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Resumen: El artículo plantea asuntos que afectan a la conservación del patrimonio cultural en la actualidad y que ya eran tratados en los textos de Riegl y Dehio a principios del siglo XIX. Se trata de las contradicciones y los antagonismos existentes en la conservación y restauración de bienes culturales. Discute la falta de definiciones claras sobre los conceptos involucrados, las dificultades de implementación de una política consensuada de defensa del patrimonio y temas vinculados a la educación patrimonial. Reflexiona sobre los objetivos de la conservación del patrimonio cultural y los desencuentros entre la teoría y la técnica. Relaciona los valores atribuidos a la significancia de los bienes culturales para los individuos. Presenta la metáfora arqueológica de Freud y un intento de entender las cuestiones relacionadas con la conservación del patrimonio cultural a través de la óptica del psicoanálisis.
Palabras clave: Conservación, restauración, patrimonio cultural, psicoanálisis..
El encuentro de la conservación de bienes culturales y el psicoanálisis: una metáfora posible
Traducción de Valerie Magar
La conservación de bienes culturales es un campo en constante avance, aunque carga con contradicciones y antagonismos desde que surgió. La actuación del conservador-restaurador suscita discusiones interminables: conceptos, políticas, criterios, soluciones, técnicas, filosofías, intenciones, alcance, extensión, profundidad, entre otros; son temas que acaloran discusiones en congresos, seminarios y encuentros, atravesados por cuestiones más amplias como historia, estética, cultura, ciencia, legitimidad, autenticidad, significancia, relevancia, representatividad, etc.
En Brasil, los desafíos empiezan por el propio nombre de nuestra profesión y dan respeto a nuestra identidad profesional: ¿somos conservadores-restauradores, somos conservadores y restauradores o acaso conservadores o restauradores? ¿Cuál es la formación requerida? ¿Cuál es el perfil del profesional? ¿Cuál es nuestro mercado de trabajo? ¿Tenemos una base conceptual común? ¿Podemos aplicar los principios y conceptos establecidos para la conservación y/o restauración de arquitectura para otros materiales? ¿Es posible pensar la conservación y/o restauración de un documento de la misma manera que se piensa la conservación y/o restauración de una película?
Éstas son algunas de las cuestiones que provocan intensos debates en congresos, seminarios y encuentros, y para las cuales no tenemos respuestas definitivas. Una intención aquí, una propuesta allá, pero no existe consenso, seguimos en busca de una unidad que ni siquiera sabemos si es posible.
Vivimos tiempos tan contradictorios como los descritos por Georg Gottfried Dehio en su texto de 1905, La protección y el cuidado de los monumentos en el siglo XIX. El tema central que él presenta podría fácilmente plantearse hoy en día: el equilibrio entre teoría y técnica, o, si se pudiera decir, la falta de equilibrio entre el discurso y la acción. En Brasil, la profesión de conservador-restaurador de bienes muebles no está regulada, y recientemente el cargo de restaurador se eliminó en varias instituciones federales. Proliferan cursos de corta duración que prometen habilitar a las personas para ejecutar procedimientos técnicos sin las herramientas conceptuales adecuadas para la toma de decisiones. Convivimos con profesionales mal formados que realizan intervenciones automatizadas y sin fundamento, con facultades de conservación y restauración estructuradas, pero que no reciben recursos adecuados, y hay asociaciones que luchan para mantenerse activas y poder actuar como puente entre los profesionales y la sociedad, y entre los profesionales y sus pares.
Un cuadro muy diferente de lo que Dehio proyectaba. Él mantenía la esperanza de que el siglo XX no repetiría las intervenciones desastrosas que se realizaron en el siglo XIX, periodo en que los conceptos estaban aún más frágilmente establecidos. Entrando en el siglo XXI percibimos que todavía hay un gran camino por recorrer. Para Dehio, historiador del arte, lo más adecuado sería conservar y no restaurar. Y aunque este concepto gana cada vez más adeptos y es cada vez más difundido, Dehio, si aún estuviera vivo (falleció en 1932) estaría ciertamente decepcionado. Al final del siglo XX la situación no era muy diferente a la de principios de siglo. Si el avance tecnológico ha logrado ofrecernos una gama más amplia de posibilidades técnicas, de la radiación gamma a la nanotecnología, no avanzamos mucho en las cuestiones conceptuales y no llegamos a un consenso sobre la mejor forma de proteger nuestro patrimonio.
En Nuevas corrientes en el cuidado de los monumentos Alois Riegl hace un análisis del pensamiento de Dehio y del arquitecto alemán Bodo Ebhardt, que tenían discursos diametralmente opuestos, y sugiere que pueda haber una vía intermedia.
[...] nos han acostumbrado desde hace mucho tiempo a considerar la posición de los arquitectos creativos y aquella de los historiadores de arte que se oponen por principio a cualquier intervención en los monumentos, como dos extremos, entre los cuales sin duda debe encontrarse un equilibrio para una práctica respetuosa pero realista del cuidado de los monumentos. Teniendo en cuenta que ambas partes comparten el mismo objetivo, por supuesto no se puede omitir a priori el pensamiento de que, con buena voluntad, se podría encontrar por lo menos un punto medio entre ambos extremos, que no podría ser más que beneficioso (Riegl, 2018: 63).
Si consideramos que el objetivo al que se refiere Riegl es la conservación de los monumentos, ¿cabe cuestionar lo que exactamente queremos conservar? Se habla de aspectos históricos, artísticos, culturales, de antigüedad, etcétera, y con esto estamos hablando de valores. ¿Qué hace que un edificio, un documento, un cuadro, una ruina, un libro, una película o cualquier otro artefacto deba ser conservado? Atribuimos y asociamos valores para encontrar un significado que haga que aquel bien deba permanecer accesible a las generaciones futuras, y esto va más allá de la materialidad.
Esta comprensión, ampliamente estudiada y discutida por conservadores-restauradores y por estudiosos de la memoria social, es a menudo deficitaria en aquéllos con poder de decisión e influencia. Nuestro patrimonio cultural más importante está, en general, al cuidado del Estado, que debería actuar como fiel depositario y velar por los bienes que pertenecen a todos nosotros, pero no siempre ésta es la realidad. Cuando la dirección de instituciones encargadas de la custodia y conservación del patrimonio es ocupada políticamente por burócratas ajenos a las intrincadas cuestiones que atraviesan esta actividad, se crea una condición de alto riesgo para el mantenimiento de sitios y colecciones. Decisiones basadas en intereses económicos, electorales o cualquier otro que no se ampare en el cuidado de lo que nos representa como ciudadanos, pueden tener consecuencias desastrosas. Estos gestores son la expresión máxima de una población que no tuvo –y sigue sin tener– acceso a una educación patrimonial mínimamente adecuada. Y Dehio ya puntualizaba en 1905:
En todas las clases sociales debe penetrar la sensación de que un pueblo que posee tantos monumentos artísticos es un pueblo noble. Sólo cuando el pueblo está instruido sobre los argumentos del tema, entonces puede asumir la responsabilidad de una decisión en el momento en que surja un conflicto entre el presente y el pasado. Nosotros queremos practicar el cuidado de los monumentos, sin sentimentalismos, sin pedantería, sin arbitrariedad romántica, como una expresión espontánea y natural de respeto hacia nosotros mismos, y como reconocimiento del derecho de los muertos por el bien de los vivos (Dehio, 2018: 39).
El final del siglo XX e inicio del XXI vieron surgir un fenómeno que nos viene impactando bajo varios aspectos: internet. Si por un lado nos permite compartir pensamientos y experiencias por medio del contacto instantáneo con colegas de todas partes y nos da acceso a una cantidad casi infinita de información de calidad, también permite un flujo enorme de información y opiniones no especializadas que contribuyen a aumentar el riesgo para nuestro patrimonio. Incluye desde fórmulas de limpieza, tutoriales de “hágalo usted mismo”, divulgación de trabajos hechos por personas sin formación y haciendo uso de acercamientos equivocados, hasta opiniones de lo más variadas sobre conservación y restauración. Si bien por un lado es interesante porque hace que los profesionales vengan al público a exponer y esclarecer sobre su actuación, su formación y sus proyectos –y esto contribuye a la educación patrimonial–, por otro lado provoca una tensión entre gestores y especialistas cuyo el resultado no siempre es el más adecuado desde el punto de vista de la conservación del patrimonio.
Como conservadores partimos de la convicción de que el “cómo conservar” está subordinado al “por qué conservar”, así como al “qué conservar”. Sin embargo, quedan cuestiones como ¿conservamos materia o conservamos valores? ¿Conservamos un espíritu o un sentimiento? Si tenemos claridad sobre lo que es y por qué estamos interviniendo en un objeto, podremos definir mejor cómo actuar y establecer los límites de nuestra acción, en términos de extensión y profundidad.
Tal vez deberíamos, para tanto, tratar de entender mejor de qué patrimonio estamos hablando, cuál es su significado y por qué no podemos renunciar a su existencia. Creemos que al conservar elementos que vienen del pasado estamos en busca de la comprensión de nuestro presente para, quizá, poder proyectar nuestro futuro. Es un hecho sabido que creamos museos para mantener la memoria y, así como lo hacemos como un modo de júbilo por hechos notables de nuestros antepasados, también lo hacemos para mantener presentes tiempos difíciles y con eso no permitir que se repitan, como el caso de museos del holocausto y de museos de la dictadura que existen en varios lugares del mundo. También mantenemos la memoria de lo que es común, de los modos de vida, de las costumbres y los hábitos, de las personas simples y del día a día. ¿Para qué?
Al analizar los posicionamientos de ambos autores –la opción por un acercamiento más invasiva, caracterizada por la reconstrucción defendida por Ebhardt en contraposición con la propuesta de conservar y no restaurar de Dehio– Riegl transita por estas cuestiones ayudándonos a pensar sobre cómo y por qué intervenir en los monumentos.
Sostiene que los aspectos históricos y artísticos, tan ampliamente asociados a los monumentos, no dan cuenta de justificar por qué los conservamos.
Dehio intuye correctamente que el esquema estético-científico de los “monumentos artísticos e históricos” ya no es aplicable hoy en día y que el verdadero motivo del culto de los monumentos se basa en un sentimiento altruista que nos impone la piedad como deber interior, es decir, el sacrificio de ciertos intereses opuestos y egoístas. Sin embargo, Dehio interpreta este sentimiento altruista como un sentimiento nacional: “Protegemos el monumento como un elemento de nuestra existencia nacional” (Riegl, 2018: 64).
Sin embargo, esta concepción nacionalista no da cuenta del choque que nos arrebata ante la pérdida de bienes pertenecientes a otras culturas. A lo que Riegl reconoce como “valor de lo antiguo por sí mismo, prescindiendo de la nacionalidad de sus constructores” y concluye: “Visto bajo este aspecto, seguramente nos aparecerán como una parte de nuestra existencia, pero en el de la existencia nacional, aquella humana”.
Riegl creía que lo que nos motiva a cuidar del patrimonio es un sentimiento universal, humano. Y para defender este aumento de la comprensión del patrimonio como un bien concerniente a la existencia humana que transpone fronteras, buscó una analogía con la protección de los monumentos naturales que, ya en aquella época, eran fuente de preocupación. Una idea bastante moderna que sólo sería regulada en 1972 por la UNESCO en la Convención para la protección del patrimonio mundial, cultural y natural.
Volvemos así a la cuestión: ¿a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de conservar nuestro patrimonio? ¿Conservamos porque es hermoso, porque forma parte de la historia de nuestros antepasados y consecuentemente de nuestra historia? ¿Lo que nos afecta cuando estamos frente a un artefacto que atravesó siglos para llegar a nosotros? ¿Por qué muchas veces valoramos más lo que viene de otra cultura que lo que nos es más cercano?
Riegl todavía cuestiona la validez de la búsqueda de la belleza o del valor histórico de los monumentos para definir su importancia. Según él, la belleza sólo es accesible para quien tiene una cultura estética, mientras que lo histórico necesita una cultura histórico-científica y, sin embargo, ninguno de los dos es suficiente para explicar el efecto que suscita en el espectador moderno. Se refiere a un “sentimiento por sí mismo indefinible, que se manifiesta en una nostalgia insaciable de contemplación de lo ‘antiguo’"(Riegl, 2018: 69). Si contemplamos una casa, nos damos cuenta de que es ‘antigua’ y simplemente nos llena de placer”.
Por lo tanto, considera que hay algo más que nos hace preservar los monumentos; una percepción de su importancia no sólo para nosotros sino para la humanidad, y sigue siendo absolutamente coherente con su tiempo y con la efervescencia cultural que lo rodeaba:
Que se haya ignorado durante tanto tiempo este aspecto de la cuestión y que hoy en día se sigua desmintiendo con vehemencia, se puede explicar probablemente con el malestar que la persona erudita moderna prueba cada vez que se confronta con algo que no puede comprender con la razón. El observador no quiere reconocer que no es capaz de explicar la sensación que experimenta durante la contemplación de un monumento, y vive así en la ilusión de que el monumento le agrada porque es bello o históricamente interesante (Riegl, 2018: 69).
Esta sensación inexplicable que Riegl refiere como un sentimiento aparece de forma recurrente en su texto, señalando que hay algo de humano y de difícil explicación que puede influir en la manera como nos relacionamos con los monumentos, y que está en el corazón de lo que nos motiva a conservarlos. El malestar del hombre moderno al que se refiere –y que será desarrollado por Freud en 1930 en El malestar en la civilización– nos da una pista de que podríamos pensar en el cuidado de los monumentos a partir del psicoanálisis.
En 1905, mientras Riegl escribía Nuevas corrientes en el cuidado de los monumentos, Sigmund Freud estaba en pleno desarrollo de su teoría psicoanalítica y, para ello, echaba mano en innumerables ocasiones de metáforas tanto de la arqueología como de la conservación y restauración de sitios y artefactos.
Freud nació en 1856 y creció en un ambiente intelectual en un momento en que la arqueología estaba en auge. Después de las campañas en Egipto al final del siglo XVIII y del desciframiento de la Piedra Roseta en 1822 por el francés Jean-François Champollion, las expediciones y los estudios arqueológicos alimentaban una fascinación por la antigüedad y por la historia antigua, además de abrir el camino al enorme comercio de piezas que llegaban a Europa en grandes cantidades. Freud era un buen coleccionista de antigüedades, que compraba con facilidad en la Viena de inicios del siglo XX. Con ello reunió una respetable colección y una biblioteca que, por su composición, dejaba claro que sus investigaciones “[...] se dirigían no sólo a las experiencias infantiles de un individuo, sino también a los orígenes de la civilización y de la cultura”[1] (Botting, 1994: 192).
Freud quería que el psicoanálisis fuera una disciplina científica y al mismo tiempo popular, como la arqueología. Vio en las metáforas arqueológicas una manera de hacer su teoría simple y accesible.
A los ojos de Freud, el psicoanálisis, así como la arqueología, era una investigación heroica de una realidad legendaria. [...] Ambas tratan con la presencia y el poder inesperado del pasado. Ambos son modos de recordarlo. [...] Para Freud, la arqueología y el psicoanálisis anuncian la misma paradoja fundamental: ambas son formas de recuperar y articular lo que permanece vivo –en la verdad inmortal– y continúa determinando nuestra humanidad, aunque parezca muerto, enterrado o perdido para siempre, permanentemente olvidado. El pasado llega incluso a parecer pasible de olvido, por ser anticuado u obsoleto, inadecuado al mundo real del presente y, por lo tanto insignificante[2] (Kuspit, 1994: 160).
Con eso Freud procuraba hacer accesible “[...] el núcleo del pensamiento psicoanalítico, si no los detalles [...] su orientación general”[3] (Kuspit, 1994: 159).
¿Entendiendo la arqueología como una disciplina hermana de la conservación, y considerando las metáforas arqueológicas utilizadas por Freud, podríamos, en una especie de pensamiento reverso, intentar entender las cuestiones que afectan la conservación de bienes culturales mediante el psicoanálisis?
En El malestar en la civilización, Freud hace una extensa analogía entre el aparato psíquico y la Roma antigua para demostrar que, así como Roma presenta aspectos de sus varias fases históricas, la psique se compone estratigráficamente por capas de marcas y por los rasgos psíquicos que se superponen a lo largo de la existencia.
Hagamos ahora la fantástica suposición de que Roma no sea una morada humana, sino una entidad psíquica con un pasado igualmente largo y rico, en la que nada que vino a existir llegó a perecer, en la que, junto con la última fase del desarrollo, todas las anteriores continúan viviendo. [...] Donde ahora está el Coliseo podríamos admirar también a la desaparecida Domus Aurea, de Nerón; en la Piazza della Rotonda veríamos no sólo el actual Panteón, como nos fue dejado por Adriano, sino también la construcción original de Agripa; y el mismo suelo soportaría la iglesia de María Sopra Minerva y el viejo templo sobre el que está erguida[4] (Freud, 2011: 13-14).
Esta fantasía describe una situación inimaginable para una ciudad: la posibilidad de conservar todo, ya que todas las ciudades están sujetas a demoliciones y sustituciones. Pero con esta imagen intenta representar visualmente un fenómeno que sucede en la vida psíquica. Freud complementa diciendo:
Tal vez deberíamos contentarnos con afirmar que lo que pasó puede quedar conservado en la vida psíquica, no tiene necesariamente que ser destruido. De todos modos, es posible que también en la psique elementos antiguos sean borrados o consumidos –por regla general o excepcionalmente– a tal punto que ya no puedan ser reanimados y restablecidos, o que en general la conservación dependa de ciertas condiciones favorables. Es posible, pero nada sabemos al respecto. Podemos tan sólo atenernos al hecho de que la conservación del pasado en la vida psíquica es antes la regla que la sorprendente excepción[5] (Freud, 2011: 15).
Esta analogía nos permite pensar en una cuestión básica en las decisiones sobre conservación de bienes culturales: la selección de lo que podrá o deberá ser conservado partiendo del supuesto de que, una vez que los bienes culturales están expuestos a una infinidad de agresores, lo que llega a nuestros días es una fracción, no siempre íntegra, de elementos del pasado. Elementos materiales que cargan valores que, a su vez, les confieren un significado.
En este sentido, Dehio nos recuerda que el paso del tiempo altera el significado de los bienes, y aunque tengamos el soporte material, ya no tendremos la percepción de su significado tal como era percibido por sus contemporáneos. Si con el psicoanálisis es posible revivir los eventos traumáticos y resignificarlos, rompiendo así una cadena de repeticiones, pensamos que el esfuerzo de conservar los bienes de nuestros antepasados pueda estar al servicio de una búsqueda identitaria de los eslabones de una cadena de significados que pueda conferir más sentido a nuestra existencia.
Para Kuspit (1994: 162) la “arqueología simboliza el psicoanálisis en lo que ella tiene de más revelador y revolucionario [...]”[6] y complementa:
Para el psicoanálisis, la vida que ocurre en la situación clínica no debe ser entendida en su valor nominal, sino como lugar para la excavación de la vida pasada, para descubrir su verdadera construcción. La constante negativa del psicoanálisis a aceptar el presente como dato, conduce directamente a su carácter de emprendimiento arqueológico. Además, el proceso de investigación psico-arqueológica es el comienzo del proceso de cambio psíquico. Porque la investigación arqueológica es un acto preliminar de intervención, propiciando percepciones preliminares. Es una forma de interpretación parcial, o pre-interpretación, o sugerencia propedéutica de la necesidad de cambio. Es el incómodo despertar necesario para la aguda conciencia plena. El acto de descubrir el pasado cuestiona necesariamente al presente psíquico, prometiendo transformaciones[7] (Kuspit, 1994: 162).
Así, podemos pensar que nuestro acto de colectar y conservar bienes viene al encuentro de nuestra búsqueda por sentido, una búsqueda por entender cómo se dio la construcción del presente. Buscamos en partes, muchas veces muy pequeñas, indicios, pistas o indicaciones que nos permitan reconstruir el desarrollo de la evolución humana. ¿Cuáles son los pasos de esta caminata y en qué medida la evolución del pensamiento nos ha conducido a lo que somos hoy?
Si consideramos válida esta afirmación, ¿cómo explicar por qué, contradictoriamente, es el ser humano quien destruye una buena parte del patrimonio? ¿Sería un proceso voluntario de negación de un pasado sufrido y opresor, un proceso impuesto de cercenamiento de identidad, un ciclo natural de destrucción y construcción o un recurso inconsciente para ocultar algo que no puede ser soportado?
Los edificios, las bibliotecas, obras de arte e incontables monumentos son destruidos por conflictos políticos, ideológicos, religiosos, o simplemente para construir lo nuevo en lugar de lo antiguo. También el descuido, el abandono, la falta de inversión y de conservación son una manera pasiva de destrucción; generan marcas que se incorporan al bien y también cuentan una historia. Así son las ruinas que denuncian con más fuerza los eventos que allí sucedieron. Negar estos eventos es falsear la historia que nos constituye. Recolectando la información que una ruina nos presenta, podemos reconstruirla virtualmente y, con ello, imaginar cómo fue antes de los eventos que causaron sus pérdidas. La reconstrucción material borrará rasgos y vestigios, y todo significado conceptual que la ruina carga estará perdido, como el sentimiento, el aura, lo que nos hace ver allí, lo que ya no está. Reconstruir una ruina es un proceso de negación de las marcas del tiempo, de la historia y de nuestra propia ruina. La ruina que no queremos o no soportamos ver. Aunque este modo de pensar parezca unánime, si consideramos las ruinas griegas, por citar sólo un ejemplo, se vuelve mucho más difícil de aplicar en construcciones que no están dentro de un sitio arqueológico.
En ese sentido, es interesante observar cómo creamos iconos del pasado y los reverenciamos, pero no conseguimos dedicar la misma reverencia a los bienes que fueron dejados por los antepasados más cercanos a nosotros. Muchas personas viajan, atraviesan continentes para maravillarse con obras de arte, arquitectura y ruinas, sin haber entrado nunca en un solo museo en su ciudad de origen. Queda una pregunta: ¿qué puede haber en nuestro pasado que no soportamos ver?
Freud considera el psicoanálisis como una construcción –o reconstrucción– de lo que se ha olvidado a partir de los rasgos que fueron dejados con el objetivo de tener una conciencia más íntegra de nuestro presente. En Construcciones en análisis (1937), plantea:
Su trabajo de construcción [refiriéndose al psicoanálisis]. O si se prefiere, de reconstrucción, se asemeja mucho a la excavación hecha por un arqueólogo, de alguna morada que fue destruida y enterrada, o de algún edificio. Los dos procesos son de hecho idénticos, excepto porque el analista trabaja en mejores condiciones y tiene más material a su disposición para ayudarlo, ya que lo que está tratando es algo destruido, pero algo que todavía está vivo –y tal vez por otra razón también. Pero así como el arqueólogo levanta las paredes del edificio a partir de los cimientos que permanecieron de pie, determina el número y la posición de las columnas por las depresiones en el suelo y reconstruye las decoraciones y las pinturas murales a partir de los restos encontrados en los escombros, así también el analista procede cuando extrae sus inferencias a partir de los fragmentos de recuerdos, de las asociaciones y del comportamiento del sujeto del análisis. Ambos tienen derecho indiscutido a reconstruir por medio de la suplementación y de la combinación de los restos que sobrevivieron. Ambos, además, están sujetos a muchas de las dificultades y fuentes de error[8] (Freud, 1996: 273).
Aunque se refiera a la reconstrucción de ruinas históricas, Freud puntualiza que, por la falta de todas las informaciones necesarias, esto sólo es posible hasta cierto punto y concluye señalando una diferencia que aleja al psicoanálisis de la arqueología:
[...] hay que tener en cuenta que el excavador está tratando con objetos destruidos, de los cuales grandes e importantes partes ciertamente se perdieron, por la violencia mecánica, por el fuego o por el saqueo. Ningún esfuerzo puede resultar en su descubrimiento y llevar a que sean unidos los restos que permanecieron. El único curso que se halla abierto es el de la reconstrucción, que, por esa razón, con frecuencia sólo puede alcanzar un cierto grado de probabilidad. Pero, con el objeto psíquico cuya historia primitiva el analista está buscando recuperar, es diferente. Aquí, nos enfrentamos regularmente con una situación que, con el objeto arqueológico ocurre sólo en circunstancias raras, tales como en Pompeya o en la Tumba de Tutankamón. Todos los elementos esenciales están preservados; incluso cosas que parecen por completo olvidadas están presentes, de alguna manera y en algún lugar, y simplemente fueron enterradas y tornadas inaccesibles al individuo[9] (Freud, 1996: 273).
Por último, una vez que no es posible cohabitar con el pasado, Freud también apunta que la intervención psicoanalítica, así como la restauración de un artefacto, debe primar por la verdad, apuntando donde hubo intervención:
Ante el carácter incompleto de mis resultados analíticos, no me restó sino seguir el ejemplo de aquellos descubridores que tienen la felicidad de traer a la luz del día, después de larga sepultura, las inestimables, aunque mutiladas, reliquias de la antigüedad. Restauré lo que faltaba de acuerdo con los mejores modelos que me eran conocidos de otros análisis, pero, como un arqueólogo consciente, no dejé de señalar en cada caso el punto en donde mi reconstrucción se superpone a lo que es auténtico[10] (Freud, 1996: 23).
La reflexión sobre la conservación de patrimonio desde la óptica del psicoanálisis parece conferir un aspecto más orgánico a nuestra actividad y ya se hacía notar entre las líneas del texto de Riegl de 1905. Al referirse a un sentimiento como justificación para la conservación de los monumentos, se muestra alineado a un momento histórico de un gran hervir intelectual y una perfecta coherencia con el pensamiento freudiano. La conservación como una manifestación humana más integrada a las raíces de nuestra existencia y de lo que nos constituye. Si la conservación y el psicoanálisis trabajan con el pasado, con restos, rasgos y vestigios, ¿qué puede aprender una del otro? Entender el pasado puede ser la clave para un presente más prometedor y sostenible. No es una tarea fácil, pero si consideramos que el pasado es una parte viva de nuestro presente, tal vez podamos trabajar en su conservación de manera más consciente y generosa con los que nos precedieron y con los que nos sucederán.
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Referencias
Botting, Wendy e J. Keith Davies (1994) “A Biblioteca de Freud e um apêndice de títulos relacionados a antiguidades”, in. Sigmund Freud e arqueologia: sua coleção de antiguidades, Salamandra, Rio de Janeiro, pp. 191-194.
Dehio, Georg (2018) “La protección y el cuidado de los monumentos en el siglo XIX”, Conversaciones… con Georg Dehio, Alois Riegl y Max Dvořák (5): 29-44.
Freud, Sigmund (1996) “Construções em análise”, in: Jayme Salomão (org.), Obras psicológicas completas de Sigmund Freud, Imago, Rio de Janeiro, pp. 271-283.
Freud, Sigmund (1996) “Fragmento da análise de um caso de histeria”, in: Jayme Salomão (org.), Obras psicológicas completas de Sigmund Freud, Imago, Rio de Janeiro, pp. 15-116.
Freud, Sigmund (2011) O mal-estar na civilização, trad. Paulo César de Souza, Penguin Classics Companhia das Letras, São Paulo.
Kuspit, Donald (1994) “Uma metáfora poderosa: a analogia entre a arqueologia e a psicanálise”, in. Sigmund Freud e arqueologia: sua coleção de antiguidades, Salamandra, Rio de Janeiro, pp. 159-177.
Riegl, Alois (2018) “Nuevas corrientes en el cuidado de los monumentos”, Conversaciones… con Georg Dehio, Alois Riegl y Max Dvořák (5): 62-75.
Notas