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Fon/ética
Phon/etics
El taco en la brea, vol. 10, núm. 16, 2022
Universidad Nacional del Litoral

Dossier

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 10, núm. 16, 2022

Recepción: 21 Marzo 2022

Aprobación: 01 Julio 2022


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Para citar este artículo: Milone, G. (2022). Fon/ética. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0083 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0083

Resumen: En este trabajo buscamos estudiar una zona de la escritura de Juan L. Ortiz donde los sonidos evidencian —de la ética al ethos— un modo y un uso singular. Lo haremos desde una ocurrencia: una fon/ética que busca pensar en la escritura de Juan L. Ortiz la pertenencia de la voz poética a lo que el poeta llama «la voz de afuera». Veremos cómo este movimiento hace temblar la función asertiva del lenguaje, en la puesta en interrogación continua de la lengua. Allí postularemos una lingüística orticiana singular, la cual parte de una experiencia de resonancia y abre la posibilidad de una fon/ética para un ethos sonoro extendido.

Palabras clave: Juan L, voz , fonética , ética , resonancia.

Abstract: This work studies the sounds in the writing of Juan L. Ortiz. The proposal of a phon/ethic is the hypothesis that guides this study. A specific question is analyzed: the belonging of the poetic voice to what the poet calls «the voice from outside». Suspension of the assertive function of language and continuous questioning will be studied. A specific linguistics will be postulated in the resonance experience of Ortiz´s poetry.

Keywords: Juan L, voice , phonetics , ethics , resonance.



¿Qué podría yo deciros que provoque vuestro interés?
Juan L. Ortiz, «En la Peña Vértice»

Ética es la manera que no nos sucede, ni nos funda, sino que nos genera.
Y este ser generado de la propia manera es la única felicidad verdaderamente posible.
Giorgio Agamben, La comunidad que viene.

¿Un ethos de los sonidos? ¿Decir eso provocaría, aún hoy, nuestro interés? Miro la obra de Juan L. Ortiz así como observa el río Paraná alguien que viene de los arroyos de las sierras: como un todo imposible y a veces, también, desesperante. Hay que inventar para saber, lo sugiere Didi-Huberman (2004:17). Ahora, nosotras, acá, quisiéramos decir: hay que inventar para (volver a) escuchar.1 Y abrir un curso, una zona, un pequeño espacio donde todavía poder escribir una lectura, una más. Pero ¿para qué? En la (in)utilidad de los usos, en la potencia de su circulación, está el ethos, eso lo decía Agamben (1996). Quisiera empezar, entonces, donde una vez dejé mi lectura (cf. Milone, 2018): en la propuesta de una fon/ética que, desde la lectura de Juan L. Ortiz, Oscar del Barco desplegaba en su ensayo Juan L. Ortiz. Poesía y ética. Desde aquí, quisiera sugerir una zona sonora de la poesía donde la materia fónica del poema responde en concomitancia a una experiencia singular: la pertenencia de la voz poética a lo que Ortiz llama «la voz de afuera». No agregarle voz a la voz, no superponerse, decir sin estridencias: la fon/ética modula la plasticidad sonora de la poesía como una apuesta por la justeza de la resonancia. Esa será nuestra idea, o una suerte de idea, que Ortiz quizá llamaría de «coherencia lírica» (en su conferencia «En la Peña Vértice», Ortiz, 2020 II:259) y que nosotras agregaremos que, sí, es una idea pero de cierta «ética de la voz» (para decirlo con Agamben, 2004): un lugar donde la voz resuena, se siente parte de un exceso siempre titilante y aun así responde, pero no sin hacer temblar la función asertiva del lenguaje. En suma: con la lengua puesta en continuo estado de interrogación y resonancia, se puede leer en esta escritura la postulación de una lingüística otra, singular, oscilante entre la mímesis de los sonidos y la convención de los nombres.2

Retomar y abrir las ideas, entonces, pero para volverlas a poner frente «al riesgo de una ficción» (otra vez, Didi-Huberman, 2010:27): con fon/ética lo que se quiere es marcar una zona imaginaria donde los sonidos evidencian —de la ética al ethos— un modo y un uso singular. Esta ocurrencia de la fon/ética busca no situarse en la especificidad de la disciplina de la lingüística que estudia la articulación de los sonidos del lenguaje como tampoco en la disciplina de la filosofía que dirime comportamientos morales. Solo se trata de marcar una mínima intervención: trazar una barra porosa3 en las raíces que se cruzan entre fon y ética (en la confusión etimológica de ethos y de ikos, ambos asociados por homofonía en −ético) y hacerlo con un propósito: abrir un intersticio para entender (escuchar) el umbral que se configura entre la singularidad de una voz poética y el común de una voz de afuera a la que se reconoce pertenecer. Se trata de un umbral donde esta escritura poética problematizará el habitar «literalmente» los sonidos en su extensión y en su resonancia.4 En consecuencia, cabe entonces reiterar que no se hablará aquí directamente de ninguna de las dos disciplinas superpuestas (la fonética, la ética), sino que se buscará aprovechar la imbricación para pensar cómo lo sonoro en la escritura de Juan L. Ortiz es una materialidad en continua res−puesta: una res —una cosa. puesta en resonancia común para responder a lo que Ortiz llama «el imperativo ético» (2020 II:265) de alivianar la lengua.

Pero ¿por qué, de dónde surge ese imperativo? Es algo que deberemos pensar y quizá no alcancemos a responder. Lo cierto es que esta pregunta no puede agotarse en el listado de determinados recursos retóricos, como por ejemplo y sobre todo: las aliteraciones y los valores mimofónicos (para decirlo con Genette, cf. 1976) de determinadas vocales y consonantes de la lengua. Esto ha sido estudiado, por ejemplo, por Marilyn Contardi (2020a:7) que lo postula con relación a lo que llama «la voz fuera del tiempo» en el texto «Liminar» (que abre el Volumen II titulado «Hojillas» de la última edición de la Obra Completa), como así también en su estudio «Sobre El Gualeguay», incluido en el Tomo II, en la sección «Lecturas» (Contardi, 2020b:666). Del mismo modo, hay que nombrar en esta línea de estudio y análisis el indispensable texto de García Helder (2020): «Juan L. Ortiz: un léxico, un sistema, una clave» (en la misma sección «Lecturas» del Tomo II). Ahora bien, en este campo extendido de los estudios generales sobre lo sonoro en Ortiz: ¿acaso está todo dicho?, ¿están todos los caminos trazados? Eso parece. Muchos amigos, pocas amigas (las nombro: Marilyn, María Teresa, Juana, Tamara, Olvido) han trazado un mapa minucioso de esta poética. No obstante, hay que retomar lo que resuena, eso que Saer (en su texto titulado «Juan», incluido en el Tomo II) decía: en la poesía de Ortiz asistimos no solo a un trabajo estilístico sino también a una «moral» (Saer, 2020:661). Y agregar lo que García Valdés sostiene en su texto «Imprecación y plegaria» (el «Liminar» del Tomo I de la Obra Completa): la lengua de esta poesía es de una «extraña materialidad» hecha de ensimismamiento, falta de asertividad, suspensión del pensamiento (García Valdés, 2020:7). Además de retomar estas ideas, me gustaría que acompañen esta lectura (lectura que necesita alivianarse, al menos un poco, de referencias críticas no solo para que pueda emerger sino fundamentalmente también para poder —a lo Barthes— hacerle justicia a la justeza de una lengua poética que se despoja de toda certeza asertiva) algunas voces acaso marginales. Convoco el ya mencionado libro que Oscar del Barco dedica a la escritura de Ortiz (editado en Córdoba por la editorial Alción en 1996) en la especificidad de preguntas que proceden de lecturas filosóficas concretas.5 De este estudio, aquí se tomarán entonces las ideas que esboza entorno al «peso fónico» de la escritura poética, esto es: a la ecualización, balance o equilibro que los sonidos de la lengua poética deben calibrar para escribir en la intemperie sin fin; y que en estas páginas se buscará a su vez leer en la respuesta a determinado modo de habitar esa resonancia de la voz de afuera que se experimenta siempre como pertenencia, nunca como propiedad. La propuesta de la fon/ética se sitúa, entonces, en ese juego de apertura de la voz en pertenencia a un exceso sonoro que debe, sin embargo, ser moldeado materialmente en la escritura poética. Y aquí tres voces amigas dictarán, a su vez, algunas otras nociones, figuras, preguntas: Marie Colmont, en traducción del propio Juan L. Ortiz; Beatriz Vallejos, en ocasión de unas conferencias donde nombra al «Patriarca» Ortiz; y Diana Bellessi, pensando justamente la pequeñez de una voz (la de la poesía) que a su vez es la voz del mundo.

Aunque ya ha sido dicho, cabe aclarar que esta cuestión de una «ética de la voz» —con toda su indeterminación— proviene de «Experimentum linguae» de Giorgio Agamben (cf. 2004), ahí donde el filósofo italiano declara que toda su reflexión sobre la voz humana habría formado parte de un proyecto de obra nunca escrita que se habría llamado «Ética, o sobre la voz». Ojalá el enigma de esta mención se vaya abriendo para nosotras que apenas tenemos una idea, surgida de la lectura de la poesía de Ortiz: la idea de que la voz pesa y que el trabajo de alivianarla responde a la experiencia de una pertenencia resonante con esa voz de afuera, resonancia que no solo se expone o construye retóricamente como un paisaje sonoro sino que también se trabaja para habitarla como una comunidad extendida de la voz.

Agamben sostiene que «la manera en que pasa del común al propio y de lo propio a lo común se llama uso, o también ethos» (1996:19). Tomo esta cita (deliberadamente extraída de un planteo mayor del que no podré aquí dar cuenta) para intentar avanzar en la propuesta de la fon/ética en la escritura de Juan L. Ortiz, especialmente en lo que ya se adelantó respecto de su afirmación de la existencia de una voz de afuera. Ortiz menciona esta idea en conversación con Tamara Kamenszain y afirma lo siguiente: «nosotros creemos que el ritmo, “la voz”, es totalmente nuestra, pero resulta que también es de afuera. Y nuestra seguridad está dependiendo de ese ritmo. Si los señores universitarios se dieran cuenta de eso...» (Ortiz, 2008:45). Es importante subrayar ese «también» de la cita de Ortiz, porque se avizora como una clave que permite pensar la necesidad del responder a esa pertenencia que se sabe excesiva. Si nuestra voz también es la voz de afuera, esa vibración resonante que producen las materias desarticula dos posibles experiencias: por un lado, coarta la mera contemplación mística, en la pretensión de una mudez (mística, etimológicamente, es hablar con la boca cerrada) que expone la saturación denegativa; por otro lado, inhabilita una descripción (pretendidamente) objetiva en la medida en que —en la frontera de lo sonoro— se abre otro tipo de enunciación: la interrogación en continuidad. En el cómo habitar ese exceso de la voz en la voz, se cifra la interrogación continua, el fluir de la pregunta que en la escritura poética de Ortiz llega a desbaratar el paradigma de la aserción del lenguaje (para decirlo con Barthes, cf. 2005). Ya lo sabemos: en Ortiz, la lengua y sus sonidos se vuelven todo interrogación y ese tono —o mejor: esa tonalidad— se impregna en la materia fónica y nos obliga a aprender a pronunciar todo de nuevo, a poner nuestras bocas en constante tensión interrogativa, así como decía Nancy (cf. 2013) que la poesía está en acto: como un animal agazapado, como un resorte en compresión.

La presión que la interrogación constante le hace a los sonidos de la lengua orticiana parece estar dada en la extensión de los versos que surcan la página en un tipo de pregunta singular: como no presenta indicios de su inicio, por la clásica ausencia del signo ortográfico de interrogación inicial, paradójicamente por eso parece no tener fin. Si saber dónde comienza la pregunta, el signo final obliga a leer todo de nuevo, a recomenzar, a tensionar la lengua en la tonalidad de la interrogación. Esto conduce menos a la debilitación de la voz que a la asunción plena de la resonancia de los sonidos y de las voces, ahí donde —en palabras de Agamben— «algo como un ethos y una comunidad se vuelven posibles» (2004:221). En la puesta en interrogación continua de la lengua es posible postular una lingüística singular, en la medida en que este modo de concebir la lengua (desviada de la aserción) hace temblar toda función nominativa del lenguaje (ya sea por imitación, ya sea por convención). Poner toda la lengua a inter−rogar será pues un gesto que pide ser pensado en una dimensión mayor, ahí donde la fon/ética se emplaza en una lingüística otra: el común de una lengua se abre a la continua oscilación de la interrogación en una red sonora comunitaria donde la materia fónica se abre a una ética de la respuesta.6

En este sentido, es interesante traer a esta escena una idea de Marie Colmont, perteneciente a su texto «Vivaques» y en traducción del propio Ortiz: «No hablemos; ¿para qué agregar una voz humana a este concierto? Todo cruje, todo chirría, todo se mueve bajo las hojas (...) Y nosotros vamos, atentos, en pleno acuerdo con todos nuestros sentidos con esta vida sorda» (Colmont, 2015:27). La cuestión aquí no es el problema de (la posibilidad de) lo decible sino el cuidado de no agregar sonido a lo sonoro, ya que la vida en la naturaleza no es muda ni inarticulada, sino que abre un mundo sonoro singular que acusa la insuficiencia de las clasificaciones. Se trata de una voz otra, de afuera y también nuestra, que pide una fon/ética específica: que sepa calibrar la voz de manera tal que resuene su pertenencia sin estridencias. Acaso algo de esto podemos leer en el poema «Lluvia» (Ortiz, 2020 I:77), poema donde se reconoce una «voz del agua» en la que es necesario suspenderse, dormirse, abandonarse. Esa «voz querida», una voz «que cierra el mundo», es la que vibra en una boca que se abre a la resonancia. Toda esta escena pareciera que podría ser oída también como un caso de voz media (eso que Barthes —1994:31—) rescataba para pensar el ejercicio de escribir): ni totalmente activa ni absolutamente pasiva, esta fon/ética pone la voz en la voz, y lo hace en un estado de sus−pensión: pende pasivamente de la pertenencia y su sonido activamente puede ser una resonancia hecha de pura boca abierta (así como suenan las vocales: sin aparente articulación fónica).

De este modo, la escena de la escucha resonante se amplifica, la pertenencia de las voces se condensa, la lengua inter−rogada se abre y se tensa (se tonsura, podría decirse en trilceano).7 Vallejos, Beatriz, la voz poética que quizá ecualiza con mayor afinidad y afinación la lengua orticiana, tiene una pregunta para sumar a este concierto de incertezas: «¿quién no escucha esa voz secreta que murmura en las ramas?» (Vallejos, 2012:285). Para no detener el río interrogante, podríamos preguntamos también nosotras: ¿de quién es esa voz secreta? Y más aún: ¿de dónde proviene la continua tentación de pensar en la propiedad de la voz? Estas cuestiones sin dudas se amplifican en un poema como «Sobre los montes» (Ortiz, 2020 I:118−119) donde se escenifica la escucha de un canto, un canto que se nombra en singular pero que condensa una pluralidad sonora formidable: todo canta, monte, aire, cielo, ríos, árboles, agua, pájaros, flores (y aquí es interesante también leer el poema «En la noche un ruido de agua» (138) donde se introduce la diferenciación entre ruido y canto: no es ruido el del agua, es un canto que pide ser escuchado; un verso dice: «¿Ruido? Escuchad el canto»).

Todos estos sonidos arman un concierto que «concierta el paisaje» (119): lo que parece nombrar esa certidumbre sonora no es una supuesta certeza de lo decible sino la extensión de una determinada red fon/ética8 que se teje entre todas estas «vidas secretas». Es una escena que vemos reiterarse, por caso, en «La noche en el arroyo» (208): aquí, se responde a la «voz innumerable y tenue» de las orillas, no sin antes pasar por la pregunta que, aunque se sepa que no se debe agregar voz a lo sonoro, aun así no puede dejar de formular: «De qué es la voz de la noche?». Lo concertado de esta escucha no deja de exponer la resonancia múltiple de esa voz de afuera que se concibe como noche, agua, flor, orilla, temblor. El canto pide canto: «Cantemos, cantemos» (265) es el poema de este eco sonoro que suena como voces en canon que cantan en concierto con los animales y las cosas. Es una escena quizá de «habla franciscana», como dice Ortiz en el poema «A la orilla del arroyo» (325), un habla extendida que procede por fon/ética: sin la arrogancia de supuestos préstamos de voz, pero tampoco sin la ingenuidad de la postulación de una suerte de panlengua en la que todos los seres —humanos y no humanos— se comunicarían. ¿Hay contradicciones? Sin dudas. Y también hay contracciones, estremecimientos de una voz cuya interrogación se vuelve por momentos espasmódica. Quizá este sea el caso del poema «¿Qué quiere decir?» (292−293), donde todo se vuelve signo que parece pedir una referencia (o mejor, una remisión), obturándose por momentos la experiencia de la resonancia. Aquí hay un «desconcierto sin nombre», y la intención de significar se impone como urgencia, acaso también como imposibilidad. Porque en esta escena el concierto de la voz de afuera parece retraerse hacia la tensión del sufrimiento humano, ese anochecer en el que se sabe cuáles son las existencias que quedan del lado oscuro del dolor. Quizá a esto también se refiera el poema «Ah, amigos, habláis de rima...», donde aparece mencionada la intemperie sin fin en la que resuenan «llamados sin fin» (432).

Ahora bien, el imperativo ético del que hablaba Ortiz y que nosotras acá proponemos pensar en el umbral de una fon/ética, no solo tiene la exigencia de no agregarle voz a la voz, sino también de preparar el instrumento de ecualización para una escucha especial. En el poema «Y déjanos pasar...» (138) se habla de la necesidad de un oído que no solo sea sutil, sino que además se muestre sereno: habría entonces que calibrar ese instrumento, así como se templa una cuerda, poniéndola en una tensión sonora justa para lo que el poema llama «la resonancia profunda». Podría decirse que esta es la tarea de la «pequeña voz del mundo» que Diana Bellessi (cf. 2011) postula como la voz específica de la poesía, esa voz que sería la voz del mundo en la voz del poema, pero no sin antes ser toda escucha. Esa voz que «el poeta cree su voz» no le pertenece, sino que «vuelve a casa, al cauce profundo del río donde la voz del mundo canta» (Bellessi, 2011:14). Esa voz tiembla y hace temblar, canta y hace cantar; y así, en la tarea de prepararse no solo para cantar sino también para escuchar, la resonancia de la voz de afuera o voz del mundo nos pertenece con la misma intensidad con la que nos hace pertenecer.

Saberse parte, sin agregar voz. Insistamos: qué si no una fon/ética podría responder a esa exigencia. Para avanzar sobre este punto, recordemos la consideración del peso fónico de las palabras que del Barco observa en Ortiz:

Se trata de puntos fónicos cargados que existen en y por su pertenencia al acto poético. Estos puntos no deben considerarse de ninguna manera como si fueran puntos ontológicos originales que a posteriori se armarían en una forma, sino que la forma y los puntos se copertenecen. Habría que pensar más bien en un conjunto que se brinda como una gracia. (2015:10−11)

Del Barco sostiene que no habría una ontología previa para esos «puntos fónicos»; y que la gracia que acontece en la experiencia poética no solo que no es ajena sino que es co−perteneciente a la materia fónica en la que se da: no hay nada previo a las palabras del poema. En una suerte de balanza donde se calibra el peso fónico de la voz, la escritura poética orticiana puede dar cuenta de otro rasgo de su lingüística singular que entiende la lengua en un entre la mimología y la convención. Ni mera imitación ni pura convención, la lingüística orticiana se actualiza en el acto de escritura, pero no hace de la letra un mero terreno fértil de onomatopeyas, imitaciones verbales y/o simbolismos oblicuos (el ejemplo por antonomasia de este simbolismo sería la aliteración de la /l/ como mimofonía de lo líquido)9 como tampoco deja sin discutir la mera convención que organiza los sonidos en una determinada fonematicidad de la lengua. La lingüística orticiana parte de una experiencia de resonancia sonora, una red de sonidos en concomitancia, y abre la posibilidad de una fon/ética para un ethos sonoro extendido. La pregunta no será solo cómo escuchar y hacer resonar esos signos sonoros indescifrables de la voz de afuera sino sobre todo cómo compartir la escucha, cómo habitarla, cómo hacer de la lengua un elemento sólido que, aun así, flote. Una materialidad sonora extraña es la que aquí se cifra, una escritura que nos invita a pensar en una poética, sí, pero sobre todo en una lingüística, en un modo de concebir la lengua en un enclave de la voz: la voz poética está inserta o emplazada en la voz de afuera, ese territorio con el que comparte la dimensión sonora pero que se sabe otra en su pequeñez, sus posibilidades articulatorias y su potencia fónica.10

Quizá sea ese el motivo por el cual el uso del (adverbio de) modo «literalmente» va incrementándose en esta escritura, logrando aparecer con más insistencia en el último libro, La orilla que se abisma.11 ¿A qué responde esta necesidad de aclarar el modo adverbial a la letra en el que se está enunciando? ¿Es un modo —un uso— que funciona como la carta robada, vale decir, que esconde lo que está indefectiblemente expuesto y/o viceversa? ¿O también, en consonancia, cabría leerlo como una lítote, vale decir, como esa figura que va negando lo que en realidad afirma y/o viceversa? ¿O incluso cabría pensar en ese «literalmente» un uso pleonástico donde la letra a la letra marca su redundancia como un grado cero de la predicación? Reformulemos, insistamos: ¿qué necesidad fon/ética tiene el uso o la manera de «literalmente»? En esa voz de afuera, en esa intemperie, el lenguaje se abre hacia una zona que no parece ser de no−significación o de falta de sentido, sino de una dimensión que expone la resonancia del canto y así pide la afinación tanto de la voz cuanto del oído: a la voz, para que sepa responder —sin apropiación— a la pertenencia de la voz de afuera; al oído, para que sepa templarse en la serenidad vibrante de su escucha. De este modo, la lingüística orticiana parece dejar los signos a la intemperie insistiendo en la literalidad y así lograr que la lengua inter−rogativa oscile, se abisme de orilla a orilla y no por eso pierda la ecualización fon/ética que la resonancia profunda pide.

Puede decirse entonces que en esta fon/ética se abre una forma de vida otra: hay con−fluencia, cuerdas de voces que suenan al unísono y a la letra. Podríamos usar todas las palabras de todos los idiomas para intentar decir que la poesía no se agota en lo dicho ni la ética se cumple en sus enunciados; y aun así, cada vez que hacemos la experiencia de leer la poesía orticiana, el lenguaje tiembla y todos los signos emergen para responder a la comunidad extendida de la voz.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 Usar el «nosotras» no solo responde a motivos propios de políticas lingüísticas, ya que en este caso también refiere a una situación específica: saberme acompañada de una interlocutora invaluable, Franca Maccioni, a quien agradezco mucho su escucha y su lectura y de quien recomiendo sus artículos sobre la poética de Juan L. Ortiz en el marco de su trabajo actual sobre configuraciones estético−políticas del río Paraná.
2 Hacer un corpus es un gesto, o quisiera que acá lo sea, no de procedimiento estrictamente metodológico, salvo que por método siempre entendamos aquello que Barthes manifestaba en el inicio de Cómo vivir juntos: que si aceptaba hablar de método solo lo haría en términos de ficción, a lo Mallarmé, esto es, como lenguaje que se refleja en el lenguaje (Barthes, 2005:45). Entonces sí: configurar un corpus es un gesto ficcional, o sea: que moldea una materia, imagina sus rasgos, proyecta sus figuras. Para saber hay que imaginar, repitamos el leitmotiv didi-hubermaniano; y lo hagamos para proponer un corpus, uno posible entre tantos otros, de la obra poética de Ortiz para leer las insistencias que estas páginas expondrán. Lo consigno en esta nota al pie del texto (casi como una primera orilla que se ondula) no porque responda a algún preconcepto de marginalidad o de futilidad del corpus, sino porque hacer que el corpus habite este margen es un modo también de responder a la urgencia de la declaración de los materiales, decir su contingencia y dar cuenta de la singularidad de quien lo configura. Podrían ser otros poemas los elegidos, sí. Podría no haber selección de poemas, también. Podría la selección estar guiada por otro tipo de propósito, claramente. Incluso más: el corpus podría estar declarado en el cuerpo del texto. El gesto de mostrarlo aquí no quisiera pasar por ningún tipo de bizantinismo o desconocimiento de las convenciones sino, antes bien, asumir el lugar de la singularidad (¿insularidad, a veces, también?) en lo que llamamos investigar. Es por lo antes dicho que a continuación se listarán los poemas que han suscitado esta lectura y no otra (en cada caso, se consignan con los números de página correspondientes al volumen I de la Obra completa editada en 2020): «Lluvia» (El agua y la noche:77); «Sobre los montes...» (El alba sube...:118−119); «Y déjanos pasar...» (El ángel inclinado:138); «En la noche un ruido de agua...» (La rama hacia el este:151); «La noche en el arroyo» (El álamo y el viento:208); «Cantemos, cantemos» (El aire conmovido:265); «¿Qué quiere decir?» (La mano infinita:292−293); «A la orilla del arroyo» (La brisa profunda:324−325); «Ella» (El alma y las colinas:385); «Ah, mis amigos, habláis de rimas...» (De las raíces y del cielo:431−432); «Toda la dulzura del mundo» (El junco y la corriente:475−476); «Me dijiste:» (La orilla que se abisma:704−708). El armado responde a un poema por libro, pero salteando El Gualeguay, gran salto que se hace menos aquí por voluntad de exclusión que por experiencia de abismo en su lectura. Con todo (y aunque quizá finalmente no se citen todos estos poemas) mostrar este armado no busca ser eficaz (¡como si fuera posible seguir los meandros de un río!) sino solo exponer la materia poética orticiana desde, con y hacia la cual estas páginas intentarán armar su ficción fon/ética. Por último, en ejercicio de la mayor con/sonancia posible, hice una lectura continuada de los poemas elegidos para quien guste oír. Esa puesta en voz, noción que todas aprendimos de Ana Porrúa, es tan indispensable para mi trabajo como la escritura y el desarrollo de las ideas: https://drive.google.com/file/d/1pia2SxPH9OdAKneUlEzR0gtOgnow-lDe/view?usp=sharing
3 Menos como marca remanida de cierto gesto deconstruccionista que solicitaría la gramática toda (gesto del que quizá será mejor ya prescindir), trazar una barra en fon/ética quisiera aquí, más bien, evocar la barra porosa barthesiana, sí, pero también la barra de intervención libertelliana: la barra del signo, la barra del bar, la barra que adjunta y separa (y/o) pero no sin exponer el trazado de un umbral.
4 «Literalmente» será un adverbio que veremos aparecer con frecuencia, no sin asombro para esta lectura, hacia el final de la escritura de Ortiz, especialmente en último libro La orilla que se abisma. Volveremos sobre ello más adelante.
5 Este libro es pocas veces citado, o es citado desde críticas que parecen tergiversar su propósito y le piden lo que no se ha propuesto hacer en nombre de cierta corrección interpretativa. Me refiero específicamente a la crítica que realiza Páez (2013:26 y 27), quien lee en el trabajo de Del Barco una paráfrasis de los poemas, no sin manifestar lo que considera «errores», «cuestiones inaceptables» y «equívocos», todo realizado desde un sistema de valoración específico (sistema que opera desde un modo similar a «lo verosímil crítico» que Barthes (1972:8) exponía en Crítica y verdad: en pos de una serie de valores críticos —que sobre todo critican lo que valoran como desconocimiento, generalización o descontextualización del objeto de lectura— buscan desmantelar e invalidar una determinada escritura de una lectura). Más allá del ejemplo que traemos, y con la única intención de seguir pensado cómo habilitar e inventar modos singulares de leer, creemos que este tipo de críticas equivocan la exigencia que se le pide a un trabajo, mucho más cuando en la especificidad del texto de Del Barco tanto su propósito cuanto su modo de leer son expuestos y desarrollados largamente. En el artículo previo que retomo en esta ocasión para continuar mi lectura (cf. Milone, 2018) expuse lo que entiendo es la operación delbarqueana de lectura de Ortiz, operación que asume que «la poesía no se comprende, a la poesía se accede, no para comprender sino para salir de la compresión» (del Barco, 2008:195). En este sentido, esta lectura procede desde la idea inicial de que la poesía no pide análisis o método de interpretación sino entrega y abandono. Se puede no estar de acuerdo con este modo, ciertamente; pero pedirle que haga algo que no se propone es, al menos, extraño. Del Barco abiertamente propone y realiza una lectura que combina una reflexión de corte filosófica vinculada a la gelanssenheit heideggeriana (serenidad del pensamiento ante el poema) con otra de corte ético del otro modo que ser levinasiano (que asume la suspensión de la propiedad del lenguaje y la razón ante ese «algo» que acontece en y por la poesía). Con la premisa de «dejar ser» al poema, justamente lo que se evita es la posibilidad (o, incluso, la exigencia) de una interpretación correcta; y se habilita una lectura que se reconoce falible y aproximativa.
6 Continuaremos indagando esta cuestión con algunas ideas de Virno (2013), sobre todo cuando sostiene que quien pregunta adquiere una actitud de espera ligada al estado de indeterminación en el que se encuentra el sentido en los enunciados interrogativos.
7 La referencia es al poema XXV de Trilce: «Y la más aguda tiplisonancia/ se tonsura» (Vallejo, 2007:45). Es por demás interesante la vinculación que puede establecerse entre Vallejo y Ortiz. Alzari (2009) ha dado unas pistas para pensar esta relación, no sin mencionar la «fonética personalísima» del poeta entrerriano.
8 Una «red melódica» se menciona en varias ocasiones, específicamente en el poema «En la noche un ruido de agua» de la selección aquí propuesta (Ortiz, 2020 I:151).
9 ¿Cuánto habremos de remarcar la importancia de la ele en esta inconmensurabilidad que es la poesía de Ortiz? Por un lado, está la ele tomada como fonema /l/ en el análisis de sus valores expresivos de «sugerentes resonancias» (Contardi en Ortiz, 2020 II:11) y «sonoridades cristalinas» (Helder en Ortiz, 2020 II:700); por otro, está la ele tomada por la inicial del nombre no pronunciado más que en su letra inaugural, movimiento que (según Santiago Perednik, 1997:58) da cuerpo al mito: Juanele. Según Perednik, nadie nombraba así al poeta en Entre Ríos, sino con un «Juan Ortiz» a secas. Y pienso que no decimos lo que decimos en vano ni quizá todas las metáforas estén muertas para siempre: digo Juan−Ortiz−a−secas y pienso en dónde quedaría lo líquido de la ele. Incluso más: si acaso es posible imaginar una sequedad orticiana. Sin lo líquido, sin Juanele, ¿qué queda? En mi caja de herramientas está el inconfesable «control f» y la búsqueda de la palabra «líquido» (así: adjetivo, masculino) arroja solo algunas pocas menciones en toda la obra, por ejemplo: en el poema «El silencio del otoño» del libro El álamo y el viento, donde se menciona «un más allá líquido sumergible»; también en el poema «Sentí de pronto» del mismo libro, cuando dice: «hacia un celeste que es apenas líquido»; o en el texto «El vagabundo» de Los amiguitos donde menciona un «azul líquido». Las escasas menciones literales me conducen a pensar lo líquido literal como mayormente lateral, o sea, confirmando la doble vía de la ele: como un valor mimofónico dado a una letra y como un aura mágica dada a una figura. Acaso importe menos la sustracción (imposible) de lo líquido (toda la poesía orticiana rebalsa de ríos) que la imaginación de su falta literal: ahí hay algo (¿un remanso?, ¿un vórtice?) para seguir pensando.
10 Quién sabe si aquí toda esta idea de una lingüística específica orticiana no estaría funcionando al modo en como Saussure veía sus famosos anagramas: con una «preocupación fónica» de la que no podía ahorrarse la duda de si se trataba de una fuerza inmensa o de un vacío engañoso. «¿La materialidad del hecho puede ser atribuida al azar?» (Saussure en Starobinski, 1996:113): esta pregunta cifra toda la potencia de una idea. En este campo fónico, Saussure se debatía entre una suerte de fe y la probabilidad del conjunto. Nosotras nos identificamos con este gesto de insistencia en la lectura y de intensidad interpretativa. Es a ese gesto que responde claramente la selección de poemas realizada. La propuesta de que cada poema elegido exponga y ratifique lo que pensamos es la clave de la fon/ética: un modo de entender la materia fónica, sí, en el enclave de la voz poética con la voz de afuera pero en el marco ampliado de la concepción de la lengua en tensión inter−rogativa.
11 Véanse, por caso, el v. 55 del poema «Ah, miras tú también...»; y los vv. 26 y 171 del poema «Ah, miras el presente...». No podemos responder en este momento si la cuestión del «mirar» es una casualidad o una clave.

Información adicional

Para citar este artículo: Milone, G. (2022). Fon/ética. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0083 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0083



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