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Catecismo del cuidado de los monumentos
Publicación original: Max Dvořák (1916) Katechismus der Denkmalpflege, Julius Bard Verlag, Wien.
Traducción de Valeria A. García Vierna
Introducción
¿Qué es el cuidado de los monumentos? Un ejemplo puede ilustrarlo.
Quienes visitaron la ciudad de N. hace treinta años, se deleitaron con la imagen elegante de la bella y antigua ciudad. Al centro, la iglesia parroquial de estilo gótico ahora grisácea por los años, con su torre barroca y un bello interior también de estilo barroco; una construcción de atmósfera solemne y acogedora, ligada a innumerables recuerdos.
Y quien hubiera tenido el tiempo e interés, podría haber observado de cerca muchas otras cosas hermosas en la iglesia: retablos antiguos, altares tallados elaboradamente, vestimentas suntuosas, trabajos delicados de oro y plata resguardados en la sacristía.
Desde la iglesia, a través de un laberinto de añejas casas pequeñas que hacen que la antigua parroquia parezca aún más imponente, se accede a la agradable plaza del pueblo donde se puede admirar el venerable ayuntamiento del siglo XVII con su acogedora torre de cúpula bulbosa. Amplias y sólidas casas burguesas sin adornos falsos o superfluos, pero aun así agradablemente decoradas con sus arcadas floridas y su porte modesto, conformaban la imagen general de la plaza. Ésta, en su unidad demarcada a pesar de la diferencia temporal de las viviendas que la conforman, habría evocado en los observadores con las más diversas sensibilidades artísticas, o en cualquier persona sensible, una sensación de armonía artística y sentimientos similares a los que producen los acogedores espacios de un antiguo hogar familiar. La pequeña ciudad estaba rodeada por muros a medio caer recubiertos por enredaderas, y un paseo agradable y variado interrumpido sólo por cuatro puertas señoriales de la ciudad, lo que ofrecía un aspecto de lo más pintoresco.
Hoy en día, aquellos visitantes apenas reconocerían la ciudad que vieron hace treinta años.
La antigua iglesia parroquial fue “restaurada”. Fue demolida la torre barroca, remplazada con una nueva de estilo gótico falso, que sobresale en el paisaje urbano como un espantapájaros en un jardín de rosas. Los espléndidos altares fueron destruidos con el pretexto de que no coincidían con el estilo de la iglesia, y sustituidos por elementos crudos, insípidos, supuestamente góticos, piezas de producción industrial sin estilo alguno. Los muros, que
antes estaban simplemente encalados de blanco, fueron revestidos con colores estridentes y con adornos sin significado, y con ello, el interior de la iglesia fue despojado de todo vestigio de estilo y dignidad. Y cuando le pregunté al sacristán por los ornamentos y la orfebrería antiguos, por su expresión avergonzada pude adivinar que hacía mucho tiempo que los había vendido a algún anticuario.
La devastación en las cercanías de la iglesia fue aún peor. Las casas antiguas fueron arrasadas y reemplazadas por un supuesto parque con algunos arbustos achaparrados y marchitos. En este entorno, la iglesia, una vez imponente, parecía ahora escuálida y decadente.
Y esto se acrecentaba.
El exquisito ayuntamiento antiguo fue demolido para dar paso a un nuevo edificio, parecido a algo intermedio entre un cuartel y una sala de exposiciones. Las viejas casas burguesas tuvieron que dar paso a viviendas de alquiler y abominables tiendas departamentales construidas fraudulentamente con materiales baratos y siguiendo modelos de manuales, sin ninguna originalidad y sin un rastro de la más mínima sensibilidad artística. Las puertas de la ciudad fueron demolidas con el pretexto de que obstaculizaban el [nulo] tráfico; las paredes fueron derribadas para que la ciudad pudiera un día –tal vez en cien años– ampliarse. De esta manera, muy poco quedó de la antigua belleza de la ciudad, sin que se creara ningún tipo de reemplazo artístico.
Impedir tales pérdidas y tal devastación es la tarea del cuidado de los monumentos.
I. Peligros que amenazan a los monumentos antiguos
La tarea más importante del cuidado de los monumentos es trabajar para que se conserven aquellos antiguos.
Aunque los estragos maliciosos, sin sentido y generalizados contra los vestigios del pasado no persisten más, sí fue algo muy común durante guerras y revoluciones, razón por la cual se establecieron en el siglo pasado las instituciones públicas para la protección de monumentos. Los peligros que amenazan al patrimonio artístico, sin embargo, aún son muchos, y se basan en 1) la ignorancia y la negligencia; 2) la codicia y el engaño; 3) las ideas erróneas de progreso y de las presuntas exigencias de la edad moderna, y 4) el afán sin sentido de embellecimiento y de renovación, la falta de educación estética o el mal gusto.
Estas causas, de las cuales deriva la continua pérdida de obras de arte, no sólo dependen de errores de individuos; constituyen también un fenómeno generalizado que debe ilustrarse con más detalle para ser analizado.
1. Destrucción o deformación de obras de arte antiguas por ignorancia y negligencia
La magnitud de los deterioros provocados año con año en monumentos debidos a la ignorancia es tal, que por desgracia es evidente ya en casi todas partes. Por fortuna, los días en los que se vendían archivos antiguos para ser usados como papel de embalaje o para ser quemados, han quedado en el pasado gracias a que la comprensión del valor de los documentos históricos se ha extendido a más estratos de la sociedad. Pero ¡cuán lejos están aún de ser considerados parte del ámbito del arte antiguo! Ningún museo del mundo es lo suficientemente grande como para contener todo el mobiliario de iglesias, altares, retablos, cubiertas de órgano, púlpitos, sillerías de coro y pinturas que en Austria han sido quemados o vendidos por ignorancia, durante los últimos años. Ahora, justo como antes, las esculturas antiguas se desmontan o son extraídas de las iglesias; las paredes son despojadas de sus pinturas murales o se les recubre con aplanados tras su descubrimiento; las murallas de las ciudades se desmantelan para ser usadas como canteras de material; e innecesariamente se destruyen capillas, fuentes y edificios hermosos y bien conservados. Sería una lista interminable, en caso de querer compilar todas las obras de arte que han sido destruidas en los últimos años en Austria, sólo por ignorancia.
Uno podría sorprenderse por esto, sobre todo al considerar lo que se ha logrado en cuanto al avance y la difusión del conocimiento de la historia del arte durante casi cien años. El conocimiento de la historia del arte ciertamente contribuye mucho a llamar la atención sobre el arte antiguo, pero no es suficiente. No se puede esperar que cada persona lo posea, pero sí al menos uno de carácter más o menos general que puede no cubrir aquel de la historia del arte local, cuya historia a menudo no se comprende.
Lo que sí puede despertarse en todos y puede ser obtenido de forma individual sin estudios específicos ni conocimientos especiales –si tan sólo se cuenta con la voluntad para hacerlo– es el respeto por todo aquello que ha devenido histórico. Ésta no es sólo una cuestión de conocimiento, o mejor, no se requiere casi ninguno; es una cuestión de formación de la mente y del carácter. Las personas que desdeñan la memoria de sus padres y ancestros, y se deshacen de preciosos o humildes recuerdos en la basura, son seres desconsiderados e irrespetuosos. Y al mismo tiempo son enemigos de sus antecesores, porque destruyen la evidencia obvia de aquellas sensaciones que en el contexto de la vida familiar le dan un mayor contenido espiritual a la existencia humana.
Pero no es diferente de todo aquello que conviene preservar o traer a la memoria sobre el pasado histórico y evocar así el sentido de pertenencia a entidades religiosas, gubernamentales o nacionales mayores, a una iglesia, a una ciudad, a un país o a un reino. Las obras de arte son esto, en primer lugar y ante todo; son la expresión visible de aquello que conecta el pasado con el presente en la vida emocional y en la imaginación; son un legado ancestral, y honrarlas debería de ser para todos una responsabilidad moral, tanto como lo es el respeto a la propiedad ajena. Un sacerdote que innecesariamente destruye el arte sacro histórico atenta no sólo contra el arte y la ciencia, sino que socava ambos fundamentos morales que se encuentran entre los pilares de la vida religiosa. Con un viejo altar, con una antigua capilla desaparecen también miles de recuerdos –recuerdos que eran sagrados para los residentes de pueblos y ciudades– y que fueron un firme sostén ante las tempestades de la vida. De forma similar, junto con ayuntamientos antiguos, puertas de la ciudad y plazas destruidas, se pierden ricas fuentes de civismo y amor a la patria. Cualquiera que las destruya es un enemigo de su ciudad natal y de su patria. Al hacerlo daña a la comunidad, porque las obras de arte públicas se han creado no sólo para unos cuantos, y porque lo que encarna el valor de las obras de arte, su encanto pintoresco, su contenido emocional, los recuerdos, u otros sentimientos es un patrimonio comparable con las creaciones de los grandes poetas o con los logros de la ciencia.
Tener conciencia de esto debería de ser una obligación para toda persona educada.
Además de la destrucción por ignorancia o malintencionada, también el abandono negligente es la causa de muchos de los peores daños a los monumentos antiguos que aún perduran. ¿Con qué frecuencia bellas pinturas o estatuas arcaicas son desterradas, y aunque no son destruidas se les desvincula de la iglesia y se les confina al sótano o al ático, en algún depósito húmedo donde perecen rápidamente debido al hollín, al polvo o a la humedad? Por desgracia, es un hecho muy común que monumentos antiguos, pinturas, esculturas o altares se destruyan prematuramente –cuando aún podrían ser disfrutados y admirados por muchas generaciones– porque las medidas más simples de protección contra los agentes destructivos no se aplicaron o por la falta de atención inmediata a daños incipientes por mera indiferencia. Cuántas iglesias se pueden encontrar en las que el agua subterránea asciende por los muros, y la de lluvia penetra a través del techo dañado; donde faltan los entablamentos del techo; las que nunca se ventilan, lo que causa que los hongos lo invadan todo; cuyos altares presentan partes flojas, sin que alguien piense en fijarlas nuevamente; donde pinturas del altar revolotean en su marco como banderas o terminan quemadas por las velas. Aquello que por consideraciones económicas en un hogar razonablemente ordenado nunca se toleraría, a menudo se encuentra en espacios de culto, en los que no se da el más pequeño paso para proteger del deterioro y la destrucción a aquellos edificios o a las obras de arte visual que ya no están más en uso.
Se trata de un incumplimiento inexcusable de un deber.
2. Daños a los monumentos antiguos como resultado de la avaricia y el fraude
Un riesgo igualmente grave para las obras de arte antiguas desde tiempos inmemoriales, y en mayor medida en la actualidad que en épocas pasadas, es el lucro y la especulación. En otros siglos se destruyeron monumentos históricos por un interés en los materiales con los que fueron construidos: por ejemplo, se desmantelaron edificios para ser usados como canteras, se destruyeron esculturas de piedra para quemar cal, y se fundieron trabajos de orfebrería para reusar el oro. Es probable que esto suceda todavía sólo de forma excepcional, no porque se valoren más las obras de arte antiguas, sino porque la experiencia ha mostrado que se obtiene una ganancia mayor al ser vendidas a comerciantes o a coleccionistas.
Es un fenómeno que se explica con facilidad: con la certeza de que las obras de arte históricas reciben un valor por su calidad artística y por su relevancia histórica, el deseo de poseerlas también crece, ya sea por el placer de disfrutarlas, o como sucede más a menudo, por la arrogancia y presunción de poder alardear con la preciosa posesión. Esto no es nada nuevo, porque ya en los siglos XVII y XVIII los coleccionistas de obras de arte pagaban precios muy altos; aunque entonces había una cantidad reducida de coleccionistas y un relativamente pequeño número de obras de arte, que en su mayoría eran objetos sin procedencia conocida y que llevaban mucho tiempo circulando en el mercado. Desde el siglo pasado el comercio de antigüedades creció de tal manera que se convirtió en una de las mayores amenazas para el patrimonio artístico. Los coleccionistas, ya no conformes con obtener los artefactos por medio de las vías normales del mercado, van sistemáticamente en su búsqueda saqueando aquellos lugares con patrimonio artístico. Hay dos razones principales que causan esto. La primera es que los países y territorios (como América, pero también algunas zonas de Europa) que no han jugado o han tenido un rol muy limitado en el desarrollo histórico del arte quieren procurarse un mayor significado cultural con la adquisición de tesoros artísticos extranjeros, sin que importe su procedencia. La segunda tiene que ver con personas o clases sociales que se han enriquecido de súbito, ya sea por el comercio o la industria, que antes no tenían propiedades artísticas y de pronto buscan adquirir obras de arte antiguas a cualquier precio; compran bienes históricos y artísticos que les proporcionen un prestigio social al hacer visible su riqueza.
Esto ha convertido a las obras de arte históricas en materia de especulación, cuyo valor comercial depende de la demanda respectiva. Así, objetos de arte que están de moda son susceptibles no sólo al tráfico y regateo sin precedentes, del cual sólo los comerciantes obtienen un beneficio, sino más aún porque al haber insuficientes objetos en el mercado, se recurre a todo tipo de artimañas para obtener estos bienes tan preciados: persuasión, astucia, fraude y violencia aplicada a propietarios y a administradores de obras de arte, con el fin de obtener los bienes por cualquier medio. Grupos organizados recorren Austria cada año utilizando toda clase de estratagemas para lograr su objetivo. Saben cuándo se llevarán a cabo visitaciones de autoridades eclesiásticas, y hacen creer a capellanes inexpertos que, para darles un digno recibimiento a dichas visitas en la casa de Dios, deben deshacerse de todas aquellas cosas viejas, las cuales –muy convenientemente– se ofrecen a comprar como baratijas. O con ese mismo motivo, se aprovechan de intenciones patrióticas, haciéndose pasar por comisionados que compran obras de arte para museos y colecciones de alto nivel.
Y si logran desarraigar y llevarse éste o aquel objeto de arte, sólo entonces comienza la extorsión. Se exhiben todas las claves de la publicidad y los precios se inflan artificialmente como una especulación del mercado de valores, por lo que el dueño original de la obra, el comprador final, y el público son engañados por igual. Es indigno por parte de la Iglesia vender sus obras de arte antiguo; con ello socava su autoridad y su ideal de misión, nada menos que si fuera a hacer un negocio fuera de su tradición religiosa. Pero este tipo de irreverencia es al mismo tiempo una simonía (es decir, la venta ilegal de artículos religiosos) y el beneficio de una ventaja personal, y causa irresponsablemente un daño al patrimonio sacro. Pero tanto como el vendedor, el comprador resulta perjudicado, porque no sólo está en total desventaja por las argucias de los intermediarios, sino porque en muchos casos él mismo se convierte en un enemigo del arte y no como cree, en amigo de las artes, ya que se roba una porción considerable del valor de los bienes que está vinculado con su sitio de origen. Del mismo modo apoya la absurda inflación, la cual sólo acarrea aspectos negativos y es responsable directa del saqueo que presenciamos hoy en día. De peor manera que grupos hostiles en el pasado, el saqueo que cometen estos traficantes ha transformado gradualmente áreas de monumentos artísticos en lugares y territorios desolados.
Evitar esto en la medida de lo posible es responsabilidad de todas aquellas personas para quienes el patriotismo y el amor a la cultura no son palabras vacías.
3. Destrucción de obras de arte antiguas por ideas malentendidas de progreso y por las exigencias del presente
No menos calamidades ha causado el supuesto antagonismo entre el progreso y la historia. Obras de arte históricas han sido destruidas sólo por el mero hecho de ser antiguas o porque no se les considera valiosas en “la nueva era”. En el siglo anterior –y de hecho aún ahora– muchos consideran que el desprecio por las obras del pasado es una manifestación progresista que denota una actitud liberal y filantrópica. En algunos círculos se considera como un deber cívico y una virtud “limpiar” las ciudades y deshacerse de todos los “trapos viejos”: todo aquello que recuerde al pasado y las condiciones políticas, sociales o religiosas de entonces; pero también, el solo hecho de evocar rastros de un estilo de vida permeado por el arte es percibido como una acusación desagradable.
Así que todos esos escudos familiares, esas esculturas de santos y los monumentos erigidos en piedra han sido a menudo destruidos o retirados por su vinculación política u otras razones partidarias y, en los pueblos, antiguas murallas, torres o jardines han sido destruidos por la creencia de que les “llegó el momento de irse”. Pero en realidad, estos actos de vandalismo sólo denotan ignorancia y atraso cultural. Cada vez más, monumentos e incluso pueblos enteros son destruidos con el pretexto de que eran ya viejos. La transformación de la vida que se ha dado durante los últimos cien años sobre la base de las nuevas tecnologías condujo a una idolatría de las innovaciones técnicas que no sólo provoca que se olviden otras consideraciones, sino que a menudo también excede los límites de lo puramente necesario y técnicamente oportuno.
Es cierto que las casas antiguas a veces resultan incómodas, así como insalubres en cierta medida. Pero aun así no es necesario ni prudente derribar todas y cada una de ellas con el argumento de que no cumplen con las reglas, ya que pueden arreglarse para ser confortables y apegarse a las reglamentaciones de higiene, a un relativo bajo costo; y porque en muchos casos presentan ventajas que sólo podrían acaso obtenerse en casas nuevas a muy alto costo. Espacios bellos, amplios, construidos sólidamente son con frecuencia sustituidos por edificios hacinados y de espacio restringido; no son viviendas sino prisiones de paredes delgadas que no ofrecen protección alguna contra el frío o el calor. Y los grandes y agradables patios con árboles y prados son reemplazados por pozos de luz estrechos y sombríos, que son caldo de cultivo para las enfermedades. No se puede contrarrestar este argumento de que los nuevos edificios pueden ser equipados con las ventajas que poseen algunas casas antiguas. Eso está fuera de cuestión. Pero entonces tampoco es cierto que las casas antiguas deban ser reconstruidas en su totalidad; pueden conservarse después de que se hayan realizado las adecuaciones apropiadas. Y lo que se aplica a casas también se aplica a pueblos enteros.
Los tremendos cambios en las condiciones de vida y sus requerimientos técnicos han implicado un enorme crecimiento de las grandes ciudades que, como nunca, han adquirido un nuevo significado. Las antiguas capitales y ciudades residenciales fueron los centros culturales y administrativos del país; su forma externa se ha ido definiendo a través del desarrollo histórico gradual y por su ampliación con propósitos artísticos. En cambio, las inmensas ciudades de la actualidad van tomando más y más la forma de centros comerciales, donde la mayor parte de aquello que había sobrevivido del pasado es sacrificado ante las exigencias actuales del comercio, como medios y vías de transporte, negocios, edificios de oficinas, almacenes departamentales y alojamiento en masa barato. Esta transformación sucedió de forma tan rápida que no se consideró ni el tiempo ni los problemas para evaluar lo que era necesario, y así pueblos y pequeñas ciudades fueron inconscientemente destruidos para ser reemplazados por nuevos. Para la mayoría apenas se recurrió a soluciones provisionales, parecidas al estilo del viejo Oeste, no tanto por sus cualidades estéticas como en términos de su importancia práctica.
Sería sin duda injusto e imprudente querer impedir cualquier concesión a las nuevas exigencias de las ciudades, pero muchas veces estaban en juego reurbanizaciones monótonas donde las partes viejas de la ciudad fueron destruidas por completo por el trazo de nuevas calles innecesarias, diseñadas con nada más que una regla; o donde mucho de lo que pudo haber sido salvado (con un poco de buena voluntad) de hecho fue destruido insensiblemente para siempre. Poco a poco ha resultado evidente que, entre el crecimiento de las grandes ciudades, que corresponde con los requerimientos y visiones del presente, y la preservación de ciertas zonas antiguas, en realidad no existe el antagonismo que antes se suponía, sino que de hecho pueden conciliarse ambas exigencias. Por ello, las preguntas que pueden surgir no se pueden responder, como tan a menudo sucedió en el pasado, con frases acerca del progreso y de los nuevos tiempos, sino que deben responderse sobre una base de caso por caso, por expertos y personas con sensibilidad artística, a la luz de las experiencias de la urbanística moderna que concilia la preservación histórica siempre que sea posible. Es deber de las autoridades de la ciudad asegurarse de no escatimar ningún sacrificio o esfuerzo en cuestiones relacionadas con el destino de edificios y barrios antiguos, porque son tan responsables de ellos como de las innovaciones técnicas. Cada monumento sacrificado sin una justificación razonable debe ser considerado como signo de incapacidad o negligencia de la administración de la ciudad.
En pequeños pueblos y en la provincia es evidente cómo las supuestas exigencias de nuestros tiempos son simplemente lemas inventados y sin sentido, usados con argumentos poco claros. En ciudades con unos cuantos miles de habitantes, donde cada día circulan apenas veinte automóviles y el número de peatones es mínimo, se derriban las puertas antiguas de la ciudad, las casas y las iglesias, y se hacen anchas avenidas para facilitar el “tráfico”, provocando que el otrora encanto de un pueblito acogedor parezca ahora la parodia de una metrópoli enorme e inhóspita. En los pequeños poblados se construyen casas, imitando los bloques de habitaciones en renta de los grandes centros urbanos, que le quitan toda su impronta distintiva al lugar; estas casas no son sólo inadecuadas para el campo, sino que en general representan también un deterioro significativo de las condiciones de vida. Así como algunos bienes artísticos muebles son víctimas del comercio de antigüedades, así innumerables ciudades son víctimas de modernizaciones erróneas como ésta cuando se olvida que las innovaciones técnicas no son fines en sí mismos, sino simplemente el medio para hacer las condiciones de vida más fáciles y más agradables.
Pero pierden su justificación cuando ya no sirven a este propósito o niegan otros intereses vitales importantes o cualidades de la existencia. Fue un error lamentable que las personas creyeran que las nuevas instalaciones técnicas eran tan importantes que se podían poner en un primer plano con un brutal desprecio por todo lo demás, y que todo lo demás debía ceder, por ejemplo, por un complejo industrial, un ferrocarril, o en aras de la regulación, de la conducción de un río, de tal manera que ya nada quedara de los antiguos parajes en las riberas. Casi siempre es posible lograr los mismos fines prácticos sin tal devastación. Los desarrolladores públicos o privados, los consejos y las autoridades que no se preocupan por hacerlo así, deben ser considerados como negligentes en su deber y perjudiciales para la comunidad en general.
4. Destrucción de los monumentos antiguos por la obsesión de un falso embellecimiento
Tal como con el progreso mal entendido, muchos monumentos históricos han sido víctimas de una obsesión por el embellecimiento; esto sucede tanto en los bienes de la Iglesia como en el arte secular.
En el pasado, todo aquello que era más valioso artísticamente era considerado digno para decorar la casa de Dios. Hoy, esto parece haber cambiado a justamente lo opuesto; lo más valioso es a menudo arrasado en las iglesias para ser sustituido por productos de baja calidad. Todo el procedimiento suele ocurrir de la siguiente manera. La gente comienza por recaudar fondos para el “embellecimiento” de la iglesia. Cuando se ha recolectado un centenar de coronas, se solicitan presupuestos y, con base en ellos, altares, pinturas, confesionarios y órganos son elegidos y adquiridos sin consultar antes a un conocedor artístico. El mobiliario antiguo es desechado o vendido, y ahora hermosas obras de arte adornan el salón de algún millonario, mientras que, como un intento de embellecimiento, se sustituyen los objetos históricos y la casa de Dios recibe un pedazo de basura que cualquier persona con la más mínima idea sobre arte sólo podría considerar como una desfiguración vergonzosa y un testimonio de la baja calidad artística en la que se ha hundido el arte religioso. Además, las paredes ahora están cubiertas con pinturas de atributos tan pobres, que serían indignas incluso para un teatro de variedades; las ventanas son esmaltadas con vitrales de colores estridentes, y los pisos se pavimentan con azulejos vidriados como los que se ven en baños y piscinas. Este triunfo del mal gusto, por el cual se destruye aquello que las generaciones del pasado crearon en una noble rivalidad, se celebra como un evento alegre y un acto piadoso. En realidad, tal mejora representa una lamentable pérdida y –aunque las intenciones hayan sido buenas– resulta un gran error que tardaría mucho tiempo en ser revertido. El falso brillo de los productos industriales pronto se desvanece; las piezas de ornamento son trabajadas de forma tan precaria, que no tardan en desmoronarse en pedazos; y la decoración sin valor artístico, una vez que ha perdido el poder de la novedad, se hace insoportable incluso para quienes fueron responsables de ésta. Tal falso embellecimiento es defendido con el argumento de que se obedece a los deseos de la población, misma que se encuentra a favor de este cambio, o alegando que el antiguo local era demasiado simple y antiestético. La población rara vez tiene algún juicio artístico independiente –gusta de lo nuevo sólo porque lo es–, y aunque algunos de los flamantes productos sin valor son preferidos por gente ignorante, es claramente erróneo evaluarlos por sí mismos, en oposición a aquello de valor artístico ahora ya destruido. En cada etapa de su larga historia, la Iglesia ha ofrecido a la población el más alto nivel del arte y jamás ha sacrificado nada por la ignorancia de la gente, ni cedido ante ella. Ya sean preciosas u ordinarias, ricas o simples, las obras de arte religioso tienen estilo y carácter; cuando se les contempla se puede percibir que fueron creadas con sensibilidad artística, con amor, cuidado y consideración. El genius loci, la tradición local y los logros universales del arte hablan de ellas, mientras que la mayoría de los artefactos a los que tienen que ceder su lugar no son creaciones de un nuevo arte eclesiástico, sino sustitutos de arte estériles e indigentes, sin carácter ni contenido artístico, cuyos fabricantes y vendedores rara vez tienen relación alguna con la Iglesia o con el arte; más bien, como los comerciantes de antigüedades, sólo están interesados en hacer negocio.
Los regidores y propietarios particulares también causan muchos estragos con su ciega obsesión por el embellecimiento. Cuántas antiguas casas de gobierno y otros bellos edificios públicos han sido derribados en las últimas décadas sólo para ser reemplazados por nuevos inmuebles que se supone son más “adecuados para la imagen de la ciudad”, cuyo aspecto más digno aparentemente consiste en sobreponer, sin ninguna lógica, obras que no han sido diseñadas por artista alguno, sino ensambladas al azar por simples contratistas, con formas y motivos repetitivos de moda tomados de cualquier libro, o con estructuras estandarizadas de algún local de renta. Mientras que el viejo arte patricio era modesto y funcional –es decir, obra de buena artesanía regional– la gente quiere hoy palacetes urbanos en todos lados. Las antiguas y bellas casas burguesas son sacrificadas para darles paso y, puesto que la gente no puede encontrar ni fondos ni artistas para construirlos, sus palacetes en su mayoría toman la forma de aberraciones repulsivas de la arquitectura. Como resultado de este falso esplendor una triste conformidad ha tomado el lugar del viejo arte local: se han destruido sus obras, ha ocurrido un robo que sustrae la belleza de lugares antiguos y los transforma en ciudades anónimas y escuálidas, privadas de arte.
Resta por último decir que la “modernización y el embellecimiento” de la ciudad es muy a menudo sólo un pretexto; la razón real es el beneficio que se deriva de los especuladores de la construcción de tal deformación, en detrimento de la economía pública. Todo el que aprecia de corazón el carácter de su tierra natal debería de rechazar esto.
II. El valor del patrimonio artístico antiguo
Ahora que conocemos los peligros que amenazan al patrimonio artístico antiguo, es preciso indicar nuevamente por qué es necesario luchar con todos los medios contra estos peligros, ya sea por razones ideales o por razones económicas.
No es sólo, como a veces se supone, un asunto que concierne exclusivamente a las clases educadas o a los amantes del arte. Sin duda, es de suma importancia para la historia del arte que sus fuentes, los monumentos históricos estén protegidos de la destrucción, y también sin duda, la destrucción de obras de arte antiguas excepcionales significa una pérdida incalculable para todos aquellos que dedican su vida al arte. Pero al mismo tiempo se trata de una cuestión de algo que es incomparablemente más importante y tiene un significado para todas las personas, tengan o no una formación artística.
Nuestra vida está impregnada, más que nunca, del esfuerzo material y de las instituciones: la industria, el comercio internacional y los logros técnicos dominan mucho más que los valores espirituales, por lo que no hay motivo para temer quedarse atrás, en este sentido. Y sin embargo, es notable que conforme más avanza la industrialización de la vida, crece la convicción de que estas cosas no constituyen todas las necesidades de la vida, y el anhelo por los placeres y sentimientos que elevan al hombre por encima de las dificultades materiales de la existencia, se vuelve cada vez más poderoso. Nadie negaría que los tranvías eléctricos, las amplias vías para que circulen los automóviles, los ascensores y teléfonos, los bancos y complejos industriales son elementos muy útiles, y merecen ser introducidos en todas partes. Pero hoy, no obstante, nos hacemos cada vez más conscientes del hecho de que, ya que el hombre no es una máquina, su bienestar no reside únicamente en estas cosas. Y que no se le escape al observador cuidadoso, que junto a estos logros materiales, no todo lo que no se puede medir en la escala de producción técnica o material representa una ganancia en jerarquía en el día a día, ya sea desde las bellezas inteligibles de la naturaleza a las profundidades de una concepción nueva, sincera e ideal de la vida. Junto con estos nuevos productos ideales, el patrimonio artístico antiguo es de hecho uno de los más importantes como fuente de emociones similares a aquellas evocadas por las bellezas de la naturaleza, que elevan al espectador por encima de los afanes materiales y de los esfuerzos de la vida cotidiana.
Estas emociones son de los más diversos tipos: pueden depender del valor artístico de los monumentos, de su efecto en el paisaje, de su relación con el paisaje urbano, de los recuerdos vinculados con ellos o de los vestigios del paso del tiempo que los enaltece y, al mismo tiempo, de la reflexión sobre el paso del tiempo en el espectador mismo. El mayor valor del disfrute de las obras de arte antiguo hoy radica en el hecho de que no está limitado a determinados grupos de monumentos o clases de personas. La sencilla capilla de una aldea, una ruina revestida de hiedra o un pueblo antiguo pueden otorgar tanto deleite como una orgullosa catedral, un palacio principesco o un museo ricamente dotado. Y este placer es accesible a cualquier persona que sea sensible a los placeres espirituales e intelectuales. No sólo las obras de arte antiguas han ganado valor, también todo lo que el arte antiguo ha creado se ha convertido en algo precioso, y esto no como una suma de hechos históricos o de modelos estéticos, sino como uno de los contenidos transcendentales de nuestra vida espiritual en su totalidad.
Tal vez esto encuentra su expresión más clara en el creciente número de visitantes a pueblos o ciudades que tienen monumentos antiguos. Los lugares cuya belleza radica en sus monumentos son una atracción no menos importante para el público como lo puede ser un paisaje hermoso de una región y, por lo tanto, la destrucción de los monumentos antiguos es perjudicial para el público en general por motivos puramente económicos. Nadie buscará visitar lugares que han sido modernizados, desarrollados como siguiendo un molde y que han sido despojados de sus monumentos.
El empobrecimiento espiritual y artístico vinculado claramente con esta devastación representa una pérdida mucho mayor que la económica. No todos pueden viajar grandes distancias para buscar obras de arte en países lejanos, y muchas personas se pierden de todo lo que el arte antiguo puede ofrecer si se destruyen los monumentos artísticos de su país. Si sus entornos se ven artísticamente empobrecidos, su vida también se verá empobrecida y los estrechos lazos que los unen a su patria resultarán mermados.
III. El ámbito de protección de los monumentos
Este nuevo valor que han adquirido las obras de arte antiguo en nuestra vida le otorga un significado universal a la protección de los monumentos. No sólo se basa en el esfuerzo para salvaguardar el arte y la ciencia; también es necesario desde la perspectiva de los derechos universales de las personas, como la educación. De lo que se ha dicho, empero, se infiere que la protección de los monumentos no puede limitarse sólo a casos particulares de obras de arte excelentes, sino que, por el contrario, debe abarcar todo aquello que puede considerarse como patrimonio artístico común en el sentido antes mencionado. Y las cosas de menor importancia a menudo necesitan mayor protección que aquellas más significativas. Seguramente nadie sería tan necio como para querer destruir pinturas de Durero o de Tiziano, o para exigir la desaparición de la iglesia de San Esteban.[1] Pero todo aquello que no esté ilustrado cientos de veces en los manuales de Historia del Arte o que no esté marcado con una estrella en las guías turísticas, está realmente en peligro y necesita protección, pues en su propio derecho es tan irremplazable que tiene un efecto igualmente ennoblecedor que el de las más famosas obras de arte mundial.
Así como no puede limitarse exclusivamente a obras de arte famosas, la protección de monumentos tampoco puede limitarse a uno u otro estilo. En el siglo pasado, cuando la gente comenzó a preocuparse por las obras de arte antiguas, se dejaron llevar ellos mismos por el sesgo de un estilo particular, bajo las tendencias artísticas de dicho momento, declarándolo entonces como el único autorizado. Así, hubo clasicistas, goticistas y amantes del Renacimiento que consideraron al griego clásico, al gótico o al estilo renacentista como los únicos hermosos, abogando sólo por éstos. Pero esta unilateralidad por parte de los artistas y críticos de arte resultó doblemente desastrosa con respecto al cuidado de los monumentos, ya que no sólo mantuvieron sus prejuicios por un cierto estilo, sino que al mismo tiempo declararon a los demás como aberraciones y como falta de gusto. En particular el Barroco, el más reciente de los estilos históricos y el que la mayoría de las personas han despreciado en favor de periodos artísticos más antiguos, recibió prácticamente una condena universal. Esto no sólo causó que monumentos barrocos fueran excluidos de ser protegidos debido a su supuesta escasez de valor, sino que su destrucción se estableció también como una exigencia artística. Muchos edificios de estilo barroco, esculturas y pinturas fueron víctimas de esta demanda.
Más desastrosa resultó una segunda conclusión de este dogmatismo estilístico. Debido a que se consideraba un solo estilo como el imperante, determinaron para las obras arquitectónicas formadas de manera paulatina a través de diversas épocas, ampliadas o transformadas en el transcurso de los años y a cuyo proyecto decorativo y mobiliario había sido provisto en diferentes épocas, que todas las alteraciones posteriores o que contradijeran el estilo original de los elementos tendrían que ser eliminadas. Este punto de vista dio lugar a algunas de las mayores calamidades, en especial para el arte religioso. Muchos edificios religiosos no eran coherentes con su estilo porque la mayoría de ellos –por razones prácticas o debido a esfuerzos para hacerlos más vistosos– se modificaron o fueron objeto de nuevos proyectos decorativos basados en el núcleo antiguo; y en muchos casos se convirtieron en el reflejo de la creatividad artística de varias generaciones y épocas. Esto fue considerado como una desfiguración, y en innumerables iglesias todo lo que no correspondiera al estilo original del edificio fue removido o destruido, y sustituido por imitaciones en ese mismo estilo. Los más espléndidos y hermosos altares, los más ricos estucos, importantes esculturas y pinturas fueron sacrificados bajo este falso principio, en particular lamentable para nosotros, en Austria, porque en su mayor parte las iglesias contenían elementos decorativos de los siglos XVII y XVIII. En incontables casos, bajo el lema de la deseada unidad estilística y su pureza, también intentaron deshacer los cambios estructurales que las iglesias habían experimentado a lo largo de su historia, por lo que las adiciones de periodos posteriores fueron demolidas, y las piezas fueron rehechas en el “estilo original”. Hoy se reconoce, en general, que con estas acciones se cometieron daños irreparables a edificios históricos. Pero dado que estas tendencias todavía no han desaparecido por completo, especialmente entre el clero, es necesario señalar como falsos los supuestos en los que se sostienen.
Sobre todo, es erróneo considerar a un solo estilo como el único digno de ser tomado en cuenta, dado que el arte, con su desarrollo milenario, no puede juzgarse sobre la base de una fórmula universal, sino que debe valorarse en función de sus intenciones y logros artísticos, los cuales son obviamente diferentes en tiempos y en países diversos. El arte no sería arte, como uno de los profetas de cierto estilo pronunció en el siglo pasado, si sus obras se hubieran realizado siguiendo una receta precisa. El arte se ha desarrollado junto con nuevos requerimientos y nuevas ideas, como sucede con la lengua y la literatura, y resultaría una teoría infundada o un prejuicio arbitrario si se retuviera como válido únicamente aquello que surgió en cierto momento, considerando todo lo demás –que encarna los esfuerzos y los ideales artísticos de muchos siglos– como inferior y sólo digno de destrucción. Es una vanidad absurda designar el arte que creó obras como la iglesia de San Carlos en Viena o la colegiata en Melk como un adefesio sin valor. Incluso cuando exista una preferencia o un interés más general por un estilo particular, quedará todavía un largo camino para justificar que se elimine todo lo demás, porque lo que para unos no es supuestamente digno de atención, puede resultar muy valioso en otra época, como ha sucedido con obras del arte Barroco.
A menudo esta preferencia por un estilo particular también hace referencia a ciertas razones que poco tienen que ver con la forma artística y sí más con otros puntos de vista; por ejemplo, el estilo gótico se declara más cristiano que el barroco, lo cual carece de justificación, ya que el estilo barroco está vinculado con el mayor florecimiento de la vida religiosa y, particularmente en Austria, sin duda tiene más que ver con las tradiciones cristianas presentes que el gótico, el cual surgió en la Edad Media francesa.
La inmensa mayoría de las personas para quienes los monumentos históricos son una fuente de alegría y un placer saben muy poco de estilos históricos, y cuando miran con asombro una antigua iglesia o un pueblo histórico maravilloso apenas consideran si las formas pertenecen a éste o ese estilo. El efecto de un monumento histórico en la imaginación y en la mente de una persona no depende de ninguna ley estilística: hace referencia a fenómenos concretos que nacen al combinar las formas universales del arte con las tradiciones locales y su carácter personal, así como con todo el entorno y con todos los medios que han elevado ese bien a la categoría de monumento, mediante el proceso histórico, como marcador en su paisaje. Iglesias u otro edificios, calles y plazas que han obtenido poco a poco su carácter artístico y lo han conservado a lo largo del tiempo; carácter que consta de diferentes elementos estilísticos –este tipo de cosas puede compararse con los seres con alma–, pero pierden toda su vida y su atractivo al ser convertidos en ejemplos aburridos de libros cuando son sujetos a la violenta visita de la unificación estilística.
Así, la protección de los monumentos no sólo debe extenderse a todos los estilos del pasado, sino también ha de conservar las peculiaridades locales e históricas de los monumentos, pues no estamos autorizados a corregir según reglas de ningún tipo porque, en general, es justo con estas correcciones que se destruye todo aquello que otorga, incluso a los más modestos monumentos, su valor insustituible.
IV. Falsas restauraciones
También es erróneo creer que los edificios puedan regresar a su forma original con las así llamadas renovaciones y reconstrucciones estilísticamente fieles. Esto es simplemente imposible porque, como regla general, no se sabe cómo se obtuvo su forma original, y así uno debe conformarse con algo que se acerque a como se podría haber hecho. Pero tal aproximación nunca puede reemplazar a lo que una vez realmente existió, porque los edificios no fueron ejecutados conforme a un molde, como sí muchos de los modernos. Cada edificio fue una solución artística condicionada de manera diferente; una solución que podría ser tan poco posible como lo sería intentar despertar de su tumba a un hombre del Medioevo.
Aun cuando haya uno o dos puntos de referencia que indiquen cómo fue originalmente construido el edificio, la reconstrucción no puede sustituir las partes de la concepción perdidas en el transcurso del tiempo, pues una imitación simplemente nunca podrá reemplazar al original. El efecto de una obra de arte depende de su idea general y de su ejecución. Aunque se esté convencido de que una columna, un pilar o pedazo de moldura estuvo situado aquí o allá, la nueva columna, el pilar nuevo, la nueva moldura, sin embargo, siempre se verán como un elemento ajeno, porque la originalidad como la escritura, se manifiesta en cada lineamiento y nunca puede lograrse ni siquiera por los más doctos reconstructores. Se sacrifica el original genuino moldeado a lo largo del tiempo sin aportar otra cosa que una imitación más o menos torpe que, como saben los anticuarios, es inútil. Cualquier persona con sensibilidad artística percibe tales reconstrucciones como una estafa ilegítima y una profanación intolerable y repugnante.
Se deben por lo tanto evitar las renovaciones y reconstrucciones extensas de monumentos históricos, con el argumento de impedir que se destruyan valiosos monumentos de épocas posteriores, y además porque estas modificaciones alteran arbitrariamente la forma y el aspecto del monumento, devaluando así su efecto artístico e histórico. Pero lo mismo aplica para cualquier restauración que intente ir más allá de los límites de la necesidad. Naturalmente, la mayoría de las obras de arte históricas no se han conservado intactas.
La arquitectura antigua exhibe varios deterioros: los muros agrietados o disgregados a causa de los agentes atmosféricos, las piezas decorativas de los edificios estropeadas, la madera de altares podrida; retablos oscurecidos, mientras que sólo se conservan fragmentos de los murales, convertidos en polvo o desmoronados. Por el bien de la conservación de estos monumentos, tales daños deben corregirse siempre que sea posible.
No obstante, 90% de las medidas de conservación en las últimas décadas fue más allá de los límites de la necesidad. En estas supuestas restauraciones se sustituyeron todos los faltantes y se renovaron las zonas dañadas, en lugar de simplemente consolidar el tejido existente. Se reconstruyeron y transformaron las ruinas de castillos de manera falsa; se completaron o renovaron los elementos arquitectónicos faltantes o dañados; se volvió a trabajar en las estatuas sustituidas por copias o repintadas; las pinturas antiguas se repintaron simplemente, en lugar de protegerlas de mayores daños. Estas restauraciones no previenen el deterioro de los monumentos antiguos; por el contrario, los arruinan en todos los sentidos. Cuando se modifican de manera arbitraria, pierden parte su valor histórico y se convierten en testimonio dudoso de las intenciones artísticas y de las habilidades del pasado, ya que son privados del valor de la originalidad. Un mural antiguo repintado tiene un valor prácticamente nulo como monumento histórico, y se puede comparar con un documento adulterado. Toda persona educada sabe que la falsificación de documentos históricos no es permitida y, sin embargo, en el arte antiguo esta práctica no solamente todavía es aceptada, sino que de hecho es muy popular. No se requiere de ninguna prueba para demostrar que con restauraciones arbitrarias e invasivas también se destruye el valor histórico de las obras de arte antiguas. Éstas se convierten en obras del restaurador, quien no siempre es de la mejor calidad, y que incluso si lo fuera jamás podría reemplazar a un monumento antiguo intacto; en el arte deseamos admirar lo añejo y no lo nuevo. Un antiguo altar gótico pierde dos tercios de su valor artístico si las esculturas que lo adornan son decoradas, retrabajadas o repintadas con colores llamativos, pues una restauración tan radical no deja casi nada del carácter individual que toda obra de arte antigua genuina posee, y es lo que la distingue de imitaciones. Pero si se destruye este carácter original, también se anula en la mayoría de los casos cualquier otro efecto que un monumento intacto ejerce sobre el espectador. Si una iglesia antigua oscurecida por los años se restaura para que se vea totalmente como nueva, con el mobiliario interior renovado, dorado y brillante; las paredes deslumbrantes por los encalados o repintadas en varios colores; y los techos recubiertos con Eternit,[2] ésta pierde casi todo lo que una vez la hizo parecer tan encantadora y valiosa. Después de la restauración se asemeja a un banal edificio moderno: la poesía, el humor, el atractivo pintoresco que la rodeaban desaparecen, y el resultado de la restauración, que a menudo implica grandes costos, no es su preservación, sino destrucción y desfiguración. Con un enorme grado de negligencia, tales restauraciones fueron confiadas con escandalosa ligereza a manos incompetentes, lo cual ha dado lugar a la desaparición de innumerables obras de arte del pasado. Deben, por lo tanto, ser combatidas con la mayor determinación.
Pero es no quiere decir, como a veces se podría suponer, que las iglesias deban convertirse en museos. Para nosotros, el arte del pasado vale incomparablemente más que un simple museo. Justo por esta razón es necesario que se mantenga en constante conexión con la vida y que no sea considerado o tratado como un ser independiente del presente.
Es por lo tanto indispensable hacer todas las restauraciones necesarias si no se quiere privar a las obras de arte de su función inicial. Qué tan lejos se puede llegar es algo que debe dejarse a juicio de las instituciones apropiadas. Sin embargo, puede tomarse como regla general que la restauración nunca puede ser vista como un fin en sí misma, sino como un medio para salvaguardar el estado actual y el efecto de un monumento, y conservarlo piadosamente para las generaciones futuras.
V. Funciones públicas
Estos peligros que amenazan a los monumentos históricos le imponen obligaciones a la sociedad que me gustaría retomar una vez más aquí, debido a que en este ámbito es necesaria la máxima energía.
Cada creación artística es un producto preciado del desarrollo espiritual, cuyo mantenimiento es del interés del público en general e impone obligaciones precisas a cada uno: comunidad o pueblo, Iglesia y Estado. El mantenimiento debería de estar considerado entre los deberes de cada persona culta. Quien ve a los monumentos históricos sólo como basura que se debería eliminar tan pronto como las circunstancias lo permitieran, o piensa que se puedan convertir en un beneficio, como un horno de cal, edificios nuevos, un horno de fusión, o en el distribuidor de segunda mano, esa persona –cualquiera que sea el estrato social al que pertenezca– es una salvaje sin cultura ni educación; debería de ser juzgada o tratada del mismo modo que alguien que haya violado el más elemental respeto que todo ser civilizado debe tener por el patrimonio ideal común.
El cuidado de los monumentos debería de considerarse como uno los deberes propios de las comunidades y de las naciones. Difícilmente puede haber una comunidad o una nación que no esté orgullosa de las obras de arte vernáculas que se han reunido en sus museos. Estas obras se exhiben a los visitantes con dignidad, y uno tendría toda la razón para indignarse si alguien robara o destruyera estos tesoros artísticos. Y sin embargo los museos, por más tesoros que contengan, sólo son lugares de refugio de obras de arte dispersas, mientras que el mayor legado artístico del pasado comunal o nacional reside en los monumentos que se conservan en su sitio original, arraigados al territorio. Muchas personas han sido conscientes de ello durante mucho tiempo, por lo menos en lo que se refiere al arte extranjero: emprenden largos viajes para conocer obras de arte antiguas en el contexto y las condiciones en que surgieron. No obstante, esas mismas personas observan de manera pasiva, o incluso a veces ayudan, cuando en su propia patria se destruyen los monumentos del pasado, como si los de allá tuvieran un menor valor que los de Italia o de los Países Bajos. Ellos, por lo tanto, no sólo son culpables de un pecado cometido contra el patrimonio cultural común, sino también –y en especial– contra sus pueblos y su nación, ya que depredan mucho más de esta forma que si vendieran o destruyeran aquello que se recolectó en un museo. Esto es particularmente cierto para las administraciones municipales y para todas las instituciones de bienestar nacional. Resulta una hipocresía hablar de patriotismo y a la vez destruir o malgastar aquello que, junto con la naturaleza, le da a la patria su carácter manifiesto: las obras de los antepasados que la habitaron, las huellas del espíritu artístico que la vivificaron y que residen en su imagen, en sus monumentos. Con la excepción de un cambio violento de la lengua, nada puede ser más perjudicial para el legado espiritual de un pueblo que la violenta destrucción de sus monumentos históricos. Así, proteger a los monumentos es equivalente a proteger a la patria misma –patriotismo aplicado–, y si el espíritu público, el amor a la patria y el honor nacional no son sólo meras palabras vacías, deberían de ser por todas partes y con la mayor insistencia, implementadas por las corporaciones y agencias cívicas, así como inculcadas en cada individuo.
El cuidado de los monumentos debería de ser una de las obligaciones del clero, tanto por razones públicas como religiosas. Los sacerdotes que destruyen y venden obras de arte históricas sin razón siguen el ejemplo de los iconoclastas quienes, bajo la influencia de la Revolución Francesa, devastaron testimonios del pasado. Al hacerlo, corren el riesgo de ser juzgados de igual manera. Sus acciones transgreden el interés público y van en contra de la cultura en un área de la formación espiritual, ahí donde, en épocas anteriores, la Iglesia había abierto el camino y tenía un efecto ennoblecedor. Además, esto daña la vida religiosa directamente, porque socava la conciencia de continuidad histórica y ofende los sentimientos que en realidad deben dar sustento como fuente de misericordia y una concepción profunda de la vida.
De lo dicho se desprende que la preservación de los monumentos del pasado también tiene que ser uno de los deberes de las autoridades del Estado. Esto no sólo porque como valor cultural universal su protección es una obligación del Estado de todos modos, sino porque los monumentos históricos deben ser considerados entre lo más precioso de los productos materiales y culturales en la vida de cualquier país. Las bases espirituales más importantes de la autoridad del gobierno y de la educación derivan de los testimonios monumentales de su pasado, que lo distinguen de otras entidades políticas emergentes. Las autoridades gubernamentales que destruyen edificios antiguos u otros monumentos, o simplemente los dejan derruirse sin razones convincentes, descuidan deberes tanto como si desperdiciaran otro bien público o estatal. Y las consideraciones financieras no pueden ser vistas como razones convincentes, ya que los más altos intereses del Estado están en juego aquí; intereses que no se pueden valuar en términos de ahorro económico nada más. De hecho, estos bienes son tan importantes, que cualquier institución gubernamental que actúe contra ellos o que incluso sólo falle en su cuidado, merecería calificarse de desleal y peligrosa para el público en general.
Justamente por la gran importancia que la protección de los monumentos reviste para el público y sobre todo para los intereses del Estado, se han creado instituciones oficiales por todas partes, con funcionarios a quienes se les encomienda el cuidado del patrimonio artístico.
Contrario a brindar apoyo a estas instituciones, las personas a menudo hacen su tarea más difícil. Se les considera alborotadores incómodos que se inmiscuyen en asuntos que no les conciernen y que desean limitar los derechos de libre disposición de los propietarios. Por desgracia todavía hay muchas personas de alto rango en la sociedad que tienden a decir: “ciertamente no dejaré jamás que el conservador x o y dicte lo que yo debo o no debo hacer”. Pero en esto olvidan que el interés público exige la intervención del Estado en muchas otras cuestiones, como en materia de reglamentos de construcción general, derechos de agua, silvicultura o higiene, por dar algunos ejemplos. Toman estas incursiones por sentado, considerándolas por completo justificadas y pertinentes, por lo que no tratan de probar su suerte con ello. Olvidan que no se trata del conservador x o y, sino de los requerimientos y obligaciones que cualquier persona bien educada debe recordar, como mantener buenos modales y buena moral.
A veces se dice que las opiniones de los conservacionistas en cuanto a lo que debería de hacerse en éste o aquel caso, no son del todo claras, y que cualquier decisión en última instancia es cuestión de gusto, para lo cual no existen regulaciones.
Pero esto es completamente falso.
Lo que se exige y siempre debe pretenderse es el debido respeto a los monumentos históricos que nos han sido heredados, así como la preservación de su forma histórica, de su apariencia y del entorno, tanto como sea posible. Ésta es una exigencia clara, inequívoca, y no depende de quien la sugiere. Tener que hacer un llamado a ello aún ahora no es particularmente loable.
Desde hace mucho tiempo, en la mayoría de los países se le dotó de una forma jurídica a la preservación de los monumentos, y donde esto no es todavía el caso, como sucede en Austria, debe promoverse más enfáticamente para compensar la falta de obligación legal con buena voluntad y buen ejemplo.
Esto aplica en especial a los coleccionistas, cuyo apasionado deseo de allegarse obras de arte a cualquier precio –uno que sólo puede ser demasiado barato desde la perspectiva de la preservación– es el principal factor que contribuye en el desarraigo sistemático de los bienes muebles históricos, una vez fuera de su contexto de procedencia, sólo para ser esparcidos en el viento.
Pero esto es también un llamado a los artistas. Por desgracia, hay todavía muchos de ellos, particularmente arquitectos, que consideran al arte histórico como su enemigo, ya sea porque quieren emanciparse de él (como si esto no pudiera lograrse asimilándolo por completo y superándolo artísticamente), o porque lo miran como competencia para su propio trabajo. Y hay otros que fingen admiración por las obras de arte del pasado, pero que en realidad las saquean, mancillándolas con imitaciones pobres o recibiendo algún beneficio por medio de restauraciones sin criterio. Todo esto no es digno de un artista genuino y es perjudicial tanto para el arte moderno como para el antiguo. Quien no venera toda la creación artística tendrá que aceptar que su arte no será tomado en serio –como un producto de mercado, valorado sólo por el precio y la demanda–; y para cualquiera para quien el carácter artístico de las obras del pasado no es sacrosanto, no puede esperar que otros juzguen su propio trabajo con estándares diferentes.
En otras palabras, y esto no sólo se aplica a los artistas, las obras de arte históricas deben significar más para nosotros que simplemente lo que son en términos materiales; deben ser más, mucho más que meras antigüedades, modelos estilísticos o fuentes históricas. Deben ser percibidas como una parte viva, integral de nuestro ser, de nuestro desarrollo, de nuestra patria[3] de la cultura nacional y universal europea, así como de nuestros logros espirituales y nuestras prerrogativas éticas. Y deben ser consideradas en tan alta estima como los tesoros del desarrollo lingüístico y literario, de las que son contraparte.
VI. Algunos puntos de asesoramiento
1. Consideraciones generales
Los principios generales del cuidado de los monumentos son claros y simples, y se les puede resumir en dos postulados:
a. La preservación del monumento en su función original y en su entorno tanto como sea posible
b.La preservación de su forma y aspecto verdaderos
En la práctica, estos principios dan lugar a una gran variedad de tareas y deberes que no pueden ser cubiertos exhaustivamente por las normas, pero, sin embargo, esbozar unos pocos puntos específicos de asesoramiento puede ser útil.
2. Ruinas
Con las ruinas se debe tener cuidado de garantizar que lo que les da su encanto único no sea destruido. Este encanto deriva del carácter de un edificio que ha sido sometido a la acción del tiempo y a su aspecto pintoresco en el paisaje. Una ruina reconstruida no es ya una ruina, sino un edificio nuevo y mediocre, en el mejor de los casos.
Algunas medidas para prevenir el rápido deterioro son: rellenar las grietas en los muros, apuntalar las paredes vencidas, sostener los techos que están en peligro de colapsar y volver a colocar las piezas que se desarticulan. Pero estos apoyos deben aplicarse de tal forma que no alteren la apariencia general de la ruina: cuando se rellenen grietas y huecos, las paredes no deberán ser embadurnadas con cal, y las partes altas irregulares de los muros no deberán nivelarse, sino respetarse en su forma irregular. La vegetación debe eliminarse donde puede dañar la mampostería; de otra forma, deberá mantenerse. Cualquier estructura auxiliar que fuera necesaria debe ejecutarse de forma simple, orientada a un propósito, que no difiera del aspecto general y sin usar formas que imiten su aspecto histórico. Las instalaciones técnicas que pudieran afectar los cimientos o socavar no deberán colocarse en las cercanías de las ruinas.
3. Mantenimiento de edificios históricos en uso
Éstos deben atenderse continuamente para evitar que las restauraciones extensas sean necesarias.
La humedad es uno de los peores enemigos de un edificio antiguo y debe evitarse. A menudo es causada por falta de ventilación, especialmente en las iglesias, por lo que debe asegurarse que ésta sea constante y adecuada. Además, los techos requieren mantenerse en buen estado. Se debe poder drenar libremente el agua de lluvia, y las cubiertas defectuosas deben repararse sin demora. Es necesario instalar sistemas de drenaje apropiados en los sitios donde las aguas subterráneas sean la causa de la humedad.
Los edificios antiguos casi siempre requieren reparaciones de algún tipo debido al deterioro por el paso del tiempo. Los pisos se degastan, los marcos de puertas y ventanas se dañan, las yeserías se desmoronan a pedazos. Dichos daños no deben rebasar cierto límite, pues rectificar pequeños problemas a tiempo puede evitar mayores daños, ahorrar costos y contribuir a mantener monumentos en buen estado. Pero las reparaciones deben llevarse a cabo siempre de manera que no tengan un efecto perjudicial; su forma y materiales deben encajar respetuosamente con el carácter histórico del edificio.
4. Rehabilitaciones extensivas
Se debe tener un extremo cuidado cuando sea necesario llevar a cabo intervenciones más amplias. Aunque no afecten el núcleo estructural del edificio, pueden resultar desastrosas para el aspecto del monumento. Esto se aplica principalmente a la renovación de pisos, techos y acabados.
No sólo la forma de los techos, sino también los materiales y el color contribuyen mucho al efecto externo de un monumento, razón por la cual las reparaciones deben realizarse con los mismos materiales y, siempre que sea posible, con el uso parcial de los techos viejos. Deben evitarse los materiales inadecuados para el techado, como el Eternit, ya que pueden producir un efecto desagradable.
Se deberá evitar el uso de colores chillones y efectos disonantes en la renovación de acabados externos e internos. La vulgar práctica de aplicar una capa de pintura roja o amarilla a casas o iglesias antiguas deja a los edificios desfigurados durante muchos años. Para edificios sencillos, aplanados en color gris para la pintura exterior y blanca o gris en el interior, por lo general, producen el efecto más favorable. Los edificios o sus partes ejecutados con sillares se dejan sin aplanar
Para hacer reformas tanto en los pisos como en los techos, es mejor utilizar en el mismo material del piso anterior. Se deben rechazar las alternativas baratas, como mosaico de cemento en colores vivos, en aquellos edificios y espacios que aspiran a la dignidad y a la monumentalidad.
5. Modificaciones y restauraciones extensas de edificios antiguos
Se debe recurrir a cualquier costo a la asesoría especializada cuando el mal estado de un edificio antiguo u otras consideraciones prácticas requieran obras que afectarán la forma y la sustancia del monumento.
Pero sería un error pensar que la asesoría puede ser proporcionada por cualquier arquitecto o constructor, o que el uso de formas arquitectónicas antiguas en un edificio histórico es una razón suficiente para hacer de un arquitecto un especialista. La restauración e intervención de edificios requiere una experiencia especial y un profundo conocimiento de los principios y los requisitos del cuidado de los monumentos. Por lo tanto, en aquellos casos en los que las restauraciones, reconstrucciones o adaptaciones rebasen los márgenes de simples reparaciones, se exhorta enérgicamente a los dueños y administradores de edificios antiguos para que se pongan en contacto con las instituciones gubernamentales pertinentes para el cuidado de los monumentos. Aquellas están obligadas a proporcionar asesoramiento gratuito en cuanto a la conveniencia y la manera en que deben llevarse a cabo los trabajos, así como a quién le podrían ser confiados.
Lo anterior también se aplica a ampliaciones en iglesias y adiciones constructivas en castillos o casas antiguos, que no deben ser elaboradas por cualquier contratista. Por el contrario, se debe intentar desarrollar proyectos con plena comprensión y adecuado conocimiento de este tipo de tareas; proyectos que causen el mínimo daño posible en el tejido existente y que consideren el efecto total del edificio histórico y su entorno, asegurando que también se cumplan los requisitos prácticos.
6. Mobiliario de iglesias
Como el inmueble mismo, el mobiliario de una iglesia también exige atención constante. Sin embargo, esto generalmente debe limitarse a una limpieza cuidadosa, la recolocación de piezas que estén desarmándose y la sustitución de pequeñas piezas faltantes. El dorado y repintado de estatuas o tallas en madera –prácticas que por desgracia siguen siendo populares en muchos lugares– se consideran actos de vandalismo.
Pero las no menos frecuentes alteraciones que involucran pintura y dorado de los altares, púlpitos y otros muebles, también son condenables, porque los objetos se degradan y desfiguran la iglesia. Las reparaciones cuidadosas por lo general son suficientes cuando se trata de pintura antigua o dorado. Incluso cuando la condición del mobiliario de la iglesia es tan pobre que lo hace parecer indigno o que pone en tela de juicio su existencia, no debe descartarse prematuramente como inservible o dársele a un pintor para que le dé “un nuevo aire”. Por el contrario, puede restaurarse de manera que pueda cumplir su función sin perder su valor histórico-artístico, y que a la vez pueda servir, nuevamente, como un elemento decorativo de la iglesia.
Aquí también se necesita información por parte de las instituciones para el cuidado de los monumentos, ya que es la mejor manera de evitar desaciertos y falsificaciones.
Cabe también mencionar que la caja de un órgano no necesita necesariamente ser destruida a causa de la llegada de un nuevo órgano. Muy a menudo puede ser reutilizada para el nuevo. Del mismo modo, no se necesita construir un altar del todo nuevo si uno viejo giratorio puede reemplazarse al ser fijado.
7. Esculturas
La reelaboración, el repintado o la aplicación de acabados de policromía nueva en obras plásticas de arte las devalúa y estropea. Las esculturas de piedra, por lo tanto, no deben removerse, sino simplemente ser limpiadas con un cepillo suave en caso de ser esto necesario.
No es admisible pintar estatuas, elementos decorativos de edificios y motivos de piedra o estuco con pinturas de aceite o lechadas de cal, puesto que el efecto del material, así como la nitidez y el impacto de las formas previsto se pierde por completo.
Las obras plásticas en metal deben ser cuidadas para conservar su pátina.
Lo que se ha dicho con respecto al mobiliario de iglesias también aplica para figuras de madera: éstas se arruinan cuando son despojadas de su antigua policromía y sus capas de dorado.
En esculturas cuyas partes esenciales han sido destruidas o cuya sustancia material se ha visto comprometida por la erosión de piedra, la carcoma o la putrefacción de la madera, por ejemplo, se debe obtener a cualquier costo el consejo de expertos calificados para prevenir mayores deterioros y para la restauración de las obras.
8. Pinturas murales
La mayoría de las iglesias medievales y los grandes edificios seculares fueron decorados con pinturas murales en espacios internos y, a menudo también, externos, y gran parte de éstas se han preservado bajo lechadas de cal. Estos murales no son sólo de gran valía histórica; también son importantes como parte del valioso programa decorativo de los edificios históricos. Por lo tanto, al renovar la pintura o al efectuar otros trabajos en los muros, se debe tener cuidado para asegurar que los murales potencialmente existentes no se dañen. En caso de que salga a la luz cualquier rastro de un mural, su descubrimiento no debe dejarse en manos de un albañil regular, y tampoco debe ser asumido por quien lo halle, como suele ocurrir a menudo. Más bien, es indispensable notificar a las autoridades responsables de los monumentos, cuya tarea es garantizar que el descubrimiento y la conservación de las pinturas se lleven a cabo por restauradores capacitados. Uno debe acercarse también a estas autoridades en aquellos casos en los que los murales nunca han estado bajo lechadas de cal o han estado expuestos durante mucho tiempo, para que sean limpiados o fijados bien a los muros, y protegidos de la desintegración. Pintar sobre antiguas pinturas murales es destruir su valor histórico y artístico.
9. Pinturas sobre madera y lienzo
Éstas deben ser protegidas del hollín de las velas, de grandes cambios de temperatura y de humedad cuando sea posible; pueden ser limpiadas cuidadosamente con un paño suave de vez en cuando. Otras manipulaciones deben evitarse.
Pero cuando las pinturas muestren daños evidentes –grietas de la madera, deformación del lienzo, ampollas de la pintura o escamas despegadas– éstas no deberán confiarse a cualquier pintor o aficionado, quienes tienden a ofrecer sus servicios especialmente al clero y arruinan las pinturas que se les confían en vez de protegerlas. Incluso algunos de los supuestos restauradores no poseen por igual conocimiento sobre todas las tareas difíciles y responsabilidades que están implicadas en la restauración de pinturas antiguas, por lo que es necesario tomar la mayor precaución posible; nada debe hacerse sin el asesoramiento de las autoridades de monumentos.
10. Artículos diversos en el inventario de las iglesias
La mayoría de las iglesias posee alguna cantidad de artefactos artísticos artesanales antiguos: trabajos en oro y plata, vestimenta litúrgica, encajes, alfombras, lámparas, candelabros y otros. Como una regla general, son mucho mejores que los adquiridos recientemente, por lo que se deben mantener en uso mientras se encuentran en buen estado. Pero si están tan dañados que ya no resultan útiles, o si se han retirado por alguna otra razón, no deben ser desterrados en el ático o el sótano, donde se deterioran por completo o son robados.
Se debe tener cuidado de mantenerlos bajo resguardo en habitaciones adecuadas. De esta manera, poco a poco surgirán museos de arte sacro en las iglesias –para honor de las iglesias y en beneficio de nuestro patrimonio común–. Mucho de lo que podría perderse, se conservará de esta manera.
11. El mercado del arte
Además de la propiedad privada, el patrimonio artístico religioso es la principal fuente de abastecimiento para el mercado del arte. Cada clérigo, sin embargo, debe saber que él no tiene derecho de vender obras de arte de valor conocido sin el permiso de las autoridades superiores de la Iglesia, y sin la notificación obligatoria de la administración del Estado, y que al actuar de forma contraria comete una negligencia de derecho.
Con frecuencia, los sacerdotes venden las obras de arte antiguas de buena fe pues consideran que ya no son de ninguna importancia. Y así los sacerdotes son engañados en detrimento de la preservación de la iglesia y del monumento mismo. Todo sacerdote, por tanto, debería de tener como un principio básico que los objetos de arte antiguos pertenecientes a su iglesia nunca podrán ser vendidos o cambiados por nuevos.
Uno no debe otorgarle ninguna credibilidad a un comprador cuando afirma que éste o aquel objeto es absolutamente inútil, que lo lleva sólo por cortesía o simplemente porque tiene un interés particular en él.
Tampoco se debe caer en la tentación de las grandes sumas de dinero que ofrecen para artefactos aparentemente insignificantes.
No se debería poner atención a agentes que dicen que éste u otro artefacto es indigno de la iglesia y podría provocar la desaprobación durante visitas de autoridades eclesiásticas –esto es algo que los mercaderes de arte no tienen ninguna competencia para juzgar.
Las cosas por las que los coleccionistas y mercaderes de arte muestran interés son siempre de valor; un valor que la Iglesia pierde permanentemente cuando las vende.
Uno nunca se debe desviar de la decisión de no vender nada de la Iglesia, incluso por influyentes coleccionistas o mecenas de la Iglesia.
Este consejo se aplica también, mutatis mutandis, a cualquier persona que sea responsable de patrimonio artístico público no religioso, así como para los propietarios privados que ahora y después se vean obligados a vender sus tesoros artísticos por circunstancias externas. En este caso es de interés público, así como de su propio interés (es decir, con el fin de protegerse de ser engañado) que cualquier obra de arte que tuviera que vender la ofrezca en primera instancia a los museos públicos austriacos.
12. Decoración nueva en edificios antiguos
El mejor adorno de un edificio antiguo, en el interior y en el exterior, es su forma envejecida y su carácter histórico. Esto tiene que ser considerado al emprender cualquier tipo de renovación. Los mayores errores se cometen a menudo en la redecoración de iglesias antiguas.
Los proyectos pictóricos más ricos y viables, y los nuevos vitrales con tanto colorido como sea posible tienden a considerarse como el objetivo más importante cuando las iglesias van a ser redecoradas. Pero en lugar de ataviar al edificio antiguo, causan algunos de los peores daños. Como regla general, la decoración pintada y los vitrales multicolores nuevos no tienen gran valor artístico en sí mismos; son poco originales, garabatos copiados de libros, que desfiguran la iglesia más que adornarla. Además, la comprensión y el sentimiento de interacción por parte del público general con el espacio, así como el efecto de la pintura monumental se pierden totalmente. Un rico programa de pintura ornamental o figurativa, y los vitrales nuevos de brillantes colores, no suelen reforzar el efecto interno de un edificio antiguo, como sucedía en el pasado; lo quiebra y lo arruina. Por lo tanto, un simple encalado en uno o más tonos discretos y vidrios blancos en las ventanas, casi siempre producirán un efecto más favorable y digno que un proyecto recargado de pintura figurativa u ornamental, o vidrieras coloridas nuevas. En caso de que no se crea posible hacerlo sin una nueva decoración pictórica en las paredes o las ventanas, por lo menos se deberá encargar el diseño a artistas que no trabajen con base en plantillas. Los artistas deben tener la comprensión y el talento necesarios para crear una obra de un valor artístico independiente, que también concuerde con el efecto monumental del conjunto del edificio y con su carácter histórico.
Aun considerando que es necesario conservar aquello que existe, en el caso de nuevo mobiliario la primera regla para adquirirlo debe ser comprar cosas buenas y sólidas. Los productos de baja calidad y fabricados en serie no pertenecen a una casa de Dios. Esto no quiere decir que todo lo nuevo deba ser caro. Casi en todas partes todavía se encuentran artesanos que pueden proporcionar mobiliario simple para iglesias acorde con los medios disponibles, y cuyo trabajo, por rústico o ingenuo que sea, nunca será tan ofensivo como la masa de productos sin carácter que se distribuye a todos los puntos cardinales. Sin embargo, en las iglesias más ricas, en donde algo más ingenioso puede ser creado –algo acorde con la gran importancia histórica del inmueble para el arte sacro– no se debe creer que esto puede lograrse con unas 100 coronas. En lugar de comprar algo barato, es mejor esperar hasta tener los medios suficientes para comisionar trabajos de perdurable valor artístico a destacados maestros.
13. Paisajes rural y urbano
Las cuestiones relacionadas con el mantenimiento de paisajes históricos –lugares que son amenazados por los numerosos requisitos modernos– bien pueden parecer difíciles y de cierta complejidad y, sin embargo, los principios que sirven como guía para su preservación son bastante simples y deben servir de norma en cada nivel.
Lo antiguo no debe ser destruido sólo para ser reemplazado con lo nuevo.
No debe modificarse la traza histórica de pueblos y ciudades, la forma de sus viviendas, la amplitud y dirección de las calles.
No se deben destruir las puertas antiguas de las ciudades, torres, murallas y columnas icónicas, aunque causen algunos inconvenientes menores. Los edificios no deben ser sacrificados por el “tráfico” –el país puede hacer frente igual de bien a la circulación de vehículos sin la necesidad de tales sacrificios–.
No se debe imitar a las grandes ciudades.
Las casas y edificios públicos no deben ser construidos con falsas pretensiones, como palacios simulados en todo tipo de estilos. Por el contrario, deben ser tan sencillos y prácticos como una vez fueron, siguiendo las costumbres locales, garantizadas y probadas por tradiciones antiquísimas. Cada nuevo edificio debe diferir de la apariencia de su sitio, mientras que la vegetación que da vida al ambiente y le otorga su cualidad pintoresca debe mantenerse.
En las grandes ciudades que sufren transformaciones drásticas, de hecho, en aquéllas en donde la forma entera del futuro del paisaje urbano está en juego, se debe considerar como una obligación natural asegurar que estas restauraciones no queden al azar, sólo a intereses materiales o a la discreción de los departamentos de construcción habituales o de instituciones administrativas.
Por el contrario, sólo se debe confiar a los hombres que están completamente familiarizados con todos los requisitos pertinentes de la planificación de la ciudad: tanto los aspectos prácticos como los requisitos estéticos, así como los derechos y requerimientos de la preservación de monumentos.
14. Dónde encontrar ayuda y consejos
Se creó una institución estatal para el cuidado de los monumentos antiguos en Austria. Se trata de la Comisión Central para el Cuidado de los Monumentos, formada por una oficina estatal y oficinas regionales, apoyadas por un equipo mayor de conservadores y de corresponsales honorarios.
Estas oficinas tienen la obligación de intervenir en todas las cuestiones relacionadas con el cuidado de los monumentos de forma gratuita, por lo que se puede recurrir a ellas para solicitar asesoría y ayuda en cualquier momento, si es necesario, ya sea directamente o con la mediación de los conservadores que representan a la Comisión Central en distritos específicos. Sus nombres y direcciones se pueden obtener con las autoridades distritales.
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Notas