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La poesía como espacio y visión
Poetry as space and vision
El taco en la brea, vol. 10, núm. 16, 2022
Universidad Nacional del Litoral

Dossier

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 10, núm. 16, 2022

Recepción: 28 Abril 2022

Aprobación: 08 Agosto 2022


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Para citar este artículo: Retamoso, R. (2022). La poesía como espacio y visión. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0085 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0085

Resumen: Este artículo propone una lectura comparativa entre La orilla que se abisma de Juan L. Ortiz y la escritura de Stéphane Mallarmé. Para ello, analiza el problema de la configuración espacial y la composición icónica del texto sobre la página, concebida como un continente significante con el que se vincula dialécticamente. De esta manera, se propone reconsiderar la dimensión rítmica de la poesía de Ortiz atendiendo al problema del espacio pictórico que implica la ruptura formal de Un coup de dés jamais n'abolira le hasard del poeta francés.

Palabras clave: escritura, oralidad, ícono, lengua, río.

Abstract: This article proposes a comparative reading between La orilla que se abisma by Juan L. Ortiz and the writing of Stéphane Mallarmé. To do this, it analyzes the problem of the spatial configuration and the iconic composition of the text on the page, conceived as a significant container with which it is dialectically linked. In this way, it is proposed to reconsider the rhythmic dimension of Ortiz's poetry, attending to the problem of pictorial space that implies the formal rupture of Un coup de dés jamais n'abolira le hasard by the French poet.

Keywords: writing, orality, icon, language, river.

La poesía y sus mutaciones históricas

La poesía —el discurso poético— se sostiene históricamente en constantes y variantes, continuidades y discontinuidades. Ellas acontecen tanto en el plano de su forma como en el de su sustancia, por decirlo con un lenguaje clásico. Si quisiéramos decirlo en cambio con un lenguaje formalista, podríamos decir tanto en el nivel de sus procedimientos como en el de sus materiales.

Lo cierto es que, se llame como se las llame, la poesía siempre supone dos facetas absolutamente imbricadas, o dos aspectos que solamente pueden pensarse como el anverso y el reverso de una misma manifestación.

De una manifestación modelada por operaciones singulares que componen la figura que se imprime a (sobre) la palabra.

Si esto vale como principio general para caracterizar la poesía, debemos agregar que, a lo largo de la Historia, el dibujo de esa figura y la sustancia de esa palabra sufren evidentes mutaciones.

Por decirlo abruptamente: lo que en sus orígenes se presentaba como un habla basada en una sustancia fónica, derivó en las inmediaciones de nuestro presente en una escritura labrada sobre una sustancia gráfica. Y lo que se percibía como una forma oral, pasó a ser una forma escrita.

No se trata, claro está, de una mutación instantánea: supone, por el contrario, un despliegue que comprende siglos.

Pero puede señalarse a la era de la imprenta como aquella que abre esa transformación, y a lo finisecular decimonónico como aquello donde se consuma. Porque no bastaba el mero grafismo para que ese pasaje alcanzara su plenitud. Fue preciso algo más: que el texto gráfico se desligase de la linealidad original del discurso poético.

En el comienzo de la era de la imprenta, y hasta bien avanzada su proyección histórica, el texto impreso funcionó como transcripción del discurso oral. Fue un tiempo donde los rasgos de sonido y grafía, de voz y escritura, no se diferenciaban nítidamente, dado el carácter vicario del texto respecto de la oralidad.

Sin embargo, el devenir histórico —nunca uniforme, jamás teleológico— iba amasando su divorcio. Cuando los medios gráficos llegaron al punto más alto de su despliegue secular, y la edición de textos involucró al diseño de manera intensa (en un gesto que, de todos modos, no debería pensarse como algo inédito: los códices medievales ya sabían lo que era el diseño, pero en formato único en vez de seriado), periódicos, revistas, carteles y afiches comenzaron a exhibirse como textualidades que se sustraían de la pura linealidad.

Los textos modernos, por así decirlo, se mostraban ahora como un universo de inscripciones sobre un espacio bi‒dimensional. Sobre un espacio plano, sobre un continente espacial, donde los signos gráficos cobraban sentido no solo por lo que decían sino además por dónde lo decían: el lugar de esos signos, su ubicación tópica, adquiría de pronto significación.

Esas transformaciones textuales no fueron ajenas a la escritura poética: la penetraron, le imprimieron su configuración y su sentido, la tornaron visible, trasladándola del sitio de la pura notación de la voz al lugar otro de la inscripción icónica.

De manera que, en esta nueva instancia discursiva de la poesía, el valor —saussureano— de los signos estaba dado no solo por sus relaciones opositivas, negativas y diferenciales, sino además por sus relaciones espaciales —y aquí lo espacial no debería entenderse únicamente como posición, ya que supone asimismo dimensión o tamaño— que se volvían, notoriamente, significantes.

Así, en el momento de su máxima inflexión, la poesía moderna deviene en composición visual. Ello supone una mutación profunda respecto de su forma y su sustancia clásica: la poesía ya no es solamente algo para oír, sino para ver. Porque la lectura implica ahora no solo el reconocimiento de un devenir lineal —propio de la poesía tradicional— sino la percepción de un espacio compuesto por —o que contiene— dos dimensiones, en el cual los signos encuentran lugar.

La lectura poética se convierte entonces en un recorrido óptico sobre la página. Un recorrido desprendido del orden lineal, y expuesto a un conjunto de posibilidades aleatorias en cuanto a los modos de su desarrollo. Puede comenzar en distintos lugares del texto, del mismo modo en que puede concluir también en lugares diversos.

Y el poema deja de ser una palabra hablada que se transmite desde el lugar del hablante al del oyente, para convertirse en un espacio gráfico que (nos) convoca a construir las formas de su recepción.

El paradigma Mallarmé

Admitamos lo hiperbólico de lo dicho hasta acá, y su valor de sinécdoque. Está claro que no toda la poesía moderna contiene esos caracteres.

En rigor, esos caracteres son propios de un poeta —Stéphane Mallarmé— y aún más, de su último poema, conocido por una frase diseminada en su texto que dice Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.

A esa frase Mallarmé la concibe como una expansión del título (Un coup de dés), al modo de una línea axial fragmentada o discontinua, como si se tratase del eje de un sistema estelar carente de regularidad y orden, al contrario de lo que ocurre en la naturaleza.

De manera que ese poema postrero se sustrae de la nominación entendida solamente como punto y lugar inicial. Ello representa una ruptura respecto de la práctica textual habitual, incluso la del propio Mallarmé, que no desdeñaba el uso del título acotado —véase títulos tan sugerentes como Le Tombeau D'Edgar Poe, o Le Tombeau De Charles Baudelaire, pertenecientes a una serie dedicada a las tumbas—, lo cual hace pensar en lo excepcional de su último texto, por lo menos desde esa perspectiva.

¿Pero lo no titulado de modo convencional tiene que ver, en todos los casos, con lo excepcional? No parecería que así sea; sin embargo, en el contexto de una cultura que hace del nombre, sobre todo del propio, un signo de identidad, lo no titulado convencionalmente puede leerse como otra clase de signo. Como un signo que tal vez vincula, en tanto manifestación y correspondencia, la ausencia de un título riguroso con la difuminación de la figura de autor.

Si la cultura moderna entroniza esa figura, Mallarmé se revela como alguien que interpela semejante mitología de origen romántico. Ya en 1968 Roland Barthes sentenciaba que «toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir el autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es devolver su sitio al lector)» (1987:67). Y aunque ello sea un rasgo que distingue a toda su poética, su texto último intensificará dicha tendencia, haciendo de esa escritura el medio, la materia y el territorio donde el lenguaje se potencie hasta límites inauditos: casi como un aparato o un ser autónomo, que procede por sí mismo, prescindiendo por completo de dios, padre o tutor.

El poema como despliegue espacial y estallido sintáctico

En mayo de 1897, un año antes de su muerte, Mallarmé publica su último poema en la revista Cosmópolis. Fue la única edición que llegó a ver, aunque el texto siguió publicándose después de su muerte bajo el formato de libro, tal como él había pretendido que fuese.

Que haya aparecido en una revista muestra la ligazón profunda que lo unía con los medios gráficos propios de la época, y la voluntad de editarlo en un contexto de carácter gregario, por fuera del campo de las ediciones personales o individuales. ¿Primó la necesidad de hacerlo público? Tal vez, tanto como el deseo de exponer ese texto que representaba una ruptura con todo lo anterior.

La pieza era una obra singular. Su texto se desplegaba a lo largo de pares de páginas —nunca sobre una sola—, transformando de ese modo el espacio unitario donde practicar la escritura. Esa expansión del soporte material del texto estaba acompañada por una expansión notoria de sus formas gráficas, en un doble sentido: por una parte, las frases se extendían constantemente hasta llegar a espacios en blanco que las fracturaban, para continuar después, y por otra los tipos de letra variaban permanentemente, ya que se utilizaban siete tipos distintos, además de alternar sus caracteres entre los trazos convencionales y los trazos en cursiva.

Los versos, a su vez —de diversas medidas—, podían comenzar sobre el margen izquierdo de la página, o sobre un lugar situado en el centro, e incluso sobre su sector derecho. Todo ello provocaba un efecto sorprendente para la época, porque el poema se presentaba al modo de una obra pictórica o de carácter plástico.

En su publicación en Cosmópolis el poema se hallaba precedido por un pequeño prefacio, donde el autor daba cuenta de sus propósitos estéticos. Allí decía lo siguiente:

En efecto, los «blancos» tienen importancia, impresionan de entrada; la versificación los exigió, como silencio en tomo, hasta tal punto que un fragmento, lírico o de pocos pies, ocupa, en el medio, alrededor de un tercio de la página: no transgredo esta medida, solamente la disperso. El papel, la página interviene cada vez que una imagen, por sí misma cesa o vuelve a entrar, aceptando la sucesión de otras y, como no se trata, según la costumbre, de fragmentos sonoros regulares o «versos», sino más bien de subdivisiones prismáticas de la Idea, el instante en que aparece y dura su concurso, dentro de cierta escenificación espiritual exacta, el texto se impone en lugares variables, cerca o lejos del hilo conductor, latente en razón de su verosimilitud. (Mallarmé, 1982:157)

Se advierte en primer lugar la importancia que concede Mallarmé al blanco, al que piensa como silencio en torno de los versos. Silencio, que puede ser mutismo, pero no por ello ausencia de significación. Por otra parte, su presencia es predominante, dado que el texto no debe ocupar más de un tercio de la página. Esta, asimismo, lejos de pensarse como un mero soporte de las inscripciones, se concibe dialécticamente en sus vínculos con el contenido: acoge a la imagen en su sucesión, que representa subdivisiones prismáticas de la Idea, otorgándole su sentido último por medio de esa dialéctica.

La Idea —noción ciertamente simbolista y metafísica— es entonces aquello que la página alberga, a través de ritmos que se dibujan como movimientos:

La ventaja literaria, si tengo derecho a decirlo, de esta distancia trasplantada que mentalmente separa grupos de palabras o palabras entre sí, parece consistir tanto en una aceleración como amortiguación del movimiento, escandiéndolo, incluso intimándolo de acuerdo a una visión simultánea de la página... (159)

Claramente, la dimensión verbal del texto —donde se hallan las palabras, los versos, los fragmentos— queda subsumida por su percepción visual: todo está dispuesto para ser visto antes que escuchado, incluso el movimiento, cuya percepción, más que auditiva, es de carácter visual. Pero el prefacio no deja de practicar giros argumentativos o de pensamiento, ya que esa percepción gráfica, o icónica, se acerca asimismo a una notación musical, que puede ser leída en voz alta, estando signada esa lectura por las diferencias de los tipos gráficos:

Agréguese que de este empleo al desnudo del pensamiento con contradicciones, prolongaciones, fugas, o por su mismo diseño, resulta una partitura para quien lo lee en voz alta. La diferencia de los caracteres de imprenta entre el motivo preponderante, uno secundario y los adyacentes, impone su importancia a la emisión oral, así como la disposición, en la mitad, arriba o abajo de la página, indicará que sube o desciende la entonación. (159)

Mallarmé piensa, de ese modo, al texto como partitura, otro sistema de notación que se sustrae del orden puramente lineal. Una partitura —un texto musical— no se lee meramente como una sucesión de sonidos sobre un plano horizontal, sino como una combinación de unidades que se vinculan también de forma vertical. La partitura inscribe, por lo tanto, una dimensión volumétrica, espacial, donde sus unidades —a diferencia de las que son propias de la lengua— pueden ejecutarse simultáneamente, y en ello radica una de sus grandes diferencias respecto de la poesía y su escritura alfabética.

Aunque más allá de esas cuestiones escriturarias, lo más relevante acaso sea el hecho de que, pensado como partitura, el texto deviene en representación gráfica de lo que podrá entonar una voz. O por decirlo de otra manera: el texto puede pensarse como una suerte de notación que anticipa y prevé —o provee— las formas de lo que sería su ejecución verbal.

De ese modo, el pensamiento de Mallarmé invierte la relación establecida entre palabra y grafía. Porque si hasta entonces la escritura se pensaba convencionalmente como la transcripción de una palabra —que la antecede tanto lógica como cronológicamente—, ahora es el texto, la inscripción, lo que precede a la voz. Y no solo eso: por precederla, incide además en su configuración y en su modulación sonora. La diferencia no es para nada menor.

Mallarmé no desconoce el material con el que trabaja, pero imagina que podría estar modelado —influenciado, dice— por la música, en tanto ideal estético:

Hoy, sin presuponer el futuro que tendrá este texto, nada o casi un arte, reconozco que esta tentativa participa imprevistamente de búsquedas singulares y caras a nuestra época: el verso libre y el poema en prosa. Su convergencia se cumple bajo una influencia, lo sé, ajena: la Música escuchada durante el concierto. Porque me parecieron que muchos de sus «modos» corresponden a las Letras, los retomo. (159)

Mallarmé confiesa, de esa forma, que retoma muchos de los modos propios de la música. No resulta extraño cuando se recuerda su filiación simbolista, y el valor que el simbolismo otorga a los aspectos musicales del lenguaje. Esa hipervaloración del sonido de las palabras anticipa, por otra parte, ciertas tendencias vanguardistas del siglo XX, como el Futurismo Ruso, que concibe la posibilidad de un lenguaje poético donde el sonido sea un universo autónomo respecto del sentido. Un lenguaje similar al de los pájaros, sostenía Klebnikov (1984), hecho música, y carente por lo tanto de cualquier tipo de significado.

Situado en esa encrucijada donde el lenguaje aspira a volverse música —tal como preconizaba la doctrina simbolista— y no un medio de comunicación, Mallarmé encuentra un ritmo no solo en la prosodia verbal, sino además en los recursos eufónicos y en los hiatos regulados —como si se tratase de puntuaciones sonoras— que sostiene una sintaxis tan expansiva como sorprendente.

Desde esa perspectiva, la sintaxis se muestra como un registro fundamental de la escritura del texto. En él parecería no haber diferencia entre el campo de lo sintáctico y el campo de lo discursivo, porque la sintaxis se expande y se despliega hasta tal punto que su dominio específico termina superponiéndose con el espacio propio del discurso impreso. ¿Y qué es lo que posibilita ese crecimiento desmesurado e inaudito de la sintaxis? La potenciación de los propios mecanismos de multiplicación que ella contiene, reproduciendo incesantemente los vínculos de subordinación y coordinación en el interior del espacio oracional.

La sintaxis de Mallarmé prueba aquello que sostiene axiomáticamente la lingüística generativa, al afirmar que una frase puede desplegarse de manera ilimitada: dado su componente semántico de base, que respeta de modo universal la estructura Sujeto/Predicado (lo que traducido al léxico transformacional debería anotarse como SN/SV), la sintaxis puede amplificarse, mediante operaciones de incrustación o coordinación, sin que haya teóricamente limitación alguna para ese proceso auto‒reproductivo.

De manera que Mallarmé parece demostrar lo que afirmará el transformacionalismo medio siglo después. Pero sin llevar a la práctica la plenitud de su teoría, porque si bien su texto se muestra como el despliegue incesante de una única oración —propósito del que era absolutamente consciente—, esa oración no se lee como una estructura completa y acabada.

Por el contrario, la sintaxis de Mallarmé se lee como una sintaxis fallida, donde las secuencias subordinadas o coordinadas respecto de la estructura oracional fundamental, e incluso subordinadas y coordinadas respecto de otras estructuras dependientes, o adjuntas en relación con esas secuencias derivadas, muchas veces no llegan a su término.

Ello se debe a una multiplicación ya no de las estructuras sintácticas, sino a procedimientos de elisión, que van suprimiendo sintagmas a nivel de las cadenas gramaticales manifiestas.

Puede decirse, en tal sentido, que la sintaxis mallarmeana es tan extensa como lacunar; tan profusa como inacabada, como si en ella también se cumpliera la dialéctica entre inscripciones y blancos de la que hablábamos anteriormente.

Julia Kristeva analizó pormenorizadamente estas características de la sintaxis mallarmeana en su libro La révolution du langage poétique. En esa obra, estudia la sintaxis de Mallarmé partiendo de un modelo lingüístico transformacional, a partir del cual concluye que en su texto se reconocen dos tipos de transformaciones sintácticas de superficie: inversiones, aposiciones y elipsis cuya estructura profunda puede reconstituirse, y encajamientos infinitos (incrustaciones o recursividades) junto con supresiones no recuperables, cuya estructura profunda no puede ser reconstituida (Kristeva, 1974:269).

Semejante tipología distingue, claramente, aquellos casos donde la estructura profunda es recuperable, de aquellos donde esa posibilidad está vedada. La aserción es tan contundente como en cierto sentido escandalosa, puesto que el segundo caso atenta contra los principios mismos del generativismo, que afirman la posibilidad de reconocer o reconstituir la estructura semántica de base en cualquier ocurrencia lingüística de superficie. Pero la teoría lingüística generativista o transformacional aspira a la exhaustividad y a la completitud del sentido, en consonancia con su epistemología racionalista y de formalización matemática, mientras que la escritura de Mallarmé parece empeñarse —como toda poesía— en poner en entredicho esa clase de axiomas.

Julia Kristeva admite, como se ha indicado, la posibilidad de encajamientos y supresiones cuya estructura profunda no puede reponerse. Ello no significa tan solo reconocer fenómenos verbales irreductibles para la teoría: significa admitir al mismo tiempo que la poesía puede provocar fracturas, quiebres, en el vasto horizonte del sentido. No pretendemos decir con esto que nos conduzca necesariamente hacia el terreno del non sense, como suele llamársele; queremos decir, más bien, que nos sustrae a la creencia en el sentido concebido como absoluto y totalidad, convicción muchas veces presente bajo el ropaje de lo verdadero, cuando no es más que una deidad a la que se venera sin que nadie lo reconozca.

De París a Paraná

Más allá de la sílaba inicial, diríase que París y Paraná prácticamente no tienen cosas en común.

Desde el punto de vista de la etnografía, de la antropología cultural, de la historia literaria, de las condiciones sociales de producción y recepción de los discursos, del desarrollo económico y de las posiciones de poder a nivel internacional, no habría demasiados rasgos que permitiesen asociarlas: son, por así decirlo, dos universos absolutamente diferentes, situados en escalas imposibles de homologar, donde lo que en una es una suerte de fastuosidad cultural de carácter imperial, en otra es minoridad, recogimiento, potencia más escasa y, sobre todo, lateralidad. Una lateralidad al cuadrado, por otra parte, puesto que esa condición la afecta en primer término respecto de la metrópolis nativa, y en segundo lugar respecto de la metrópolis francesa.

Pese a ello, lateralidad está muy cerca de litoralidad, la cualidad propia de aquello que el diccionario de la RAE define como orilla o franja de tierra al lado de los ríos: el litoral. Y si esa franja no solamente dibuja el margen de un cierto territorio al costado de un río, sino que además lo rodea, estaremos en presencia de un fenómeno físico y geográfico extraordinario, como es el de un litoral que circunda o circunscribe regiones, a la manera de una frontera natural que demarca un territorio tanto como lo protege.

Cuando ello ocurre, el litoral deviene en un cosmos propio, autónomo, autosuficiente, donde el universo todo en él se revela. Quizás no todos quienes moran ese litoral puedan percibirlo, pero si se trata de un poeta agudísimo, dotado de una sensibilidad exquisita, formado en lecturas ancestrales provenientes muchas veces de tradiciones distantes —la china, la hispánica, la francesa—, munido de un lenguaje singular en su notoria modulación musical, la epifanía de esa revelación cósmica es inmediata, tanto como una experiencia mística.

En Entre Ríos ese poeta existió, y se llamó Juan Laurentino Ortiz, públicamente conocido como Juan Ele Ortiz.

La experiencia vital y poética de Ortiz es única y singular. Cuando pudo mudarse a la metrópolis nacional para medrar con su poder cultural —triste remedo del poder imperial francés— optó por quedarse en su Entre Ríos natal, fiel a las raíces que lo ligaban con ese territorio litoraleño.

Allí Ortiz descubrió, comprendió y asumió tempranamente que ese mundo era su mundo, y que su misión en la vida, si tal cosa pudiera decirse, no era otra que poetizarlo, que cantarlo, con esa voz leve, volátil, que lo caracterizaba, transcripta en la similar levedad de su escritura poética.

Por eso, hizo del río el principal motivo de su poesía. No desde una mirada situada exclusivamente en la naturaleza, sino en el mundo del río, que es algo bien diferente. Porque ese mundo fluvial, litoral, es un cosmos que crece y se ordena a partir de la corriente acuática: está hecho de infinidad de criaturas vivientes —animales, vegetales, humanas— que padecen la crueldad de una sociedad injusta y violenta, pero en las que alienta una gracia o un soplo divino, que les confiere dignidad y plenitud ontológica.

La poesía de Ortiz es por ello piadosa y mesiánica: contempla a ese mundo no solamente como espectáculo sino también como promesa o anuncio de un porvenir redentor. No solo habla de él: habla con él, convirtiéndolo en un interlocutor amoroso, al que la palabra poética invoca y convoca, llamándolo sin principio ni fin.

De manera que esa poesía, volcada en sucesivos libros a lo largo de su vida, no parece tener otro destino que el de cantar al río, representándolo. Es, en tal sentido, literalmente monotemática. Pero monotemático no tiene acá un sentido descalificador: es, por el contrario, un calificativo que destaca la inagotable riqueza de un tema, su significación inconmensurable, dado que no encuentra límites para su despliegue. Sin embargo, ese tema único y constante reconoce distintos modos de tratamiento. En los primeros libros el río se muestra como un lugar axial, a partir del cual se despliegan el territorio físico, las poblaciones, los habitantes de ese paisaje, los cambios luminosos de las horas y los días o los cambios de clima provocado por el paso de las estaciones. Mientras que, hacia el final de la obra, cuando se publican por primera vez los dos libros finales —El Gualeguay y La Orilla que se Abisma— la poesía se vuelca por completo sobre el río que, sin dejar de ser el centro del cosmos, se convierte prácticamente si no en objeto único, al menos en el objeto que prevalece sobre todo lo otro.

Cantar el río. Si ese es el propósito fundamental de Ortiz, su poesía —por mimetismo, por contaminación de sus formas, por involuntario deseo de plegarse sobre el río como si se tratase de envolverlo— deviene asimismo fluyente y constante, y por lo mismo, continua.

El Gualeguay está compuesto por un único poema homónimo, de carácter cosmogónico, que abarca miles de versos, mientras que La Orilla que se Abisma está compuesto por treinta y siete poemas de diversa extensión, varios de los cuales superan la decena de páginas.

En un caso y en otro el discurso fluye como si buscase trascender cualquier tipo de límite. Y si El Gualeguay es un solo poema que se extiende sin solución de continuidad, los treinta y siete poemas de La Orilla que se Abisma, delimitados como tales en el interior del libro, se leen igualmente como una continuidad a la que no clausura el límite del poema, cuya forma es siempre variable, siempre irregular, siempre sustraída de las simetrías y los equilibrios propios de la poesía clásica.

No resulta indebido decir que esa fluencia irregular, que ese ímpetu variable que sostiene el transcurrir de los versos, termina leyéndose como un reflejo del río. Como un reflejo que reproduce en la página ese devenir insistente y constante, que parece milenario y eterno, al igual que el río. Que crea una ilusión óptica por la cual su corriente parece detenida e imperecedera, como si en ello se exhibiera una eternidad absoluta.

¿La poesía es también absoluta? En Ortiz parecería serlo, justamente cuando se revela como instante epifánico —ese instante irrepetible donde la poesía adviene— sustrayéndose del tiempo y del devenir, para ofrecernos una imagen fugaz —¿equívoca, aparente, certera?— donde se muestra en plenitud, aunque sea tan solo en la evanescencia de lo que no es más que un momento.

La Orilla que se Abisma

Recién cuando la Editorial de Rosario publicara la obra completa de Ortiz, bajo el título de En el aura del sauce, en los años 1970 y 1971, vio a la luz su último libro, hasta entonces inédito.

Sin representar un cambio abrupto en la orientación que su poesía había mantenido hasta entonces —en todo caso y, por el contrario, profundizándola— el libro se mostraba como un texto donde la escritura desplegaba aspectos icónicos que, probablemente, habían permanecido en estado de latencia.

Lo cierto es que ahora los poemas se exponían como auténticas construcciones visuales, plásticas, donde los versos trazaban líneas irregulares de distinta extensión, que comenzaban en distintos lugares de la página, y se hallaban rodeados por espacios en blanco con los que establecían relaciones de sentido ya que, practicando un adelgazamiento de su sustancia y su textura, parecían diluirse en el blanco al igual que una palabra agónica se hunde en el silencio.

¿Era eso una réplica de la escritura mallarmeana? No es fácil sostenerlo de manera tajante.

Es conocida la afición de Ortiz por los simbolistas, no solo franceses sino también belgas, y resulta innegable que leyó a Baudelaire y a Mallarmé. De todos modos, la reproducción del modelo escriturario que brinda Un coup de dés puede deberse tanto a una deliberada voluntad de mímesis cuanto a la apropiación de ciertos recursos compositivos propios de la cultura de la época.

Sea ello como fuese, lo cierto es que, en este libro final, Ortiz escribe de manera similar a como lo hiciera Mallarmé en su poema último. Similar es la construcción gráfica de los poemas, similar el uso de los blancos, similar incluso la sintaxis, que aquí también se expande de manera incesante, al modo de un aparato o un organismo lingüístico que estuviese auto‒reproduciéndose sin fin.

Sin embargo, en ese orden específico se encuentra una diferencia significativa: la poesía de Ortiz, en vez de caracterizarse por la fractura sintáctica, se caracteriza por la potenciación de sus articulaciones. Por ello, la linealidad del texto se pierde no por un defecto o una fractura de la sintaxis —como ocurre en Mallarmé— sino por un exceso, que permite la expansión ilimitada de la estructura oracional mediante numerosas operaciones de subordinación y coordinación.

Lo que en Un coup dés aparecía fracturado, fragmentado, acá se muestra sin solución de continuidad. Es verdad que, en el despliegue de esas articulaciones ilimitadas, muchas veces el eje de los vínculos se pierde en numerosos cursos derivados, que se desprenden de él gracias a múltiples procedimientos de incrustación (hipotaxis) o de adhesión (parataxis). Esa proliferación de lo articulatorio resulta inaprehensible en términos de escucha (percepción auditiva), y solo puede ser aprehendida por medio de la lectura (percepción visual), lo cual supone una capacidad de memoria superior a la memoria propia del registro auditivo.

Así, la poesía de Ortiz demuestra que, al igual que la poesía de Mallarmé, se trata de una composición gráfica que exige ser aprehendida visualmente. Aunque en ella la lectura no se produce de manera aleatoria sino regulada, puesto que lo que en principio se exhibe como una percepción progresiva de los signos exige luego de movimientos retroactivos, capaces de reconocer antecedentes remotos cuya memoria se ha perdido en el decurso de esa progresión.

La poesía de Ortiz reclama, de tal forma, una lectura en vaivén. No solo porque el reconocimiento de los vínculos sintácticos —donde predominan las dislocaciones a la manera de los hipérbatos— obliga a ello, sino también por su peculiar utilización de los signos de interrogación. Los versos orticianos carecen siempre del signo de pregunta inicial, y cuentan tan solo con el signo de interrogación final, lo que hace que una extensa secuencia de versos enunciados de modo afirmativo se revele, al concluir, como pregunta: ambas modalidades sintácticas terminan entonces superponiéndose, multiplicando el sentido del enunciado al sustraerlo del puro devenir lineal.

Como la de Mallarmé, la escritura de Ortiz parece empeñarse en demostrar las diferencias irreductibles que la separan de la oralidad. Si en el poeta francés ello se reconoce, por ejemplo, en la variedad de signos tipográficos y de su formato, que terminan leyéndose como un exceso escriturario que desborda todo tipo de equivalencia respecto de lo fónico, en Ortiz la irreductibilidad se revela en el uso de los signos de puntuación que, como es sabido, tampoco admiten una correlación inequívoca respecto de la voz. Esa falta de correlación supone, de todas formas, gradaciones: si las tildes pueden representar adecuadamente el carácter acentual de un fonema, y la coma o el punto la detención de la voz, los guiones, las barras, los dos puntos o los puntos suspensivos no encuentran esa posibilidad de representar inequívocamente lo oral. Son puras y simples convenciones, que podrán ser ejecutadas del modo en que cada lector quiera o pueda hacerlo.

Por ello, en los versos orticianos esa clase de signos se utilizan de forma escasamente convencional. Los puntos suspensivos no solo suceden a los versos: en ocasiones los interrumpen, como si fuesen un signo de elipsis. De igual modo, los dos puntos, utilizados habitualmente después de un vocablo, pueden aparecer después de signos suspensivos, provocando una multiplicación —espaciamiento— de esas notaciones en principio mudas: si convencionalmente representan el comienzo de una secuencia explicativa, en este caso significarían la explicitación de aquello que una elipsis ha sustraído del texto. No habría mejor forma de jugar con el nivel de lo dicho y lo no dicho, o con la presencia del silencio al lado de la palabra, según una dialéctica que evoca aquella que se lee en Mallarmé.

Así, en La Orilla que se Abisma la escritura también trastoca y disloca la linealidad, provocando con ello configuraciones gráficas que no pueden ser leídas como simple transcripción de un discurso oral. Por el contrario, al igual que en la escritura mallarmeana, el texto dibuja un objeto visual, una construcción plástica, que reclama ser vista. Un objeto que solicita ser mirado, para encontrar en su forma gráfica un sentido que excede y desborda lo literal de sus versos. ¿Un sentido quizás litoral?

Los poemas como dibujos del río

De modo evidente, el dibujo que trazan los poemas sobre el blanco de la página es un dibujo del río. Lógicamente, no se trata de un dibujo de carácter mimético, que aspire a una reproducción de corte realista de su objeto, puesto que se trata más bien de una suerte de representación diagramática del río. Conviene detenerse en esto.

Un diagrama es, según el diccionario de la RAE, una representación gráfica, generalmente esquemática, de algo. Entonces: representación gráfica sí, pero esquemática. ¿Y qué es un esquema? Acudamos nuevamente a la RAE, fuente muchas veces discutible pero al mismo tiempo inevitable para intentar establecer las acepciones posibles de un vocablo. Según ella, un esquema es una representación gráfica o simbólica de cosas materiales o inmateriales, y a la vez resumen de un escrito, discurso o teoría atendiendo solo a sus líneas o caracteres más significativos.

De manera que si tomamos ambas acepciones veremos que se puede hablar de esquema de cosas materiales —en este caso el río—, al que podríamos concebir, extendiendo su sentido hacia la otra acepción, como un dibujo que atiende a sus líneas o caracteres más significativos. De manera que, si hay esquemas de cosas materiales, ellos también pueden suponer la representación de sus rasgos distintivos. Se trataría, así, de representar las partes de un objeto respetando sus relaciones y sus proporciones formales: el diagrama sería de tal modo una especie de reproducción gráfica, y por lo mismo visual, de la estructura de ese objeto.

Se advertirá que estamos prácticamente ante la noción de ícono —o signo icónico— propuesta por Peirce. Al definir y clasificar a los íconos afirma: «Cualquier imagen material, tal como un cuadro de un pintor, es ampliamente convencional en su modo de representación; pero considerada en sí misma, sin necesidad de etiqueta o designación alguna, podría ser denominada un hipoícono» (1974:46). Y a partir de esa denominación, sostiene:

Los hipoíconos pueden ser clasificados a grandes rasgos de acuerdo con el modo de Primeridad que comparten. Aquellos que comparten cualidades simples, o Primeras Primeridades, son, imágenes; los que representan las relaciones, primordialmente diádicas, o consideradas como tales, de las partes de algo por medio de relaciones análogas entre sus propias partes, son diagramas; aquellos que representan el carácter representativo de un representamen representando un paralelismo en alguna otra cosa, son metáforas. (47)

La pulsión taxonómica que caracteriza a Peirce lo lleva en este caso a distinguir entre imágenes, diagramas y metáforas. Y de los diagramas, como citamos más arriba, que son íconos que representan las relaciones de las partes de algo por medio de relaciones análogas entre sus propias partes. Un diagrama es, de tal forma, una especie de equivalente que reproduce, de manera analógica, las relaciones de los elementos que constituyen un objeto por medio de las relaciones entre sus propios elementos.

Las categorías de Peirce, de raigambre absolutamente lógica, están en las antípodas de lo figurativo, si bien una imagen puede aproximársele. No así el diagrama, que siempre supone un modo de representación —de significación— mucho más abstracto, pero que no por ello deja de sugerir una forma en la que se reconoce lo esencial de un objeto. Eso es lo que ocurre con los poemas de La Orilla que se Abisma, cuyos versos dibujan un curso sinuoso, hecho de cauces y brazos, de ramificaciones y bifurcaciones, que bien podrían leerse como un diagrama del río trazado por su propia escritura.

Estamos, así, en un campo cercano a lo caligramático, tan bien cultivado por Apollinaire y del que dio testimonio el espantapájaros de Girondo. Es obvio que ellos buscaban el dibujo figurativo de sus objetos, lo cual no parece ser el propósito de Ortiz. Pero aun cuando no haya sido esa su finalidad, lo cierto es que las formas del río penetran su escritura, la moldean, la modulan, para desplegarse sobre el blanco de la página como esa forma análoga de la que hablaba Peirce.

Es que hay en Ortiz una fuerza escrituraria, una potencia, que lo lleva a trabajar inexorablemente con los aspectos gráficos del texto. Bien recuerda Hugo Gola, en el excelente prólogo que escribiera para la primera edición de su obra completa, que Ortiz sospechaba de los idiomas occidentales, a los que consideraba rígidos y lineales, y hechos como para dar órdenes. Y agregaba al respecto que, para él, «sólo el ideograma chino, tan próximo a la música, constituye un instrumento apto para captar los estados variables, indefinidos, contradictorios, imprecisos del sentimiento poético» (Gola, 1970:14).

La proposición es tan sorprendente como sugestiva. Está claro que el ideograma, situado también por fuera de la representación gráfica de los sonidos de una lengua —y ubicado en el campo otro de la representación icónica de las ideas o de los conceptos— era en todo caso un modelo o —si se prefiere— un ideal al que no resultaba posible alcanzar. Pero que, en tanto que tal, debía producir una atracción seguramente incontenible.

Debe ser entonces por ello que la poesía orticiana, alojada por las coordenadas espaciales y temporales de Occidente, no deja nunca de proyectarse hacia esa zona de alteridad irreductible que la confronta con sus propias particularidades, con su singularidad histórica, poniendo en entredicho su posibilidad de alcanzar lo absoluto y lo universal.

No obstante lo cual, paradójicamente, en esa imposibilidad arriba a su inconmensurable grandeza. Esa grandeza que está dada por su capacidad de trascender el dominio del logocentrismo, liberando a la letra de la sumisión al sonido, y entregándola a un despliegue que la convierte en una poesía‒otra, en una poesía muda que logra acaecer como figura visual.

Lo ajeno y (en) lo propio

La presencia de Un coup de dés como modelo textual en La Orilla que se Abisma es evidente.

Sin embargo, no podemos afirmar que esa presencia haya obedecido a un propósito deliberado por parte de Ortiz: es sabido cuánto de no intencional, de azaroso, de contingencia imprevista, supone la escritura poética.

Por ello, ante esa escritura, importan los efectos, los resultados, más allá del campo limitado de los designios autorales. Y esos efectos, o resultados, tienen en este caso la propiedad de lo sorprendente: que en una región tal alejada de París —y de Europa—, un poeta asimismo alejado de los centros nativos de su mismo país haya logrado hacer suya la escritura mallarmeana, no puede menos que sorprendernos. Por el modo en que lo hizo, y el sentido con que lo hizo.

Porque —y esto es notorio— Ortiz ni mima ni repite el texto de Mallarmé. No es un epígono empeñado en reproducir, de la mejor manera posible, algo que no le es propio ni le pertenece. Si se tratara de ello, no estaríamos en presencia de un autor verdadero, sino de un impostor, de esos que siempre abundan en los países que hablan lenguas provenientes de otros lugares, y que han sufrido un destino histórico de colonización.

En ese sentido, la escritura orticiana representa todas las complejidades, contradicciones y paradojas que supone escribir en (con) una lengua surgida en otros entornos. Porque una lengua originada en otras latitudes impone siempre tradiciones, miradas, o percepciones del mundo, que impregnan el habla de quienes la practican.

Una lengua no es tan solo un sistema de signos. Y si se dice tal cosa, debería precisarse que los signos no son simples convenciones, ya que se trata de entidades lingüísticas enraizadas en sustratos extra‒verbales, que le imprimen las características de sus formas y usos. Ello torna compleja y contradictoria la posición de los hablantes coloniales, o de quienes escriben en una lengua originada en otros contextos.

Y más contradictoria y compleja la torna cuando ese colonialismo se despliega, a lo largo de la historia, por medio de diversas sedimentaciones lingüísticas. Si en nuestra región el coloniaje cubrió en sus inicios con su magma hispánico la vida de los pueblos, en un momento posterior esa lava resultó francófona, al menos en el plano de la cultura ilustrada. Esas sucesivas capas simbólicas —en el sentido más amplio del término— inhumaron las lenguas y las culturas nativas, promovieron con sus restos un mestizaje vasallo, generaron culturas subordinadas aun en su hibridez, y produjeron individuos letrados con escasa capacidad para reconocerse distintos respecto del mundo de los colonizadores.

En el caso de Ortiz —como en el de tantos otros— su lengua congrega todas esas napas simbólicas extranjeras. Pero una lengua puede utilizarse de distintas maneras, puesto que sus signos no solo representan cosas, sino que, al hacerlo, ponen de manifiesto miradas, valoraciones, convenciones sociales, que constituyen sus raíces auténticas.

Ello significa que, en contextos sometidos por una expansión colonialista, la presencia de las lenguas coloniales se enfrenta con el disloque que se produce entre los signos y el habla, porque ahora las raigambres son otras, lo sepan o no los hablantes y los escribas que habitan los territorios colonizados.

Para algunos, ello no representará conflicto ni problema, en la medida en que no aspiren a decir cosas diferentes de las que dice la lengua imperial. Sí lo representará, en cambio, para aquellos que pretendan hablar de sus propias raíces, por medio de esa lengua heredada e impuesta.

Cuando ello ocurre, se trata de decir y escribir desprendiéndose de esa cosmovisión original que toda lengua supone, para asumir una perspectiva autónoma y consustancial, aun dentro del marco lingüístico heredado. Dicha tarea no resulta sencilla ni fácil, puesto que supone expurgar lo extraverbal que nutrió hasta entonces al lenguaje, y convertirlo en un instrumento expresivo de nuevas raigambres.

Ortiz fue uno de los tantos autores en lengua española que pudo lograrlo, adecuando sus palabras al entorno que les daba vida. Por ello, supo construir una lengua que integraba vocablos propios de su región, referidos a seres locales del reino vegetal, animal y humano.

Esa lengua poseía toda una onomástica y toda una toponimia; un léxico y un discurso compuesto por diversos registros que abarcaban desde arcaísmos españoles hasta expresiones propias de los hombres isleños, absorbiendo asimismo términos que provenían de distintos orbes lingüísticos: el de otros idiomas europeos, desde ya, pero también el de las lenguas nativas, aborígenes, como la de los pueblos guaraníes.

El lenguaje de Ortiz fue, desde esa perspectiva, ciertamente políglota. Habló numerosas lenguas, más o menos cercanas o más o menos lejanas, y aunque no llegó a hablar los idiomas de Oriente, los concebía como un modelo a seguir.

Por lo mismo, habló distintas lenguas poéticas, que son siempre una lengua común transmutada en el habla singular de un autor. Habló, así, la lengua de Rilke, la de Cummings, la de Keats, la de Maeterlinck.

Y habló, asimismo, la lengua de Mallarmé, que fue en su instancia final una lengua gráfica, y asimismo muda, que debía leerse —mirarse— en vez de decirse.

Con esa lengua visual, Ortiz compuso su último libro. Al igual que Mallarmé, lo trazó como dibujo, como ícono, incluso como diagrama, para representar figuradamente al río.

Pero no escribió lo mismo, ni compuso lo mismo. Su propósito poético, aquel que lo llevaba a cantar un universo irreductible respecto del universo del poeta francés, le hizo escribir con esa lengua otra cosa: las formas del río donde, para él, se revelaba el mundo.

Se apropió de esa lengua, entonces, pero no para decir algo idéntico. Lo hizo, por el contrario, para cantar ese universo litoral que en su letra devendría en su obra mayor, haciendo de las lenguas otras —de todas— el singular instrumento de su voz genuina.

Por eso pudo lograr algo extraordinario, que traza en la región los caminos hacia una literatura nativa: utilizar las lenguas que instauraron las potencias imperiales, para significar con ellas las representaciones, los símbolos, la imaginería, en las que un mundo propio y situado —e históricamente acallado— clama por poder decirse.

Referencias bibliográficas

Barthes, R. (1987). El susurro del lenguaje. Paidós Comunicación.

Gola, H. (1970). En el aura del sauce I («Prólogo»). Biblioteca.

Mallarmé, S. (1982). Un coup de dés, en Stéphane Mallarmé, Poesía (Edición Bilingüe). Plaza & Janes. Traducción de Corvea, F.

Klebnikov, V. (1984).Antología poética y estudios críticos. Laia.

Kristeva, J. (1974). La révolution du langage poétique. Du Seuil.

Ortiz, J.L. (1971). La Orilla que se Abisma, en En el aura del sauce III. Biblioteca.

Peirce, Ch. S. (1974). La Ciencia de la Semiótica. Nueva Visión.

Información adicional

Para citar este artículo: Retamoso, R. (2022). La poesía como espacio y visión. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0085 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0085



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