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Patrimonio, ¿qué está en juego para la sociedad?
Publicación original: Françoise Choay (2011) “Patrimoine, quel enjeu de société?”, in: La Terre qui meurt, ©Librairie Arthème Fayard, Paris, pp. 65-99.
Traducción de Valerie Magar
Preámbulo
El patrimonio que se discutirá aquí está conformado por el entorno construido por las sociedades humanas. Sinónimo de patrimonio edificado por el hombre, se califica, en función de sus diversas categorías, en patrimonio arquitectónico, monumental, urbano, paisajístico...; y en función de su modo de inserción en el tiempo, se le llama histórico o contemporáneo. En esta concepción espacial, aislado o con sus distintos calificativos, el término “patrimonio” se ha convertido en una palabra clave en nuestra sociedad globalizada: la utilizan los organismos supranacionales y nacionales, las administraciones de gestión y los profesionales (arquitectos, urbanistas, etcétera), pero también las diversas industrias patrimoniales, como las agencias de viajes y todo tipo de medios que manipulan las poblaciones de nuestro planeta. Sin embargo, a pesar de un aparente consenso, el contenido del concepto está lejos de ser claro.
Mi propósito aquí es resaltar el valor sintomático de este uso del término “patrimonio”. Es decir, dilucidar y hacer comprender con éste las consecuencias del actual proceso de globalización y los peligros que representa para la supervivencia de nuestra especie. Para ello, adoptaré una perspectiva genealógica: repasaré de manera necesariamente reductiva la historia de los dos conceptos de monumento y de monumento histórico, en la actualidad confundidos y asimilados bajo el término “patrimonio”.1
La diferencia y la oposición entre las nociones de monumento (sin calificativo) y de monumento histórico fueron definidas por primera vez en 1903, por el gran historiador del arte Alois Riegl, en la introducción del nuevo Proyecto de legislación sobre monumentos históricos, elaborado en 1902 bajo su presidencia, por la Comisión central austriaca de monumentos históricos. El borrador general se publicó de forma anónima en 1903. La misma introducción se publicó por separado, con Riegl como único autor, con el título Der moderne Denkmalkultus (El culto moderno de los monumentos).2 Resumiré aquí el análisis de Riegl, pero considerando la investigación realizada en el campo de las llamadas ciencias humanas desde la muerte del historiador vienés.
Para definir el término “monumento”, debemos remitirnos a su etimología. Proviene del sustantivo latino monumentum, que a su vez deriva del verbo monere: “advertir”, “recordar a la memoria”. Llamaremos entonces “monumento” a cualquier artefacto (tumba, estela, tótem, edificio, inscripción...) o conjunto de artefactos diseñados y producidos de manera deliberada por una comunidad humana, sin importar cuáles sean su naturaleza y sus dimensiones (desde la familia hasta la nación, del clan a la tribu, de la comunidad de creyentes a la de la ciudad...), con el fin de recordar la memoria viva, orgánica y afectiva de sus miembros acerca de personas, hechos, creencias, rituales o normas sociales que constituyen su identidad.
El monumento se caracteriza, así, por su función identificadora. Por medio de su materialidad, duplica la función simbólica del lenguaje, cuya volatilidad compensa, y resulta ser un dispositivo fundamental en el proceso de institucionalización de las sociedades humanas. Su vocación es anclarlas en el espacio natural y cultural, y en la temporalidad dual del ser humano y de la naturaleza.
Entendido de ese modo, el monumento exige un mantenimiento vigilante y permanente. Pero también está expuesto a una destrucción deliberada que puede tomar dos formas, positiva o negativa. Hablaremos de destrucción positiva cuando la comunidad en cuestión abandona o derriba un monumento que ha perdido, total o parcialmente, su valor conmemorativo e identificador. En Europa, el monumento más antiguo de la cristiandad, la basílica de San Pedro en Roma, construida por el emperador Constantino en el siglo IV, fue destruida en el siglo XVI por decisión del Papa Julio II, a favor de una nueva basílica, más acorde, según la corte pontificia, con el desarrollo de la teología y de los rituales católicos. En cuanto a la destrucción negativa, se ha practicado desde los albores de los tiempos por todos los pueblos, en sus guerras civiles y sus conflictos con enemigos externos. Por no hablar de la destrucción no consciente llevada a cabo sin voluntad de daño por misioneros o por organizaciones humanitarias.3 Por un lado, puede ejercerse contra sus enemigos externos, ya que la derrota y aniquilación de una cultura se aseguran mejor con la destrucción de sus monumentos que con la muerte de sus guerreros. Por otro lado, puede tener lugar al interior de la comunidad misma, durante las guerras civiles: basta con referirse a las destrucciones cometidas en Europa durante las Guerras de Religión, y en Francia al final de la Revolución, bajo el Terror.
Por lo tanto, se puede argumentar que el monumento, en diversas formas, existe en todas las culturas y sociedades humanas. Aparece como un universal cultural. Sin embargo, cabe señalar que, en las sociedades de Europa occidental, el papel que se le atribuía al monumento intencional, en su forma arquitectónica, estaba en competencia con el desarrollo de memorias artificiales desde la invención y difusión de la imprenta, en el siglo XV. El destino de la escritura, la primera memoria artificial, descrita de manera inolvidable en el Fedro de Platón,4 correrá por tanto a cargo de la imprenta, de la cual Charles Perrault se maravilló dado el relevo que aportaba para la memoria viva. Y, a partir del siglo XVII, los diccionarios franceses dan fe del cambio semántico que la fortuna del libro impreso infligió al término “monumento”: su significado memorial, en primer lugar, comienza a desvanecerse a favor del carácter imponente o grandioso que se le atribuye al adjetivo “monumental”. En la época romántica, la frase célebre de Víctor Hugo “Esto [la imprenta] matará aquello”5 anunció la muerte de la arquitectura como soporte de la memoria orgánica.
Desde la segunda mitad del siglo XX, las sociedades occidentales dejaron de erigir monumentos que involucran en el presente a nuestra memoria afectiva –excepto en el caso de eventos particularmente traumáticos o que involucren el destino de los pueblos, como los genocidios del siglo XX. Y de nueva cuenta, de ellos, los más significativos son “reliquias”. Ya después de la guerra de 1914, junto con los “monumentos a los muertos” erigidos incluso en los pueblos más pequeños de Francia, el desarrollo del campo de batalla de Verdún lo convirtió en una verdadera reliquia, anticipando el tratamiento de los campos de concentración nazis, como el de Auschwitz.
El “monumento histórico” no es un artefacto intencional; la creación ex nihilo de una comunidad humana con fines conmemorativos, no está dirigida a la memoria viva. Se eligió de un corpus de edificios preexistentes debido a su valor histórico (ya sea historia de eventos, social, económica o política, historia de las técnicas o historia del arte) o a su valor estético. Más precisamente, en su relación con la historia (cualquiera que sea), el monumento histórico remite a una construcción intelectual, tiene un valor abstracto de conocimiento. En cambio, en su relación con el arte, solicita la sensibilidad estética como resultado de una experiencia concreta. Riegl fue el primero en demostrar que la coexistencia de estos dos tipos de valores estaba en el origen de exigencias contradictorias en el tratamiento de los monumentos históricos.6
Lejos de conferirle una universalidad comparable a la del monumento intencional, su doble relación con el conocimiento y el arte marca de manera indeleble la pertenencia del monumento histórico a una cultura singular, la de Europa occidental, revigorizada desde la Alta Edad Media por la aportación árabe-mediterránea, y cuya identidad, hasta la Reforma y la Contrarreforma, se basó en la competencia teológico-política de la Iglesia católica. Fue en este territorio, en la Italia del Quattrocento (siglo XV), donde se hizo el primer esbozo del concepto de monumento histórico, luego adoptado, desarrollado y enriquecido colectivamente por todos los países de Europa occidental. A lo largo de cinco siglos, éstos han sido la base de una serie de prácticas inéditas fuera de este territorio. Recordaremos las principales etapas de su desarrollo, resultado de dos “revoluciones culturales”.
Llegó así el momento de abordar este concepto.
La noción de revolución cultural y las dos etapas de la génesis del monumento histórico
El término “revolución cultural”, ahora adoptado en el mundo entero, fue acuñado por el gran historiador italiano Eugenio Garin. Este último también desarrolló contenido, precisamente con motivo de su estudio del Quattrocento italiano.7 Observó que, si se suele pensar en el Renacimiento del siglo XV italiano en términos de artes visuales o epistemología, estos campos son, sin embargo, inseparables e interdependientes de un conjunto de otras innovaciones (técnicas, económicas, políticas…) a las que están vinculados por ciclos de retroacción.
Sin embargo, Garin no dejó de señalar que el concepto “revolución cultural” no es más que un instrumento heurístico. Las discontinuidades en cuestión no están inscritas en el desarrollo fáctico de la historia de Europa occidental. Ocultan de manera idéntica las anticipaciones y las supervivencias. El Renacimiento del Quattrocento no sólo tiene sus raíces en el Trecento de Petrarca, sino incluso en los siglos IX, XI y XII, en periodos de la historia europea que Erwin Panofsky8 denominó Renascences, en otras palabras, “proto-renacimientos”. A la inversa, la Revolución industrial alcanzó a muchos territorios con considerable retraso, especialmente a Francia.
Primera revolución cultural europea: el Renacimiento
Lo que nos concierne aquí, el hecho esencial, surgido en la Italia del siglo XV entre la comunidad de los letrados, trata de lo que Eugenio Garin llamó la “relajación” del teocentrismo,9 entonces compartido por todas las sociedades cristianas de Europa occidental. Esta relajación no se debe a un debilitamiento de la fe religiosa. Marca el surgimiento de una nueva mirada sobre el individuo humano, hasta entonces confinado al papel de creatura y ahora investido de un poder creador. De ahí un nuevo interés por todos los campos de la actividad humana, ya sea que estén ubicados en el presente o en el pasado. De ahí una nueva concepción de la historia como disciplina autónoma, sin finalidad utilitaria. De ahí el surgimiento de las artes plásticas como actividad estética y el estatus de artista creador atribuido primero a los arquitectos por Alberti durante la década de 1440, y que en ningún caso debe confundirse con la pura y simple proyección de su ego, de la que presumen y se enorgullecen nuestros arquitectos estrella contemporáneos.
En el análisis esquemático que sigue, ignoraré la especificidad del Rinascimento y de su continuidad en los siglos XVI y XVII10 para tratar el Renacimiento europeo como una totalidad. El papel pionero que entonces desempeñó Italia se explica no sólo y, en primer lugar, por la dominación de su herencia romana (en particular en forma de una densa red de ciudades), sino también por factores económicos y políticos relacionados con la vitalidad de sus ciudadesEstado. Sin embargo, con la excepción de algunas regiones de habla alemana, la mayoría de los demás países de Europa occidental lograron su propia revolución todo un buen siglo después.
Sea como fuere, desde el siglo XVI la primera revolución cultural continuó su curso en los países de Europa occidental. Y el estudio de los vestigios de la Antigüedad se extiende al resto de la cuenca mediterránea.
Ya sea que se trate entonces de edificios u otras categorías de objetos, éstos no se llamaron en su época “monumentos históricos”, sino que se designaron con el sustantivo plural de antigüedades, derivado del latín antiquitates, acuñado por el romano Varrón (116-26 a.C.) para distinguir todas las producciones antiguas (lengua, costumbres, tradiciones…) de la romanidad. Conforme a la misma etimología, los eruditos y sabios que se dedican al estudio de las antigüedades serán llamados “anticuarios”.
Entre el siglo XVI y las primeras décadas del XIX, los anticuarios europeos realizaron un formidable trabajo colectivo de inventario y estudio de todas las categorías de antigüedades. Procedentes de los más diversos círculos letrados (religiosos, médicos, artistas, juristas, diplomáticos, grandes señores), prepararon y anticiparon el trabajo de historiadores, arqueólogos, historiadores del arte y de los primeros etnógrafos del siglo XIX. Como resultado de relaciones directas y epistolares, contribuyeron a la toma de conciencia y al desarrollo de la unidad europea, cuya riqueza y diversidad asumieron al mismo tiempo.
El uso de la información recopilada por los anticuarios comprende de forma esquemática tres fases:
1) Hasta alrededor del último cuarto del siglo XVII, con excepción de los arquitectos anticuarios que nunca han dejado, desde el Quattrocento, de identificar monumentos, y que han tratado de reconstituir y trazar los planos de ciudades antiguas, los análisis y las descripciones se presentan sobre todo de manera escrita.
2) Durante el siguiente siglo, el texto escrito se acompaña de una abundante iconografía, en la que se basa. Los quince volúmenes de L’Antiquité expliquée (1719-1724) por Bernard de Montfaucon contienen, así, treinta mil figuras.
3) Durante las dos últimas décadas del siglo XVIII, en gran parte bajo el impacto de las ciencias naturales y su análisis de las formas vivas, la mirada de los anticuarios (al igual que la de los arqueólogos y de los primeros historiadores del arte) se afina: sus obras manifiestan, en la dialéctica del texto y la imagen, una nueva búsqueda de objetividad científica.
En cuanto a la conservación, por parte de los anticuarios, de sus objetos de estudio, difiere según la naturaleza de las antigüedades en cuestión. En lo que se refiere al entorno edificado, ya sea que se trate de edificios de la Antigüedad o de los de sus respectivos pasados nacionales, las autoridades administrativas y los anticuarios europeos de los siglos XVII, XVIII y principios del XIX no se preocupan, en general, de su conservación más que sus predecesores renacentistas. La acumulación de conocimientos librescos constituye su objetivo. Por ejemplo, en 1677, en Burdeos, durante el último movimiento de la Fronda, conocido como la Ormée, uno de los monumentos romanos más prestigiosos que se había mantenido en nuestro suelo, los “Piliers de Tutelle”, fue arrasado por orden de Luis XIV, con el fin de ampliar el distrito militar alrededor de la ciudadela del castillo Trompette. A esta ausencia de preocupación por la conservación, se deben sin embargo señalar dos excepciones anticipadoras. Por una parte, la de las sociedades de anticuarios ingleses: durante los siglos XVII y XVIII, militaron por la preservación de los edificios góticos que, a diferencia de la arquitectura neoclásica, eran a sus ojos la expresión misma de su cultura nacional. Por otra parte, la de algunos miembros de los comités y las comisiones revolucionarios creados bajo la Revolución francesa: el Comité de instrucción pública, después la Comisión de monumentos y la Comisión temporal de las artes. No sin conflictos internos, elaboran, entonces, una notable metodología de conservación (criterios, inventarios), aplicada brevemente, pero abandonada después de Termidor.
En Italia, y luego en el resto de Europa, las antigüedades no edificadas (medallas, monedas, pinturas, esculturas, etcétera) se conservaron en sus gabinetes, en forma de colecciones, por los eruditos, los artistas y los príncipes. Estas colecciones, que no deben confundirse con los gabinetes de curiosidades, cuya tradición medieval se prolongó hasta el siglo XIX, son los ancestros de los museos, nacidos en el siglo XVIII. La historia de estos últimos es paralela a la de los monumentos históricos.
La segunda revolución cultural
Nacida esta vez en Inglaterra durante el último cuarto del siglo XVIII, esta revolución cultural afectó entonces, al igual que la primera, y con rezagos y especificidades análogos, a todos los países de Europa occidental. Nos resulta más familiar bajo el nombre de “Revolución industrial”. La expresión subraya su dimensión técnica, la más visible: el advenimiento del maquinismo. Antes de abordarlo desde el ángulo reduccionista del “monumento histórico”, recordemos que, al igual que el Renacimiento, esta revolución no puede atribuirse a una sola categoría de factores. Se debe a un conjunto de causas muy diversas, cuya interacción y cohesión le confirieron su globalidad. Al igual que la revolución del Renacimiento, ésta tuvo un impacto en todas las actividades y los comportamientos sociales en los países de Europa occidental:11 el advenimiento del maquinismo, acompañado por los desarrollos consecutivos en la producción industrial y el transporte ferroviario, no sólo causó el éxodo rural, el trastorno de los medios de vida tradicionales, la formación del proletariado urbano, sino que también contribuyó a la transformación de mentalidades.
Traumáticos y portadores de nostalgia, los trastornos y las destrucciones que se infligieron entonces en los territorios urbanos y rurales indujeron de ese modo a una toma de conciencia reactiva, que es sin duda la causa determinante, pero no la única, bajo cuyo impulso los países europeos han institucionalizado la conservación física real de “antigüedades”, promovidas desde entonces a la categoría de “monumentos históricos”. En cuanto a los otros factores que intervienen en esta institucionalización, los mencionaré, para dejar constancia y sin pretender ser exhaustiva, bajo cuatro encabezados, vinculados a los respectivos campos del saber, de la sensibilidad estética, de la técnica y de las prácticas sociales.
En el plano epistemológico,12 el siglo XIX se convierte en el “siglo de la historia”, que se desarrolla en el marco de los nacionalismos europeos (véanse en Francia las obras de François Guizot, Augustin Thierry, Jules Michelet...). La historia constituye, además, la base de un conjunto de subdisciplinas, incluidas la arqueología y la historia del arte, que gradualmente desarrollaron su nuevo estatus a partir de la segunda mitad del siglo XVIII.
Al mismo tiempo, el romanticismo marca el advenimiento de una nueva sensibilidad hacia la naturaleza, así como hacia las obras y los vestigios del pasado. La relación con el arte adquiere una tonalidad religiosa. El gusto evoluciona, en particular, con la rehabilitación de la Edad Media y del arte gótico. Más aún, mientras que, en los anticuarios, y luego durante la apertura al público de los primeros museos, el valor de conocimiento de las obras coleccionadas o expuestas sobrepasaba por mucho su valor estético, esa relación se invierte de manera definitiva durante el siglo XIX a favor del deleite.
Precedida por la daguerrotipia, la fotografía juega ahora un papel esencial en la aprehensión objetiva de los monumentos históricos y su valoración. Por un lado, se convierte en un instrumento de análisis complementario del dibujo, indispensable para los historiadores del arte y para los arquitectos restauradores. Por otro lado, apoyada en los avances técnicos simultáneos de la imprenta, permite la difusión de toda la información iconográfica requerida sobre arquitectura y monumentos históricos.
Finalmente, lanzado en el siglo XVIII por la aristocracia inglesa, el precursor Grand Tour (del que deriva la palabra “turismo”) se difundió entre las clases privilegiadas de Europa. Así nace el “turismo de arte”, cuyo desarrollo puede simbolizarse con el nombre del prusiano Karl Baedeker (1801-1859), creador y editor de las primeras guías turísticas centradas en monumentos antiguos y museos.
La gestión de los monumentos históricos: jurisdicción y restauración, rezagos y diferencias
El proyecto de conservación, que no puede separarse de la noción de monumento histórico, supone por definición dos instrumentos específicos: por una parte, una jurisdicción que confiere al proyecto su estatuto institucional; por otro lado, una disciplina constructiva, solidaria y tributaria de los nuevos conocimientos históricos y, desde entonces, llamada restauración.
Las legislaciones desarrolladas en Europa occidental para la protección y conservación de monumentos históricos presentan también rezagos cronológicos en su instrumentación, y particularidades propias de los distintos países involucrados, ya sea por el rol asignado al Estado, por la naturaleza de los procedimientos adoptados o por las categorías de edificios que componen el corpus de esos monumentos. En Francia, la ley reclamada por el joven Víctor Hugo desde 1825, esbozada en forma de decreto en 1830, a instancias de Guizot, no vio la luz sino hasta 1913. Expresión de la centralización estatal propia de nuestro país, gestionada por una administración estatal, este instrumento jurídico se caracteriza por el rigor formal y la complejidad de sus procedimientos, así como por su vacío doctrinal. Estos dos rasgos contrastan, por un lado, con el empirismo imperante en Inglaterra, en donde la gestión de las sociedades de anticuarios y arqueólogos ha sido transmitida desde 1895 a la de una asociación privada, el National Trust, y, por otro lado, con el fundamento teórico específico propio de las leyes de los países de habla alemana y de Italia. A Camillo Boito –ingeniero, arquitecto e historiador del arte– le debemos la ley italiana de 1902, entonces la más avanzada de Europa, Sulla conservazione dei monumenti e degli oggetti d´arte.
Asimismo, bajo el impulso de los ingleses y de los italianos, el corpus de monumentos históricos, en principio constituido por la única categoría de edificios de prestigio (vestigios de la Antigüedad, catedrales y abadías, castillos, palacios, ayuntamientos...) anteriores al siglo XIX, incorporó objetos cronológicamente más recientes o tipológicamente desatendidos. Así, John Ruskin fue el primero en expresar el valor y en promover la conservación de un patrimonio modesto, el de las arquitecturas doméstica y vernácula que, en particular, constituyen el tejido de las ciudades antiguas. En cuanto a los italianos, siguiendo el camino trazado por Gustavo Giovannoni,13 fueron los primeros, después de la guerra de 1914, en considerar las ciudades antiguas como monumentos históricos por derecho propio. La restauración, gracias a los conocimientos aportados a medida que avanzan los saberes de la historia del arte, de la historia de las técnicas, de la arqueología…, es la disciplina práctica que pretende sustituir las reparaciones e intervenciones –empíricas y marcadas en la esquina de sus respectivas épocas– de las cuales, hasta entonces, todos los monumentos y edificios eran, sin distinción, el objeto.
Pero si estos nuevos conocimientos permiten efectivamente la identificación y, por ende, la protección jurídica de los edificios en cuestión, ¿respetan, no obstante, el triple estatuto memorial, epistemológico y estético del monumento histórico? ¿Puede la restauración ignorar la duración, en la que los humanos y sus creaciones están implicados de manera idéntica? Riegl, de nuevo, propuso una interpretación relativista de esta disciplina fundada en su análisis de los valores contradictorios de los que es portador cualquier monumento histórico. Así, demostró que en materia de restauración no puede existir una regla absoluta; cada caso se inscribe dentro de una dialéctica particular de los valores en juego.14
No obstante, desde la invención del monumento histórico, la legitimidad de la restauración nunca ha dejado de ser cuestionada en el enfrentamiento de dos campos, conservador e intervencionista, pronto simbolizados por dos países, Inglaterra y Francia, y por dos nombres asociados respectivamente a dos fórmulas: Ruskin (“Lo que llamamos restauración es la peor forma de destrucción que puede sufrir un edificio”15) y Viollet-le-Duc (“restaurar un edificio [...] es restablecerlo a un estado completo que pudo no haber existido nunca”16). He podido demostrar, con textos de apoyo, que se trata allí de una oposición artificial que enmascara un profundo acuerdo sobre el estatus y el sentido del monumento histórico en el marco de la cultura de Europa occidental.17
A pesar de los múltiples y contradictorios cuestionamientos sobre los métodos de restauración, el estatus del monumento histórico y los términos que lo designan en las diferentes lenguas de Europa occidental permanecieron muy vivos, y el término “patrimonio” fue por completo excluido de este campo. Así lo demuestran las dos primeras conferencias internacionales sobre conservación de monumentos históricos, celebradas respectivamente en Atenas (1931) y en Venecia (1964), cuyos participantes (arqueólogos, historiadores del arte, arquitectos, comisarios) eran todos de origen europeo.
El surgimiento del patrimonio
El término “patrimonio”, asociado con el adjetivo “cultural”, fue introducido por André Malraux en un marco estrictamente nacional. Para él, se trataba de promover la “excepción cultural francesa”.18 Pero al confundir los conceptos de monumento y monumento histórico bajo este término, adoptó una posición populista. En efecto, criticando el estatus elitista que caracterizaba al público de los monumentos históricos19 en lugar de acompañarlo de una política educativa, asumió, con el abuso del lenguaje, la posición manifestada en 1936 por el Frente Popular en el marco de la ley laboral, y afirmó: “No habría cultura si no hubiera ocio”.20
En consonancia con la “excepción francesa”, el término “patrimonio” y la institución correlativa de un Ministerio de Cultura se difundieron muy rápido en Europa. Pero sin consecuencias notables. Así, Italia continuó no sólo su tradición de reutilización de monumentos vivos, sobre todo su política educativa entonces única en el mundo: la publicación por el Estado de libros de texto (sin equivalentes incluso en las universidades francesas) de artes visuales y, en particular, sobre arquitectura y diferentes asentamientos humanos, en apoyo a los cursos obligatorios impartidos desde la escuela primaria, pero también durante los últimos tres años de las escuelas secundarias y en las escuelas técnicas.
La intervención de la UNESCO
De otra importancia semántica y sintomática es la publicación, en 1972, por la UNESCO, de la “Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural”. La fusión de las dos nociones de “monumento” y “monumento histórico” se ratifica así, atribuyendo al “patrimonio” el estatus de universal cultural, y ocultando, al mismo tiempo, la función simbólica del mundo edificado y del proceso de enriquecimiento y diferenciación permanente de nuestras culturas como marcadores de la especie humana. El mensaje lanzado en 1952 por Claude Lévi-Strauss era, sin embargo, claro: “No hay, ni puede haber, una civilización mundial [...] ya que la civilización implica la coexistencia de culturas, ofreciendo el máximo de diversidad entre sí, y consiste incluso en esta coexistencia”.21
Los países de la comunidad mundial signatarios de dicha convención serán asistidos por el Centro del Patrimonio Mundial, cuyos expertos les brindarán la asistencia técnica y económica necesaria para la identificación y el mantenimiento de su patrimonio mundial; por otro lado, le corresponde al mismo Centro otorgar la etiqueta de “Patrimonio Mundial”, símbolo de este estatus.
Este etiquetado conduce, de facto, a un proceso de museificación, cuya aceleración induce a una mercantilización planetaria; no es una coincidencia que el Centro del Patrimonio Mundial ganara el Premio al turismo mundial, en 2008. No sólo los patrimonios etiquetados se equipan de diversos negocios: venta de souvenirs importados del mundo entero, tiendas de alimentos... Pero, sobre todo, favorecen el desarrollo de parques de atracciones, estructuras de alojamiento, una proliferación de pastiches o incluso de falsos. Todo este aparato estandarizado e idéntico en todo el planeta daña tanto al ambiente como a la cultura específica de los países implicados.
El interés sintomático del término “patrimonio”, en su acepción y difusión actuales, es confrontar una revolución sin igual con las revoluciones culturales propias de la cultura occidental: en todas las culturas humanas, cuestiona su condición antropológica. Por su etiología técnica, he optado por llamarla revolución electro-telemática.22
La revolución electro-telemática
Este nombre considera sus dos factores dominantes: el desarrollo de la tecnología de la informática y el que depende estrechamente de ella, de las grandes redes de transporte, fuera de escala, cuya red ahora cubre nuestro planeta.
Como toda revolución técnica, la revolución electro-telemática ejerce un impacto directo en el conjunto de los comportamientos sociales, a los que están vinculados por ciclos de retroacción. Emblemática es la posición ahora regia de la “tecno-ciencia” que, bajo el término falaz de tecnología, asimila y confunde los dos conceptos de ciencia y de técnica.
De manera necesariamente reduccionista y esquemática, pero usando neologismos expresivos, evocaré algunos de los efectos culturales de la revolución electro-telemática:
– des-diferenciación: en particular, empobrecimiento o incluso, en determinadas regiones, desaparición de las lenguas vivas en favor de un galimatías, en su mayor parte derivado del angloamericano. En Europa occidental, este empobrecimiento no es menos espectacular, afectando, en cada caso, la especificidad del idioma en cuestión (sintaxis del francés, rica terminología del inglés...);
– destemporalización: vida en una inmediatez que niega la función creadora de la duración;
– decorporización: triunfo del mundo virtual y pérdida de contacto con el mundo de la tierra y de los seres vivos que los humanos aprehenden a través de todos sus sentidos: visión, olfato, tacto, oído y gusto. Este desconocimiento es confirmado y fomentado por la UNESCO con su etiqueta de “patrimonio mundial inmaterial”, representado por prácticas materiales y perfectamente sensibles: relatos, canciones y danzas tradicionales locales o incluso, más reciente, en 2010, la cocina local, así museificada y ofrecida para consumo turístico;
– desinstitucionalización: reducción de las relaciones humanas que fundan la cultura por medio del contacto humano directo.
Hacia lo poshumano o la singularidad
En el plano de la espacialidad que nos ocupa aquí, podemos desde ahora atribuir a la revolución electro-telemática los siguientes efectos:
– desaparición de un léxico relevante, aplicable a los asentamientos humanos;
– sustitución de las antiguas disciplinas de ordenación (arquitectura y urbanismo) en favor del urbanismo de conexión;23
– eliminación de los practicantes tradicionales que desempeñan el papel de facilitadores, y borrado correlativo de la práctica del dibujo manual, reemplazado por CAD (diseño asistido por ordenador);
– aparición de arquitectos o urbanistas estrella, centrados (véanse sus planos e iconografías) en el espacio de circulación en detrimento de los espacios de uso;
– un creciente desconocimiento de la función simbólica de la construcción, que he denominado competencia de edificar.24 Y recordaré aquí que esta función simbólica no sólo se aplica a los edificios con una función conmemorativa (monumentos), sino también a todas las obras materiales edificadas de manera no consciente, como los paisajes y los acondicionamientos más humildes. Véase acerca de este tema lo que han escrito de esto, utilizando los conceptos disponibles en sus respectivas épocas, autores como Leon Battista Alberti o John Ruskin, por nombrar sólo a los más grandes.
A largo plazo, según los temores de algunos visionarios, las predicciones de ciertos futuristas y los deseos de ciertos tecnólatras, esta evolución hacia un espacio abstracto bien podría conducir a la desaparición de nuestra especie en favor de lo que primero se llamó explícitamente lo poshumano,25 y hoy en día la singularidad –este último término derivado de la desinstitucionalización de nuestras sociedades en favor de las libertades individuales y singulares que ofrece la virtualización del mundo. Desde la publicación, en 2005, de su libro The Singularity is Near: When Humans Transcend Biology,26 Ray Kurzweil27 dirige el Singularity Institute for Artificial Intelligence, pero no busca por ello disimular el problema ético que plantea esta singularidad. Para terminar con una comparación más agradable, el estatuto de nuestros reemplazos sería entonces análogo al de los seres virtuales descritos por Villiers de L’Isle-Adam en su novela L’Ève future.
¿Qué hacer?
Este análisis catastrofista responde al mismo enfoque retórico que el de Gunther Anders:28 pretende medir, mediante la toma de conciencia, los riesgos inherentes a la globalización. Mi interés por el patrimonio edificado no debe, de ninguna manera, interpretarse como una señal de nostalgia. Si denuncio la museificación de los monumentos y de los monumentos históricos es para reintroducirlos a la vida actual. Y si protesto contra lo que Giorgio Ferraresi llama, con acierto, la “dictadura de la razón instrumental”,29 es para reconocer plenamente el valor de la informática como un precioso instrumento técnico.
En efecto, hay indicios de una posible lucha contra el proceso que amenaza a nuestra especie desde la década de 1970, cuando las consecuencias de la globalización se volvieron más visibles. Muchos profesionales –conocidos o desconocidos– emprenden, entonces, un trabajo que se desarrolla en el tiempo, a medida que aumenta su experiencia.
De manera emblemática, citaré aquí un nombre: el del arquitecto urbanista e historiador Rogelio Salmona (1927-2007). Hasta su último día, sin descanso, Salmona continuó y desarrolló su trabajo en suelo colombiano. Combinando técnicas de vanguardia con la escucha de las poblaciones, con una consideración cada vez más cuidadosa de los suelos, los relieves, las plantas, los cielos y el antiguo entorno edificado, construyó una obra como ninguna otra hoy en día, ya que afirma con lirismo, al mismo tiempo que nuestra modernidad, la identidad, la alteridad y las diferencias de una cultura.30
Pero también hay nombres ejemplares entre las siguientes generaciones. Sin poder escapar a la arbitrariedad de una selección, evocaré el trabajo convergente y espectacular, realizado en el tiempo hasta hoy, en el turno de Alberto Magnaghi en Italia,31 y Jean-Marie Billa32 en Francia. Su trabajo dual, enriquecido por intercambios vividos in situ, presenta las siguientes características:
– primacía del territorio y de la escala local;
– exclusión del turismo en beneficio de los habitantes locales;
– exclusión de cualquier “comunitarismo”, estando la identidad local representada por los individuos y las familias que habitan y trabajan en el lugar: ya sea que se trate de inmigrantes de la misma nacionalidad o de extranjeros, incluyendo a personas de viaje, así arraigadas;
– participación directa de esas “comunidades locales” en todas las decisiones y acciones que les conciernen.
El porvenir
Por supuesto, todavía podríamos citar algunos ejemplos recientes, como el rechazo de la etiqueta de “patrimonio mundial”, en 2010, por parte del alcalde de Albi, Philippe Bonnecarrère.
El optimismo confortado por los enfoques que acabo de describir, sin embargo, hoy parece peligrosamente comprometido por el desarrollo asintótico de las técnicas de virtualización, por la creciente compartimentación del conocimiento en detrimento de su vinculación global, pero sobre todo por la creciente politización de todos los campos de la cultura, así sea la economía, la planificación territorial o la enseñanza: pero la “política” se entiende ahora como lo contrario del significado inicial, democrático y fundacional, que Aristóteles le dio a este término. Así, nuestros vecinos italianos, deliberadamente citados antes, ahora se ven privados del acceso a su trabajo “territorialista”, mientras que dentro de sus universidades ya no se renueva una quinta parte de sus puestos.
Por eso, en un momento en el que para las sociedades humanas se ha vuelto vital redescubrir la realidad de los territorios, es decir, su doble e indisociable pertenencia a los mundos de la naturaleza y la cultura, tan perfectamente explicada por Claude Lévi-Strauss en toda su obra, desde 1948,33 entrego al lector algunos pasajes clave del manifiesto territorialista, lanzado en 2010-2011 bajo la égida de Alberto Magnaghi.
[...] Ante los retos que hoy nos impone el desconocimiento de los territorios y de la escala local para la salvaguarda de nuestra identidad humana, profesores e investigadores pertenecientes a muchas universidades italianas, de Turín a Venecia y de Milán a Palermo, fundaron la Sociedad de Territorialistas. Este nombre se tomó prestado del inglés Patrick Geddes quien, en el marco de la revolución industrial, había creado una asociación para la defensa de los lugares, conocida como Société Le Play (1806-1882), en homenaje al economista francés.34 [...]
La Sociedad de Territorialistas es una asociación autónoma abierta a investigadores del mundo entero que comparten los mismos valores [...] y que pretende constituir en redes, reunir anualmente y dotar de una revista.
El objetivo de la Sociedad de Territorialistas es desarrollar un enfoque transdisciplinario global: que se trate de física, de ciencias de la naturaleza y de la vida; que se trate de las ciencias humanas y de la antropología; o que se trate de prácticas (artesanías, arquitectura, planificación) o de técnicas (incluidas las informáticas) relacionadas con la edificación de nuestro entorno de vida. [...]
Bajo las coladas de lava de la urbanización contemporánea, sobrevive un patrimonio territorial de extrema riqueza, listo para una nueva fertilización, por parte de nuevos actores sociales capaces de cuidarlo como un bien común. El proceso está emergiendo ahora. [...]
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Notas