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La Extinción y el Espectro: hacia una nueva metafísica entre literatura y filosofía
The Extinction and the Spectre: towards a new metaphysics between literature and philosophy
El taco en la brea, vol. 10, núm. 16, 2022
Universidad Nacional del Litoral

Papeles de investigación

El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 10, núm. 16, 2022

Recepción: 27 Diciembre 2021

Aprobación: 06 Junio 2022


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Para citar este artículo: Ludueña Romandini, F. (2022). La Extinción y el Espectro: hacia una nueva metafísica entre literatura y filosofía. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0077 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0077

Resumen: Tomando como punto de partida la poesía de Wallace Stevens, el artículo explora las relaciones entre literatura y filosofía a través de dos problemas interrelacionados: la extinción como horizonte de las especies vivientes de la Tierra y el estatuto ontológico del espectro. Por un lado, luego de analizar las ventajas de la noción de extinción por sobre la de finitud (según el legado de Heidegger), la investigación se propone, por un lado, explorar una forma minimalista de extinción relacionada con la supervivencia espectral en la obra filosófica de Max Stirner (1806‒1856). Por otro lado, apoyándose en la obra literaria de Guido Morselli (1916‒1973), el texto examina una noción maximalista de extinción, donde ya no hay siquiera lugar para el espectro. El método genealógico y hermenéutico busca, de este modo, responder la pregunta acerca de si es posible superar la metafísica de la presencia con la noción de Gran Afuera que se deduce de los análisis precedentes.

Palabras clave: extinción, finitud, espectro, Stirner, Morselli.

Abstract: The article explores, with the poetry of Wallace Stevens as a starting point, the relationships between literature and philosophy through the analysis of two intertwined problems: the extinction as the horizon of all living species on Earth and the ontological status of the spectre. On one hand, after taking into account the advantages of the notion of extinction over that of finitude (according to Heidegger’s legacy), the research is aimed to study the minimalist form of extinction that is closely related with the survival of spectres in the philosophical oeuvre of Max Stirner (1806‒1856). On the other hand, basing the research on the literary works of Guido Morselli (1916‒1973), the text examines a maximalist notion of extinction where there is not even a place for spectres. The genealogical and hermeneutical method pursues, in this way, the task of answering the question about the possibility of surpassing the metaphysics of presence with the notion of the Great Outside that is deduced from the theoretical grounds that have informed the development of the whole article.

Keywords: extinction, finitude, spectre, Stiner, Morselli.

Introducción

En uno de los ensayos incluidos en su Opus Posthumous y titulado, sugestivamente, The irrational element in poetry, Wallace Stevens establece algunos de los principios de lo que podríamos denominar su Ars poetica. El proyecto poetológico de Stevens se inscribe bajo la cifra del Ángel Necesario (Necessary Angel) que ha presidido, como guardián de una divinología posteológica, el desfallecimiento del Deus mortalis. La poesía para Stevens es posible gracias a un proceso de transposición entre la realidad y la sensibilidad. Es decir, el poeta es quien realiza una operación que se conceptualiza distinta pero paralela a la filosófica mediante la cual la propia sensibilidad se transforma en la surgente de las formas poemáticas a priori de la captación de lo real.

Los modernos están habituados a considerar que sus percepciones del mundo no corresponden necesariamente a las condiciones objetivas de este último sino a los principios transcendentales del perceptor. Sin embargo, para el poeta en el crepúsculo del mundo moderno, no es entonces la Razón sino la Imaginación la que adquiere esa posición de preponderancia en el mundo humano. Con todo, la sensibilidad poética no es un transcendental universalizante sino una especie de a priori idiosincrático, pero subjetivamente transmisible en el verso.

De este modo, el ars bene dicendi es también un arte de la imaginación. Y por ello la Razón de los modernos es reemplazada por la Imaginación como forma superior de la verdad sensitiva invirtiendo así el tradicional primado cognoscitivo sobre la efectuación del mundo. De hecho, entre las fuentes del Occidente del cual nacería la poesía en lengua vulgar, la Poetria de Johannes Anglicus —escrita probablemente hacia el año 1230— ya establecía que, cuando una materia era leve (si materia fuit levis) se la podía trastocar en grave y auténtica (gravem et autenticam) por medio del ornatus difficilis y, en este proceso, los poetas añadirán que la imaginación (por entonces concebida como parte del spiritus phantasticus) estaba llamada a jugar un papel preponderante (1974:237).

Sin embargo, si para los poetas del tardo‒medioevo occidental, la Imaginación todavía era un vehículo de expresión de un mundo de la naturaleza al cual se accedía mediante los arcanos del tropo, para Stevens, la Imaginación que utiliza los modos del ornamento retórico es, de modo distinto, una especie de facultad autónoma capaz de producir una auténtica forma de modelación subjetiva de lo real que está anclada sobre una experiencia poetológica de la vida que se halla en el centro de toda su especulación metafísico‒literaria: «los poetas, de manera más urgente, exploran el mundo en busca de la confirmación de la vida (for the sanctions of life), de aquello que hace que la vida valga tan prodigiosamente la pena de ser vivida» (2018:45).

Por esta razón, la imaginación que está en el centro de gravitación poética es, al mismo tiempo, una surgente de la filosofía: «en cualquier caso, y sin seguir contraponiendo estas dos cosas, lo que deseo es deducir un sentido de la imaginación como algo vital. En este sentido hay que considerarla metafísica» (Stevens, 2018:117). No obstante, precisamente, como el objetivo del poeta es la puesta en verso de la experiencia sensible de la vida, la muerte juega un papel de primer orden en la conceptualización de lo viviente. La importancia de la muerte, ya aparece claramente delineada por el poeta en aquellos versos de 1915 que forman parte de Sunday Morning:



Death is the mother of beauty, mystical,
Within whose burning bosom we devise
Our earthly mothers waiting, sleeplessly.

La muerte es la madre de la belleza, mística
Dentro de cuyo seno encendido inventamos
A las madres terrenas que, despiertas, aguardan.
(Stevens, 1990:18)

La muerte, entonces —comenzando por la muerte de Dios que inaugura la fase más moderna de los Tiempos Modernos— está llamada a resolverse en una experiencia de la vida que hace de las categorías subjetivas del poeta, las únicas formas de acceso al mundo en cuanto tal. El diagnóstico de la poesía en Stevens nos sirve, en esta ocasión, para hacer un paralelo, en cierto sentido, con la situación epocal de la filosofía y de las ciencias de la vida en el mismo período.

De esta forma, buscaremos mostrar cómo la literatura y la filosofía pueden, desde sus respectivos lenguajes, converger en una vía especulativa común que torna las fronteras disciplinarias menos nítidas de cuanto parecen serlo en las divisiones institucionales de los saberes. Desde el punto de vista de los conceptos, nos detendremos sobre las nociones de extinción y espectro como modos de aproximación a las limitaciones de la metafísica de la presencia pero, también, como vía regia para un renacer del acervo especulativo de una filosofía que bien puede nutrirse tanto de su historia como de las proposiciones de la literatura retomando una unión entre ambas disciplinas que, después del Renacimiento italiano, comenzaron a tomar caminos separados que, en la urgencia de los tiempos presentes, sería apropiado volver a reunir.

En esta senda, como hemos indicado, seguimos los caminos trazados por la poética de Wallace Stevens quien ha podido señalar: «si el filósofo no llega a nada porque fracasa, el poeta bien puede llegar a nada porque tiene éxito» (2010:41‒42). En cierta forma, el fracaso epocal de la filosofía puede ser la puerta de acceso a un nuevo comienzo que, aunque no augure el éxito poético, puede entrever algo de aquel misterio que, por exceso de visión, puede también alejar al poeta que logra avizorarlo.

La extinción como nueva categoría filosófica frente a la finitud metafísica

Al menos desde que, en 1844, Max Stirner profiriese su estridente grito antihumanista —por otra parte, rápida y convenientemente apagado por las fuerzas del orden del mundo— con el cual hizo tambalear las convicciones del grupo de los Libres de Berlín y, junto con él, todas las certezas de la gran especulación occidental, una de cuyas coronaciones había sido entonces, y continúa siendo todavía, el sistema hegeliano, la filosofía ha centrado su interés en glosar, de los modos más diversos y refinados, la sentencia acerca de la muerte del Hombre proferida por Stirner. Asimismo las ciencias, desde la biología evolucionista hasta la cosmología, han cursado la misma deriva ontológica hacia un descentramiento del Hombre del substratum de sus elucubraciones teoréticas. Desde Darwin hasta Einstein, desde Heidegger hasta Foucault, la filosofía y las ciencias, lentamente, con avances y retrocesos pero en un camino certero, no han hecho otra cosa que desprenderse del legado humanista y antropocéntrico con el que habían inaugurado su altisonante entrada en escena a partir de la Modernidad temprana.

Esta crítica de la antropología como elemento rector del pensamiento especulativo y científico ha decantado, sucesivamente, en una nueva atención por el carácter eminentemente animal del Homo sapiens y por una atención creciente, en todos los campos del saber, por el problema de la vida. La animalidad y algunas declinaciones de la filosofía de la vida se han impuesto entonces como una garantía para todos aquellos que quieren nadar en las aguas, aparentemente seguras, del pensamiento posmetafísico o, en todo caso, muñidos de una confiada Destruktion de la tradición metafísica de un Occidente agotado de sus propias ensoñaciones teóricas.

Nosotros ciertamente, querríamos defender la necesidad de una rehabilitación en pleno derecho de la metafísica como forma propia de la filosofía (más allá de la multiplicidad de modos y escuelas que dicho saber pueda engendrar) pero nos limitaremos aquí, en esta ocasión, a exponer lo que estimamos es uno de los prolegómenos necesarios a estas metafísicas futuras, esto es, la crítica de las ontologías antrópicas de la vida. Solo una verdadera filosofía no‒antrópica será capaz de asumir la tarea de proponer una metafísica que sea capaz de postularse asumiendo los logros y señalamientos del período genealógico de la filosofía del siglo XX, es decir, como una auténtica metafísica posdeconstruccionista.

De hecho, buena parte de las investigaciones sobre la vida —particularmente los intentos llevados a cabo durante el siglo XX y en la actualidad de construir una ontología de la vida— parecen haber olvidado el dictum heideggeriano o, mejor dicho, el desafío que Heidegger lanza a toda filosofía de lo viviente. Para Heidegger, hay quienes tomaron en cuenta el problema de la vida en toda su agudeza: Pablo de Tarso en el comienzo de los tiempos cristianos o, más cerca de nosotros, Dilthey en Das Erlebnis und die Dichtung. En cambio, habría otros estudiosos, como Georg Simmel, quienes, según Heidegger, no habrían distinguido apropiadamente los problemas óntico‒biológicos y los existenciario‒ontológicos.

Más aún, precisa Heidegger, «la exégesis existenciaria de la muerte es anterior a toda biología y ontología de la vida» (vor aller Biologie und Ontologie des Lebens). Pero es también el único fundamento de toda investigación historiográfico‒biográfica y psicológico‒etnológica de la muerte» (2006:247). Para Heidegger, «el análisis ontológico del ser relativamente al fin» (die ontologische Analyse des Seins zum Ende) no debe fundarse en ningún a priori respecto de la ontología posible del Dasein (Ser‒ahí) una vez postulado su fin como existente en el mundo. Por lo tanto, no es la tarea de la filosofía el interrogarse, al menos prima facie, acerca de la cuestión de si es posible un «después de la muerte (nach dem Tode)» o sobre si el Dasein «sobrevive (fortlebt)» en un «más allá (Jenseits)» que lo torne inmortal (248).

Así, todo análisis de la muerte se mantiene, por ello mismo, dentro del más acá (rein diesseitig) ya que la exégesis existenciaria hace de la muerte la condición ontológica de todas las posibilidades del Dasein. Por lo tanto, «la exégesis ontológica de la muerte dentro del más acá es anterior a toda especulación óntica sobre el más allá (vor jeder ontisch-jenseitigen Spekulation)» (248). Por esta razón, para Heidegger, existe una libertad relativamente a la muerte (Freiheit zum Tode) que puede superar las ilusiones del uno o del «estado de anticipación» (das Vorlaufen) e impedir que el Dasein se entregue, en forma definitiva, a alguna de sus posibilidades, preservando para este la apertura inicial que nunca puede agotarse en ninguna de sus proyecciones o determinaciones.

De acuerdo con esta perspectiva, que resulta paradigmática en cuanto a los caminos seguidos por buena parte de la filosofía contemporánea, tres conclusiones se imponen como corolarios del razonamiento recorrido por Heidegger:

  1. 1. La analítica existenciaria de la muerte tiene el efecto, solo en apariencia paradójico, de transformarse en una fenomenología de la vida al abandonar, por propia decisión, toda indagación sobre la topografía de los mundos crepusculares de la muerte. Es el camino, en efecto, muy bien ejemplificado por Pablo de Tarso para quien solo a través de la consideración de la muerte puede comprenderse la esencia de la vida terrenal y también de aquel misterio denominado «vida eterna (zoé aionios)» que no consiste tanto en un «más allá de la vida» sino en la intensificación perpetua de la vida gracias a su investimiento glorioso que hace del triunfo sobre la muerte la condición de posibilidad del auténtico vivir.
  2. 2. La muerte de la que se habla es, en última instancia, la muerte individual del Dasein, dando por supuesto que, en todo caso, la vida continúa antes y después de su muerte efectiva bajo la forma de la especie como unidad totalizante. Desde esta perspectiva, es todavía un Dasein o este Dasein quien se enfrenta a su propio influjo destinal que lo confronta con la finitud de su existir para retro‒proyectarlo sobre el devenir de una vida que lo desborda cronológica y conceptualmente puesto que se inserta siempre en una cadena vital preexistente y subsistente a su propia desaparición.
  3. 3. Como consecuencia de la focalización sobre la fenomenología de la vida, no existe entonces la posibilidad de hablar del después de la muerte como condición autónoma respecto del vivir y conceptualmente independiente de todo modo de existencia bajo la forma óntico‒ontológica de la vida. Por esta misma razón, una categoría, en sí misma muy fructífera, como la de supervivencia (emparentada con el Nachleben warburguiano), introduce una impureza que no es tomada en consideración en el análisis puesto que establece una continuidad y una presunta indiferencia entre la vida y la muerte.

Ahora bien, el propio Heidegger admite que «la investigación biológico‒médica del dejar de vivir es capaz de lograr resultados que pueden ser de significación también ontológicamente una vez asegurada la orientación básica de una exégesis existenciaria de la muerte» (2006:247). En efecto, es posible aceptar esta premisa, pero el dato biológico que nosotros tomamos como punto de partida no es, como en Heidegger, la muerte individual sino la extinción de la especie humana misma, es decir, el punto en el que ya ningún Dasein podrá hacer la experiencia de muerte asumiendo la persistencia de la vida humana más allá de la aniquilación individual. Ya no es esta o aquella muerte lo que interesa como prospectiva sino la filosofía que podría surgir de la consideración, al menos como Gedankenexperiment, de la desaparición completa de la especie humana.

En la Houghton Library de la Universidad de Harvard, más precisamente en su servicio fotográfico, se hallan 32 rollos de microfilms de los manuscritos conservados de Charles Sanders Pierce. Allí, en un apunte esencial para comprender la situación existencial de la obra de Pierce, podemos encontrar un texto titulado precisamente, en un sentido profundamente medieval, «Formas de vida», escrito probablemente entre 1905 y 1906. Allí Pierce aclara la situación epocal de la filosofía que se asienta sobre el suelo de nuestro presente y sostiene que es razonable pensar que la especie humana ha recorrido ya la mayor parte de su trayectoria y puede estar cerca de la extinción (1966:229).

No son pocos los biólogos que estiman que la especie humana deberá tarde o temprano pero, en todo caso, en un horizonte temporalmente ineluctable hacer frente a la «sexta extinción» y a su desaparición sobre la faz de la Tierra. Por ello, ya no es la muerte individual del Dasein lo que define la tonalidad fundamental de nuestro tiempo filosófico, sino más bien y de manera aún más decisiva, la desaparición del Homo sapiens como especie. Para Darwin los brotes esporádicos de extinción que parecían sacudir el suave devenir de la historia de la vida solo se debían a las deficiencias del registro fósil y de ningún modo podían ser el resultado de un acontecimiento real.

Sin embargo, ya Georges Cuvier había mostrado el camino de una dirección distinta. Cuvier se consideraba a sí mismo un anticuario de un tipo enteramente nuevo llamado a «restaurar los monumentos de la historia del globo» (1812:1). Su misión, había declarado, consistía en «recoger en las tinieblas de la infancia de la tierra (dans les ténèbres de l’enfance de la terre) las huellas de las revoluciones anteriores a la existencia de las naciones» (11). Para Cuvier, era un hecho que la vida había sido sacudida por acontecimientos terribles: «un sinnúmero de seres vivientes han sido víctimas de catástrofes». El naturalista francés fijó la fecha de la última catástrofe en el Cenozoico, hace 65 millones de años. El error de Cuvier, sin embargo, residía en el hecho de que consideraba que cada catástrofe hacía nacer la vida completamente desde cero con nuevos impulsos de creación.

Por esta razón, Darwin se sumaría al razonamiento de geólogos como Georges Lyell que sostenía que «la mayor parte de las sustancias exteriores de la Tierra no fueron producidas ni instantáneamente, ni en el estado en que se hallan ahora sino que al contrario, ellas han adquirido progresivamente su configuración y su condición de existencia actuales» (Lyell, 1838:26). En este nuevo esquema de evolucionismo progresivo, el «catastrofismo» de Cuvier parecía no encontrar ninguna posibilidad de ciudadanía científica. Sin embargo, hoy se sabe que es necesario conjugar la teoría de la evolución con el catastrofismo dado que la historia de la vida en la Tierra es la historia de sus convulsiones y de sus interrupciones en la cadena de su desarrollo.

Como lo ha señalado David Raup, ha habido muchas extinciones y alguna significó nada menos que la desaparición de por lo menos el 95 % de las especies animales marinas y terrestres, períodos en los cuales, la cadena de la vida estuvo «al borde mismo de la destrucción total» (1988:52). La vida, sin embargo, pudo resistir a las grandes catástrofes y recomenzar a partir de los restos supervivientes de cada cataclismo. Hoy, no obstante, los paleobiólogos saben que el Homo sapiens es solo uno de los personajes cuya entrada en escena se debió, en buena medida, al azar de perturbaciones que supuso la última extinción en masa, la del fin del Cretácico. También, por ello mismo, según la larga e ineluctable historia natural de la vida, una Sexta Extinción exógena o autoinducida, es hoy más que nunca una amenaza que pesa sobre la especie humana como el horizonte que espera, acechante, la agonía final del destino humano.

Por estas razones, a la filosofía le corresponde la tarea de extraer las consecuencias ontológicas de dicho horizonte biológico y, en ese sentido, no importa la cronología de la extinción (ni su improcedente predicción) sino la elaboración del experimento gnoseológico y metafísico que supone tomar a la extinción como el verdadero umbral último a partir del cual toma sentido toda reflexión sobre el ser humano y sobre la vida. ¿Qué consecuencias puede tener para la ontología la consideración radical de un mundo no solo desprovisto del sujeto humano sino también de toda forma de la vida? En otros términos, podría decirse que se trata de concebir la posibilidad de un Sein sin un Da y de un Nach sin un Leben.

El espectro como vía regia de una nueva metafísica

En consecuencia, estas son las preguntas que la filosofía deberá tomar, en su más amplio sentido, como condición de posibilidad metafísica para pensar teóricamente una topología ontológica de un mundo más allá de la vida y de la muerte en cuanto tales. ¿Cómo puede aparecer al conocimiento el mundo que existió antes de la vida y que existirá después de la vida si rechazamos considerarlo, noéticamente, a partir de una fenomenología de la vida aunque su punto de partida, indudablemente, se encuentre aún en la subsistencia del vivir?

Antes de poder llegar a dar respuestas posibles a estos problemas centrales en las metafísicas plurales del porvenir, debemos tomar a la extinción (en tanto vector ontológico y no meramente biológico) como el presupuesto necesario a la hora de abordar la problemática de las antropotecnologías, es decir, las técnicas mediante las cuales las comunidades de la especie humana y los individuos que las integran actúan sobre su propia naturaleza animal con el fin de guiar, expandir, modificar o domesticar su sustrato biológico con vistas a la producción de aquello que, la filosofía primero, y luego las ciencias biológicas y humanas, han dado en llamar «hombre» (Ludueña Romandini, 2010:34).

El proceso de hominización y la historia de la especie Homo sapiens hasta la actualidad coincide, entonces, con la historia de las antropotecnologías (económicas, sociales, educativas, jurídico‒políticas, éticas) que han buscado, incesantemente, fabricar lo humano como éx‒tasis de lo animal. Dicho de otro modo, dado que el azar ha presidido la aparición del hombre sobre la faz de la Tierra y la propia dinámica de la vida puede prever, al menos como horizonte, su desaparición igualmente imprevisible pero ineluctable, cualquier reflexión sobre las antropotecnologías debe deshacerse de todo presupuesto cripto‒teleológico como el esgrimido, con gran sofisticación, por los partidarios del Intelligent Design que es uno de los sinónimos cosmológicos del principio antrópico que sitúa al ser humano como epicentro y punto de fuga a partir de cual todo lo existente encuentra la proposición de su fundamento.

De este modo, el estudio de las antropotecnologías presupone entonces el abordaje del hombre como una contingencia cosmológica de la cual no se desprende ninguna ley explicativa de su devenir ni ninguna posibilidad de consumación histórica de una antropogénesis postulada como los capítulos de una metafísica de lo necesario. Sin embargo, este desplazamiento teórico no implica poner en duda la viabilidad de la necesariedad como concepto filosófico, que no negamos en absoluto, sino que simplemente sustraemos a la historia de la domesticación del animal «hombre» de una participación incuestionable en dicha dimensión, resituando su efectuación histórico‒vital sobre capas de contingencias múltiples que, por otra parte, no quieren significar ninguna apuesta en favor de un relativismo axiológico o veritativo.

Es sin lugar a duda, en el ámbito filosófico‒político abierto por el hegelianismo donde el mundo contemporáneo ha podido tomar debida cuenta del carácter espectral que inviste a toda antropotecnología política. Uno de los más conspicuos jóvenes hegelianos, Max Stirner, asienta sus elaboraciones teóricas sobre la tela de fondo de una Ur-geschichte del Homo sapiens, retrotrayéndose hacia los tiempos, cronológicamente imposibles de datar con precisión, del origen de la apertura del hombre al mundo. El espacio natural primigenio es, según Stirner, habitación de los poderes ominosos del espectro. Al mismo tiempo, como espectro (Gespenst) y espíritu (Geist) son perfectamente sinónimos, es posible sostener entonces que el primer acto constitutivo de lo humano es «la primera profanación de lo divino (Entgötterung des Göttlichen), esto es, de lo siniestro (des Unheimlichen), de lo espectral (des Spuks), de los poderes superiores (oberen Mächte)» (1924:26).

De hecho, esta equivalencia es también formulada por Derrida cuando, a propósito de Stirner, postula que el espectro es «el cuerpo fenoménico del espíritu» (1993:216). Así, el proceso de hominización coincide, en este punto, no tanto con la negación del espectro sino con su incorporación dentro del mundo humano, su desplazamiento desde una esfera puramente exterior y natural hacia el espacio domesticado y delineado según las formas del habitar humano. De allí que, a diferencia de los estudios más autorizados sobre Stirner que hacen hincapié en su así llamado individualismo político (Ferri, 1996) o nihilismo anómico (Ferri, 2001), en este artículo subrayaremos la importancia insoslayable de su espectrología y su relación con la extinción como categoría filosófica.

Por esta razón, existe una forma de coincidencia entre la filogénesis y la ontogénesis en el plano de la espectrografía del devenir humano. Del mismo modo, no es exagerado sostener que el humanismo moderno es la fase superior de una particular antropoiesis espectral. Para Stirner, la infancia de la humanidad coincide con su confrontación primordial con el espectro y el consecuente rechazo del mundo que constituye el motor del despliegue histórico del entorno civilizacional griego: «para los antiguos el mundo fue una verdad (eine Wahrheit)» aunque, por otra parte, «trabajaron afanosamente para lograr la superación del mundo (Weltüberwindung)» (1924:38‒39). Como señala Stirner, «el enorme trabajo de los antiguos: que el hombre se sepa como un ser sin relaciones y sin mundo (beziehungs – und weltloses Wesen), se sepa espíritu (Geist)» (34).

El camino que, a través del lógos, conduce del bíos a la alétheia como formas imperfectas de domesticación de la espectralidad original de la naturaleza, abre las puertas que llevarán al cristianismo en cuanto modo de vida representativo de la juventud de la humanidad en la cual el lenguaje, la vida y la verdad se funden en el imperio de la ley. El ethos del cristiano se consuma en la compleja interacción entre el Hombre y el Espíritu Santo: la antropología y la ciencia de lo espiritual sellan su pacto teológico‒político con la Encarnación del Mesías mientras el intelecto queda bajo el dominio del dogma: «desde que el espíritu apareció en el mundo, desde que “la palabra se ha hecho carne (das Wort Fleisch geworden)”, desde entonces el mundo se ha espiritualizado (vergeistigt), encantado (verzaubert), es un espectro (ein Spuk)» (Stirner, 1924:49).

La Encarnación se torna así en la condición de posibilidad histórico‒ontológica del humanismo secularizado moderno: «el espíritu corpóreo o encarnado es precisamente el Hombre (der leibhaftige oder beleibte Geist ist eben der Mensch) (...) de aquí en adelante el hombre ya no tiene miedo propiamente de los fantasmas fuera de él sino de él mismo (Gespenstern außer ihm)» (Stirner, 1924:54). Este postulado que hace de la antropología una forma de teología y viceversa, ya había sido entrevisto por otro joven hegeliano, Ludwig Feuerbach, quien pudo escribir la siguiente proposición:

La esencia del hombre que lo distingue del animal no es solamente el fundamento (Grund), sino también el objeto (Gegenstand) de la religión. La religión es (...) la conciencia que tiene el hombre de su esencia no finita, no limitada, sino infinita (nicht endlichen, beschränkten, sondern unendlichen Wesen). (1956:36)

En este punto, Stirner lleva adelante una radicalización de las consecuencias contenidas en las formulaciones del hegelianismo de Feuerbach dado que, para el primero si Dios es un espectro, el hombre que lo reemplaza como esencia infinita es tan espectral como cualquier Ser supremo hipostasiado y, probablemente, más temible todavía. En ese sentido, Stirner hace de Feuerbach un eslabón más de la cadena antro‒espectro‒lógica que es inherente a todas las formas de la teología cristiana.

Los tiempos modernos son también la época del hombre en cuanto renovado espectro rector que hace de la esencial «condición humana en general» la vara con la cual deben medirse, de ahora en adelante, la metafísica, el derecho y la política. En todo cuerpo habita un espectro: el hombre (el cual no es más que la consecuencia extrema de la Encarnación del fantasma cristológico), y esto hace que el edificio del derecho moderno sea no solo un asiento de «ficciones jurídicas» sino también y, sobre todo, una teurgia incesantemente abocada a convocar espectros y tratar con ellos. En este sentido, el chamanismo es reemplazado por la ciencia jurídica como guardiana privilegiada de la nueva comunidad de los espectros humanos nacida en el Mundo Moderno. Lejos de ser «ciencias positivas», el derecho y la política, desde esta perspectiva, son tecnologías de lo fantasmagórico que ponen en escena una fantomaquia en torno al hombre como ser supremo de un nuevo orden sociopolítico.

Ciertamente, el jurista Carl Schmitt consideraba a Der Einzige und sein Eigentum como el libro con el título más bello o, en todo caso, más alemán de toda la literatura alemana. El espectro de Max Stirner, dice Schmitt en el momento en que es enjuiciado durante la segunda posguerra, es «el único que me visita en mi celda». En efecto, Schmitt tenía algunos autores oraculares a los que acudía en los momentos de crisis de su pensamiento. Estos forman parte de las «minas de uranio de la historia del espíritu (Uran-Bergwerke der Geistesgeschichte)» (1950:80) y entre ellos se encuentran los Presocráticos, ciertos padres de la Iglesia, y también algunos escritos de la época anterior a 1848: «el pobre Max forma absolutamente parte de ellos (der arme Max gehört durchaus dazu)» (1950:80).

De hecho, Schmitt era agudamente consciente de una verdad que hoy parece haber sido olvidada por buena parte de la filosofía política contemporánea, esto es, que «lo que explota hoy se preparó antes de 1848; el fuego que arde hoy, fue encendido en esa época (das Feuer, das heute brennt, wurde damals gelegt)» (1950:80). Por lo tanto, «quien conoce profundamente el curso del pensamiento europeo de 1830‒1848 (des europäischen Gedankenganges von 1830 bis 1848)» (80), está preparado para hacer frente a los sucesos que, a escala planetaria, se suceden en la política contemporánea.

Stirner inició a Schmitt en ese verdadero torrente esotérico del pensamiento de los «Libres», los jóvenes hegelianos de izquierda que se reunían en una legendaria taberna de Weinstube. Más allá de la fascinación mezclada con horror que su concepción política despertaba en Schmitt, el jurista llegó, sugestivamente, a admirar en Stirner «la desesperación (Verzweiflung) de su lucha contra el vértigo (mit dem Schwindel) y los fantasmas de su época (den Gespenstern seiner Zeit)» (Schmitt, 1991:48).

Precisamente, la cuestión se trataba de los espectros. La historia europea, después del gran desembarco del Espíritu hegeliano, no podía deshacerse de sus acosadores fantasmas. El huracán stirneriano intentó conjurar los espíritus que, a sus ojos, eran solo algo ilusorio o simplemente alienante; en cambio, Schmitt creyó poder controlar estos mismos fantasmas con una teología política que él esperaba encarnar como último exponente del jus publicum europaeum. Stirner se erigió en un exorcista allí donde Schmitt quiso ser el jurista‒teólogo capaz de recuperar las últimas fuerzas de los espectros moribundos del linaje histórico del destino europeo.

Las aporías que ambos enfrentaron constituyen el suelo mismo de nuestro presente. Por esta razón, la cifra de la política contemporánea sigue siendo el misterio antropotécnico del espectro. Ninguno de los «Libres» (comenzando por el propio Stirner) pudo nunca comprender la naturaleza de una espectralidad a la que querían eliminar a todo precio y Schmitt fue el heredero privilegiado (aunque políticamente opuesto) de dicha oposición a la comprensión ontológica del fantasma. ¿Podemos seguir, todavía hoy, habida cuenta de nuestro agonizante estado de situación, continuar negando la urgencia de una auténtica espectrología no‒hegeliana como ciencia metafísico‒política de lo fantasmal concebido a partir de la extinción? ¿Pueden los espíritus recuperar algún tipo de voz después del fantasmicidio stirneriano? Seguramente, en estos casos, la literatura aún más que la filosofía, se inclina por una respuesta favorable.

Para esto es necesario retomar el legado metafísico y antropológico del que Hegel y los jóvenes del grupo de los «Libres» son aún herederos: el pensamiento de Immanuel Kant que constituye algo así como el lugar donde la Modernidad selló la imposibilidad de toda espectrografía antropotecnológica, es decir, se trata de analizar cómo la política y la humanidad misma del ser hablante se constituyen en relación con potencias postuladas como in‒humanas y, por esta misma razón, pensadas como la surgente misma de todo poder.

En efecto, la Modernidad en cuanto tal puede ser definida como el tiempo donde el espectro o bien es conjurado por el exorcismo político practicado por Stirner y Marx o bien es postulado como metafísicamente inexistente. De hecho, es Kant quien declara la imposibilidad de toda metafísica de lo invisible suprahumano o del mundo inmaterial (mundus intellegibilis). Kant define que los seres inmateriales son

principios espontáneos, es decir, sustancias y naturalezas subsistentes por sí mismas (Substanzen und vor sich bestehende Naturen) y cuya recíproca relación no puede ser sino primordialmente política puesto que conforman una auténtica comunidad (Gemeinschaft), aún si no tiene lugar ninguna mediación material. (1977:939)

Sin embargo, la comunidad de los espectros es, para Kant, una entelequia metafísicamente insostenible puesto que no es concebible dentro de los límites trazados por el plano de las condiciones transcendentales. Por ello, según Kant, tomar a los fenómenos constituidos a partir de las formas a priori de la sensibilidad como un símbolo del mundo espiritual constituye un sinsentido.

A pesar del diagnóstico kantiano, la comunidad humana no ha hecho otra que cosa que relacionarse constantemente con los espectros que pueblan el mundo de las «ficciones» de la literatura y la política hasta el punto en que la espectralidad parece constituirse en la escena antropotecnológica fundamental que permitió la apertura del hombre a las potencias in‒humanas que pueblan el cosmos. El espectro constituye entonces la cláusula secreta que todos los hombres han firmado con su Leviatán. Pero una verdadera ontología política que supere los falsos dilemas de la vida y de la muerte, de la ciudad y de la guerra, de la soberanía y de la economía, deberá enfrentarse al desafío de producir la rehabilitación de un espacio no‒antrópico que permita pensar una forma radicalmente nueva de cosmología espectro‒política en un multiverso cuyo horizonte último está concebido a partir de la categoría de la extinción.

En efecto, ya Gottfried Benn había señalado que todas las épocas tocan a su fin con el arte y, por lo tanto, también el género humano encontrará su extinción luego de alcanzar su plena realización en el arte: «primero los dinosaurios, los reptiles, después la especie capaz de arte» (1989:139). De hecho, según Benn, ya en los insectos tienen lugar las relaciones de dominio (Herrschaft) y la división del trabajo (Arbeitsteilung). Finalmente, la comunidad de los hombres no es más que la última en constituirse en la larga historia del cosmos, una societas animal cuyos obstinados miembros «crearon divinidades y obras de arte, y a la postre tan sólo arte» (140). El nuestro es «un mundo tardío (eine späte Welt), fundado sobre bases previas, formas primarias de existencia (Frühformen des Daseins)» (149). Entonces, si «toda vida quiere algo más que vida (alles Leben will mehr als das Leben)» (150), ¿es posible pensar que más allá de la vida solo mora el Espíritu (Geist) como querría Benn o tal vez este es solo una declinación particular o incluso una máscara, del secreto rostro del espectro?

En todo caso, lo cierto es que la postura filosófica que encarnan Stirner y Benn representa una espectrología que se funda a partir de la noción de extinción y no de finitud. Pensado como un mundo libre de los seres humanos, el espacio espectral está llamado a constituir al ser humano desde fuera. Son los espectros los que, en cierto modo, dan forma a lo humano a partir de las antropotecnologías que crean su psique, su entorno cultural y su teología política. En este sentido, con Stirner se avizora una suerte de extinción pensada no como hecho de consumación final sino como a priori de toda metafísica. La no‒existencia del hombre hace posible vislumbrar la existencia primigenia del Espectro que, por acción retroactiva, da forma al mundo humano como la más eficaz de sus ficciones. Llegados al punto del diagnóstico de Benn, son también los espectros los que llevarán, mediante su acoso indómito y el agotamiento del ciclo histórico que les dio cobijo, a la extinción biológica de la propia especie que habían propiciado. Esta versión de la extinción que permite la existencia del Espectro como una máquina antropotécnica, la denominaremos minimalista pues, justamente, ante la ausencia de lo humano, subsiste el Espectro antes y después de que los homínidos caminen por el orbe terrestre.

La literatura y la filosofía: extinción y espectro en la obra de Guido Morselli

Debido al recorrido que hemos realizado, podría conjeturarse que nuestra propuesta de pensar la situación de la extinción como condición de posibilidad de la posmetafísica futura carece de precedentes en los autores más canónicos de la filosofía. Contrariamente a esta suposición, podemos afirmar que nuestro punto de inspiración se encuentra en la filosofía moderna y, más específicamente, en la obra de Thomas Hobbes de cuya pertenencia a la flor y nata de la filosofía nadie tendrá la más mínima duda. En un momento de su obra, Hobbes se propone, justamente, fundar la actividad del filosofar sobre la hipótesis de la «desaparición figurada del universo» (1966:81). Sin embargo, el experimento filosófico permanece, en este escenario, en un punto complejo pues un último hombre es exceptuado de este aniquilamiento ficticio para lograr poner en funcionamiento el dispositivo mnemotécnico de una fantasmática de lo existente en cuanto existente.

De esta forma, el Gendankenexperiment que deseamos presentar ahora puede ser visto como un desarrollo exhaustivo, en la analogía literaria, de la apuesta hobbesiana: aunque se exceptúe a un último ser humano, su relación con lo espectral no escapa de la aniquilación universal sino que, de un modo sugestivo, termina por incluir en ella a ambos términos (el homínido y el Espectro) para llevar el experimento filosófico hasta sus últimas consecuencias: es lo que denominaremos entonces la extinción en su versión maximalista. Ahora bien, al mismo tiempo, el resultado del experimento nos mostrará si existen realmente las condiciones de posibilidad para una suerte de posmetafísica de la presencia.

En pos de adentrarnos en este camino, nos detendremos en la obra del italiano Guido Morselli que, muy poco frecuentada en el mundo literario y filosófico, constituye una de los más destacadas del siglo XX. A este hecho se suma que ha sido Morselli quien ha llevado adelante, en el plano literario, el experimento filosófico hobbesiano de la manera más escrupulosa. El destino literario de Morselli se vio coronado con el reconocimiento luego de su suicidio en 1973 siendo, pues, la mayor parte de su obra el resultado de publicaciones póstumas en vida rechazadas por todos los editores. Sin embargo, como ha sido demostrado por las más recientes investigaciones, su legado lo ubica como un escritor imprescindible del siglo XX, dotado de una profunda originalidad literaria que presenta una manifiesta inclinación por la especulación en materia filosófica (Fiorentino, 2002; Lessona Fasano, 2003).

El experimento filosófico de la extinción lo lleva adelante Morselli en su novela Dissipatio humani generis escrita poco antes de su suicidio y publicada en 1977 donde el protagonista, fobántropo por excelencia, decide cometer un suicidio en un lago al fondo de una caverna. Antes de acometer el acto, decide cambiar de parecer y vuelve al mundo que había abandonado solo para caer en la cuenta que, misteriosamente, todo el género humano se ha evaporado de la faz de la Tierra un día 2 de junio.

En efecto, señalando lo que considera una omisión en la teoría de Émile Durkheim acerca de los suicidios pues el sociólogo no consideró el caso de los suicidios fallidos, el retorno al mundo urbano le hace constatar a Morselli que la desaparición de la humanidad ha convertido a la ciudad en un objeto museológico integral: «la ciudad intacta, apenas abandonada, es ya arqueología» (2009:33) salvo que los signos que la marcan se han tornado completamente indescifrables respecto del enigma que tuvo lugar en la hecatombe civilizatoria del género humano.

No obstante, dado su implacable diagnóstico sobre la evolución de las sociedades contemporáneas, el Acontecimiento no parece perturbar al protagonista desde el punto de vista ético‒político:

En la era de la tecnología, si la radio‒mundo se calla, supuestamente quiere decir que la civilización asociada a ella queda suspendida, por no decir caducada, que la Organización criptógama y funesta extendida por los cinco continentes se ha disuelto, que el pulpo de la Economía no alarga ya la miríada de sus inmundos tentáculos. (Morselli, 2009:49)

Para el protagonista que estuvo a punto de suicidarse ante el oprobio de una civilización que había hecho de la Economía una forma de gobierno y de la tecnología un modo de la opresión, el final de la humanidad resulta un beneficio: «deseabais vuestra esclavitud, erais sus autores. Y solamente podía desaparecer con vuestra desaparición» (2009:49). Sin embargo, la intriga de las razones metafísicas de la desaparición sigue siendo vigente pues el protagonista no deja de interrogarse por las causas y el destino final de los humanos otrora vivos.

Desde esta perspectiva Morselli entiende cómo toda la escatología occidental ha sido el resultado de un principio antrópico que ha privilegiado al ser humano por encima de las demás especies vivas pues considera, con justa razón, que la teología siempre concibió que el final de los seres humanos implicaba, necesariamente, la imposibilidad de la permanencia de las cosas del mundo y de los demás vivientes. El índice inequívoco del antropismo presente en toda la tradición apocalíptica consiste, precisamente, en imaginar el fin de la humanidad como el fin de todo el orbe habitado.

Sin embargo, en la hecatombe humana presenciada por el protagonista, todo subsiste salvo al ánthropos: «una de las bromas del antropocentrismo: describir el fin de la especie como algo que implica la muerte de la naturaleza vegetal y animal, el fin mismo de la Tierra» (2009:51). Este antropocentrismo se encuentra entonces desmentido con la evaporación selectiva de los humanos y la preservación del resto de cuanto existe en el mundo.

Los seres humanos, en la concepción de Morselli, después de treinta siglos y no menos de cinco mil guerras, han tenido la culpa si no de engendrar la Historia, al menos indudablemente de continuarla. En virtud de lo antedicho, han transformado al mundo en una necrópolis que no los echa de menos. Más aún, una de las hipótesis que maneja el protagonista para explicar la desaparición de la especie humana es de tipo ontológico: habiendo exacerbado el materialismo, la humanidad se habría disuelto por un efecto compensatorio de volatilidad inmaterial:

Volatilización, ¿por qué? Veamos: podría ser una reacción de la Naturaleza, o de una extra‒naturaleza, a la materialidad en que ellos vivían. Un materialismo subhumano, según dicen los moralistas. Denso y obtuso, tanto en Occidente (praxis) como en Oriente (doctrina) (...) Mediante una análoga carambola puntual, un materialismo extremo habría producido el inmaterialismo. Ontológico. (Morselli, 2009:56)

En consecuencia, si bien no puede lamentarse su desaparición pues «la sociedad era simplemente, después de todo, una mala costumbre» (69) y esto debido a que «Durkheim, uno de los padres teóricos del sociologismo extremo, llegaba a decir que el concepto consiste en someter lo individual a lo social» (68), el enigma ontológico merece una explicación que, por otra parte, no está disociada de las consecuencias extremas del materialismo de una civilización entregada a lo social como meta última de todo sentido para la vida humana. En esa línea, estima Morselli, la Naturaleza habría compensado el materialismo ontológico‒económico de las maquinarias de gobierno del mundo mediante una evaporación inmaterial que trae un nuevo equilibrio al cosmos. Dicho en otros términos, «el dios colectivizante, el sociologismo, debía reconciliarse in extremis con su contrario» (96).

Ahora bien, reconocido el antropocentrismo del cual Morselli desea separarse, ¿cómo explica entonces el protagonista su propia supervivencia en medio de la extinción generalizada de los humanos? Existen dos hipótesis:

Yo sobrevivo. Por tanto, he sido elegido o he sido excluido. Llegaré a la conclusión de que soy el elegido si supongo que la en la noche del 2 de junio la humanidad mereció terminar y la dissipatio fue un castigo. Llegaré a la conclusión de que soy el excluido si supongo que fue un misterio glorioso, una asunción al empíreo, una angelización de la especie. (82)

Una estricta teología lógico‒salvífica condensa los propósitos del protagonista: ya sea como elegido, ya sea como excluido, su función de superviviente plantea un problema a la dissipatio pues resulta un efecto inasimilable que, en cierta forma y aunque Morselli no lo reconozca, la desaparición haya resultado incompleta puesto que este hecho significa un exceso (marcado por la supervivencia del protagonista) que ha tornado insuficiente a todo el fenómeno en cuanto tal.

No debe creerse, con todo, que nuestro autor fuese el partidario de una naturaleza inocente y necesariamente buena. El mayor logro de esta última, en buena medida, depende de su oposición al materialismo sociologizante que todo lo abarca: «la naturaleza era bella y terrible, pero cumplía una función asocial. Suponía, negativamente, al hombre» (Morselli, 2009:97). Justamente por esta vía, Morselli llega a una conclusión necesaria pues aunque el ser humano haya desaparecido, la pervivencia de su mundo arqueológico lo supone también como una presencia negativa y, nuevamente, estamos ante otro indicio metafísico de la incompletud de la dissipatio:

La inmanencia de tipo antropológico es una ley de la que no hay salida, como en un tiempo la inmanencia de tipo idealista. Hemos reducido la realidad universal al hombre, sin excluir el dato científico. Ahora el hombre parece haber desaparecido, pero no el panhumanismo, y todo, incluida la noche del 2 de junio, se puede explicar en función de él. (116)

Como puede verse la archi‒huella del pan‒humanismo o del antropismo parece ser un límite casi infranqueable. Aun así, ante esta evidencia, Morselli intenta un último gesto que consiste en excluirse a sí mismo de la categoría de lo humano para, de algún modo, tratar de escapar a la dicotomía de ser un salvado o un excluido teológico pero humano.

Para estos fines, desarrolla la categoría de «ex–hombre» que supone, en primer lugar, considerar la propia animalidad constitutiva de lo humano: «me he considerado a menudo un animal. Cosa que un animal no hace» (133).

A partir de allí, la condición humana es superada en el horizonte de la hecatombe del resto del género homínido:

Lo que me parece seguro es que yo, como hombre, estoy acabado. La mía no es una existencia larvaria. No soy un espectro (...) ni un cadáver (...) pero tampoco soy yo mismo, ni siquiera lo poco que era. Sobrevivo gracias a no se sabe qué artificio. En una campana neumática o bajo una tienda de oxígeno. Privado de mi identidad y, para colmo de extrañeza, capaz de recordarla. (134)

Finalmente, el maximalismo de la apuesta de Morselli hace que postule un mundo donde el espectro mismo ya no es una posibilidad de existencia en medio de la Extinción. El protagonista se encuentra más allá del cadáver, ontológicamente no se encuentra ni vivo ni muerto pero tampoco se volatiliza como espectro. No obstante, cabe interrogarse, ¿este poshumanismo de Morselli supera realmente todo residuo antrópico? Tal vez la respuesta, con todos los recaudos del caso, deba ser negativa pues el maximalismo no logra superar el recuerdo de la identidad perdida y, además, sostenida un cuerpo errante y neumático: estas archi‒huellas así como la ciudad arqueológica no dejan de marcar el resto que sobrevive y pervive de la Humanidad ya sea como salvación o condena eternas.

En este sentido el maximalismo que buscaba ir más allá de los espectros de Stirner muestra sus límites como ya los había mostrado en su momento Hobbes cuando, en su experimento filosófico, tampoco pudo deshacerse de tener como testigo a un último hombre que contemplase el final de lo existente. Esta cualidad no implica, quizá, que haya que considerar estos rasgos como un residuo que impide superar in toto la metafísica de la presencia. Al contrario, estimamos que puede ser el indicio que marca que, aun sin una concepción antrópica del cosmos, la extinción que implica un Afuera absoluto (sin humanos ni otros seres vivientes) es el mito supremo de la metafísica en el final de su historia.

Esta posibilidad de pensar un Gran Afuera no correlacionado con el sujeto pensante es el mito abonado por la filosofía contemporánea a través de la obra, por demás fructífera, de Quentin Meillassoux (2006) pero no puede dejar de hacerse notar que semejante Afuera no podría concebirse sin el Adentro que, necesariamente, constituye su negativo (diría Morselli) y que marca una pertenencia ineluctable que no puede ser superada. Ciertamente cabe señalar que tampoco hay razón para tenerla como un horizonte que represente un límite para la metafísica. De esta forma, la superación del correlacionismo propuesta por Meillassoux es el auténtico mito metafísico contemporáneo y no así el correlacionismo tan arduamente combatido. De esta forma, ni los seres humanos ni los espectros son un obstáculo para pensar el Afuera absoluto sino que, al contrario, pueden constituir la vía regia para acceder a un mundo cuya textura ontológica haga de la hipótesis de la extinción la vía regia para el acceso a lo Otro de lo humano que habita en cada sujeto.

Conclusión

Los contornos de una filosofía de la espectralidad requieren una ontología de un nuevo tipo que, a su vez, no dude en tomar espesor a partir de las especulaciones que ofrece la literatura como experiencia de pensamiento. Ese sendero teórico, implica dar una respuesta al problema de Hobbes: si siempre subsiste un ser humano que puede dar cuenta de la extinción, ¿cómo es posible hablar de un Afuera, que dicha extinción permitiría vislumbrar, cuando todavía queda un testigo antropomórfico? La respuesta de Meillassoux es que el formalismo matemático, en ese aspecto, puede ser el código del Gran Afuera. En nuestro caso, menos optimistas sobre los poderes de los lenguajes formales, creemos más humildemente que el lenguaje poético (y, por derivación, el filosófico) puede dar cuenta de tal Afuera si toman precisamente en cuenta el propio hecho de estar diciendo esa exterioridad en el acto mismo de su enunciabilidad.

Dicha exterioridad puede estar poblada de espectros pre y poshumanos o bien ser un desierto de lo Real pero, en cualquier caso, no creemos que el Gran Afuera exista como tal sin que el sujeto pueda dar cuenta de él por la apremiante razón de que el pliegue metafísico que necesariamente acompaña al Afuera se traduce, precisamente, en las formas de la vida no solo humana sino también in‒humana. Es otra forma de señalar que esta muerte pretendida por el Gran Afuera es siempre invadida por la vida; un hecho que, con enorme agudeza, ha sido entrevisto por uno de los más destacados exponentes del pensamiento argentino contemporáneo cuando ha podido afirmar que «el erotismo es la afirmación de la vida hasta en la muerte» (Arce, 2020:87).

Por el momento, podemos decir que la literatura ha logrado pensar en un mundo sin el ser humano (aunque, justamente, este último puede dar cuenta de ese Afuera en la escritura) y, para volver a Wallace Stevens, antes de su muerte, este poeta que tanto había festejado el mundo de la experiencia sensitiva humana, tuvo el ominoso y terrible impulso de escribir los estremecedores versos de su gran poema metafísico titulado Of mere being (De la simple existencia):



A gold-feathered bird
Sings in the palm, without human meaning,
Without human feeling, a foreign song.

Un pájaro de plumas doradas
en la palmera canta, sin significado humano,
sin sentimiento humano, un extranjero son.
(Stevens, 2010:93)

Wallace Stevens, en sus días finales y casi invirtiendo completamente sus convicciones poetológicas de siempre, nos propone una canción extranjera a toda modalidad humana de percepción puesto que se trata de un mundo donde el hombre como multiplicador de significados ya no cuenta en absoluto para el mantenimiento de la realidad objetiva de lo dado. El mundo de la mera existencia (mere being) es un mundo no solo no antropológico sino también esencialmente no antrópico (no destinado a un hábitat humano).

Con todo, resta aún la pregunta esencial que deberá ser respondida en el futuro: ¿en qué sentido la mera vida como el último substrato de lo dado puede ser el bastión para superar la onto‒teo‒logía occidental hacia una nueva metafísica? Una respuesta a estas preguntas filosóficas conllevará, sin duda también, una nueva visita a una nobilísima vexata quaestio que implica el intentar definir, una vez más, aquello que entendemos por literatura.

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Información adicional

Para citar este artículo: Ludueña Romandini, F. (2022). La Extinción y el Espectro: hacia una nueva metafísica entre literatura y filosofía. El taco en la brea, (16) (junio–noviembre). Santa Fe, Argentina: UNL. e0077 DOI: 10.14409/el taco.8.16.e0077



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