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Homogenizar el mundo. Reflexiones acerca del discurso occidental e identidad global en el siglo XIX
Homogenizing the world. Reflections on western discourse and global identity in the XIX century
Revista de Museología Kóot, núm. 14, pp. 9-35, 2023
Universidad Tecnológica de El Salvador

Artículos

Revista de Museología Kóot
Universidad Tecnológica de El Salvador, El Salvador
ISSN-e: 2307-3942
Periodicidad: Anual
núm. 14, 2023

Recepción: 25 Noviembre 2020

Aprobación: 30 Marzo 2021


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: El objetivo de este artículo es situar al lector en el contexto decimonónico de las Grandes Exposiciones Universales. Primero, como antecedente histórico se explican los orígenes racionalistas del museo en Europa y el primer museo en la Guatemala del siglo XVIII. En segundo lugar, se hace referencia al contexto de las grandes metrópolis occidentales de finales del siglo XIX donde tuvieron lugar las exposiciones universales, especialmente Estados Unidos. En tercera instancia, se analiza la situación Centroamericana, y la materialización política y sociocultural del simbolismo neocolonizante propio de la época.

Palabras clave: Identidad cultural, Etnicidad, Nacionalismo y cultura, Neocolonialismo, Desarrollo cultural – América Central – Historia – Siglo XIX, Colonialismo – América Central, Civilización Occidental, Civilización Occidental – Historia, Museos de arte – Guatemala, Museos de arte – Europa, Actividades de los museos.

Abstract: The aim of this article is to place the reader in a nineteenth-century context of the Great Universal Exhibitions. First, as a historical background, the autor explain the rationalist origins of the museum in Europe and the first museum in Guatemala in the eighteenth century. Also studies the context of the great western metropolises of the late nineteenth century where world exhibitions took place, especially in the United States. In the third instance, the autor analyzed the Central American situation, as well as the political and sociocultural materialization of the neocolonizing symbolism typical of these time.

Keywords: Cultural identity, Ethnicity, Culture and nationalism, Neocolonialism, Cultural development – Central America – History – XIX century, Colonialism – Central America, Western Civilization – History, Art museums - Guatemala, Art museums – Europe, Museum activities.

Introducción

En adelante se pretende analizar el siglo XIX como un periodo de transición, de cambio a nivel cultural en lo que actualmente conocemos como el hemisferio occidental. Dada la vasta cantidad de particularidades que se podrían analizar, el autor se enfoca en tópicos generales que sirvieron como el telón de fondo en los grandes procesos socioculturales, políticos, económicos y culturales decimonónicos. Dicho análisis a su vez centra especial atención en la particularidad hegemónica del discurso neocolonialista eurocéntrico, el cual, encontró vectores de reproducción en las élites de las nacientes repúblicas de aquel “otro” mundo recién independizado, Centroamérica. También se analiza, como se verá en seguida, el legado que como institución deja el museo en el establecimiento de idearios hegemónicos en Centroamérica, al mismo tiempo en que se consolidó como precedente de la dinámica centralizadora del discurso propia de las grandes exposiciones universales, desde las cuales se emanaron gran cantidad de criterios determinantes en cuanto a nuevas formas de entender el mundo, basadas estas en principios racionalistas cartesianas.

Puede asegurarse que el museo como institución es europeo de nacimiento, pasó de ser un simple depósito de tesoros o trofeos de guerra en la Antigüedad persa, egipcia o la greco-romana, a convertirse en los tesoros eclesiales en la Edad Media europea, hasta ser lo que los estudiosos de la museología llaman protomuseos, como lo fueron los gabinetes de curiosidades que proliferaron en toda Europa desde el Renacimiento (Alonso, 1999, p. 24). La visión de mundo prevaleciente entonces, limitada en todo caso por su propio tiempo, entorno a estos primeros museos y sus exhibiciones Bajtín (1980), la explica:

“La falta de un punto de vista histórico y sistemático determina que la elección de los materiales queda libre al azar. El autor comprende muy superficialmente el sentido de los fenómenos que analiza, en realidad, se limita a reunirlos como curiosidades”. (p. 39)

No fue hasta en los siglos XVII y XVIII en que el desarrollo y consolidación del pensamiento clasificatorio racionalista, con su obsesión por ordenar y explicar de manera mecanicista, compartimentada y jerarquizada los fenómenos de la naturaleza, hiciera que el museo adquiriera su configuración moderna como “templo de las ciencias y el arte.” (Alonso, 1999, p. 27-38).

Como apunta Bajtín La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, con la llegada de la Ilustración en el siglo XVII se propagó todo un nuevo paradigma que preconizó la sustitución de una explicación del mundo esencialmente religiosa de la Edad Media, por una forma de pensamiento que se propone la explicación del mundo y sus fenómenos amparada en la razón. Este proceso afectó profundamente la ideología de occidente, pues se produjo un acentuamiento de los procedimientos de generalización, abstracción empírica y tipificación (Bajtín, 1980). Nació así, un nuevo culto: la ciencia; un nuevo sacerdote: el científico; y un nuevo templo: el museo.

Es preciso aclarar que en el contexto del colonialismo español en Centroamérica, los territorios ocupados, fueron el escenario en el que se dieron lugar las mismas disputas presentes en la metrópoli imperial europea, así, el declive del pensamiento escolástico frente al ilustrado tuvo sus claras consecuencias en el devenir histórico de las colonias, pues influyó en los procesos de emancipación e independencia; una independencia, sin embargo, con efectos desde el punto de vista administrativo pero no ideológico, pues el retiro de las autoridades coloniales solamente significó la consolidación de las ideas eurocéntricas de la Ilustración y del liberalismo, su expresión político-económica. En el plano de las ideas, la Ilustración sustituyó el modelo escolástico, basado en la fe católica como explicación de todos los fenómenos, y dirigió su interés hacia el ser humano y las leyes naturales en medio de las cuales éste se encuentra inmerso (Meléndez, 1970, pp. 14-19). El liberalismo se identificaba con los ideales de progreso y libertad, y llamaba a la transformación de la sociedad completa. En otras palabras, la concepción de la razón humana, que desplazó la idea escolástica de Dios como fuente divina de conocimiento, tuvo como heredero al pensamiento político liberal que, a su vez, influenció decisivamente el ideario intelectual antes y durante la Revolución Francesa en 1789. El pensamiento ilustrado, subsumido por el liberalismo, constituyó el proceso sociopolítico que desembocó en las revoluciones industriales durante los siglos XVIII y XIX, y sus adeptos se fundamentaron en el liberalismo económico. Todos estos procesos, acontecidos en las potencias europeas y en los Estados Unidos, terminaron por consolidar los procesos de colonización-dominación en América surgido desde el siglo XVI y, que tuvo como consecuencia la imposición de roles para los países colonizados-dominados, tanto en plano económico como en el cultural.

Sin embargo, los ideales de la Ilustración tenían como fondo un componente pragmático, por lo menos en las incursiones de la monarquía ilustrada en Centroamérica, pues tenía como propósito el utilizar el conocimiento para sacar provecho de los recursos disponibles en los dominios del reino, lo cual se constituiría en la base fundamental del incipiente capitalismo, presente en los intereses del Estado Absolutista de los Borbones (Taracena y Piel, 1995, p. 7). Los criollos ilustrados nunca fueron considerados para regir los destinos del Estado, sino como un instrumento para el logro de los intereses peninsulares. Por otro lado, esta revolución del intelecto que estaba destinada a liberar al pueblo del yugo de su ignorancia y a conducirlo a su liberación a través del progreso, no pretendió ser conducida hacia todos los estratos de la sociedad, sino que fue un privilegio de las mentalidades cultas allegadas a los recintos universitarios y letrados.

A finales del siglo XVIII, el Reino de Guatemala —hoy Centroamérica—, se encontraba bajo el dominio de España, cuya sociedad presentaba un rezago en su inserción a la modernidad, en relación a sus vecinos europeos, situación que pretendía corregir el nuevo régimen ilustrado español (Paredes, 1990). En Madrid, para la nueva mentalidad gobernante ilustrada, la presencia temprana de algunos protomuseos llamados gabinetes, en Nápoles desde 1599, en Inglaterra en 1655, en Leipzig desde 1727, por citar algunos, y la ausencia del mismo a finales del siglo XVIII en España, hizo advertir dicho rezago, pues se lanzaron a la tarea de crear sus propios museos (Alonso, 1999, pp. 17-27). En los últimos tiempos de la Colonia en América, España, inmersa en el contexto intelectual del Despotismo Ilustrado, se encargó de difundir dichos ideales en sus dominios, lo cual coadyuvó al debate y desarrollo intelectuales en las colonias. La aventura emprendida por la Corona Española de crear un museo en Madrid, requirió de la búsqueda de “curiosidades” y “tesoros” en sus dominios de ultramar, lo cual terminó cristalizándose en la creación de un Gabinete de Historia Natural en Guatemala en 1796, a manos, principalmente, de criollos ilustrados y principales protagonistas de los procesos de independencia que tuvieron lugar en años subsiguientes.

Por otro lado, la doctrina político económica del liberalismo, heredada del pensamiento ilustrado, llegó a influir en casi todas las corrientes políticas del siglo XIX en Centroamérica. Llama la atención, que fuera durante la administración de los gobiernos liberales centroamericanos, cuando se crearan los museos nacionales y tuviera lugar la participación de los países centroamericanos en las grandes exposiciones internacionales de finales de siglo XIX. De tal manera, se advierte una relación clara entre Ilustración, liberalismo y creación de museos en el Istmo.


Imagen 1.
Decreto que crea el Gabinete de Historia Natural de Guatemala publicado en 1797.
Fuente: Archivo General de Indias. Impreso en la Oficina de la Viuda de D. Sebastian de Arevalo, 1797. John Carter Libray, disponible en: https://archive.org/stream/ noticiadelestabl00unkn#page/n3/mode/2up

El surgimiento del pensamiento ilustrado en el Reino de Guatemala no aconteció de manera espontánea, su origen se encuentra en el desarrollo de las ideas ilustradas a lo largo del siglo XVIII, el cual se vio precedido por una etapa preilustrada, ubicada entre la declinación de la doctrina escolástica y el pleno apogeo de la Ilustración (Meléndez, 1970, p. 20). Tampoco culminó abruptamente, ya que logró perpetuarse a través del liberalismo, su expresión política, hasta el siglo XX y no solo fue fructífera en Nueva Guatemala, sino también en Comayagua, en León y en la alejada diputación de Cartago. La fase “auténticamente ilustrada” (Meléndez, 1970, p. 22), que abarcó desde la primera mitad del siglo XVIII, hasta finales de este mismo siglo, fue la época en la que se realizaron las Reales Expediciones Científicas a los dominios españoles en América, e inició con la primera expedición al Ecuador en 1735. En el Reino de Guatemala se realizó una importante expedición a todos sus confines por órdenes de Carlos V y la culminación de este proceso dio origen a la creación del primer Gabinete de Historia Natural en Nueva Guatemala. Junto a este primer museo, surgió la Sociedad de Amigos del País, esta institución intelectual, con homólogas en otros puntos geográficos de los dominios españoles, en las segunda mitad del siglo XVIII, son asociaciones de intelectuales ilustrados de buena voluntad, dedicados tanto a la actividad científica como a la discusión política, que, en el caso de Nueva Guatemala, se les encuentra vinculados tanto con la creación del primer Gabinete de Historia Natural, y su curiosa y breve historia de sucesivas aperturas y cierres, como con los movimientos de emancipación de la Corona española.

Dicho museo funcionó hasta 1801, dos años después de que se ordenara por real decreto el cese de la Sociedad Económica —reabierta por orden de Fernando VII en 1810— (Luján Muñoz, 1971, p. 4). Tal vez, la manifestación corporativa más relevante del proceso ilustrado en el Reino de Guatemala, lo constituya la mencionada Sociedad de Amigos del País o Sociedad de Amantes de la Patria. Los datos referidos a la misma son poco fiables y las fechas inexactas y se le asocia, directamente, con la actividad del movimiento ilustrado tanto de criollos como de peninsulares, e intelectuales de la Universidad de San Carlos de Guatemala (Meléndez, 1970, pp. 88-89). Esta sociedad funcionó, aunque con grandes altibajos, sobre todo por las sospechas que generó para el gobierno colonial en el contexto del preámbulo a la independencia. A la Sociedad se le vinculó con la creación del museo y su cierre coincidió con el cierre del citado museo del Reino de Guatemala, en 1801 (Luján Muñoz, 1971, p. 5), asimismo, aunque sobrevivió a la independencia, fue finalmente suprimida por Justo Rufino Barrios, en 1881 (Meléndez, 1970, p. 190). Con el cierre definitivo de la Sociedad, se sepultó una de las instituciones más emblemáticas de la Ilustración en Guatemala, pero se inauguró el paso para la creación del primer museo auténticamente guatemalteco en 1897. En esta fecha, José María Reyna Barrios organizó la Exposición Centroamericana, que dio paso al surgimiento del Museo de Historia Natural de la Facultad de Medicina de la Universidad de San Carlos.

Fue en medio de todo este complicado proceso de pugnas en relación al primer museo en Guatemala y a la Sociedad de Amigos del País que tienen lugar los procesos de Independencia en Centroamérica, cuyo protagonista central fue el criollo ilustrado. Este sujeto criollo, empezó por autodefinirse como “americano”, luego como “americano culto” para, finalmente, decantarse más específicamente como “unos pocos varones ilustrados” (Meléndez, 1970). Esto pone en manifiesto el carácter segregacionista del proceso emancipatorio de Independencia, pues desconoció el protagonismo de otros sujetos como indígenas, mujeres, negros, criollos iletrados, entre muchos otros actores sociales del complejo sistema cultural involucrado en los citados procesos. La ilustración y el liberalismo, como formas eurocéntricas y dominantes, entre tanto, no perdieron su prestigio intelectual, la fe en el progreso, a la manera europea, se mantuvo incólume y se convirtió en la bandera de los liberales en ascenso (Meléndez, 1970). Ahora bien, sobre la existencia del mítico primer museo en el antiguo Reino de Guatemala, surgieron dudas:

“…igual decepción me esperaba con el Gabinete de Historia Natural y con la Academia de Bellas Artes, instituciones que no han existido jamás sino en la imaginación de los habitantes y en ciertos tratados de geografía. Texto de Morellet. Memoria sobre la Sociedad Económica presentado el 28 de diciembre de 1865 […] las artes aquí en Guatemala no tienen templo, ni sacerdotes, ni creyentes, todo lo absorbió el dogma. Martí: carta a Manuel Mercado”. (Toledo Palomo, 1977)

Cuadro 1
Cronología de la actividad museológica en Centroamérica. Siglos XVIII y XIX.

Elaboración a partir de: Meléndez, La Ilustración en el Antiguo Reino, Arturo Taracena Arriola. “La expedición científica al Reino de Guatemala (1795-1802)” (Guatemala, 1897).

A pesar de que se nota todo un claro precedente de actividad museológica desde la creación del primer museo, no es sino hasta finales del siglo XIX que se puede hablar de la consolidación de la institución museo en Centroamérica. Fue, entonces, cuando el criollo americano libre, revestido del aura legitimadora del pensamiento ilustrado, se permitió articular toda una discursividad trasmitida en las exhibiciones de sus museos. Toda esta habilidad discursiva tiene obvios antecedentes en el desarrollo museístico europeo, que había alcanzado su apogeo con la dirección de la gran burguesía y de los aristócratas “cultos” de la Ilustración, quienes tenían el privilegio dela posesión de los conocimientos y de la cultura. Estos “protomuseos”, comúnmente no estaban abiertos al público, sino que habían sido concebidos para el deleite y formación intelectual de un grupo selecto o una clase social dominante. Esta situación comenzó a cambiar a partir de la Revolución Francesa, cuando se democratizó su acceso y evolucionaron como centros de educación, recreación y difusión cultural al servicio de la sociedad, tal y como se los concibe hoy (Alonso, 1999, p. 150).

En el caso de Centroamérica, llama la atención el hecho de que los museos se formaron y consolidaron en momentos históricos bien definidos, con una diferencia casi exacta de un siglo, acompañados en cada caso por grupos subalternos en ascenso que disputaban el poder a la clase dominante: a) criollos protonacionalistas ilustrados, contra peninsulares a finales del siglo XVIII en el Reino de Guatemala del preámbulo de la Independencia; b) liberales positivistas contra conservadores a finales del siglo XIX, en el contexto de la invención de los Estados nacionales centroamericanos.

Así pues, hasta aquí es preciso aclarar que el último cuarto del siglo XIX fue testigo del proceso de ascenso del modelo liberal. Este se constituyó en un contexto ideológico en medio del cual la institución “museo nacional”, en su versión tradicional, mostró su mayor auge debido a la identificación de esta con los ideales liberales de orden y progreso. Estos grupos intelectuales de tendencia anticlerical lograron sustituir el “aura sacramental” presente en la doctrina católica, por el “dogma racionalista” con el que la ideología liberal se propuso “liberar de la ignorancia al pueblo” (Solano Chávez, 2005, p. 34), a la vez que ejercieron el control simbólico sobre el extenso escenario del sistema cultural.

En Centroamérica, como se ha señalado, la consolidación del modelo liberal transcurrió por la creación de un complejo sistema de instituciones, entre las que destacan los museos nacionales y, en el caso de Costa Rica, por la contratación de científicos europeos, muchos de los cuales destacaron como los pioneros de su Museo Nacional. Es esta época ilustrada, la época dorada de las llamadas exposiciones universales, en las que el afán de las nuevas naciones capitalistas se dividió entre la voracidad por las materias primas de todo el mundo y la búsqueda de nuevos mercados para una producción que ya había saturado los mercados locales.

El siglo XIX de las grandes metrópolis occidentales

La característica fundamental de las tres últimas décadas del siglo XIX, fueron sus vertiginosas transformaciones en los ámbitos de la vida cotidiana y las nuevas formas de conocimiento, punto de maduración de muchos cambios gestados y anunciados en el pasado, pero que llegaron a su total consolidación hasta ese momento. Dos aspectos fundamentales en el contexto sociohistórico europeo, que tuvieron marcada incidencia en las exposiciones universales, fueron: la Segunda Revolución Industrial y la expansión del Imperialismo centroeuropeo.

A pesar de la evolución experimentada por las exposiciones universales, partiendo de las primeras a mediados del siglo XIX, hasta las últimas en los albores del siglo XX, estas se presentaron cada vez más como un fenómeno ambivalente, cuya agenda “cultural” escondía una segunda, pero mucho más importante, agenda comercial, en la que la búsqueda de nuevos mercados para la colocación de los productos industriales, así como de la materia prima para fabricarlos, constituyó el interés primordial de los organizadores de estos magnos eventos. Por esta razón, el propósito de este apartado consiste en describir, de manera general, estos fenómenos, para contribuir a un entendimiento claro del contexto sociohistórico del tema de estudio: las exposiciones universales y su discurso.

La Segunda Revolución Industrial

La denominada Segunda Revolución Industrial, comúnmente situada entre 1880 y 1914, es uno de los rasgos económicos y culturales más significativos en el contexto de las grandes exposiciones del siglo XIX europeo. Este auge industrial, se distingue de la primera revolución industrial –surgida durante la primera mitad del siglo XVIII−, en que no sólo Gran Bretaña logró industrializarse en profundidad, sino que el proceso abarcó a otros países de Europa Occidental tanto como en Estados Unidos y Japón, lo que también influyó en la cultura, el empleo de mano de obra y el modo de vida en general.

En esta segunda fase de industrialización se desarrollaron nuevas formas de producción de energía, como el gas y la electricidad. Debido a esto, se produjeron cambios profundos en las esferas de la industria y la comunicación, mientras que en el proceso de búsqueda de nuevos mercados y materias primas, la cultura centroeuropea se interrelacionó con otras culturas a lo largo y ancho del planeta. Para Heinrich y Friedlander (1953), las nuevas invenciones caracterizaron este período, tales como el ferrocarril eléctrico, el teléfono y el telégrafo (p. 233), Las “industrias viejas” se vieron desplazadas por las “nuevas industrias” como es el caso del carbón, que pierde competitividad en relación con el gas y la electricidad. Por otro lado, las “nuevas industrias” tendieron a descentralizarse, pues ya no estaban obligadas a ubicarse cerca de las minas de carbón, ya que la electricidad permitió que el espacio geográfico y la industrialización no fueran necesariamente dependientes el uno de la otra, lo cual facilitó la formación de monopolios que estaban a cargo de la administración de los nuevos recursos combustibles (Heinrich y Friedlander, 1953, p. 235). Una tercera característica de esta Segunda Revolución Industrial, fue la concentración industrial y empresarial, es decir, el aumento del tamaño de las empresas y el control que los bancos ejercían sobre las mismas.

Por otro lado, para el antropólogo mexicano Aguirre (2004), la expansión imperialista típica del siglo XIX europeo, es ante todo un sistema de relaciones basadas en intereses comerciales y económicos, sustentado sobre una base de discursos de orden cultural que promovían una relación de asimetría entre la cultura centroeuropea y el resto del mundo “no europeo”. Esta perspectiva, que enlaza las dimensiones comerciales y económicas con “los discursos de orden cultural”, permite entender la importancia de la lógica imperialista y su relación con el desarrollo de las grandes exposiciones universales del XIX.

Por otra parte, las potencias capitalistas europeas como Inglaterra, Países Bajos y Francia necesitaban dar salida a su excedente de capital y lo hacen invirtiéndolo en países de otros continentes estableciendo préstamos, implantando ferrocarriles, muelles, puertos y caminos. Asimismo, estos países necesitaban buscar materias primas para sus industrias ya que, empezaron a escasear en Europa, como la plata, petróleo, caucho, oro, cobre, entre otros. De esta manera, las potencias mundiales se vieron obligadas a buscar territorios nuevos donde pudieran invertir el exceso de capitales acumulados.

Los procesos económicos generados por las formas de producción de esta segunda etapa, promovieron nuevos tipos de relaciones comerciales, que como ya se mencionó, se basaban en estrategias de extracción de materias primas para sus industrias a cambio de la importación de los productos excedentes de la manufactura. Para que estas relaciones comerciales adquirieran la forma de aquello que se reconoce como división internacional del trabajo, fueron necesarias tres condiciones: el crecimiento económico sostenido y prolongado, generado por la producción de bienes y servicios; la ya mencionada dinamización y crecimiento demográfico en Europa y finalmente, “la formación y rápida expansión de un fondo de conocimientos técnicos transmisibles” (Cardoso, 1974, p. 47), los cuales fueron vendidos a los países no industrializados a través de la exportación de capital, y la venta de equipo para el transporte, dominada por Inglaterra.

Así, al no ser suficiente los recursos naturales extraídos de las colonias europeas en África y Asia, con los procesos de independencia de las excolonias españolas, los europeos encontraron el camino abierto para entablar relaciones diplomáticas y mercantiles con los Estados en surgimiento, fuera de las formas tradicionales de dominación colonial, estimulando el proceso imperialista y dirigiendo las dinámicas del mercado mundial. Esta organización legitimó las asimetrías económicas y sociales entre los países noratlánticos y el sur global, caracterizados en el siglo XIX por la preminencia de la producción agrícola y un avance tecnológico muy lento, convirtiéndose en economías exportadoras de materias primas, divididas en tres grupos: 1) países exportadores de productos agrícolas de clima templado —Uruguay, Argentina—; 2) países exportadores de productos agrícolas tropicales —Centroamérica, Colombia— y 3) exportadores de productos minerales —México, Bolivia—. (Cardoso, 1974, pp. 50-51)

Consecuencias culturales de la Segunda Revolución Industrial

Una de las transformaciones en el ámbito social más significativas de finales del siglo en cuestión, fue la revolución cultural expresada en el desarrollo urbanístico y la expansión de la cultura burguesa. El crecimiento demográfico y la concentración de grandes masas de población dieron inicio al nacimiento de macro-ciudades, “el símbolo externo más llamativo del mundo industrial, después del ferrocarril”. (Hobsbawn, 2003, p. 219)

El paisaje rural y urbano se transformó radicalmente, plantándose la necesidad por primera vez de construir rápidamente nuevas viviendas en gran escala y con un pecio reducido. la conformación de los nuevos conglomerados urbanos se fue definiendo segregacionista, ya que se produjo una separación entre los barrios burgueses, amplios y limpios, y los barrios obreros, miserables y hacinados. Las ciudades a finales del siglo fueron, por tanto, una expresión fiel de la estructura social de este período.

El tercer cuarto del siglo XIX fue, para la burguesía, el período que propició el cambio de costumbres y la aparición de nuevos valores que fueron modélicos para el conjunto de la sociedad. Las tertulias de los cafés, la lectura del periódico, los hábitos saludables de vida, el deporte, la privacidad de la vida familiar, la sensibilidad específica de la mujer, la diferenciación de la infancia, fueron algunos de los nuevos valores que terminaron por imponerse. La gran burguesía controló el poder e influyó en las decisiones de planificación y reforma urbana del momento. Durante esta etapa, París vivió el proyecto de transformación y ampliación urbana al que posteriormente seguirán otras capitales europeas, cuyo modelo urbano se convirtió rápidamente en un ejemplo y se irradió hacia diferentes partes del mundo, como el paradigma de la nueva forma en vida en las ciudades modernas. Paris empezó a dar el tono para la moda y lo que se suponía era el “buen gusto”.

Con el triunfo de la ciudad moderna y de la industria, se desarrolló una división, cada vez más acentuada, entre los sectores urbanizados, alfabetizados y los que aceptaban el contenido de la cultura hegemónica –la de la sociedad burguesa− y los sectores pobres, incultos e incivilizados –la de la sociedad obrera−. Las llamadas exposiciones universales fue el escenario idóneo para exhibir y demostrar los logros de la civilización occidental.

La otra historia de Estados Unidos

El proceso de colonización de Estados Unidos inició con el arribo de inmigrantes ingleses a la costa Atlántica norteamericana en 1607. En ese momento Inglaterra ya era un país con una economía avanzada en relación con otros países europeos y en pleno camino hacia la industrialización. El desarrollo de la agricultura del tabaco, el algodón y el arroz, impulsada por el modelo esclavista pronto logró implantarse de manera exitosa en el Nuevo Mundo. Los intereses comerciales entre Inglaterra y los colonos norteamericanos entraron en conflicto, lo cual dio lugar a un ánimo de independencia, la cual tuvo lugar en 1776.

A partir de su independencia, la consigna de la nueva nación fue la de crecer a costa de sus competidores, fue así que se avocó a la compra de los territorios anexos que en ese entonces estaban en manos de Francia y Rusia de quienes adquirió Alaska y La Luisiana respectivamente. Con la mirada puesta en el oeste, decidió entrar en negociaciones con México para la compra de sus amplios territorios, pero debido a su negativa entró en una guerra que ganó en 1848, anexándose la mitad de su territorio —Texas, Alta California y Nuevo México—. En 1898 estalla la guerra hispano-cubano-norteamericana, con la cual termina arrebatando a España sus últimas posesiones en ultramar: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, mientras declara como propias las Islas Hawaii. Dada la diferencia de criterios políticos y modelos de desarrollo económico—industrial abolicionista en el norte y agraria esclavista en el sur—, estalló una guerra civil en 1861. Finalizada en 1865 con la rendición de los Estados confederados del Sur, se consiguió unir a todos los Estados en una unión indivisible, dando posibilidad a los del norte de imponer su modelo de desarrollo basado en la industrialización (Zinn, 2011).

A pesar de los acontecimientos registrados por la historiografía americana con respecto a su desarrollo como joven nación, poco o nada se escribe sobre una guerra que se libraba de manera paralela y silenciosa, contra los nativos “americanos”. Según Churchill (2001), autor nativo “americano” y activista político, para 1890 los censos revelan una “catástrofe demográfica”, según la cual los grupos originarios en el contexto de la colonización de los Estados Unidos, se vieron reducidos en un histórico 98% de su medida original. La fecha y el dato asociado tienen una gran importancia como contexto de la Feria Mundial de Chicago de 1893, en donde los organizadores se esforzaron por presentar una “Norteamérica” desarrollada, exitosa y blanca. Ward no ahonda en las causas de este drástico descenso demográfico, sin embargo, utiliza de manera insistente la noción de holocausto, para sugerir que alguna práctica de genocidio tuvo lugar sin que la historia oficial haya mostrado interés de registrarla.

La relación de Estados Unidos con América Latina en general es conflictiva, ya que evidencia el choque de dos desarrollos culturales muy distintos: Estados Unidos perfectamente situado en una modernidad basada en el desarrollo industrial capitalista, mientras que las grandes urbes latinoamericanas como México y Perú, por citar dos ejemplos, venían desarrollándose a partir de antiquísimas tradiciones prehispánicas mezcladas con la herencia colonial española. Es decir, mientras los Estados Unidos entraron de lleno a la modernidad partiendo de una “tabula rasa” caracterizada por el exterminio de la herencia local, el pragmatismo en las relaciones, el poderío militar y la importación de los modelos más avanzados de la industrialización capitalista europea, la realidad latinoamericana estaba inmersa en un arduo proceso de lentas transformaciones y adaptaciones de antiguos cánones y visiones de mundo ancladas en el pasado, tanto precolombino como español.

En relación con Centroamérica, la participación de Estados Unidos no será indiferente. Sus intereses en el paso de un océano a otro y su deseo de influencia en la región, estará en adelante marcado por injerencias políticas en los Estados independientes y su intromisión mediante enclaves bananeros, lo cual, de manera similar al resto de la región latinoamericana, le permitirá un claro control de la región a lo largo de todo el siglo XX.

Estas estrategias dirigidas al expansionismo norteamericano han tenido como fundamento ideológico, entre otras ideas, el “Destino manifiesto”. Esta doctrina surgió a mediados del siglo XIX y sirvió como justificación de la guerra contra México, en 1846-1848. Defendía la política expansionista estadounidense, asimilándola con el deber moral que decían tener como país “avanzado” frente a los pueblos “atrasados” del mundo, a los que debían ayudar encaminándolos en la senda del progreso y civilización, necesariamente bajo su tutela y dirección. El destino manifiesto estadounidense se relacionó en primera instancia con la “Doctrina Monroe”, la cual disfrazaba la intervención política y la expansión territorial de los Estados Unidos en los países del continente americano, con el propósito de defenderlos de tentativas de reconquista de las potencias europeas.

Estados Unidos atravesó fases de emulación de los europeos, tuvo momentos episódicos en los que parecía que la expansión geográfica era económicamente esencial y había dejado muy claro, en las distintas formulaciones de la doctrina Monroe, que las Américas debían quedarse libres del control europeo, y por tanto, de facto, dentro de su propia esfera de dominio. Este tipo de pensamiento es evidente en los resultados obtenidos de la guerra hispano estadounidense, por la cual los territorios de Guam, Filipinas y Puerto Rico fueron arrebatados a España, y con lo cual Cuba obtuvo su independencia, bajo el requisito de que una vez otorgada la misma por los españoles, sería ocupada por los estadounidenses. La definición de estos acuerdos quedó plasmada en el Tratado de París de 1898. Con esta guerra, el antiguo Imperio español perdió definitivamente sus posesiones en el continente americano, y se afianzó el poderío militar y la hegemonía del país norteamericano.

Ha de tenerse en cuenta la importancia que en el siglo XIX tuvieron las Exposiciones Universales como mecanismos de transferencia tecnológica, algo que el pragmatismo norteamericano supo aprovechar al máximo, atrayendo todo el conocimiento desarrollado por Europa y en particular por Inglaterra – inmersa en plena revolución industrial –, país con el que no sólo compartía una lógica afinidad cultural, sino que además fue la que más tempranamente se inició en estos eventos mundiales. Estados Unidos no se conformó únicamente con la participación activa en las exposiciones europeas sino que realizó, sólo en el siglo XIX, al menos 20 de estos eventos en ciudades tan importantes como Chicago, Nueva York y San Francisco, en donde, siguiendo una dinámica similar a sus homólogas europeas, exhibía sus propios adelantos en la industria textil, la maquinaria agrícola y sus avances en la arquitectura, la medicina y demás ramas del desarrollo tecnológico, mientras invitaba a los países del mundo a exhibir lo mejor de sus adelantos para adaptarlos a sus necesidades. En los casos de los países menos avanzados, como los centroamericanos, invitados a mostrar sus recursos para favorecer un intercambio, que en el mejor de los casos se daría en condiciones de clara ventaja para los del norte.

Contexto sociohistórico centroamericano. El capital extranjero: Inglaterra y Estados Unidos

El impulso económico alcanzado por los europeos, sobre todo por los ingleses desde el siglo XIX, se convirtió en el eje propulsor de las formas de dominación a través de las cuales fueron organizadas las relaciones comerciales y políticas a nivel mundial. La organización bancaria y la expansión del capitalismo colocaron a Europa en una posición muy privilegiada, promovida en parte, por la instalación de las vías de comunicación de hierro y vapor, confiriéndole claras ventajas en los ámbitos de la economía y la tecnología.

Países como Inglaterra, Alemania, Francia y los Estados Unidos, establecieron relaciones comerciales con jóvenes naciones con economías agrícolas, bajo los principios de la división internacional del trabajo, en donde Centroamérica se integró como una región productora de bienes agrícolas tropicales – principalmente de café y banano – y proveedora de otros bienes de extracción como la madera y los minerales.

La entrada efectiva de la región centroamericana al mercado mundial estuvo marcada por cambios en las formas de dominación. El punto fuerte de sus estrategias estuvo marcado por los principios ideológicos y la nueva forma de división del mercado, caracterizadas por el dominio coercitivo y por la estricta dependencia económica a los vaivenes de la demanda. A su vez, las relaciones comerciales estuvieron enmarcadas en el contexto de la lucha entre hegemonías imperialistas, principalmente por la incidencia de los capitales de Inglaterra y de los Estados Unidos, país con una mayor presencia en el istmo a partir de 1880. Es en este tipo de relaciones, en donde se hace evidente la ejecución de los principios de un imperialismo informal igualmente violento.

Si se hace referencia al caso específico de Inglaterra, las formas de intervención de esta potencia en el istmo estuvieron caracterizadas por su naturaleza geopolítica, financiera y comercial. En relación con el primer rubro, es necesario mencionar la constante lucha por el dominio de la comunicación y el comercio interoceánico, así como su presencia militar en el mar Caribe, el cual fue evidente desde la época colonial. Como una manera de declarar su poderío sobre la región, los ingleses tomaron posesión de Belice en 1825, que era entonces una provincia guatemalteca, para finalmente declararla una colonia en 1859 a través de un tratado firmado con Guatemala; también tomaron posesión de forma temporal, de las islas de Bahía y Roatán en Honduras, así como de la costa caribeña de Nicaragua, en una medida estratégica por el dominio del eventual paso interoceánico (Torres Rivas, 1981, pp. 44-46).

En el ámbito financiero, Inglaterra fungió como el principal prestamista de los Estados centroamericanos, además de inversionista en ferrocarriles y servicios. Esta relación inició con un empréstito realizado a la Federación Centroamericana. Una vez disuelta, cada uno de los cinco países que la conformaron cargó con una parte de la deuda, lo que sirvió para mantener presión diplomática sobre los gobiernos. Cancelado el préstamo, cada país centroamericano volvió a recurrir al capital financiero inglés para emprender los proyectos de construcción de ferrocarriles. Por ejemplo, en 1885, El Salvador dio en concesión a una compañía británica la construcción de un ferrocarril del centro del país a Acajutla; Nicaragua en 1886, hizo un préstamo por 285.000 libras y Costa Rica en 1870, realizó otro para la construcción del ferrocarril del Atlántico (Torres Rivas, 1981), proyecto que fue finalizado y puesto en marcha con capital del empresario estadounidense Minor Keith.

Las relaciones comerciales de exportación obtuvieron en Inglaterra a su mejor aliado, principalmente desde el fortalecimiento de las economías de monocultivo, en donde el producto predilecto fue el café. En este campo, los ingleses no se proyectaron necesariamente como inversionistas directos en el cultivo del café, sin embargo, de cierta manera tenían el dominio de su producción, pues casas comerciales en Liverpool y Londres extendían préstamos a los grandes exportadores locales, manteniendo como garantía la venta de la cosecha futura (Cardoso y Pérez Brignoli, 1977, p. 236), sistema de uso habitual en Costa Rica.

En cuanto al rol asumido por el mercado de importaciones, la deficiente infraestructura tecnológica de los países centroamericanos, sumada a las políticas librecambistas ejecutadas por los gobiernos liberales, promovieron la entrada masiva de productos extranjeros, principalmente textiles y bienes de capital, como herramientas metálicas y maquinaria agrícola. La importación de este tipo de productos trajo como consecuencia el debilitamiento del sector artesanal, así como un freno al crecimiento de la industria de la región, “reforzando el énfasis primario – exportador de las economías centroamericanas” (Samper, 1993, p. 33). Contrario a lo que ocurría en el mercado de la exportación, los vínculos más fuertes del istmo fueron establecidos con Estados Unidos durante el periodo 1870-1914, país del que provenían la mayor cantidad de bienes industriales y con quienes se vieron fortalecidas las relaciones comerciales a partir de 1880 con la producción bananera.

Una más de las manifestaciones de las asimetrías de las economías liberales imperialistas en Centroamérica, tomó forma a través de los enclaves bananeros. Estos, creados a partir de capital exclusivamente norteamericano, ocuparon territorios de la costa caribeña de los cuatro países del istmo, siendo Honduras el principal productor. La importancia de este producto no radicaba únicamente en su incidencia en los rubros de exportación, sino también en la capacidad totalizadora y monopólica de las compañías estadounidenses, además, sus centros de decisión operaban fuera de la región centroamericana y las plantaciones se establecieron estratégicamente lejos de las capitales nacionales (Torres Rivas, 1981, p. 91); esto hace que varios especialistas mencionen los enclaves como “Estados dentro del Estado”. Este tipo de producción, y principalmente, las condiciones económicas y políticas de los inversionistas estadounidenses, hicieron que los enclaves se proyectaran como verdaderas invasiones a las dinámicas sociales y estatales de los países, pues tuvieron un amplio margen de acción, que transitó desde los empréstitos, al monopolio de servicios.




Dr. Guillermo Cubero-Barrantes

En el caso centroamericano, es necesario mencionar la intrínseca relación entre la construcción de ferrocarriles y la entrada de la inversión estadounidense. Los Estados del Istmo realizaron contratos de concesión con compañías o empresarios en las que se cedían grandes extensiones de tierras – que fueron cultivadas con banano – a cambio de la realización de proyectos ferroviarios, principalmente hacia el Atlántico. La consecuencia inmediata fue el traslado focalizado hacia esta zona de grandes cantidades de capital y tecnología, que permanecían en estricto dominio de las compañías bananeras, es decir, el desarrollo en infraestructura creado por estas empresas, de ninguna manera procuró avance o bienestar para las economías nacionales, sino que monopolizó su uso para beneficio del negocio.

Un ejemplo de estas formas de relación, la constituye el empresario Minor Keith y el gobierno de Costa Rica. La concesión otorgada por el gobierno costarricense, constituye el prototipo de estas formas de negociación: a través del tratado Soto-Keith, firmado en 1884, el Estado concedía a Keith la finalización de la vía férrea, y a cambio se le otorgó el derecho de construir y explotar líneas adicionales, además de 800.000 acres de tierras vírgenes libres de impuestos, y la formación de una compañía que administrara el ferrocarril: la Costa Rica Railway Company, registrada en 1886 (Quesada Monge, 2013, pp. 274-275).

Por tanto, a finales del siglo XIX e inicios del XX, la incidencia del capital estadounidense estuvo vinculado con la producción del banano, plasmado en relaciones comerciales netamente extractivas y asimétricas —por ejemplo, con las concesiones de tierras, se eximían los bienes producidos de impuestos, quedando las ganancias para las compañías exportadoras—. Es válido afirmar que los empresarios y el gobierno norteamericano se aprovecharon del retraso económico y tecnológico de los países centroamericanos, para entablar acuerdos desiguales, en donde los Estados cedían mucho más de lo que iban a recibir, bajo la promesa del progreso, y por lo cual tuvieron que pagar con constantes intromisiones a la política y la soberanía nacionales, conflictos constantes una vez entrado el siglo XX, cuando las formas de explotación a los recursos y la mano de obra alcanzaron puntos cumbre.

Unionismo centroamericano y vía del tránsito

Uno de los proyectos anhelados por Honduras, El Salvador y de Guatemala desde el siglo XIX fue disponer de un “canal seco”, como medio de comunicación y transporte; retomando las ideas de Walker y la usurpación inglesa en San Juan del Norte en 1840. Con esto, los Estados Unidos se convirtieron en los “aliados” frente a los posibles enemigos del Istmo como en el caso nicaragüense cuando, en 1870, se organizó una misión científica para identificar el sitio más conveniente para la apertura de un canal interoceánico entre los istmos de Tehuantepec y el Darién (Kinloch, 2002). Muchos años antes, Alexander Von Humbolt había señalado nueve posibles rutas para tan anhelado canal interoceánico. De esta forma, en San Juan del Norte la Interoceanic Canal Commision presentó la propuesta y se fortaleció la confianza y empatía con la elite estadounidense, reservándose el ejercicio de la jurisdicción civil sobre la faja canalera en “tiempos de paz”, por lo que se precisó su territorio y da inicio a los problemas fronterizos con Costa Rica por el río San Juan (Kinloch, 2002).

En suma, estos dos temas –el unionismo centroamericano y la ruta del tránsito– están tan intrincados, que es difícil tratarlos por separado. En los catálogos tanto de las metrópolis como los del Istmo, ambos tópicos aparecen de una manera u otra, ya sea de forma velada o manifiesta. La postura francesa por el unionismo se deja entrever de manera bastante clara a favor, al punto de que en el catálogo de 1900 de París, Guatemala se presenta como único país de la región centroamericana y lo hace con el nombre de La Grande Republique de Centroamérique(Lapauze, et al., 1900). A su vez, Francia aparece como el país que toma en sus manos la construcción del canal de Panamá, proceso que quedará en manos de Estados Unidos para su culminación y quien tendrá el control de este paso a lo largo de todo el siglo XX. La posición de Estados Unidos no es clara, ni existe suficiente literatura que se refiera al respecto, sin embargo, las fuentes primarias consultadas, especialmente el catálogo de Chicago, refieren el enorme interés por el control del territorio de la actual Panamá, que en ese entonces se le conocía como Veraguas. Asimismo, como preámbulo del comienzo de la Primera Guerra Mundial, deben destacarse los movimientos geopolíticos y geoeconómicos que los Estados Unidos emprendieron para hacerse con el control del istmo, a finales del siglo XIX.

En el ámbito político, a principios de la década de 1880, el Istmo se vio envuelto en una gran discusión para alcanzar la pretendida unión centroamericana; un sueño que mantuvo sus raíces desde la creación de la Capitanía General de Guatemala. La idea, fue restablecer a las Provincias Unidas de Centroamérica o a la República Mayor de Centroamérica, con Guatemala a la cabeza y con el apoyo del gobierno de Honduras y El Salvador. Este último, abandonó la idea influenciado por México y Estados Unidos, que temían una posible competencia y superación guatemalteca; y Nicaragua se amparó en Estados Unidos, estipulando una posición conjunta en relación al futuro canal interoceánico. Costa Rica, por otra parte, lo rechazó de inmediato. Así: “Las aspiraciones de autonomía de Quezaltenango, Tegucigalpa y Costa Rica se cruzaron con los tradicionales celos de los ‘provincianos’ frente a Guatemala, mientras que los salvadoreños no ocultaban un republicanismo franco y abierto”. (Pérez Brignoli, 1998, p. 79)

En materia territorial, quedaron finiquitados los límites con la frontera mexicana. Guatemala perdió gran cantidad del espacio por una precipitada acción del mandatario Justo Rufino Barrios, especialmente en la región del Petén, con la esperanza de garantizar una posición neutral mexicana frente a la campaña militar para reunificar a Centroamérica. Su idea era unificar la región bajo la hegemonía guatemalteca, pero pronto advirtió que no se reconocería ninguna negociación o tratado internacional para la unificación del Istmo. Por esto, Nicaragua lanzó un manifiesto y un alistamiento voluntario de tropas, ante lo que Barrios declaró: “divididos y aislados no somos nada, unidos podremos serlo, y lo seremos todo. Meses después cae Barrios, y también las relaciones entre los países del Istmo” (Pérez Brignoli, 1998, p. 98). En Costa Rica, el presidente Guardia, y dado el contexto, fortaleció al ejército y amplió el aparato militar del Estado; el gobierno de Guardia debió defender la frontera con Nicaragua y reprimir los conflictos internos de oposición, que sólo entre 1870 y 1872 fueron diez (Salazar Mora, 2002, p. 29).

A partir de la década de 1880, las potencias capitalistas incrementaron su interés por la viabilidad de un canal interoceánico en el istmo. Precisamente, dicho interés no solamente caracterizó a las políticas liberales emprendidas por Justo Rufino Barrios en Guatemala y José Santos Zelaya en Nicaragua, respecto a la necesidad de unir políticamente a Centroamérica, sino también a la potencia británica, cuando no necesariamente a los EE. UU.

Por lo tanto, el contexto sobre el unionismo durante las tres últimas décadas del siglo XIX se caracterizó por, al menos, tres situaciones: a) el ascenso de gobiernos liberales que, a ante todo, buscaban la integración política del Istmo con el fin de asegurar una inserción económica más exitosa en la nueva división internacional del trabajo; b) potencias europeas que, como Gran Bretaña, fomentaban el unionismo de Centroamérica como condición política necesaria en el desarrollo de un posible canal interoceánico; c) la creciente presencia de los EE.UU, que como potencia en ascenso, aunque no buscaba en sí mismo la unión de las repúblicas centroamericanas, sí mostró interés sobre el control de la región y de hecho se encargó de la finalización de la construcción del canal interoceánico en Panamá, a comienzos del siglo XX.

Desde el siglo XIX, la presencia militar de los Estados Unidos en Centroamérica es importante, son bien conocidas las incursiones de William Walker en 1856-1857 en Nicaragua y el catálogo de Guatemala de 1897 destaca la presencia de sus fuerzas armadas en un momento en que Guatemala pugnaba por liderar nuevamente un proceso unionista en Centroamérica, sin embargo, no se dispone de fuentes documentales que ofrezcan información suficiente sobre cuál fue su postura política, en relación a los procesos unionistas centroamericanos, a excepción de Hobsbawm quien señala la debilidad política de la región como un elemento a favor de los intereses expansionistas norteamericanos (Hobsbawn, 2003, p. 67).

En cuanto a los países centroamericanos, las posiciones al respecto fueron disímiles. Es bien conocida la resistencia de Costa Rica hacia el unionismo, a pesar de la retórica algunas veces centroamericanistas; mientras que Guatemala siempre acarició el sueño de volver a ser la capital de una gran república centroamericana, con el principal interés de recuperar el control sobre el paso entre los océanos, fuera cual fuera su posible ubicación: en Nicaragua, el estrecho de Tehuantepec en Guatemala, en la frontera con Costa Rica o en Panamá. El resto de los países centroamericanos, como El Salvador, Honduras o la misma Nicaragua, mantuvieron posiciones ambiguas en relación al unionismo, en algunos casos debido a intervenciones imperialistas de Inglaterra, que luchó por tener presencia importante en el Caribe centroamericano. En resumen, podríamos afirmar que el tema “la ruta del tránsito” por Centroamérica, fue uno de los mayores puntos de interés de las grandes potencias imperialistas en el siglo XIX, y todas procuraron su participación para lograr algún tipo de control sobre esta ruta. Finalmente, se conoce que el mayor control lo logró el imperialismo informal de los Estados Unidos, y su emergente hegemonía mundial, lo cual explica la presencia coercitiva y muchas veces sangrienta en el istmo centroamericano.

Cultura hegemónica y cultura local. Un proceso de disputa

En el ámbito cultural, las élites dominantes en Centroamérica se caracterizaron por la adopción del estilo de vida eurocéntrico y un etnocentrismo clasista. La intelectualidad de la época promovió la creación de museos, teatros, escuelas, bibliotecas y publicaciones orientadas hacia lo europeo, enlazándolas con la estructura política, reforzando y abrazando la modernización, concluyendo en reformas educativas y campañas de alfabetización popular, incluso con literatura de tipo artesano-obrera. Con tres frentes importantes para la época, como la creciente circulación de material con ideas radicales, el influjo modernista del nicaragüense Rubén Darío y el agrupamiento de diversos profesionales liberales, aumentó el volumen de las publicaciones y el enfoque en cuanto a los conocimientos y las sensibilidades, además de los espectáculos en lugares públicos.

A su vez, se promovió la creación de infraestructura y otras prácticas urbanas arquitectónicas al estilo europeo; tal fue el caso de Costa Rica y Guatemala, con los diseños de las iglesias, los edificios nacionales y el ensanche de las calles con bulevares, todo de inspiración francesa. Esto definió una marcada segregación social del espacio, siempre bajo los ideales del orden, el progreso y la higiene. El diseño de bulevares y plazas con jardines públicos se exaltó en diferentes exposiciones, sobre todo en “la Exposición Centroamericana” de 1897 tal como se había venido haciendo en Estados Unidos y Europa (Sanou, 2000). Así, se desarrolló un tipo de centralidad cosmopolita urbana, adaptando a la sociedad a los patrones de lo occidental europeo: “La civilización exigió convertir a campesinos y artesanos en ciudadanos saludables, higiénicos, instruidos, patriotas, respetuosos de la ley y fieles a la ideología liberal, traídos por las ideas de distintos círculos intelectuales y la circulación de material impreso, incluido el secular y profano”. (Molina Jiménez, 1995, p. 30)

El nacionalismo que se difundió a partir de 1885 exaltó la esfera cultural, lo nacional europeizado, incluidas las artes, sobre todo la pintura y la literatura, con personalidades como Tomás Povedano, Aquileo Echeverría y Manuel González, en Costa Rica. Lo local fue invisibilizado, entre otras razones, por no corresponder con la visión de modernidad propia del pensamiento eurocentrista, que supo imponerse con variantes en los distintos países centroamericanos estudiados, variantes que responden a la realidad sociohistórica particular y a los conceptos de etnia y raza prevalecientes en cada país. La departamentalización o regionalización al estilo cosmopolita, ocultó y profundizó la división de los territorios delimitados por las diferencias étnicas – de origen prehispánico – y desestructuró antiguos modos de vida locales, aumentando la ladinización de la población indígena, quienes cambiaban su forma de vida tradicional, buscando la integración a las dinámicas urbanas civilizatorias.

El problema del Indio. Estado-Nación y política indígena.

Retomando el argumento sobre el condicionamiento de los modelos eurocéntricos acerca de la construcción de las identidades nacionales de las nacientes repúblicas, debe enfatizarse que los Estados centroamericanos ejecutaron una serie de políticas culturales tendientes a “solucionar” el supuesto “problema” que implicaban la presencia de la población indígena para la consecución del proyecto moderno y, en última instancia, la aceptación e inserción exitosa en la división internacional de trabajo. Desde el inicio mismo de la conquista de América en siglo XV, las poblaciones originarias fueron consideradas de diversas formas, atendiendo las necesidades que el colono europeo encontraba en su descubrimiento del “Nuevo Mundo”. Uno de los indicadores del problemático contacto con estos grupos, fue la invención del calificativo de “indios”, lo cual deja claro no sólo su “orientalización”, sino también la intención de describir con un sintagma conocido, algo que se desconoce. Debido a los prejuicios raciales, a este grupo se le asignaron roles relacionados con la mano de obra barata, útil para el progreso de los grupos dominantes; a la violencia y a la sangrienta; y más recientemente utilizados como “objetos de estudio” por parte de estudiosos positivistas, entre otros tantos tratamientos inferiorizadores.

En el caso concreto de Centroamérica, el proyecto liberal concebido por las élites a partir de 1870, encontró que el “progreso” económico sólo podía llevarse a cabo dentro de la “civilidad”. Por supuesto, la civilización fue entendida como un epíteto propio de las sociedades “avanzadas” eurocéntricas, por cuanto sus habitantes se caracterizaban por las “virtudes innatas de la blanquitud”. Por tanto, desde esta lógica, ¿cómo podían progresar las sociedades centroamericanas, si en este territorio abundaban los indios, ladinos y mestizos? ¿Cómo era concebible una “genuina nacionalidad” que calzara con el rígido modelo hegemónico europeo a seguir? El indio —sujeto casi desprovisto de voz y voto durante el destino que desde entonces le deparó la colonización— fue asumido por las oligarquías ístmicas como un “obstáculo” (Guatemala, 1897) para el “progreso nacional”, por una parte, o bien, fue manipulado como “elemento decorativo” de una identidad nacional caracterizada por las relaciones asimétricas basadas en la racialización y la hegemonía de una minoría eurocéntrica, que se autodenominaba blanca.

En el caso salvadoreño, durante las tres últimas décadas del siglo XIX, los indígenas, pese a su condición de etnias subalternas, jugaron algún papel en la consolidación del proyecto socioeconómico liberal. A su vez, las élites de entonces, adversarias de las fuerzas conservadoras, entendieron que los indios bien podían colaborar activamente en el ámbito militar tanto que se ha señalado la participación de estos sectores populares como no enteramente subordinada a las agendas de la élite liberal. Es sabido, además, que durante el derrocamiento de Rafael Zaldívar, con la conspiración del presidente guatemalteco Justo Rufino Barrios, muchas de las milicias que participaron en las batallas provenían de localidades indígenas (Lauria Santiago, 1995, p. 245). Puede notarse, por lo tanto, una “utilidad” de los indígenas en determinadas coyunturas en que se hace necesario su apoyo.

De todos modos, con el impulso de las reformas liberales, muchos pueblos indígenas se vieron obligados o fueron forzadas a abandonar sus estructuras sociales comunales. Así pues, en consonancia con los impulsos privatizadores, los ejidales y tierras comunales fueron dedicadas a la aceleración de la producción cafetalera. En un contexto en el que aún perduraban relaciones de producción netamente coloniales, como el colonato, los mandamientos o el peonaje deudor, para la oligarquía, todos los terrenos debían aprovecharse con el fin de impulsar con éxito el modelo agroexportador. Este fue el caso de la localidad de Cojutepeque, en donde los cambios de la estructura agraria no solamente ocasionaron desajustes económicos para los indígenas; también, en no pocos casos, el inicio de un proceso de ladinización.

En este contexto, para el indígena la realidad se presenta como una encrucijada ante la cual no puede mantenerse “neutral”: o se resiste a las coerciones extraeconómicas por parte de la institucionalidad del Estado y las oligarquías liberales, o niega sus orígenes para simular civilidad al convertirse en ladino o intentar ser como estos. Al igual que sus pares en El Salvador, los indígenas y ladinos en Guatemala jugaron una participación relevante como milicianos que, a finales del siglo XIX, facilitaron el ascenso al poder al General Justo Rufino Barrios. No obstante, cuando este y los siguientes gobiernos liberales tomaron el control del Estado, el verdadero interés por los indios salió a flote. Pronto se crearon instancias departamentales como el Quiché, en donde más allá de “promover hasta el poder regional y sus clientelas de partidarios locales que lo apoyaron en su conquista del poder central” (Piel, 1995, p. 187), se reveló la voluntad centralista de fiscalizar a la localidad para encaminarla a la participación del modelo agroexportador y, en otra instancia, para conseguir erradicar los últimos indicios de soberanías y resistencias indígenas con el fin de “integrarlos” al conjunto nacional.

Conclusiones

Claro está, la forma con que la élite liberal “integró” a los indios de esta y otras comunidades hacia el ansiado progreso, fue opuesta al reconocimiento de las etnias aborígenes como ciudadanos nacionales. Así pues, fue común que en donde coexistieron ladinos e indígenas, estos últimos fueron excluidos de los cargos municipales a causa la monopolización ejercida por los primeros. Asimismo, frente a los privilegios de los ladinos, solamente los indígenas pagaban impuestos significativos, prestaban trabajos forzosos y gratuitos, se sometieron a la aparcería y, en fin, se despojaron de sus tierras comunales en el contexto privatizador (Taracena y Piel, 1995, p. 189). El papel del ladino fue el de intermediario y subalterno entre el poder central y los departamentos apartados de la “metrópoli”.

Ahora bien, las élites centroamericanas, especialmente, la guatemalteca, tampoco podría obviar la presencia numerosa del indígena. Por esta razón, y sin contradecir el doctrinario positivista y la naciente antropología social, desarrollaron un discurso de tintes integracionistas o “civilizadores” que “reconocía” la valentía del indio que murió defendiendo su territorio durante la conquista, pero no al indígena “sumiso” contemporáneo. De este modo, a finales del siglo XIX y, sobre todo, ya entrado el siglo XX, los Estados nacionales desarrollaron políticas orientadas a la ladinización —en el caso guatemalteco y salvadoreño—, la hibridez o el mestizaje —en el caso nicaragüense— y la casi total negación de la presencia indígena como sujeto digno de ser incluido en la ciudadanía nacional —como es el caso costarricense, en donde el mito de la blanquitud cobró especial importancia—. Respecto a las políticas de ladinización e hibridez y en la formación de naciones mestizas, vale decir que se desarrollaron, porque fueron asumidas como la salida posible, dentro del eurocentrismo liberal, pero las oligarquías y élites intelectuales nunca pretendieron que se reconociera la etnicidad del indígena como ciudadano nacional. Paradójicamente, para que el indio fuese “integrado” a la nación, este debía dejar de ser tal o, eufemísticamente, ser “modernizado”.

El período de finales del siglo XIX en Centroamérica, tuvo lugar en el contexto de auge del positivismo como ideología oficial asumida por los gobiernos liberales. Las políticas culturales emprendidas por la intelectualidad y los Estados, tendió a abordar el “problema del indio” desde la perspectiva racista de Herbert Spencer y Gustave Le Bon. Precisamente, el pensador liberal Antonio Batres Jáuregui, entre cuyas más sobresaliente obras de encuentra, Los indios, su historia y su civilización ˗1893˗, fue un impulsor del abordaje positivista de la situación indígena en el contexto de la invención de la identidad nacional.

Asimismo, como parte del modelo de dominación y conquista mantenido desde el siglo XVI, el control cognitivo se constituye en la piedra angular para “la educación de para las masas ignorantes” por parte de la población “blanca” ubicada siempre en los estratos más altos de la escala social. Estas clases dominantes a su vez, tenían acceso a una “educación” o “formación” en las metrópolis europeas o americanas, con lo cual quedaba asegurado el control económico y político por parte de las metrópolis dominantes.

Muchos eventos de importancia se encuentran en el contexto aquí presentado, pero pocos tan importantes como la estrategia persuasora en función de las necesidades elitistas surgidas en Europa por la crisis económica de 1873, las consecuencias de la segunda revolución industrial y la expansión del imperialismo. A través de las exposiciones universales, y del discurso emanado de estas, se creó una estrategia comercial y económica bajo la forma retórica de espectáculo cultural, que promovía las relaciones asimétricas entre Europa y el “resto del mundo”, que buscaban satisfacer su necesidad de materias primas, a la vez que buscaba nuevos mercados para colocar los excedentes de la industrialización.

Crisis económica, revolución industrial y expansionismo, eran un monstruo de tres caras, que llevó a Europa a romper las barreras geográficas para ocupar enormes regiones del mundo que antes estaban fuera de su dominio. Esto le permitió encontrar mercados para colocar su producción industrial, y en algunos casos, dar salida a su excedente de capital, prestando dinero en condiciones de gran ventaja para los países prestamistas, llevando “progreso” al mundo no civilizado mediante la construcción de ferrocarriles, muelles puertos y caminos. La conquista de nuevos territorios fue también una manera de aliviar la gran explosión demográfica europea, mientras que permitió conseguir mano de obra barata. Finalmente, este sistema de relaciones buscaba conocer e inventariar los recursos naturales a nivel mundial para satisfacer la voraz necesidad de materias primas para el proceso industrial.

El siglo decimonónico presenció el declive el pensamiento escolástico, sustituido por la Ilustración, tanto en Europa como en el Reino de Guatemala; así como el liberalismo económico como doctrina político-económica heredera del pensamiento ilustrado. El racionalismo cartesiano, la ciencia instrumental, el positivismo y el “orden y progreso”, como perspectivas ideológicas de los gobiernos liberales que lideraron los procesos políticos en la Centroamérica del siglo XIX.

Junto a estos ideales, los países centroamericanos vieron nacer a su institucionalidad nacional en gobiernos liberales de finales del siglo XIX, enmarcadas ideológicamente en la conformación de los nuevos imaginarios en las nacientes repúblicas: racismo, elitismo, ladinización, explotación, temas recurrentes, junto a los sujetos sociales involucrados en todos estos procesos: el criollo ilustrado frente al peninsular español, el indio, el mestizo, el negro, el ladino y el dominio de “la raza blanca”.

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Apéndice




Vaso prehispánico estilo Batik,

Colección del Museo Universitario de Antropología UTEC.

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