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Nuevas corrientes en el cuidado de los monumentos
Publicación original: Alois Riegl (1905) “Neue Strömungen in der Denkmalpflege”, in: Mitteilungen der k. k. Zentralkommission, Dritte Folge IV, Sp. 85-104. [Ernst Bacher (Hrsg.) (1995) Kunstwerk oder Denkmal? Alois Riegls Schriften zur Denkmalpflege, Böhlau Verlag, Wien, Köln, Weimar, Sp. 218-233.]
Traducción de Daniela Sauer
Recientemente se han publicado dos obras sobre el cuidado moderno de los monumentos, cuyos autores, cada uno en su propio campo, gozan de una reputación fundada, y quienes especialmente en el campo de sus publicaciones más recientes pueden, indiscutiblemente, tener la pretensión de ser escuchados con seriedad y atención. Uno de estos textos es la reproducción de un discurso académico impartido este año por el profesor ordinario de historia del arte en la Universidad de Estrasburgo, el doctor Georg Gottfried Dehio, con motivo de la celebración del cumpleaños del emperador alemán.[1] El autor de la otra publicación es el arquitecto berlinés Bodo Ebhardt, conocido en Alemania sobre todo por sus numerosas restauraciones de castillos medievales. Los argumentos en su publicación[2] más reciente tratan también exclusivamente acerca del cuidado de fortalezas medievales y, si bien el título parece indicar un tema más amplio, esto se puede justificar solamente con la estrecha relación que tienen todos los monumentos entre ellos con respecto a su tratamiento, y aquello que el autor propone para el tratamiento de los castillos se puede derivar análogamente a otras estructuras antiguas.
Lo que confiere un valor particular a la publicación contemporánea de esos dos tratados en este momento es el hecho de que su lectura comparada proporciona una perspectiva de la transformación que hoy en día (y desde hace varios años) se está dando en la concepción fundamental del motivo intrínseco y de las consiguientes funciones exteriores del cuidado de los monumentos, y al mismo tiempo de los obstáculos que se oponen a un procedimiento linear y normal de esa transformación. A tales obstáculos se pueden atribuir también los frecuentes malentendidos y las divergencias aparentemente irreconciliables en cuestiones específicas de las restauraciones. No es por una simple cuestión literaria –lo cual está excluido por principio del programa de estas “comunicaciones”– sino por una clarificación de estas condiciones, que nos parece útil y necesaria, por lo que queremos ocuparnos críticamente de algunos principios esenciales de la naturaleza del cuidado de los monumentos, expresados en los dos escritos mencionados. Es evidente que ambos autores, como expertos en el campo de la tutela de los monumentos, aportan una gran cantidad de indicios, incluso de casos particulares, los cuales resultan útiles y estimulantes para los amigos de los monumentos, así como para quienes los protegen por profesión. Sin embargo, no es nuestra intención ocuparnos de este asunto en esta ocasión.
Hoy nos parece casi natural que el punto de vista del historiador de arte Dehio sobre el cuidado moderno de los monumentos sea con frecuencia diametralmente opuesto al del artista Ebhardt. Innumerables declaraciones polémicas de ambas partes, tanto en la literatura como en ocasión de las jornadas anuales del patrimonio, nos han acostumbrado desde hace mucho tiempo a considerar la postura de los arquitectos creativos y aquella de los historiadores de arte que se oponen, por principio, a cualquier intervención en los monumentos, como dos extremos entre los cuales sin duda debe encontrarse un equilibrio para una práctica respetuosa pero realista del cuidado de los monumentos. Teniendo en cuenta que ambas partes comparten el mismo objetivo, por supuesto no se puede omitir a priori el pensamiento de que con buena voluntad se podría encontrar por lo menos un punto medio entre ambos extremos, que no podría ser más que beneficioso. Antes de seguir con estas consideraciones, queremos alegrarnos por la oportunidad que nos han facilitado contemporáneamente las declaraciones de los dos campos adversarios, porque de este modo resulta legítimo esperar que encontraremos en cada uno la crítica del otro, y por consecuencia esto facilitará nuestra propia crítica.
Dehio –para empezar con este autor– nos proporciona explicaciones, aunque breves, muy precisas y dignas de consideración acerca de las cuestiones principales y fundamentales del cuidado de los monumentos: “No conservamos un monumento por su belleza, sino porque es un elemento de nuestra existencia nacional”. “Proteger a los monumentos no quiere decir buscar el placer, sino tener piedad.” “Los juicios estéticos e histórico-artísticos vacilan; aquí (es decir, en el ‘elemento de existencia nacional’) se ha encontrado una característica inconmutable de los valores.”
Éstas son en efecto frases de importancia programática con las cuales se expresa muy claramente la metamorfosis de la concepción de los fundamentos del cuidado de los monumentos. Dehio siente que “el interés artístico e histórico” con el cual se ha determinado el concepto de monumento en el siglo XIX, hoy no es suficiente para definirlo. Ni la sensación del placer egoísta, provocada por la forma y el color del monumento, ni la satisfacción racional debida a las asociaciones de ideas históricas, precisamente históricoartísticas, son suficientes para explicar el entusiasmo a veces exaltado del hombre moderno por los “monumentos”, ya que ambas motivaciones, tanto estética como histórica, sólo tienen un valor relativo. Dehio intuye correctamente que el esquema estético-científico de los “monumentos artísticos e históricos” ya no es aplicable hoy en día, y que el verdadero motivo del culto a los monumentos se basa en un sentimiento altruista, que nos impone la piedad como deber interior; es decir, el sacrificio de ciertos intereses opuestos y egoístas. Sin embargo, Dehio interpreta este sentimiento altruista como un sentimiento nacional:
“Protegemos el monumento como un elemento de nuestra existencia nacional”.
Esta interpretación nos parece, para decirlo desde el principio, demasiado limitada; Dehio se encuentra evidentemente aún bajo la influencia de las teorías del siglo XIX, las mismas que buscaban el valor del monumento principalmente en su momento “histórico”.
El mismo Dehio explica su definición de monumento como “parte de la existencia nacional” con el ejemplo de la pérdida de la copa de Jamnitz, cedida al Louvre. ¡Ahora los alemanes tienen que viajar a París para poder admirar una obra de arte alemana! Estas palabras demuestran todo el orgullo de la producción nacional, como lo demuestra la definición francesa de “monumentos nacionales”, que contribuye a la gloria de la nación francesa. Es evidente que el momento altruista de este sentimiento es limitado: se convierte en egoísmo cuando se refiere a ciudadanos de otra nación. En ese caso ya no se llama piedad, sino vanagloria. Sin embargo, ¿no hemos estado muchas veces admirando un monumento sin darnos cuenta mínimamente de su proveniencia nacional? ¿Y acaso han sido menos de nuestro agrado otros monumentos porque eran fruto de una creación extranjera, por ejemplo, italiana? De aquí nacen las dudas sobre el valor universal de la definición de Dehio. Intentemos esclarecerlas con algunos ejemplos.
Recientemente, ciertos amigos de los monumentos han sufrido por la noticia de que se planeaba sacrificar algunos edificios antiguos, sobre todo en Weißenkirchen para la construcción de la línea ferroviaria en la región del Wachau. Si se empezaba a hacer preguntas sobre cuál era la pérdida relacionada con la demolición de estas casas, el interesado se encontraba con una serie de consideraciones reconfortantes, teniendo en cuenta solamente los “aspectos artísticos e históricos”. Las proporciones demasiado altas o estrechas, los pisos superiores irregularmente curvados hacia adelante sobre arcos rudos, las columnas bastas, las escaleras externas angulosas, etcétera, nos parecerían insoportables desde un punto de vista artístico en cualquier construcción moderna; mientras que bajo el aspecto históricoartístico poseemos, en otras partes, numerosos objetos mucho más valiosos. En cuanto a la memoria histórica, que en la región de Wachau a menudo se relaciona con épocas pasadas, desde Ricardo Corazón de León hasta Napoleón, no se encuentra para nada en el caso de las casas destinadas a la demolición. ¿Por qué entonces percibimos su inminente pérdida a pesar de todas las objeciones racionales como un dolor desconsolado? No puede ser otra cosa que lo “antiguo” en sí, lo no moderno, el testimonio creativo de generaciones precedentes cuyos descendientes somos nosotros. Así como podemos considerar a nuestros antepasados como una prolongación de nuestra existencia que nos une con el pasado, vemos también a los monumentos como un vínculo entre nuestra creatividad y aquella de tiempos pasados, y desde esta perspectiva suscitan tal interés para nosotros, que estamos dispuestos a sacrificar por ellos obras modernas y contemporáneas.
En este sentido, las casas de Weißenkirchen nos parecen, efectivamente, como parte de nuestra existencia, y por el hecho de haber sido construidas en algún tiempo por austro-alemanes y porque al observarlas nos sentimos austro-alemanes, asumimos que forman parte de nuestra identidad nacional. Aun así, y omitiendo el hecho de que algunos de los que piensan de este modo no nacieron en la región de la Wachau, y de que no todos sus antepasados eran de nacionalidad austro-alemana, seguramente muchos no podrán reprimir la realidad de que, por ejemplo, las arcadas en Trento o las pequeñas calles en el barrio del palacio de Split, de origen cultural completamente diverso, provocan en ellos la misma sensación de placer que la contemplación de lo antiguo en las casas de la Wachau. Y porque –si me está permitido citar un ejemplo de mi propia experiencia– he evitado siempre desde mi juventud alojarme en los barrios modernos de Roma y he preferido los barrios del Tíber, que tienen la mala fama de ser insalubres, pero cuyos callejones revelan la original aunque sencilla impronta barroca. ¡Lo estuve haciendo ya en aquellos tiempos en los cuales, como buen estudiante de mis maestros, yo pensaba que el estilo barroco era la más abominable aberración del espíritu humano para el arte! ¿En qué otra cosa podía consistir el valor de estos monumentos que yo consideraba contrario a mis razonamientos, si no en el valor de lo antiguo por sí mismo, haciendo a un lado la nacionalidad de sus constructores? Visto así, seguramente nos parecerán como parte de nuestra existencia, pero no de la nacional, sino de la humana. El egoísmo nacional parece reducirse de este modo a un egoísmo de la humanidad; el sentimiento sobre el cual se basa el cuidado de los monumentos parece acercarse a uno puramente altruista.
Entonces, si los monumentos pueden formar parte de la existencia nacional, como afirma Dehio, podrán tener valor solamente para los que no han conocido otros monumentos que aquellos de su país de origen, una condición que hoy en día se aplica a pocas de las personas instruidas. Hay que admitir que, para muchos amigos de los monumentos, el sentimiento patriótico está tan unilateralmente desarrollado, que los monumentos de su propia tierra despiertan en ellos sensaciones más inmediatas y más intensas que otros de tierras extranjeras. Pero en este caso se trata sólo de diferencias secundarias: el motivo primario del culto a los monumentos a este nivel (que como demostraremos ahora, ya ha sido superado) sigue siendo el “sentimiento de la humanidad”, aunque de vez en cuando se refiera sólo a los hombres de una misma nacionalidad; es decir, que se exterioriza en la forma limitada del sentimiento nacional.
Los objetivos finales del culto moderno de los monumentos se aclararán por completo sólo si se considera también la sensibilización creciente por el cuidado de los “monumentos naturales”, que Dehio ha dejado de tomar en cuenta, lo cual es muy característico de su punto de vista.
Un árbol de tilo en un pueblo aún podría ser considerado como parte de la existencia nacional pues fue plantado por nuestros antepasados, más a un árbol salvaje gigante o a una pared de rocas vertical los ha creado la naturaleza misma, sin ningún aporte de manos humanas. Entonces, ¿por qué sentimos como un sacrilegio ponerles las manos encima, cortar el árbol, hacer saltar la pared rocosa, quitándoles en cierto modo la vida? ¿Por qué reclamamos también para estos productos de la naturaleza el derecho de poder vivir en un cierto modo sin importunarlos? La verdad es que respetamos también de ellos el testimonio de la existencia, de vida y de creación del pasado, aunque no referido a la existencia de la nación ni a la de la humanidad en una etapa anterior de su evolución, sino a la de la naturaleza. En el culto a los “monumentos de la naturaleza” se ha superado también el último residuo de egoísmo –el que se refiere a la humanidad– y con la participación en las obras de la naturaleza extrahumana se ha alcanzado el completo altruismo. El culto a los monumentos de la naturaleza es el más desinteresado y de vez en cuando nos pide, a nosotros seres vivientes, sacrificios para tener algo natural e inanimado.
Entonces, vemos que el culto moderno de los monumentos tiende cada vez más a considerarlos no como obra del hombre sino como obra de la naturaleza, y así se explica también la observación que se ha hecho muchas veces de que de las artes modernas, la más afín [al culto moderno de los monumentos[3]] es la pintura de paisaje. En el fondo, los movimientos de protección a los animales y a los monumentos tienen el mismo origen. Para los dos es fundamental el deseo de evitar algo que hiere nuestro sentimiento subjetivo, y no solamente el sentimiento colectivo para la dignidad humana o incluso el de la grandeza nacional. Sentimos la demolición de las antiguas casas de Weißenkirchen como algo que nos afecta personalmente, no por el hecho de que han sido construidas y habitadas por nuestros antepasados, ni tampoco porque además representan testimonios de nuestro propio pasado humano, sino porque tienen un carácter particular e individual que se ha desarrollado en el tiempo y con esto han adquirido el derecho de existir según sus propias condiciones de mantenimiento.
Si bien después de todo lo expuesto la atribución por parte de Dehio del culto moderno de los monumentos a una necesidad del sentimiento nacional no resuelve la cuestión en absoluto, la interpretación fundamental que contiene, es decir, el hecho de que el culto a los monumentos es el cuidado a un sentimiento, ha sido suficiente para revelar a Dehio la tendencia socialista de la conservación moderna de los monumentos. “El interés que el conjunto de la población muestra por los monumentos prevalece en gran medida por encima del interés individual”. Esto quiere decir que normalmente sólo el propietario de un monumento puede interesarse, desde un punto de vista egoísta, en que sea eliminado, porque su mantenimiento lo obliga a sacrificios materiales o le impide alcanzar otras ventajas tan importantes; que su afán altruista, que favorecería el mantenimiento de los monumentos, queda sofocado e insensibilizado por su pretensión egoísta. Por otro lado, todas las demás personas sólo tienen el interés altruista en el mantenimiento del monumento, sin ser desviado u obstaculizado por ninguna otra intención egoísta concurrente. Por lo tanto, es justo pretender que el deseo de muchos de los que forman la comunidad prevalezca sobre el deseo contrario de un individuo. Por esto, la exigencia de una protección pública a los monumentos asume, en efecto, un carácter socialista. Pero es imprescindible que se cumpla un supuesto: que la mayoría de la comunidad o por lo menos una parte sustancial y determinante de ésta reclame el mantenimiento del monumento. Todas las leyes de protección resultarían inútiles si el “pueblo” no estuviera convencido de la necesidad de su existencia ni tomara medidas propias para ejercerlas. Para que esta necesidad sea percibida como obligatoria no es suficiente que el monumento sea concebido como medio para obtener un placer estético, ni tampoco como medio para satisfacer inclinaciones históricocientíficas. El valor del monumento debe convertirse más bien en un valor del sentimiento; es decir, en el sentimiento de la gran masa, o por lo menos de la gente instruida, y este hecho se podrá alcanzar sólo desde el momento en el cual hayamos aprendido a valorar el monumento como un “elemento de nuestra existencia”.
Sin embargo, ése es solamente uno de los lados, y en cierto modo subjetivo, con el cual se manifiesta la tendencia socialista del empeño de la protección moderna a los monumentos. A ésta se añade otro aspecto objetivo que consiste en la democratización del monumento mismo. La definición de “monumento artístico e histórico” había provocado una selección aristocrática que deja de tener sentido desde el momento en que se considera al monumento esencialmente por su antigüedad. Al monumento sólo se le pide que demuestre huellas evidentes de antigüedad y una entereza individual suficiente, con lo cual se distingue de su ambiente y de todo el resto del mundo.
El hecho de que hoy en día aún se desconozca esta situación y que el valor del monumento se siga buscando en su “belleza” o en su mérito “histórico” es la verdadera fuente de todas las ambigüedades, malentendidos y disputas amargas en este ámbito. Con frecuencia, muchas de las personas que han experimentado claramente el efecto del sentimiento en relación con las casas antiguas de la región de Wachau, insistirán en querer demostrar que las construcciones de los siglos XVI y XVII se habían edificado de manera más “bella” que las de hoy. Y las personas ilustradas subrayarán que estas casas muestran aspectos históricoartísticos propios de la arquitectura del Renacimiento o del Barroco, y que al mismo tiempo son testimonio de la evolución histórica en muchos otros campos de la cultura humana en los territorios alemanes y austriacos. En la fase actual de nuestro desarrollo cultural no cabe duda de que estos dos aspectos se toman más o menos en consideración, pero el primero –si es que es un sentimiento de verdad y no producto de una ilusión– es asequible sólo para las personas que tienen una cultura estética, mientras que el segundo lo es únicamente para quienes tienen una cultura histórico-científica. Pero ninguno de los dos aspectos es determinante para el efecto que el monumento suscita en el espectador moderno. Más bien ese efecto está determinado por un sentimiento por sí mismo indefinible, que se manifiesta en una nostalgia insaciable de contemplación de lo “antiguo”. Si observamos una casa, notamos que es “antigua” y esto simplemente nos llena de placer. Que se haya ignorado durante tanto tiempo este aspecto y que hoy en día se siga desmintiendo con vehemencia se puede explicar, probablemente, con el malestar que la persona erudita moderna experimenta cada vez que se enfrenta a algo que no puede comprender con la razón. El observador no quiere reconocer que no es capaz de explicar la sensación que le genera contemplar un monumento, y vive así en la ilusión de que el monumento le agrada porque es bello o históricamente interesante. Siguiendo este razonamiento, también Dehio, aunque haya entendido que el valor del monumento se basa en un sentimiento, llega a la conclusión de que es el sentimiento nacional la motivación determinante para el culto a los monumentos, porque este sentimiento, fundado sobre la unidad nacional, constituye un factor real y –aunque no sea explicado físicamente– por lo general reconocido. Una selección de los monumentos desde el punto de vista de la importancia para nuestro pasado nacional revela, como ya se ha mencionado, un efecto tardío de la fascinación por la percepción “histórica” del monumento que había sido dominante en el siglo XIX, creando así un puente con esta convicción del pasado que sigue teniendo hoy amplio consenso, y probablemente puede haber atraído y, al mismo tiempo tranquilizado, a Dehio. Después de nuestras afirmaciones precedentes, deberíamos –si queremos denominar los objetivos finales del cuidado moderno de los monumentos– por lo menos sustituir el sentimiento nacional de Dehio con el sentimiento de la humanidad, o (el culto a los monumentos de la naturaleza ya nos obliga a hacerlo) con el sentimiento de la existencia en general. Los monumentos nos encantan en cuanto son testigos del contexto universal, del cual nosotros somos una parte, y que ya existía y había evolucionado mucho tiempo antes que nosotros. Una explicación de este tipo no está relacionada con lo trascendente, como no lo está la de Dehio, misma que se basa en la conciencia nacional.
Aun en el caso de que uno no esté de acuerdo con la descripción que se ha hecho antes del análisis y de la explicación del sentimiento que se manifiesta durante la contemplación de un monumento, será finalmente necesario admitir claramente que es un sentimiento irresistible el que nos incita al culto a los monumentos, y no son solamente pasiones estéticas o históricas. Si se tratara solamente de estas últimas, nada sería más inapropiado que la aspiración a la protección jurídica. ¿Cómo podrían permitirse los estetistas y los científicos solicitar que, por sus pasiones artísticas e históricas, se violaran en miles de puntos las leyes del derecho privado y que, por consideraciones racionales, se limitara al ciudadano en el uso libre de los monumentos?
Para tener éxito, la motivación de una ley de protección a los monumentos se tiene que basar únicamente en la existencia y en la difusión universal de un sentimiento que, parecido al religioso, se diferencia de cualquier erudición estética o histórica, es impenetrable a consideraciones racionales y, si no es apagado, genera un estado de ánimo insostenible.
No obstante el punto de vista progresivo de Dehio, la concepción del “monumento como parte de nuestra identidad nacional” mantiene aún algo de fragmentario e insuficiente, hecho que se ha evidenciado cuando ha probado basarse en ella para crear los fundamentos para la práctica del tratamiento de los monumentos. “Conservar, no restaurar” es la fórmula breve de Dehio, y con sus observaciones los restauradores suelen salir bastante mal. Dehio manifestó esta posición decidida en contra de toda restauración de los monumentos ya hace dos años, durante el Congreso Alemán de la Conservación de los Monumentos. Que esto haya suscitado la más vehemente protesta por parte de los arquitectos restauradores, se puede entender fácilmente. Más difícil de comprender es que sus colegas historiadores de arte no lo hayan secundado tan apasionadamente como él mismo pensaba. Parece que los historiadores de arte hayan identificado un lado débil en la polémica de Dehio y por esto, a pesar de la debida aprobación de sus principios proclamados, se reservaron. Efectivamente el lado débil existe; es el residuo del significado histórico nacional, repetidamente enunciado, que Dehio quiere aún asociar al monumento, paralelamente o no obstante reconozca la importancia del sentimiento. En seguida procederemos a la demostración que explicará los más graves malentendidos entre arquitectos restauradores e historiadores de arte. Para crear un sólido fundamento para esta demostración es aconsejable familiarizarse con las teorías de un artista moderno sobre la esencia y los principios del cuidado a los monumentos.
En su obra, el arquitecto Bodo Ebhardt no da una definición precisa del “monumento”; aun así, no nos deja la mínima duda de que, desde su punto de vista, el valor del monumento se basa esencialmente en su importancia histórica. De acuerdo con la teoría de Ebhardt, la definición tendría que ser más o menos la siguiente: protegemos a un monumento porque perpetúa ante nuestros ojos una imagen definida de una época artística anterior. En este sentido, lo que nos llena de placer al contemplar por ejemplo un castillo de siglo XIII, serían sobre todo las asociaciones con ideas intelectuales vinculadas a éste. Observando el castillo nos alegramos de reconocer todos esos objetos que caracterizan la vida cultural del siglo XIII, con las cuales nos hemos familiarizado durante el estudio intelectual. También según esta interpretación se trata de una sensación de placer que esperamos que el monumento nos infunda, pero ésta no es tan inmediata como la sensación causada por el aspecto estético, determinado por la concepción de la forma y del color del monumento, o –para ir más lejos– no alcanza aquel sentimiento tan delicioso que nos produce la contemplación de lo “antiguo” por sí mismo, sino que se trata de una sensación que es fruto de la reflexión consciente y de la asociación de ideas que se han convertido en nuestro patrimonio intelectual.
Naturalmente, la imagen histórica y cultural que [conforme a la teoría de Ebhardt[4]] esperamos produzca en nosotros el monumento será más nítida, y la asociación de ideas será más rica cuanto mejor esté conservado el monumento en su totalidad. Por consecuencia, un castillo completamente conservado es indudablemente preferible a un castillo en ruinas. ¿Pero qué pasaría en el caso de que se haya conservado la ruina de un castillo que nos ofreciese solamente pocos puntos de interpretación para la necesaria asociación de ideas?
Para valorar al máximo la ruina según la concepción del culto a los monumentos de Ebhardt, se deben completar las partes que faltan lo más posible y se tienen que colmar los vacíos: en pocas palabras, el castillo en ruinas debe ser reconstruido. Hay solamente una condición muy severa: las reconstrucciones deben imitar perfectamente las formas que antes existían en el mismo sitio, pero si no fuese posible tener informaciones certeras, por lo menos deben ser proyectadas copiando o reinventando con la ayuda de ejemplos “auténticos” de la misma época y esfera cultural. Que los materiales y la construcción sean modernos no tiene ninguna importancia para Ebhardt. El valor “histórico” del monumento que Ebhardt reconoce no depende tanto del material y de la construcción, sino de su forma. Si la contemplación de un castillo reconstruido nos da la certeza de que todas sus formas corresponden a las usanzas y necesidades del siglo XIII, sin que nos moleste ningún detalle anacrónico, entonces produce en nosotros el anhelado sentimiento de satisfacción por la visión de una imagen cultural medieval reconstruida, sin que nos disturben mínimamente las partes completadas.
La asociación de ideas sobre la que se funda este sentimiento se refiere a las formas, no al momento real de su construcción. Si así no fuese, tampoco existirían las novelas históricas, que van justo a nuestra conciencia, sin intermediarios; mientras que el castillo restaurado impacta directa y visualmente en nuestros sentidos.
Por consecuencia, los principios conceptuales del arquitecto Ebhardt sobre la esencia y el deber del cuidado de los monumentos se deben formular así: protegemos los monumentos por su valor histórico; y para potenciar al máximo este valor histórico, en algunos casos tenemos que rehabilitarlos.
Éstos son, como podemos ver, los mismos principios que han gobernado casi sin cambios toda la conservación pública de los monumentos durante las últimas tres décadas del siglo XIX. En Austria, su mayor representante fue Friedrich von Schmidt. Una tendencia tan difundida y arraigada entre los intelectuales como aquélla de asociar estas ideas históricas, naturalmente no podía desaparecer de un golpe; apenas a finales del siglo pasado se comenzó a pasar del valor “histórico” de los monumentos a su valor de “antigüedad”, dirigido directamente al sentimiento.[5] Aún hoy en día el valor “histórico” del monumento suscita muchas veces admiración entusiasmada, y Ebhardt tiene toda la razón al citar, como argumentación más fuerte de su teoría, los muchos contratos de obras para la reconstrucción de castillos que aún se conceden en Alemania. Sin duda, sigue faltando cierta carga de entusiasmo por el monumento “histórico”. Al final intentaremos por lo menos demarcar los campos en los cuales esta concepción, que antes era absoluta, prevalece y sigue más fuerte.
De forma paralela, se ha difundido ampliamente la interpretación más reciente, según la cual el valor del monumento está basado en una reacción inmediata emotiva de nuestro estado de ánimo, e incluso Ebhardt no puede cerrar los ojos ante dicha evidencia. Por supuesto, en el caso de Ebhardt se buscará en vano una concesión a esta teoría, como la que formuló Dehio en su definición de monumento. Que él no niegue la “fascinación de la ruina decadente”, tal como ya la habían descubierto los pintores barrocos, queda claro; pero no nos deja duda alguna de que según él la ruina no es más que un mal necesario, que se puede aceptar por “razones prácticas” sólo cuando faltan recursos económicos. En cambio, cuando estos recursos están disponibles, se debe preferir en definitiva la reconstrucción de la forma original, es decir, el valor del sentimiento (para el cual la ruina de un castillo constituye un medio demasiado intencional y por eso relativamente menos eficaz) en la opinión de Ebhardt no es más que un débil sustituto para el valor histórico del monumento.
Mas no es sólo por esta creencia condicionada del valor de la ruina con la cual Ebhardt revela un cierto reconocimiento a la creciente importancia del valor del sentimiento en el cuidado de los monumentos. Mientras combate de manera explícita la fórmula “conservar, no restaurar” pues está convencido de que la mejor forma de conservar es precisamente restaurar, y porque los intentos que se han hecho hasta ahora de conservar sin restaurar tienen un aspecto “artísticamente horripilante”, dedica la mayor parte de su publicación a enumerar y explicar las reglas de preservación de las ruinas. No obstante, la mayor parte de los principios en los que se basa están claramente dictados por la tendencia a mantener el carácter histórico, hay también algunos que delatan una comprensión total del medio principal del efecto sentimental. Por ejemplo, ahí donde Ebhardt pretende que se aplique el mortero de las juntas con una diferencia de 3 o 4 cm más en profundidad respecto a la superficie anterior de las piedras, para salvar esa sombra tan importante e insustituible para el efecto de sentimiento de las juntas. Hay que decir que muchas veces se descuida este aspecto cuando se conservan muros antiguos. Una medida de este tipo se opone al valor histórico, pues en origen las juntas seguramente fueron rellenadas con cuidado, cosa que el mismo Ebhardt subraya con razón; y si a pesar de esto él propone dejar las juntas abiertas para que produzcan sombra, demuestra con esto –tal vez involuntariamente– su reverencia ante la contemplación de lo antiguo y del efecto del sentimiento que produce tal contemplación. Por esto también aquellos que ya no consideran el valor histórico como calidad principal del monumento podrán disfrutar de la lectura de los principios para la preservación de las ruinas que Ebhardt ha desarrollado en su publicación.
De esta forma también Ebhardt está obligado a reconocer, aunque no lo haga abiertamente, el valor de antigüedad de los monumentos, y por lo tanto tiene que transigir en parte su teoría, en la cual el único valor de un monumento es el histórico. También desde otra perspectiva, que se diría opuesta a la anterior –se trata de la parte estética– se puede observar una cierta ruptura con sus principios.
Con respecto a un requerimiento de fidelidad y autenticidad históricas, Ebhardt desarrolló un rigor puritano. En ese sentido exige, entre otras cosas, que aún para aquellos trabajos de restauración de castillos por parte de actores privados, los planes de construcción sean preparados por el gobierno (evidentemente en su calidad de ente responsable del cuidado de los monumentos), quien también deberá cubrir los gastos. Además, se debería prohibir a los privados las excavaciones cercanas a los castillos (que con frecuencia pueden ofrecer los indicios más importantes para la reconstrucción). Estas disposiciones, dictadas sólo por el interés en que la reconstrucción histórica de los cuerpos del castillo sea lo más fiel posible, difícilmente podrían ser aprobadas por una administración y formar parte de una ley de tutela de los monumentos, porque sólo tienen la función de apagar un apasionamiento científico y erudito. Ebhardt recomienda que las partes de muro reconstruidas sean explícitamente señaladas como tales; según el grado de fidelidad con respecto a la “autenticidad” de cada parte, estas señales forman una escala, la cual no hubiera podido ser ideada de manera tan meticulosa ni siquiera por unos “teóricos” tan criticados por Ebhardt. Esto contrasta extrañamente, como veremos más adelante, con el impulso artístico que debería poseer cada restaurador, según Ebhardt. Se podría pensar, entonces, que esta intención de fidelidad histórica absoluta, que sólo se puede alcanzar mediante el más rigoroso estudio de los modelos antiguos y de las fuentes escritas, disminuye la importancia del arquitecto restaurador como artista creativo, en comparación con la del historiador. Sin embargo, precisamente contra esto se pronuncia Ebhardt con vehemencia. No sólo el arquitecto no necesita de la ayuda del historiador para adquirir las “bases” de la reconstrucción, sino que es el artista quien desempeña un papel determinante en cada proceso de restauración. Ebhardt no se cansa de repetir que este último depende en primera línea del genio individual.
Si se tratase únicamente de copiar un modelo histórico, no se entendería por qué es necesaria la presencia de un artista creativo, si para esto bastase con un técnico que tuviera a su disposición los modelos históricos explícitos. Comprendemos también que en la época romántica los arquitectos inventores jugaban el papel principal. Para estos pioneros de la conservación de los monumentos Ebhardt claramente no tiene más que palabras críticas, debido a su falta de fidelidad histórica. Sin embargo, al requerir de un artista creativo para dirigir las obras de reconstrucción de los castillos, Ebhardt también reconoce que durante este trabajo se plantean problemas que tienen que ser resueltos por arquitectos creativos, y no se trata sólo de copiar modelos históricos afirmados como facsímiles.[6] Aun con esto contradice su propia teoría del valor único “histórico” de todos los monumentos, porque lo que es inventado recientemente no puede ser considerado como histórico, y por esto tampoco puede pretender evocar en nosotros una imagen fiel del pasado. Y, de hecho, el individuo moderno, intelectual y emocional mirará con cierta invencible desconfianza cada reconstrucción de un castillo medieval, aunque algunos detalles o también su conjunto correspondan a la imagen ideal que creó su imaginación. El observador no se puede liberar del pensamiento de que fue un artista moderno y creativo quien creó nuevamente estas proporciones, formas y líneas en su mente, y las tradujo a la realidad.
Se debe dar la razón a Ebhardt en cuanto a que una reconstrucción absoluta y completa de un castillo basándose en los restos que se han conservado, no será realizable en casi ningún caso y casi siempre se da amplio espacio a los trabajos de reconstrucción según “el espíritu antiguo”. Pero tampoco se puede pretender que el espectador entienda aquella reconstrucción como una imagen histórico-cultural fiel del pasado. Está claro que hasta hace algunos decenios no lo hubiéramos tomado tan en serio, pero hoy en día, después de que hemos refinado nuestros sentidos como consecuencia de largos y exhaustivos estudios, no puede haber la mínima duda sobre este hecho.
Con esto hemos llegado al punto de origen que ha generado el malentendido entre historiadores de arte y arquitectos en relación con el cuidado de los monumentos y, como lo demuestran las dos publicaciones en cuestión, sigue siendo de actualidad todavía. Ebhardt dice: “el restaurador aspira sólo a la fidelidad histórica, mientras el historiador (lo llama “teórico”) no tiene nada que ver en esto”. Ahora, incluso los arquitectos independientes admiten que cada trabajo de restauración “histórica” depende de una cooperación entre los representantes de las dos disciplinas. Ebhardt piensa, de manera equivocada, que la elaboración de los modelos es fácil, cuando dice que el arquitecto creativo es capaz de procurárselos sin dificultades. Por ello no es sorprendente si un historiador, que por lo menos en parte se basa en la teoría del valor “histórico” del monumento, emite una opinión contraria. “El cuidado de los monumentos no es asunto de los artistas, sino que entra en el dominio del pensamiento histórico y crítico”. De este modo se pronuncia Dehio en el pasaje de su publicación dedicado a la restauración de nuestros tiempos.
Parece ser que ha sido justamente esta frase la que ha impedido que los historiadores de arte apoyen incondicionalmente la teoría de Dehio como lo hubiera merecido. Y efectivamente, esta declaración requiere de una protesta vehemente. Antes que nada, Dehio contradice la teoría que él mismo antes proclamaba y en la que dice que protegemos en el monumento “a una parte de nuestra identidad nacional”. El sentimiento nacional como base del valor de los monumentos no tiene nada que ver ni con la esfera del aspecto histórico, ni con aquella del pensamiento crítico. Lo que indujo a Dehio a contradecir sus propios principios no es sino la confusión del momento del sentimiento, que él había reconocido correctamente como el momento histórico del monumento, que en realidad es diferente y forma parte esencial de la esfera crítica del concepto de monumento. Dehio reconoció con claridad que con este principio en su evolución moderna no hay espacio para el artista creativo, aunque en la polémica contra este último se olvidó que para la interpretación del valor del monumento tampoco es el historiador quien puede tener la última palabra en esta valoración. El cuidado de los monumentos seguramente no puede ser una tarea para el artista, pero tampoco está vinculada en esencia al ámbito del pensamiento histórico y crítico, sino que ha llegado a ser en gran medida una cuestión del sentimiento.
Una vez que este concepto haya ganado aceptación general, desaparecerá también el malentendido entre arquitectos e historiadores, porque solamente el momento “histórico” en el concepto de monumento constituye la manzana de la discordia entre ambas partes. Está claro que hoy en día aún no hemos llegado a este punto y probablemente el señor Ebhardt no sólo salvará muchas ruinas de castillos siguiendo sus excelentes principios, sino que también reconstruirá numerosos castillos con sus “capacidades artísticas de arquitecto”. Aunque nuestra visión histórica de los detalles sea tan avanzada, de modo tal que nos permita juzgar como incompleto el apagamiento de nuestro deseo de aprender, de manera comprensible los aspectos histórico-culturales ofrecidos por castillos e iglesias restauradas o por objetos pertenecientes a colecciones de museos, el placer que tales “imágenes vivientes” históricas suscita en nosotros sigue teniendo muchos seguidores. La mayoría de los objetos en cuestión son, por un lado, edificios que siguen siendo usados y mantenidos continuamente, como las catedrales medievales, que no se pueden abandonar al deterioro, pero que tampoco se pueden reconstruir con adjuntos modernos. Por otro lado, se trata de obras que son resultado de presupuestos culturales por completo diferentes de los actuales y por esto no pueden acoger formas modernas. A esta última categoría pertenecen también los castillos. El hecho de que hoy en día sean esos mismos, a pesar del fuerte (muy fuerte) sentimiento que producen sus ruinas, los que con tanta predilección sean reconstruidos, podría explicarse en parte por el deseo comprensible de sus propietarios, de los nobles, por hacer revivir, al menos en su forma exterior, un recuerdo de su propio pasado y el origen de su estrato social, asociado al oficio de las armas en los castillos fortificados.
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Notas