Artículos
Las ciudades históricas (Un drama de nuestro tiempo)
Conversaciones…
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
ISSN: 2594-0813
ISSN-e: 2395-9479
Periodicidad: Bianual
núm. 11, 2021
Las ciudades históricas (Un drama de nuestro tiempo)
Publicación original: Fernando Chueca Goitia (1965) “Las ciudades históricas (Un drama de nuestro tiempo)”, Revista de Occidente III (24): 274-297.
El problema de la suerte o el destino que han de sufrir las ciudades históricas es de una gravedad extraordinaria, y a mi juicio debe inscribirse en el centro de las preocupaciones de nuestra época. ¿Qué va a hacerse en el viejo mundo con estas ciudades, que son la mayoría? Lo que se haga en Segovia o en Toledo o en Salamanca no será indiferente al resto del mundo culto. Me parece que fue Unamuno quien dijo: “quiero escribir la historia universal de Cerezo de Abajo”.
Al tocar el delicado tejido de una de estas ciudades, ponemos el dedo en la llaga de un cáncer universal, y aplicamos una terapéutica, oportuna o brutal, que importa mucho a nuestro universo cultural. Si se despierta una minoría, justamente airada, en defensa de los valores de Toledo, de Segovia o de Sevilla, estos gritos de angustia, a los que sucederán sin duda otros, son parecidos a los que se escuchan en todos los países. Los nuestros los oímos más de cerca y nos afectan más porque son los parientes próximos los que vemos en trance de desaparecer en manos de médicos y responsables o de curanderos zafios. Pero estos gritos suenan por todo el mundo. La revista Arts lloraba sobre los “vieux quartiers” de París expoliados. El Sunday Times nos ponía los pelos de punta por la destrucción de las encantadoras “little towns” de Kent, Essex o Suffolk. Y un artículo acerca de Walter Gropius, hondamente pesimista por el ambiente urbano de nuestras ciudades, aparecido en la Revista de Occidente, que, por venir de quien viene, tiene mayor importancia y trascendencia, es el que ha provocado en parte estas líneas. Si Gropius, el gran renovador de nuestro ambiente visual, el hombre que sólo hace algunos años vivía confiado en las relaciones de una arquitectura y un urbanismo que él había impulsado, se siente perplejo, qué será de los que abrigábamos ya no pocas dudas.
El mal es universal, grave y acongojante. No podemos, por consiguiente, cruzarnos de brazos ante él, ni creer que se resuelve con algunas disposiciones estatales, más o menos acertadas, y mejor o peor cumplidas. Esto no basta. Sería el complemento necesario, pero no suficiente. La acción estatal es hoy muy tosca y primitiva. Es necesario perfeccionarla, agilizarla y darle una eficacia que no tiene. Pero aun a pesar de eso, siempre será complementaria de una conciencia, de una cultura y de una educación ciudadanas.[1]
En primer lugar, creo que lo que debemos hacer es ponernos todos a pensar sobre el mal, y que nos ilumine, si es que la tenemos, la luz del entendimiento. Hoy cada vez pensamos menos, porque en nuestra decantada civilización hemos sustituido al pensador por el técnico, y el técnico tiene el privilegio de no pensar, porque pensar equivale a dudar y el profesional no puede dudar. El técnico es un ungido y, por el hecho de serlo, es infalible y omnisciente.
El técnico se está convirtiendo, como clase, en una nueva aristocracia que adolece ya de los defectos y vicios de conducta que precipitaron la decadencia de la aristocracia de sangre. El aristócrata, por el hecho de serlo, lo es todo desde su cuna, y por más que se esfuerce en añadir algo por vía personal, no conseguirá elevarse en la consideración de sus pares. De aquí nace el desánimo y la falta de estímulo. Lo mismo pasa y pasará con los técnicos en cuanto se sientan ungidos desde un principio y, por consiguiente, sin necesidad de avanzar. El pensar no les conducirá a nada, y bastará una fidelidad a ciertos mitos, a ciertas fórmulas, y una aversión a algunos tabúes, para orientar su comportamiento.
Si a la condición de técnico se suma la de burócrata, obtendremos un centauro en el que se unirán la autoestimación y la fuerza. Este híbrido no condescenderá con facilidad al diálogo, ni dejará que nadie influya en sus determinaciones. Salvemos todas las honrosísimas excepciones que se quieran, pero este técnico egocéntrico cada día abunda más y cada día influye más en el comportamiento del conjunto. Ayuda poderosamente a que el país vaya pensando menos y, lo que es más grave, a que el pensamiento sea cada vez más ineficaz. El intelectual en nuestro país todavía tiene mala fama. Porque su palanca o su herramienta suele ser la oposición, la negación, y de este modo el pensamiento se entiende como algo eminentemente destructivo.
El contra esto y aquello de Unamuno ha sido, para la tranquila conciencia burguesa, el mejor argumento de que el intelectual era una especie de energúmeno demoledor.
Pero yo me pregunto: ¿si no vamos ahora contra lo que se está haciendo en las viejas ciudades históricas, si no vamos intelectualmente contra “esto” y contra “aquello”, haremos labor constructiva? Nada de eso; no ir contra el mal es dejar que el mal prevalezca. Si no nos oponemos, si no montamos una guardia cerrada y vigilante para, al menos, denunciar los desmanes que ante nosotros se perpetran, lograremos que unas realidades que entrañablemente amamos perezcan por exceso de conformismo y sensatez. Las cruzadas nunca han sido sensatas, y ésta contra la desaparición de nuestras ciudades monumentales tampoco tiene que serlo.
Aceptemos, pues, que hay que pensar por qué pasa esto, y que no debemos temer llegar al fondo de nuestro pensamiento, como no debemos tampoco temer que otros lleguen al fondo del suyo y nos contradigan. Empecemos por analizar algunas de las causas o presuntas causas que hacen justificada nuestra alarma. Tomemos el caso como si fuéramos médicos y nos llamaran a la consulta de un enfermo grave. Primero tenemos que estudiar el cuadro clínico antes de recetar. Por mi parte no quiero ahora proponer ningún plan. Me interesa más discutir sobre la enfermedad que dictar unas cuantas recetas.
Que las ciudades están enfermas, de eso no nos cabe ninguna duda; y que esta enfermedad en algo se asemeja a esta otra, espantable, que acechan los humanos, parece una cruel ironía de nuestro destino. Como si la madre Naturaleza siempre repitiera –falta de recursos– sus procedimientos. El cólera y la peste diezmaban en los siglos medios, como azotes fulminantes, a las poblaciones estremecidas. Rayos, incendios y catástrofes pavorosas destruían también las ciudades grandes y pequeñas con la misma violencia, como si de condenas bíblicas se tratara. El modus operandi, al menos en apariencia, era el mismo.
Hoy el ser humano tiene siempre colgando, como espada de Damocles, sobre su frágil filosofía, un espectro que no reviste las formas clásicas del exterminador, sino otras más solapadas y arteras. Mina el organismo y lo va destruyendo sin que nada ni nadie puedan evitarlo. Algo de esto les pasa a las ciudades, sometidas a la misma degenerescencia. Por un lado, es un crecimiento y una reproducción anormal de las células lo que destruye el organismo vivo. Por otro, es un crecimiento monstruoso –la explosión demográfica– con los consiguientes caos y desorden, el que destruye el tejido urbano. Este macabro paralelismo nos pone, en ambos casos, ante la triste realidad de nuestra impotencia.
No conocemos las causas de esta degeneración celular. Sólo intuimos, por una parte, las que provocan la destrucción del tejido urbano; pero son tantas, tan complejas, tan intrincada su mutua relación y dependencia, que nos perdemos en su laberinto impenetrable y nos dejamos conducir por las circunstancias.
Las ciudades típicas de nuestra civilización degeneran a ojos vistas no obstante las realizaciones parciales aceptables con que puedan consolarnos los más optimistas. El hecho de algunos aciertos concretos en materia de arquitectura y urbanismo no pueden ocultarnos el fracaso de nuestras ciudades de hoy. Unos culpan de él a las viejas ciudades, cuyas estructuras se han querido adaptar a las necesidades actuales sin conseguirlo. Siempre es cómoda la postura de cargar nuestros propios errores a los antecesores, a una herencia pesada y paralizante. Esto estaría muy bien si en los casos de ciudades modernas, de nueva implantación y fundación, el resultado hubiese sido satisfactorio. Pero contemplemos el nuevo mundo, donde tantas ciudades han nacido sin el dogal de la historia, y nos quedaremos atónitos ante el balance del fracaso. A Estados Unidos, por ejemplo, nación eminentemente representativa, no podemos por menos que atribuirle en gran parte la indigencia de nuestro urbanismo actual. El americano ha pasado del medio rural a la jungla de asfalto y cemento, sin conocer la ciudad, y su ceguera para unas realidades, que Europa modeló amorosamente en el tempo lento de la historia, ha tenido como consecuencia extirparlas del cuadro actual de las aspiraciones humanas.
El hombre de hoy ya no aspira a vivir en una ciudad que lo acompañe, le ilustre y eduque, que sea la casa común en la que conviva con sus conciudadanos, donde persista el recuerdo de los hechos nobles y sigan vivas las grandiosas realizaciones de sus antepasados. Necesita a la ciudad sólo de manera instrumental para facilitar sus negocios, como escaparate para exponer su mercancía y aumentar su cifra de ventas, como mercado para adquirir aquellos bienes que aumentan su “confort” material, como centro de contratación de placeres más o menos vedados.
Con trazos crudos y expresivos, Ortega nos describe así el centro febril de Buenos Aires: “En Corrientes y en las calles próximas llenas de bancos y oficinas, es donde pulsa esa fauna atroz de factoría. Son los hombres que han venido a lo suyo, de apetito urgente, que al pasar os desarticulan el hombro porque van disparados a ultimar su negocio. De imaginación seca, su hambre es tanto más feroz porque no desean cosas que ellos hayan imaginado y tendrían que crear, sino lo que ya está ahí, en el escaparate. Necesitan comprar un automóvil, una Vitrola, una radio y un refrigerador. Para tan concreto menester están espléndidamente dotados con las tres cualidades necesarias: audacia, grosería y prisa” (O. G., vol. VIII, pág. 408).[2] ¿Cómo vamos a pedir a seres así que sean permeables al encanto de las ciudades del pasado, que sepan interpretar su evocador lenguaje, tan claro y transparente para el historiador, para el poeta, para el artista, para el hombre cultivado y de gusto?
Walter Gropius, el gran arquitecto de la Bauhaus, igualmente consciente de la desolación y fealdad de nuestro paisaje urbano actual, pero fiel a un ideario añejo, del que tiene que responder, no ve en nuestra época una incapacidad constitutiva, sino pasajera. Cree que una educación inteligente y algunas medidas drásticas pueden lograr una transformación de nuestro ambiente. Según Gropius, la civilización del siglo XX puede sentirse orgullosa de sus realizaciones, y abandonar toda timidez y sentimentalismos cuando juzgue y decida de sus propias manifestaciones. Cuanto más positiva y constructiva sea la actitud del ciudadano medio en relación con su época, antes podrán los custodios de nuestro ambiente visual –arquitectos y urbanistas– darle orden y forma significativa. No vamos a entrar ahora en polémica con Gropius, muchas de cuyas ideas no compartimos, pues lo que queremos, fundamentalmente, es destacar su reiterada insistencia en la ausencia de una educación visual.
La falta de una educación visual es el primer escollo con el que tropezamos siempre que nos encontramos con la desgraciada situación de nuestras ciudades, viejas y nuevas. Si la ciudad, como hemos dicho, no es más que un mero instrumento, el desinterés por sus valores históricos, culturales y artísticos no puede extrañarnos. Esta educación que reclama Gropius tiene que partir, antes que nada, de una aspiración: la de que la ciudad debe cumplir otros objetivos que los simplemente funcionales. Si a la humanidad le bastara con esto..., apaga y vámonos.
Otra cuestión: Gropius pide unas ciudades de nuestra época, dignificadas y ennoblecidas para satisfacción de las necesidades espirituales y estéticas del hombre de hoy. Vamos a suponer que esto suceda, con lo cual no haremos sino felicitarnos todos. Pensemos que el hombre de hoy va a vivir, por fin, en ciudades funcionalmente irreprochables y por añadidura bellas, armoniosas, ordenadas. Suponiendo que esto, que es bastante utópico, sucediera, quiero hacer una observación que me parece de cierto volumen. Este ideal lleva consigo el que el hombre tendría que abandonar las ciudades que hasta hoy ha habitado; dejar algunas como museos para turistas y ocupar las nuevas, o las rehechas de pies a cabeza. Pero aquí caemos en otro problema. Estas ciudades nuevas también dejarán de serlo; dejarán de adaptarse a futuras formas de vida, a futuros avances de la técnica. ¿Qué hacer? Abandonarlas otra vez, congelando algunas como piezas de museo. ¿Tendremos que hacer algo parecido a lo que hizo la civilización islámica? Como dice Francisco Benet: “las ciudades europeas e islámicas difieren en su proceso formativo. La ciudad islámica fue a menudo un asunto pasajero, la breve aventura de una dinastía ascendente que ambicionaba un centro de poder y un noble monumento de su paso por el mundo. La tierra en el islam está como picada de viruela por las ruinas de ciudades muertas, y aquellas que han pasado la prueba del tiempo han heredado sólo livianas tradiciones. En nuestras ciudades, el proceso de declinación y renacimiento se produce continuamente; nosotros construimos sobre degenerados cadáveres y nos las arreglamos para alcanzar una cierta eternidad urbana”. Se trata de lo que Benet llama método del paralaje frente al método del palimpsesto.[3] Según eso, el proceso tecnológico, cada vez más avanzado, nos llevará a los occidentales a recaer en viejas soluciones de países nómadas, que contradicen una profunda y radical tendencia del hombre occidental. Si el hombre occidental ha vivido siempre sobre las mismas ciudades y siguiendo el método de palimpsesto, si ha vuelto constantemente a escribir sobre el mismo pergamino, ha sido porque el suelo de los antepasados ha tenido de continuo algo de sagrado, y porque la vida sólo podía brotar sobre lo que a su vez había sido vida y no sobre la nada, como surge un campamento o una factoría. En los ritos fundamentales de las antiguas ciudades, los fundadores solían llevar tierra de su lugar de origen para santificar el nuevo solar que así podría seguir siendo patria, tierra de los padres. Los conceptos de continuidad y progreso, propios del hombre occidental, se basan en éstos y otros profundos sentimientos del mismo tipo.
No podemos, pues, comprender, por muchísimas razones, que tal revolución pueda producirse y que de ahora en adelante nos entreguemos a las fatigas de Penélope, tejiendo y destejiendo ciudades.
Hemos hablado de que si algo así se produjera, dejaríamos algunas ciudades eminentes como piezas de museo, salvadas de la destrucción, como se salva de la suerte final al toro de lidia excepcionalmente bravo y noble. Esto me parece también pueril, pues si las ciudades monumentales son de la humanidad entera, no por eso dejan de ser también de sus propios hijos, y en ese grave escrutinio, ¿quién dice a los naturales de tal o cual localidad que a ésta le ha tocado perecer?
Tampoco creo que a un sevillano, a un toledano o a un salmantino les hiciera ninguna gracia saber que su ciudad, y hasta cierto punto ellos, se iban a convertir en museo. La relación del hombre con su ciudad, del hombre más amante de sus tradiciones, su pasado, sus monumentos, etcétera, no es ni mucho menos una relación semejante a la que se tiene con un museo. Es una relación mucho menos simple, como es fácil de comprender. En la ciudad no se vive, sino que se convive y se revive. Por ser así tal ciudad, se convive de una determinada manera con los convecinos; por ser así la ciudad, se revive de ella constantemente un pasado que es prenda evidente de que nosotros tendremos también pasado y que, por tanto, tiene algún sentido lo que ahora hacemos. La ciudad, como dije en otra ocasión, es hija y archivo de la historia; es decir, es prueba palpable de un proceso de lenta biografía social. Si de ese proceso no quedara nada, dejaría de ser la ciudad el relicario de nuestros recuerdos; dejaría de ser archivo, y todos vagarían por ella como extranjeros, aunque fueran naturales con muchas generaciones de naturaleza. Esta relación vital y biográfica es la que une a un hombre con su ciudad; y también podemos perderla y convertirnos en nómadas o emigrantes. Éste es el caso de tantas ciudades del nuevo mundo, de tantas ciudades de Argentina que se hicieron apresuradamente por migrantes, por gente sin arraigo, que no pensaban tampoco arraigar, sino enriquecerse y pasar. Hoy sus descendientes, allí fijados por ley de vida, se sienten desgraciados, profundamente desgraciados. Sin serlo ya, se sienten también emigrantes, forasteros en su ciudad, ¡terrible cosa! Nada tienen en su ciudad que sea motivo de recuerdo entrañable, nada que despierte o evoque un pasado, ningún rincón bello donde detenerse y soñar, ¡terrible orfandad! Allí se fijaron para hacer dinero y siguen retenidos por fuerzas económicas, ingratas y ásperas de las que no pueden desasirse. La ciudad que se entrega al becerro de oro, que empieza a sentirse como realidad explotable, traducible a dinero, es una ciudad perdida; el cáncer de su expansión económica la devorará.
Lo que acabamos de decir no impide que frente a los males que aquejan a nuestras ciudades en su acelerado crecimiento, no sea necesario impulsar el nacimiento de otras nuevas. Esto no tiene nada que ver con la condena del método de “paralaje” al que nos referimos antes. Lo que condenábamos era la sustitución de ciudades viejas por otras nuevas, abandonando aquéllas. Pero fundar ciudades no sólo es necesario, sino sin duda urgente. Las viejas ciudades no pueden crecer hasta el infinito, porque ello entraña su destrucción. Alfred Sauvy, en una conferencia pronunciada recientemente en Madrid, con el título “Le développement économique et les villes”,[4] se refirió a los problemas insolubles que plantean hoy día las grandes aglomeraciones urbanas, tanto en lo que respecta a la vivienda como a la circulación. Este último es verdaderamente insoluble, pues la superficie de calle que pretenden ocupar los vehículos privados, tanto en marcha como parados, excede a lo que puede estar a disposición de los ciudadanos. El automovilista, como ha dicho también Georges Rottier, no paga los servicios urbanos que consume e infringe un daño a la colectividad.[5] De esto resulta, por un lado, un organismo pobre; por otro, un aumento de flujo inmigratorio hacia las ciudades, que sería menor si cada uno participara de manera proporcional en los costos de instalación.
Según Sauvy, en plazo breve será inevitable la prohibición de circular en los recintos urbanos los coches particulares, encargándose del desplazamiento de los ciudadanos los transportes en común. Como dijimos en un artículo publicado en esta misma revista (núm. 8), entre el automóvil y la ciudad no hay coexistencia posible, o vence uno u otro. Mientras tanto, andamos con paños calientes, y lo que logramos es totalmente negativo, pues no resolvemos el problema y destrozamos las ciudades, lo que supone una pérdida de valores culturales artísticos y en definitiva humanos.
A juicio de Sauvy, que compartimos, es necesario abandonar la impracticable pretensión de reformar las ciudades actuales para acomodarlas a una situación nueva, porque primero es materialmente imposible hacerlo, ya que la velocidad en el cambio de las necesidades y de las técnicas para subvenirlas se adelanta a todo plan de reforma; y, segundo, porque conduce a pérdidas irreparables.
En cambio, un plan de creación de nuevas ciudades, plan que encuentra muchas resistencias –fruto sin duda de los intereses creados–, resolvería no sólo el largo problema de la distribución racional de la población, sino que sería la única manera de salvar a las ciudades tradicionales de su desaparición y de hacer, sin cortapisas, un organismo a la altura de los tiempos. La tarea de fundar una gran ciudad por completo nueva es, desde luego, difícil y compleja. Parece que incluso desde el punto de vista del orden social y de la moralidad, la ciudad enteramente nueva presenta graves problemas. En las nuevas urbanizaciones, por ejemplo, el índice de delincuencia infantil es mayor. La vieja ciudad, con sus estructuras sólidamente enraizadas, sus hábitos y costumbres, supone un freno evidente para la sociedad.
De todas maneras, es necesario que la humanidad haga este intento, contando de antemano con que esa ciudad nueva muy pronto dejará de serlo y comenzará, a su vez, a vivir como ente histórico.
Cuando recientemente se discutió, con pareceres para todos los gustos, la implantación de un polígono industrial en los alrededores de Toledo, nosotros nos opusimos con razones que son obvias.[6] Los argumentos de los técnicos de la Administración que redactaron el plan se basaban en la necesidad de descongestionar Madrid, aprovechando las condiciones naturales de la Vega del Tajo, que permiten una economía próspera. Sin embargo, ¿no pudo ser ésta una ocasión para planear una nueva ciudad entre Toledo y Aranjuez, por ejemplo, en Añóver de Tajo o en Castillejo? Pero una ciudad nueva y enteramente distinta, alejada de las actuales y sobre todo de una ciudad tan excepcional como Toledo, que ni por su historia, ni por su estructura puede ser cabeza de una aglomeración industrial. Utilizar Toledo como centro ciudadano de un área industrial es algo tan incongruo como pensar que un castillo medieval puede servir para instalar una siderurgia.
Toledo tiene su alta función específica en la vida nacional, y desvirtuarla por buscar compromisos imposibles entre realidades tan heterogéneas, como la realidad Toledo y la realidad polígono industrial, no puede traer nada bueno. Toledo puede dejar de ser Toledo, y el polígono puede no llegar a ser lo que debe ser.
Es un milagro que Toledo haya llegado hasta nosotros en un estado de conservación sorprendente. ¿Podemos anular lo que el tiempo ha respetado, en un momento de precipitación de los que son tan frecuentes en el vaivén de la administración pública?
Porque Toledo, además de otras cosas, es todavía una ciudad de claros límites, debido en parte a una singular topografía. Estas ciudades limitadas como un bello objeto son ya rarísimas en el mundo. Acaso podamos conservar en España, además de Toledo, Ávila, Segovia, Cádiz…, quién sabe si alguna más. El agua, que es el mejor escudo, como sucede en Cádiz y en Venecia, no impide en otros casos la expansión, puesto que hasta los ríos están amenazados.
Muchas veces, cuando pasamos por la rotonda baja del museo del Prado, nos detenemos absortos ante los bellos paisajes que pintó Pieter Snayers, y que ilustran las campañas de Flandes que dirigió como general del rey de España el archiduque Leopoldo Guillermo de Austria. La complicada técnica de los asedios hace florecer en los campos de Europa una estrella de cada ciudad. En los cuadros de Snayers contemplamos Breda, Ypres, Gravelinga, Bar-le-Duc, con su aureola de baluartes, que son como suntuoso marco barroco que convierte a la ciudad en una verdadera obra de arte. Dentro de estos baluartes, las casas apiñadas, y surgiendo entre ellas, a su debida escala, las gentiles flechas góticas.
En medio de la guerra cruenta, del fuego de los vivacs, de los cuadros bien formados de lansquenetes o de arcabuceros, el paisaje no puede ser más risueño; y las ciudades, tan claramente delimitadas, en las anchurosas llanuras, lucen como gemas. ¡Qué distintas de las aglomeraciones industriales de hoy, donde al marco quebrado, de muros en talud y verdosos canales, ha sustituido un cinturón de humeantes fábricas, tinglados, depósitos y sórdidas viviendas!
Sin remontarnos al siglo XVII, podemos contemplar en grabados litográficos y hasta fotografías del siglo pasado, ciudades que conservan todavía un gentil continente y una clara definición de límites. Aún son obras de arte, consideradas como un todo. Hoy podemos intentar –generalmente con poco éxito– conservar determinados barrios o sectores de una ciudad; pero conservarla como un todo, como un bello artefacto en su totalidad, es ya pretensión, por lo ambiciosa, inverosímil.
Entre estas estampas añejas, son muy expresivas las vistas de ciudades de una serie que se titula L’Espagne à vol d’oiseau, de las que conozco cuatro: Sevilla, Córdoba, Málaga y Cádiz. Son de una fidelidad irreprochable. En estas claras ciudades andaluzas empieza a levantarse tímido, en el cielo, el humo de alguna fábrica, pero todavía no es más que un rasgo pintoresco, que más que nada favorece, como la guedeja desprendida sobre una pálida mejilla de mujer. Todas estas estampas presentan las ciudades enteras, graciosamente tendidas sobre el blanco paisaje y con sus monumentos arquitectónicos claramente jerarquizados. La catedral siempre es la catedral, y ante ella, ante su masa, ante su elevada torre, se inclinan, como haciendo la corte, las otras iglesias menores, parroquias y conventos. Los edificios públicos tienen aquella serenidad, que, acaso como herencia de Roma, resplandecía en todos los símbolos del Estado, y el caserío, el blanco caserío andaluz, era un prodigio de ajuste y discreción, de recatada e íntima belleza.
Cuando vemos esta Sevilla a “vol d’oiseau” tan ancha, tan clara, tan reposada y entera, nos parece que se extiende para empaparse más y más del cielo, para doblegarse mansa a su imperio. Y pensamos en un sevillano sensible como Joaquín Romero y Murube, dolorido de los Cielos que perdimos, que es como dolerse de la insensata transformación que están sufriendo –las más de las veces sin una justificación razonable– nuestras más hermosas y celebradas ciudades. El último libro de Romero y Murube es otra elegía, por cierto desgarradora, de las tantas que se van reiterando sobre el mismo tema. ¿Esta unanimidad que mueve a tantos espíritus sensibles no empieza a ser un signo esperanzador?
Pero volvamos la vista atrás, a lo que en este ensayo desordenado hemos ido apuntando sin método, pero sí con compasión y con ánimo de esclarecer nuestra acongojante circunstancia. Hemos visto que el mundo actual, las características de nuestra civilización, nos llevan a este estado de crisis. Al hombre que hoy prevalece cuantitativamente, al tan traído y llevado hombre-masa, a ese que corre desolado en automóvil, lanzando miradas aviesas, cargadas de cómicas y desproporcionadas amenazas, le importa un bledo la ciudad. Es más, entiende la ciudad como un obstáculo, y ve con alegría que el obstáculo caiga y deje su vía expedita, una vía que ni él mismo sabe a dónde conduce. Este plebiscito latente, por el que la mayoría condena a la ciudad sin saber lo que es y lo que significa, es el que puede terminar con una de nuestras mayores riquezas espirituales si no le enfrentamos un clamor minoritario, pero de gran alcance patriótico.
El sistema para neutralizar en lo posible a este hombre-masa, envenenado por una serie de mitos que parpadean ante sus ojos como los espejuelos con que se compraban la voluntad y las riquezas de los salvajes, no es otro sino el de la educación. El sistema es lento, pero la humanidad desde tiempo inmemorial no ha encontrado otro. Es necesario preparar una cruzada a la vez de ámbito nacional y local para despertar esa noble aspiración. Todo lo que se haga en este sentido será poco. Hay que llamar a esta tarea a los intelectuales de más prestigio de España, que por lo general han sido parcos en la estimación de una cultura visual, sin entender los peligros que entraña su embotamiento y su progresiva desaparición. El intelectual absorbido por los temas librescos y literarios, casi siempre permanece impasible ante la creciente brutalidad que está secando las fuentes de la percepción estética, destruyendo el horizonte de nuestro mundo visual cercano.
Esto lo acusa Gropius en el ya citado artículo. “La incultura y desinterés en materia estético-visual del típico ciudadano medio de los países industrializados del mundo entero constituyen un gravísimo obstáculo para el urbanista y el arquitecto de hoy, obstáculo que sólo puede ser superado con el ejercicio de una educación lenta y paciente. La afirmación de normas comunes de valor y de juicio estético es el resultado acumulativo de un lento proceso de formación que en el curso de varias generaciones abre la mente y la sensibilidad de los individuos al significado de la forma y de su fuerza como símbolo.”
La educación es por de pronto el arma primera y el arma constante, y mientras esta apertura de la sensibilidad no se produzca, nos veremos obligados a actuar mediante medios coercitivos, que tendrán siempre algo de esporádicos e incompletos.
De todos modos, la primera alerta y la primera guardia que se debe montar es una guardia local. Una especie de milicia popular que defienda el patrimonio propio, que denuncie ante todos los tribunales de apelación a los infractores, sean privados o públicos, que atentan al patrimonio común y que cuelguen, al menos en efigie, en la picota de la plaza pública, a los reos de lesa patria. Esta milicia deberá ser, ante todo, un instrumento de cultura.
En vista de que los instrumentos del poder central son insuficientes e impotentes, los ciudadanos más conscientes y educados deben tomar por sí mismos la salvaguardia de sus valores culturales.[7]
Siempre he sentido una íntima satisfacción cuando he visto a un pueblo levantarse iracundo frente a los que intentaban despojarle de algunas de sus riquezas artísticas. Esos mozos de mirada fija bajo las cejas fruncidas, apostados en la plaza del pueblo frente a la puerta de la iglesia, han evitado, sólo con su gesto, muchos desmanes y atropellos. Ese espíritu, pero cada vez más cultivado y consciente, es el que hay que mantener como llama viva.
Hemos visto que, en primer lugar, la destrucción de nuestras ciudades sucede por incultura y desprecio. En segundo lugar, porque se considera que las viejas ciudades son inviables para cumplir su cometido en la vida moderna, cuestión en la que nos vemos obligados a detenernos de nuevo, y que ha originado aquellas dos soluciones que hemos recordado: el método del “paralaje” y el método del “palimpsesto”. O abandonamos las viejas ciudades y construimos otras nuevas, o volvemos a escribir sobre el viejo pergamino; es decir, renovamos “de fond en comble” la ciudad heredada y la transformamos en otra. Entre ambas soluciones queda la solución excepcional, para casos límite, de la ciudad-museo. Ninguna de estas soluciones la aceptamos, y creemos haber dado sobradas razones para ello.
La única que consideramos posible, y no sólo por razones históricas, sentimentales y estéticas, sino por razones realistas, es la de la conservación con una dosis, mayor o menor según los casos, de transformación. Es decir, aplicando ambos métodos, el de “paralaje” y el de “palimpsesto” en grado prudente y con sumo tacto e inteligencia. Todas las ciudades crecen en mayor o menor grado por el paralaje; es decir, todas segregan arrabales o ensanches, que sin ser otra ciudad al lado de la primera, funcionan como satélites del núcleo. A veces, como sucedió, por ejemplo, en Burgo de Osma, el Burgo, el arrabal adquirió más importancia que el caserío originario de Osma. Esta segregación se debe alentar y promover para que, a la vez que se conserva lo más intacto posible el núcleo, la ciudad tenga expansión conveniente. El método del “paralaje” suscita sobre todo problemas delicados en las ciudades-paisaje; en el caso de Segovia o de Toledo, por ejemplo, por poner dos casos típicos. El arrabal, el burgo, la puebla satélite, debe conducirse por terrenos adecuados, como se conduce entre las quebraduras un ejército que no quiere ser visto. El problema puede ser difícil, pero casi siempre puede encontrarse solución. Otra cosa es que la solución favorezca o perjudique a determinados intereses, tropiece con determinados grupos de presión. Pero ante esto, repetimos, la ciudad no es ni debe ser un mero engranaje económico. No cabe opción: o salvamos la ciudad, limitando los intereses económicos, aislándola de este engranaje, o la dejamos perecer, por considerar que su importancia es menor frente a esos valores materiales. Pero entonces no nos extrañe si desde nuestra civilización utilitaria y mercantilista ofrecemos nuevas razones a los marxistas para condenarla.
En cuanto al método del “palimpsesto”, tampoco se puede condenar del todo. La ciudad, es inevitable que se transforme; su tejido se va renovando como la piel de los saurios, pero debe hacerse como en ellos, sin atentar a su forma. Es lógico que haya transformaciones que aseguren, que afirmen la mismidad de la ciudad, lo mejor que ella es.
Es idea muy extendida que las ciudades antiguas son inadecuadas para la vida moderna. De esta idea participa el propio Gropius. Pero esto me parece un veredicto un tanto perentorio. Estas ciudades antiguas son, por el contrario, muy dulces de vivir, siempre y cuando su estructura no se violente. En primer lugar, una ciudad es el resultado de un plano y de unos volúmenes, y en general esta relación suele ser muy coherente. El destruirla equivale a romper el tejido urbano. Hoy, el daño más grave que se ha infligido a los viejos conjuntos ha consistido en alterar la altura en tan exagerada proporción, que en pocos años ha cambiado la fisonomía de las más bellas ciudades españolas. Sería necesario promulgar una ordenanza general, advirtiendo que en toda ciudad monumental no podrá cambiarse para nada la altura del caserío. Las nuevas edificaciones deberán tener la altura de las antiguas que sustituyen. Sólo podrá transgredirse esa ley cuando las circunstancias lo permitan y después de un detenido examen. Cuando no sólo en relación con la calle o las calles inmediatas, sino en relación con la silueta general y con el paisaje la variación de alturas no sea perjudicial.
Estos viejos centros urbanos son perfectamente adaptables a la vida actual cuando los usos se plieguen al tipo de edificación y no al contrario, como ahora sucede, que la edificación tiene que plegarse a usos para los que no fue pensada.
Palacios y casonas pueden alojar muy bien organismos, corporaciones, edificios públicos, centros culturales, etc. El Estado construye muchos edificios nuevos que dejan de serlo a los pocos años, y abandona y deja perecer valiosos edificios antiguos que hubieran sido fáciles de restaurar y que hubieran resultado más sólidos, útiles y convenientes.
También, muchas nobles casas de antaño pueden volver a ser ocupadas por personas privadas, capaces de sostenerlas en su antiguo rango. Muchas pequeñas ciudades de provincias sufrieron un éxodo de su mejor sociedad a finales del siglo XIX. Todavía en este siglo, en Segovia y en otras ciudades parecidas, se mantenía una pequeña sociedad señoril y aristocrática. La atracción de Madrid acabó con estos núcleos sociales distinguidos. Pero entonces Madrid era una ciudad amable donde la "sociedad" brillaba y dominaba, dadas su estructura y sus dimensiones. Entonces, no vivir en Madrid era como no vivir. Hoy, vivir en Madrid es vivir en ninguna parte. La ciudad que atraía empieza ya a expeler. Determinado tipo de vida social empieza a ser difícil. Se cambian las tornas, y mucha gente que busca el sosiego, la calma y la belleza vuelve a estas viejas capitales provincianas. El movimiento es todavía tímido, pero yo les aseguro un brillante porvenir en poco tiempo si no destruyen, claro está, todo lo que los siglos dadivosos derramaron sobre ellas.
Desechemos, por tanto, esta estúpida idea de que las ciudades viejas se han hecho inservibles, y no hagamos el juego a los demoledores, que utilizan éste y otros argumentos falaces para justificar sus torpes fines.
Otro enemigo de la conservación de lo antiguo suele ser, mal que nos pese, el arquitecto. La incultura en el arquitecto se cubre con el ropaje engañoso de su originalidad creadora. El respeto, la condescendencia hacia lo viejo, se interpreta como una debilidad, como una falta de convicciones, como prueba de escasa energía creadora. No sé si la frase es un poco fuerte, pero yo veo en esto una especie de “machismo” mal aplicado y del peor estilo.
Ningún arquitecto quiere pasar desapercibido; ninguno quiere figurar como uno más en la gran orquesta, todos quieren pasar al pódium de los solistas y recibir el apretón de manos del director. Esos edificios hirientes, desproporcionados, agresivos, que nos llenan de sonrojo, son muchas veces motivo de máximo orgullo para el que los concibió. ¿Nos extrañará luego que sucedan estas cosas?
El que el arquitecto de hoy no tenga cultura arquitectónica es uno de los hechos más paradójicos que puedan darse. Pero es así. ¿Por qué? Las causas son muchas y aquí sólo nos interesan tangencialmente; por eso señalaremos algunas, aunque sea de prisa: La primera, por una falta de formación humanística en la enseñanza. La Escuela de Arquitectura está integrada desde hace años en el grupo de las Escuelas Técnicas y esto imprime carácter. La enseñanza de Historia es muy escasa, y los maestros que la cultivan, pocos. Los estudiantes la consideran como una asignatura residual, recuerdo de otros tiempos. Están ciegos. Hoy, en las facultades de Arquitectura de todo el mundo cada vez se da más importancia a la Historia. La segunda, porque los jóvenes de las últimas generaciones se han constituido como grupo negando: negando nuestro pasado, nuestra cultura y hasta nuestro clima. Como si España, para darles gusto, pudiera convertirse en un país hiperbóreo. Estos jóvenes han idolatrado a las grandes figuras del movimiento internacional, Gropius, Mies, Le Corbusier, Aalto, etc., y los han mitificado. Han concertado con ellos un pacto de fidelidad –por otro lado, rabiosamente ibérico– y lo han cumplido por encima de todo. Si uno de estos jóvenes tiene que construir una casa en el Azoguejo segoviano, fiel al pacto sellado, se considerará más obligado a Mies Vander Rohe que al Acueducto, y construirá su caja de hierro y cristal con la fe de un iluminado.
Este espíritu ha llegado a contaminar a los propios arquitectos encargados de la restauración y conservación de nuestros monumentos, que a veces sienten un poco de rubor de su cometido y quieren cohonestarlo, demostrando que también saben ser modernos. Y lo son a destiempo y fuera de lugar. Así las cosas, cómo va a extrañarnos que suceda lo que sucede.
Si las ciudades monumentales e históricas, que antes se llamaban “Villes d’Art”, están tan rodeadas de asechanzas, tan llenas de enemigos que se filtran como quinta columna hasta entre las filas de sus guardianes; si encargamos a la zorra de guardar las gallinas, cómo no vamos a sentirnos escépticos de su suerte. Este escepticismo no es derrotismo, entiéndase bien; y si se nos requiere para la lucha, conste que lo haremos en primera fila; y si es menester propugnaremos las más atrevidas y radicales soluciones y las defenderemos, aunque nos motejen de ilusos o de retrógrados, nos da lo mismo.
A grandes males, grandes remedios. Estamos dispuestos a defender, si las circunstancias lo reclaman, la incautación y enajenación de todo el suelo que pisan nuestras hermosas ciudades monumentales. ¿No nacionalizamos los ferrocarriles, las industrias estratégicas, los teléfonos, quizá la energía eléctrica?, ¿por qué va a ser menos importante para la patria nacionalizar el suelo de Toledo, de Salamanca, de Santiago, de Cáceres o de Córdoba? Más graves fueron las leyes desamortizadoras de Mendizábal, y se hicieron. El Estado se incautaría del suelo de estas poblaciones, pero no a beneficio de otros, sino a beneficio de los propios poseedores, con una sola condición: que en el momento que quisieran cambiar la edificación existente, o tendrían que someterse a lo que la ciudad les impusiera o tendrían que denunciar su contrato con el Estado, que tomaría para sí la entera propiedad del solar, haciendo efectivo el justiprecio de la incautación. De este modo nadie sería propietario del suelo en pleno derecho, sino arrendatario gratuito del Estado por tiempo indefinido (mientras no se alterara el statu quo), y nadie tendría ambiciones lucrativas sobre un suelo que no le perteneciera. Como hemos
dicho, a grandes males grandes remedios, y el mal es tan grande, que equivale a una nueva pérdida de España, como los viejos historiadores llamaron a la invasión sarracena y ulterior ocupación de nuestro suelo. Si entonces perdimos a España, hoy también estamos a pique de perderla. Esto parece exagerado, pero no lo es tanto. Muchas veces he pensado qué le respondería a alguno que me preguntara: ¿qué es España? Me vería en tan gran aprieto, que le diría: vaya usted a Toledo, a Segovia, a Ávila, a Sevilla, a Salamanca, a Granada..., y ellas le responderán por mí. Si estas ciudades desaparecen y dejan de ser lo que son, yo ya no sabría qué responder. Me quedaría mirándole con una mirada vaga, inexpresiva, cansada, que poco a poco se iría haciendo más opaca, hasta hundirse, tras algún gesto impreciso, dubitativo, de mis manos, en el fondo de mis recuerdos.
*
Notas
Los organismos internacionales, como la UNESCO y el Consejo de Europa, han tomado cartas en el asunto ante la alarmante transformación del escenario europeo. La UNESCO, en su XII Conferencia, reunida en París en noviembre de 1962, acordó recomendar a todos los países miembro la adopción de una serie de medidas encaminadas a “salvaguardar la belleza y el carácter de los paisajes y de los sitios, a la preservación y –cuando ello sea posible– a la restitución del aspecto de los paisajes y de los sitios naturales, rurales o urbanos, bien sean debidos a la naturaleza o a la obra del hombre, que presenten un interés cultural o estético, o que constituyan medios naturales característicos”.
La misma UNESCO acaba de fundar, como organismo "no gubernamental", el International Council of Monuments and Sites. El Consejo de Europa, en su V reunión, celebrada en Estrasburgo en enero de 1964, adoptó también varias resoluciones en el mismo sentido, cuyo espíritu recoge el informe de “La défense et la mise en valeur des sites et ensembles historiques ou artistiques”, del profesor de Viena Ludwig Weiss.
De este importante informe es la siguiente declaración: “En el preciso momento en el cual Europa adquiere un impulso económico y social sin precedente, y a causa de dicho impulso, la protección de los restos de su pasado se convierte en una necesidad imperiosa. No sólo las amenazas se multiplican en proporción directa con este desarrollo, sino que la significación y la importancia de los sitios y de los centros monumentales amenazados se hace cada día más evidente”.