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El niño de los perros: rasgos de melancolía en algunos escritos de Ortiz
The child of dogs: melancholy traits in some of Ortiz’s writings
El taco en la brea, vol. 10, núm. 16, 2022
Universidad Nacional del Litoral

Dossier

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 10, núm. 16, 2022

Recepción: 07 Marzo 2022

Aprobación: 27 Julio 2022


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Para citar este artículo: Mattoni, S. (2022). El niño de los perros: rasgos de melancolía en algunos escritos de Ortiz. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0082 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0082

Resumen: Este artículo se propone realizar una lectura cerrada de algunos textos de Juan L. Ortiz, referidos al encuentro con un animal doméstico. Partimos pues de un poema de sus últimos años, que tiene la complejidad formal de esa etapa, donde se narra un episodio protagonizado por un niño y un perro. La posibilidad de descifrar su significado se abre con la confrontación de textos anteriores: un poema de décadas atrás, muy simple en su estructura; y luego unos relatos en prosa, aparentemente más autobiográficos, que plantean un efecto íntimo y unos atisbos de angustia que se tornarían recurrentes desde la mirada retrospectiva del poeta. Una base teórica con relación a la lectura de los poemas y de la prosa del autor es una referencia a Freud, cuyas observaciones sobre los acontecimientos de la niñez y el papel de ciertos animales en los relatos de infancia proponen al menos la posibilidad de que tales encuentros, reales o no, supongan una forma de comunicación. En la poesía de Ortiz, por ejemplo, no puede diferenciarse al animal de la posición de un sujeto o un agente. La historia de esa diferenciación sería el trasfondo del episodio de su extenso poema, su costado trágico.

Palabras clave: Ortiz, infancia, animalidad, comunicación, melancolía.

Abstract: This article proposes a close reading of some texts by Juan L. Ortiz, referring to the encounter with a domestic animal. We start from a poem from his last years, which has the formal complexity of that stage, where an episode starring a child and a dog is narrated. The possibility of deciphering its meaning opens with the confrontation of previous texts: a poem from decades ago, very simple in its structure; and then some prose stories, apparently more autobiographical, that pose an intimate effect and a glimpse of anguish that would become recurring from the poet’s retrospective gaze. A theoretical basis with regard to the reading of the author’s poems and prose is a reference to Freud, whose observations on the events of childhood and the role of certain animals in childhood narratives propose the possibility that such encounters, real or not, assume a form of communication. In Ortiz’s poetry, for example, the animal cannot be distinguished from the position of a subject or agent. The story of that differentiation would be the background to the episode of his long poem, his tragic side.

Keywords: Ortiz, childhood, animality, communication, melancholy.

Entre los poemas escritos luego de la publicación de En el aura del sauce, en 1971, hay uno que se titula «El niño y el perro». Este sencillo título parece tener una referencia muy concreta. En efecto, el poema relata ese encuentro, una breve relación, entre un niño y un perro, aunque de manera alusiva, siguiendo el estilo de frases abiertas, de interrogaciones y anacolutos que se despliegan en versos de variada extensión y que recorren también gráficamente distintas disposiciones en la página. Sin embargo, es posible advertir de qué se trata el poema en su comienzo, aun cuando en la extensión, en su desarrollo de casi ciento ochenta versos, la fábula quede un tanto más velada y dé lugar a una suerte de meditación, una reflexión vital entre dubitativa y angustiante, por momentos.

El poema afirma entonces: «El niño se acercó al perro despacito/ y le acarició muy suavemente la cabeza» (Ortiz, 2020:811). Se produce el encuentro, que será sobre todo y antes que nada un encuentro de miradas. El misterio de que entre un animal silencioso y un ser hablante todavía en desarrollo se establezca cierta forma de comunicación será uno de los núcleos del poema. Escribe Ortiz entonces en la segunda frase: «Y unas lucecillas/ un poco húmedas lo miraron/ desde el fondo de una confusión y una timidez que aún no creían...» (811). Las pupilas del perro parecen así comunicar un gesto, la vacilación de la creencia, un pedido inexpresado. La humedad entrevista en esa mirada se conecta con un llanto no visible, aunque sí se mencionan «llagas». Y la caricia, los dedos del niño que se atreven al tacto, parece activar y descifrar ese «llanto de preguntas devenidas».

En la tercera estrofa, la respuesta del niño se realiza también en silencio: le trae «algo» que «el otro» recibe, come ávidamente, y también «al agua» que se derrama, «cayéndosele, casi, de la sed» (811). Pero el primer contacto, la mirada comunicativa, es anterior a todo intercambio, es previo a la respuesta: niño y perro se interrogan mediante esas «chispas» que se encienden o palidecen, como señales, en el momento de mirarse. Ya Ortiz había tratado un encuentro similar muchos años antes, en el estilo más simple de un libro de 1949,1 donde la escena, el dúo de niño y perro, se ve desde el exterior, como si lo que tendrían en común todavía no pudiera describirse salvo por las preguntas del poeta y la afirmación del hecho. El título de ese poema («A la orilla del río...») se sitúa en el lugar, en la escena, al igual que los primeros versos que lo reiteran, sin verbos: «A la orilla del río/ dos soledades/ tímidas,/ que se abrazan» (Ortiz, 2020:263). Los uniría pues no solamente el gesto, ese contacto junto al paso del río, sino un estado íntimo, de soledad y timidez. La timidez podría definirse como una imposibilidad de expresar lo íntimo, aunque también sería, tal vez paradójicamente, la manifestación de que existe algo interno, algo que se encierra en el cuerpo, pero que todavía no se distingue de su mera presencia. Todo cuerpo, en la medida en que existe separadamente de otros cuerpos y del espacio en el que se mueve, podría señalarse como un signo de la soledad. Y esa unidad íntima, de sí mismo consigo, no expresada, le brinda a cada cuerpo su aspecto de timidez. En los casos del niño y del perro, diríamos que se buscan porque están en el mismo lugar, a la orilla del lenguaje que los expresaría y los comunicaría, al borde del idioma de quien los contempla para llevarlos al poema. Sin embargo, el poema no podrá incorporarlos a su transparencia. De pronto, en la luz de esa ribera se despliega un fondo que aísla, que más bien destaca el aislamiento de los dos cuerpos, que no hablan, que acaso sufren o sufrieron cierta forma de adiestramiento. El perro habrá sido acostumbrado al afecto de los que hablan, domesticado, es decir, adaptado al hombre, pero también el niño habrá aprendido a hablar siguiendo el dictado de su deseo, tratando de ser querido por esos objetos vivientes que quiere, que se metamorfosean incansablemente frente a él, cosas para sus ojos, sus manos, sonidos para que él sea nombrado y que los nombran. Y a los dos, contra todas las promesas dichas o tácitas, contra las caricias esporádicas, les habrá faltado algo, y están solos ante lo que les faltó y les falta, por eso fueron a abrazarse a la orilla del río.

Ortiz pregunta: «¿Qué mar oscuro,/ qué mar oscuro,/ los rodea,/ cuando el agua es de cielo/ que llega danzando/ hasta las gramillas?» (263). Lo que les falta entonces, como un crecimiento del río amistoso que se vuelve mar y que inunda todo, rodea sus cuerpos, les quita el habla. No saben acaso eso que no dicen, que no están acostumbrados a decir: un ribete negro alrededor de la soledad. Porque el poeta vio el río, los vio a ellos, pero también, cerca de la orilla, está el «rancho», un signo, un vestigio de las cosas que faltan. Alrededor del niño solo y el perro solo, escribe Ortiz, «el mundo era una crecida/ nocturna». Y luego se pregunta por las cosas hostiles, por todo aquello que oscurece incluso las plantas, los árboles, las ramas. Retóricamente, se interroga por lo que falta, algo que quizás «la madre» ausente fue a buscar. Y en esa interrogación las piedras, menos amables que la vegetación, parecieran equipararse a las palabras, a su posible dureza. En esa noche que crece, el poeta conjetura un reto, una expulsión, tal vez una simple negación sin más aclaraciones. Sin embargo, no está cada uno solo, en su timidez o confusión, por separado, sino que están «solos de pronto, solos,/ ante la extraña noche/ que subía, y los rodeaba» (264), es decir, en una suerte de contacto, en el abrazo inicial del poema. Y entonces surge del mismo estado de desolación, de ese «terror igual» que los invade como la oscuridad, una posibilidad, que no necesita hablar, que se manifiesta en el impulso que los habrá unido para mirar el río sin hacer nada, como un «desesperado anhelo», dice Ortiz. Pero aunque no contenga la expectativa de cumplirse, sería algo que se busca entre los dos, en la orilla del río, a la orilla del habla.

Sus soledades, purificadas por el silencio, elocuentemente figuran, para el poeta, «una isla efímera/ de amor desesperado» (264). Como si la desesperación de un consuelo, de una salida de la soledad, fuese el principio de una expresión, se ve que ni el niño está del todo quieto ni silencioso, ni tampoco el perro es indiferente al dolor de su amigo, al objeto de su fidelidad. «El animal temblaba», dice un verso. «El niño casi lloraba», dice otro. Y entre ellos hay una pregunta que contiene la palabra «alegría». Porque el niño solo, tras las palabras duras, en medio de lo que le falta y parece inaccesible, incomprensible, puede llorar casi por la alegría de tener a alguien a su lado, que no es una cosa, que vive sin hablar, que lo acompaña a todas partes, inclusive al fondo de la noche, a una isla de amor que va a desaparecer. El poema termina como empezó: «A la orilla del río/ un niño solo/ con su perro» (264), pero estos versos que indicaban la soledad del niño, una imagen de la desolación, ahora expresan la acción del perro, su temblor incondicional, ¿su escucha, podría decirse? Porque desde la perspectiva del niño que es presa del llanto, como si una falta de palabras y de cosas necesarias lo atacara con el avance de la noche, su perro no es un ser radicalmente distinto de él. De alguna manera es alguien, única compañía, que está presente, sujeto de afecto y agente de respuestas para la pregunta de la desesperación que no llega a formularse. El perro logra que esa fórmula de la crecida nocturna no se pronuncie.

Pareciera pues que la ensoñación poética postula esa fusión o conjunción de un niño desolado y un perro, que en el orden lingüístico que lo domesticó no podría dar respuestas a la inminencia de un llanto. Pero más bien se trata de lo contrario: el poema desmiente la separación instrumental, hecha de palabras duras como vehículos de órdenes o de negaciones, entre animal y hablante. Porque en algún sentido, en la escena se hablan, entran en comunicación gestual, pero también íntima. El miedo que se manifiesta como timidez, en el fondo de las sensaciones de dos cuerpos que viven, que se tocan, llega a la alegría de su final, el «profundo terror igual» se transformó en «anhelo». Solo una visión más aislada aún, más interesada en el dominio pleno del sujeto que habla, que hace obedecer y él mismo obedece a sus palabras, habrá entonces sostenido la separación absoluta del animal.

Sin pretensiones poéticas, pero asumiendo el carácter construido de la instauración de esa diferencia con el animal, Freud pudo describir así la falacia de una supuesta superioridad humana por el mero hecho de hablar, que la experiencia infantil, más cercana a una orilla del habla, nunca dejó de recusar: «En el curso de su desarrollo cultural, el hombre se erigió en amo de sus semejantes animales. Mas no conforme con este predominio, empezó a interponer un abismo entre ellos y su propio ser» (Freud, 1979:132). Aunque ya no se trata de un alma o de una semejanza con personajes míticos, todavía la conciencia, que es efecto del lenguaje, le seguiría permitiendo «desgarrar su lazo de comunidad con el mundo animal». Pero

el niño no siente diferencia alguna entre su propio ser y el del animal; no le asombra que los animales piensen y hablen en los cuentos; desplaza sobre el perro o el caballo un afecto de angustia que corresponde al padre humano, y ello sin intención de rebajar al padre. (132)

De modo que el niño del poema, sin dudas aquejado de una angustia que casi lo induce al llanto, no coloca tanto su anhelo en el perro como un sustituto, sino que el animal, en un temblor receptivo, que se deja abrazar, es en esa noche y junto al río su padre. El niño no es el dueño del perro, sino aquel que espera ser querido por él. El animal tiene un poder que no viene de las palabras y que Ortiz solo puede nombrar con un lugar común: «amor desesperado». Y es como si el perro le respondiera al niño, diciéndole: «no hay diferencia, no hay aislamiento, en esa isla efímera y esa noche estamos confundidos, juntos...».

Volviendo al poema de los últimos años, si nuevamente el encuentro tiene algún consuelo, quien lo recibiría ahora sería el perro, perdido, herido, hambriento. El niño trae de la casa algo de comer, agua. Pero la «aflicción» lo invade, dice Ortiz, «al comprobar que el animal arrastraba, literalmente, todavía/ una sombra de quejido» (2020:811), que se asocia con la existencia de unos «bólidos» de cuyo conjunto se destacará luego «el auto». El perro estaría lesionado, pues las quejas se reiteran cuando intenta levantarse o echarse, pero al niño le parecen «súplicas». En una especie de diatriba, que ninguno de sus personajes podría proferir, el poema alude a la «licencia del escape», al «libertinaje aun en frenesí de las ruedas» (812), que habrían causado la herida, los quejidos, aunque no se puede decir que haya habido un exceso ni un culpable, sino que la misma existencia de esos vehículos demasiado rápidos, su constitución, origina el dolor. Pero el objeto del poema no es la denuncia del atropellamiento del perro, sino el efecto que su desamparo despierta en el niño. Si bien las imploraciones que escucha no se dirigen todas a él, lo atraviesan, incluso cuando juega a regar flores o a que se hunde en su cama fresca como nieve «de la sábana corrida/ sobre los párpados corridos» (812), mientras la cabeza desciende «en el hueco de la almohada, el cual no parecía tocar fondo» (812). Aun entonces, sigue escuchando al perro que implora, al que auxilia en el día.

Hasta que el niño, al comenzar una nueva estrofa, ve un segundo incidente, la desaparición del perro: dos hombres se destacan en la calle, enlazan al perro, lo suben a un camión. Y aunque «alcanzó a distinguir los ojos del desafortunado revolviéndose hacia el cielo/ en una apelación que jamás viera en agonía/ de animal» (...) «el niño no podía saber si la telilla/ era la del jamás...» (813). Su corta edad, deducible de las denominaciones del poema, «criatura», y de las pocas palabras que tiene para manifestarse, suprime la idea de una ausencia definitiva de ese perro que lo había necesitado, que le había respondido. Así como se fue, tal como apareció, podía volver, podía venir hacia él de nuevo. Y en la oscuridad, bajo «una sordera de estrellas», para nadie, él llama: «chicho» «chicho»; llevándole todavía a «una hechura de la sombra o la penumbra» porciones de comida, «lo separado del almuerzo o de la cena/ medio a escondidas» (813). El perro ya no está, se lo llevaron «dos hombres rojos», pero el niño sigue saliendo a llevarle algo, lo llama todavía sin entender o negándose a admitir su ausencia. Con el silencio ante sus llamados, también él ingresa en el silencio, y su madre advierte una especie de fiebre. De noche, a la luz de velas que el poema sugiere metonímicamente, «cera», «estearina», pero que se mezclan con el estado de «espanto», ella percibe un malestar: «Hasta que una mañana el espanto la fijara a ella misma/ en un lampo como de estearina/ frente al aleteo del pequeño corazón que apenas si expiró los “chicho” “chicho...”/ de ese llamamiento que debía/ solo ella de, verdaderamente, oír» (813‒814).

A partir de allí, la madre se torna «dolorosa», adjetivo entrecomillado en el poema quizás porque no deba tomarse literalmente. Tal vez no se trate de la muerte del hijo, aunque la pena de la madre pueda sugerir algo así, tal vez fuera simplemente una enfermedad ligada a la pérdida de una respuesta encontrada junto con el perro. Lo cierto es que entonces le toca a la madre asumir ese llamado, que escucha murmurado en la fiebre del hijo. Ortiz transcribe ese acto de manera casi teórica: «desde su identificación repentina con la soledad de un amor que por su parte tocaríale/ a continuación asumir» (2020 I:814). Porque el niño acaso delira de fiebre o se dirige al fantasma del perro, pero está aún inmerso en la espera de respuesta, un signo, que ahora se torna en la madre atenta un modo de piedad no solo por el perro perdido, posiblemente ejecutado, como después se insinuará, sino por la pasión de su especie desde siempre dedicada a la espera de llamados, de gestos, «por los milenios, es verdad, de lo sufrido/ en la guardia o en el servicio/ del ídolo...» (814). Cada perro, entonces, habrá esperado satisfacer o conformar a esa «ídolo», al dueño. Sin embargo, no es el caso del niño con el perro lastimado, ante cuya separación, que todavía se pronuncia febrilmente en la respiración de su hijo, la madre intuye una paciencia milenaria, porque los seres de esa especie que de alguna manera viene duplicando los pasos de la otra, que los nombra y los llama, podrían seguir al «ídolo» pero también al que los auxilia «hasta cuando su proyección no le haga compañía/ bajo el azufre, su misma/ tras‒sombra sobre las riberas del Aqueronte, todavía...» (2020 I:814).

De tal modo, si el niño muriese de fiebre, aún podría esperar a su doble, una compañía para cruzar el último límite. El poema sortea la confirmación de un final así. Por el contrario, independiza la espera del niño, mirada por la madre que a su vez espera que su dolor se retire, que se cure, con gestos de ruego, llanto; y la espera misma se enfrenta al «poderío», que usa los perros para cazar, que los atropella sin miramientos, que los somete a la melancolía de una palabra ausente. Las narices de los perros, parece decir Ortiz, «frunciéranse ante la sola perspectiva/ de pelambres en acedía...» (2020 I:814), como si olfatearan el uso, la indiferencia, el no acompañamiento de los que hablan. La espera, o la esperanza, de madre e hijo confundidos, se aleja de esa vieja «historia» o «pasión», según las palabras puestas entre comillas, y se aparta además del recuerdo del segundo acontecimiento o acto de violencia, presenciado y casi olvidado por el niño: un perro es llevado, es de pronto ausentado de su nombre, casual y definitivo. Se aclara otra vez la pertenencia del camión ya mencionado, se habla del «municipio», cuyo acto de captura se realizaría «por nada más que el horizonte de unos incisivos/ a hacer “rabiar” el aire» (815). Dado que el pretexto de la posible «rabia», atribuida al perro en la calle por esa insinuación de dientes, sería tan vano como el aire y a su vez, anteriormente, desde hace demasiado tiempo, el aire está enrarecido por las máquinas que dañan a compañeros que seguirían fielmente a su sombra parlante hasta el mismo Aqueronte.

Ortiz lo expresa enigmática pero claramente: «libertades de la gasolina», autorizadas por la moda, o sea los nuevos modelos de «gliptodontes» inorgánicos, impulsados por unas «fieras» que parecen hablar pero que están forzados a «consumir y consumir», como si también los alimentara la «gasolina», en busca de «alivios» que no están dados, por todo lo que «cuesta» y seguirá costando ver, un «acceso» a otra espera: «al jazmín/ para las pituitarias del día», anota el poema (2020 I:815). Lejos de la violencia, en cambio, la «dolorosa» extiende sus manos, aun cuando la tensión del accidente trivial, el perro herido, que indujeran la piedad casi irreflexiva del hijo, se traduzcan en ironías y sarcasmos no dichos. Porque esa contraposición entre las manos que se tienden y el pensamiento reactivo que al mismo tiempo aleja los motivos, la inercia humana y el sufrimiento animal, del dolor que padece su hijo, y los acerca, le hace mover sus manos, presas de «angustia», dice el poema, y movidas también «con un ritmo en que no se reconocía» (815). Tres veces se repiten: «las manos... las manos...» cuyos dedos parecieran tocar como un metal que separaría lo presente y lo ausente, y entonces «dan en el quejido» aquel, el inicial, oído por el niño antes de nombrar al perro suplicante. Las manos desembocan en el quejido, que fue una pregunta para nadie y que el niño colmó con su llamado, con su auxilio y ahora, en la fiebre que produce fantasmas, su espera de una respuesta. La madre entonces se arroja a la súplica de lo desconocido, de eso desconocido, pero que participa de su afecto, el perro, el «ignotado», lo designa Ortiz. No un simple «ignorado», aunque lo haya sido por los anónimos que lo atropellaron, sino un ser que no fue «anotado», pero sí atendido, previamente a toda escritura, en la designación genérica del perro cualquiera aunque en un cuerpo muy particular, dañado. Ella toma la palabra y parece rezarle al perro, pasa de dolorosa a suplicante: «dime/ si por ventura pudo hablarte mi hijo,/ mi hijo/ detrás de esta luz, o si estáis los dos en esta, aunque no en la misma línea...» (815). En una oración imposible, porque no puede ser pronunciada para nadie, la madre interroga a esa sombra de un perro para preguntar en dónde está el hijo enfermo, aunque también para saber si llegó a escucharlo, si pudo atravesar la línea definitiva el último llamado «de la invocación bordeando ya el vacío: chicho... chicho...» (815).

De nuevo se insinúa un final trágico, donde niño y perro se habrían ido «detrás», como «tras−sombras», como imágenes de sufrimiento inocente, pero tal vez el poema también deja otra posibilidad, ya que los dos están comunicados por cierto, en la insistencia de un llamado y en la huella del trauma, «aunque no en la misma línea». Entonces, en lugar de enviar «a la otra orilla» esas dos espiraciones: quejido del perro herido y llamado del niño ante su ausencia, el poema se niega a sancionar su silencio, su falta de articulación. Asume pues la voz de cualquier hablante que asiste a su anécdota casual y se propone «hacer que estos suspiros/ sean retenidos/ al máximo» (Ortiz, 2020 I:816), que se concentren en su carácter íntimo y reboten con intensidad aumentada, como «siete ráfagas del grito», contra las murallas que dividen las formas vivientes, con un «amor que no conoce límites/ de especie ni de vida...» (816). Y tales murallas no dejan de hacer resonar otras construcciones o productos que ocultan esa inexistencia de límites, como autos y ordenanzas, con un telón de metal indiferente.

Mientras tanto, como debajo de esta escena de rebelión de una piedad contra los tabiques impuestos, «ella» parece percibir una suerte de eco, el sonido de «los espacios a abrir» por la existencia apenas de dos alientos que se encontraron, a la orilla del lenguaje. Amanece en la estrofa final, y entonces «ella» se levanta, se yergue por encima de «siglos de sufrimiento», aunque enseguida se empequeñece de nuevo. Dice Ortiz: «como encielada, menudamente, en el rocío/ de los ojos» (2020 I:816). Traducible: que el cielo del amanecer creciente en el sitio de su mirada conmovida se achica en el hijo más intensamente. Toda la inmensidad del dolor cabe en el de ese niño que sufre y sigue llamando a un perro arrebatado. La madre se inclina, cansada o resignada, o quizás la mueve «la súbita ilusión de algún escalofrío/ en la yacente figulina» (816). Si el niño es la figura que ahí yace, no se descartaría el final más ameno, la simple enfermedad pasajera, la huella emotiva en el afecto del infante para lo que vendrá. Sin embargo, melancólicamente, como si el combate del afecto contra el sufrimiento fuese apenas de unos soplos sobre la materia, el poema termina lamentando que la figurita yacente, en su apariencia de temblor repentino, solamente estaba absorbiendo «la eternidad» (816).

No obstante, se escribió, ningún encuentro que abra un paréntesis en las divisiones de la indiferencia, que hable con los que no hablan pero transmiten, se va sin dejar huella. Y entonces la palabra «eternidad» no aludiría a un mero vacío, un silencio sin más, sino que plantea la modificación de la corriente comunicativa del lenguaje, detenida o desviada sinuosamente, como la sintaxis de voces complicadas y los versos oscilatorios del poema, para que pueda registrar esa potencia recusatoria de un encuentro, la necesidad de su primer verso, que la indiferencia no puede leer: «El niño se acercó al perro despacito».

Pero el que hace el poema no es inocente ante el sufrimiento de los que no hablan con palabras. Su emoción o su impulso, que lo llevan a escribir, traducen una reacción ante la prosa diaria, hecha de indiferencia necesaria. En las prosas de Ortiz que pueden relacionarse con el tema del sufrimiento animal, del daño infligido o de la soledad ignorada de sufrientes y dañados, puede advertirse la transmutación de cierta culpa en el gesto emotivo. Se habrá identificado pues el escritor con esos niños que hablan con un perro, casi sin palabras, porque no puede tolerar, quizás, la implantación de límites que lo habría separado para siempre de una vida ilimitada.

En el proyecto de libro inacabado que Ortiz pensaba titular Los Amiguitos, hay al menos tres relatos que retoman la conjunción con un animal, a partir de la mirada, del gesto. Y este análisis temático no le era ajeno al autor, puesto que en una carta de 1962, consignada por Sergio Delgado en las notas de la Obra completa, habla del mismo libro con el título alternativo de Niños y bestias (Ortiz, 2020 II:837).

En el primero de esos relatos, titulado «Aquel pájaro miraba», se cuenta una excursión al campo, un paseo con amigos, que empiezan a practicar tiro al blanco. Pero de pronto, en medio de un paisaje teñido de belleza y de felicidad, los amigos se dan vuelta, dejan de apuntarles a unos tarros o blancos cualesquiera, y divisan un pájaro. Aunque antes del hecho que conmueve al narrador, este vio que el pájaro, inmóvil, miraba, sin que pudiera decirse qué estaba mirando, ni por qué. «¿Qué miraba el pájaro?», pregunta el narrador. «Era simplemente el pájaro que mira», se responde (Ortiz, 2020 II:340). No parece haber motivo ni finalidad en su gesto, que lo muestra absorto. El mismo goce del paisaje que pueden describir unas frases se refleja en ese animal sobre su rama, «del lado de la mirada del pájaro». El relato conjetura entonces que «él debía ver tras de las lomas cercanas una ondulación dorada que moría en el cielo, con los relámpagos extraños de las casitas dispersas y las manchas cambiantes y tenues de las lejanas arboledas» (340). Y también las cosas miraban al pájaro, como el que ahora escribe lo miraba. La misma «relación sutil entre el ambiente y esa ave silenciosa que miraba» se refleja en el poeta desarmado, que imagina una «visión» o un «éxtasis», que ocupan al pájaro y que participan del atardecer y de la atención de quien está mirando al ser que mira. Pero suenan tiros, él sí está en la mira. Al tercer disparo, el escritor resume: «Yo moría» (341). Con el cuarto tiro, el pájaro se desploma junto a la relación sutil, desarmando la trama de la tarde: «Como el mismo pensamiento de la tarde se deshojó aquella delicadísima vida y cayó, ¡ay!, en un despojo de plumas ensangrentadas» (341). Sin poder verlo, un amigo habría derribado no solo a un pájaro inmóvil, «presa del hechizo de la tarde», sino también al yo, su propia contemplación y su trasvasamiento de la atención hacia aquella vida, «todo lo que de mí había pasado a la alada criatura». El relato concluye con esa nota angustiante, porque el recuerdo infantil o juvenil sigue causando dolor cada vez que retorna, «en el instante mismo en que la tarde adquiere una casi angustiosa perfección de estampa» (341). Cuando la imagen de la perfección natural se fija, se detiene, vuelve la angustia, se dispara de nuevo la muerte del pájaro inactivo, que es una figura de la propia muerte, del poeta, apresado para siempre en la contemplación, que no mira nada pero es mirado por las cosas y los seres. El enunciado imposible, «yo moría», no alcanza sin embargo un carácter definitivo, de absoluta contradicción, puesto que es el mismo verbo en imperfecto con el que se describe lo que el pájaro estaba mirando, la «ondulación dorada» del atardecer. Ortiz no escribe «yo estoy muerto», sino que figura su propia identificación con el desvanecimiento de la luz. Entonces aquella vida en la rama, absorta, atenta y distraída al mismo tiempo, estaba mirando el mundo de lo que muere, el paso de la luz. Y el poeta, que cree que su propia conciencia se trasladó al pájaro, a su éxtasis imaginado y a su conjetural estado de contemplación, en realidad sería el objeto de la mirada del animal. Cuando mira el crepúsculo, el paisaje, es el poeta el que se siente mirado, concernido. Pero la muerte violenta del pájaro no hace más que fijar para siempre, con su sello de plumas y sangre, la inmovilidad periódica de todo paisaje perfecto. Como el animal, que no escucha los disparos que lo rondan, el poeta se petrifica. Y toda estampa semejante de un paisaje detenido le devuelve la angustia del objeto inmovilizado, mudo. La escritura intentará después resarcir esa herida, uniendo las palabras de un paisaje a los sentidos de un cuerpo fijado por una mirada ausente.

¿El poeta es un animal que se volvió loco? Esta pregunta vagamente hegeliana cuestionaría la definición del ser hablante. En lugar de hablar, él se torna un animal que escribe, mirando a los seres vivos y los cursos de agua que los sostienen, pero también convirtiéndose en objeto de miradas que forman otros mundos más allá de las palabras. El pájaro que miraba estaba en su mundo, y el mundo del poeta, los límites de su lenguaje, quiere abrirse a la vista de los otros. En todo caso, la imperfección de morir en una duración, en una vida, será la misma que despliega en el campo una frase interminable sobre alguna tarde, repartida en cláusulas y paréntesis que no se cierran, dispersa en el anacoluto de ondulaciones no verbales y de respuestas que al final terminan elevándose a preguntas.

La atribución de la mirada a un perro se desplaza a una tercera persona en el relato que se titula «Hace veinte años que me mira...». Es la frase que responde el dueño de un fox terrier ciego ante la curiosidad de sus invitados. No se trata entonces de un encuentro de miradas a través de las especies, dentro de la historia milenaria de la domesticación, como en los poemas con niños, sino de una transformación del hablante en objeto de atención. No se sabe qué mira el perro en su compañero durante veinte años, pero acaso su ceguera solo pueda ver el futuro. La cabeza atenta del animalito, «que era también sordo», está como «tendida hacia la voz» (Ortiz, 2020 II:349). Precisamente, el hombre se acerca a la madurez y prevé el final de su perro: «¡No sé qué va a ser de nosotros cuando este animalito se nos muera!», exclama. El narrador asiste a esa comunión o comunicación dada por años, entre la voz y la vida del perro que la sigue oyendo sin escuchar más. El hombre ha entrado en la madurez desde que adoptó al perro, en su juventud. Ya no habrá otro testigo de ese envejecimiento y se perderá con el eclipse del perro toda una serie de «correspondencias misteriosas» (350). Así termina el relato: «Y su voz se hacía más profunda y temblaba sordamente como la de una íntima protesta en la cual sangrara por anticipado toda una vida...» (350).

El perro habrá esperado siempre una respuesta, que se le ofrecía en gestos, pero que no podía caber en una suerte de sentido adjudicado a la vida. Quien le habla sabe que va a morir, que una parte de él muere con el final del plazo de su perro, pero el animal espera otra cosa, no un saber; muere lentamente, mirando fijo sin ver, como la tarde o un poeta desarmado que no impide disparar a ciertos amigos sin mirada. La culpa de seguir viviendo transmite su costado emotivo a la voz humana, reiterando una misma frase ante la escena detenida. El daño es irremediable porque no está en el cuerpo que habla, ni mucho menos en la mano que escribe, sino en los actos no realizados, en la posibilidad de una vida que se deja ir y que anuncia la ida definitiva de todo interlocutor, hundido por el tiempo en su ceguera y su sordera, en el aislamiento futuro.

El relato que se titula «Aquella mirada...» recobra una figura que se dirige también, posiblemente, a su fin. Escribe Ortiz: «Hace tres años que tuvimos aquel encuentro y aún veo al pobre animalito caminando despacio, muy despacio, hacia la muerte. ¿Hacia qué muerte?» (2020 II:357). No se sabe aún de qué animal se trata, aunque la lentitud de su paso lo convierte en anuncio de un límite, como aquella «tras−sombra» que acompaña las pesadillas infantiles, rumbo a su propio Aqueronte no humano. Bajando una loma, frente al poeta que camina con un amigo y disfruta de otra tarde perfecta, de plena felicidad compartida, aparece la silueta, primero indistinta, «algo claro», parecido a «un corderito», una especie de mancha en la que «se precisaron al fin las formas de un perro» (357). Su lentitud casi majestuosa es signo de sufrimiento, pero la verdadera señal de un dolor más vasto que el perro anuncia estaba en su mirada, proveniente de un mundo distinto y distante de la conversación de los amigos que se cruzan con él. El poeta siente un impulso de auxiliarlo, pero su amigo lo disuade: no podrían hacer nada, el animal gastado por el tiempo solo «busca un lugar para tenderse y morir» (358), tal vez. Pasan de largo. Pero al subir la misma loma que los aleja del moribundo, el poeta se da vuelta para ver la sombra clara que se sumerge atrás en la inminencia de su final. Ninguna palabra suya podrá rescatar esa figura muda, que mira intensamente mientras su cuerpo es presa de la indiferencia absoluta, en su mundo aislado, solitario. Sin embargo, todo el dolor del mundo se expresaba en aquella mirada. «Sí», concluye Ortiz, «toda la agonía que en ese momento se debatía en la sombra y en la asfixia horrible y se golpeaba contra un muro espeso y sordo...» (358).

El dolor que cada hablante inflige o padece, o más bien que provoca y sufre a la vez, se enfrente a la mirada de un testigo sin palabras, que no espera nada, salvo dejar atrás un último paso, como su último mal sueño. «Aún lo veo, como he dicho. Y él me mira desde su pesadilla, con una mirada...» (2020 II:358). Al dolor que el niño del poema hubiese quizás respondido o intentado responder no le corresponde en la «tarde feliz, increíblemente feliz» del poeta pensativo más que la imagen y su retorno, un trasvasamiento de la angustia que no tiene meta, que no va a ninguna parte, excepto a la necesidad de escribir ese encuentro. Pero ¿quién es el perro dañado, herido o envejecido? ¿Dónde está el padre del niño solo a la orilla del río, cuya madre fue a buscar algo, o el del niño enfermo con su dolorosa que lo escucha seguir llamando a un perro ausente? Los relatos hablan de tardes dichosas y paisajes perfectos donde de pronto hay animales que miran, y que mueren o están cerca de morir. Pero la angustia del poeta no se debería a la anticipación de su propia muerte, al dolor de su cuerpo que como todo animal se habría de dirigir a un desgaste que en realidad, en el presente feliz, no puede percibirse. Se trata de la muerte del otro y sobre todo de su expresión muda, en miradas intensificadas de dolor. Ni el día más perfecto, en su misma detención pictórica, puede dejar de divisar «una débil mancha blanca en la luz del camino» (358).

Al pasar junto al niño solo y su perro, al imaginar la historia del otro que ayuda al atropellado y se enferma cuando lo pierde de vista, al recordar un pájaro abatido o un animal moribundo, vuelve la angustia de lo que no tiene palabras. Y se escribe para que la culpa de existir, aún, no ennegrezca del todo las tardes, a pesar de todo, de una felicidad contemplada. Cuando estaba ahí, casi al alcance de la mano, visible, audible, la alegría diáfana se fija no obstante en la mancha de su limitación. En ese momento crepuscular, puede situarse la muy enunciada melancolía de Ortiz, que no está lejos de un momento entusiasta, de celebración del presente y de cada ser «en la ruta del amor», como decía el poema de los años finales de su vida, «que no conoce límites de especie ni de vida» (2020 I:816).

Referencias bibliográficas

Freud, S. (1979). Obras completas, XVI. Amorrortu.

Ortiz, J.L. (2020). Obra completa. 2 volúmenes. Ediciones UNL/EDUNER.

Notas

1 La relación es establecida por Sergio Delgado, en sus imprescindibles notas a la Obra completa (Ortiz, 2020, II:828).

Información adicional

Para citar este artículo: Mattoni, S. (2022). El niño de los perros: rasgos de melancolía en algunos escritos de Ortiz. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0082 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0082



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