Papeles de Investigación
Recepción: 09 Junio 2023
Aprobación: 13 Noviembre 2023
Resumen: Este trabajo se propone poner de relieve la particularidad de los libros póstumos de Silvina Ocampo, editados por el curador de su archivo Ernesto Montequin a partir de la hipótesis según la cual dichos libros son el resultado de una operación de montaje que Montequin realiza desde una lectura consistente en una selección de materiales, inéditos casi en su totalidad, inventariados, clasificados y organizados por él mismo, en calidad de curador del archivo y editor de la obra. La operación de montaje que se inicia con el acto mismo de archivación pone en marcha un proceso de lectura, reconstrucción y edición de los manuscritos que culmina con el armado y la publicación de los volúmenes. Este proceso confiere a los textos póstumos sentidos nuevos, no preexistentes al montaje, que, asimismo, se proyectan, reconfiguran y transforman la obra publicada, dotándola de nuevas legibilidades. Siguiendo a Javier Guerrero, una «sobrevida material» (2022:9), conceptos que proponen deslindar la coincidencia entre el fin de la vida de un autor y el cese de su escritura.
Palabras clave: Silvina Ocampo, libros póstumos, lectura, montaje, escenas de escritura.
Abstract: This paper aims to highlight the particularity of Silvina Ocampo’s posthumous books, edited by the curator of her archive, Ernesto Montequin, based on the hypothesis that these books are the result of an assembly operation that Montequin performs at starting from a reading consisting of a selection of materials, almost entirely unpublished, inventoried, classified and organized by himself, as curator of the archive and editor of the work. The assembly operation that begins with the very act of archiving sets in motion a process of reading, reconstruction, and editing of the manuscripts that culminates with the assembly and publication of the volumes. This process gives the posthumous texts new meanings, not pre-existing to the montage, which, likewise, project, reconfigure and transform the published work, giving it new legibilities. Following Javier Guerrero, a «material survival» (2022:9), concepts that propose to demarcate the coincidence between the end of an author's life and the cessation of his writing.
Keywords: Silvina Ocampo, posthumous books, reading, montage, writing scenes.
La lectura como montaje editorial
Para alguien cuyos escritos se encuentran tan desperdigados como los míos, y a quien las circunstancias de su época ya no le permiten abrigar la ilusión de poder verlos un día compilados, constituye una verdadera reafirmación saber que aquí o allá habrá un lector que de alguna manera ha sabido familiarizarse con mis desperdigados trabajos.
Walter Benjamin
La reflexión de Walter Benjamin que traigo como epígrafe, es algo que, más allá de las obvias diferencias, imagino que pudo haber pensado Silvina Ocampo. Y Ernesto Montequin podría ser ese lector.
Los cuantiosos papeles de Silvina Ocampo recuperados de su departamento de la calle Posadas luego de su venta, cuando llegaron a manos de Montequin —designado por los herederos de la escritora como curador del archivo y editor de los libros póstumos— estaban en bolsas y cajas. Un enorme conjunto de manuscritos agrupados sin otro criterio que el de ser embolsados mientras eran encontrados en habitaciones que estuvieron alrededor de veinte años cerradas, porque Silvina y Bioy Casares habían perdido las llaves; así como en otros ambientes de la casa, en escritorios y mesas, «desperdigados», como dice Benjamin. Se presume que se perdieron muchos, pero muchísimos se salvaron.
Este archivo no se encuentra a disposición del público. Se está tramitando su alojamiento con instituciones nacionales, pero por el momento están ubicados en un departamento que solo visita su curador.
Graciela Goldchluk señala que:
Una cosa es un investigador que va a buscar datos a los archivos, que va a extraer sentidos, discursos, fotos, a un repositorio ya ordenado, y otra un investigador que se acerca a un conjunto de papeles, fotos, manuscritos, y comienza a ordenarlos con el cuidado de intentar comprender el orden en que llegaron a sus manos. (2020:6b)
El segundo podría ser el caso de Montequin —quien afirma que los archivos son el caos que damos al orden de los demás (Magallanes y Montequin, 2022:123)—. Ninguno es el mío. Es la composición de los libros póstumos[1] cuya publicación comenzó en el año 2006 —a partir de los manuscritos de Ocampo realizada por el editor— aquello que intento abordar como una práctica o modo de leer‒componer el archivo. A esto llamo «lectura como montaje editorial»: el armado de libros, no realizado por la autora, a partir de fragmentos sueltos seleccionados, cortes, yuxtaposiciones, ensamble de múltiples versiones de textos, descripciones de los manuscritos detalladísimas que parecen incorporarse al libro mismo como otro relato más. Además de contener una obra los libros póstumos la configuran como una de las tantas posibilidades de juegos escriturarios que Ocampo dejó en su camino de papeles.
El significado que otorga el discurso cinematográfico a «montaje» es apropiado para el procedimiento al que me refiero en relación con el ensamble de cortes y pegados de celuloide en un film. Es atribuido el término «montaje» al trabajo modélico del Libro de los pasajes (1982) de Walter Benjamin. Los libros póstumos de Ocampo podrían actuar como montajes también en el sentido de «constelaciones móviles»:
Al publicar el Libro de los Pasajes en forma de libro, la obra de Benjamin queda congelada de suerte que nos permite estudiarla en una condición que él llamó «una constelación»: «No es que lo pasado arroje luz sobre lo presente, o lo presente sobre lo pasado, sino que la imagen es aquello en donde lo que ha sido, se une como un relámpago al ahora en una constelación». (Goldsmith, 2020:171)
Por otro lado, los libros póstumos parecen reafirmar la afirmación de Matías Serra Bradford: «Las sorpresas en la literatura argentina las sigue deparando el pasado» (2021:22). En ambas perspectivas las temporalidades se suspenden en entrecruzamientos donde la materialidad cobra más relevancia. Rolf Tiedemann, editor del Libro de los pasajes, dice que el propósito de Benjamin sobre esos materiales era reunirlos «en una nueva constelación» más allá de toda forma corriente de exposición y que «todo el peso habría de recaer sobre los materiales y las citas», retirándose la teoría y la interpretación. «La primera etapa de este camino —propone Benjamin— será retomar para la historia el principio de montaje» (2016:11). Como también señala Goldsmith, el montaje se trata de una «práctica de escritura (...) que encarna una ética donde la construcción o concepción de un texto es tan importante como lo que el texto dice o hace» (2020:171).
Por su parte, George Didi‒Huberman, quien también recupera de los trabajos de Benjamin el principio de montaje, lo define como un procedimiento consistente en operaciones de hendidura y lazo, separación y continuidad de fragmentos, de pedazos recompuestos de textos como «sobre una mesa de artesano» (2015:129).
Estas operaciones, insisto, son las que lleva a cabo Montequin en su armado de los libros póstumos de Ocampo, a partir de los manuscritos. Los libros póstumos configuran una obra entre las diferentes posibilidades de lectura que los manuscritos de Ocampo propician. A través del entramado de los textos seleccionados Montequin produce una nueva comprensión de esos acontecimientos escriturales.
Las decisiones editoriales construyen una legibilidad, un medio posible por el cual el ensamble de fragmentos procedentes del conjunto de manuscritos de la autora puede ser leído. Por esto, el concepto de «montaje» se articula con el de «temporalidad montajística», que alude a lo que suscita el montaje. Temporalizar es aportar legibilidad (Didi‒Huberman, 2020:29) y el montaje es la operación que lo otorga (65). Los libros póstumos de Ocampo proponen legibilidad a los manuscritos en un tiempo diferente al de su producción y, a su vez, vuelven legibles aspectos, formas y temáticas de la obra narrativa publicada en vida de la autora, que la problematizan, amplían. Esta cuestión condujo a Montequin a considerar, además de la publicación de los libros póstumos, la reedición de la narrativa de Ocampo édita a la luz de los manuscritos. Y al hacerlo reconfigura y recontextualiza con su lectura aquella publicación consagrada (Goldchluk y Pené, 2010), ya que cada nueva legibilidad vuelve a poner todo en juego (Didi‒Huberman, 2020:146).
Pero este procedimiento montajístico ya había sido utilizado por Ocampo. El ejemplo más notorio es su novela póstuma La promesa.
La promesa (2011) es su ficción más extensa, cuenta con numerosas versiones preliminares que comenzaron a mediados de la década de 1960 y se prolongaron hasta 1988 y 1989. Está construida a modo de relatos encadenados: entre ellos los que la protagonista denomina «diccionario de recuerdos» (Ocampo, 2011:10), los que toman forma de breves biografías de personajes que podrían considerarse textos autónomos, una historia que atraviesa toda la novela, digresiones, interpolaciones, repeticiones casi literales, la incorporación de «una laberíntica historia de pasiones discordantes» que procede «de un guion cinematográfico escrito a mediados de la década de 1950 y titulado Amor desencontrado» (Montequin, 2011:11). Su composición muestra, según el editor, una gran tarea de «ensamblaje» (11) de «historias que se entrecruzan para formar la trama de una novela inesperadamente experimental» (11). En efecto, diecisiete de los relatos considerados biografías breves fueron extraídos e incluidos como cuentos en Los días de la noche (1970), «Livio Roca» se conservó en ambos. Como puede notarse, la composición de La promesa reviste características de montaje, «hay un trabajo de montaje en el sentido cinematográfico del término, es decir, extrajo segmentos, insertó otros y en esas operaciones iba viendo cómo el material cambiaba de acuerdo a la manera en que lo organizaba» (Magallanes y Montequin, 2022:131).
La construcción motajística de los libros póstumos de Ocampo sucede como un gesto que Montequin recoge, continúa y recrea a partir de la práctica escrituraria ejercitada por la misma autora. Me interesa pensar esta recreación como «activación» de una «sobrevida material» (Guerrero, 2022:9), conceptos que proponen deslindar la coincidencia entre el fin de la vida de un autor y el cese de su escritura. La autoría, así, toma otra perspectiva basada en una sobrevida material gestada por «la ayuda de otras manos» (10) que dan cuenta de formas, relatos, libros que quedaron en un lugar complejo al que «nuestra cultura no logra otorgar un estatuto legítimo» (Agamben, 2017:70), y que conlleva la potencia del porvenir de esa escritura. Estas «coreografías de archivo» (Guerrero, 2022:18) operan con la plasticidad de la materia (26) y capturan, abren, componen legibilidades nuevas a los archivos que darán lugar a libros póstumos, ampliarán la obra publicada en vida de la autora y revertirán sus efectos sobre ambos, autora y obra. En este sentido, Montequin suscribe y retoma, en su trabajo, no solo el procedimiento de montaje sino también las ideas performativas de la escritura que Ocampo propone en Las repeticiones y otros relatos inéditos (2006a), Invencionesdel recuerdo (2006), La torre sin fin (2007), Ejércitos de la oscuridad (2008), La promesa (2011) El dibujo del tiempo. Recuerdos, prólogos, entrevistas (2014, repetidamente en este caso 28, 258‒259, 267, 281, 339‒340, 374). En estos textos la escritora sostiene que el nombrar y el escribir hacen existir aquello que nombran (entre otros, Ejércitos de la oscuridad (17, 135). Asimismo, Montequin recoge las reflexiones sobre lo inédito y lo póstumo que la autora despliega en El dibujo del tiempo, «[El vidente]» y La promesa, el deseo de que sus textos sean mejorados por el tiempo. Este deseo y la performatividad atribuida a la escritura son dos enseñanzas con las que Montequin dialoga como editor.
En Las repeticiones y otros relatos inéditos, Montequin señala el procedimiento de escritura de Ocampo:
En conveniente hacer una aclaración con respecto al método de trabajo de la autora. SO escribía a mano, en hojas sueltas, cuadernos o libretas, y muy rara vez pasaba a máquina sus escritos. De ello se ocupaba Elena Ivulich, quien fue su secretaria durante casi cincuenta años. En general un texto empezaba con apuntes sueltos (en ocasiones en el primer trozo de papel que la autora tuviera a mano, que podía ser una receta médica, un sobre usado o el reverso de una carta), o bien con un borrador manuscrito completo. Ese material preoriginal, a veces disperso y de apariencia caótica, era pasado en limpio por Ivulich bajo la supervisión de la autora. (283)
Por otra parte, agrega, «existe una cantidad considerable de relatos inconclusos o incompletos, de borradores descartados u olvidados, de fragmentos narrativos de diversa índole (...) que revelan el proceso creativo de la autora» (7).
Ocampo no acostumbraba fechar los originales, tampoco titular en toda ocasión, en estos casos Montequin crea títulos (8). Entre las múltiples versiones que cada relato tiene, el editor elige cuál se publicará, y rearma los textos de acuerdo a los agregados que considera importantes, aun de las versiones que deja de lado, por ejemplo en «El zorro» relato compilado en Las repeticiones, dice: «Se sigue la anteúltima versión (c), que es la que presenta un texto más trabajado; sin embargo, incorporamos los agregados de puño y letra de la autora en la copia en carbónico de la versión anterior (b)» (291). Además, señala y escribe los dos finales diferentes que tienen las versiones (a) y (d). Eligió publicar, de diferente manera, los tres. Así, el relato se expande y se mezcla en un montaje de versiones. Lo mismo ocurre con los títulos, conocemos por las notas los textos, los títulos diferentes que casi todos los relatos llevaron en sus diferentes escritos. Algunos no fueron titulados y el editor tomó la decisión («sin duda discutible», dice, 8) de proporcionárselos. Asimismo, suma las citas que Ocampo incorpora al relato sin dar referencias, por ejemplo, en «Por causa del hombre», otro relato compilado en Las repeticiones, una cita del Génesis VIII, 21: «No tornaré más a maldecir la tierra por causa del hombre...» (292). Es decir, los textos son ampliados en estos gestos de montaje. Se estiran, se desbordan, hacen a la escritura ocampiana interminable y dinámica. También sabemos por él que los textos están acompañados por dibujos, por ejemplo, «[La persecución]», titulada por el editor: «las primeras —hojas— de las cinco escritas en ambas caras y las tres finales con dibujos en el reverso» (292). Todos estos gestos descriptivos montan y diversifican la escritura póstuma y tienen efectos de lectura. La descripción de ciertas materialidades también acrecienta este aspecto. En general Montequin se refiere, como señalé anteriormente, a que Silvina escribía en sobres de cartas, reverso de recetas médicas, en cualquier material que tuviera a mano. En el caso de «El jardín encontrado» lo detalla: «escrito en ambas caras de una hoja con membrete de Rincón Viejo, estancia de la familia Bioy» (Ocampo, 2006a:293). También sabemos que «[El milagro]» es uno de los últimos textos de Ocampo. La letra intrincada, como indica el editor, abierta y grande, a veces ilegible, muestran que son escritos de vejez. De hecho, no se sigue la versión autógrafa sino la mecanografiada por Elena Ivulich (294).
Montequin inventó, con minuciosidad y dedicación, un libro con trozos que fue encontrando entre los manuscritos. Este libro es Ejércitos de la oscuridad, publicado en 2008. Creo que allí muestra el gesto más notable de montaje.
Ejércitos de la oscuridad está constituido por cuatro partes armadas por el editor. La primera titulada por él —como la totalidad de las mismas, incluyendo el nombre del volumen— «Inscripciones en la arena», la segunda «Ejércitos de la oscuridad», la tercera y la cuarta, «Epigramas» y «Analectas». El título de la segunda parte es elegido a partir de una carta que la autora escribió a Carlos Frías donde denomina así a estos manuscritos ya que en el cuaderno encontrado entre sus papeles figuraban los siguientes «TAL VEZ/ o EL EJÉRCITO/ DE/LA NOCHE» (Montequin, 2008:177), es la única que procede de un texto escrito en un cuaderno, datado entre 1969‒1970. La serie «Inscripciones en la arena» —datada aproximadamente entre 1950 y 1962— está dividida en tres secciones no realizadas por la autora. El editor decidió esa segmentación por las características de los materiales, la primera reproduce el contenido de una carpeta titulada «en la arena», la segunda trascribe fragmentos de hojas sueltas —omitiendo los textos tachados por la autora—, la tercera recoge textos dactilografiados en cinco hojas también sueltas tituladas «Variaciones sobre lo invariable» (Montequin, 2008:172‒173). «Epigramas», escritos aproximadamente entre 1980 y 1987, proceden de textos dispersos de varias versiones reunidos en una carpeta. «Analectas» es una reunión de papeles también disgregados, libretas de trabajo y cuadernos de Ocampo. El armado de esta sección como la del libro en totalidad se basa en el criterio de considerar a estos textos como afines, «apuntes que, por su asunto o por estilo, guardan una marcada semejanza con los recopilados en el libro» (11). El hecho de considerarlas «brevedades» los reunió.
Su confirmación de la elección del título como la más apropiada la encuentra también en un fragmento, escrito por Ocampo, incorporado al libro:
En el momento en que aparece el ejército de la noche pienso, recuerdo, elucubro ideas e imágenes que no reconozco durante el día. Y ese ejército de pequeñísimas ideas, de recuerdos, de imágenes de mi mente pugna por vivir y trata de matarme porque sus divisiones son a veces mansas como corderos o dulces como la miel, pero otras veces silban o gritan o manejan cuchillos y venenos, se agazapan en los infinitos laberintos inexplorados donde las pierdo de vista para volverlas a encontrar en el sitio donde las espero de nuevo: la oscuridad. (2008:88‒89)
Montequin, en sus juegos de montaje, recupera, inventa, abre territorios de exploración para propiciar, también, búsquedas de textos perdidos. Su trabajo editorial procederá con una pura disponibilidad, una materia, no con algo ya realizado. Operará con la potencia, y dejará que aquello que sea un «archivo personal de la autora» se pierda en lo espectral y resuene en sus montajes. Una particularidad de los archivos de Ocampo radica en que a diferencia de su hermana Victoria o de Adolfo Bioy Casares, que se ocuparon por sí mismos o junto a su albacea, en el caso de Bioy Casares, de organizar, clasificar, definir fechas de publicaciones póstumas, desechar, editar y construir, así, su propia posteridad interviniendo y construyendo sus archivos (Barral, 2019:48). Silvina no solo no destinó a ningún albacea sus manuscritos sino que se despreocupó de los mismos. No obstante, no lo hizo por indiferencia, ya que guardaba todo borrador hasta alcanzar la inmensidad de manuscritos con los que contamos. Esta actitud es atribuida por su editor a un apego enfático con sus papeles (Montequin, 2008:123), gesto que constituye un factor importante para la comprensión de la construcción de los libros póstumos, ya que no buscó adjudicarse una «figura autoral» desde sus archivos y disputar, así, su lugar de escritora (Barral, 2019:48). Hay en estos gestos una actitud ética póstuma: no construir su posteridad, no nombrar albacea, dejar al devenir sus monumentales papeles, permitiendo e invitando a los lectores a continuar componiendo, experimentando con sus pistas de reescrituras, conexiones y fragmentos. Montequin se suma al juego cuando señala en la nota preliminar a Invenciones del recuerdo: «Algunos de los episodios narrados en Invenciones del recuerdo figuran en otros poemas y cuentos de la autora. Dejamos al lector el placer de descubrirlos» (2006:8), y en la Nota preliminar a Ejércitosde la oscuridad, dice sobre Ocampo:
Prefirió, en todo caso, dispersar en sus obras una imagen de sí misma, esa figura del tapiz que, como en el relato de James, nunca termina de revelar su trama. El lector que se proponga descubrirla encontrará en este volumen algunos matices y uno o dos de sus trazos esenciales. (2008:13)
Un libro de notas misceláneas, como puede considerarse Ejércitos de la oscuridad, responde, entonces, a una recontextualización de anotaciones sueltas. Los papeles de Silvina ofrecieron páginas para encuadrarse, armarse, montarse en un nuevo porvenir, una legibilidad, en un libro, que hoy conocemos como Ejércitos de la oscuridad.
Lecturas de escenas de escritura
Estos procedimientos de montaje que se hallan conectados por un hilo lúdico que, podríamos considerar que propone Ocampo y sigue Montequin también son invitaciones a lecturas críticas, a otros montajes. A esa invitación me sumo como lectora. Podríamos llamar lecturas‒montajes a este procedimiento a partir del cual con la información de las descripciones del archivo leemos componiendo. Porque las descripciones en las «Notas preliminares» y las «Notas» a los textos realizadas por su editor posibilitan leer, la lectura de Montequin, y así recomenzar el juego, a partir de ciertas «escenas de escritura». Llamo «escenas de escritura» a la convivencia de diferentes textos y fragmentos en un mismo material, en un mismo soporte, en la coincidencia de habitabilidad involuntaria de manuscritos que se pueden leer rearticulados y que podrían componer otras antologías, abriendo otras lecturas posibles de la obra de Ocampo.
Podría enumerar múltiples escenas de escritura. Un ejemplo paradigmático es el caso del texto, compilado en Ejércitosde la oscuridad, que comienza «Mariposas anaranjadas copulando». Describe Montequin en sus Notas:
Autógrafo en tinta azul [ca. 1963‒1969], en un cuaderno que contiene apuntes para «Imagen de Borges» —artículo de Ocampo publicado en el número de los Cahiers de L´Hernes, n° 4, dedicado a Borges (1964)—; un esbozo del poema «El jabón», incluido en Amarillo celeste (1972); y borradores de tres cuentos de Los días de la noche (1970): «Malva», «Clavel» y «Las esclavas de las criadas». Cf., «Ocho alas», en Cornelia frente al espejo (1988), y «Los amantes», en Las repeticiones y otros relatos inéditos (2006a). (2008:180)
Es decir que la primera pieza de este relato, «Mariposas anaranjadas copulando», se encuentra entre otras en un cuaderno que reúne cinco «apuntes», «bocetos», «borradores» —marcas balbuceantes— otros textos‒piezas, algunos póstumos, como el primero, y otros publicados en vida —el ensayo «Imagen de Borges» (publicado también en El dibujo del tiempo, libro póstumo); el poema «El jabón»; los cuentos «Malva», «Clavel» y «Las esclavas de las criadas».
En esa dispersión de textos —relatos breves, cuento, ensayo, poema—, de imágenes que Ocampo deja, como las improntas de Malva en el piso, en su cuaderno fascinador y Montequin recoge y describe en sus notas a esos manuscritos póstumos, podríamos obrar un montaje posible: pegar partes para que brillen en una lectura montajística cuyos sentidos posibles son posteriores al montaje: aparecen después, y siguen apareciendo. Los fragmentos bocetados se mueven como pistas y piezas para armar, para arremeter la excursión de un montaje —tal vez, la composición o las composiciones de aquella inquieta, enredadora y proteica figure in the carpet, o un rompecabezas interminable— en el riesgo de afectarnos y ensayar sentidos cuando ese papel o cuaderno se transforma en la convivencia de textos que se acumulan, se superponen en una reunión improvisada, se arman formas que no pierden su materia, es decir, su ser disponibilidad, pura amorfia, potencia. De este modo, inspiran a poner manos a la obra, a jugar a hacer montajes; en la víspera ansiosa y creadora de verlos por primera vez.
Ese cuaderno que suscita una escena de escritura me conduce a inventar un hilo que mueve esos fragmentos: una fuerza irrefrenablemente vital, el ímpetu irresistible, un brío. El desenfreno de los modales de Clavel —esa agitación de perro en celo que molesta el cuerpo de la niña narradora, al que luego se suman su supuesta rabia, la locura del casero que lo mata, y la fotografía de Clavel que la narradora conserva pero en la que, reafirma, «no parece el mismo perro» (Ocampo, 2016:72‒73)—. Asimismo en la voracidad de Borges al comer dulce de leche —(2014:133), en la repetición de versos que los hacían vivir a él y a Silvina (139), en los extravíos por las calles de Buenos Aires (141), en el enorme regocijo de llegar al Puente Alsina (143) y en las ávidas visitas a unas estatuas de una casa de Adrogué que por cualquier medio deseaban y obtuvieron (145)—; o en la de Malva —que «no sabía contenerse» tampoco (2016:84) de comerse a sí misma—, en aquella fiebre de la infancia, el «ansia», en el jabón —El jabón», de Amarillo celeste (1972), y que lleva por subtítulo «Habla una hija a su madre» (2014:165)—. Con ese jabón que lavaba manos en la infancia reaparece un estado similar a aquellos anteriores que sacaban de control a los textos: el febril. La fiebre de la infancia y el cuidado, la atención, la constancia devota. Ese «ansia» (165) es tan descomunal que el jabón «debió de ser humano», «late en mis palmas aún su corazón» y evoca en su perfume aquella intimidad que «mata» (165). Me interesa pensar esa fuerza imprevisible, que no se puede detener, que arrasa esos fragmentos escriturarios, producida por los montajes, es la figura del ímpetu ocampiano de escribir: «A veces tengo ganas de escribir tan rápidamente que no tengo tiempo de alcanzar un papel y un lápiz» (2014:342‒343). Una receta médica, un sobre usado, nuestro cuaderno laten con la fragilidad y la firmeza del corazón de las mariposas —el corazón de Ocampo—, del destino de un editor, de las aventuras lectoras.[2]
Otra inquietante escena de escritura es la que Montequin describe en la coexistencia en dos hojas de papel, en su anverso y reverso de «Silencio y oscuridad» (1969), texto póstumo incluido en Las repeticiones y «Anámnesis» de Los días de la noche (1970), que apareció en otra revista anteriormente (1969). Juntos en los papeles cobran un argumento que también animan a inventar.
«Anámnesis» significa etimológicamente recordar, experimentar una reminiscencia y también, la información aportada por el paciente y por otros testimonios para confeccionar su historial médico. En este caso, en este poema libre, nos encontramos con una «paciente» cuya sensibilidad, su memoria son extravagantes, infatigables, de una fragilísima emoción que la abruma: «Cualquier pluma la mortifica severamente», diagnostica su médico, narrador del texto. Un hombre la mira y la mata, «un perro que la sigue la esclaviza/ un niño que la busca la obnubila/un durazno maduro la hipnotiza/ una tumbergia en flor la vuelve loca»; se entrega en forma aparente tanto a sí misma como a cualquiera, y se amaba como Narciso por sobre todas las cosas (2014:81).
Como decía, Montequin advierte en las notas a los textos de Las repeticiones que «Silencio y oscuridad», relato hasta ese momento inédito, se encuentra escrito en dos hojas mecanografiadas en cuyo reverso se hallaban versos de «Anámnesis». El relato póstumo, datado entre 1969 y 1970 describe un lugar, una especie de teatro donde se realiza un espectáculo que poco a poco, para no herir la sensibilidad, «no impresionar demasiado bruscamente al público» (2006:51), alcanza el total silencio y la total oscuridad. Así, el ruido iba disminuyendo paulatinamente mientras se oía el «canto infinitesimal de los grillos» hasta que el oído se habituase al silencio. En la entrada del teatro había mapas del mundo indicando lo sitios donde podía oírse mejor el silencio y otros que indicaban los sitios donde se podía obtener la oscuridad perfecta (51). Clinamen es la mujer que quiere asistir a ese espectáculo y de ese modo saber si siente amor por su novio. No lo sabe. Su sentir en una incógnita. «El mundo se ha vuelto agresivo para los enamorados», dice. Pero el novio no quiso asistir de modo que nunca supieron si se amaban.
A Ocampo le gustaban los opuestos conviviendo. Aquí, las hojas ofrecen en su anverso y reverso el anverso y reverso de esa sensibilidad. Una anula a la otra, una intensifica a la otra, en la materialidad de las dos escrituras en el mismo soporte. Nos encontramos con una escena escrituraria donde podemos leer, jugar con estas voluptuosidades del contraste. «Silencio y oscuridad» parece disminuir la fuerza, el impacto, la insoportable pasión de la paciente de «Anámnesis»; alivianarla proporcionándole una posibilidad de medicina alternativa: la suspensión de los sentidos. Al menos su «aguda vista» (2014:133), según el diagnóstico de su médico o su capacidad ampliada de oír hasta con los pies y las axilas (78). El texto póstumo tranquiliza la sensibilidad extrema y, a la vez, por contraste la intensifica. Mutuamente, los lados de dos hojas, las escrituras como dos caras de una moneda visibilizan la tensión, se calman y se alteran. Porque «Anámnesis» también parece venir a despertar con vehemencia esa indiferencia dudosa de los sentimientos de los novios. Y el exhaustivo saber del médico a contrastar con la ignorancia de sí misma de Clinamen.
De un examen de fondo de ojo el médico de la paciente dice logró identificar «un dije de plata minúsculo/ con una figura grabada que no descifró» (79). Tal vez, la escena material de escritura pueda ser una especie de pista: da a ver su contraparte. Ese grabado puede ser «Silencio y oscuridad».
En ambos textos existe la importancia de un saber, clínico, por un lado, sentimental por otro. O quizás, el mismo misterioso origen de los síntomas humanos que padece la sensibilidad. En cualquier caso, la lectura de la escena, la recreación de una escena a través de la descripción material de los textos por parte del editor nos permite realizar un montaje donde la misma materialidad se nos ofrece como una escritura en suspenso, como una potencia no escrita. No solo las temáticas nos afectan, sino que los papeles enlazados nos hacen ver la escritura y no verla, sentirla y no escuchar una voz. La voz autorizada de un único autor.
Otra escena de escritura se encuentra en el montaje descripto por Montequin en su «Nota» al texto en Ejércitos de la oscuridad. Allí anota que siete fragmentos incluidos en el libro, algunos llamados por la autora «argumentos», se hallan escritos en un cuaderno donde conviven borradores del poema «Lamentos de un acróbata», publicado en Amarillo celeste (1972), del cuento «Ana Valerga» de Los días de la noche (1970). Dos de estos argumentos pertenecen a relatos publicados en el mismo libro: «Celestino Abril» y «Amancio Luna, el sacerdote» (Ejércitos:181).
Los fragmentos reescritos en los cuentos son los siguientes: «Muerte de un hombre en la provincia, asesinado por su hermano. Hace obras de caridad para disimular su crimen. Moribundo, el cura se entera del crimen y promete dar la absolución si hace pública su confesión» (Ocampo, 2008:150). Este fragmento dialoga con el cuento «Celestino Abril». El segundo, «Mensajes en las piedras» (151), breve y poética señal al relato «Almancio Luna». Luego de siete fragmentos se encuentra el siguiente, que amplía esta conexión:
En un jardín con los caminos llenos de piedritas, un niño aprende a caminar. El niño no quiere salir, después cuando es mayor, de ese jardín. En las piedritas descubre figuras simbólicas: una virgen, Jesús, un ángel. Construye un monasterio con su fortuna, toma los hábitos, cura enfermedades con las piedras calientes. Con una piedrita en forma de ojo, los ojos; con una en forma de oreja, la oreja. Le quitan los hábitos por ejercer brujerías. Lo encuentran muerto con una piedrita en que se reconoce su cara con lágrimas. En la fecha de su muerte la piedrita emite gotas como lágrimas (2016:152‒153)
El tercero de los fragmentos dice: «Mujer hace gimnasia. Otra toma whisky. Las dos salen volando» (2008:151). Palabras que resuenan en la práctica de la acrobacia del poema «Lamentos de un acróbata».
Estas cohabitaciones involuntarias que nos ofrece la materialidad de los papeles permiten construir una lectura posterior que recrea, en la dispersión sin sentido, una legibilidad entre otras posibles.
Una de las maravillas que Ocampo atribuía a las palabras era su poder de crear mundos, de hacer existir, de traer al ser lo que no se hallaba antes de esas palabras creadoras. El efecto performativo de las palabras no solo es puesto en juego en su obra, sino que se constituye como reflexión sobre el lenguaje y el acto de nombrar que la escritora postula, en ensayos y entrevistas recogidos en el Dibujodel tiempo y Ejércitosde la oscuridad, como señalé anteriormente.
«Ana Valerga», «Celestino Abril» y «Almancio Luna» recuperan, al ser leídos en este entramado del soporte, este efecto performativo desde diferentes perspectivas y con diversas consecuencias. Las palabras persuaden, crean realidades en acrobacias orales y escritas que conllevan desenlaces de índole ética, existencial, beneficiosos o condenatorios según se muevan en espacios y tiempos que no dejan nunca de rondar la ambigüedad. Como escribe Ocampo aquello que «no existe y tiene un nombre termina por existir» (2008:17).
Así, la publicidad de la confesión de Celestino Abril, ya en su lecho de muerte, lo absuelve en el cielo y en la tierra. De hecho, sus conocidos asistentes al escucharla lo aplauden. Celestino había asesinado a su hermano por motivos económicos de cuyo provecho lucrativo nunca hizo uso, sino que donó la fortuna, motivo del crimen, a diferentes destinatarios necesitados. Esa enredada trama criminal, se disuelve con las palabras de Celestino que, al pronunciarlas, no solo es reconocido por sus conciudadanos y perdonado por su sacerdote, sino que, además, recobra la salud inmediatamente después de decirlas.
La lectura de mensajes divinos escritos en piedras que es capaz de leer otro sacerdote, Almancio Luna, también tiene efectos de realidad al producir cambios en la salud de quienes lo consultan: quitan dolores, salvan vidas. Sin embargo, Almancio sufre la condena de la iglesia católica que lo expulsa de la institución por realizar prácticas vinculadas a la brujería, iglesia que, tiempo después de su muerte, reclama que no se lo haya santificado.
Ana Valerga, la protagonista del relato que lleva su nombre, es enfermera, educadora, empleada de tareas no definidas en el relato, en un policlínico. Había instalado en el garaje, en un sitio en desuso, «una clase para niños atrasados» (Ocampo, 2016:555). Ella, que parecía «un animal más que una mujer» (555) había concebido un sistema para domarlos, porque eran difíciles, rebeldes, tercos. El sistema se basaba, como en los otros cuentos, en el poder persuasivo de la palabra de crear realidades. Les decía con tono amenazante que ante cualquier desobediencia un vigilante se los llevaría presos. Un amigo suyo oficiaba de actor que reforzaba la idea y los asustaba saliendo de pronto detrás de las puertas. También les decía que los monumentos de la ciudad no eran de bronce, ni de piedra, ni de mármol sino de carne y hueso. Y si un niño pasaba junto a ellos, aquellos indios, caballos, toros, hombres y mujeres los robarían. Los niños obedecían, eran dóciles a esas palabras intimidantes. Las autoridades del policlínico cerraron su clase y fue encarcelada acusada por prácticas de enseñanza ilegal y tortura a niños enfermos. Sin embargo, las palabras acusadoras, que la encerraron tuvieron su contraparte, la de las madres de los niños que protestaron, la defendieron porque sus hijos habían progresado, reconocían nombres históricos, parecían vivos, no muertos, como antes, sin la realidad que Ana les había construido con palabras.
En «Lamentos de un acróbata», ante una prueba que sospechó mortal uno de ellos reza: «Me persigné y recé solo en mi mente:/ “Que en lugar de caer se eleve hasta perderse”./ Las músicas lloraban en mi presentimiento./ No cayó: en el espacio pudo desvanecerse» (Ocampo, 2014:179). La palabra suplicante salva de la muerte al compañero trapecista.
Desde La promesa, Ejércitos de la oscuridad, las palabras de Silvina en El dibujo del tiempo, las «Notas» a los textos de su curador la lectura cobra una fuerza creadora cuyos efectos performativos componen, junto a los archivos, a los libros póstumos, escenas de escritura como montajes, es decir, lecturas posibles. Montar al leer es, también, la apuesta a nuevas legibilidades, a un sentido que llega después, no ya de la significación de un texto de un único autor sino de la materialidad en su potencia.
Imagino, cuando pueda consultar el archivo de Silvina Ocampo, ensayos de una disposición, de un gesto de traspaso. Me gusta pensar que Ocampo, con su descuidado y a la vez apegado guardado de sus papeles —que creía serían «mejorados», modificados, intervenidos, resignificados por otros— nos daba señales también a los lectores futuros para que, a través de los montajes editoriales de Montequin, ese lector, que imaginaba Benjamin, siguiéramos su trabajo, nos diéramos lugar a leer/jugar con estos procedimientos poéticos.
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Notas