Dossier

La risa y el juego como irreverencias poético‒políticas en Roberto Santoro

Laughter and play as poetic‒political irreverence in Roberto Santoro

Agustina Catalano
Universidad Nacional de Mar del Plata ‒ Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

núm. 19, e0145, 2024

revistaeltacoenlabrea@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 19 Diciembre 2023

Aprobación: 21 Febrero 2024



DOI: https://doi.org/10.14409/eltaco.10.19.e0145

Para citar este artículo:: Catalano, A. (2024). La risa y el juego como irreverencias poético‒políticas en Roberto Santoro. El taco en la brea, (19) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0145 DOI: 10.14409/eltaco.10.19.e0145

Resumen: La hipótesis principal de este trabajo sostiene que lo político en la escritura de Roberto Santoro se redefine y actualiza mediante el juego y la risa como dispositivos desde los cuales leer e interpretar la violencia dictatorial y las militancias de izquierda. Lejos de la denuncia o la protesta a secas, su poesía transgrede los lugares comunes o las formas cristalizadas de acercarse a la realidad histórico‒política de los años 70, a través del humor negro, la ironía y la reescritura de juegos infantiles, rondas y canciones populares. Se tendrán en cuenta para el análisis sus últimas dos publicaciones en vida —Poesíaen general (1973) y No negociable (1975)— y poemas que permanecieron inéditos hasta la aparición de su Obra poética completa (2009). Allí se puede advertir un procesamiento del contexto represivo y sus efectos sobre los cuerpos y las subjetividades que no niega el dolor o la bronca, tampoco el entusiasmo militante, pero sí incorpora nuevos tonos y figuras a la imaginación revolucionaria, como el chiste, el calambur, el baile o los rituales infantiles.

Palabras clave: Santoro, poesía, política, risa, juego.

Abstract: The main hypothesis of this paper maintains that the political in Roberto Santoro’s writing is redefined and updated through play and laughter as devices from which to read and interpret dictatorial violence and leftist militancy. Far from simply denouncing or protesting, His poetry transgresses commonplaces or crystallized ways of approaching the historical-political reality of the 1970s, through black humor, irony and the rewriting of children's games, rounds and popular songs. His last two publications during his lifetime —Poesía en general (1973) and No negociable (1975)— and poems that remained unpublished until the appearance of his Obra poética completa (2009) will be taken into account for the analysis. There one can see a processing of the repressive context and its effects on bodies and subjectivities that does not deny pain or anger, nor militant enthusiasm, but it does incorporate new tones and figures to the revolutionary imagination, such as jokes, calambur, dance or children’s rituals.

Keywords: Santoro, poetry, politics, laughter, game.

Apuntemos, a modo de inciso, que nada propicia más la reflexión que la risa —las convulsiones del diafragma suelen ser más incisivas que las del alma.

Walter Benjamin, El autor como productor

En 1973 Santoro publicó Poesía en general, un libro que ya en el título anticipaba su tema, aunque de modo bastante sutil: las fuerzas armadas, el poder represivo, «la familia unitas», como llamó en un poema posterior a los distintos escalafones y grados de la carrera militar. Amigos personales como Gerardo Berensztein, con quien había compartido el proyecto de la revista La Cosa, le recomendaban tener cuidado, le decían que era un libro peligroso, que mejor era tener más cuidado, que se la había «jugado», quizás demasiado.[1] Y un poema titulado «Línea de fuego», parece confirmar esto último, con otro título también sugerente: «fabulador/ testigo a destiempo (...) no dice lo que ha visto/ sino lo que imagina que vio» (2009:451‒452).

Sin duda estamos ante ideas e imágenes que pueden resultarnos familiares o al menos identificables con otros escritores y aristas quienes, en sus producciones, cuestionaron y enfrentaron al poder militar, asumiendo represalias como la censura, la persecución, incluso la muerte; es decir, colocándose en esa «línea de fuego» a la que alude el texto, en una posición riesgosa, justo donde podrían sufrir un impacto, un golpe o un ataque. Sin embargo, Santoro no es un «testigo» convencional, no es un denunciante como los demás, sino un sujeto «a destiempo», un «fabulador», como se lee en el poema, alguien que no observa solamente sino que además «imagina» y, por ende, ha renunciado —como plantea Francois Rastier acerca de la poesía testimonial— «a los principios de claridad y racionalidad» (2005:140). Es decir, no pierde de vista que la literatura es una mediación y que transcribir lo que «ha visto» o lo que vive es una quimera, una «prueba irrealizable»; siempre irá a «destiempo» o «fabulará» algo, por más mínimo que sea. En vez de ocultarlo o restarle importancia, se afirma en ello, lo advierte, lo hace visible. Pero además, como se denominan una serie de canciones compuestas en 1974: «Lo que veo no lo creo». En algún punto, lo que sucede es también increíble, dado que la violencia militar vigente desborda las creencias, lo conocido, lo antes visto. De nada parecía servir aferrarse a lo real cuando esto mismo ya ha franqueado sus propios límites y ha cruzado hacia el terreno de lo impensado, lo inimaginable; el campo de visión del sujeto se ha tornado una «oscuridad que enceguece» (2009:452), como cierra el poema mencionado. No obstante, se trata de un sujeto que, al mismo tiempo en que señala y pone en evidencia la crueldad y el horror de su presente, se puede reír y quiere jugar. En este último gesto busca concentrarse el artículo: la voluntad y el deseo de una escritura que busca la risa, el juego, la vida, aun estando «en el epicentro de la catástrofe» —como dice Didi‒Huberman (2007) acerca de los Rollos de Auschwitz como «escrituras del desastre»—. El humor y las formas lúdicas son entonces dos dispositivos vitales que se complementan y requieren a lo largo de toda la obra de Santoro, pero con mayor fuerza en su última etapa, ya en la antesala de la última dictadura cívico-militar argentina.[2]

Para el filósofo Johan Huizinga (2015), la alegría y la broma son justamente la esencia del juego, ya que en ellos reside su capacidad de «hacer perder la cabeza», de alterar el ritmo cotidiano de la vida, irrumpir e instalar en su lugar otras reglas, otro tiempo, otra sociabilidad. Así, Santoro subvierte y «desquicia», parafraseando ahora a Sergio Cueto (2008), las jerarquías militares y el orden que pretenden imponer, al recurrir al juego y al humor como mecanismos a través de los cuales nombrar, pensar y transitar, individual y colectivamente, un momento histórico‒político signado por el terrorismo estatal y los conflictos armados. Les quita «su asiento, su consistencia» y, de ese modo, «despoja al hombre de su dignidad, le impide tomarse en serio» (Cueto, 2008:18). Esa pérdida, ese déficit humano —el individuo que ya no tiene el crédito de una solvencia prestada por los códigos sociales— abre paso a la risa, como un «eco» compartido y cómplice, que saca al sujeto de su aislamiento, al decir de Henri Bergson (2016).

Ahora bien, el costado lúdico de los poemas tiene que ver, en muchos casos, con la inserción explícita de episodios o estructuras de juegos ya conocidos, como la adivinanza y el trabalenguas, o canciones y rimas populares como «El gran bonete», poema que abre No negociable y que se ha convertido, a lo largo de los años, en uno de los textos más leídos y citados para el aniversario del golpe del 24 de marzo del 76. «El gran bonete», como el juego homónimo de pregunta‒respuesta acerca de un objeto extraviado, que los niños recitan, formando un círculo alrededor de quien sea designado como «Gran bonete» y a quien se le coloca además un sombrero característico del juego con forma de cono. Este último pregunta y los demás repiten la misma fórmula «sí señor/ no señor»:

a mi país se le han perdido muchos habitantes

y dice que algún cuerpo de ejército los tiene

¿yo señor?

sí señor

no señor

¿pues entonces quién los tiene?

la policía

¿yo señor?

sí señor

no señor

¿pues entonces quién los tiene?

la cámara del terror

¿yo señor?

sí señor

no señor

¿pues entonces quién los tiene?

los organismos parapoliciales

¿yo señor?

sí señor

no señor

pues entonces quién los tiene?

pues entonces quién los tiene?

pues entonces quién los tiene? (2009:359)

El contraste entre la entonación infantil y la forma lúdica, y la crudeza y tragicidad del objeto de búsqueda (los desaparecidos, cuyo eufemismo son los «habitantes perdidos») provocan un efecto de lectura de disonancia, como de desajuste o tensión. La satisfacción o algarabía que suelen convocar el juego, la ronda, el recreo, se mezcla y desdibuja con la denuncia que esconde la mención de cada uno de esos posibles culpables: el ejército, la policía, los organismos parapoliciales, «la cámara del terror». Pero ambas inflexiones no están en una situación de antagonismo, sino que se complementan. El poema invita al lector a mirar con ojos inocentes de niño, coloca la preocupación en el centro del juego, momento de esparcimiento y diversión, pero también, pareciera proponer Santoro, de reflexión, de reconstrucción crítica de lo sucedido. Por eso «El gran bonete», a quien se le ha perdido algo, es reemplazado por «mi país», un nominativo con el cual el lector puede sentirse aludido, como parte de una totalidad o referencia más amplia. ¿Quién o quiénes son y hacen ese «país»? ¿Sobre quiénes recae la pérdida y la obligación de buscar los cuerpos? Y ¿quién queda, después de todo, para seguir jugando, preguntando, reclamando justicia?

La dinámica propia del poema‒juego, tal como fue caracterizada por Huizinga (2015), incita al otro a jugar, a reparar en la pregunta y formular una respuesta, a no permanecer indiferente o mirar hacia otro lado; lo obliga, en cierta forma, a aceptar sus reglas, a permanecer o a salir, a responder o a perder. No por nada, este llega a su fin cuando alguno de los jugadores, por nervioso o por distraído, no da la contestación oportuna. Sin cooperación, sin ida y vuelta entre los participantes no hay juego ni ritual posible. No obstante, el poema no elije terminar con ese «error», sino con la insistencia de la pregunta («quién los tiene») que queda sonando, retumbando como un eco, flotando en el aire, dificultando el cierre o la conclusión del mismo. De igual manera, proceden «Adivinanza» y «La emoción mayor de Buenos Aires». El primero de ellos dice:

contó los agujeritos del fusilado? (2009:373)

Y el segundo, como un acertijo o juego de ingenio:

en cuál de estas 3 ciudades

asesinaron a

Mariano Pujadas

Ana María Villarreal

Pedro Bonnet

Miguel Polti

María A. Sabelli

José Mena

Humberto Suárez

Carlos Astudillo

Emilio Delfino

Clarisa Lea Place

Alfredo Kohon

Alberto Del Rey

Susana Lesghart

Adrián Toschi

Eduardo Capello

y Jorge Ulla?

en Rawson

en Bahía Blanca

o en Trelew? (2009:370)

Preguntas que no dejan de estremecer y cuyas respuestas pueden percibirse como insuficientes, inoportunas, amargas. Parece haber un gesto del poema al no cifrarse como una afirmación o una certeza, de incluir al otro, a su lector, en la construcción del significado o como si quisiera verificar que está del otro lado, atento, expectante. El juego hace parte, pero requiere siempre una confirmación, un conocimiento previo, un estar al tanto, en este caso de la existencia de fusilamientos, desaparecidos, muertos con nombre y apellido en alguna ciudad del sur. El poema da nombre al muerto, le da al cuerpo fusilado un lugar en la página, una marca gráfica, una especie de materialidad palpable, observable, similar, por ejemplo, a La gota de sangre (1973) del artista plástico E.A. Vigo, pintada con acrílico y sujetada de manera colgante a una tarjeta donde podía leerse «Recuerde a Trelew/ Recuerde a Ezeiza». Como si el lector o el espectador pudieran tocar y ver en esos puntos, en esa gota, en ese cartón o en ese papel, al menos un fragmento de esos episodios históricos; como si el dolor y la violencia se hicieran allí objetivables, aprehensibles a través de los sentidos. Y resulta hasta novedoso que Santoro no ponga, en este caso, como objeto de la risa y del juego a las figuras centralizadas y estentóreas, a los policías o a los militares, como en Poesíaen general o poemarios anteriores, sino a sus operaciones de control y tormento (fusilamientos, secuestros, desapariciones). Santoro, si se quiere, va un paso más allá que Chaplin, quien reía de Hitler y su gestualidad, o de la estereofonía uniforme de las tropas del Tercer Reich, pero no de la sistematización de sus designios: las cámaras de gas y los campos de concentración. En No negociable ya no están en primer plano (o no exclusivamente) los ejecutores del terror, sino sus mecanismos y sus prácticas, el engranaje de su poder criminal. Este gesto —el foco puesto en el modus operandi y no en actores puntuales— bien puede leerse en relación con la comprensión de la última dictadura como un plan sistemático y perfectamente estructurado desde el Estado y no como «excesos» o «errores» individuales de seres monstruosos y diabólicos, tal como sostiene Pilar Calveiro (2014) siguiendo a Hannah Arendt (2004, 2003).[3]

Volviendo a la entonación infantil que tiñen los textos, en otro poema, titulado «Vocales», se recupera una canción popular («A la lata al latero»), cuya base podría ser también usada como cántico de hinchada de futbol o arenga militante, al estilo «con los huesos de Aramburu/ con los huesos de Aramburu/ vamos a hacer una escalera/ vamos a hacer una escalera (...)», tan habituales en aquella época, inclusive hoy:

a la lata

al latero

el país está lleno de agujeros

a la a

a la a

burocracia sindical

a la e

a la e

los ladrones en el poder

a la i

a la i

la mortalidad infantil

a la o

a la o

la puta que los parió

a la u

a la u

argentina eres tú. (2009:362)

Estos versos, al igual que en «El gran bonete», configuran una modulación lúdica, escolar, de agitación exaltada (con insultos incluidos) y en cierto modo festiva, mediante el uso de una fórmula conocida, una fórmula de aprendizaje y memorización, de canto y rimas. Este movimiento permite saltar la lógica de la censura dictatorial o de la represión inconsciente que suele envolver estos hechos, porque no repara en ellas: como un niño, la literatura pregunta, sin pudor, pide, señala, insiste, maldice, acusa, con inocencia y frescura, se asombra, se conmueve.

Santoro trae a la memoria los rituales de la infancia como si ellos tuvieran algo de la rebeldía o el desparpajo necesario para oponerse a un régimen tan estricto y cerrado como el que se canta en los poemas:

daré la media vuelta

daré la vuelta entera

daré un pasito atrás

sin hacerles reverencia

porque no porque no porque no

porque son unos sinvergüenzas

por que sí por que sí por que sí

porque hundieron a mi país. (2009:367)

De nuevo, la misma operación que describimos antes, pero con una referencia explícita al baile, al movimiento corporal, a una serie de pasos, «pasitos», en particular (la vuelta entera, la media vuelta, el paso para atrás). Entonces, Santoro actualiza no solo las letras pícaras de la niñez (en este caso «La pájara pinta» o «Paloma blanca»), sino una tradición popular más amplia, que bien puede incluir las letras gauchas, los cielitos, los pericones o las medias cañas, por ejemplo, poemas que son canciones y también bailes; versos que, como explica Julio Schvartzman, piden ser leídos «a menudo como la representación de una palabra musicalizada, cantada y aun bailada» (2013:221). Dicho de otro modo, el poema otorga a la lectura una disposición física, la de los cuerpos danzantes, le da una suerte de coreografía a esa bronca que generan las injusticias y los vejámenes sufridos. Y el sujeto en vez de replicar el saludo o la «reverencia» propia de los desfiles y actos militares, ensaya otro tipo de gesto, una distancia, una separación; «hace trampa» a las reglas del protocolo militar.

A su vez, esta lengua sencilla, hecha de rimas, homofonías y repeticiones, permite decir aquello que no se puede o no se quiere decir. En un país «lleno de agujeros», un «país del Nomeacuerdo», como cantaba María Elena Walsh, en donde hemos visto prosperar ciertos discursos de olvido e impunidad, de «pasar página», que tergiversan, minimizan los hechos o directamente los niegan, la canción infantil resulta un ejercicio de memoria, de transmisión y comprensión colectiva. Si como dice Benjamin (2007) en «Experiencia y pobreza» —ensayo escrito en medio de las dos guerras mundiales—, después de las atrocidades vividas, la humanidad actual no tiene más remedio que volver a empezar, partir de cero, desde el principio y con poco, podríamos afirmar que aquí ese comienzo no es otro que la infancia. Y no es casual que Benjamin, y décadas más tarde Agamben (2007), reconozcan esa crisis de la experiencia como una crisis en la transmisión del conocimiento y las vivencias, en su comunicabilidad para los otros.[4] En la poesía de Santoro volver a ser niño no solo es volver al asombro, sino volver a las fábulas, a las canciones y cuentos que se van pasando de generación en generación, es volver a sentarse alrededor del fuego primigenio, volver a darse las manos y cantar a coro.

«Pinochet y cía/ empresa de demolición» (2009:457), escribe Santoro en otro poema, luego del golpe de estado en Chile, luego del bombardeo a la casa de gobierno que terminó con la muerte del entonces presidente Salvador Allende. Una chanza, un chascarrillo, un juego irónico de palabras e imágenes, un ejemplo del doble sentido, técnica ampliamente utilizada por Santoro. Aún si lo comparamos con otros versos de Santoro acerca del mismo episodio, notamos que aquí hay otra reelaboración del conflicto, pasada por el tamiz corrosivo del humor y la ironía.[5] El poema abre un diálogo entre la desgracia y la alegría, entre la tragedia irremediable y la risa, pero donde, retomando a Cueto, «ya no se ríe de nada ni de nadie» sino que es una risa, sin humilladores ni humillados, subiendo «desde el fondo del horror, el horror se convierte en risa» (1999:28). A través del humor, el poema dirige la «atención distraída» hacia «la miseria que no soporta la vista y que la vista no soporta» (1999:28), hacia los temas espinosos, hacia aquello que a veces puede tornarse innombrable, inasible, aquello que el psicoanálisis consideraba un tabú (la muerte, por ejemplo). Pero no solo llama la atención o inquieta, sino que además convierte ese dolor, ese acontecimiento espeluznante (como pueden ser la tortura o un golpe de estado sangriento) en otra cosa: en un acertijo, en un cartel publicitario Y en este sentido, se puede advertir que la poética de Santoro no es elegiaca ni «llorosa», porque rebaja, en cierta forma, la magnitud de esos eventos, su densidad, su potencia. Tal como dijera Freud (1991, 1992) sobre el chiste, en vez de exaltarlos o elevarlos, les quita su velo. Si recordamos los versos de Raúl González Tuñón, de «Epitafio para la tumba de un obrero» —aquel texto que Osvaldo Lamborghini caracterizó como el de «los obreros que se caen de los andamios» (1980:s/n)—, vemos que el trabajador muerto es comparado con un ángel, una divinidad, una criatura superior.[6] El sujeto casi no puede dejar de pensar en su muerte —«Estuve pensando cómo lo mataron cuando él, como un ángel auténtico (...)»— y evoca paso por paso cómo fueron los hechos y las sensaciones que este produjo en los demás. La repetición de la frase «Fue más grande», para aludir al dolor y al «recogimiento del pueblo», ennoblece su condición e inducen respeto, todo esto animado por el reconocimiento del yo‒poeta y sus limitaciones y contradicciones de clase. Al final concluye: «Porque los obreros han construido el mundo» (Tuñón, 1993:188). Y a pesar de que Tuñón no se queda perplejo o inmóvil frente al obrero caído —porque hay un programa, porque el incidente aviva en el sujeto un deseo de luchar por la blusa de su abuelo, «y salir a la calle y hablar en voz baja en los sindicatos y en los entierros pobres»—, es innegable la glorificación de ese otro‒trabajador y, por ende, del pathos, el sufrimiento y la empatía por sus padecimientos injustos. Santoro va en otra dirección: no hay dioses, no hay misericordia, no es necesaria ninguna redención. Su mirada se vuelve sardónica, más cínica.

Recuperando las palabras de Freud, se podría afirmar que muchos poemas de Santoro en realidad son chistes «baratos», fáciles de procesar, hechos con poquísimo trabajo, con escasa exigencia técnica. Retruécanos, doble sentido, chistes fonéticos o «malentendidos» como «The end», uno de sus últimos poemas, escrito en marzo de 1977: «Fueron las últimas palabras del general ajusticiado: “Muero contento, hemos batido a la guerrilla”» (2009:619). La investidura militar se fisura gracias a un simple equívoco o fallido —el lapsus inconsciente según el psicoanálisis freudiano—, la ausencia del sonido «a» en el verbo batir. Fallido por partida doble si pensamos que trastabilla ante su última posibilidad de decir algo, las últimas palabras, de las que probablemente se esperaría alguna revelación memorable o un balance de su vida. El general vendría a ser una suerte de «burlador burlado», alguien que cree las cosas de una manera —una en la que él se muestra convencido, orgulloso, triunfante—, cuando otros ven lo contrario —alguien que se confunde los verbos, que no sabe hablar correctamente, que tal vez está nervioso—. El humor, la gracia, se aloja en esa tensión entre imágenes contrapuestas, entre expectativa y realidad, entre solemnidad y torpeza. Aunque también se podría hablar de broma, o lo que los ingleses llaman practical joke, una maniobra o truco hecho a propósito para que el otro se sienta humillado, ridiculizado, expuesto, algo así como un reírse «de» y no reírse «con». En síntesis, si bien estos poemas breves, tan representativos de su última etapa, muchas veces no involucran una gran maestría estilística o formal, como vimos en las citas anteriores, su valor radica en el gesto desafiante, trasgresor, arriesgado, de jugar, reírse o hacer humor con temas sensibles y complejos de abordar, sin seguir el camino del lamento o de la epopeya. Y a su vez, ese gesto nos coloca ante una cuestión tan esencial, tan vigente y actual, como es la pregunta por los límites y alcances de lo risible. ¿De qué podemos reírnos? ¿Hasta dónde? ¿De qué maneras y con quiénes?

Andrés Barba sostiene en su reciente ensayo La risa caníbal (2017) que después de las guerras mundiales, la segunda mitad del siglo XX, lejos de ser una utopía de inteligencias puras, se transformó en un mundo sentimental, en el que quien aspira al poder ya no esgrime argumentos, sino que exhibe sentimientos; estos tienen la poderosa virtud de ser inexpugnables, es decir, no pueden discutirse, cuestionarse, someterse a juicio. La risa, en cambio, continúa Barba, opera muchas veces como una amenaza, una agresión, un escándalo, que puede incluso ser censurada, prohibida y traer consecuencias legales o, en algunos casos muy extremos, poner en riesgo la vida. Para Barba, lo cómico nos pone en compromiso frente a nosotros mismos, hace tambalear nuestras creencias, nuestra identidad:

cuando más nos ofendemos, más demostramos haber creído en nuestro interior que había verdaderos motivos para la sátira. Nuestra ofensa es el termómetro perfecto de nuestra desconfianza en la dignidad de aquello a lo que fingíamos tener respeto. (2017:27)

Por otro lado, es interesante observar cómo este contexto tan violento y hostil provoca un desajuste en la lengua, en «el sistema», que se vuelve cacofónico, se descalabra, farfulla, tartamudea, como dice el poema «AAA»: «el sistema/ ha comenzado a tartamudear» (446). AAA es la Alianza Anticomunista Argentina (más conocida como Triple A), el grupo parapolicial de ultraderecha más importante de los años 70, responsable de cientos de secuestros, asesinatos y desapariciones de personas. Santoro no denuncia explícitamente su accionar violento ni homenaje a sus víctimas, como hiciera en otros textos: elige aquí el efecto de un juego con el nombre, de una ironía apoyada en un «supuesto primario» —como llama Wayne Booth (1986) al conjunto de discernimientos que nos permiten realizar las inferencias adecuadas—, en este caso el conocimiento de la sigla (AAA) y su contextualización (220). La ironía subvierte el título grandilocuente y temible de la «Alianza» por una dificultad, una anomalía, una falta de coordinación, una «falla» involuntaria; deja entrever una incoherencia, un desacomodo y una acusación, la de que el sistema no funciona y se ha vuelto incomprensible, se ha trastornado. Sarcasmo y preocupación, burla y estado de alerta, sospecha e irreverencia, emociones dobles, anverso y reverso. Como dijo Baudelaire (1988), la risa no es más que una expresión, un síntoma, un diagnóstico, en este caso de cierto precipicio, del advenimiento de algo catastrófico que ya «ha comenzado». Pero además, en la tradición literaria argentina, la vinculación de la risa con la tragedia (con escenas violentas de tortura y muerte) cuenta con un fructífero desarrollo, con antecedentes insoslayables como por ejemplo «La Refalosa» de Hilario Ascasubi. Textos que no solo profetizan o anuncian, como dice Baudelarie, sino que efectivamente muestran de una manera descarnada, descolocan, tensionan los límites. Cuando Leónidas Lamborghini se refiere a este poema gauchesco, realiza un planteo que bien podría conectarse con ciertos textos de Santoro y su efecto de lectura: «Estamos hechos, dentro de esos límites, para aceptar lo trágico desde el lado de lo serio, pero no desde lo cómico. Ponemos cara de no comprender. Miramos hacia un punto que está más allá del horizonte conocido» (2003:115). El chiste‒poema sobre Pinochet o el juego con las tres A, las rimas infantiles que invitan a bailar y cantar en medio de la denuncia de la represión, son apenas algunas muestras de esa torsión de la que habla Lamborghini y que corre el riesgo de volverse por momentos insoportable o incómoda.

Por otra parte, la presencia de las fuerzas armadas y policiales en Santoro se puede rastrear desde temprano; tan temprano que casi podríamos leer algunos de sus textos como «alertadores de incendio», imagen que Enzo Traverso (2001) toma de Walter Benjamin para referirse los intelectuales que dieron alarma sobre el genocidio nazi. Como si su aparición insistente significara, de alguna manera, el anticipo del terror que esas figuras desatarían en el 76, o como si Santoro hubiese visto en ellas una potencialidad riesgosa a la que había que prestar atención indefectiblemente. En el poema que presenta La Cosa, su primera revista publicada en 1962, uno de los versos dice: «También están los militares./ Hay militares de arriba, militares de abajo, militares de aquí, militares de allí, militares de adentro, militares de afuera y militares por todos lados» (2009:644). En otro del mismo número, una voz impersonal y autoritaria dicta: «Ingrese en la Armada/ Peligro. Inflamable./ Sea breve. /Lo dice la Policía Federal» (648). El poeta vislumbra y hace notar la presencia desmesurada, repetitiva, de esos «militares» que están «por todos lados», su crecimiento exponencial, su omnipresencia tirana e incómoda, a la que volverá una y otra vez.

Retomando el análisis del humor en sus últimas publicaciones, también se puede apreciar la feminización del militar, a partir de ciertas comparaciones como: «él está como una miss de barrio/ orlado de cintas y bastones» (310), donde «miss de barrio» es un título que viene a contrariar, de alguna manera, la masculinidad, la fortaleza o la virilidad que suelen emular las autoridades castrenses. El hecho de que sea «de barrio» (y no «universo») resalta además su carácter local, restringido o de corto alcance. Y, por último, también se hacen comparaciones con personajes festivos como el matachín o el bufón, que pertenecen a un ámbito en las antípodas de lo militar. Pese a pretender seriedad, devoción o respeto, estas analogías dejan en evidencia que el general tiene más de carnaval y comparsa de lo que quisiera admitir (por sus desfiles, sus prendas, el brillo de sus botas y sus «oropeles»). El esfuerzo del poema parece ser constantemente el sacar a los militares de cualquier pedestal y ultrajar su imagen, intercambiándola por la de sujetos que bien podrían ser sus némesis: modelos, humoristas, bailarines. Como si todas sus prácticas, sus rituales y marcas identitarias no fueran más que una ficción, una teatralización, un relato imaginario que existe solo en la mente del que lo ejecuta. Como si se tratara de un farsante a punto de ser desenmascarado: «y ya de nada vale tu tedeum tu misa tu dios occidental y cristiano tu barriga plagada de oropeles (...) pero vendrá la aurora a pedir cuentas por tu mayorazgo y como nada tienes que puedas ofrecerle sino inmundicia hecatombe y degollina habrás de ver caer como una espada hueca tu ineptitud andrajosa de bufón miserable» (Santoro, 2009:326‒327). El sujeto le habla en segunda persona al general y le advierte, le da un ultimátum. Podríamos afirmar que no solo no teme dirigirse a él, sino que a su vez lo hace desde cierto lugar de superioridad. La risa es una victoria sobre el miedo, decía Bajtín (2003). Es más, si puede reír, como Chaplin reía de Hitler, es porque, en alguna medida, lo reconoce inferior y quiere combatirlo, confiado en el poder de la imagen degradante que construye. En esa línea, Barba (2016) narra la anécdota de René Clair, en la cual Chaplin explotó a carcajadas al ver desfilar las tropas del Tercer Reich en El triunfo de la voluntad, la película de propaganda nazi quizás más monumental de todos los tiempos.[7] Quien habla, sabe qué hay detrás de la máscara, sabe que hay una «espada hueca», una careta, una actuación falsa, sobredimensionada, exagerada. Para Peter Berger (1999) este es el corazón del hecho cómico: penetrar más allá de las fachadas del orden de las ideas y del orden social y develar otras realidades que acechan detrás de las realidades superficiales. O, dicho de otro modo, mostrar que nada ni nadie es lo que parece, que todo lo que damos por sentado en la vida corriente esconde algo más, otra cosa, otra cara, a veces más ominosa y terrible.[8] Y esto mismo es lo que sucede con los uniformados que pueblan las calles de la ciudad, que están parados en las esquinas o marchan en procesiones conmemorativas. La escritura de Santoro pareciera revelar que, del otro lado de sus placas, de sus ropas, de sus «honorables botones», como dice el poema VIII (2009:316), solo hay muertos, violencia y sadismo.

A su vez, Barba sostiene que una de las cualidades más interesantes de la parodia es que conlleva una confirmación jerárquica del mundo en la conciencia del que ríe: «Es imposible hacer una parodia sobre algo (o reír contemplándola) sin reconocer implícitamente su importancia» (2017:15). Por ello, la carcajada o cualquier reacción cómica que surja de estos poemas no borra en absoluto la presencia amenazante, muchas veces temida, que el poder militar investía, no solo para Santoro sino para la gran mayoría; abocarse a escribir sobre él durante los últimos años de su vida, da cuenta justamente del lugar que ocupan y la inquietud provocada. Freud ya lo había dicho antes que Barba: la caricatura, la parodia, el «travestismo», el desenmascaramiento, se dirigen a personas y objetos que reclaman autoridad y respeto y son sublimes en algún sentido. Por eso para Freud, no eran otra cosa que «métodos de rebajamiento» (1991:190). Y todo esto hasta el punto en que podría parecer que el único interlocutor del libro son las fuerzas militares, puesto que «el general» no está particularizado, sino que, más bien, es una crítica al sistema represivo en su totalidad. Este es el riesgo que detecta Barba en la insistencia de Chaplin por poner de manifiesto aquello consustancialmente ridículo y humillante de Hitler, con quien de todos modos quiere enfrentarse. Los versos de Santoro alternan la primera persona singular y plural, pero siempre se dirigen al «milico», a quien trata, no casualmente, de «usted». Lo acusan, lo maldicen, muchas veces utilizando sus mismos códigos belicosos e intimidatorios.

No obstante, en otros poemas breves de la misma época, como «El pez chico se come al chico», se tratan asuntos generales, sin culpables directos o explícitos. Por ejemplo, la problemática del hambre: «le dijo un hambriento a otro:/ en esta coyuntura/ es necesario que te mueras» (2009:367). Bajo la fórmula tradicional del chiste «le dijo uno al otro», Santoro coloca a los sujetos en el borde último de la desesperación por alimentarse, el de comerse entre sí. Como vemos, hay una notable tendencia a construir el poema con materiales heterogéneos, provenientes de la cultura oral, almacenados en el recuerdo de una comunidad: moldes para contar chistes o refranes de la sabiduría popular, como «El pez grande se come al chico». Santoro juega con esos materiales, los funde con su escritura, les da una vuelta de sentido, los actualiza en clave irónica y «en esta coyuntura», como dice el verso. Ya no queda «pez grande», solo peces chicos, hambrientos y comiéndose entre sí. En «La iglesia en la hoguera», cuyo único verso dice «Los papas queman» (2009:611), se reitera este procedimiento de apropiación sarcástica del dicho popular «Las papas queman», empleado usualmente en momentos límite para indicar que todo está mal, que todo se ha complicado. Más de una decena de poemas llevan a la misma conclusión, a través del juego con frases hechas o el chiste fonético‒semántico, como «Camino al precipicio»: «Llevan a la gente al Borda de la miseria» (2009:602). El «borde» es al mismo tiempo un hospital psico‒asistencial (el José Tiburcio Borda, más conocido como «Borda»), es decir que, la pobreza, la miseria, la falta de posibilidades, convergen con la locura, con el padecimiento mental. El verbo en tercera persona plural refuerza la culpabilidad y la crítica, como se ha venido analizando, de quienes «llevan», de quienes originan y fogonean los conflictos sociales y económicos.

Por otro lado, la poesía de Santoro también se divierte y juega con la política, sus estructuras partidarias y doctrinas, más concretamente con el peronismo y con el partido comunista. Con respecto al primero, encontramos poemas como «Perón‒Evita/ la patria surrealista» (2009:588), poemas que se escuchan como cantitos de tribuna y resultan satíricos por el hallazgo de esa coincidencia sonora y por el encuentro de la cita letrada con los dirigentes peronistas, un encuentro que penetra en la imaginación política y habilita nuevas asociaciones, insólitas, quizás, extrañas. Pero en otro poema, «Ni lo quiero ser», el yo se despega del movimiento peronista, ya desde la elección del título. Y no solo eso, sino que, a partir de la repetición de una misma estructura sintáctica, se pone en duda y se satiriza la voluntad inclusiva y popular de tal movimiento:

los travestis son peronistas

las plantas carnívoras son peronistas

los militares reincorporados son peronistas

las cucarachas son peronistas

los comunistas son peronistas (...)

las lesbianas dicen que son peronistas

los vendedores de profilácticos son peronistas

los torturadores lo son (...)

el la lo las los son peronistas

todo todo es peronista

lucifer infiltrado es peronista

y si dios no es peronista

no es dios así sea. (2009:577)

El poema le concede al peronismo esa amplitud totalizante, pero para burlarse, para ridiculizarla y reírse. Además, introduce duras acusaciones cuando suma entre sus simpatizantes a «los torturadores» o «los militares», versos que remiten sin duda a las tensiones y pugnas políticas del momento entre diferentes organizaciones: infiltraciones, pertenencias, coherencia ideológica, traiciones. Con un tono ofensivo, casi de enojo o de irritación («hoy es un día de mierda», se lee en uno de los versos), Santoro niega a los peronistas cualquier identificación con el pueblo o la clase trabajadora, dejando atrás sus épicos días del 45 y la autopercepción de una buena parte del movimiento como representantes de los obreros, los «descamisados», los «desposeídos». Sin embargo, no deja de ser absurdo y risible el hecho de que también estén «las plantas carnívoras» o «las cucarachas», «los deshollinadores» y «los fabricantes de platos hondos», enumeración que recuerda a los textos de La Cosa, donde se unían nombres, personalidades y referencias de orígenes de lo más variado, dejando en evidencia el carácter absurdo y estrambótico de ciertas filiaciones.

Por último, las imágenes de la guerrilla y los guerrilleros, los militantes armados de la izquierda revolucionaria, son igualmente trastocadas por el humor y el juego que los retira de su campo de batalla, de los esquemas de la lucha y el ataque, para colocarlos dentro de una «Ronda» amistosa, de danza y de mímicas recreativas:

sobre el suelo de la nación

todos bailan todos bailan

sobre el suelo de la nación

todos bailan y yo también

hacen así

así los guerrilleros

hacen así

así me gusta a mí. (2009:450)

La reescritura política de esta canción clásica infantil, «Sobre el Puente de Avignon», supone otra lectura de la disposición corporal. Los guerrilleros, al igual que las lavanderas, las cocineras o los zapateros, bailotean, se mueven, se trenzan, se sacuden, hacen la gesticulación propia del juego‒ronda. Vale recordar que los cantitos, sobre todo aquellos rimados, eran parte de la mística de organizaciones como la Juventud Peronista, Montoneros o como el PRT‒ERP; juegos de palabras que enseñan y entrenan a los sujetos en los juegos del poder y de la violencia, donde la experiencia del lenguaje se inscribe en lo corporal con una elocuencia difícil de rebatir (Bosoer, 2022). Cuerpos de combate, cuerpos que bailan al son de un ritmo que es a la vez infantil y político, cuerpos exaltados, apasionados, inmersos en su ritual. Finalmente, el yo lírico de esos versos aprovecha para legitimar y afirmar la presencia de los bailarines-guerrilleros e igualarlos con el resto de los trabajadores que enumera la canción de origen francés. A diferencia del poema «Ni lo quiero ser», cuyo título trae a la escritura una canción infantil —«Yo no soy buenamoza»—,[9] aquí el sujeto no se resitúa por la negativa, como espejo de lo que no quiere «ser», sino que asiente, se suma, se integra: «todos bailan/ y yo también».

En todos estos textos analizados hay un «desplazamiento», una pérdida de cierto «aura», un «tocar que desencanta», pero no al sujeto de la enunciación, al que esas autoridades le repulsan, sino a la pretensión de ese mismo sistema político‒religioso‒jurídico‒militar que demanda subordinación, veneración, decoro. Un «Proceso de Reorganización Nacional», cuyos valores (familia, patria, iglesia) deben ser conservados y enaltecidos; un «Ser Nacional» que aspira a la sacralización, en un sentido análogo al atribuido por Benjamin (2016) al capitalismo. Y también deja sin efecto su correlato social, las imágenes cristalizadas que una gran mayoría comparte, reproducidas por la prensa y los medios de comunicación. El cuento de ese «país del orden» se despedaza, se convierte en una mentira, bien construida, pero mentira al fin: «eso que dice el diario/ es mentira bien puesta/ adornada con moños/ para que usted lo crea» (2009:608). Igualmente, las creencias políticas, los liderazgos, la guerra, las mitologías nacionales, los ismos, están satirizados, por momentos descalificados o desprestigiados, sin ese fulgor, ese halo utópico y redentor que en otros pasajes hace de contrapeso a la hostilidad del presente. «dónde está la guerrilla/ que nadie la pilla?», pregunta un poema de junio del 76, como un juego de «rima tonta» —como la llama Bosoer a través de Néstor Perlongher— o de rima fácil, que con esa simple coincidencia sonora hace menguar la densidad de una palabra como «guerrilla», sobre todo en el contexto dictatorial; un tipo de rima que, en otras situaciones, por ejemplo escolares, se utiliza para construir burlas con un apellido o un nombre.

En definitiva, se trata de explotar un gran abanico de posibilidades formales y semánticas para poder decir aquello que para muchos/as era y sigue siendo indecible o incomunicable. ¿Cómo decir el terror en el ojo de esa tormenta, en medio de la represión? ¿Cómo poetizar los hechos más aberrantes y dolorosos? ¿Cómo pronunciarse contra los culpables, los asesinos, y al mismo tiempo traer a los muertos, nombrarlos, retenerlos? ¿Cómo poner en palabras esa vivencia colectiva, a la vez tan personal y tan única? Todas esas preguntas laten en la escritura de Santoro y son, salvando algunas distancias, las mismas que filósofos como Adorno y Benjamin se hicieron en torno a experiencias límite como la Primera Guerra Mundial o Auschwitz. ¿Cómo pensar, cómo escribir después de los campos de concentración, de ese desgarro de la historia? ¿Cómo no enmudecerse, igual que los soldados al volver de la guerra o los sobrevivientes al nazismo? ¿Cómo «hacerse eco del horror extremo», en palabras de Adorno o cómo «testimoniar la catástrofe», en términos benjaminianos? (Traverso, 2001).

La literatura, sin desconocer las complejidades de la tarea, intenta responder, decir, expresar, «mantener fija la mirada», como un refugio contra el olvido, como forma de procesamiento de esas heridas abiertas, como una vía a través de la cual poder interpretar lo que estaba sucediendo y recomponer la subjetividad fracturada. El sujeto no niega ni busca maquillar el dolor, al contrario, lo reconoce, lo pronuncia, lo asume. Como en el poema «Sea breve», cuya única línea dice: «me duele el alma» (2009:373). Si la derecha autoritaria pretendía amedrentar, controlar o silenciar las voces insurgentes o «subversivas», la literatura se erigirá como garantía del ejercicio de pensamiento, escritura, lectura y escucha, actividades que pasarán de ser cercenadas a prohibidas en cuestión de meses. Allí el sujeto se encuentra con la posibilidad de repasar, organizar y comprender su experiencia, de dejar un registro y compartirlo con los demás, puesto que lo vivido nunca es puramente individual ni íntimo. Aun cuando ni siquiera se trate de ponerlo en palabras o cifrarlo lingüísticamente. Por ejemplo, el poema «Descanso», el último de No negociable, es un poema literalmente en blanco, un poema mudo o de pausa, como comunica su título, un poema de reposo y silencio. Y en este sentido, lo político no se limita o circunscribe solamente a las referencias históricas, a los nombres propios o a los hechos coyunturales, sino que encuentra nuevos modos de manifestarse en la experimentación formal, en los juegos de sonido y sentido, en los fragmentos de la cultura popular infantil, en la risa de un niño que no debe, como leemos en un poema de Santoro, «tocarle el culo» al general.

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] Esta es una expresión utilizada por el propio Berensztein en el marco de una entrevista inédita realizada para mi tesis doctoral en julio de 2019, en Castelar, provincia de Buenos Aires. Berensztein manifestaba en esa ocasión la preocupación que había sentido por el destino de Santoro después de leer ese libro tan explícitamente anti‒militar y anti‒policial, además burlón y trasgresor.
[2] En un trabajo anterior (Catalano, 2020) me dediqué a rastrear los diferentes usos del humor en la poesía de Santoro, desde sus primeras publicaciones a comienzos de los años 60 hasta las últimas. Se advertía entonces el pasaje de un humor más bien absurdo y ridiculizante a otro de tipo irónico, negro, mordaz, por momentos rozando el cinismo y la incomodidad. Este periodo final de su recorrido coincide con el objeto del presente trabajo pero al cual se suma la articulación con la cultura popular de los juegos y canciones infantiles.
[3] Esto de ningún modo exime o disminuye la responsabilidad de los culpables, como señalan tanto Calveiro como Arendt. Al contrario, prestar atención a las «lógicas perversas» de funcionamiento burocrático y normativo del terrorismo de Estado permitió discutir la «teoría de los dos demonios» según la cual dos bandos se habrían enfrentado en una guerra. Así, Calveiro (2014) desnuda y expone la «estructura concentracionaria‒totalizante» del caso argentino como una «acción institucional», basada en el entrecruzamiento de modalidades represivas de tipo clandestinas con otras legales y subterráneas y que supuso una «despersonalización» de los hombres que la llevaron adelante.
[4] Según Agamben (2007) el problema actual de la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento sino en la falta de una autoridad, esto sería, en la palabra y en el relato. En esa ausencia tienen su origen la desaparición de las máximas y los proverbios, reemplazados por el eslogan publicitario, lo cual no significa que no existan experiencias sino que estas ocurren fuera del hombre.
[5] Me refiero a algunos poemas de Santoro que funcionaron como volantes durante una movilización popular realizada en Buenos Aires, en mayo de 1974, en la puerta de la embajada de Chile, para repudiar la visita del dictador Augusto Pinochet. En ellos, la literatura roza el panfleto, como también lo hicieron los primeros poemas gauchescos (cielitos, diálogos, libelos, algunos de ellos anónimos) pasados de mano en mano, recitados de boca en boca. Los versos se transforman en arengas como «Vamos Chile, carajo» o «No pasarán», en convicciones y también amenazas: «esa sangre asesino/ esa sangre del pueblo/ te dará la muerte ahogándote asesino/ con tu propia sangre» (2009:581) (Catalano, 2022).
[6] Tuñón fue una figura clave para los poetas de los años 60‒70, en tanto modelo del escritor comprometido con las causas sociales, como maestro o faro de jóvenes escritores (Alle, 2019). No se busca inferir que la poética de Tuñón es meramente elegíaca porque, como demuestra de manera exhaustiva Ma. Fernanda Alle (2019), la línea pedagógica y moralizante de la literatura boedista no se ajusta del todo a Tuñón. Pero algunos de sus poemas en los cuales los obreros están en sus ámbitos de trabajo, sometidos a la explotación o a una injusticia, pueden resultar productivos para generar un contrapunto con Santoro. Otros textos que también van en esa dirección de pena o elevación pueden ser «Elogio de los albañiles» de Gustavo Riccio (1929) o «Desigualdad dolor» de Álvaro Yunque (1924).
[7] Barba se refiere a los pases abreviados del documental de Leni Riefenstahl que se hicieron en el MOMA de Nueva York, poco después de su estreno en 1935.
[8] «Existe una palabra alemana intraducible que designa este hecho: Doppelboedigkeit», explica Berger. «Procede del teatro, donde designa un escenario con más de un nivel. Mientras los actores desarrollan sus acciones en un nivel, en el otro nivel, situado debajo de la superficie, tienen lugar otras acciones muy distintas y posiblemente siniestras. La estructura divisoria es frágil. Toda clase de fenómenos inesperados pueden emerger desde “abajo” y también pueden abrirse repentinamente brechas por las que las cosas y las personas situadas “arriba” desaparecen en el mundo extraño que hay debajo» (1999:78).
[9] Dice el estribillo de la canción: «Yo no soy buena moza... yo no soy buena moza/ Ni lo quiero ser... ni lo quiero ser/ porque las buenas mozas... porque las buenas mozas.../ se echan a perder... se echan a perder».

Información adicional

Para citar este artículo:: Catalano, A. (2024). La risa y el juego como irreverencias poético‒políticas en Roberto Santoro. El taco en la brea, (19) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0145 DOI: 10.14409/eltaco.10.19.e0145

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