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El concepto de ficción: revisitando una noción compleja
The concept of fiction: revisiting a complex notion
El taco en la brea, núm. 19, e0131, 2024
Universidad Nacional del Litoral

Papeles de Investigación

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
núm. 19, e0131, 2024

Recepción: 16 Mayo 2023

Aprobación: 31 Diciembre 2023

Resumen: El presente artículo se propone sintetizar algunos de los aportes teóricos más recientes desarrollados en torno al concepto de ficción, partiendo de la consideración de que, a pesar de constituir un concepto central que condiciona, aunque sea de manera implícita, las investigaciones sobre literatura, no se le suele otorgar un espacio preponderante en las cátedras de teoría literaria. Dos ejes o axiomas centrales estructuran las reflexiones aquí desarrolladas: en primer lugar, que el discurso ficcional instituye un régimen condicional en el que se ponen en suspenso las exigencias de verismo y verificabilidad; en segundo lugar, que la institución de ese estatuto condicional depende más del encuadramiento pragmático externo que de características intrínsecas de los textos/productos artísticos ficcionales. En otras palabras, que no existen dos modalidades de representación, una ficcional y otra referencial, sino que es el encuadramiento pragmático el que suspende la referencialidad directa del discurso instituyendo el terreno imaginario que llamamos «Ficción».

Palabras clave: ficción, Teoría literaria, encuadramiento pragmático, modelización, representación.

Abstract: This article aims to synthesize some of the most recent theoretical contributions developed around the concept of fiction, based on the consideration that, despite constituting a central concept that conditions, albeit implicitly, research on literature, is not usually given a preponderant space in the chairs of literary theory. Two central axes or axioms structure the reflections developed here: first, that fictional discourse institutes a conditional regime in which the demands of verismo and verifiability are suspended; secondly, that the institution of this conditional status depends more on the external pragmatic framing than on the intrinsic characteristics of the texts/fictional artistic products. In other words, there are not two modalities of representation, one fictional and the other referential, but it is the pragmatic framing that suspends the direct referentiality of the discourse, instituting the imaginary terrain that we call «Fiction».

Keywords: fiction, Literary Theory, pragmatic framing, modeling, representation.

Introducción

Para un profesor que se proponga trabajar el concepto de Ficción en nuestro país, la tradición literaria ofrece un puñado de autores ineludibles. Arrancando por Borges, con sus recurrentes juegos de espejos y figuras dobles, y pasando por las reflexiones de autores como Ricardo Piglia, más cercanas en el tiempo, el terreno se presenta como un sustrato fértil para todo tipo de conjeturas. Dentro de este panorama destaca un artículo breve (y, quizás por eso mismo, bastante utilizado) del escritor santafesino Juan José Saer titulado «El concepto de ficción».

Como toda decisión pedagógico‒didáctica, la utilización del artículo en las clases de teoría reporta ventajas y desventajas. Del lado de las ventajas habría que mencionar, como acabamos de subrayar, la brevedad y relativa sencillez del texto. Es que, sea por la cantidad de temas que se deben abordar, sea por centrar la mirada en la exposición de las corrientes o perspectivas teóricas que han marcado históricamente la disciplina, o quizás porque se lo asume como un concepto ya conocido, lo cierto es que no se suele conceder mucho espacio al tratamiento de la noción de Ficción. De hecho, es bastante notable su ausencia en los manuales o diccionarios especializados del área. Me atrevo a mencionar tres ejemplos, centrándome exclusivamente en la producción teórica de nuestro país: tanto en el clásico Conceptos de sociología literaria de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (1980), como en los más recientes La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates de José Amícola y José Luis de Diego (2008) y Géneros, procedimientos, contextos. Conceptos de uso frecuente en los estudios literarios de Martina López Casanova y María Elena Fonsalido (2018) el concepto de ficción brilla por su ausencia. Ausencia, por otra parte, llamativa, ya que la mayoría de los textos que se toman como objeto en la carrera de letras se enmarcan dentro de lo que consideramos usualmente ficción.[1] Si esto que señalo es cierto, ¿cómo podemos pasar por alto la importancia de precisar un concepto tan ubicuo que condiciona de partida (aunque sea implícitamente) la gran mayoría de las investigaciones en nuestra disciplina?[2] ¿No se impone como una necesidad revisitar el concepto?

Ese es, precisamente, el objetivo que me propongo encarar en las páginas que siguen: sintetizar, en la medida de lo posible, algunos de los aportes más recientes en el ámbito de la teoría y presentar algunas conclusiones personales, guiadas por mi experiencia como participante en una cátedra de teoría literaria durante los últimos años de mi trayectoria académica.

La ontogénesis de la ficción

Comencemos, como diría Aristóteles, por las causas primeras. ¿De dónde viene o cómo se genera la ficción? Se trata de un aspecto que suele obviarse al abordar el concepto. Lo más usual es centrarse en el análisis de textos tratando de identificar las características que revelarían su carácter ficticio o destacar el carácter ambivalente de la categoría (he ahí las reflexiones saerianas sobre la relación conflictiva entre la ficción y un régimen verista que evaluaría en términos de verdad/falsedad). Este «olvido» es comprensible si tomamos en cuenta que no existe un momento histórico preciso en el que haya surgido la ficción como tipo particular de discurso; por el contrario, el régimen condicional en el que se ubica parece responder más a una capacidad intrínseca de la especie humana, única en elaborar ficciones, que a una segmentación de los saberes o discursos de una cultura particular. Este dato elocuente nos puede ayudar a establecer una primera distinción entre las formas de aproximación al problema del origen: existe, por un lado, una vertiente filogenética, que rastrea los orígenes históricos (y, por tanto, eminentemente culturales) del discurso ficcional; por otro, una vertiente ontogenética que parte a la búsqueda de las competencias cognitivas que permiten el surgimiento y comprensión de la ficción entre los seres humanos. Ahora bien, si es cierto que, como afirmamos, no existe un momento histórico ni un lugar puntual en el que haya surgido la ficción sino que parece haberse desarrollado de manera simultánea en diferentes culturas, nuestra indagación debería decantarse por analizar la hipótesis de la ontogénesis, es decir, explorar las competencias cognitivas compartidas por todos los miembros de nuestra especie que nos permiten producir o manipular ficciones. Esto es lo que sostiene el autor francés Jean‒Marie Schaeffer en ¿Por qué la ficción? (2002) apelando a los avances que nos proporciona la psicología del desarrollo:

Todos los que han estudiado el desarrollo afectivo y cognitivo del niño están de acuerdo en reconocer que el nacimiento de la competencia ficcional, del «hacer‒como‒si», del «de mentira», coincide con el de los comportamientos lúdicos: la ficción nace como espacio de juego, es decir, que nace en esa porción tan particular de la realidad donde las reglas de la realidad están suspendidas. (159. Destacado propio)

Los comportamientos lúdicos y la imitación, como se sabe, son un aspecto central en el aprendizaje no solo de los seres humanos sino de los mamíferos en general. Sin embargo, solo los humanos son capaces de elaborar ficciones. Cabe preguntarse, entonces, cuál sería la función u objetivo evolutivo en desarrollar tales aptitudes, sobre todo a una edad tan temprana. De acuerdo a Schaeffer, la actividad imaginativa y el desarrollo de la competencia ficcional cumplen una función central en esta fase de crecimiento ya que contribuyen al establecimiento de una distinción estable entre el Yo y la realidad, esto es, entre el mundo interior y el mundo externo.[3] Si hay algo en lo que coinciden los diversos autores que han abordado el proceso de desarrollo del niño (Freud, Piaget, Vigotsky, etc.), es que este no dispone de un yo estructurado y estable al momento de su nacimiento, pero tampoco es una tabula rasa carente de toda cognición para aprehender la realidad circundante. Como demuestran los avances en el terreno de las neurociencias, el cerebro trae incorporadas estructuras funcionales que vehiculizan un posicionamiento epistémico frente al mundo y guían de manera autónoma los primeros comportamientos (amén de los condicionantes que impone nuestro aparato perceptivo biológico). Sin embargo, algo de lo que carece el neonato es de una «conciencia de sí mismo». El «Yo» se genera a través de un proceso de separación entre la interioridad subjetiva y la exterioridad objetiva que produce simultáneamente al «sí mismo» y al «afuera». Así, el niño ingresa en el mundo de las ficciones a través del juego y las ensoñaciones diurnas. Estas actividades forman el núcleo de su competencia ficcional, ofreciendo un área neutral de experiencia en la que se pone entre paréntesis la cuestión de la veracidad y la referencialidad de las representaciones propuestas, permitiéndole participar de los típicos juegos de rol de la infancia («hagamos de cuenta que yo era la maestra y vos mi alumno y me tenías que entregar la tarea»). A través de estos juegos se abre la posibilidad de entrenarse en el cumplimiento de roles que, ahora sí, son eminentemente culturales, dando pie al proceso de actuación performativo en el que tanto insistió Butler al deconstruir la concepción binaria y heteronormativa de género (2001 y 2002).[4] Schaeffer denomina a este régimen neutral y condicional «fingimiento lúdico» o, siguiendo a Searle, «fingimiento compartido» (Searle, 1996). Este fingimiento se sostiene, tal y como explica Searle, en convenciones no semánticas y extralingüísticas que «rompen la relación entre las palabras y el mundo», es decir, no alteran ni cambian el significado o las funciones de las palabras proferidas, sino que dependen de la actitud ilocucionaria que asuman el autor y los receptores del texto (usamos «texto» en un sentido amplio para referirnos a cualquier producto ficcional). En palabras más sencillas, los interlocutores acuerdan convenciones (que, por el hecho de ser colectivas, son sociales) que indican qué textos exigen una interpretación literal y factual, y cuáles no.

Está claro que, desde esta perspectiva, deberíamos enfocarnos en aspectos contextuales que enmarcan al texto antes que en características intrínsecas, con lo cuál se impone una mirada desde la pragmática. Volveremos a este punto que considero central. Por el momento, me interesa realizar una pequeña digresión para que nos ocupemos de los conceptos de «simulacro», «fingimiento» o «imitación», aquella parte que ligaría, en los incontables temores que aducen los críticos moralistas, la ficción con la falsedad.

El problema de la Mímesis, una vez más

La discusión en torno al carácter mimético de la ficción, además de llevar varios siglos sobre la mesa (lo cual eleva el número de intervenciones teóricas a un número inmanejable si se quiere ser riguroso), mezcla o confunde diferentes aspectos del fenómeno, ya que incluye polémicas en torno a las funciones de la ficción, pero también sobre sus efectos. Platón, por ejemplo, descalificó la ficción como un discurso engañoso que podía fácilmente utilizarse para la manipulación de terceros (irónicamente, él mismo propuso usar los mitos para engañar a la plebe y mantener el orden social). Aristóteles, por su parte, destaca su capacidad de purgar emociones a través de la catarsis. Este antiguo debate se ve afectado, además, por el problema relativo a cuál sería la traducción más adecuada del término en la actualidad. En esta discusión suelen ingresar términos cercanos tales como «simulación» o «fingimiento» y, de la mano de estos conceptos, derivamos indefectiblemente a la discusión sobre los límites entre el discurso ficcional y la «mentira» o el «engaño».[5]

Lo primero que deberíamos cuestionar al abordar este aspecto del debate es su aparente evidencia. Podríamos criticar la apelación a la noción de imitación preguntándonos qué y cómo se supone que imita la ficción. En otras palabras, en tanto el concepto de imitación supone la copia de un modelo originario, ¿dónde encontramos los modelos del relato ficcional? ¿Necesariamente debe existir un «modelo originario» para la elaboración de una ficción?[6]

Para sortear esta dificultad, la autora norteamericana Barbara Herrnstein Smith (citada por Martínez y Scheffel en Introduccióna la narratología [2011]), propone que la poesía no representa una imitación (esto es, una mímesis) del mundo real sino del discurso. Es decir, el carácter ficticio de una novela no ha de ser buscado en la irrealidad de los personajes o hechos narrados sino en el acto mismo de aludir. Así, la ficción debe ser entendida como imitación de una expresión lingüística; esto es, como representaciónde un discurso sin un referente empírico objetivo y sin un anclaje en una situación comunicativa real. En otras palabras, los textos factuales son parte de una comunicación en la cual un sujeto (¿autor?) produce un texto para otro sujeto (¿lector?), que toma lo enunciado como aserciones concretas del primero sobre el mundo «real», en tanto que los textos ficcionales, si bien parten de una situación de comunicación real (un autor produce un relato dirigido a un lector) incluyen una segunda situación comunicativa imaginaria en la que, como nos ha enseñado la narratología francesa, un narrador se dirige a un narratario. Lo específico de la literatura o el relato ficcional sería, por tanto, que, a través de la construcción de una situación comunicativa imaginaria que no está ligada de manera inmediata a los hablantes y el contexto espacio‒temporal «reales» (vale decir, exteriores al texto), se abre un espacio de libertad que depende, en lo esencial, de la imaginación del autor.

Este punto de vista tiene la virtud de poner en evidencia que, para que un relato sea considerado ficcional, deben existir señales metacomunicativas reconocibles por el receptor que suspendan el funcionamiento normal de las reglas comunicativas que relacionan los actos ilocutorios con el mundo (básicamente, lo que señalamos en el apartado anterior). Sin embargo, el problema de la existencia de un referente original de la imitación no se resuelve; simplemente se desplaza de los personajes al acto comunicativo. Si adoptamos este punto de vista ya no nos preguntaremos cuáles son los referentes imitados por los personajes ficticios sino cuál es el discurso o expresión lingüística imitado por el relato en tanto acción comunicativa (algo que, dicho sea de paso, se aplica perfectamente a las ficciones de carácter verbal, pero, ¿qué hacemos con las ficciones elaboradas a partir de otros soportes?).[7]

Volvemos, entonces, al punto de partida: ¿cómo hacemos para liberarnos de la idea de que toda imitación supone un modelo «original» en algún lugar del mundo «real»? El inconveniente se puede sortear si reconocemos, como propone Schaeffer, que, de acuerdo al contexto en que aparezca utilizado el concepto de mímesis en los textos antiguos, puede designar tanto una relación de imitación, como una relación de representación. Las ficciones, sostiene, pertenecen al campo general de las representaciones, ya que constituyen dispositivos que refieren a otros acontecimientos a los cuales denotan, describen, muestran, etc.[8] De esta manera, no perderíamos de vista el carácter creativo de la ficción, destacado por el propio Aristóteles en su poética. La ficción inventa personajes verosímiles o posibles; poco importa que exista un modelo «real» a imitar en el mundo exterior. De modo que la «mímesis» está, efectivamente, en el origen de la competencia ficcional, pero ello no significa que todo producto ficcional pueda ser reducido a una «imitación».

Algunas (otras) funciones atribuidas a la ficción

Señalamos con anterioridad que una característica central del discurso ficcional es su capacidad de instituir un universo condicional que exige a sus creadores/receptores aceptar la posición ambivalente del «como si», y sostuvimos (siguiendo a Schaeffer) que este régimen ofrece a los niños un área neutral de experiencia dónde identificar (o elaborar) los contornos del sí mismo, diferenciando la interioridad de la exterioridad. En este sentido, la ficción se confunde (al menos desde una perspectiva que se preocupe por la ontogénesis) con la capacidad imaginativa en sí misma. De ahí que Schaeffer hable tanto de juegos que implican interacciones con adultos o pares, pero también de ensoñaciones o juegos imaginarios internos. La ficción nos permitiría, en suma, elaborar simulacros mentales de la realidad en los cuales atravesar experiencias sin los riesgos de vivirlas de manera efectiva.

Esta parece ser la opinión del escritor mexicano Jorge Volpi, quién, en su ensayo titulado Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción, sostiene:

La ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no solo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente —a repetirlas y reconstruirlas— y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. (2014:22)

La fórmula popularizada que afirma que la ficción nos permite «vivir otras vidas» no es, por supuesto, literal, sino que refiere, de manera metafórica, a la capacidad que tenemos de proyectarnos y ponernos imaginariamente en el lugar de otro (aunque ese «otro» no sea más que una construcción ficcional). Esa proyección imaginaria implica la capacidad, tantas veces subrayada, de experimentar empatía o solidaridad. De hecho, el propio Volpi organiza su ensayo en torno a esa competencia dedicando gran parte de la exposición a explicar qué son y cómo funcionan las «neuronas espejo» y cómo entran en funcionamiento al sentirnos identificados con terceros.

Ahora bien, si la ficción fuera un mero disparador de empatía todos reaccionaríamos exactamente de la misma manera frente a un relato; la experiencia cotidiana, sin embargo, demuestra lo contrario: no interpretamos ni reaccionamos del mismo modo frente a los relatos. Sumado a esto, muchos relatos lo que hacen es acentuar las diferencias entre grupos sociales o directamente establecerlas. Este poder de incidir en nuestras representaciones se relaciona con la capacidad general de modelización que tienen las ficciones, destacado por Schaeffer. Veamos esto con mayor detenimiento.

De acuerdo al autor, la expresión proviene del universo de la inteligencia artificial y se utiliza para designar la creación de «modelos cognitivos». Una simulación, en el sentido cognitivo del término, reproduce las propiedades estructurales y los principios operativos de la entidad que se quiere simular; en otras palabras, construye una entidad homóloga de la real, lo que hace que pueda sustituirla para la realización de experimentos virtuales. Hoy en día, cuando hablamos de modelización pensamos automáticamente en las simulaciones y modelos computacionales, pero la realidad es que nuestro cerebro modeliza constantemente nuestro entorno (de manera inconsciente, claro está). La «modelización» es, por tanto, una capacidad humana, y la ficción uno de los terrenos privilegiados en los cuáles la ejercitamos. Schaeffer resume las características del proceso de modelización a cuatro rasgos principales:

  1. 1. La modelización realiza el paso de la observación de una realidad concreta a una reconstrucción de su estructura y sus procesos subyacentes.
  2. 2. Supone una economía en términos de inversión representacional ya que, en relación con la información perceptiva, lleva a cabo una reducción del número de parámetros que deben ser tomados en cuenta para describir y dominar la realidad.
  3. 3. La realidad virtual elaborada puede ser manipulada (cognitivamente) en lugar de la entidad o del proceso simulado.
  4. 4. Podemos utilizar la simulación no solo para construir un modelo de entidades existentes con el objetivo de dominar esas entidades, sino también para elaborar, gracias a la combinación de mimemas surgidos de contextos reales diferentes, representaciones de objetos puramente virtuales, es decir, objetos que no vienen avalados por un original previo. Ulteriormente, esos objetos virtuales pueden servir para crear objetos reales, es decir, pueden funcionar como modelos en el sentido corriente del término.

La modelización es lo que nos permite que, además de percibir nuestro entorno, podamos recrearlo, manipularlo y reordenarlo en nuestras mentes, así como proponer mundos alternativos o hipotéticos que se diferencien del que consideramos real. A su vez, como sugiere el último punto, esos modelos o clasificaciones simbólicas más tarde inciden en la manera en que interactuamos con los sujetos o eventos «reales». Al fin y al cabo, ¿no estamos acaso preocupados por la capacidad modelizante de la ficción cada vez que abordamos un texto indagando las representaciones de género/raza/clase social (solo por citar tres ejes habituales) que vehiculiza?

Ahora bien, como señalamos anteriormente, esta capacidad modelizante no es exclusiva del régimen ficcional; la encontramos en todo tipo de discurso. De hecho, si entre las funciones fundamentales de la modelización se encuentra la elaboración de modelos virtuales de objetos reales para luego poder manipularlos, está claro que la modelización se efectúa con mayor efectividad en otro tipo de discursos que no son ficcionales e, incluso, ni siquiera son narrativos (por ejemplo, los artículos científicos). Cabe preguntarse, entonces, por qué nos preocupamos tanto por la ficción. ¿Qué tienen de particular las ficciones que nos fascinan y, a la vez, nos preocupan tanto? ¿Por qué les atribuimos tanto poder y nos preocupan las representaciones que ponen en circulación? ¿Tendrá que ver con su capacidad de afectar las representaciones de nosotros mismos y los grupos sociales con los que nos vamos encontrando en la vida social?

La institución imaginaria de la sociedad

Una manera de comenzar a responder las preguntas expresadas al final del apartado anterior es señalar que la ficción permite instaurar un orden imaginario. En otras palabras, en la base de toda forma de comunidad encontramos, siempre, relatos compartidos. Desde los grandes panteones de dioses griegos, romanos o egipcios, hasta las religiones monoteístas centradas en un texto sagrado (judaísmo, cristianismo, islamismo), e, incluso, los Estados Modernos, todas las culturas han elaborado mitos que les permiten instituir y justificar un orden social.[9] El historiador israelí Yuval Harari lleva este razonamiento aún más allá al afirmar que incluso los sistemas legales se basan en «mitos» o «ficciones» compartidas. Utiliza el ejemplo de la empresa automotriz Peugeot, a la que califica de «invención imaginaria» (es una entidad legal y, por tanto, abstracta) para subrayar cómo la sociedad contemporánea está atravesada por construcciones que, no por ser imaginarias, tienen menos efectos en la realidad. Dioses, naciones y corporaciones, concluye, constituyen otra realidad que no es física sino simbólica, pero sin embargo tiene el poder de organizar cómo interactuamos entre nosotros y con el entorno material. Harari denomina a esto el nivel de realidad «intersubjetivo»: no es ni subjetivo (no depende de un individuo) ni objetivo (no son entidades que existan por sí mismas en el mundo ya que dependen del hacer imaginario de los seres humanos). Otros autores hablan de un orden simbólico o, simplemente, de «cultura».[10]

Llegado este punto, cabe preguntarnos si no estamos llevando la definición demasiado lejos y terminamos incluyendo en la categoría entidades que normalmente no se utilizan e interpretan de la misma manera que un cuento, una novela o un poema. Está claro que, si Harari puede plantear esa equivalencia entre figuras jurídicas, relatos mitológicos y textos ficcionales, es porque derivan de la misma capacidad humana antes descripta: hablar de entes abstractos con los que nunca se ha tomado contacto o que directamente han sido inventados. Pero concluir por ello que son equivalentes sin más puede conducirnos a errores importantes, ya que se trata de discursos que tienen usos y consecuencias prácticas muy diferentes. Veamos.

La distinción entre ficción y discurso jurídico es, probablemente, bastante clara, ya que las figuras legales implican consecuencias palpables y concretas que, además, no pueden ser emitidas por cualquiera y de cualquier modo.[11] El caso de las representaciones mitológicas, en cambio, presenta dificultades mayores, ya que se trata de relatos que, en la sociedad contemporánea, suelen circular a la par de otras ficciones (peor aún: muchas veces nuestros primeros contactos con personajes y figuras mitológicas se da a través de ficciones como las películas, series, novelas o videojuegos, lo cual dificulta el establecimiento de una distinción clara). Para resolver esta confusión es necesario retomar la definición de Schaeffer: si la ficción implica un fingimiento lúdico compartido, no podemos aplicar el apelativo sin más a las creencias que otras personas tienen por verdaderas y nosotros no compartimos. Quizás ficcionalizar sobre la mitología griega o romana no conlleva demasiados riesgos el día de hoy, pero piense en cambio el lector en las consecuencias (muchas veces dramáticas) que ha tenido elaborar ficciones en torno a creencias religiosas aún vigentes, como el caso del ataque terrorista a la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo por haber publicado chistes sobre Mahoma; la Fatwa que condena a muerte a Salman Rushdie como reacción a su novela Los versos satánicos; las reacciones que ha generado en diferentes momentos la obra artística de León Ferrari, que toma como referente de sus obras la figura de Jesús; o los problemas de distribución que tuvo en su momento la película «La última tentación de Cristo» del director norteamericano Martin Scorsese. No pretendo, con estos ejemplos, advertir en contra de la ficcionalización a partir de figuras o relatos religiosos ni justificar las reacciones violentas que se produjeron en cada caso sino, simplemente, destacar una verdad de Perogrullo: no es el mismo el tratamiento que se da (o se suele dar socialmente) a las creencias religiosas que el que se da a los relatos reconocidos culturalmente como ficciones, más allá de las similitudes formales que pudiera haber entre los dos tipos de discurso. Y ese tratamiento diferenciado depende, como hemos dicho anteriormente, del encuadramiento pragmático.

Retomemos, entonces, nuestras afirmaciones iniciales: la ficción permite instaurar un orden imaginario; todas las culturas han elaborado mitos que les permiten instituir y justificar un orden social, y esos mitos asumen, generalmente, la forma de relatos. Ahora bien, si los relatos mitológicos y los relatos ficcionales recurren (o pueden hacerlo) a las mismas estrategias retóricas y presentan similitudes formales que podrían hacernos caer en la confusión, ¿cuál es el parámetro que nos permite establecer un límite entre ellas?

Importancia del encuadramiento pragmático

La respuesta a nuestra última pregunta solo puede hallar respuesta en el ámbito de la pragmática. Como afirma Searle en su citado artículo El estatuto lógico del discurso de ficción (1996), la interpretación de un texto como ficcional depende de convenciones no semánticas y extralingüísticas; en otras palabras, de la existencia de señales metacomunicativas (que son siempre sociales o culturales) que indican a los receptores que el producto es ficcional y, por tanto, deben suspender el funcionamiento normal de las reglas comunicativas al interpretarlo. Para que una ficción sea interpretada como tal, afirma Schaeffer, debe instituirse un marco pragmático adecuado a la inmersión ficcional. Ese encuadramiento es el que suspende la referencialidad directa del discurso e instituye un «como si». Schaeffer explica este punto de la siguiente manera:

Contrariamente al tópico, una ficción no está obligada a revelarse como tal; en cambio, debe ser anunciada como ficción, siendo la función de tal anuncio instituir el marco pragmático que delimita al espacio de juego en cuyo interior el simulacro puede operar sin que las representaciones inducidas por los mimemas sean tratadas de la misma manera que lo serían las representaciones «reales» remedadas por el dispositivo ficcional. Según el contexto cultural y el tipo de ficción, este anuncio es más o menos explícito: en el caso de una tradición ficcional bien arraigada en una sociedad dada y de una obra que se inscribe fuertemente en tal tradición, el acto que instituye la ficción puede, en última instancia, ser tácito, es decir, formar parte de los presupuestos implícitos de la situación de comunicación. (...) Por otra parte, las formas que adquiere el anuncio, cuando es explícito, son muy diversas según el tipo de ficción. En el caso de la literatura oral, el papel es desempeñado por fórmulas introductorias convencionales. En la ficción verbal escrita es, en general, el paratexto quien se encarga de ello, ya sea mediante indicaciones genéricas explícitas o, de manera más tácita, mediante el tipo de título —lo que evidentemente supone una familiaridad del lector con la tradición literaria en cuestión—. En otras formas de ficción el contrato pragmático se materializa como un verdadero marco físico. Es el caso de la escena teatral. (2002:145‒146. Destacado nuestro)

Destacar la importancia del encuadramiento pragmático puede parecer una obviedad y, sin embargo, ¿cuántas veces se invita a reflexionar sobre este punto en las clases de teoría literaria? Lo usual, como subrayé al comenzar este artículo, es centrarse en el análisis textual. En la vida cotidiana, en cambio, es el encuadramiento pragmático el que advierte al receptor sobre la modalidad ficcional del discurso. Pensemos en las experiencias de consumo más habituales como, por ejemplo, las plataformas de streaming. Sea cual sea la plataforma que utilicemos (Netflix, Amazon, Disney, etc.), al ingresar nos encontramos con una grilla que nos ofrece productos audiovisuales ya catalogados. Por más ridícula que suene la categoría («Películas para ver un viernes a la noche»), el espectador no corre el riesgo de confundirse y tomar como contenido «real» (o con pretensiones veristas) a un producto ficcional, ya que las plataformas se cuidan de incluir los paratextos adecuados que indican a qué tipo de contenido se accede en cada enlace (tráiler, síntesis del argumento, sugerencias de títulos similares, etc.). Podríamos, por supuesto, cuestionar los criterios que utiliza cada plataforma al realizar ese encuadramiento, pero lo que no podemos negar es que existe y suele consistir en una serie de paratextos que se refuerzan entre sí para evitar la ambigüedad y asegurar el encuadramiento adecuado.[12] Este mismo ejercicio de reflexión podemos hacerlo en relación con los textos literarios: cada libro impreso pone en juego una batería de recursos paratextuales para orientar a los potenciales lectores en torno al contenido que van a encontrar: nombre del autor y de la obra, editorial, nombre de la colección, imagen de tapa, texto de contratapa, solapas con la biografía del escritor, prólogo, índice, etc. Los portadores traen indicaciones de uso que establecen, al decir de Verón, un contrato de lectura (Fragmentos de un Tejido, 2004). Pero, incluso más allá de los portadores, si levantamos la cabeza del objeto‒libro que tenemos en nuestras manos seguramente advertiremos un conjunto de parámetros que guiaron y condicionaron el modo en que accedimos a él. Por ejemplo, si me encuentro en una librería es probable que los anaqueles tengan etiquetas con diferentes categorías para orientar al comprador. O, si el texto me fue proporcionado como material de lectura en el contexto de una asignatura escolar, habrá sido el docente quien me proporcionó parámetros para ubicar o clasificar el texto y la manera más adecuada de relacionarnos con él. Retomando las categorías propuestas por Genette en Umbrales (2001), el enmarcamiento del que venimos hablando puede provenir tanto del peritexto (paratextos ubicados en el espacio mismo del volumen impreso) como del epitexto (mensajes que rodean la obra, pero se sitúan en el exterior del volumen, como las reseñas, comentarios, entrevistas al autor, correspondencia, diarios íntimos; es decir, otros textos, situados a una distancia más «respetuosa» de la obra pero que, no por ello, dejan de tener importancia al establecer condiciones de interpretación/clasificación).

Resumiendo, si bien los textos o productos culturales pueden incluir marcas que revelen su carácter ficcional, no están obligados a hacerlo. Ello es lo que conduce muchas veces a los malentendidos (Schaeffer dedica un largo espacio a describir las confusiones que se generaron en torno a la obra Marbot de Wolfgang Hildesheimer, que fue tomada como una biografía real por sus contemporáneos cuando se trataba de una ficción) o al desarrollo de mundos ficcionales que incluyen a los propios paratextos como material de juego (punto en el que podemos citar al Don Quijote de Cervantes como ejemplo paradigmático por aquella escena inicial en la que se narra el descubrimiento del manuscrito que contiene la obra).

Conclusiones

Lo expuesto en este trabajo puede sintetizarse en una idea rectora general: no existen dos modalidades de representación, una ficcional y otra referencial; es el encuadramiento pragmático (externo al texto, por supuesto) el que nos conduce, en la enorme mayoría de los casos, a catalogar un producto literario/artístico como ficción.

Ahora bien, esta idea no es una verdadera novedad. Podemos derivarla de las reflexiones que lleva a cabo Derrida (2011) en torno al cuento «Ante la ley» de Franz Kafka, en las que sostiene que la firma (el nombre del autor), el título de la obra y, en rigor, cualquier paratexto que acompañe una obra (entre lo que podríamos incluir la enmarcación genérica o de tipo discursivo), funciona como marco que otorga unidad a lo que enmarca: lo recorta, desde afuera, y le da autonomía, pero, al mismo tiempo, afecta su interior, puesto que nos lleva a leer ese texto de determinada manera. Y sin embargo, pese a no constituir una novedad, raramente se pone el énfasis en la importancia del encuadramiento pragmático para determinar el carácter ficcional de un texto o producto cultural. Esto no quiere decir que la operación de encuadramiento esté ausente en la enseñanza de la carrera de letras; por el contrario, se materializa cada vez que, en cualquiera de los espacios abocados a la exposición de una tradición literaria (lo que llamaríamos una «literatura nacional»), se expone el «contexto» en el que surgió una obra para explicar sus características. El problema es que la exposición del «contexto» es una operación concreta de encuadramiento, no una reflexión sobre lo que implica la operación en sí. Con esto no pretendo criticar ese tipo de intervenciones (por lo demás, necesarias e inevitables), sino apuntar en la dirección contraria: es en las cátedras de teoría donde deberíamos poner el énfasis en la manera en que las operaciones de enmarcamiento condicionan las lecturas que llevamos a cabo.

Otro aspecto importante a destacar sobre el concepto de ficción es que el régimen ficcional, tal como lo hemos abordado aquí, no constituye un territorio exclusivo de la literatura. Esta idea tampoco constituye una novedad. Sin embargo, la bibliografía dedicada a analizar el concepto, quizás por el afán de defender la especificidad del objeto literario, suele ceñir la exposición a ejemplos pertenecientes al universo de la literatura. Personalmente, creo que la comprensión del concepto y de lo que implica a nivel cultural la ficción, se ven enriquecidos cuando se establecen relaciones con otros productos elaborados a partir de otras materialidades. La ficción (y lo mismo cabría decir de la narración como tipo discursivo) se despliega, culturalmente, en innumerables formatos y soportes, y resulta una verdadera mutilación (para el concepto) no reconocerlo y discutirlo abiertamente. Me guían, en estas últimas reflexiones, mis propias experiencias como docente en una cátedra de Teoría Literaria en una universidad que podríamos caracterizar como «periférica» para el sistema educativo nacional. Trabajando en ese contexto, me veo (nos vemos con el equipo de cátedra) constantemente enfrentado a la contingencia de tener que enseñar el concepto de ficción (y otros pertenecientes al universo de la narratología) a estudiantes recientemente egresados del nivel medio cuyas referencias literarias son escasas y, en su gran mayoría, pertenecen al universo de los bestsellers o literatura infanto‒juvenil. En consecuencia, indefectiblemente termino(amos) recurriendo a ejemplos provenientes de la (desmerecida) industria cultural para ayudarlos a comprender los conceptos teóricos, sean estos películas, series, novelas para adolescentes o incluso canciones de artistas reconocidos.

Respecto a la defensa de la especificidad de nuestro objeto de estudio, no creo que la referencia a productos ficcionales provenientes de otras artes pueda ponerla en cuestión, ya que tales envíos se llevan a cabo en el contexto de un discurso didáctico que enmarca las interrelaciones señaladas. Está claro que, formando parte de una cátedra de la carrera de Letras, debemos aspirar a presentar referentes literarios más prestigiosos a los estudiantes (y puedo asegurar que la mayor parte de nuestros esfuerzos apuntan en esa dirección), pero también es cierto, desde una perspectiva pedagógico‒didáctica, que estamos allí para enseñar, y la mejor manera de incentivar el aprendizaje es estableciendo relaciones entre el contenido nuevo y aquello que los alumnos traen incorporado de su trayectoria previa. La alternativa opuesta es, por supuesto, desplegar un discurso anclado únicamente en un acervo cultural erudito extraño para los estudiantes, plantando con ello una distancia absoluta no solo a nivel de los conocimientos teóricos sino también al nivel de los referentes que se les ofrecen para comprenderlos, obstaculizando su participación en clase y, en la práctica, conduciendo a una llana exclusión, opción que, siendo docente de una universidad pública, no estoy dispuesto a asumir.

Me gustaría concluir el presente artículo incluyendo una reflexión más en torno al ensayo de Saer que mencioné al comienzo. Hay una afirmación que realiza en ese ensayo el autor santafesino que nunca me dejó del todo conforme. Se trata de la aseveración de que no se escriben ficciones para eludir los rigores que exige el tratamiento de la «verdad» sino para poner en evidencia el carácter complejo de la situación. Mi inconformidad no emerge de la consideración de que la relación entre la ficción y las exigencias de un régimen verista sea sencilla (las circunvoluciones del presente artículo deberían prevenir contra tal interpretación) sino por lo que da por supuesto: que todos los que producen ficciones están al tanto de esas «complejidades» y se proponen explorarlas. La realidad es que el discurso ficcional está, por lo general, claramente delimitado, y la amplia mayoría de los productos ficcionales no problematizan nuestra mirada del mundo, sino que, por el contrario, refuerzan y reproducen representaciones sociales preexistentes. A mi modo de ver, la perspectiva saeriana refleja más bien la mirada de quien se propone elaborar un producto «artístico», con todas las connotaciones vanguardistas que ello conlleva. Pero la ficción, mal que nos pese, no siempre alcanza a subirse al pedestal (idealizado) de lo que llamamos arte. La mayoría de las veces no hace más que reproducir clisés. Y la manera más adecuada de responder a ello no es negarle a esos productos estereotipados su carácter ficcional (porque, a fin de cuentas, son ficciones), sino, en todo caso, señalar porque son ficciones «malas» o descartables.

Referencias bibliográficas

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Amícola J. y de Diego J.L. (2008). La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates. Al Margen.

Anderson, B. (1993). Comunidadesimaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. Fondo de Cultura Económica.

Bourdieu, P. (1985). ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Akal.

Butler, J. (2001). El género en disputa. Paidós.

Butler, J. (2002). Cuerposque importan. Paidós.

Derrida, J. (2011). Prejuzgados, ante la ley. Avarigani.

Geertz, C. ([1973]2003). La interpretación de las culturas. Gedisa.

Genette, G. (2001). Umbrales. Siglo XXI.

Harari, Y.N. (2011). Sapiens. De animales a dioses. Debate.

Harari, Y.N. (2016). Homo Deus: Breve historia del mañana. Debate.

López Casanova, M. y Fonsalido M.E. (Coords.) (2018). Géneros, procedimientos, contextos. Conceptos de uso frecuente en los estudios literarios. Universidad nacional de General Sarmiento.

Martínez, M. y Scheffel, M. (2011). Introducción a la narratología. Hacia un modelo analítico‒descriptivo de la narración ficcional. Las cuarenta.

Saer, J.J. (2014). El concepto de ficción. Seix Barral.

Schaeffer, J.M. (2002). ¿Por qué la ficción? Lengua de Trapo.

Searle, J. (1996). El estatuto lógico del discurso de ficción. Íkala, Revista de Lenguaje y Cultura, 1(1/2), 159‒180. Traducción de Zuluaga, F.

Verón, E. (2004) Cuando leer es hacer: la enunciación de la prensa gráfica. En Fragmentos de un tejido (pp. 171‒191). Gedisa.

Verón, E. ([1998]2004). La semiosis social. Fragmentos de una teoría de la discursividad. Gedisa.

Volpi, J. (2014). Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Alfaguara.

Notas

[1] A lo cual podríamos agregar que la mayoría de los estudiantes que eligen la carrera suelen hacerlo motivados por la experiencia en el consumo de artefactos ficcionales.
[2] Con esto no estoy afirmando que los contornos del universo literario coincidan de manera absoluta con el territorio de la ficción. Sabemos de sobra que existen textos literarios que no responden al régimen ficcional, del mismo modo que el discurso de la ficción abarca muchos otros soportes o lenguajes además de la literatura, como el cine, la historieta, el teatro o los videojuegos. Volveré sobre estas ideas en el transcurso del artículo.
[3] Nótese que, en este punto, «ficción» equivale a la capacidad de elaborar seres o situaciones imaginarias.
[4] Aclararemos, en este punto, que la performatividad a la que alude Butler se desarrolla en muchas otras dimensiones del comportamiento, más allá del aspecto específico de la identidad de género que analiza la autora. Un autor fundamental para comprender la performatividad de las interacciones en la vida cotidiana sería, desde este punto de vista, el sociólogo norteamericano Erving Goffman.
[5] Los discursos encendidos acerca de los peligros que encarna la ficción no se reducen a la opinión de Platón ni, mucho menos, a opiniones particulares de occidente. Diferentes culturas del (mal) llamado «oriente» censuran productos culturales occidentales con el argumento de que «corrompen» a los jóvenes. Un ejemplo contemporáneo podemos encontrarlo en la censura en varios países que sufrió la película de Disney‒Pixar «Lightyear» por la inclusión de una escena que mostraba un beso entre personas del mismo sexo.
[6] Con ello nos hallamos situados, de lleno, en la antiquísima discusión referida a cómo se relaciona la ficción con la realidad. ¿La refleja de alguna manera? ¿Nos introduce en otro mundo (posible)?
[7] Otro aspecto importante sobre el que llama la atención esta perspectiva es la existencia de diferentes dimensiones o niveles en los cuales podemos identificar la utilización de recursos miméticos: por un lado, las estrategias utilizadas para construir el mundo narrado, es decir, para dar verosimilitud a las entidades situadas en el mundo ficticio (personajes, espacios físicos, época histórica); por otro, las estrategias de construcción puestas en juego al nivel de la narración, lo cual puede implicar la imitación de características formales de otros discursos como el artículo científico, la sentencia judicial, la nota periodística o el estilo verbal oral de diferentes grupos o sectores sociales, algo que se preocupó de subrayar incansablemente Mijaíl Bajtín.
[8] Alguien podría cuestionar esta idea y traer a colación un texto literario vanguardista que cuestione el carácter representacional del lenguaje. A esta objeción podríamos responder señalando que la obra usada como ejemplo bien puede representar la incapacidad de comunicar del lenguaje o la disolución de su dimensión referencial. En todo caso, independientemente de la obra que se sugiera como contraejemplo y de la interpretación que pudiéramos darle, está claro que una manifestación lingüística siempre dice algo, independientemente de la claridad del mensaje o las intenciones del emisor. Por otra parte, también podríamos cuestionarnos si el texto que se nos presenta como contraejemplo se ubica (o no) en el universo del discurso que catalogamos como ficcional.
[9] Respecto a los mitos que se encuentran en la base de los Estados‒Nación modernos, puede consultarse el ya clásico ComunidadesImaginadas de Benedict Anderson (1993).
[10] Vale la pena destacar aquí la célebre definición de cultura como «entretejido de significaciones» que propone Geertz: «Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación, interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie» (2003:20).
[11] Léase, en caso de querer profundizar en este aspecto, ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos de Pierre Bourdieu (1985).
[12] Podemos incluso ir más allá y postular la existencia de una capa previa de indicaciones que contribuyen a generar ese «encuadramiento» del que venimos hablando, ya que los ejemplos citados refieren a plataformas que distribuyen contenidos audiovisuales generalmente narrativos. En otras palabras, son plataformas a las que recurrimos para visualizar productos que elaboran algún tipo de relato, sea factual o ficcional. Si nuestro objetivo fuese, por el contrario, encontrar una explicación para reparar nuestra heladera, elaborar un germinador de semillas, o la exposición paso a paso de cómo preparar una receta, probablemente acudiríamos a Youtube. En otras palabras, la experiencia de encuadramiento pragmático comienza antes de ingresar a la plataforma, en el momento mismo en que decidimos qué plataforma usar.


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