Papeles de investigación
Recepción: 01 Febrero 2022
Aprobación: 15 Diciembre 2022
Para citar este artículo: Alle, F. (2023). Un ejercicio de crítica melancólica. El taco en la brea, (17) (diciembre–mayo). Santa Fe, Argentina: UNL. e0092 DOI: 10.14409/eltaco.9.17.e0092
Resumen: A partir del análisis en torno a la confianza en la utopía revolucionaria que trasuntan las poéticas comunistas del siglo XX y su contraste con un presente distópico en el que se ha disipado el horizonte de futuro que esas poéticas anunciaban, este trabajo propone una reflexión crítica acerca de la práctica de investigación en la actualidad en tanto «ejercicio melancólico». Toma como disparador un poema que Robert Desnos le dedica a Raúl González Tuñón en 1937, durante el Segundo Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, para indagar algunos momentos artísticos, políticos y teóricos puntuales de una historia apenas esbozada de sucesivos comienzos y finales del futuro utópico revolucionario.
Palabras clave: crítica, futuro, revolución, poesía, melancolía.
Abstract: Based on the analysis about the confidence in the revolutionary utopia that the communist poetics of the 20th century reflect and its contrast with a dystopian present in which has dissipated that future horizon announced by these poetics, this paper proposes a critical reflection on the current research work as a «melancholic exercise». It takes as a trigger a Robert Desnos poem dedicated to Raúl González Tuñón in 1937, during the Second Congress of Intellectuals for the Defense of Culture, to investigate some specific artistic, political and theoretical moments of a barely outlined history of successive beginnings and endings of the utopian future.
Keywords: criticism, future, revolution, poetry, melancholia.
I.Hola
La más pequeña garantía, la
brizna de paja a la que trata de aferrarse el que se ahoga.
Benjamin (1974)
El último libro que Raúl González Tuñón publica en vida, en 1969, titulado La veleta y la antena, tiene como epígrafe un breve poema que Robert Desnos le escribió en 1937, en una taberna de París, según cuenta Tuñón en una nota al pie que acompaña al poema (1969:7). Tuñón ya tiene para ese entonces 64 años, moriría apenas media década más tarde, y por lo menos desde finales de los años 50 se ha vuelto bastante nostálgico. La tendencia a recuperar mensajes, poemas o relatos (propios o ajenos) del pasado y a colocar notas al pie en las que rememora las vicisitudes o coyunturas en las que esos textos fueron escritos son un síntoma muy evidente de esa mirada nostálgica, melancólica por momentos, del Tuñón maduro. Los tiempos han cambiado: la revolución tantas veces anunciada, mil veces cantada, no sucedió todavía, pero, lejos de haberse perdido, sigue estando en el por‒venir (Derrida, 1995), aunque ya no es tarea suya hacerla posible sino la de los jóvenes que lo rodean y lo llaman «maestro».[1]La materia con la que trabaja Tuñón en esos últimos años de su trayectoria —poética y de vida— es el pasado, pero un pasado que se tensiona hacia el futuro. Parafraseando a Walter Benjamin, podría decirse que la narración del pasado en Tuñón no da respuesta a ninguna situación sino que se ofrece como propuesta para la continuación de una historia en curso (Benjamin, 1936:228; cfr. Alle, 2019). De un modo inmejorable lo escribe el mismo Tuñón, en el poema que abre Poemas para el atril de una pianola, cuyo título, por si hacía falta alguna demostración más concluyente, es «Elogio de la nostalgia»:
La nostalgia es la cita sutil con el pasado/ y una forma de sueño./ Esa corriente oculta y silenciosa/ que se opone al olvido con decoro./ Es el domingo triste del recuerdo/ y la suave saudade de lo que un claro día/ fue tocante, entrañable./ De lo que hubo de hondo y bello/ entre tantas cosas...// No solo es el pasado,/ tiene intención de futuro./ Adivina, espera/ aquello que mañana no afeará la vida. (1965:9)
La nostalgia, según el pensamiento poético de Tuñón, mueve energías que circulan desde la «cita sutil con el pasado», «el domingo triste del recuerdo», hacia la «intención de futuro»; un futuro que esa disposición nostálgica no solo permite «esperar» sino que es capaz de «adivinar». En los versos del Tuñón de los años 60 parece «aflorar lo inolvidable» (Benjamin, 1936:236), aquello que impregna a la experiencia de lo vivido de una autoridad comunicable y la transforma en legado para las generaciones siguientes. Si hay algo que persiste y pervive en el presente de este poeta maduro que rememora lo vivido es el horizonte utópico de un futuro que eliminará la fealdad de la vida del hombre.
II.
Vuelvo entonces —en mi escritura y en el tiempo— al poema de Desnos que Tuñón elige para abrir su último poemario. En plena Guerra Civil Española, durante una pausa de las últimas sesiones del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, Desnos improvisa en la mesa de un bar de París un poema dedicado a su compañero —su «camarada» sería el término más exacto para definir esa relación que los une—. En ese tiempo vertiginoso que experimentan estos escritores republicanos, antifascistas, comunistas, en los intensos años de finales de los 30 —años de inminencia, de enorme celeridad de los acontecimientos, en los que el futuro parecía precipitarse a un ritmo inédito (cfr. Saítta, 2001)—,[2] la poesía se escribe así: se improvisa en bares, en la ciudad, en medio de las voces, las risas, los ruidos y también las bombas, las metrallas. No hay opción de detenerse, de desconectarse del presente o de encerrarse en una ilusoria «torre de marfil» para escribir poesía. Cito el poema de Desnos en la traducción que incluye Tuñón en la página siguiente a la del poema en su lengua original:
Mi querido González Tuñón/ Cric et Crac /Y el agua corre sin saber/ adonde va/ Pero no hay manera de equivocarse/ de camino /Nosotros vamos en la misma dirección/ Pero yo te digo no es a la muerte/ Es a la vida adonde vamos/ No a la vida eterna bien seguro/ Pero a la vida/ Y yo no daría un solo minuto/ de nuestras vidas/ Por un siglo. (1969:8)
Como el agua, la vida «nuestra», la de los poetas revolucionarios, que están haciendo el futuro con sus palabras y con sus armas, corre en una dirección segura, sin equivocaciones posibles. Curiosamente, la revolución no se nombra, pero está latente en el corazón mismo del poema. Es el acontecimiento que irradia esa fuerza vital del camino sin equivocaciones, es la vida hacia la que se dirigen. No hace falta tampoco nombrarla: en plena guerra, reunidos en un congreso en el que se debate el lugar que corresponde a los intelectuales en ese proceso revolucionario, está sobreentendida. Estos hombres están viviendo en sus vísperas, en la vigilia de un mundo nuevo, que no es la vida eterna pero resulta prometedora como ella y requiere también de fe.
III.
El nuevo mundo que estos poetas avizoran en el París de 1937 no es sin embargo tan nuevo, hace ya casi un siglo que constituye el horizonte de esperanzas de los escritores e intelectuales alistados a la lucha del proletariado. En efecto, ya en 1848, en el final del Manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels habían anunciado a los proletarios del mundo que no tenían nada que perder salvo sus cadenas pero que tenían en cambio un mundo por ganar:
En fin, los comunistas trabajan en todas partes por la unión y el acuerdo entre los partidos democráticos de todos los países.
Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar.
¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNIOS! (Marx y Engels, 1848:107)
Y con este anuncio, Marx y Engels dotaron de forma nítida a ese futuro que es social, pero también artístico; pensemos, si no, en otro texto que logre condensar de modo tan espectacular la potencia de la proclama política con las posibilidades expresivas del lenguaje. Ya se ponía en marcha en el Manifiesto la empresa de las vanguardias artísticas: por un lado, con sus imágenes del fantasma que recorre Europa —deudora, a su vez, del espectro de Hamlet que regresa al mundo de los vivos para clamar venganza— y de los proletarios triunfantes que pierden sus cadenas para ganar un mundo —fuente inagotable de toda la iconografía del arte social de izquierdas del siglo XX—; y, por otro, con el recurso a la consigna y su ímpetu exhortativo, a la vez destructivo y constructivo, que pone en juego su textualidad. Si el manifiesto de vanguardia es, como sostiene Alain Badiou, la «invención retórica de un porvenir de lo que está existiendo ya en el acto» (2005:175), el Manifiesto comunista constituye la marca de inicio de una eficaz discursividad performativa por la que se anuncia un futuro que está comenzando ahora y que implica la total destrucción del pasado. El Manifiesto en sí es el acto que activa el futuro de la revolución, que lo pone en marcha. Y la revolución simultáneamente implica la destrucción violenta del «orden social existente» y la construcción del mundo por ganar del proletariado unido de todas las naciones.
IV.
Después de años de investigar sobre poetas y escritores del comunismo, me resultan familiares las metáforas, proyectadas en la estela del Manifiesto, del futuro como horizonte signado por la revolución —de la vida que corre en esa dirección inequívoca, como el agua y la vida del poema que Desnos le dedica a Tuñón—, las del poeta como profeta cuyo canto anuncia ese futuro que se está construyendo ya en el presente y que es inminente, necesario, un destino seguro para la humanidad. De hecho, aparecen expresadas de modos más o menos semejantes en poetas de trayectorias, nacionalidades y poéticas diferentes. La misma dialéctica materialista lo enseña: la historia se resuelve, más temprano que tarde, en un momento de síntesis, el de la sociedad sin clases, que supera, sin anular, todos los momentos previos del desarrollo social.
Pero, además, en los poetas republicanos, antifascistas, comunistas de los años 30 ese optimismo en el futuro revolucionario se sustenta todavía en un hecho muchísimo más concreto y contundente, porque lo cierto es que ya ha sido realizado en este mundo; como sostiene Sylvia Saítta, el futuro tiene su territorio, su «lugar determinado en el mapa» (2007:11): la Rusia de los Soviets. Ese horizonte revolucionario es temporal, pero es también espacial, basta con mirar hacia el este para señalar esa dirección hacia la que van Desnos y Tuñón, como el agua, como la historia, sin equivocaciones.[3]
Esa confianza en el futuro, esa exaltación y ese entusiasmo inconmovibles a pesar de los signos adversos de la realidad —la violencia destructiva de la guerra, la crisis económica, la fuerza cada vez más innegable del fascismo, la pobreza, el abandono y la injusticia en la que están sumidos tantos y tantos seres humanos— es una de las claves para desandar la singularidad —y el encanto— de la poesía revolucionaria de los años 30 en general, y del poema de Desnos en particular. «Pasión de lo real» llama Badiou a esta «subjetividad triunfante» que «sobrevive a todas las derrotas aparentes», a esta convicción en la victoria final que es constituyente y no empírica (83).
V.
En la nota al pie que Tuñón incluye junto con el poema, informa que «Robert murió dos días después de la liberación de París, a causa de las torturas sufridas en el campo de concentración nazi» (7‒8). El modo en que Tuñón dispone los sucesos en su relato resulta sugestivo: dos días después de la liberación de París, un acontecimiento feliz en la trama de la historia de la lucha contra el fascismo, muere Desnos, quien había sido detenido por la Gestapo a comienzos de 1944 y deportado a diferentes campos de concentración. Leo en el relato de Tuñón un intento desmesurado por conservar el sentido revolucionario de la vida, esa idea de la dirección hacia la que vamos sin equivocaciones. El poeta murió de dolor, torturado por el enemigo contra el que luchó en vida, pero llegó a divisar la liberación, el triunfo final sobre el fascismo. Tuñón acomete una y otra vez la tarea de mantener firme ese horizonte.
Y la nota continúa, para finalizar, así: «Lo habíamos conocido en 1935, en Madrid, gracias a García Lorca. Coincidimos, y en seguida se estableció una cálida corriente de amistad. El «petit poème» se publicó años más tarde, en 1957, en Las Lettres Francaises [los errores son del original], en un número de homenaje al poeta mártir» (8). Más allá de los detalles coyunturales que narra Tuñón, me interesa destacar puntualmente la fórmula que elige —y a la que recurre con frecuencia, en diferentes textos y crónicas, para referirse no solo a Desnos sino a los poetas y escritores que murieron en manos del fascismo—: lo llama «poeta mártir». No se trata de una «víctima»; esa figura que, como sostiene Enzo Traverso, pasará al centro de la escena en el inicio de nuestro siglo cuando el «eclipse de las utopías» de por resultado la «obsesión por el pasado»; un pasado cuya fisonomía se parece mucho, aunque ya sin horizonte de redención a la vista, a la del campo de ruinas contemplado por el Ángel de la Historia que ya profetizaba Walter Benjamin (Traverso, 2016:37‒38), solo dos años después de que Desnos le dedicara el poema a Tuñón. Frente a esta empatía con la víctima del siglo XXI que, según Traverso, parece «incapaz de coexistir con el recuerdo de las esperanzas, las victorias y sus derrotas» (39), «mártir», en cambio, conserva ese matiz revolucionario —claramente, también religioso— del hombre que murió en defensa de una causa.
VI.
Será porque mi infancia y luego mi adolescencia transcurrieron en los años 90, cuando la caída del muro de Berlín era noticia televisiva de último momento y el neoliberalismo avanzaba con paso firme, y se hablaba del «fin de la historia», del «fin de las utopías», que esa confianza revolucionaria de las poéticas comunistas del siglo XX me conmueve tanto. Como señala Traverso, con la caída del muro lo que cae en pedazos es toda una representación del siglo XX cuyas utopías de emancipación, su imaginación esperanzada en la transformación del presente en sentido revolucionario, fueron sustituidas por las distopías de un futuro catastrófico (33). El futuro pasó de ser un sueño a ser una pesadilla.
Puede que encuentre en estos hechos una razón de mi interés en estudiar esas poéticas. Será también porque, más cerca del György Lukács hegeliano de las primeras décadas del siglo —aquel de la Teoría de la novela (1916/1920)— que del comunista posterior, me resulta difícil pensar que hay un sentido en nuestro paso por este mundo, pero aun así, y a sabiendas del fracaso en la tarea, no renuncio a buscarlo. Es la ironía del héroe de novela que ha perdido el mundo cerrado y homogéneo de la épica clásica y ha quedado librado a la inmanencia de su propio sinsentido (100), diría aquel joven Lukács que tiene ante sí la visión horrorosa de la destrucción provocada por la Primera Guerra; ese paisaje, como lo describiría unos años después Benjamin, «en cuyo centro, en un campo de fuerzas martilleado por las explosiones e inundado por ríos de destrucción, estaba el diminuto y frágil cuerpo humano» (1933:96). «¿Quién nos salvaría de la civilización occidental?» (1962:7) era la pregunta que, según cuenta Lukács en el prólogo a la edición de la Teoría de la novela de 1962, cifraba su desesperanza en esos años. Pronto, sin embargo, la Revolución rusa otorgaría respuestas a esas preguntas que le habían parecido irresolubles años antes.
Hay una frase de Benjamin, de su texto «Experiencia y pobreza» (1933), que subrayo una y otra vez, porque dice mucho de la subjetividad de los artistas «bárbaros» de comienzos del siglo XX, pero también dice mucho de mi propia («pobreza» de) experiencia: «Lo característico es no hacerse la menor ilusión sobre la época y, sin embargo, tomar partido sin reticencias en su favor» (97). Esa confianza, entonces, esa seguridad en el sentido de la vida humana y de la historia que caracteriza a las poéticas comunistas del siglo XX me resulta tan extraordinaria como digna de todos los asombros.
Mi abuelo trataba de explicarme, de niña, esa seguridad y, aunque yo no entendía bien lo que me decía, me provocaba una enorme fascinación escucharlo tan convencido, con su chaquetilla de enfermero, su pucho ladeado en la boca y su ojo a medias cerrado para evitar la irritación del humo.
VII.
Pero en el poema de Desnos hay algo más que la certeza del futuro —de la dirección hacia la que se dirigen «nuestras» vidas—, que tiene que ver con la afirmación vital del presente, del ahora, y que bien podría leerse, en principio, como una variación un poco desfigurada de ese otro tópico tan usual en las poéticas de la guerra civil española —y de las poéticas comunistas en general— de la sangre dadora de vida, de la muerte como tierra fértil sobre la que nacerá el mañana; expresiones de una convicción firme en el rol heroico de un hombre, cualquiera de ellos, que ha decidido convertirse, en términos de Badiou, en militante de una «verdad política» (2010): la revolución comunista. Que Dios ha muerto, ya es un lugar común para estos poetas revolucionarios de los 30; que no es a la vida eterna hacia donde se dirige el hombre tampoco amerita discusión («bien sûr», dice Desnos —«por supuesto»— y Tuñón, más categórico aún, traduce «bien seguro»); que vamos hacia la vida y la vida es la revolución, es la lucha por conseguirla, también es un sobreentendido, como recién comenté.
Si hay entonces algún modo posible de trascendencia es en el rol activo que pueda asumir un hombre para alcanzar ese mundo nuevo que la revolución asegurará. Para decirlo otra vez con Badiou, la «Idea del comunismo» «forzó» la finitud del individuo en un «nosotros infinito», por lo que la vida del hombre singular, y con ella su muerte, se proyectan históricamente en un cuerpo colectivo, en un nuevo sujeto, que traspasa los límites impuestos por la individualidad (24). Estos escritores, conversando en una taberna parisina, en el entretiempo de un Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Cultura contra la barbarie fascista, están subidos, diría Badiou, «al escenario de la Historia» (20), la están haciendo aquí y ahora.
No obstante, lo que el poema alumbra, sobre todo, es la afirmación del presente no ya en tanto es superado por la infinitud del sujeto colectivo, sino como instante efímero —«un minuto», tan simple y fugaz como invaluable—. Desnos no daría un minuto de «sus» vidas por un siglo. No se trata entonces para el poeta de un problema de cantidad: el minuto intenso, saturado de inminencia, tan espléndido como amargo y doloroso, que se vive a pura exaltación, no admite canje posible por cualquier curso temporal que suponga persistencia, perduración. Y si un minuto de esas vidas no es intercambiable por un siglo: ¿existe alguna medida de intercambio? Y, todavía más: ¿existe una medida? Podría decir, para mantenerme en el ámbito de reflexión del marxismo, que para Desnos un minuto de esas vidas de poetas revolucionarios se sustrae al carácter de una mercancía: no tiene valor de cambio, mucho menos precio. Si puede pensarse en una medida ya no sería en términos de relación cuantitativa entre bienes, sino más bien en cuanto el habitar poético del hombre consiste, según la lectura que Martin Heidegger realiza del célebre poema de Hölderlin, en una toma de medida; es decir, en tanto poetizar es la toma de medida para el habitar del hombre «sobre esta tierra» «debajo del cielo»; sobre «esta» tierra, dice Heidegger, «a la que todo mortal se confía y se sabe expuesto» (1954:81). El poetizar no arranca al hombre de esta tierra, al contrario, lo expone a ella, a toda su intemperie. Afirmar entonces, como lo hace Desnos, que este minuto no es intercambiable por un siglo, no cambiarlo por más tiempo, implica asumir esa precariedad en todo lo que tiene de amparo y de peligro habitar poéticamente en esta tierra.
VIII.
En 1960 —nueve años antes de la expresión nostálgica pero todavía entusiasta en el futuro de la nota al pie de Tuñón al poema de Desnos con que abre su último poemario— la editorial Sur publicaba en Argentina un libro que compilaba dos textos de un escritor soviético; el primero, una nouvelle, El proceso continúa, atribuida al seudónimo de Abraham Terz, y un ensayo satírico, anónimo, titulado «¿Qué es el realismo socialista?»; dos textos que habían sido difundidos originalmente en Francia, sorteando la censura, aun severa, de la Unión Soviética posestalinista. La identidad del autor de ambos textos, Andréi Siniavski, se develará unos años más tarde, cuando los servicios de inteligencia soviéticos logren dar con él y se le inicie un proceso legal, junto a Yuri Daniel, por la publicación de «materiales antisoviéticos» en el extranjero.
Si es cierto que no faltaron las críticas en Occidente al rigor con que el realismo socialista se había impuesto, desde 1934, como único camino para la creación artística, a la falta de libertad y a la dudosa calidad de las obras, en ese ensayo que publica Sur —de una ironía corrosiva, mordaz, melancólica—, Siniavski va más allá todavía al plantear una lúcida crítica a los principios mismos del realismo socialista y ya no solo al aparato represivo con que se legisló su obligado seguimiento.
De hecho, Siniavski sostiene, tal como luego argumentaría Boris Groys (1993), que para estimar correctamente esa falta de libertad del escritor soviético es necesario en todo caso despojarse de los parámetros de valoración del mundo occidental y entrar en la lógica específica —teleológica (y teológica) dirá Siniavski— de una sociedad que decretó que estaba construyendo la épica del nuevo mundo. El poeta, asegura, «no se limita a escribir versos sino que con sus versos contribuye a la construcción del comunismo», y no solo el poeta, toda la sociedad, todos los trabajadores construyen el nuevo mundo desde sus tareas más cotidianas (118). Y ante la extrema novedad de ese nuevo mundo, para ponerle palabras, imaginarlo, el «espíritu moderno», continúa, tuvo que echar mano a los «viejos ideales del amor cristiano» (120), por lo que el nuevo mundo devino en un «paraíso terrenal» y los hombres marxistas terminaron por ser «hombres sinceramente religiosos» que remitieron «todas las cosas a su Dios» (121). «Hermoso como la vida eterna y obligatorio como la muerte» (124), escribe Siniavski, se alzó entonces ese Fin último de la creación que los hombres soviéticos se sacrificaron por alcanzar (124).
IX.
Si, como afirma Traverso, la caída del muro simboliza el momento cúlmine, de cierre definitivo de la imaginación utópica revolucionaria del siglo XX, lo cierto es que ese siglo tuvo algunos otros momentos de cierre, que probablemente se vivieron también como decisivos pero que, a la luz del desarrollo posterior de los acontecimientos, hoy calificamos como provisorios. Cuando Siniavski escribía este ensayo —incluso antes de que la utopía recomenzara de este lado del planeta con la revolución cubana— se encontraba ante uno de los tantos finales del futuro: aquel que se abre con el impacto político —pero también moral, sentimental, existencial— de las «críticas al culto a la personalidad» formuladas por Nikita Jruschov en el XX Congreso del PCUS en 1956. Siniavski ilumina en este ensayo lo que significó el «tiempo» del estalinismo y el total desconcierto que suponen las denuncias de sus «crímenes» por parte de su sucesor:
Vivimos entre el pasado y el futuro, entre la Revolución y el comunismo. Y si bien el comunismo, que nos promete puentes de oro y se presenta como el resultado lógico e inevitable de la historia humana, nos empuja adelante imperiosamente sin permitirnos dejar de avanzar, por más terrible que sea, el pasado nos retiene. Hemos hecho la Revolución; ¿cómo atrevernos a renegar de ella y maldecirla? (...) Adelante y atrás de nosotros se elevan santuarios demasiado maravillosos para que nadie tenga el valor de atentar contra ellos. (156)
En este fragmento, el período estalinista se presenta como un problema de tiempo y espacio: es el «entre» («Vivimos entre pasado y futuro», dice Siniavski); un «entre» que difícilmente pueda considerarse un presente sino más bien un punto intermedio paralizado por la puja entre el pasado que lo retiene y el imperioso futuro que lo empuja sin cesar hacia adelante. Mientras en la taberna de París en 1937, los poetas oteaban el futuro en la dirección segura señalada por la Unión Soviética, Siniavski narra aquí desde el territorio de su consumación. Si la revolución significó el acto romántico de instalación del futuro, aquel que lo postula como horizonte posible, el estalinismo será, como afirma Groys, la definitiva implantación de una «cultura después del fin de la historia», no un proyecto sino su realización (93). Podría conjeturarse entonces que si ese «entre» de Siniavski no es ni siquiera presente es porque, de acuerdo con la interpretación histórica del materialismo dialéctico que el estalinismo usufructuó, está más bien afuera de la historia. El estalinismo decretó que construía el comunismo, la síntesis perfecta, completa, de todas las contradicciones del desarrollo social: es un «reino apocalíptico», sostiene Groys (144).
La muerte de Stalin, ese Dios al que solo le faltaba el atributo de la inmortalidad, sigue Siniavski, «asestó un golpe mortal al sistema de nuestra estética religiosa», que dio lugar a «un período de revisiones y de desmoronamiento» (166). Lo que vendrá presenta un rostro demasiado impreciso. Y finaliza: «No sabemos adónde ir, pero una vez que hayamos comprendido que nada podíamos hacer, comenzaremos a pensar que es necesario intentar adivinar, marchar hacia adelante con ayuda de hipótesis» (167). A pesar de la desconfianza, con escepticismo, Siniavski vuelve a avizorar un horizonte, a imaginar (adivinar, como también afirmaba Tuñón en «Elogio de la nostalgia») que lo que viene no es el Fin teleológico que impuso con severidad esa «estética religiosa» del estalinismo —que por más puentes de oro o santuarios maravillosos que augurara, obligaba a avanzar sin tregua ni reflexión— sino más bien una hipótesis, una conjetura que habrá que ir tanteando, despejando, con mirada crítica, más abierta a la duda que a las certezas definitivas.
En un mundo agobiado todavía por su pasado y en el que parecen haberse consumado esas distopías que imagina el arte de este siglo, con la pandemia y todas sus aciagas consecuencias sociales y humanas (aún incalculables), si hay un trabajo productivo, fecundo, paradójicamente no paralizador, que pueda emprender el investigador —claro que me interesa pensar, puntualmente, en mi propia práctica—, ese trabajo consistirá en un ejercicio melancólico. Y me animo a contradecir aquí a Traverso, para quien la posibilidad de pensar un nuevo comienzo estaría dada por la resolución del duelo. Este ejercicio no implica abandonar la esperanza de un futuro mejor ni quedar atrapado entre el lamento por la pérdida de la utopía y el horror ante la distopía cumplida, sino que supone estar siempre en situación de duelo, sosteniendo el peso de lo que no fue —«portando» ese peso, en el sentido de potencia que da Georges Didi‒Huberman al verbo «portar»: tanto sufrimiento, resignación, como acto de valor, de fuerza (62)— y preparando, simultáneamente, otro nuevo (re)comienzo. Parados ante las ruinas de un futuro destruido no nos queda sino volver a imaginar, fantasear, un por‒venir, apostar a él, con todo lo que de azar y, por ende, de incierto hay en una apuesta; nuevamente, con Benjamin, sin ilusiones sobre nuestra época pero tomando partido sin reticencias en su favor. Quizás pueda vislumbrarse una agenda posible (de trabajo, de investigación, de vida) habitando poéticamente nuestro presente, asumiendo este minuto como un instante efímero, expuesto a la precariedad de esta tierra, pero ciertamente invaluable.
Referencias bibliográficas
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Notas
Información adicional
Para citar este artículo: Alle, F. (2023). Un
ejercicio de crítica melancólica. El taco en la brea, (17) (diciembre–mayo).
Santa Fe, Argentina: UNL. e0092 DOI: 10.14409/eltaco.9.17.e0092