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Resumen: Este texto surge de las reflexiones de Françoise Choay acerca del patrimonio industrial y, a partir de ellas y de su definición de monumento histórico, propone un análisis de la recepción del concepto de monumento industrial en España. Ésta se da en la década de 1980, momento de inicio de los estudios de arqueología industrial. En él se repasan los acontecimientos científicos y bibliográficos más importantes acaecidos en estos años, y que contribuyen a asentar la disciplina. Estos primeros estudios crean un corpus teórico vigente hasta el momento actual, que sirve de base para la posterior definición de patrimonio industrial. Asimismo, se reflexiona acerca del desarrollo del proceso de valoración de los bienes industriales mediante su protección (las leyes de patrimonio) y su conservación (restauración-reutilización).
Palabras clave: España, arqueología industrial, patrimonio industrial, arquitectura industrial..
Teorización y gestión del patrimonio industrial en España: contradicciones y logros de un tema actual
Introducción: Françoise Choay como punto de partida
Los edificios de la era preindustrial, reliquias de un mundo perdido sepultado por el tiempo y por la técnica, se convierten, según la expresión de Riegl, en objeto de culto. Finalmente, son investidos de un papel memorial impreciso, nuevo para ellos, aunque, en sordina, análogo al papel del monumento original. En el terreno desestabilizado de esta sociedad en vías de industrialización, el monumento histórico parece querer recordarle la gloria de un talento amenazado (Choay, 2007: 190).
Más de 100 años después de que Alois Riegl constatase esa realidad, se puede afirmar que la sociedad actual, posindustrial e inmersa en la 4.0 revolución industrial (Bianchi, 2020), vive una situación similar con los edificios de la era industrial, aquella que transformó la sociedad europea desde finales del siglo XVIII y durante los dos siglos siguientes, y que dio lugar a lo que Françoise Choay denomina como “la segunda revolución cultural” (Choay, 2021).
El periódico digital elDiario.es publicaba, el 27 de febrero de 2021, la noticia de la paralización del derribo de la fábrica de gas de Oviedo, pues Oviedo “no puede permitirse seguir destruyendo su patrimonio”; otro periódico, Público, titulaba, el 29 de julio de 2020, “Una fábrica de lavadoras ‘reciclada’ como vanguardista centro cultural”; mientras que el 13 de marzo de 2021, de nuevo elDiario.es informaba del desmontaje de las centenarias cocheras de Metro de Cuatro Caminos (Madrid) para construir en su solar cientos de viviendas cuando todavía está abierto el proceso judicial para evitar su derribo. Esta presencia del patrimonio industrial también se detecta en el ámbito universitario en la exposición de trabajos de fin de grado y de máster, o en las defensas de tesis doctorales. No cabe duda de que lo industrial, sobre todo lo vinculado con la fábrica, forma parte del concepto de patrimonio histórico que en estos momentos maneja la sociedad española. Si repasamos las leyes de patrimonio de las comunidades autónomas, podemos observar cómo muchas de ellas protegen este tipo de patrimonio, y otras lo integran específicamente en sus títulos. Al mismo tiempo, sucede que cada día es más habitual encontrar artículos en revistas especializadas acerca de operaciones de intervención en fábricas abandonadas, para su refuncionalización como un instrumento eficiente para su conservación. Y, por último, cada vez es más importante el tejido social que denuncia, en la calle y en las redes sociales, el maltrato o el derribo indiscriminado de edificios industriales.
Esta acumulación de hechos manifiesta que la integración del patrimonio industrial en el concepto de patrimonio cultural se ha producido sin lugar a dudas. Pero también nos lleva a preguntar la razón de algunas afirmaciones absolutas sobre el mismo. La propia Choay recoge varias de estas máximas. Por un lado, la capacidad de estos edificios, “algunos de los cuales pertenecen a la historia de las técnicas” (Choay, 2007: 200) para su reúso, pues su construcción “sólida, sobria y de fácil mantenimiento hace que sean fácilmente adaptables a las normativas actuales, permitiendo que se presten para múltiples usos públicos y privados” (Choay, 2007: 200). Esta autora también apunta la imposibilidad de conservar los paisajes industriales, pues “en una época de urbanización y de remodelación territorial parece ilusoria, debido a la misma escala de sus dimensiones” (Choay, 2007: 201), aunque reconoce que tienen un valor afectivo “para quienes los tuvieron como territorio” (Choay, 2007: 200), además de poseer el valor de documentos “sobre las diferentes fases del desarrollo industrial” (Choay, 2007: 200). Esta misma reflexión la aplica al caso de los paisajes agrícolas, y concluye constatando que “carecemos de precedentes que puedan ayudarnos a resolver estas obsolescencias territoriales” (Choay, 2007: 201). Desde que Choay escribió este texto (1992) hasta el presente, se ha trabajado con ahínco en solucionar este problema. El camino encontrado es el turismo cultural. La refuncionalización de los espacios industriales (tanto edificios como territorios) para generar recursos turísticos en torno a su historia, se ha convertido en una de las estrategias más exitosas (por ejemplo, la actuación en la cuenca minera de El Ruhr en el estado federal de Renania del Norte-Westfalia) que se va replicando en todos los países europeos. Aun a costa de someter a este patrimonio a un proceso de banalización, tan característico de la era de la industria cultural, y de la imposición del valor económico por encima de otros, como Françoise Choay denuncia.
Más allá de todas estas consideraciones, la realidad del patrimonio industrial es el resultado de un largo proceso que se inicia en países como Gran Bretaña, Francia o Italia, y que vive una transformación similar al resto del patrimonio histórico. Este artículo surge de las preguntas que suscitan los textos de Choay en torno al monumento y al monumento histórico, pero aplicadas al caso de los restos industriales. Se trata de reflexionar acerca de los procesos vividos por estos bienes hasta alcanzar el statu quo de patrimonio, sobre quiénes han sido los agentes encargados de seleccionar, activar y legitimar estos bienes, con base en qué intereses y puntos de vista se ha realizado este proceso, y si en este camino de reinterpretación y adopción de nuevos valores se ha impuesto la voz de unos por encima de la de otros.
Este repaso se centra en España y en los primeros años (década de los ochenta) de la recepción de la historiográfica europea, momento que coincide con el proceso de transformación industrial, con el abandono de grandes espacios industriales en los entornos urbanos, y la publicación de las primeras monografías enfocadas a los restos de la industria.
El contexto del proceso de patrimonialización de los restos industriales: desindustrialización y neoliberalismo
España, en los años ochenta, asiste a una fuerte reconversión industrial que se prolonga a lo largo de ésta y la siguiente década. En estos 20 años, se desmantela gran parte de la industria pesada (siderúrgica y naval) de este país, localizada en Asturias (Hunosa y Ensidesa), la ría de Bilbao (Altos Hornos de Vizcaya), Sagunto (Altos Hornos del Mediterráneo), El Ferrol (astilleros), Cartagena (astilleros) o Cádiz (astilleros). Esta situación se completa con la necesidad de reestructurar otros sectores, como el primario (lácteo, vid, olivo) consecuencia de la entrada de España a la Comunidad Económica Europea (1986) y el textil, ubicado en Cataluña y afectado por la competencia de los productores asiáticos; mientras que otros, como el minero, logran retrasar este proceso debido a la fuerte movilización obrera. Es, sin duda, una transformación industrial que se concentra, principalmente, en la cornisa cantábrica, el cinturón obrero de Madrid, la Barcelona metropolitana y el País Vasco, aunque también se ven afectados otros enclaves localizados en el sur y el centro de España. Esta desindustrialización trae como consecuencia la pérdida de peso de los sectores que protagonizan el despliegue industrial decimonónico y de la España franquista y su sustitución por un nuevo modelo asentado, entre otros, en la especialización en el sector terciario, un proceso ya iniciado con anterioridad, pero que desde estos años se profundiza (Fernández García, 1988; Velasco y Plaza, 2003; Marín Arce, 2007).
La consecuencia más visible de estos cambios en el modelo económico de las ciudades españolas es la aparición de grandes vacíos industriales que, en un número importante de casos, supone el derribo indiscriminado del paisaje industrial y su reemplazo por actuaciones urbanísticas en las que se combinan los equipamientos culturales, los centros comerciales y la creación de nuevos barrios (como el proyecto Bilbao Ría 2000, el Centro Niemeyer en la ría de Avilés o los variados proyectos en Barcelona, como el Fórum de las Culturas).
Al mismo tiempo, llega al ámbito académico la disciplina que se encarga del estudio de los restos de la primera industrialización: la arqueología industrial. Se inicia un proceso de institucionalización de estos bienes con la convocatoria de congresos y la publicación de libros en torno a su objeto de estudio. Se publican las primeras declaraciones de protección acogidas por la ley de Patrimonio Cultural de España (1985) y las sucesivas leyes aprobadas por las comunidades autonómicas. Finalmente, se abren los primeros museos dedicados a la industria (Museo de Ciencia y de Tecnologías de Catalunya, 1984), y se abordan las primeras intervenciones para la conservación de la arquitectura industrial (por ejemplo, la rehabilitación para centro cultural y museo hidráulico de los Molinos del río Segura, en Murcia, 1984-1988; o la fábrica Cátex (Can Felipa) para actividades de ocio, en Barcelona, 1984-1989).
De la arqueología industrial al patrimonio industrial
La recepción de las corrientes internacionales mediante los congresos y las revistas En 1982 arranca el camino hacia el interés por los bienes industriales. En ese año se convoca a las I Jornadas sobre la protección y revalorización del patrimonio industrial, auspiciadas por el Gobierno Vasco y la Generalitat de Catalunya, dos de las comunidades que con más intensidad viven este proceso de transformación. Fue la primera reunión de todos aquellos interesados en la investigación de este legado, un campo de estudio que apenas contaba con publicaciones, y en su organización estuvieron involucradas personas de gran relevancia posterior para el desarrollo de la disciplina, como Eusebi Casanelles, Rafael Aracíl o Manuel González Portilla, entre otros. El encuentro se dividió en cinco grandes apartados: investigación, intervención en los edificios industriales, relación del patrimonio industrial con el entorno, museología científica y técnica, y enseñanza de la técnica y la historia. Se trató, por lo tanto, de un planteamiento holístico en el que se abordaron los principales debates en torno a la arqueología industrial de ese momento.
De todos ellos nos interesa en especial recoger los vinculados con las cuestiones teóricas expuestas en la ponencia de Rafael Aracil. En ella, además de realizar un breve repaso por el desarrollo de la disciplina en Europa, Aracil aborda la problemática de sus límites y contenidos, partiendo de los estudios de Keneth Hudson y Angus Buchanam (la después llamada corriente británica). Desde el punto de vista cronológico, plantea la necesidad de establecer límites temporales distintos a los británicos, para adaptarlos a las diferencias del proceso industrializador español, en concreto de Cataluña o el País Vasco. Así, señala como punto de arranque el paso de la energía hidráulica al vapor, y prolonga su interés hasta la energía nuclear, indicando que su punto de partida son los tres sectores clásicos de la industrialización: textil, minero y metalúrgico; además de contemplar el contexto agrario y las transformaciones que las nuevas fuentes de energía implantaron en él. Aborda el tema de las fuentes de información con las que la disciplina debe trabajar. Afirma que la arqueología industrial puede “liberar a la historia de la esclavitud de las fuentes escritas” (Aracil, 1984: 21) al tener como base los restos físicos, aunque después reconoce la necesidad de aunar los documentos y el resto físico. Y concluye indicando que la fábrica debe ser entendida como un centro de trabajo con un elevado contenido inmaterial, por lo que es necesario un acercamiento pluridisciplinar para su comprensión. Por ello, cree que es mejor hablar de historia del trabajo que de arqueología industrial. De manera que, además de investigar los restos materiales, se aborde la historia cultural y la historia de las mentalidades: “El monumento o el museo (de forma más general) debe convertirse en, por supuesto, un recuerdo del pasado, pero también en un laboratorio de investigación y, sobre todo, en un centro de formación” (Aracil, 1984: 23).
Unos años más tarde, en 1985, la revista Debats, editada por la Institució Alfons El Magnánim, publica un monográfico de arqueología industrial. Sus artículos están firmados por investigadores internacionales, como D. Newell (arqueología industrial y ciencias humanas), A. Negri (historia del arte y cultura de la industria), C. Bertelli (producción de la imagen y modos técnicos), O. Selvafolta (el espacio arquitectónico del trabajo), L. Bisi (las nuevas corrientes de la museografía industrial), y D. Cannadine (un repaso histórico por la Revolución industrial británica). Por primera vez se publicaban en español reflexiones acerca de la necesidad de enriquecer la disciplina de la arqueología industrial con la aportación de otras disciplinas, como las ciencias humanas o la historia del arte, al mismo tiempo que se plantea la necesidad de abordar la cultura de la industria y su musealización mediante nuevos modelos de museos.
D. Newell, en su texto, denuncia que
los arqueólogos industriales tienden a focalizar la atención sobre el caso único, sobre el ejemplo de mayor éxito o con atribuciones estéticas y estructurales más evidentes […]. En consecuencia, escasean las investigaciones sobre las actividades o sobre los lugares industriales que representan un estado intermedio del desarrollo técnico o que se refieren a intentos no logrados y sin continuación (Newell, 1985: 41).
Para concluir su reflexión, señala la necesidad de aunar las investigaciones históricocientíficas como las de tipo antropológico, “es decir, las fábricas y las minas deben ser consideradas como lugares de trabajo y no sólo como objetos arquitectónicos o equipos técnicos” (Newell, 1985: 47). En este monográfico se plantea, en definitiva, dejar en un segundo plano el protagonismo del monumento industrial (según la tradición británica: singular, con valores históricos y estéticos) en favor de la cultura del trabajo abordada desde toda su complejidad y con un carácter interdisciplinar. De esta manera, se traza la consideración de estos restos materiales como parte del patrimonio cultural y, por lo tanto, la necesidad de su protección y conservación.
Posteriormente, en 1989, la Revista Canelobre, editada por el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, dependiente de la diputación provincial de Alicante, vuelve a plantear el tema con una visión más territorial. Esta publicación nació en 1984, con la vocación de ser un espacio de reflexión de la cultura alicantina; en su número 16 destinó su dossier a tratar temas vinculados con el patrimonio industrial de la provincia. No obstante, el monográfico arranca con un primer artículo de Salvador Forner dedicado a la arqueología y al patrimonio industrial. En este texto, Forner introduce dos novedades: defender el patrimonio industrial como parte del patrimonio urbano, y la necesidad de despertar el interés social hacia estos bienes en los procesos de gestión. Analiza las propuestas de delimitación y definición de la arqueología industrial de las diversas escuelas, como la británica, la italiana o la francesa. Reflexiona sobre el carácter diacrónico o sincrónico del término industrial y la relación que se establece entre patrimonio industrial y arqueología industrial. Para, finalmente, decantarse por la propuesta de A. Carandini y, como él, defender que el campo de estudio de la arqueología industrial es la cultura material de las sociedades capitalistas. De tal manera que, además de abordar el estudio de los procesos de producción, distribución y consumo, debe profundizar en las condiciones sociales e históricas en las que se desarrollan. Aboga por romper con sus orígenes vinculados con la historia de la ciencia y la tecnología, y concluye:
Pero el estudio de los restos materiales en sí mismos, sin dar a éstos una dimensión antropológica, sería un ejercicio intelectual estéril. Solamente a través de las relaciones significativas entre distintos fenómenos es como podrá la arqueología industrial, con su gran potencial de conocimiento interdisciplinar, contribuir a un análisis de los hechos y a una explicación de los mismos que, por las características de su material informativo –despojado de los elementos simbólicos de las fuentes escritas–, servirá para revelarnos de manera más objetiva las condiciones de trabajo y de existencia en las sociedades industriales (Forner, 1985: 24).
Todas estas reflexiones se completaron con las contenidas en la Enciclopedia valenciana de arqueología industrial (1995) dirigida por Manuel Cerdá y Mario García Bonafé, y coordinada por Paloma Berrocal. Obra magna que consta de alrededor de 5 000 voces redactadas por un equipo compuesto por 76 especialistas de diferentes ámbitos del conocimiento. Es, por lo tanto, un diccionario enciclopédico ordenado alfabéticamente, siguiendo el modelo de la enciclopedia británica Blackwell Encyclopedia of industrial archaeology (1993). Sus entradas abarcan desde el siglo XVIII hasta 1970, y tratan una amplia variedad de temas. Están los vinculados con los diversos sectores industriales, las fuentes de energía, la arquitectura industrial, las obras públicas o las diferentes ramas de la ingeniería, además de la metodología de la arqueología industrial y la crónica de las localidades valencianas más destacadas en el proceso de industrialización de la comunidad.
La dedicada a la arqueología industrial, firmada por los coordinadores de la obra, recoge las posiciones de la literatura británica, e insiste en la conveniencia de aunar el estudio del resto material con el documental, apuntando que “las evidencias documentales […] las contempla como complementarias de las evidencias físicas, nunca como sustitutivas” (Cerdá y García, 1995: 94). Además, entra de lleno en la relación que se establece entre la arqueología y la historia, incidiendo en la situación en la que aparece la arqueología industrial: no desde dentro de la propia disciplina, para ampliar sus límites cronológicos, sino como una consecuencia de la defensa que de los restos de la industria se producen desde otros ámbitos del saber y sobre todo desde la sociedad. Por ello, insisten en la confusión entre patrimonio industrial y arqueología industrial. Asimismo, denuncian su ausencia de la academia y, por tanto, la falta de un método propio que la singularice. Defienden los límites cronológicos impuestos por el periodo de la industria capitalista y señalan que su objeto de estudio es el monumento industrial, pero también “todos los vestigios materiales […] no por ellos mismos, sino en tanto que manifestaciones de una sociedad concreta nacida con la industrialización y determinada por unas nuevas y diferentes relaciones sociales” (Cerdá y García, 1995: 95). De igual manera, introducen la necesidad del estudio del paisaje industrial, aunque reconocen que todavía se sigue prestando más atención al artefacto que al contexto. Y denuncian: “mucha de la arqueología industrial que se ha practicado ha tenido más que ver con la historia de la arquitectura, de la técnica o incluso de la historia económica que no con una verdadera arqueología del periodo industrial-capitalista” (Cerdá y García, 1995: 96).
Los mismos autores, Manuel Cerdá y Mario García Bonafé, redactan la voz de patrimonio industrial. Inician el texto indicando que no existe una definición aceptada, y denuncian que “se tiende a reducirlo casi exclusivamente a las construcciones más relevantes que por su antigüedad o por sus características arquitectónicas e incluso estéticas, resultan más visibles” (Cerdá y García, 1995: 485). Así, consideran que sigue predominando “una visión monumentalista del patrimonio industrial en la que la realidad es sustituida por una imagen del pasado, fragmentaria y troceada” (Cerdá y García, 1995: 485). Las razones que argumentan para esta visión monumentalista son variadas. Por un lado, la ambigüedad de la legislación, la falta de consideración social, la confusión generada por el origen de la disciplina más volcada en la salvaguarda de los restos de la industria que en construir un corpus disciplinar; a lo que añaden la herencia del siglo XIX cuando prima la supremacía del monumento sobre otras manifestaciones más ligadas a lo popular, y destacando de esta manera los valores vinculados a la belleza, la unicidad y la antigüedad. “Deshacerse del carácter monumentalista que se le adscribe al patrimonio industrial es, pues, una tarea difícil pero necesaria y urgente, dada la rapidez con que en nuestra sociedad desaparecen los vestigios del pasado más reciente” (Cerdá y García, 1995: 486).
En definitiva, este corpus teórico está protagonizado por nombres como los de Salvador Forner, Rafael Aracíl, Manuel Cerdá, Mario García Bonafé, José Miguel Santacreu, a los que habría que añadir otros, como los de Eusebi Casanelles o Miguel Ángel Álvarez Areces (Vergara, 2009-2010; Cano, 2007). Este conjunto de estudios se basa, principalmente, en las obras de los principales estudiosos británicos e italianos, como R. A. Buchanan, K. Hudson, M. M. Rix, F. Borsi, o A. Carandini, entre otros. En este sentido, la Enciclopedia valenciana es la que aporta una bibliografía internacional más amplia, en la que, además de los citados, tienen cabida estudiosos de esta disciplina de Francia (como M. Daumas). No obstante, queda patente la influencia del pensamiento británico tanto en la búsqueda de la definición como en el intento de establecer los límites cronológicos y las fuentes de información. Así, a la vista de estos textos, se puede concluir que estos investigadores parten de la consideración del monumento industrial entendido como la fábrica. Y ésta es valorada como un objeto arquitectónico y técnico con un carácter singular. Sin embargo, tratan de ampliar este objeto de estudio hacia los restos no relevantes, para avanzar hacia una historia de la cultura del trabajo (siguiendo la influencia italiana) en la que a partir de estos elementos se profundiza en sus valores antropológicos. Para ello, apuestan por una diversificación de las fuentes y, sin renunciar al protagonismo del resto físico por encima de los demás, reconocen el valor de las fuentes documentales para la comprensión de lo industrial. Por último, defienden la independencia de la arqueología industrial de otras disciplinas, como la historia de la ciencia y de la tecnología, de cuyo seno despegaron los estudios de la primera. Entienden que sólo así se podrá avanzar hacia estudios interdisciplinares en los que cada una de ellas analiza un perfil del mismo fenómeno. Por lo contrario, los límites cronológicos no quedan resueltos. Pues, aunque parece haber consenso acerca del protagonismo de los restos de las sociedades capitalistas, no terminan de delimitar de forma adecuada este asunto. Como tampoco abordan la definición y los límites del patrimonio industrial.
Las monografías temáticas de las tres provincias vascas: una primera visión global Un grupo de publicaciones pionero en recoger esta influencia es el compuesto por las tres monografías centradas en cada una de las provincias del País Vasco. El proceso de desindustrialización ya citado tuvo una gran repercusión en esta comunidad autónoma. A lo largo de toda la década de los años ochenta, las provincias vascas, pero especialmente la ciudad de Bilbao, asistieron al arrasamiento de sus principales espacios industriales. Por lo que la conservación del patrimonio industrial se convirtió en una preocupación creciente para diversos colectivos sociales. Fruto de esta inquietud fue, entre otros, el nacimiento de la Asociación Vasca de Patrimonio Industrial y de la Obra Pública en 1989, con el objetivo de fomentar el conocimiento, la difusión y la salvaguarda del legado industrial vasco. Por esas mismas fechas, el Departamento de Cultura del Gobierno Vasco y el Instituto Deiker de la Universidad de Deusto iniciaron un ambicioso proyecto de investigación y difusión de este patrimonio en proceso de desmantelamiento, cuyos resultados quedaron reflejados en tres publicaciones monográficas: Arqueología industrial en Bizkaia (1988), Arqueología industrial en Guipúzcoa (1990) y Arqueología industrial en Álava (1992).
El primero de ellos, el dedicado a Bizkaia y firmado por Maite Ibáñez, Alberto Santana y Marta Zabala, se articula en torno a siete capítulos en los que, tras una introducción histórica y la conceptualización del paisaje industrial, se abordan los tipos arquitectónicos y su conservación. En un capítulo introductorio, los autores reflexionan acerca del marco conceptual en el cual se ha movido la investigación: la arqueología industrial, y asumen las definiciones ya comentadas y planteadas en los primeros estudios de esta materia en España, inclinándose por la visión británica, en la que lo industrial tiene un carácter diacrónico. De nuevo, recalcan la necesidad de huir de una “colección de piezas de anticuario” y reclaman “profundizar en el conocimiento de las estructuras históricas de un territorio” (Ibáñez, Santana y Zabala, 1988: 6), señalando la importancia de ampliar el conocimiento hacia el paisaje artificial, en este caso particular, protagonizado por el minero. Para concluir, se indica que “este planteamiento se ajusta especialmente bien al caso vizcaíno, en el que la ausencia de monumentos singulares de gran relevancia se suple sobradamente con uno de los cuadros industriales de mayor densidad” (Ibáñez, Santana y Zabala, 1988: 6). A continuación, denuncian lo que denominan “fachadismo” como criterio de estudio para valorar la importancia del patrimonio industrial. Es decir, la preeminencia de los valores arquitectónicos y estéticos sobre otros, como lo histórico o lo tecnológico. Insisten en que para apreciar la importancia de una infraestructura industrial es más importante su carácter utilitario y pragmático, ya que ese carácter forma parte de su idiosincrasia. Y concluyen indicando que
esta misma actitud utilitaria, que sólo reconoce valor de uso o de intercambio de los instrumentos productivos, ha sido el mayor obstáculo para su conservación: la fábrica, reducida a su identidad de máquina sólo tiene interés mientras rinda dividendos; cuando se desfasa, las leyes del mercado exigen su reconversión tecnológica o su cierre inmediato (Ibáñez, Santana y Zabala, 1988: 8).
No cabe duda de que los autores recogen en estas frases dos de los argumentos más utilizados para determinar qué es un monumento industrial o para justificar el derribo de la fábrica: la importancia de los valores arquitectónicos. Sin tener en cuenta que precisamente su belleza formal o su originalidad constructiva no son los criterios con los que fueron levantados en su momento histórico; sino los que aplicamos desde una mentalidad diferente, influenciada por la visión impuesta tanto desde la preeminencia esteticista en lo arquitectónico de tradición decimonónica como desde el movimiento moderno en que se prioriza la belleza de la forma, aunque ésta fuera una consecuencia de una reflexión funcional.
Los volúmenes dedicados a Guipúzcoa y Álava están firmados por Maite Ibáñez, María José Torrecilla y Marta Zabala. En ambos, tras un capítulo de contexto histórico y otro centrado en la arquitectura industrial, sus autoras proceden a un análisis sectorial del patrimonio industrial de cada provincia, manteniendo el criterio diacrónico y su posicionamiento teórico ya explicado en el primer volumen. Después de la justificación metodológica, las autoras reflexionan acerca del patrimonio industrial entendido como el conjunto de los vestigios materiales del proceso industrial. Destacan que su conocimiento ayuda a comprender el pasado, y conservarlo, insistiendo en las dos dimensiones que presenta: la cultural y la histórica. Para concluir sus reflexiones, defienden el reuso y la rehabilitación como estrategias para la salvaguarda de estos elementos, aunque sin llegar a profundizar en su definición ni en los criterios con los cuales intervenir estos edificios bajo el cobijo de tales conceptos.
Así pues, en estos volúmenes pioneros queda otra vez recogida la idea del monumento industrial vinculado con la arquitectura, y centrado casi de manera global en los valores estéticos. Además de reconocer en la arqueología industrial la disciplina de estudio que tiene como objetivo su análisis y conservación. No obstante, esos textos, basados en el trabajo de campo y en el análisis histórico y técnico, tratan de romper con esta visión que consideran reduccionista, e incorporan junto con los ejemplos más destacados arquitectónicamente otros de menor relevancia estética, pero de singular importancia histórica.
La arquitectura industrial: la plasmación de la idea de monumento industrial
De manera paralela a la reflexión en torno a la arqueología industrial, se publicó, en esta misma década, otra colección de estudios centrados en la arquitectura industrial. En Cataluña aparecieron dos, en 1984: de José Ángel Sanz y Josep Ginez, y de J. Corredor Matheos y Josep María Montaner. En Sevilla (1986), el de Juan García Gil y Luis Penalver y, ya en la década de los noventa, Diego Peris (1995) publicó uno acerca de la arquitectura para la industria en Castilla-La Mancha. Todos ellos circunscriben su objeto de estudio a la arquitectura que surge como consecuencia de la Revolución industrial, aunque todos carecen de una concreción conceptual de su objeto de análisis. Esta reflexión de qué es arquitectura industrial, cuáles son sus fuentes y cuál es la metodología de estudio, se analiza en sendas publicaciones de Julián Sobrino Simal (1989; 1996) e Inmaculada Aguilar (1998). El texto de Sobrino es el primer intento de trazar un panorama histórico general en España, y el segundo, el único texto hasta la fecha en el que se aborda la problemática de esta tipología arquitectónica.
Julián Sobrino publica Arquitectura industrial en España (1830-1990) en 1989 y, posteriormente, lo amplía en una nueva edición, en 1996. Ya en la introducción plantea que la arquitectura industrial debe ser tratada como algo singular dentro del patrimonio industrial; y le reconoce valores tecnológicos, arquitectónicos, sociológicos y paisajísticos, además de una elevada carga simbólica vinculada con la idea de progreso. Por todo ello, concluye que es el mejor documento del que se dispone para entender el proceso industrial. En el capítulo centrado en la metodología para su estudio, en el que incluye las fuentes, los inventarios y catálogos, realiza una reflexión de su periodización. Constata que la división estilística basada en criterios estéticos no es la adecuada, ya que, “aunque en ella se encuentra una voluntad de estilo, éste no surge de una vinculación directa con una adscripción estética sino a partir de la propia funcionalidad y adaptación del edificio a las necesidades productivas” (Sobrino, 1996: 61). Por ello, la división cronológica que propone surge de la combinación de la lógica interna del desarrollo económico y de la tipificación por sectores productivos. De esta manera, y siguiendo este criterio, divide la evolución histórica de esta arquitectura en grandes periodos históricos: 1830-1888 (La arquitectura de la primera Revolución industrial. La ciudad industrial); 1888-1936 (La arquitectura de la segunda Revolución industrial. La gran industria); y 1939-1994 (La arquitectura de la tercera Revolución industrial. La fábrica futura). A los que añade un capítulo inicial, protagonizado por la arquitectura preindustrial y las manufacturas y fábricas reales. En definitiva, opta por un esquema evolutivo-sectorial ya utilizado en otras obras, como la de Corredor Matheos y Montaner o las de Ibáñez, Torrecilla y Zabala.
En el apartado dedicado a su definición, dice de ella: “son los espacios de la producción industrial que sirven para alojar bajo un mismo techo el trabajo de hombres y máquinas. Este trabajo se inspira en dos principios fundamentales: la disciplina de un sistema dado de producción y el empleo de tecnologías eficaces” (Sobrino, 1996: 68), sin entrar a analizar otros aspectos de tipo disciplinar o metodológico. Destaca que esta tipología arquitectónica no tiene un tratamiento importante dentro de las historias de la arquitectura, ya que “salvo excepción, los edificios creados para la industria se consideran excluidos de lo que se juzga con criterios únicos y sublimes de lo bello” (Sobrino, 1996: 70), y concluye que “la belleza no es su primer objetivo y, si hemos de ser sinceros, las industrias y el paisaje industrial de hace escasos años constituyen los mayores ejemplos de fealdad creados por el hombre” (Sobrino, 1996: 71).
Otro capítulo destacado lo centra en la relación entre arquitectura industrial y arqueología industrial. De nuevo, el panorama que traza de esta última se nutre de las referencias internacionales habituales a las que añade las españolas: Forner, Santacreu, Aracil, Izarzugaza, Casanelles, López, Ibáñez y Solías. La define señalando que “tiene como objeto de estudio los restos físicos del pasado industrial y adopta características especiales según el momento en el que se actué, el lugar donde se encuentran, el tipo de testimonio recogido y el modelo de investigación que se aplique” (Sobrino, 1996: 93), y, siendo coherente con la identificación que hace del arranque de la arquitectura industrial en el origen mismo de la arquitectura, aplica un marco cronológico diacrónico. De hecho, indica que establecer los límites cronológicos es una tarea muy delicada pues entran en colisión gran cantidad de intereses. Sin embargo, y aunque explica los límites fijados en otros países, no aborda los que deberían imponerse para nuestro país. Concluye estas reflexiones en torno a la arqueología industrial demandando una acción institucional que delimite los campos más urgentes de actuación, y declare como bienes culturales o monumentos históricos los elementos más sobresalientes de la industrialización. Además de reclamar orientaciones comunes para la confección de inventarios y catálogos y la generación de un corpus teórico adaptado a las peculiaridades que la Revolución industrial tiene en España (Sobrino, 1996: 95).
El libro que aborda los problemas conceptuales y metodológicos de la arquitectura industrial es el firmado por Inmaculada Aguilar, publicado en 1998. En él, la autora realiza una investigación crítica de la arquitectura industrial como materia de estudio y como parte sustancial del patrimonio cultural. Su trabajo tiene como objetivo concretar su definición, delimitarla cronológica y temáticamente “para llegar a un concepto claro de la disciplina, reflejando sus características más relevantes” (Aguilar, 1998: 32). Para ello, dedica capítulos a la disciplina de la arqueología industrial y a la definición de arquitectura industrial, su cultura y, por último, su restauración.
En relación con la arqueología industrial, presenta el panorama de tendencias ya comentado: la inglesa (Buchanan, Hudson, Panell); la italiana (Carandini y Negri); la francesa (Brueau, Balut, Daumas, Bergeron) e incluye la española, aunque centrándose sólo en las aportaciones de Aracil. Para concluir, en la línea de las reflexiones de Buchanan o Aracil, que
la arqueología industrial busca una visión amplia y totalizadora del estudio de los restos físicos, así una fábrica no es sólo una construcción arquitectónica sino un centro de trabajo donde se manifiesta una relación social concreta, donde se introduce un determinado proceso de producción y donde se introduce un concreto sistema tecnológico […]. En este sentido, la arqueología industrial no debe especializarse restrictivamente y debe intentar objetivos históricos totalizadores a través de su propio argumento. A este objetivo totalizador puede contribuir, precisamente, su carácter pluridisciplinar en fuentes, métodos y técnicas (Aguilar, 1998: 45).
Centrándonos en los capítulos dedicados a la arquitectura industrial, son varias las aportaciones de este texto. En primer lugar, fijar su definición que después va a ser repetida en estudios posteriores que aborden este tema. En este sentido, proporciona una definición amplia e inclusiva. La entiende como el resultado de los nuevos conceptos que surgen de la máquina: la intercambiabilidad, la serie, la repetición, lo estándar, el comercio, la técnica, la funcionalidad y la racionalidad. Y dentro de su campo de acción sitúa el edificio de uso industrial (la fábrica); pero también aquellas otras edificaciones que son un producto específico de la era industrial y emplean materiales propiamente industriales, como la fundición, el hierro y el acero (mercados, mataderos, galerías comerciales); y, por último, todas aquellas construcciones que forman parte del equipamiento técnico al servicio de la colectividad (puentes, metropolitanos, conducciones de agua, suministros de gas y electricidad). Una arquitectura claramente vinculada con el uso de nuevos materiales, y caracterizada por un programa que da respuesta a las necesidades sociales, productivas y económicas de un periodo histórico modelado por el imperio de la máquina, y basado en el pensamiento racional y funcional.
En definitiva, Inmaculada Aguilar define la arquitectura industrial como:
Todos aquellos edificios construidos o adaptados a la producción industrial cualquiera que sea o fuese su rama de producción: textil, química, mecánica, papelera, metalúrgica, eléctrica, agrícola [...], así como todo aquello que se refiera a la extracción de materias primas. Pero la arquitectura industrial no es solamente la arquitectura de los edificios de uso industrial, sino también aquellos edificios públicos, colectivos o inmuebles de habitación que pueden ser definidos como productos específicos de la era industrial y que, en gran medida, son construcciones que emplean materiales preparados por una tecnología avanzada de la industria, como, por ejemplo, los materiales y elementos prefabricados en fundición, hierro y acero en el siglo pasado (Aguilar, 1998: 99).
La teoría del restauro y el patrimonio industrial
Otro capítulo destacado de este libro de Aguilar es el dedicado a la restauración de la arquitectura industrial. Tanto en éste como a lo largo de los textos citados y analizados ha sido una constante reclamar la conservación de esta arquitectura mediante su reconversión o reutilización, las dos palabras más usadas en estos años pioneros. El texto fundacional, las I Jornadas sobre la protección y revalorización del patrimonio industrial, aborda estos problemas de la conservación del patrimonio industrial circunscrito exclusivamente a la arquitectura. La ponencia corre a cargo de Javier González de Durana Isusi. Para él, el edificio industrial es el taller, la fábrica, el pabellón industrial; además de otras tipologías, como viviendas obreras, tranvías aéreos, cargaderos de mineral; estaciones ferroviarias, de bombeo de agua; centrales eléctricas, alhóndigas, depósitos portuarios. Señala que, al ser edificios no protegidos, “no están sometidos a los apremios de la restauración idéntica” (González, 1984: 254), y ofrecen grandes posibilidades de ordenación interior con un menor coste: “mientras que un edificio histórico o artístico exige una restauración respetuosa y erudita con fuerte limitación en las posibilidades de nuevos usos, un almacén portuario o una nave de hornos ofrece mucha mayor libertad” (González, 1984: 254). Reconoce la inexistencia de criterios comunes al momento de plantear una intervención, aunque considera que cada uno es diferente al otro, por lo que estos criterios surgen del análisis individual. Les concede la virtud de presentar grandes dimensiones, lo que permite usos muy variados: equipamientos públicos, privados y usos populares; y los caracteriza como edificios de construcción sencilla que poseen un valor histórico y de memoria colectiva, señalando que incluso “a veces” tienen valor artístico (o interés arquitectónico). Pero, sobre todo, incide en su elevado valor económico debido a su localización urbana (es necesario recordar que este texto se escribe en los años ochenta, momento previo al boom inmobiliario en España y al de las grandes operaciones urbanas para transformar los espacios industriales en desuso en nuevos barrios).
Por su parte, Jesús Muñoz Baroja, jefe de los servicios técnicos del Patrimonio Histórico del Gobierno Vasco, reflexiona en su ponencia acerca de cuáles deben ser los criterios generales de intervención en estos edificios. Su punto de partida es la imposibilidad de equiparar un pabellón industrial abandonado con una iglesia, un claustro o un retablo y, por lo tanto, expresa la necesidad de buscar nuevos criterios de intervención que sustituyan a los aceptados para el patrimonio histórico-artístico. Plantea la disyuntiva en torno a dos posturas absolutas: la intervención en arquitectura industrial es una cuestión vinculada con el proyecto arquitectónico fuera de las limitaciones de la restauración; o se le deben aplicar los mismos criterios que al restauro científico de monumentos histórico-artísticos. Finalmente, se decanta por una postura intermedia. Surge del carácter de obra de arte que tienen o no los elementos de patrimonio industrial. Para ello, analiza estos bienes desde la perspectiva de la Teoria del restauro de Cesare Brandi (1963): la doble instancia histórica y estética, la unidad figurativa de una obra de arte y el análisis del tiempo en relación con la obra de arte.
Señala que cumplen la doble condición de valor histórico y estético, pero cuando analiza el tiempo siguiendo el triple esquema de Brandi, llega a la conclusión de que gran parte de lo que llamamos patrimonio industrial no es susceptible de ser entendido como una obra de arte: “En muchos casos, ha sido concebido en una exclusión expresa de planteamientos estéticos y el tiempo transcurrido hasta el momento de recibir nuestra atención no ha añadido apenas nada en este sentido” (Muñoz, 1984: 267). Sólo en el tercer momento (el instante en el que esta obra es recreada en la representación del observador) nuestra conciencia cultural carga de significado estético la obra, cumpliendo con ese primer proceso creativo que en principio no existía:
De todo lo dicho hasta ahora se desprende que dejamos por obvios los casos en que una importancia histórica muy relevante […] o un gran valor estético (si pensamos p.e. en las obras de Eiffel), nos sitúan de lleno en el mismo campo teórico del Patrimonio Histórico Artístico. En cambio, para los otros casos menos clasificables resultará más útil recurrir a un concepto que se podría definir como revelación de los valores, más que al de “conservación” o “rehabilitación” tradicionales. Se trata de plantear intervenciones que recojan todas las potencialidades más específicas del elemento industrial y de reproponer una imagen figurativa válida y creadora que haga legibles de una manera enriquecedora todos los valores que están implícitos en cualquier obra humana, ya sean históricos, culturales, de uso o estéticos (Muñoz, 1984: 268).
La Enciclopedia valenciana dedica a estos temas cuatro voces, redactadas todas por Javier Martí: conservación, rehabilitación, restauración y reutilización. En la primera de ellas no hace referencia a la definición de criterios o modelos de conservación, sino a la necesidad de prolongar la vida útil tanto de las máquinas como de los edificios. En relación con estos últimos, concluye indicando que “la conservación de un edificio o monumento no puede limitarse al inmueble en sí, ya que éste es inseparable del entorno que le rodea, por lo que debe evitarse en lo posible las adiciones o cambios que alteren el contexto” (Martí, 1995: 222).
Tras unas voces muy generales sobre qué se entiende por rehabilitación y restauración del patrimonio histórico-artístico sin abordar consideraciones específicas para aquel industrial, aborda el tema de la reutilización. En esta entrada, señala que es la alternativa más adecuada para los edificios industriales obsoletos. Afirma que las características de estos edificios, grandes dimensiones y naves diáfanas y amplias, facilitan su reconversión para usos diversos en el sector de los servicios, los espectáculos o la cultura.
En cuanto al volumen centrado en la provincia vasca de Bizkaia, los autores proponen los criterios bajo los cuales poder definir qué es un monumento industrial. Señalan:
La identificación de una determinada fábrica o una actividad productiva como factor básico en la configuración de un entorno ambiental, su importante peso específico histórico dentro de un sector económico, la condición de hito precursor –tipológico, tecnológico– o la de hito superviviente de un sistema productivo, obsoleto, la elocuencia de los restos conservados, el poder de evocación de otros objetos o establecimientos ya desaparecidos, y la singularidad de sus aspectos simbólicos o de sus componentes formales o decorativos (Ibáñez, Santana y Zabala, 1988: 158).
Tras lo cual, constatan la dificultad para conservar este tipo de instalaciones, ya que “detrás de su falsa apariencia de omnipotencia esconde el rostro de su enorme fragilidad. Nada hay tan efímero como lo útil, porque cuando se extingue su función no tiene sentido intentar prolongar artificialmente su existencia” (Ibáñez, Santana y Zabala, 1988: 158). Por ello urgen a su conservación mediante procesos de reutilización ya que, de nuevo, insisten en la capacidad que estos inmuebles tienen para ser “resistentes, versátiles y espaciosos” (Ibáñez, Santana y Zabala, 1988: 158). Y sin entrar en cuáles son los criterios de intervención más adecuados para estas estructuras, defienden su capacidad para adaptarse a casi cualquier nuevo uso:
En ellos es posible alojar galerías de arte, salas de conciertos, instalaciones deportivas, talleres-mercado de artesanía, archivos y bibliotecas, espacios de creación artística, etc. No debe excluirse la privatización subvencionada que favorezca la creación de viviendas modernas, galerías comerciales o salas de espectáculos, sin gravar excesivamente las arcas públicas. Lógicamente aquellas que denominábamos arquitecturas-máquina no son susceptibles de reutilización, sin embargo, su presencia debe ser mantenida para enfatizar un entorno urbano que a menudo es mediocre y anodino (Ibáñez, Santana y Zabala, 1988: 161).
Por su parte, Julián Sobrino, sin una reflexión previa acerca de criterios de intervención y posibles usos, denuncia que
se puede considerar un despilfarro material y cultural la destrucción de estos edificios (situados en espacios urbanos o naturales significativos), su buena iluminación y la gran superficie diáfana edificada, que les permite ser rehabilitados y conservados para muy variados fines, entre los que podemos citar el propio uso industrial reconvertido (caso frecuente en la industria); la conversión en museo tecnológico de empresa, de sector industrial o de carácter general; su utilización como equipamiento público, como parque arqueológico industrial (ecomuseo) o, en última instancia, como elementos representativos del paisaje: chimeneas, puentes, etc. (Sobrino, 1996: 337).
Mientras que Inmaculada Aguilar argumenta que se puede hablar de restauración del patrimonio arquitectónico industrial desde la creación del museo alemán de Bochum (1968), la fundación del Ironbridge Gorge Museum Trust (1968) y el Ecomusée de Le Creuset (1973), y en el origen de este tipo de intervenciones primaba el valor histórico sobre el estético. Constata que, aunque a la arquitectura industrial se le ha reconocido su capacidad para ser testimonio del pasado industrial y de un momento histórico, todavía se carece tanto de criterios para su conservación y rehabilitación, como de una formación especializada de aquellos que van a intervenir en este tipo de edificios o estructuras.
Por ello, aborda un tema complejo como es el de los valores intrínsecos que estos edificios presentan y cuyo conocimiento es necesario para emprender su correcta conservación y restauración. En este sentido, defiende la necesidad de remarcar las características más relevantes del monumento industrial, como su tipología, los materiales de construcción, las nuevas tecnologías y la memoria del lugar. A lo que añade la necesidad de “remarcar el carácter industrial del edificio” (Aguilar, 1998: 243), por lo que es necesario destacar conceptos como funcionalidad, estandarización, arquitectura de empresa, ritmo y orden, complejidad y coherencia, ambiente y textura, monumentalidad y proporción, confrontación y articulación, espacialidad y macicez, estructura y techumbre, sombra y luz, silencio y sonoridad, recorridos para evitar, de esta manera, reducir sus características al carácter de las fachadas, olvidando otros aspectos. No obstante, la situación que constata se caracteriza por la falta de criterio en el momento de seleccionar qué edificios industriales se conservan y cuáles son los criterios que deben aplicarse en las intervenciones:
Las dificultades son mayores que las que se pueden encontrar en las intervenciones sobre un monumento histórico en el sentido clásico, en primer lugar por una falta de sensibilidad hacia el objeto, razón por la cual este patrimonio se encuentra en gran dificultad de sobrevivir y, por otra, el que, como máximo, se le considera como simple contenedor debido a sus espacios diáfanos y sus posibilidades de reconvertibilidad, olvidando como siempre su propio y específico carácter, su condición histórica y sus huellas que reflejan un pasado muy próximo a nosotros, aspecto al que deberíamos acercarnos con mayor seriedad (Aguilar, 1998: 245).
Este párrafo final de Inmaculada Aguilar deja patente el reduccionismo con el que se ha valorado la arquitectura industrial en el momento de definir qué criterios de intervención se le deben aplicar. Estos autores reducen la complejidad conceptual de lo industrial a sus características formales: grandes espacios, diafanidad, capacidad para la adaptación, y desprecian sus valores estéticos. Como esta misma investigadora reflexiona, se valora la arquitectura industrial eludiendo los conceptos bajo los que fue concebida. Esta ignorancia distorsiona su apreciación como obra de arte al aplicarle una plantilla heredada de la arquitectura histórica ajena a los parámetros de su propio momento histórico. Por ello se le reconoce el valor histórico, pero se le despoja del estético.
Plan Nacional de Patrimonio Industrial (2001): ¿un punto de partida para una nueva etapa? A lo largo de la década de los años noventa, pero sobre todo con el cambio de siglo, la producción científica de estos temas creció exponencialmente. Se multiplicaron los congresos autonómicos y locales; revistas de ciencias sociales, de geografía o de historia del arte dedicaron números monográficos al tema; a lo que se sumó la investigación en el seno de las universidades con la lectura de tesis doctorales en las diversas ramas y la publicación de libros, recogiendo estos estudios y sus conclusiones principales (Cano, 2007). Se puede afirmar que todas ellas tienen en común una misma base: la proporcionada por estos precursores. Se asumió la noción británica de monumento industrial; la arqueología industrial como la disciplina encargada de su estudio; la importancia tanto del resto material como de las fuentes documentales, y el protagonismo de la arquitectura industrial reducida a un flexible contenedor de todo tipo de usos.
Además, algunos de estos textos detectaron y denunciaron los problemas que aquejaban al patrimonio industrial e impedían su adecuada conservación: la falta de financiamiento para realizar estudios; la carencia de una formación en esta disciplina, en especial por parte de la administración encargada de protegerla y conservarla; la ausencia de relación entre las
administraciones que tenían el mismo objeto de trabajo; y la escasa sensibilización tanto en lo social como en lo político para defender políticas de preservación frente al derribo indiscriminado.
Este conjunto de fallas tan apenas ha variado con el paso del tiempo pese a la creación y el desarrollo del Plan Nacional de Patrimonio Industrial y el consenso que suscitó entre las administraciones implicadas. Este plan nacional se concibió como un instrumento de gestión que se puso en marcha en 2001 y se revisó en 2011, desde la Dirección General de Bellas Artes y Bienes Culturales, por el Instituto de Patrimonio Histórico Español, con la finalidad de articular las bases sobre las cuales desarrollar acciones de conservación centradas en los bienes industriales ante su rápida desaparición.
Tras veinte años de vigencia, sus logros son evidentes, así como las lagunas que presenta. Entre sus resultados más importantes destaca su definición de patrimonio industrial, que hasta el momento no había abordado la historiografía española. Así, afirma que
el patrimonio industrial es el conjunto de los bienes muebles, inmuebles y sistemas de sociabilidad relacionados con la cultura del trabajo que han sido generados por las actividades de extracción, de transformación, de transporte, de distribución y gestión generadas por el sistema económico surgido de la «Revolución industrial». Estos bienes se deben entender como un todo integral compuesto por el paisaje en el que se insertan, las relaciones industriales en que se estructuran, las arquitecturas que los caracteriza, las técnicas utilizadas en sus procedimientos, los archivos generados durante su actividad y sus prácticas de carácter simbólico (Doc. Plan Nacional, 2011: 9).
Asimismo, concreta cuáles son los bienes industriales que lo integran, y los clasifica en bienes inmuebles (los elementos industriales, los conjuntos industriales, los paisajes industriales y los sistemas y las redes industriales), bienes muebles (los artefactos, el utillaje, el mobiliario, los accesorios del entorno social del trabajo y los archivos) y bienes inmateriales (las entidades de memoria de la industria relacionadas con la cultura del trabajo). Además, delimita su marco temporal y lo circunscribe a un modelo económico propio de la Revolución industrial, situándolo entre la segunda mitad del siglo XVIII, con los inicios de la mecanización; y el momento en que ésta comienza a ser sustituida total o parcialmente por otros sistemas en los que interviene la automatización.
Mientras que en el apartado relacionado con la protección y la conservación reflexiona acerca de los criterios de valoración y trata de establecer unos que sean comunes para todos. De esta manera diferencia entre los valores intrínsecos que le son específicos (el testimonial, la singularidad o representatividad, la tipológica, la autenticidad y la integridad) y los patrimoniales (histórico, social, artístico, tecnológico, arquitectónico, territorial y antropológico). Sin embargo, el Plan no recapacita en cuáles son los criterios de intervención específicos para este patrimonio asumiendo las directrices proporcionadas en la Carta de Nizhny Tagil como propias. En este sentido, indica que
las intervenciones en elementos o conjuntos industriales deben seguir las normas de conservación generales para cualquier patrimonio cultural. Como directrices específicas de mantenimiento y conservación se adoptan los criterios aprobados en la Asamblea Nacional del TICCIH que tuvo lugar en Moscú el 17 de julio de 2003 y que se conformó como CARTA DE NIZHNY TAGIL SOBRE EL PATRIMONIO INDUSTRIAL (Doc. Plan Nacional, 2011: 13).
En conclusión, este plan, entendido fundamentalmente como un instrumento para la gestión de las intervenciones, tiene más influencia en lo teórico que en el campo de la conservación. Plantea una visión integradora del fenómeno industrial, remarcando su carácter territorial y antropológico, al abordar el bien industrial en cuanto monumento, al mismo tiempo que lo vinculaba con el espacio urbano y el territorio. Fija la definición de patrimonio industrial asumida en la mayoría de los estudios que se realizan después de su fecha de aprobación; asienta los valores intrínsecos y extrínsecos de este patrimonio, y clasifica los bienes que lo integran. Asimismo, destina financiamiento para un conjunto de intervenciones que se plantean como modélicas para futuras acciones, pero no es capaz de asentar una doctrina común.
La protección y la conservación: fundamentos de la valorización
Luces y sombras reflejadas en dos campos: el de la protección y el de la conservación. Dentro de las luces, el avance más destacado es la evolución detectada en las leyes de patrimonio cultural de las diversas comunidades autónomas. La Ley de Patrimonio Histórico Español es del 25 de junio de 1985, es decir, cuatro años posterior a las I Jornadas sobre la protección y revalorización del patrimonio industrial. Se elabora, por lo tanto, en un momento incipiente de reflexión y concreción de lo que es la arqueología industrial en España. Este clima de especulación tiene su acogida en la ley, ya que entre los tipos de patrimonio que la integran nombra de manera explícita “los inmuebles y objetos muebles de valor científico o técnico”, introduciendo los bienes industriales como parte de los bienes culturales; y asumiendo la dependencia de esta disciplina de la Historia de la Ciencia y de la Tecnología, como ya se ha señalado. Conforme a esta primera norma y con el desarrollo del estado autonómico, las diferentes leyes que se van aprobando dan un tratamiento desigual a lo industrial. Por un lado, aquellas que mantienen el criterio de la nacional y lo asimilan a lo científico o lo técnico (como las del País Vasco, Cataluña o Andalucía), o aquellas que inciden en su componente antropológico y lo asimilan a la etnografía (Cantabria, Valencia, Aragón, Canarias, Extremadura, Castilla y León y Madrid) (Alonso, 1996; Pérez, 2014). Sin embargo, con el cambio de siglo, la consolidación de los estudios y la impronta del plan nacional, se aprueba una serie de normas que reconocen de manera explícita este patrimonio (Asturias, Navarra, Andalucía y Canarias, Castilla-La Mancha y Galicia). En ellas tiene un título propio con un articulado que lo define, lo categoriza e implanta un régimen de protección particular. En este grupo destacan las promulgadas en Asturias y Andalucía, pues ambas recalcan su carácter territorial y la necesidad de establecer nexos de comunicación con el planeamiento urbanístico, adoptando las medidas necesarias para su protección y potenciación.
Sin embargo, esta evolución que se detecta en las leyes de patrimonio histórico, de la protección del monumento (reducido a los valores arquitectónicos) a la de conjunto o paisaje, no tiene todavía una repercusión amplia, pues en las declaraciones aún prima el monumento sobre lo territorial o lo antropológico. Esta sobrevaloración de lo arquitectónico por encima de otros valores, como el histórico, el territorial o el antropológico, queda patente en varias resoluciones denegatorias de protección en las que se argumenta la escasa calidad arquitectónica como prueba irrefutable para oponerse a la conservación. Este argumento se lee, por ejemplo, en uno de los informes emitidos por expertos en el caso de la Fundición Averly (2016) o en la resolución que deniega la figura de bien catalogado para la central térmica de Andorra (2021). Ambas también coinciden en señalar que los valores antropológicos quedan recogidos en las fotografías y otro tipo de material documental, por lo que es válido eliminar el resto físico. En este sentido, ambos documentos van en contra de la importancia del bien material como base de la arqueología industrial y lo sustituyen por el de las fuentes documentales.
Dentro de las sombras, la carencia más importante es el nulo desarrollo de un inventario general de los bienes industriales españoles más allá de las propuestas de las comunidades autónomas con una carencia de instrumentos de toma de datos común. Y la paralización del impulso de redacción de planes directores y de proyectos de intervención puestos en marcha en la primera época del plan nacional. En esos años iniciales surgieron algunas acciones interesantes, para después cesar la actuación en este campo (VV.AA., 2007). Esta falta de una doctrina clara, centrada sobre todo en la musealización de los bienes sobre los que actúa, expulsa de la reflexión el problema de cómo intervenir en los casos vinculados con los nuevos usos y conectados con las necesidades de la ciudad posindustrial (culturales, de ocio, de vivienda, entre otros). En un número importante de inmuebles, se observa cómo la intervención se asienta en un nuevo vocabulario: transformación, reciclaje, reutilización, recualificación, apropiación o mutación. Se prefiere el término preservación, despreciando el de restauración. Esta situación no se detecta exclusivamente en patrimonio industrial, sino que es una corriente también denunciada para la arquitectura histórica (Hernández Martínez, 2016) que se extiende a lo largo de la primera década del siglo XXI.
Como reconoce Andrés Cánovas, la arquitectura industrial es el mejor campo de pruebas:
Encapsuladas las edificaciones que, por edad e independientemente de sus cualidades, están protegidas hasta el paroxismo con la vaselina de ‘lo nuestro’, son los edificios industriales los que pueden ser objeto de un buen número de reflexiones y también de alguna que otra intervención alejada de lo previsible. Los términos ‘rehabilitación’ y ‘conservación’ se presentan como grapas que fijan las actuaciones a una realidad sobre lo existente: devolver la construcción a su estado original –como si eso fuese deseable y posible– o, en su caso, aplicarle el cloroformo de la estabilización. […]
Esa forma de actuación (la intervención) sobre los edificios industriales se desarrolla con la ventaja evidente de la desaparición del uso original bajo cuya estricta regla se edificaron. Una ventaja traicionera puesto que algunos arquitectos suelen olvidar la belleza áspera de lo que ha crecido sólo con la semilla de la utilidad. Aun así, las edificaciones en este contexto acogen el cultivo propicio para la intervención propositiva, para su transformación. Y es, cuando menos, curioso que, en la mayoría de los casos, esos lugares acaban siendo depósitos de una cultura que no parece dar para tanto. La modificación de la materia construida se establece como una de las sistemáticas más frecuentes en la reconstrucción de las instalaciones que fueron contenedoras del trabajo industrial. Lugares en los que la intensidad de la memoria está presente, esos edificios unas veces se parchean, otras se benefician de la pintura, en ocasiones tatúan sus pieles con geometrías más o menos reconocibles, a veces se fabrican con objetos dentro del objeto, y otras veces se construyen a sí mismos con los materiales de su propia destrucción, acudiendo a la borrachera colectiva del residuo cero. Yo inclino mi simpatía por esta última opción etílica de reciclado, de enorme intensidad poética. Se cambia la materia de lugar, se le asignan nuevos usos y el edificio vuelve a ser distinto (Cánovas, 2013: 21).
Son actuaciones que conservan la estructura original del edificio y transforman la configuración espacial como consecuencia de los nuevos usos. Se opta por mantener la imagen del conjunto, pero al vaciarlo se desprecian los valores históricos, arquitectónicos y tecnológicos. En definitiva, el edificio industrial queda reducido a su fachada (la Alhóndiga de Bilbao) y en ocasiones ni a eso, ya que la composición de los alzados queda transformada al albur de los nuevos usos (CaixaForum en Madrid) (Biel, 2016). Aunque, como analiza Ascensión Hernández Martínez, tal vez las intervenciones en Matadero Madrid sean las que mejor representan esta situación, en especial la llevada a cabo en la nave 17. En 2005 se iniciaron las actuaciones en este complejo industrial con un programa común: preservar las envolventes de las naves, reforzarlas estructuralmente y acondicionar el interior. Los principios en los que se asientan los proyectos son la reversibilidad y el mantenimiento expreso de todas las huellas del pasado; buscar el equilibrio entre el espacio histórico y la nueva dotación, y hacer un uso limitado de los materiales industriales (PECAM, 2012). De todas ellas, el espacio Intermediae, localizado en la nave 17, representa esta situación de renunciar a la restauración y apostar por una “estética premeditadamente pobre” (Hernández Martínez, 2013: 282). La actuación es obra de los arquitectos Arturo Franco y Fabrice van Teeslar, quienes apuestan decididamente por “mantener todas las huellas del paso del tiempo: los cortes en los muros, las bajantes de PVC, las marcas de la retroexcavadora, el corcho, el azulete de los niveles, la reparación y consolidación de los pilares” (Franco, 2011: 1).
El resultado es una intervención que
se ha reducido de manera consciente al mínimo, que responde al gusto por lo informe, por lo crudo, por una cierta estética premeditadamente pobre, quizás desagradable para según qué cánones, frente al culto a lo nuevo que durante años se ha impuesto en el gusto social […]. Incluso se ha ido más allá de lo que sería la conservación mínima, ya que en un provocador gesto contemporáneo, se ha subrayado el aspecto de ruina artificial picando los revocos de los muros y soportes hasta media altura y abriendo irregulares aberturas en el muro para crear pasos de acceso entre las naves, en las que se insertan unas cajas de hierro a modo de puertas, pero que semejan esculturas (Hernández Martínez, 2016: 42).
Con la llegada de la crisis (allá por el año 2008), la situación se estanca, pero se mantiene y se profundiza en una arquitectura del reciclaje y la economía de medios. Y, aunque el patrimonio industrial sigue estando de moda, parece que se ha entrado en un periodo de tensa calma.
Conclusiones
La arqueología industrial en España inicia su trayectoria fuertemente influenciada por la corriente británica. De ella adopta el concepto de monumento industrial, entendido éste como la fábrica de valor singular con un predominio de lo arquitectónico y lo técnico. No obstante, pronto los investigadores españoles consideran la necesidad de introducir lo antropológico en sus estudios, siguiendo las tendencias importadas desde Italia. El resultado es una cierta dispersión de opiniones que queda resuelta con la adhesión alcanzada con la publicación del Plan Nacional de Patrimonio Industrial. Este documento consensua una definición de patrimonio industrial holística en la que la arqueología industrial se entiende como la metodología de estudio que aborda su conocimiento desde una posición interdisciplinar. Aunque es incapaz de generar una reflexión crítica en torno a los criterios de restauración por aplicar a este patrimonio en toda su extensión (no sólo a lo arquitectónico).
Al mismo tiempo, los bienes industriales viven un proceso de valoración tanto desde la norma legislativa como desde la conservación de sus ejemplos más destacados. En ambos campos se observan avances que recogen las reflexiones del marco teórico; aunque sin ser capaces de romper por una serie de estereotipos que desde el inicio se instalan en las administraciones y en determinados grupos de profesionales. De manera que se mantiene una situación de avances a nivel teórico y de contradicciones a nivel práctico.
Desde el punto de vista legislativo, se produce una evolución en las leyes de patrimonio que se van aprobando en las diversas comunidades autónomas. Así, en las denominadas leyes de segunda generación, el patrimonio industrial se singulariza por su dimensión territorial, y ésta queda recogida en las nuevas figuras para su protección, como sucede en el caso de las leyes asturiana y andaluza. Sin embargo, se observa una disfunción entre la norma y su aplicación práctica. Puesto que, a pesar de este reconocimiento normativo, en un número importante de ocasiones la administración sigue recurriendo a tópicos, como el escaso valor arquitectónico de estos bienes, para denegar su protección.
Desde el punto de vista de la práctica de la restauración monumental, se observa un cierto desprecio por aplicar a la arquitectura industrial los parámetros marcados por la teoría del restauro. Ya en los primeros y escasos textos que reflexionan acerca de estas cuestiones, el edificio industrial se considera útil para casi cualquier nuevo uso, convirtiendo en un mantra sus características de espacialidad y diafanidad. Se destaca, para apoyar esta idea, la importancia de los valores históricos sobre los estéticos, pues estos últimos se identifican con la utilidad y la funcionalidad. Estas ideas son el sustrato de un buen número de intervenciones de finales del siglo XX y de las primeras décadas del siglo XXI. Así, en estos casos se detecta que la falta de “valor arquitectónico” es una de las razones que impulsa a proyectos de “embellecimiento”. Al mismo tiempo, se desarrolla otra corriente que aprecia los valores estéticos de estos edificios. Se pasa de menospreciar lo útil y lo funcional por carente de estilo a identificarlo como lo genuinamente industrial dentro de la tendencia de intervención mínima. Es más, se observa que se actúa con criterios diferentes si el nuevo destino es un museo o se propone un uso nuevo. En el primer caso, los proyectos se suelen ajustar a los criterios que emanan de la Carta del restauro; mientras que, en el segundo, las actuaciones se convierten en campo de investigación para estas nuevas tendencias dentro de la disciplina de la restauración. Esta dificultad para aplicar los criterios asumidos de la restauración moderna hace que la arquitectura industrial, al igual que la contemporánea, se desligue del corpus aceptado y requiera de normas específicas. Sin embargo, los análisis de Simona Salvo (2016) o de Ascensión Hernández (2015) en torno a la arquitectura contemporánea, plantean que se pueden aplicar los mismos criterios sin necesidad de buscar unos específicos para estas arquitecturas. No cabe duda de que este debate se relaciona con la crisis y los dilemas en los que se encuentra la disciplina de la restauración monumental.
En definitiva, este complejo panorama, en el que se prima la arquitectura y su problemática sobre otros bienes, lleva a una situación en la que se identifica el patrimonio industrial con la materialidad arquitectónica. Así, se ignora la importancia de los bienes muebles, de los archivos y de la memoria oral. En este sentido, queda todavía mucho por hacer tanto en el campo de la teoría y del rescate como en el de la restauración de la maquinaria y de los bienes de equipo. A lo que se debe añadir la necesidad de recuperar los archivos industriales y trabajar con la memoria del trabajador. Falta todavía un largo camino por recorrer para alcanzar una visión global del patrimonio industrial basada en la cultura del trabajo y no sólo en la materialidad de su arquitectura y de sus estructuras.
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