magistrados José Gregorio Hernández Galindo, Hernando Herrera Vergara, Fabio Morón Díaz y Vladimiro Naranjo Mesa), posición que ha sido calificada como conservadora. En el segundo grupo se considera que esta decisión judicial sigue en la senda del prohibicionismo, de manera tal que no resuelve ni ayuda a resolver un problema mayor. Y, finalmente, el tercer grupo abarca las de los empresarios morales que consideraron que esta Sentencia es una patente de corso para el narcotráfico y la destrucción de las buenas costumbres.
El primer grupo de críticas fue analizado en un texto anterior (Botero, 2001, pp. 46-49), por lo que aquí pasamos al segundo grupo, formuladas por el sector más liberal, si es que se nos permite llamarlo así, que considera que la Sentencia sigue en el juego del imaginario social que se nos impone y que evitó, seguramente por pragmatismo, un debate que debería darse hoy y ahora. Esto porque la Sentencia en cuestión no se enfrenta al esquema de etiquetar como enfermedad el consumo de ciertas sustancias escogidas como prohibidas, por políticos y empresarios morales, lo que permite equiparar, sin todos los matices que hay detrás, el consumo con la adicción, y, finalmente, porque no cuestiona en el fondo la lucha, ya perdida, contra las drogas. Empero, habrá que decir, a favor de la Corte, que (i) esta no tenía que aludir a la lucha contra las drogas, si ese no era el cargo con el que se solicitaba la declaración de inconstitucionalidad de la norma penal en concreto; (ii) la Corte no puede ser llamada a decidir por todos los asuntos de vital importancia, por ejemplo, si deben prohibirse o no algunas sustancias psicoactivas, debate que atraviesa más lo político y lo económico que lo jurídico; y (iii) si la Corte hubiese ido más allá, en el contexto conservador que nos rodea, las cosas podrían haberse salido de control, y esto último me lleva al tercer grupo sobre el que queremos detenernos.
El tercer grupo de críticas, en las que queremos concentrarnos proviene, de inmediato, del sector social que más provecho ha sacado a la prohibición del consumo y el tráfico de estupefacientes prohibidos. Si bien esto es algo que ha ocupado muchos mares de tinta, intentaremos ser lo más reducidos posibles para explicar cómo la lucha contra las drogas no ha servido para acabar, ni siquiera reducir, el tráfico ni el consumo, pero sí ha servido para muchos intereses, entre los que podríamos enumerar los siguientes: (1) EE. UU. logra así imponerse como la gran potencia mundial, en tanto se erige con su discurso puritano como baluarte moral en una lucha contra las drogas (es decir, esta lucha se da, entre otras cosas, por intereses geopolíticos que los demás Estados han tenido que aceptar[19]). (2) La prohibición logra centrar la represión en los traficantes menores y en el consumo, pues estos no tienen capacidad de injerencia en las decisiones políticas, judiciales y policiales, lo que lleva a que la lucha contra las drogas fomente la concentración del mercado en pocas manos que, por su poder corruptor, sumado a su brutalidad con los enemigos, se vuelven intocables para las autoridades; dicho con otras palabras, la prohibición ha dado lugar al narcotráfico, corruptor y brutal, y la guerra contra las drogas aumenta la violencia[20] y favorece la concentración del tráfico en pocos carteles que, con el tiempo, cooptan al Estado y evitan la competencia en un círculo vicioso de violencia criminal indiscriminada[21]. (3) Los políticos logran, mediante el discurso de tolerancia cero[22] ante las drogas, cosechar votos, aprovechando el imaginario social y el etiquetamiento del que hemos venido hablando que impone temor (siembra miedo y cosecharás votos), pero claramente de las palabras a los hechos hay mucha distancia; así, ante la exigencia de resultados, en el contexto anterior, lo más fácil es perseguir penalmente a los carteles que aún no han logrado cooptar las instituciones públicas, los traficantes pequeños y el consumo mismo, a la vez que esto le permite hacer creer a la sociedad que el político está cumpliendo, y así se logra incrementar el control social sobre las masas ya desechadas[23], por otros factores, de los beneficios del estándar socio-económico vigente[24]. Y (4), para finalizar este listado enunciativo, la persecución al consumo y al tráfico pequeño logra desviar la mirada frente a este problema, donde está etiquetado como delincuente el excluido de los beneficios socioeconómicos; esto permite invisibilizar asuntos más graves como la desigualdad económica y la corrupción política[25], entre otros aspectos.
Pero para que el discurso prohibicionista pueda generar estos efectos es necesario que no se gane la guerra contra las drogas, pues en caso de que esta guerra sea un éxito, todos los beneficiados (empresarios morales y narcotraficantes de gran calado) pierden. De allí que se diga que esta es una guerra que se gana perdiéndola.
La campaña de la guerra contra las drogas está hoy en su peor momento y su vigencia solo puede explicarse por la compleja gama de actores e intereses que se benefician cuando la guerra no es sobre las drogas sino sobre la extracción de ganancias de diferente orden en nombre de esa cruzada. Esta es una guerra que oculta las responsabilidades de la institucionalidad en el agravamiento de la situación y que hemos observado tanto en las emergencias hospitalarias como en las muertes por sobredosis en EU. (Vargas, 2021, p. 6)
Poder de algunos y control sobre otros es el resultado final de la prohibición de las drogas y de la guerra contra estas.
Esto equivale a decir que no sólo las normas del derecho penal se forman y aplican selectivamente, reflejando las relaciones de desigualdad existentes, sino que el derecho penal ejerce también una función activa, de reproducción y de producción, respecto a las relaciones de desigualdad. En primer lugar, la aplicación selectiva de las sanciones penales estigmatizantes, y especialmente de la cárcel, es un momento supraestructural esencial para el mantenimiento de la escala vertical de la sociedad. Influyendo negativamente sobre todo en el estatus social de los individuos pertenecientes a los estratos sociales más bajos, dicha aplicación selectiva actúa de modo de obstaculizarles su ascenso social. En segundo lugar, y es ésta una de las funciones simbólicas de la pena, el hecho de castigar ciertos comportamientos ilegales sirve para cubrir un número más amplio de comportamientos ilegales que permanecen inmunes al proceso de criminalización. De ese modo, la aplicación selectiva del derecho penal tiene como resultado colateral la cobertura ideológica de esta misma selectividad. (Baratta, 2004, p. 173)
Por todo lo anterior, cuando la Corte conceptuó que el consumo de la dosis personal, que es el eslabón más débil y menos importante del tráfico, no podía ser criminalizado, obligó a replantear las ventajas que dicho sistema le permite al discurso de los empresarios morales del que hemos venido hablando. Como suele suceder, la primera reacción de cualquier persona ante los reclamos de un cambio significativo es el rechazo, algo normal pues de lo que se trata es del ahorro de energía. En este caso, los sistemas político y económico consideraron que su posición cómoda derivada de la lucha contra las drogas podría perderse y, antes que adaptarse a un nuevo modelo basado en la prevención, la educación y la reglamentación mediante normas de policía, lo mejor es la crítica despiadada a la Corte. Fue por ello que el sector político beneficiado del discurso prohibicionista asumió las banderas de revancha y acusó a esta Sentencia, y en especial a su magistrado ponente, de dar un espaldarazo a los narcotraficantes y de atentar contra las buenas costumbres.
Ahora, es tan fuerte este discurso de la prohibición que ni siquiera los partidos de izquierda ni los de centro se atreverían a cuestionar el modelo de fondo, pues se verían duramente castigados electoralmente entre otras cosas. Entonces, la derecha aprovechó la Sentencia para capitalizarse discursivamente como el adalid de las buenas costumbres y de la tolerancia cero que, supuestamente, la Corte torpedeó con su decisión.
Y justo, en la búsqueda de resultados electorales con el discurso político prohibicionista, la derecha colombiana ha propiciado la emisión de normas jurídicas, de casi nula eficacia (asunto que poco importa para los objetivos reales que se buscan[26]), a la vez que todo tipo de discursos políticos y sociales, con los cuales los empresarios morales intentan convencer de que en la persecución al campesino cultivador de coca, al consumidor pobre y al traficante menor se encuentra la clave de la victoria de la lucha contra las drogas.
Esta solución que propongo, con humor y tristeza, sé bien que el Norte rico y poderoso siempre la rechazará, puesto que ya lo veo estremecerse de júbilo con la idea de una guerra próxima con el Sur pobre y débil. Conflicto que acaba de desatar, entre otras, la movilización general de los países industrializados contra la droga proveniente de los agricultores miserables del tercer mundo. Ebrios-muertos de consumo nos preparamos para destruir a aquéllos cuyo trabajo y muerte nos embriaga…
Así mismo, la guerra de la droga opone, hoy en día, los dominantes del mundo desarrollado, al tercer mundo que masca hojas de coca y, que la cultiva, porque los primeros derrumbaron el precio del cacao y del café…
Los puritanos le tienen horror a los pobres. (Serres, 1990, pp. 100-101)
Ahora bien, entre las normas jurídicas emitidas por el establecimiento conservador, como reacción a la Sentencia de 1994, encontramos el Acto Legislativo 02 de 2009, que agregó al artículo 49 de la Constitución lo siguiente:
El porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica. Con fines preventivos y rehabilitadores la ley establecerá medidas y tratamientos administrativos de orden pedagógico, profiláctico o terapéutico para las personas que consuman dichas sustancias. El sometimiento a esas medidas y tratamientos requiere el consentimiento informado del adicto.
Así mismo el Estado dedicará especial atención al enfermo dependiente o adicto y a su familia para fortalecerla en valores y principios que contribuyan a prevenir comportamientos que afecten el cuidado integral de la salud de las personas y, por consiguiente, de la comunidad, y desarrollará en forma permanente campañas de prevención contra el consumo de drogas o sustancias estupefacientes y en favor de la recuperación de los adictos.
Esta reforma constitucional fue declarada exequible de manera condicionada por la Sentencia de la Corte Constitucional C-882 de 2011, pero se limita al cargo con que fue acusada la reforma, en el sentido de que, al sentir del Tribunal Constitucional, tal reforma al artículo 49 no afecta directamente a las comunidades indígenas y, por tanto, no requería la aprobación, por medio de consulta previa, por parte de las comunidades originarias. Igualmente, ante la expresión “El porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica”, la Corte Constitucional se declaró inhibida de fallar de fondo mediante Sentencia C-574 de 2011.
Bajo esta norma constitucional reformada, se emitió el Decreto 1844 del 2018 con el cual el presidente Duque (mandato: 2018-2022), en atención a su discurso durante su campaña presidencial de volver a criminalizar el consumo, prohíbe poseer, tener, entregar, distribuir o comercializar drogas o sustancias prohibidas, y establece que la Policía nacional, mediante un proceso verbal inmediato, puede confiscar y destruir la dosis mínima, pero tal decreto fue condicionado por el Consejo de Estado (Consejo de Estado, comunicado del 19 de julio de 2020), encargado de juzgar la constitucionalidad y la legalidad de los actos de la administración pública, al señalar que la confiscación y la destrucción solo procederá cuando la dosis mínima traspase la esfera íntima del consumidor, esto es, en la práctica, que sea para comercialización y no para consumo personal, lo que vuelve imposible su aplicación, por lo menos desde la perspectiva jurídica, pues para la policía es muy difícil demostrar que una dosis personal es para usos diferentes al consumo de quien la porta.
Pero no quisiéramos hacer un estudio jurídico, sino señalar que si bien la Sentencia de 1994 prohibió la criminalización del consumo (que se constituye en un pequeño escalón para los que abogan por la eliminación de la prohibición), norma que realmente era de eficacia muy limitada, esto en vez de propiciar un debate a favor de ir más allá logró hacer que la clase política modificase la Constitución con miras a volver a establecer, en el plano discursivo, con “eficacia simbólica en sentido específico” (García Villegas, 1993, pp. 79-110) (García Villegas, 2014, pp. 233-255), la prohibición de la dosis personal y, por ende, del consumo, haciendo creer que el flagelo de las drogas, de la brutalidad de la mafia y la corrupción del Estado se debe a los pequeños traficantes, de un lado, y al adicto doblemente etiquetado, del otro. De esta manera, los discursos abolicionistas fácilmente terminan desechados, cuando logran éxitos puntuales (como la Sentencia de 1994), por los empresarios morales que determinan, en mucho, la forma de pensar de las personas, que, a pesar de ser consumidores habituales de drogas (permitidas o no), ignoran o quieren ignorar el modelo de sociedad que crece, que se alimenta del discurso de tolerancia cero, una sociedad que sacrifica a algunos para bienestar de otros bajo la supuesta bandera de la seguridad ciudadana (Mair, 2000, pp. 44-54).
4. Conclusiones
En este ensayo pretendimos articular tres puntos. El primero es que el tema de las drogas es algo que merece una reflexión más allá de lo que nos dicen la sociedad telemática y los empresarios morales, para incluir en ella temas más contextuales, por ejemplo: cómo el neoliberalismo ha propiciado el consumo de drogas. En este sentido, recordamos que en todas las culturas ha existido el consumo de drogas, que en ciertas culturas algunas drogas son prohibidas y sobre dichas drogas y sus consumidores recae una doble estigmatización: adicción y (auto)destrucción. Estos dos estigmas produjeron un malestar social en torno al fenómeno, que pretendió resolverse bajo el paradigma de la represión y la prohibición. Sin embargo, no podemos confundir consumidor con adicto (el adicto se vuelve tal, en la mayoría de los casos, por la confluencia de muchos factores externos e internos con el consumo de alguna droga, prohibida o no), y debemos reconocer que la sociedad y la política reaccionan diferente dependiendo del nivel socioeconómico del consumidor y del producto prohibido que se consuma, de manera tal que el doble etiquetamiento se centra especialmente en sectores previamente excluidos de los beneficios socioeconómicos del modelo, de forma tal que el etiquetamiento justifica la exclusión previa.
El segundo punto, al parecer menos trabajado, se relaciona con una propuesta concreta para reducir, en alguna medida, la violencia criminal en Latinoamérica. Propusimos tres cosas: (i) la despenalización del consumo y del tráfico (por lo menos del tráfico menor) de drogas; (ii) la eliminación de la prohibición legal del consumo y el tráfico (por lo menos del tráfico menor) de drogas, salvo casos donde el consumo o el tráfico puedan afectar derechos legítimos de terceros; y (iii) la supresión del doble estigma que recae sobre el consumo en general y sobre los adictos en especial, lo que supone una sociedad civil más reflexiva sobre las drogas, principalmente sobre lo que hay detrás de la famosa guerra contra las drogas, etcétera. Si bien este apartado propositivo apenas se enunció, de todo el texto se pueden inferir los beneficios que ello acarrearía en caso de aprobarse, para lo cual mencionaremos solo cuatro a manera de ejemplo: (i) serviría para mejorar la calidad de vida del consumidor, pues le permitiría acceder a productos de mejor factura, a menor precio y sin el etiquetamiento que deja sus efectos, entre otras cosas, lo que reportaría ventajas tanto en la disminución del número de muertes por sobredosis como en la recuperación de la salud del adicto; (ii) permitiría una reducción (no eliminación, pues esto está fuera del alcance de toda propuesta) de la violencia criminal porque: a) el narcotráfico (fundamentalmente el de los grandes carteles) es producto, a la vez que es favorecedor, de regímenes duros de prohibición, y b) sacaría de la clandestinidad un negocio que se lucra justo por estar prohibido; (iii) reduciría la militarización de las fuerzas policiales y de varios órganos estatales (con los riesgos que esto ha implicado, como desmanes en el uso de la fuerza letal y violación de los derechos humanos, en especial de los estigmatizados), logrando que el Estado se reencauce en una función más preventiva, educadora, reglamentadora, etcétera, en vez de la represiva y militarista que ha asumido gracias a la guerra contra las drogas; (iv) fortalecería los sistemas de prevención del consumo y de tratamientos flexibles y funcionales de los adictos[27], desde un enfoque de salud pública; y (v) mejoraría las arcas públicas pues al volver lícita esta actividad, reportaría ingresos corrientes al fisco, y la desmilitarización del Estado implicaría unos ahorros significativos (la lucha contra las drogas es uno de los rubros que más gasto le representa a todo Estado) que pueden destinarse, con mucho mejor éxito, a la educación, a la prevención del consumo y al tratamiento de los adictos a las drogas (prohibidas o no).
No obstante, la mera supresión de la prohibición no resolverá los problemas que nos aquejan, pues como lo señala Vargas (2021, p. 4), entender que la drogadicción es una problemática muy compleja (que no se puede explicar solo a partir de dos variables reduccionistas como la falta de voluntad de la persona o el funcionamiento del mercado ilegal) evita caer en propuestas balas de plata, que son aquellas que creen poder solucionar el asunto con un par de reformas legales. Empero, las tres propuestas formuladas anteriormente ayudarán a mejorar la calidad de vida social e individual, siempre y cuando se acompañen de otras estrategias como la de propiciar, por todos los medios posibles, la ética (una que permita asumir con éxito las responsabilidades y los riesgos del manejo cotidiano de la propia vida, salud, bienes y honra, dentro de proyectos de vida responsables), promover el mejor uso del tiempo libre (lo que empieza por defenderlo ante los embates de un modelo neoliberal que busca mantener en estado de producción y rentabilidad permanente al individuo) y mejorar los índices de calidad de vida, de igualdad y de empleo, lo cual permitiría integrar a los beneficios sociales a sectores ahora desechados, entre otras estrategias.
El tercer punto está asociado a que cuando se avanza, aunque sea un poco, en poner fin a la guerra contra las drogas, conflicto que ha dejado una estela de violencia en países tanto productores como consumidores, los empresarios morales ven sus privilegios y ventajas en riesgo, especialmente los electorales, por lo cual estallan, con rabia, y aprovechando su posición dominante en la generación de la opinión pública en la sociedad telemática, revierten todo cuanto pueden el avance logrado. Un ejemplo de esto fue la Sentencia de 1994, ya explicada, que introdujo un cambio importante en cuanto a la concepción del Estado colombiano en relación con el consumo y la adicción.
La Sentencia C-221 de 1994 replanteó el modelo de tratamiento jurídico del consumo de psicoactivos, para predicar que en este campo un derecho penal de corte liberal no podrá irrumpir en esta esfera de acción del individuo, quedando a merced de este el consumo o no de tales sustancias, siempre y cuando, con su consumo, no ponga en riesgo derechos legítimos de terceros (de allí que pueda prohibirse el consumo de drogas, permitidas o no, en ciertos espacios). Recuerda la Corte, por ejemplo, cómo la educación y la prevención son los caminos expeditos para controlar el consumo de estas sustancias (acorde al ideal ilustrado que considera a la educación como el motor del cambio social), pero no la represión con base en el derecho penal. El mismo Estado, liderado por los empresarios morales, que han considerado la represión y el marginamiento como excelentes herramientas de control, consideró que con este fallo judicial se le había quitado una potestad altamente eficaz, por lo menos simbólicamente: la norma prohibitiva de conductas meramente personales. Así, esta Sentencia que implicaba una nueva forma de ver, desde la perspectiva jurídica, el consumo de estupefacientes en Colombia se fue, en alguna medida, al traste por la reacción de los empresarios morales, quienes consideraron a la Corte como alcahueta y como un agente desmoralizador de las relaciones sociales, hasta lograr la reforma de normas constitucionales y legales para salvaguardar el régimen de prohibición y mantener la represión sobre los eslabones más débiles del mercado de las drogas ilícitas (los consumidores y los traficantes menores), aunque estas nuevas normas sean altamente ineficaces. Se perdió una buena oportunidad para que el Estado colombiano replanteara su política de manejo del consumo de sustancias psicoactivas, en busca de alternativas más preventivas y educativas que represivas.
Entonces, la propuesta que aquí hacemos no tendrá mayor eco, como no la han tenido muchas propuestas previas, pues los empresarios morales controlan los sistemas de reproducción de la verdad y, por tanto, del poder. Pero no por ello debemos callarnos ni perder la fe que algún día las masas, las personas del común, que eligen a políticos y enriquecen a los dueños del capital, caigan en cuenta de que la guerra contra las drogas ha sido un fracaso en todos los sentidos, y que tal como ha sucedido con otras drogas (como el alcohol o el tabaco, por mencionar dos casos), la prohibición solo incrementa el problema y obstaculiza la solución.
Finalmente, para evitar malentendidos, en ningún momento sostenemos que las drogas son inocuas, pues no lo son; lo que se sostiene es que el régimen de la prohibición es el mecanismo menos idóneo para alejar a los individuos de sus efectos nocivos. Tampoco sostenemos que con tan solo eliminar la prohibición se resolverán todos los problemas sociales, ni siquiera los relativos al consumo de drogas, puesto que todo hace parte de una política integral donde abandonar el régimen prohibicionista es algo central, pero no la única medida para lograr un objetivo que nos ocupa en este escrito: ¿cómo hacer frente a la violencia criminal en Latinoamérica?
Referencias
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Notas
Claro está que estos empresarios morales suelen ser consumidores de drogas, como casi todos en la cultura humana: “[A]quellos que anuncian que van a luchar contra la droga aseguran regularmente su considerable dosis cotidiana. En estos temas es tan rara la inocencia como excepcional es la santidad” (Serres, 1990, p. 97).
Notas de autor
Información adicional
Forma de referenciar (APA): Botero, A. (2022). Algunas
reflexiones, desde las humanidades, sobre el consumo de sustancias
psicoactivas. Revista
Filosofía UIS, 21(2), 177-199. https://doi.org/10.18273/revfil.v21n2-2022008